XVIII.

La cocina tenía una trepidación de fábrica y una oscuridad de fragua de Vulcano en la que se fraguaba la montañosa cuantía de los alimentos consumidos a diario en el cuartel. La cocina era un reino de fogones de gas y de marmitas inmensas en las que borboteaban guisos de judías con chorizo y garbanzos con callos y mares de pochascao caliente y espeso como lava. Del camión de la panadería se derramaban a primera hora de la mañana aludes de bollos y en el almacén se erigían cordilleras de sacos de patatas, de judías y lentejas, torreones y muros de latas de pina, de leche condensada y de melocotón en almíbar. En las cámaras frigoríficas había una avenida de cuartos traseros de vacas argentinas colgadas del techo y montañas de cajas de cartón que resultaban contener millares de conejos sacrificados y congelados en la República Popular China veinte años atrás, y convertidos ahora cada noche en una cena perpetua de conejo con tomate, de conejo reseco con sabor a momia china.

En medio del descontrol y el mangoneo de la cocina se presenciaba a veces una celebración tan desaforada de la comida y la bebida como en un cuadro de festines de Brueghel o en un bodegón holandés del siglo XVII, y no era infrecuente que algún novato recién destinado a ella después de las hambres del campamento cayera víctima de una indigestión de chuletones de cerdo con patatas o de un delirio alcohólico provocado por el abuso de las litronas frescas de cerveza que estaban a disposición de cualquiera en las cámaras.

Había un mareo de abundancia y desperdicio, una ciénaga de sobras en las marmitas y en los altos cubos de basura de goma negra coronados de moscas, un aire húmedo y caliente de trópico culinario, una humareda perpetua de grasas que se adhería a todo, como el salitre del mar, y que volvía resbaladizas las baldosas sanitarias del suelo, siempre encharcadas de pochascao o de caldo o de agua sucia y a veces sanguinolenta, mezclada con el serrín y con el barro que traían de la lluvia exterior las botas de los soldados, o con la pringue rojiza de los filetes de hígado que por diversión se tiraban unos a otros o lanzaban contra las paredes tan sólo por asistir al espectáculo de aquella materia movediza y viscosa desprendiéndose poco a poco de los azulejos, cayendo de pronto sobre la cabeza de alguien como una de esas criaturas repulsivas de la ciencia ficción.

Aquel olor de la cocina, que para fortuna mía sólo he vuelto a percibir desde entonces cuando paso junto a la salida del ventilador de un bar inmundo y me atufa una humareda de calamares y boquerones refritos en aceite ya negro, se nos pegaba enseguida al pelo y a la ropa a todos los que trabajábamos allí, de modo que ya no lo notábamos en los cocineros, que al principio nos hacían retroceder en cuanto se nos acercaban. Los soldados destinados a cocineros gozaban de una cierta opulencia física, casi de una grasienta autoridad, no ya porque comieran y bebieran todo lo que les daba la gana, sino porque además recibían como sueldo en metálico la cantidad íntegra que el ejército destinaba a nuestro sostenimiento, que eran cinco mil pesetas, diez veces la asignación mensual que cobrábamos en mano los demás soldados, con excepción de los cabos, que ganaban quinientas setenta y cinco, diferencia notable.

Los cocineros estaban todos blancos y gordos, con la piel como aceitosa, y aunque se ducharan y se pusieran el uniforme de paseo o se cambiaran de civil seguían desprendiendo aquel olor de las cocinas, y ni siquiera los lujos que les permitía su sueldo llegaban a resarcirlos de aquel estigma que sólo ellos no notaban. Fumaban Winston pata negra y bebían whiskies y ginebras de marca, pero si le ofrecían a uno un cigarrillo o una copa, a lo que éstos sabían, en vez de a tabaco rubio americano, a whisky escocés o ginebra inglesa, era a aceite refrito y agua sucia de los fregaderos, al humo y a la mugre de la cocina del cuartel.

Entraba uno de servicio en la cocina y los primeros días todo lo encontraba nauseabundo, no sólo los olores, sino el tacto de las cosas, la película de mugre, la superficie pegadiza que adquiría todo, lo mismo la tela del uniforme que las hojas de papel de calco, hasta las teclas de la máquina de escribir se pegaban en las yemas de los dedos, todo tenía como un brillo vidrioso de transpiración.

