XIV.

Cuánta mili te queda, lo tienes claro tú, más mili que al palo de la bandera, más que al monolito, decían, y aseguraban luego, con una ficción de condolencia y sarcasmo, a mí me jodería, y continuaban engolfándose en las comparaciones desmedidas, en los vaticinios de permanencia eterna, aquí te vas a quedar, como el buzón de correos, como el puente sobre el río, te quedan más guardias que al brigada Peláez, que llevaba veinte años de mili y que en los veinte más que le faltaban para el retiro no pasaría el pobre hombre del empleo de subteniente, te vas a licenciar tú cuando le den la Blanca al retrato del generalísimo, te vas a chupar más pochascaos y más retretas y dianas que el Chusqui, cabo primero eterno al que acababan de suspender una vez más en las pruebas de acceso a la academia de suboficiales, y que llevaba la gorra más hundida sobre el ceño que nunca y las botas con más hebillas y cordones que nadie, como si no fuera clase de tropa, un pringao idéntico a cualquiera de nosotros, sino oficial de comando, de boinas verdes, y era tanta su vocación que algunas veces, aunque no le estaba permitido, se colgaba al cinto una pistola y se ataba la base de la funda al muslo, como cualquiera de sus héroes, como los sargentos del cuartel y los mercenarios y comandos de las películas. Al salir de la compañía vigilaba de soslayo, si veía que un oficial se le acercaba tenía que esconderse, porque le podía imponer un arresto, y si lo arrestaban no sólo sufriría la vergüenza de verse moralmente degradado y mezclado con la chusma sin vocación que penaba sus empanamientos o sus indisciplinas en el banco de la prevención, sino que además vería más dañadas aún sus posibilidades de ingresar en el lugar de sus sueños, en el olimpo cerrado a cal y canto de la academia de suboficiales, cuyos exámenes de acceso no superaba nunca, a pesar de que no pudieran ser calificados precisamente de desafíos intelectuales, según apuntaba con sorna Salcedo, teniendo en cuenta que los sargentos Martelo y Valdés los aprobaron en su día.

Venenoso y patético, el Chusqui bajaba las escaleras golpeando muy fuerte los peldaños, con energía castrense, con rapidez gimnástica, se llevaba la mano a la sien al cruzarse con un superior y luego la dejaba caer con ese desgaire que era el dandismo de los veteranos, salía al patio, haciendo rechinar la grava, braceando, tal vez marcándose el paso a sí mismo en el interior de su cerebro empecinado, un, dos, er, ao, y entonces, viniendo no se sabía de dónde, de una ventana abierta o de las barandillas de hierro de la galería, se escuchaba un grito que le hacía volverse rígido de furia y buscando al culpable anónimo sin la menor esperanza de identificarlo:

– ¡Chusqui, aquí te vas a quedar!

Esa era su tragedia, que quería quedarse y no lo dejaban. El Chusqui era un solitario, un iluminado, un incomprendido, un místico de la marcialidad y del escalafón, el creyente más fanático de una religión que sin embargo no lo aceptaba entre sus fieles, el admirador más fervoroso de héroes que menospreciaban su entusiasmo y ni siquiera llegaban a sentirse envanecidos por él. Los sargentos, hacia quienes lo inclinaban la chulería innata, la disposición sentimental y la proximidad jerárquica, tendían a menospreciarlo para enaltecerse comparativamente a ellos mismos, y porque entre un cabo primero y un sargento, por mucha vocación que el cabo tuviera, había una insuperable diferencia de casta: el cabo primero era clase de tropa, y el sargento pertenecía al rango de los suboficiales, y eso los situaba en mundos que aunque fueran contiguos estaban separados por un muro tan hermético como el de lo estamentos en el Antiguo Régimen o el de las clases en la Inglaterra victoriana.

