XXI.

Volvía a San Sebastián después de mi último permiso con documentación falsa y con un paquete de embutidos para el brigada Peláez. Me había hecho un carnet militar con un nombre inventado, el mismo que constaba en el pasaporte gracias al cual viajaba gratis con la autorización expresa del coronel del regimiento, cuya firma verdadera, aunque ilícitamente obtenida, estaba inscrita en el reverso de aquel formulario. Un conocido mío madrileño que trabajaba en las oficinas de la Plana Mayor me había sugerido la conveniencia y el poco riesgo de la falsificación, y le había pasado a la firma al coronel el carnet con mi foto y mi nombre ficticio y el pasaporte que sólo se concedía a los soldados en permiso oficial o que acababan de obtener la licencia.

Era uno de los privilegios de la veteranía en la mafia modesta de los escribientes. Para que a uno le dieran el billete gratuito tenía que enseñar el pasaporte en la taquilla de la estación, y era posible que también le pidieran el carnet militar. En San Sebastián, cuando iba a tomar el expreso nocturno hacia Madrid, no las tenía todas conmigo al acercarme a la taquilla. Había soldados en el vestíbulo y algunos policías militares. ¿Me reconocería alguien y me llamaría por mi verdadero nombre justo en el momento en que el taquillero leía mi nombre falso en el pasaporte? Veía tantas películas entonces que la escena sucedía en mi imaginación en términos de intriga cinematográfica. Mi amigo madrileño, que en la vida civil era agente de bolsa, me había dicho que no era nada probable que me pidieran el carnet militar para confirmar mi identidad antes de entregarme el billete, pero no obstante a mí me pareció que cuando el taquillero examinaba el pasaporte se detenía demasiado, y alzaba los ojos del papel para mirarme con fijeza y disimulo, y era posible que se ausentara un momento haciendo como que no ocurría nada, o que oprimiera un botón que había bajo el mostrador, etcétera.

En un instante vi las consecuencias, y se me hizo un nudo en el estómago, como cuando fumaba hachís en ayunas: el calabozo, tal vez el consejo de guerra, justo cuando ya me faltaba tan poco para licenciarme. De no haber sido eso mucho más sospechoso habría retirado el pasaporte con un gesto brusco y me habría ido a hacer auto-stop, porque no tenía dinero para pagarme el largo viaje hasta Madrid y luego a Linares-Baeza. Pero faltaba muy poco para que saliera el tren y había una cola considerable ante la taquilla: el empleado ni siquiera me miró al entregarme mi billete, y yo me lo guardé enseguida en el bolsillo interior de la guerrera, me cargué el petate al hombro y eché a andar con rapidez y alivio hacia el andén. Una voz a mi espalda me paralizó: decía el nombre que no era mío, el que estaba en mi carnet y en mi pasaporte. Al vacío en el estómago se añadió una flojera de piernas y un acceso de sudor en las palmas de las manos. Me volví: alguien de la cola me tendía el pasaporte militar, que yo había olvidado en el mostrador de la taquilla.

Ahora, después de los días de permiso, regresaba en el Talgo de Madrid a San Sebastián, en una tarde nublada y sin embargo luminosa de octubre, con esa luminosidad del aire otoñal recién lavado por la lluvia que da tanta nitidez a los colores húmedos de la lejanía, los ocres y azules, los primeros verdes limpios después de la tonalidad terrosa del verano. Ni en Linares-Baeza ni en Chamartín había tenido miedo al acercarme a solicitar los billetes: el sentimiento de vulnerabilidad y peligro se debilitaba siempre conforme me iba alejando del cuartel y de San Sebastián. Estaba siendo un viaje rápido y tranquilo, a pesar de la tristeza del final del permiso, casi neutralizada por la cercanía de la licencia. Incluso no era desagradable verse de uniforme en el espejo casual de algún escaparate. Unos meses atrás nos habían cambiado la ropa de paseo, y ahora, en vez de aquellos ropones de posguerra, llevábamos guerreras con solapas, camisa caqui, corbata, boina, pantalón recto, zapatos negros charolados: con aquel uniforme le daba a uno la impresión fugaz de pertenecer a otro ejército y casi a otro país, más moderno o más ágil, no tan encanallado ni brutal.

Mientras escribo cobra forma el recuerdo hasta ahora perdido de un viaje feliz: el vagón vacío del Talgo, la perspectiva de pasar seis horas recostado en un asiento muy cómodo, mirando por la ventanilla el paisaje castellano de otoño y la llegada de la noche por los roquedales de Durango, leyendo un libro que acababa de comprar en el kiosco de la estación, de modo que el comienzo del viaje y el de la lectura habían sido simultáneos. Leía, acabo de acordarme, La línea de sombra, de Joseph Conrad, que era una novela de longitud perfecta para la duración de aquella travesía, y no me daba cuenta de lo que advierto ahora, catorce años después, la manera en que la casualidad nos pone a veces delante de los ojos los libros más acordes con nuestro estado de ánimo o más iluminadores en medio de una encrucijada personal.