Durante un mes entero el brigada Peláez y yo teníamos que quedarnos en aquel reino plutónico, que era otro de los mundos escondidos del cuartel, y que estaba al margen no ya de las normas militares comunes, sino de la propia arquitectura del edificio, en un callejón que no era visible desde el patio central y no tenía nada que ver con las geometrías nobles y la épica del monolito en el que cada viernes por la tarde se depositaba una corona de laurel. La cocina tenía una crudeza y una obscenidad como de funciones orgánicas, una materialidad de cosas cortadas, ensangrentadas, asadas, hervidas, de desperdicios pudriéndose en cubos enormes de basura y humaredas sofocantes de salchichas al vapor o boquerones fritos.

La cocina era el estómago insaciable y el intestino y el almacén y muladar del Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, pero administrativamente, en lo que a mí me tocaba, era un laberinto de números, de formularios, de ficheros, de cuentas que había que llevar al día y al céntimo y sobre las cuales yo lo ignoraba todo, sin que en esa ignorancia pudiera echarme una mano el brigada Peláez, que sabía de todo aquello aún menos que yo, y que cuando los dos nos encontramos el primer día en el despacho pequeño y sucio que iba a ser nuestra oficina durante aquel mes de suplicio y vimos el desorden de papeles y libros de contabilidad dejado por nuestros predecesores se me quedó mirando con cara de tragedia, sin hacer nada, sin sentarse aún, rascándose con las uñas amarillentas el mentón mal afeitado:

– Paisano, de ésta nos hunden. Tú acabarás en el calabozo, y yo en un castillo.

Era un cubil más que una oficina, un cuarto sin ventanas, con el suelo de cemento húmedo que rezumaba esa materia hedionda que estaba en todas partes, en grados mayores o menores de condensación, con un tubo fluorescente en el techo que había adquirido al cabo de años de no ser limpiado nunca una opacidad grasienta. La puerta se abría y entraba del exterior un vaho de marmitas, y con él un cocinero que solicitaba instrucciones urgentes que el brigada no era capaz de dar o un proveedor hercúleo con mandil de lona y botas de marinero que traía el albarán de entrega de una carga de sardinas y exigía que alguien le firmara un recibí, dejando al irse un charco de agua en el suelo y un intolerable olor a lonja de pescado. El brigada Peláez, muy pálido, diminuto y como amedrentado y desmejorado en presencia de aquel fornido pescadero euskaldun de manos rojas y enormes y mejillas rosadas, examinaba muy lentamente la factura, haciendo como que repasaba cada concepto y cada cifra con la punta del lápiz, adoptando una expresión ambigua, entre de reprobación desconfiada y reflexiva conformidad, y por fin pedía un bolígrafo y trazaba aquel garabato suyo de no comprometerse guiñándome un ojo sin que el proveedor lo advirtiera.

– ¿Tú sabes lo que he firmado, paisano?

– Ni idea, mi brigada.

– Pues imagínate yo.

No sabíamos ni entendíamos nada ninguno de los dos, pero aquello no parecía que le importara a nadie, ni había nadie que nos explicara nada. Era, la primera mañana que llegamos allí, el brigada con su autoritarismo escaso de guarda forestal y yo con mi uniforme desastrado, mi barba, mi gorra partida y mi carpeta bajo el brazo, como encontrarse delante de los mandos de una locomotora en marcha, arrastrados por una furia que al parecer a nosotros nos correspondía dominar, resbalando sobre la grasa del suelo -los veteranos patinaban con cierta solvencia sobre ella-, sofocados de humos, aturdidos por los gritos de los cocineros y los borboteos de los guisos. En la cocina, que aun estando dentro del recinto del cuartel parecía un lugar ajeno a sus normas, reinaba un aire golfo de patio de Monipodio, y las bromas que se les hacían allí a los novatos eran las más bárbaras de todas. Entre los soldados con destino de barrenderos y de pinches había uno que sin disputa lograba la hazaña de ser el más sucio de todos nosotros, un conejo que nada más llegar había sentado plaza de bufón, sin duda con la idea de hacerse simpático a los veteranos, y al que todos, empezando por él mismo, llamaban el Monstruo de las Galletas. El Monstruo de las Galletas era uno de esos graciosos que sin transición se convierten en peleles y en víctimas de las bromas que ellos mismos han alentado, ofreciendo un espectáculo en el que uno no sabe distinguir entre la vergüenza ajena y la pura lástima. Era muy feo, con el pelo tieso como las cerdas de un cepillo, la nariz carnosa y aplastada, la boca muy grande, el entrecejo peludo, todo lo cual ya ayudaba a su bufonería y al escarnio al que regularmente era sometido, muchas veces con su colaboración, y otras a pesar de sus gritos de protesta y hasta de sus lágrimas de miedo infantil.