En los grados inferiores de toda organización muy jerarquizada suele darse una conciencia de los privilegios y de los matices menores de la dominación más aguda y seguramente más cruel que en los escalones altos: un comandante, un teniente coronel, un general, veían a la tropa como una gran mancha más o menos geométrica cuyos elementos individuales, si se distinguían, resultaban siempre borrosos, casi abstractos, puramente numéricos. Para los sargentos y los brigadas, sin embargo, los soldados éramos una presencia continua, incompetente, deslavazada, haragana, sordamente hostil, al mismo tiempo intrusos o civiles emboscados y carne de cañón. Estaban diariamente tan cerca de nosotros que tenían que erguirse con jactancia simbólica para distinguirse de la chusma con la que no era difícil que se les confundiera de lejos: los sargentos, igual que los cabos, llevaban galones en la gorra, en las hombreras y en la bocamanga, y no estrellas, como los oficiales.

En los desfiles, los oficiales iban a unos pasos por delante de sus compañías, accionando los sables, que relucían al sol con un brillo de plata, con una curvatura de sables novelescos de esgrima o de carga de caballería. Los sargentos marchaban en la formación, en primera fila, pero dentro de ella, con subfusiles al costado, como los cabos primeros, como el iluminado Chusqui, que a cada convocatoria para la academia en la que era suspendido se aproximaba más a la ruina de sus sueños: al provenir de un reemplazo normal, el Chusqui sólo podía reengancharse un número limitado de veces, de modo que si no lo admitían en la academia de suboficiales se vería obligado a licenciarse más o menos al cabo de un año. Lo que él más temía era justo lo que más ansiábamos todos los demás, y los días y las semanas y meses que nosotros borrábamos en nuestros almanaques como victorias personales contra la lentitud del tiempo eran para él los episodios consecutivos de su fracaso.

Aquella discordia, aquella pasión imposible, aquel empecinarse en estudiar temarios de examen que nunca penetraban en su cabezón berroqueño, convertían al Chusqui en un misántropo más peligroso que un alacrán, pero también en una parodia y casi en un héroe de un propósito solitario que nadie le agradecía y que no provocaba otra reacción que el escarnio. Aun cuando llovía más recio cruzaba el patio en diagonal, a cuerpo limpio, sin impermeable, renunciando a la blandura afeminada o civil de ampararse de la lluvia en los soportales, con la pechera de la camisa abierta, con los brazos desnudos hasta la altura de los bíceps, con la pistola al costado, atada al muslo con una cinta negra, y la mano derecha oscilando abierta junto a ella, como un discípulo más bien de Lee van Cleef o del primer Clint Eastwood que del Gary Cooper de Solo ante el peligro, película que le sería menos familiar que los spaguetti westerns de su adolescencia, y de la mía. El agua le oscurecía los hombros y le chorreaba por la visera de la gorra, pero él seguía avanzando firme y un poco encorvado hacia adelante, braceando en sincronía perfecta con sus zancadas castrenses, y parecía entonces que estaba solo contra las adversidades del mundo, solo e indiferente a las miradas de burla que lo espiaban, marcándose el paso con un metrónomo cerebral e inflexible, el mismo que aplicaba en la instrucción a los soldados zánganos que tenía asignados, un, dos, er, ao, y estaba tan embebido en su fantasía militar o llovía tan fuerte sobre la grava del patio que ni siquiera levantaba los ojos ni se volvía en busca del culpable cuando desde una ventana del Hogar del Soldado una voz irreverente y beoda repetía el grito de costumbre:

– ¡Chusqui, aquí te vas a quedar! -y replicaba otra:

– A mí me jodería.

Y allí nos quedábamos, no sólo el Chusqui, sino casi todos nosotros, salvo los bisabuelos a punto de licenciarse y algún dudoso enfermo o gordo excesivo a los que un tardío tribunal militar declaraba inútiles totales, como aquel gordo de la provincia de Cáceres que estaba conmigo en el campamento y que se comió un bocadillo de chorizo en el momento más solemne de la jura de bandera, un gordo magnánimo y feliz, rotundo, con un culo temblón y una perfecta panza búdica, invulnerable a las humillaciones del pelotón de los torpes y a cualquier amenaza de arresto por su lentitud o su torpeza. Al gordo lo habían destinado, igual que a mí, a San Sebastián y a Cazadores de Montaña, y luego a la segunda compañía, pero ni siquiera en Jaizkibel había adelgazado un gramo ni perdido aquel embotamiento de digestión feliz en el que parecía siempre dormitar. Una mañana, hacia las once, al salir de la oficina, lo vi vestido de paisano en su camareta de la compañía, que a esas horas estaba desierta. Era extraordinaria la rapidez con que se había despojado no sólo de la ropa militar, sino de cualquier actitud vinculada al ejército. Con dedos gruesos y cortos se ceñía al diámetro hinchado del vientre una cazadora, y al verme se echó a reír guiñando mucho los ojos, con una perfecta felicidad de lama imperturbable:

– Oficinista, aquí te vas a quedar. ¿Y sabes lo que te digo?

– Que a ti te jodería.

– Exacto.

Famélicos de envidia, estrangulados de congoja, como aplastados por la cruda y recobrada conciencia del porvenir eterno que nos esperaba, mirábamos irse a los bisabuelos y aceptábamos tristemente la repetición de sus burlas y el escándalo violento de sus celebraciones, en el curso de las cuales no era inusual que repitieran con nosotros, al fin y al cabo todavía conejos, alguna de sus más selectas novatadas. Durante la formación de retreta se tambaleaban en las últimas filas con las gorras torcidas, y ni siquiera el toque de silencio detenía su juerga, a pesar de que el imaginaria y el cabo de cuartel y hasta el sargento de semana les gritaran amenazas que ya no tenían el menor efecto sobre los más borrachos o los más amontonados. Tras el rompan filas gritaban ¡aire! con más furia que nunca, ebrios de antemano de libertad, trastornados por la cercanía de lo imposible, el cumplimiento del sueño único y común que los había atormentado y sostenido durante catorce meses, el que compartíamos en todos los cuarteles y campamentos del país unos trescientos mil soldados, cabos y cabos primeros, con la excepción del Chusqui, la entrega de la Blanca.

Si estaban libres de servicio se emborrachaban todas las tardes en el Hogar del Soldado, cantando mientras golpeaban las mesas y vaciaban botellones de cubata apócrifo y de calimocho, que era una bebida bárbara hecha de refresco de cola y de vino tinto peleón, un cubata de pobres que provocaba luego resacas mortíferas. Entonaban a gritos Ardor guerrero y El vino que tiene Asunción y Asturias patria querida, canción que por esa época no había sido elevada al rango de himno regional y era todavía patrimonio de las cuadrillas civiles y militares de borrachos. Sin demasiada precaución, porque era raro que los mandos entrasen en el Hogar, fumaban porros de hachís, que al mezclarse con los efectos del tinto malo y de la ginebra de garrafa los exaltaban primero en un delirio de temeridad y luego los sumían en un muermo negro de pesadumbre y resaca, en un sopor de animales tristes.

Las barbas, los uniformes sucios, las botas viejas, cuarteadas por el polvo, la lluvia y el barro, la dejadez idéntica de los ademanes, les daban a los bisabuelos un aire general de vejez prematura, de antigüedad legendaria en el ejército, y cuando a las ocho de la mañana, después de una noche entera de guardia, regresaban desfilando a la compañía, tenían un aspecto como de soldados harapientos de la guerra civil americana, soldados de morral al costado, mosquetón largo y daguerrotipo, resabiados, escaqueados, embrutecidos por catorce meses de mili y un año entero de guardias, por la costumbre del gregarismo y del hachís y las borracheras con licores infames en el Hogar del Soldado y en las discotecas más broncas de la ciudad, a las que acudían en masa los fines de semana vestidos de paisano, aunque con una uniformidad en la que no faltaba un punto carcelario: pelo muy corto, barbas, vaqueros ceñidos y gastados, marcando paquete, el de la hombría militar en la entrepierna y el del tabaco rubio, Fortuna o Winston, en el bolsillo superior, zapatillas de deporte, jerséis cortos y chubasqueros en invierno, y en verano camisetas ajustadas o camisas abiertas mostrando alguna cadena y el cordón del que colgaban las llaves de la taquilla.