Tal vez si me acuerdo, contra toda lógica, de cuál era el libro que leí en un viaje de 1980, es porque en él se dilucidaba un tránsito parecido al que yo mismo debería emprender muy pronto, cuando terminara el tiempo suspendido del ejército, que había sido mi prisión, pero también mi refugio, y ya no me quedara más remedio que pisar mi propia línea de sombra, el umbral menos deseado que temido de la vida adulta, de la búsqueda de un trabajo y de la naturaleza verdadera de mi vocación, de las decisiones sentimentales que ya no tendrían ninguna excusa para ser postergadas.

Pero aún no había llegado la hora de enfrentarse a nada, ni siquiera a la formación de retreta de esa misma noche ni a los ladridos o relinchos del sargento de semana: el tren y el libro me envolvían en una burbuja perfecta de tiempo, y el uniforme y la documentación falsa que llevaba me permitían sentirme aislado y protegido incluso de mi propia identidad. Me gustaba ser el resumen de mí mismo que el revisor o algún otro viajero verían al cruzarse conmigo, un soldado joven y barbudo, sentado junto a una ventanilla, que leía con aire de ensimismamiento y pereza una novela titulada admirablemente La línea de sombra.

Del macuto provenía un tenue y suculento olor a morcilla, a chorizo, a manteca y a lomo. Aprovechando el permiso yo había ido a visitar a los padres del brigada Peláez, y había pasado con ellos algunas horas de una tarde que tenía la penumbra y la lentitud de las tardes antiguas, de las visitas a las que mi madre y mi abuela me llevaban en la infancia.

Los padres del brigada eran tan diminutos como él, aunque no tan viejos como yo los había imaginado. Los había imaginado, no sé por qué, decrépitos, y encontré una pareja de sesenta y tantos años, la mujer con un mandil, una blusa de lana oscura, la cara enjuta y el pelo teñido de negro, el hombre un jubilado pulcro, peliblanco, algo más carnoso que ella, con boina, con las mejillas rosadas. Parecían los padres de alguien más joven que el brigada Peláez, y no de un militar, sino de un trabajador del campo, un mecánico o un empleado de algo: en la salita angosta y decente en la que me recibieron, había, encima del televisor, una foto del otro hijo que tenían, más joven que mi brigada, más corpulento y saludable. Pero quien ocupaba el lugar de honor, en otra foto enmarcada, clavada en la pared sobre el sofá de plástico marrón, era el brigada Peláez, en uniforme de gala, con guantes blancos y espadín, unos años antes, bajando la escalinata alfombrada del altar de la iglesia de Santa María del brazo de una mujer gordita y sonriente, envuelta en tules blancos de novia.

– Mi hijo segundo no quiso tener carrera, como el mayor -me dijo no sin cierta melancolía el padre-. Vive con más comodidad, y no tiene que aguantar los traslados y los desarreglos que aguanta mi Pepito, pero yo te lo digo como lo siento, y eso que a los dos los quiero igual, no es lo mismo haber llegado a brigada de Infantería que quedarse en dependiente de una farmacia.

– No tendrá tanto mérito -lo interrumpió la madre, sin duda con un deseo de ecuanimidad hacia sus hijos-, pero tampoco tiene el peligro que corre Pepito en esa tierra de brutos, que paso un mal rato cada vez que pongo el telediario y me entero de que han matado a otro militar. Se me para el corazón, no respiro hasta que no estoy segura de que no ha sido a mi hijo.

– Anda tú, mujer, que el Pepito bien que sabe defenderse, no estoy yo muy seguro de que saliera con bien el que se atreviera a sacarle una pistola. Menudo nervio tiene ése cuando se le sube la sangre a la cabeza…

– No se crean, que tampoco las cosas están allí tan mal como dicen en la televisión y en los periódicos -yo intentaba tranquilizarlos, aunque no parecía que el padre lo necesitara, tan seguro estaba de la arrogancia y el coraje de su hijo mayor-. Nosotros la verdad es que no notamos nada, hacemos vida normal, como aquí, más o menos.

– Pues claro, mujer, son militares, hacen su trabajo, cumplen con su deber

– dijo el padre, mirándome a mí, como para que confirmara delante de su mujer lo que él sostenía-. A Pepito desde chico se le venía viendo la vocación, como si lo llevara en la sangre. Al padre del brigada Peláez se le ensanchaba el pecho de orgullo y se le encendía el color de la cara cuando hablaba de su primogénito: se le notaba que se contenía, sin embargo, que no quería parecer dominado por la vanidad delante de mí, o tal vez que por pudor, o por delicadeza hacia el segundo hijo, prefería no mostrar del todo la amplitud íntima de su satisfacción. La mujer tenía, como tantas de su edad y de su clase, un aire de bondad y fatiga, de resignación y sufrimiento: al sonreír educada y tristemente a lo que yo le contaba ladeaba un poco la cabeza y se frotaba las manos sobre el regazo, con el gesto que ponían todas esas mujeres para escuchar relatos de enfermedades o desgracias.