Al Monstruo de las Galletas un día los cocineros lo enviaron a buscar algo a la cámara frigorífica, y cuando entró en ella la cerraron por fuera, partiéndose de risa mientras se escuchaban muy débilmente los golpes desesperados que daba en la puerta de acero tan impenetrable como la de una cámara blindada. Cuando abrieron, al cabo de unos minutos de mucha guasa, el Monstruo de las Galletas estaba blanco de frío y de terror, hacía un ruido siniestro con los dientes y tenía las cejas nevadas de escarcha.

No se lavaba nunca ni se cambiaba de ropa, e incluso en la densidad de hedores de la cocina llevaba distinguiblemente el suyo propio. Otra vez le dio por maquinar o secundar con entusiasmo la broma de bañarse en una de las marmitas de pochascao antes de que se encendieran los fogones para calentarlo a la hora del desayuno. Chapoteaba, empapado en lo que parecía cieno marrón o rojizo, hacía reverencias ante los aplausos de quienes rodeaban la marmita, y alguno de ellos le arrojaba un chusco pétreo y el Monstruo de las Galletas cerraba los ojos, tomaba aire, se tapaba la nariz y se sumergía como en una piscina, y cuando volvía a emerger y abría los ojos y la boca el velo líquido de pochascao se le escurría sobre la cara y la pechera ya empapada del uniforme mostrando otra vez su cara rugiente de bruto:

– ¡Soy el Monstruo de las Galletas!

Pero se acercaba la hora de servir el desayuno, y los cabos de cocina urgían a los cocineros para que la broma terminara y pudieran encenderse los fogones bajo las marmitas, así que alguien tuvo la idea de encenderlos sin que el Monstruo de las Galletas hubiera salido de la suya. El pochascao empezaba a calentarse, los pinches de cocina acercaban a los grifos las ollas de aluminio en que lo transportarían hasta el comedor, y desde el patio llegaba por segunda vez el toque de fajina, anunciando que las compañías ya estaba formadas para el desayuno. El Monstruo de las Galletas, que no había notado nada, seguía dándose volatines y chapuzones, lanzando grititos como de no atreverse a nadar en un agua muy fría, y las carcajadas arreciaban en torno suyo, animándolo a exagerar sus bufonadas, sin que se diera cuenta de que los demás ya no se reían de lo mismo que él. Lo comprendió muy poco después, cuando el calor ya fue evidente, miró alarmado a su alrededor, limpiándose los churretones de la cara, intentó salir sin conseguirlo, porque se escurría en el metal liso de la marmita y se quemaba las manos, gritó y berreó y sólo cuando alguien dio la alarma de que se acercaba el brigada Peláez consideraron los veteranos que ya podía darse por agotada aquella broma.

Los primeros días la cara del brigada iba ganando una tonalidad congestiva de desastre inmediato: nada salía bien, el pochascao se quemaba y no había quien pudiera bebérselo, las lentejas estaban duras y tenían piedras, la paella valenciana del primer domingo fue una masa impenetrable en la que las cáscaras de los mejillones aparecían incrustadas como restos fósiles en un plegamiento geológico. A la una de la tarde, la hora de llevarle la prueba al coronel, el brigada temblaba, no tenía más remedio que tomarse una copita de coñac, para aplacar los nervios, y a continuación masticaba unos granos de café, no fuese el coronel a sospechar de su aliento. Se ajustaba el cinturón, buscaba la pistola por los cajones o entre las carpetas del armario, hasta se peinaba las cejas con saliva, llamaba al jefe de cocina para que trajera la bandeja, una taza pequeña de caldo, un cuenco con no más de tres cucharadas del potaje del día, un muslo bien escogido y bien dorado de pollo, lo que correspondiera en el menú.