Se movían en grupos, con un instinto de manada y una vaga actitud de pillaje, practicando en los autobuses y en las colas de los cines y de las discotecas la táctica cuartelada del asalto a mogollón, intoxicados de fuerza bruta, de abstinencia sexual y de pornografía, a la que entonces casi nadie estaba acostumbrado. Las mujeres abiertas y lívidas de las revistas pornográficas, traspasadas por hombres de virilidades monstruosas o arrodilladas frente a ellos y lamiéndolos con lenguas largas y rojas y párpados apretados, con las comisuras de los labios y las barbillas brillantes de semen, con una precisión de obstetricia en los primeros planos, eran el sueño del erotismo soldadesco, las diosas procaces de tipografía y papel couché que aparecían desafiantes y resplandecientes en su desvergüenza cuando una mano entreabría por primera vez las páginas y se iban degradando a medida que las revistas se gastaban con el uso excesivo, con la frecuentación solitaria, exasperada y devota.

En los cuarteles españoles, en el tránsito ya tan lejano a la década de los ochenta, los soldados de pueblo se iniciaban al mismo tiempo en las germanías de la delincuencia y de la droga, en las revistas pornográficas y en el uso del hachís, así que en cierto modo cumplían la vieja tradición de hacerse hombres en la mili: de reclutas más bien lampiños y medrosos pasaban en algo más de un año a onanistas consumados y bisabuelos coriáceos, y el vocabulario de mocetones rurales con el que llegaron al campamento se enriquecía velozmente con las palabras más turbias de la marginalidad urbana, que manejarían con vanagloria después de licenciarse, cuando regresaran a sus pueblos y contaran en el nuevo lenguaje a los más jóvenes sus aventuras militares.

Vivían, al aproximarse el final de la mili, en una efervescencia como de milenarismo, entre los terrores de un posible estado de excepción que cancelaría todo licenciamiento y las desatadas alegrías alcohólicas que provocaba el rumor de que iban a darles la Blanca unos días o unas horas antes de lo previsto. Asaltaba la oficina un grupo de bisabuelos borrachos o colgados, y nos asediaban a Salcedo y a mí porque alguien les había dicho que las cartillas militares las teníamos guardadas nosotros, y aunque era falso se empeñaban en registrar los cajones y en amenazarnos: la llegada de un sargento, o del brigada Peláez, interrumpía la invasión y el motín, y cuando nos quedábamos solos otra vez en la oficina Salcedo movía melancólicamente la cabeza al mismo tiempo que ordenaba el desastre y abría la ventana para que se fuera el humo del tabaco y el hedor alcohólico que los veteranos habían dejado tras de sí, manifestando con su admirable laconismo la opinión que le merecía todo aquel espectáculo:

– Te cagas.

Habíamos visto irse, recién llegado yo al cuartel, al reemplazo del escribiente Matías, que se nos alejó enseguida a un recuerdo del pasado distante -el tiempo tenía en el ejército casi la anchura y la lentitud del tiempo de la infancia-, y ahora veíamos irse a los que entonces ascendieron a bisabuelos, y les escuchábamos las mismas bromas que a los anteriores, aquí os vais a quedar, carne de garita, tenéis más mili por delante que el palo de la bandera, que el Chusqui, que el brigada Peláez, que el alma en pena del Generalísimo, vais a hacer más guardias que el monolito, me pegaría un tiro si me quedara la mitad de mili que a vosotros.