Lo revisaba todo, lo probaba él mismo, aunque sin gana, le daba náuseas la comida, a él, que apenas comía nada en circunstancias normales, como un pajarito, me contaba que le decía su mujer, encendía un cigarrillo, lo apagaba enseguida, no fuera a caer ceniza en algún plato, y cuando ya estaba todo dispuesto llamaba al soldado que haría de camarero o portador de la bandeja, y que no podía ser cualquiera, no al menos un guarro evidente, porque hacía falta que vistiera con cierta propiedad la chaquetilla blanca y los guantes blancos con que se presentaría delante del coronel. Y así salían, como portadores del viático, en una procesión mínima y solemne, atravesando la suciedad y el desorden de las cocinas y luego los callejones posteriores del cuartel, el brigada Peláez delante y el soldado con la bandeja unos pasos tras él, cruzando luego bajo los soportales del patio central, los dos con la cabeza alta, sin mirar a los lados, caminando con un ritmo regular, el brigada más miedoso e inseguro de sí a cada paso que lo acercaba a las habitaciones del coronel y el soldado camarero aflojando por cansancio o desgana la solemnidad con que sostenía la bandeja, incongruente en la mezcla de su indumentaria, chaquetilla y guantes blancos y pantalón y botas de faena. Cuando empuñaba el pomo de bronce dorado de la puerta del coronel al brigada Peláez le sudaban de miedo las palmas de las manos.

– A la orden de usía, mi coronel. ¿Da usía su permiso?

Todo llegaba frío, desde luego, por culpa de la distancia entre la cocina y el despacho del coronel, y además porque éste a veces tardaba un rato en recibir al brigada Peláez y al soldado camarero, y los dos se quedaban de pie en la antesala, callados y aburridos como en la antesala de un consultorio médico, el brigada vigilando al soldado para evitar que en un descuido se, zampara parte de la prueba. Después de tanta congoja resultaba que el coronel no tocaba la comida, o picaba distraídamente algo con el tenedor, y despedía enseguida al brigada con un gesto de impaciencia, como a un sirviente de no mucho rango:

– Gracias, Peláez, muy rico todo, que les aproveche a los soldaditos.

Mientras tanto, encerrado en el cubil que tanto me hacía añorar el confort de la oficina de la compañía, yo me dedicaba a un ejercicio diario de contabilidad fantástica, a una novela de kilos y litros y millones de pesetas y céntimos y comensales y dosis de calorías, proteínas e hidratos de carbono que era, en su totalidad y en cada uno de sus detalles, rigurosamente falsa, de una falsedad, en lo que a mí concernía, del todo desinteresada. Corría la voz de que un capitán y un brigada que no fueran especialmente avispados podían comprarse cada uno un coche al terminar un buen mes de cocina, pero sí eso era así yo no me enteré de nada, y si el brigada Peláez hubiera contado con esas expectativas económicas no es probable que hubiera recibido el encargo con aquella cara de tragedia.

Ningún dato de la realidad interfería mi trabajo. Por las noches, después de la lista de retreta, los cabos de cuartel de cada compañía me llevaban a la oficina un estadillo con el número de soldados que al día siguiente asistirían a cada una de las tres comidas, y sumándolos todos yo debía calcular las raciones que se prepararían y el dinero disponible, a razón de ciento veintiocho pesetas por soldado, que era la cantidad diaria que a cada uno se nos asignaba para nuestra manutención.

Pero aquel dato ya era falso, en primer lugar porque no había modo de saber exactamente cuántos soldados se presentarían de verdad en el comedor, y en segundo lugar porque en el número reflejado en aquellos estadillos se incluían no sólo los soldados presentes en el cuartel, sino aquellos otros a los que los oficinistas llamábamos C.P., o como presentes, y que si se mira bien rozaban la categoría de lo fantasmal, porque no estaban presentes ni ausentes, que son las dos únicas posibilidades de estar que hay en el mundo, o al menos en el mundo civil.

La categoría del C.P. era uno de los misterios más comunes y significativos del ejército español, y desde luego el concepto más difícil de comprender y de manejar que se encontraba un escribiente novato. A los oficinistas veteranos se les distinguía sobre todo por la soltura con que hablaban de sus C.P. En algunas compañías el número de cepés casi igualaba al de soldados presentes, dando lugar a una fantasmagoría administrativa de la que sin embargo nadie se extrañaba. Si estar presente es encontrarse en un lugar y ocupar por lo tanto un cierto volumen de espacio y estar ausente es no estar, los como presentes no estaban, pero constaba que estaban, obedeciendo al principio de que si las cosas han de ser obligatoriamente de una cierta manera no pueden ser de otra, aunque en realidad lo sean.

Según el reglamento militar de entonces, en el ejército no había más días de permiso que los oficiales, que eran quince, así que por definición cualquier otro permiso, al ser legalmente imposible, no existía. Esta primera negación de la realidad, aunque insostenible, era mantenida a rajatabla, con el resultado de que en ninguna parte había constancia cierta del número de soldados que estaban en el cuartel. Sólo a los que disfrutaban de permiso oficial o estaban claramente enfermos o en prisiones militares se les reconocía la ausencia: los que no estaban, pero hubieran debido estar, eran los como presentes, y su estado intermedio entre la presencia y la ausencia daba origen a frecuentes confusiones administrativas, pero tenía una ventaja económica gracias a la cual se cubría en parte otra de las discordancias entre las normas militares y la realidad.

Según aquéllas, la cantidad de dinero necesaria para la manutención de un soldado ascendía, con puntillosa exactitud, a ciento veintiocho pesetas. En la realidad, y en 1980, y aun ciñéndose a una austeridad alimentaria de ermitaños, ese cálculo era ampliamente absurdo. El único remedio para que el hambre no se adueñara de la clase de tropa sin modificar las normas intocables era simular que había en el regimiento más soldados de los que de verdad había. Los como presentes, los cepés, compartían con otros seres intangibles el hábito de no alimentarse, pero las ciento veintiocho pesetas de su manutención ingresaban en la caja de las compañías y en la tesorería general del cuartel, aliviando la penuria de los que para nuestro infortunio sí estábamos presentes, y supongo que también nutriendo un flujo de dinero sin control ni consistencia oficial, al menos en lo que a mí concernía, en los documentos que el brigada Peláez y yo manejábamos.

Me pasaba las horas haciendo números que siempre eran números falsos. Multiplicando la cantidad falsa de soldados que iban a comer al día siguiente por la falsa asignación de ciento veintiocho pesetas obtenía una suma de dinero ampliamente ficticia, pero que determinaba sin misericordia todos mis cálculos posteriores, pues esa suma era la que oficialmente se gastaba aquel día, sin que pudiera sobrar ni faltar una peseta: que las cuentas tenían que cuadrar siempre, aunque fuera a martillazos, era otro de nuestros aprendizajes como oficinistas militares.

En mi cubículo mezquino yo me enfrentaba cada día a la cantidad falsa de dinero que se iba a gastar, y la comparaba con el menú previsto. Mi siguiente tarea era desglosar los ingredientes de cada comida, consignar las cantidades necesarias y los precios por kilos o por litros, de todo lo cual carecía de nociones precisas, que en cualquier caso no me habrían servido de nada, pues ni con la mejor voluntad había forma humana de que las cantidades y los precios coincidieran al céntimo con el presupuesto. Los primeros días fueron aterradores: iba como alma en pena haciendo preguntas que nadie me contestaba, cuántos kilos de garbanzos y de callos se habían gastado en un primer plato de garbanzos con callos, cuántas patatas, cuánto aceite, cuántos ingredientes más, cuál era el precio de cada cosa. Tenía que averiguar también lo que se llamaba muy técnicamente el «valor calórico-energético de la papeleta de rancho», pues tan rígida como la asignación diaria de ciento veintiocho pesetas era la dosis de proteínas, calorías e hidratos de carbono que las ordenanzas militares preveían para nuestra adecuada nutrición.

Los cocineros veteranos me miraban con lástima. Salcedo estaba de permiso, y Pepe Rifón poco podía auxiliarme. En cuanto al brigada Peláez, aquella selva de números lo aterraba más que a mí: cada día era preciso elevar al coronel un informe económico y culinario exhaustivo, firmado por el brigada y por el capitán, y ese informe era enviado a continuación al gobierno militar, donde se reunía con los demás informes de las guarniciones de la provincia antes de que lo enviaran a la Capitanía General de Burgos.

– Lo miran todo, paisano, repasan todas las cuentas con unos cerebros electrónicos que tienen, y al que le falte un dato o se equivoque en algo se le cae el pelo.