Una tarde, al volver Salcedo y yo de un paseo o del cine, los vimos cruzar en tromba el puente sobre el Urumea en una estampida de felicidad, gritando aire por última vez mientras arrojaban a las aguas pardas y grumosas del río los candados de los petates y las llaves de las taquillas, que iban a unirse en el limo del fondo con los candados y las llaves de todos los bisabuelos que se habían licenciado en no sé cuántos años, desde la primera vez que alguien hizo aquel gesto e inauguró aquella costumbre. Para que no nos sometieran a una última sesión de burlas consabidas Salcedo y yo nos refugiamos en un bar cuya ventana daba justo a la salida del puente: ahora me acuerdo que había una máquina de discos en la que yo ponía canciones de The Specials y de Madness, que me gustaban mucho entonces. En silencio, muy serios, vestidos con nuestros uniformes, veíamos a los veteranos que cruzaban hacia este lado del río y lanzaban al agua los candados como proyectiles o símbolos de una odiosa esclavitud, y es posible que los dos pensáramos que ellos, a diferencia de nosotros, nunca más tendrían que repetir el camino de regreso. Empezó a sonar el toque de bajada de bandera, y luego el de la oración de los Caídos, y nosotros, aunque estábamos dentro del bar, nos cuadramos instintivamente: los recién licenciados, los ex-bisabuelos, seguían corriendo y empujándose, de paisano, libres del ejército, guardando cada uno como el tesoro más preciado del mundo la cartilla que acababan de entregarle, la Blanca, el trofeo de catorce meses de encierro y de espera y el certificado absoluto de la libertad.

Ahora que los veteranos se habían ido hubo como un silencio nuevo en la compañía, hecho a medias de la ausencia de los recién licenciados y de la pesadumbre de quienes nos quedábamos. Una cuarta parte de las literas y de las taquillas estaban desocupadas, y la formación de retreta transcurría en una calma que nos extrañaba a todos, sobre todo al cabo de cuartel y al sargento de semana, que no se veía en la obligación de enronquecer a gritos ni tenía la sádica oportunidad de meterle una semana de prevención y arruinarle el final de la mili a un bisabuelo amontonado o borracho.

Pero aún no nos dábamos cuenta del modo en que nos parecíamos ya a quienes acababan de irse. Nosotros, los que llegamos a finales de noviembre, los conejos de entonces, ahora llevábamos barbas y uniformes de faena desaliñados y sucios, y obedecíamos desmadejadamente las órdenes en la formación, y bebíamos cubata y calimocho en el Hogar del Soldado, y teníamos taquillas ilegales alquiladas en bares de Loyola para cambiarnos de paisano. También sin que nos diéramos cuenta, la compañía había terminado por convertirse para todos nosotros en el lugar donde vivíamos, y la litera y la taquilla en nuestro espacio más íntimo, el refugio de la pereza y del sueño, incluso de la secreta lujuria, del erotismo solitario y nocturno que algunas veces provocaba un gruñido de muelles de somier en la oscuridad, una respiración tan fuerte como la de un sueño profundo, pero mucho más entrecortada.

Después del toque de silencio, los imaginarias rondaban la compañía en turnos de dos horas. El turno peor de todos era el tercero, entre las tres y las cinco de la madrugada, que partía cruelmente la noche y lo desalojaba a uno de las mejores horas del sueño. Recién extinguido el toque de silencio, apagadas una a una las luces en todas las ventanas del cuartel, salvo las del cuerpo de guardia, el imaginaria emprendía su ronda, pertrechado de correaje, fusil y machete, y los chistosos usuales repetían sin desmayo sus gracias más celebradas:

– Imaginaria, agárrame la polla.

– Imaginaria, tráeme un plato, que se me ha roto un huevo.

– Imaginaria, ¿sabes de electricidad? Ven a ver si esto mío es corriente.

– ¡Alerta, imaginaria, que me la están metiendo!

– ¡Callarse, maricones!

Aun en la oscuridad ya reconocía uno todas las voces, y sabía perfectamente quién dormía en cada litera y en virtud de qué acuerdos o afinidades tribales se reunían los grupos de soldados en las camaretas. Había conciliábulos de vascos, de catalanes, de gallegos, de canarios, pero no de andaluces, porque los andaluces en ese tiempo aún no habían sido plenamente informados por el gobierno andaluz de que lo eran y se agrupaban por provincias, o no se agrupaban en absoluto, dispersándose en fraternidades más abiertas o regidas por principios menos visibles. Las autoridades militares habían decidido que nadie, salvo los voluntarios, podía hacer la mili en su región de origen, con la finalidad, según aseguraban ellos, de que todos llegáramos a conocer los lugares más lejanos de nuestro país, o lo que es lo mismo, que descubriéramos eso que en la prosa franquista se llamaba la rica variedad de los hombres y las tierras de España.