Con mis hojas y mis cuadrantes de menús, mis estadillos falsos de soldados, mi tabla de contenidos energéticos y una calculadora de manubrio yo libraba quijotescamente una batalla fracasada contra columnas de números que amenazaban con derrumbarse sobre mí como las pilas de latas de conservas y sacos de judías del almacén. Había que cuadrarlo todo, cada día, y a mí no me cuadraba nada, y como en mi calidad de escribiente de cocina estaba dispensado de asistir a la formación de retreta me quedaba combatiendo con los números y los formularios hasta la una o las dos de la madrugada, como un contable enloquecido e insomne. Al capitán era inútil consultarle nada; en cuanto al brigada, su anonadamiento y su pavor aún me ponían más nervioso:

– Esmérate, paisano, rellénalo todo bien, que me mandan a un castillo.

Cuando más desesperado estaba un colega oficinista vino a salvarme, aquel maoísta del que Pepe Rifón se pasó toda la mili sospechando que era un confidente. Nos encontramos en la barra del Hogar, en un rato de escaqueo, y cuando él quiso derivar la conversación hacia asuntos políticos, como era su costumbre, yo le hice aún menos caso que otras veces, no ya por precaución, sino porque estaba obsesionado con los números de la cocina y casi deliraba con alucinaciones aritméticas. Mi colega maoísta se echó a reír cuando le conté la desesperación en que me encontraba y me dio un remedio instantáneo para ella, basado en su propia experiencia, porque unos meses antes a él mismo le había tocado el turno de escribiente de cocina:

– Invéntatelo todo -me dijo con perfecta seriedad-. Es la única manera de que cuadren las cuentas.

– ¿Al céntimo?

– Al céntimo. Invéntate las cantidades y los precios. Mucha azúcar y mucho aceite, por ejemplo. Si hay natillas, cien kilos de azúcar, a cien pesetas el kilo, ya tienes justificadas diez mil pesetas. Aceite hace falta todos los días. También lo pones a cien pesetas el litro, para que cuadre más fácil, o a doscientas, según.

– ¿Pero cuánto vale un litro de aceite?

– Ah, yo eso no lo sé, ni falta que me hizo cuando estaba en cocina.

– ¿Y cómo voy a saber yo los ingredientes de cada comida?

– También te los inventas, así en general. Por ejemplo, que hay judías con chorizo. Doscientos kilos de judías, o trescientos, según la cantidad que haya presupuestada ese día. Cien kilos de chorizo. Y ya está, sin meterte en dibujos. La misma palabra lo dice: judías con chorizo. Pues judías y chorizo y punto. Ah, y un apartado de «condimentos y especias», para cuadrarlo todo hasta la última peseta. Que te sobra una de esas cantidades molestas, sesenta y siete, o diecinueve con cincuenta, pues pones al final, «condimentos y especias, 67 pesetas», y ya tienes hechos tus números y puedes irte a beber cubatas.

– Pero es muy fácil que me pillen. Nadie se va a creer esas cantidades. Y el valor calórico-energético…

– Y una leche. Tú cuádrales las cuentas y les dará igual todo.

De modo que le hice caso y me puse a inventar, al principio con miedo, con prudencia, todavía con cierta torpeza de aprendiz en mis invenciones, con tentativas de aproximación a la verosimilitud, ya que no a la realidad, y lo que antes me costaba diez horas y terminaba en fracaso ahora lo concluía frívolamente en hora y media, disimulando ante el brigada, eso sí, para no alarmarlo, entregándole con miedo cada informe diario, cada una de las sumas de disparates colosales perfectamente mecanografiados en impresos con muchos apartados y casillas, con cuatro o cinco copias en papel carbón. El brigada lo miraba por encima y hacía un gesto de aprobación, lo guardaba en su carpeta y se lo llevaba a la firma al capitán, y yo temía que éste montara en cólera y lo rasgara en pedazos al leer, por ejemplo, que el día anterior se habían consumido mil quinientos litros de aceite y otros tantos kilos de boquerones, así como doscientos de harina y dos mil docenas de huevos, por ser boquerones rebozados, pero el capitán tampoco se fijaba demasiado, le aburrían los papeles, así que firmaba el informe y lo hacía remitir con un oficio al coronel, quien a su vez lo enviaba al gobierno militar con otro nuevo oficio, y de allí iba mi hoja de barbaridades a la capitanía general de Burgos, empaquetada entre otras hojas de otros cuarteles, imaginaba yo, en convoyes de legajos y libros militares de contabilidad, para ser sometida al escrutinio de aquellos cerebros electrónicos que tanto miedo le daban al brigada Peláez, y en cuya memoria de rudos ordenadores de ciencia ficción anticuada la suma de todos los embustes y disparates y chapuzas de todos los escribientes de cocina de la sexta región militar alcanzaría magnitudes pavorosas.

Igual que había en el ejército una intoxicación de las palabras, un mundo inexistente que sólo se sostenía en pie en virtud de una inercia alimentada por artificios verbales, por una retórica del heroísmo y de la patria sin el menor vínculo con ningún hecho real, también existía una intoxicación y una irrealidad de los números, una aritmética tan perfecta como el despliegue en marcha de una formación y más o menos igual de inoperante. Si en las maniobras se simulaba la guerra y en los desfiles la marcialidad, en mi cubil de la cocina yo simulaba exactitudes contables, no porque alguien me hubiera hecho cómplice de una malversación, sino porque las premisas administrativas del ejército eran tan rígidas y tan arbitrarias que sólo mintiendo resultaba posible cumplirlas, y porque parecía que la utilidad de los números, como la de las palabras, no era explicar el mundo, sino confirmar las previsiones de la superioridad, imagino que al modo de los informes soviéticos sobre el cumplimiento de los planes quinquenales. Si entraba en la oficina y me veía muy absorto con la calculadora y los papeles, el brigada Peláez se complacía en ilustrarme con nociones sencillas y prácticas sobre mi trabajo:

– No te líes, paisano, imagínate que todo es cien. Cien hombres, por ejemplo, cien sanjacobos. Pues un hombre, un sanjacobo. O un plato de lentejas, o un bollo de pan, según… ¿Me ves la idea?

– Sí, mi brigada.

– Pues aplícate y hazme bien todos los números y en cuanto salgamos de cocina convenzo al capitán para que te mande de permiso. Ya sabes tú que a mí no se atreve a negarme nada…

Acabé encontrándole un placer ensimismado y abstracto a aquella tarea, parecido al de quien se aficiona a hacer solitarios, y como estaba provisionalmente relevado de las formaciones y me pasaba solo la mayor parte del día, amurallado tras mi máquina de escribir, mis formularios, mis libros de contabilidad y mis hojas de calco, vivía al margen del tiempo y de los horarios del cuartel, de los que sólo me llegaba una lejana noticia por los toques de corneta. Copiaba listas y expedientes, inventaba cantidades y las multiplicaba por otras cantidades fantásticas, ordenaba en el carro de la máquina los impresos y las hojas de calco de modo que al mecanografiar las copias cada cifra coincidiera exactamente en el casillero que le correspondía.

Ya de noche, cuando salía al patio trasero a donde daba la cocina, me sorprendía la quietud como aterciopelada del aire, el azul oscuro del cielo, liso y despejado por primera vez después de semanas de lluvia. Sobre el olor a humedad y a niebla del río ahora empezaba a atisbarse un perfume próximo de noche de verano. En el radiocassette de uno de los cocineros, mi colega Juan Rojo, sonaban a todo volumen las rumbas carcelarias de Los Chichos. Llegaban de la calle Pepe Rifón, Agustín, Chipirón y el Turuta, liaban un canuto y nos lo íbamos pasando sin mucho disimulo sentados en los peldaños del patio, aliviándonos luego el hambre y la sequedad de boca que nos dejaba el hachís con pepitos de ternera y pimientos asados que proveía Juan Rojo y litronas frías de cerveza. Estaba empezando junio y habíamos llegado al cuartel hacía tanto tiempo que se nos debilitaba la memoria, en la medianoche de un remoto noviembre. Pero el porvenir, aunque ya no faltaba mucho para que ascendiéramos a bisabuelos, nos parecía igual de lejano, como viajeros en alta mar hipnotizados por un horizonte invariable. El hachís, la cerveza y la lenta digestión del hartazgo nos sumían en una nostalgia modorra, en una resignación apoltronada a aquel cautiverio que ya había adquirido la forma cotidiana de nuestra vida de siempre. Imaginando el día en que por fin nos entregaran la cartilla militar Agustín Robabolsos, con los ojos brillantes y la voz muy lenta, hablaba de ella con la misma efusión de posesivos y diminutivos canarios que si se acordara de una novia:

– Ay blanca, blanquita mía, qué besos te voy a dar cuando te tenga conmigo, blanquita.

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