Los más malévolos, los más politizados entre nosotros, suponíamos que la intención oculta de los militares era que en caso de un golpe de estado las tropas carecieran de vínculos personales con el territorio que ocuparan, lo cual facilitaría la eficacia de la represión. Pero yo no creo ahora que en el ejército español, y menos aún en sus cavernas golpistas, hubiera esa capacidad de sofisticaciones estratégicas. Sea cual fuese el motivo, lo cierto es que los cazadores de montaña de San Sebastián constituíamos una especie de Legión extranjera en tono menor, una desastrada confusión de orígenes y acentos en la que apenas se advertía el balcanismo que sin embargo ya estaba incubándose, y que a veces se manifestaba más como un exabrupto o un rasgo de mala leche que como un síntoma de algo: de pronto, sin venir a cuento, un valenciano se embravecía porque le habían llamado catalán, o un voluntario vasco censuraba cruelmente a otro por decir Bilbao en vez de Bilbo o San Sebastián y no Donostia.

Se observaba que había, en los gallegos y en los canarios, una solidaridad en el desamparo y la pobreza, un agruparse en el miedo al mundo desconocido al que el ejército los había arrojado, en la lealtad masónica o de cristianismo primitivo a los alimentos de la tierra de origen, que para los canarios era la más remota, la más definitivamente extraña: recuerdo la cara diminuta y cobriza de un campesino de Lanzarote al que siempre le venía grande la ropa y el correaje, su expresión de incredulidad y maravilla y hasta de pavor la primera vez que vio la nieve borrando el paisaje de parameras de Vitoria. A los catalanes se les notaba enseguida que provenían de una tierra próspera y bien organizada, y que una vez que se alcanza un cierto nivel de vida las nostalgias por el lugar de origen se vuelven mucho más tolerables. Un catalán nunca llamaba catalán a un compatriota; un gallego, al dirigirse a otro, siempre le decía galego, y los canarios acentuaban la intimidad de su pertenencia doblando el vocativo:

– Canario, me dijeron que trajiste gofio, canario.

Los gallegos se agrupaban en los rincones de las camaretas con los hombros muy juntos y las cabezas bajas, compartiendo el lacón o el orujo traído por uno de ellos que hubiera vuelto de permiso, o llegado en uno de aquellos paquetes de cartón atados con cuerdas que encarnaban el sueño de la gula igual que las revistas pornográficas y las chicas golfas de los barrios marginales encarnaban el de la lujuria. A los gallegos de origen aldeano los unía el idioma, la medrosidad, el arraigo en las topografías y en las nomenclaturas rurales: se emborrachaban sin escándalo, y se reblandecían entonces en una sentimentalidad de casa regional y de escudo de porcelana o de plástico con un hórreo y una gaita y una inscripción de las que se veían hace años en las ventanillas traseras de los coches, en los tiempos del zoi ezpañó, cazi ná: eu tamen son galego.

De los canarios descubría uno lo que seguramente no habría sabido de no ser por el ejército, que su identidad regional, aún poco celebrada, a pesar de un lunático que por aquellos años proclamaba desde una emisora de Argelia el derecho a la independencia y la africanidad de las islas Canarias, se subdividía en un encono de identidades menores, la de los chicharreros y la de los canariones, a quienes aparte del acento caribeño sólo unía la desconfianza hacia la península y el amor enigmático y apasionado por el gofio, una harina o polenta cuya aparición en el cuartel, en el petate de alguien recién llegado de las islas, provocaba por igual entre los canariones hercúleos y los menudos chicharreros una conmoción no inferior a la de la llegada de una partida de heroína a una comunidad de adictos:

– Canario, gofito guapo, canario.

Hay un relato muy poco conocido de Julio Cortázar que trata de un campeonato mundial de natación en gofio, ganado implacablemente por un atleta japonés. En el invierno lluvioso de San Sebastián, en las humedades sombrías del cuartel de cazadores de montaña, los canarios se alimentaban la nostalgia espesando con gofio todas las comidas, lo mismo el cacao o pochascao de los desayunos que los guisos de judías del almuerzo, convirtiéndolo todo en una pasta granulosa y suculenta que se adhería al cielo de la boca y también, según Salcedo, a las cavidades cerebrales, y cuando no tenían con qué mezclarlo se lo comían a puñados, reunidos en las literas como en las catacumbas de una eucaristía clandestina.

Salcedo, como era huraño, callado y de Valladolid, carecía del todo de identidad regional, más o menos como yo, que siendo de la provincia de Jaén no tenía un acento que pudiera ser calificado sin vacilación de andaluz. Pero ya entonces empezaba a verse que sin identidad regionalista o nacionalista no se iba a ninguna parte, y que quien careciera de ellas estaba más o menos condenado a una vulgaridad neutra y española, a un triste no ser nadie. A mí los andaluces con más acento andaluz y gracejo verbal me amedrentaban, y hasta me daban un complejo inconfesable de inferioridad, sobre todo cuando contaban chistes o batían palmas, o cuando alguien se sorprendía al conocer mi origen:

– Oye, pues habrás vivido mucho tiempo fuera, no se te nota nada que eres andaluz.

A mí me hubiera gustado que se me notara, y hasta me daba una cierta envidia oír aquellos acentos andaluces indudables de Sevilla o de Málaga y presenciar solidaridades regionales que mi condición desaborida y casi apátrida de jiennense me vedaba. Si es verdad lo que dice Chesterton, que se deja de creer en Dios y enseguida se cree en cualquier cosa, en el umbral de los ochenta y en el azaroso ecumenismo de aquellos cuarteles se comprobaba que con tal de no ser español casi todo el mundo decidía ser lo que se presentara, poniendo incluso más furia en la negación que en la afirmación, como si que a uno lo llamaran español fuera una calumnia. La izquierda, que por aquellos años se había quedado sin banderas, sin banderas republicanas ni banderas rojas, culminaba su ineptitud rescatando banderas regionales, inventándolas, inventándose, como la carcundia romántica del siglo XIX, tradiciones e identidades ancestrales, sagradas fiestas vernáculas, diatribas de víctimas seculares del centralismo español. El lirismo polvoriento de juegos florales y trajes típicos empezaba a transmutarse temiblemente en cultura popular, y la ignorancia hostil hacia el mundo exterior y el enclaustramiento en la provincia de uno cobraban un prestigio de desplantes políticos. Mi amigo Agustín, canario de Las Palmas, lo explicaba con una claridad terminante:

– Antes que español, turco.

Españoles eran, aparte de nuestros mandos y del Chusqui, aquellos que no podían ser otra cosa, según el luctuoso dictamen de don Práxedes Mateo Sagasta. Españoles, en la segunda compañía del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, en los primeros meses de la década de los ochenta, sólo había unos cuantos, gente rara y esquiva, de Murcia, por ejemplo, de Guadalajara, de Madrid, gente sin glorias épicas con las que enaltecerse y sin nostalgias definidas de ningún lugar ni de ningún guiso o baile o equipo de fútbol vernáculo. Ser de la provincia de Jaén, o de la de Murcia, era en aquella proliferación de nacionalidades como ser de una carretera o de un aparcamiento.

Había un soldado pelirrojo, encorvado, fornido, muy silencioso siempre, con cara de bondad, que se llamaba Martínez Martínez y era de Murcia, pero vivía desde niño en un barrio de Madrid sin ningún carácter, el de la Concepción o el del Pilar, así que ni siquiera tenía acento cheli o macarra, ni particularidad ninguna, salvo la de una mala suerte que lo condenaba regularmente a entrar de guardia los domingos y las fiestas más señaladas, y hasta parecía que la causa de su infortunio, de su mansedumbre y su tristeza era la falta de una identidad regional a la que adherirse, de un paisaje del que tener nostalgia o de un catálogo de agravios sobre el que cimentar el rencor y hasta la explicación del mundo. A Martínez Martínez no le quedaba más remedio que ser español, pues ni siquiera tenía, como Salcedo, la oportunidad de calificarse de castellano viejo, o de reclamar con gallardía un estatuto de disidente sexual.

Disidentes sexuales que manifestaran sin miedo sus preferencias había dos en el cuartel, uno, la Paqui, en la compañía de los enchufes de máximo voltaje, la plana mayor del batallón, y otro en la nuestra, en la segunda, un asturiano de mi mismo reemplazo que se llamaba Ceruelo y al que velozmente todo el mundo empezó a llamar la Ciruela, entre grandes carcajadas que a él no parecían afectarle. A la hora de formación la Paqui cruzaba la galería sobre el patio contoneándose como en una pasarela y el elemento masculino prorrumpía en bramidos y silbidos que los mandos preferían no advertir, dado que la Paqui gozaba en el cuartel de una indulgencia absoluta, por razones que nadie hubiera considerado prudente averiguar. Para Ceruelo o Ciruela, que era un homosexual más de diario, dependiente en una camisería o en una tienda fina de corbatas, la vida en la segunda compañía resultaba más dura que la de la Paqui, por culpa de las guardias, y porque a veces, en los dormitorios o en las duchas, los veteranos lo hacían víctima de bromas feroces, pero él se comportaba siempre con una dignidad admirable, con un coraje descarado que más de una vez dejó helados a sus agresores: yo seré maricón, les decía, pero vosotros sois peores que bestias. Por las noches, al apagarse la luz, cuando el imaginaria empezaba su ronda, voces burdamente afeminadas llamaban a Ceruelo:

– ¡Ciruela, que se te cuela!

– ¡Ciruela, chúpamela!

– ¡Aprovecha, Ciruela, que se me ha puesto dura!

Pero poco a poco nos dábamos cuenta de que a pesar de todas las diferencias, de la mezcla disparatada e imposible de azares que nos habían conducido a aquel lugar, había entre todos nosotros un impulso común, una identidad provisional pero muy fuerte que se superponía a las anteriores, a las que recobraríamos cuando nos marcháramos de allí: habíamos ingresado en el ejército al mismo tiempo, habíamos sufrido los mismos amaneceres helados en las colinas de Vitoria y jurado bandera el mismo día, habíamos compartido el mismo miedo la noche de finales de noviembre en la que bajamos de los autobuses enfrente del cuartel, ateridos por la niebla del río, nos habíamos acostumbrado a las mismas ropas, a las mismas órdenes y a las mismas palabras, al mismo olor de las taquillas, al tacto de las sábanas, a la brutalidad de los sargentos, a la lluvia perpetua de San Sebastián, ansiábamos todos con desesperación idéntica el paso de los días, de las semanas inacabables, de los meses eternos.

Nos parecíamos mucho más de lo que hubiéramos querido, igual que nos parecíamos en las barbas, en la falta de higiene y en el desaliño de los uniformes de faena, y también en el día último en el que nos sería entregada la Blanca. Desde el primer día en que llegamos al campamento había empezado a unificarnos la disciplina militar y nuestro propio instinto de gregarismo y semejanza, pero cuando de verdad me di cuenta de que ya éramos irreparablemente iguales fue una noche de domingo, a los pocos días de marcharse los bisabuelos, tal vez a finales de enero, una noche de temporal en la que se oía graznar a las gaviotas entre los bramidos del viento y las rachas de lluvia: nos despertó un ruido de motores, y luego oímos gritos de órdenes desusados a aquellas horas, y pasos rítmicos de botas sobre la grava del patio y en las escaleras que llevaban a las compañías.

Los conejos, dijo triunfalmente alguien: la voz se corrió entre las camaretas, y hubo quien despertó al que dormía cerca de él, y todos nos levantamos y fuimos hacia las ventanas desde donde se veían las filas tristes de recién llegados, y los más audaces o los más crueles entre nosotros empezaron a tramar novatadas, a apostarse detrás de las puertas en espera de que apareciese alguno, a buscar gorras con galones para asustar a los que fueran asignados a nuestra compañía. No era un grito, era un rumor de triunfo, una promesa de jactancia impune, de recién adquirido derecho a la supremacía, después de tantos meses en los que no había habido nadie que no estuviera por encima de nosotros:

– Oficinista, que vienen los conejos, ve a por el sello de la compañía, que se lo vamos a estampar a todos en el culo.

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