– Y lo peor de todo es lo de la pobre Lali -dijo, tras un suspiro largo, guardándose en el bolsillo del mandil el pañuelo con que se había limpiado una lágrima-. Con lo alegre y lo charlatana y lo amiga de todo el mundo que ella es, y allí sola, todo el día, en ese piso, sin poder salir hasta que no llega Pepito, sin poder hablar con nadie, muerta de miedo cada vez que llaman a la puerta o suena el teléfono, no vaya a ser uno de esos terroristas. Si por lo menos Dios quisiera mandarles familia. Siempre que hablo con ellos les pregunto lo mismo, Pepito, ¿hay novedad?, y él, mamá, qué cosas tienes, como si eso fuera llegar y pegar, también tenemos nosotros que disfrutar de nuestra juventud…

Durante toda la visita me habían envuelto en una hospitalidad arcaica y sofocante, más o menos la misma que mi madre o mi abuela dedicaban a cualquier invitado, preguntándome por mi familia, a la que conocían entera, por mi trabajo en la oficina del cuartel, por la opinión que tenían los mandos superiores sobre su Pepito, al que imaginaban, sobre todo el padre, como a una especie de líder en la sombra, de héroe replegado en una posición en apariencia secundaria, pero decisiva, en aquella guarnición fronteriza de los Cazadores de Montaña. No pararon de insistir hasta que bebí el último sorbo de un gran vaso de duralex lleno de café con leche hasta el mismo borde, y luego la madre sacó del aparador un plato de galletas de coco, una botella de anís y otra de coñac. Con el cerebro nublado por aquellos venenosos alcoholes y la boca llena de galleta rancia y de pasta de coco les conté más o menos lo que deseaban oír, lo bien mirado que estaba en todo el regimiento el brigada Peláez, la habilidad y la eficacia con que durante un mes entero había dirigido prácticamente él solo las cocinas: el traslado a un destino mejor y el ascenso no podían tardar…

– Tampoco hay que pasarse de ambiciosos, que la avaricia rompe el saco -dijo el padre, tan animado como yo por el Anís del Mono y el coñac Ciento tres-. Si ha llegado tan joven a donde ha llegado bastante tiene por ahora, ¿no te parece a ti?

Ya era de noche cuando logré salir de la visita, tambaleándome un poco, con la boca pastosa, con una caja de cartón atada con cuerdas bajo el brazo, olorosa y grávida de embutidos que yo iba a llevar al otro extremo de la península como un correo del zar, como un Miguel Strogoff de los electrotrenes y los talgos que guardara en su macuto de lona verde el tesoro de las nostalgias alimentarias y familiares del brigada Peláez, el consuelo nutritivo para su destierro.

Oscurecía, pero aún no estaba encendida la luz en el vagón casi desierto del Talgo, que ahora avanzaba más despacio, frenando gradualmente. Cerré el libro, queriendo administrar las pocas páginas que me quedaban. Estábamos entrando en Vitoria, en una barriada de bloques de ladrillo y muros de hormigón inundados de los usuales carteles y pintadas. Carteles borrados por la lluvia, rasgados, arrancados, cubiertos por otros carteles hostiles, convertidos en una costra belicosa e ilegible, en una confusión de consignas, caras y gritos tan enredados entre sí como los trazos de las pintadas, los rojos y negros en espray, las tachaduras violentas, las maldiciones, las amenazas, los vivas y mueras, los goras y los ez: en todos los túneles, en todas las paredes de hormigón, en todas las tapias del País Vasco se prolongaba aquel friso de carteles pegados y arrancados y pintadas en euskera y en español que se tachaban las unas a las otras o crecían como lianas encima de las anteriores, como una hiedra feraz que iba cubriéndolo todo, introduciéndose en todas partes impulsada por el propio dinamismo de su crecimiento.

En la estación el gran letrero luminoso de Vitoria-Gasteiz ya estaba encendido. Habían cambiado la hora unos días antes, y los anocheceres aún sobrevenían inesperadamente. Miré hacia el andén y fue como si retrocediera en un espejismo de recuerdo y amargura instantánea a mi primera llegada a Vitoria, hacía ya más de un año: una muchedumbre de reclutas, con petates al hombro y ropas desaliñadas de paisano, se ordenaba en filas bajo los gritos y los empujones de policías militares con cascos y correajes blancos, con porras blancas que agitaban para establecer distancias o corregir posturas de desobediencia o torpeza: los reclutas no sabían cubrirse, ni obedecer la orden de firmes, ni permanecer en fila con la cabeza alta y sin guardar las manos en los bolsillos. Era raro pensar que lo que para mí terminaba estaba a punto de empezar para ellos: miré algunas de sus caras, tras el cristal de la ventanilla, caras de cansancio, de miedo, de desamparo, de chulería, idénticas a las que me habían rodeado cuando llegué por primera vez a la estación de Vitoria. Pensé en lo que les aguardaba esa noche, el olor fétido de las cocinas, los gritos de los veteranos, el viento en las explanadas, la humedad fría de las sábanas en las literas, la luz rojiza que permanecía toda la noche encendida en los barracones. Me alegré de que el Talgo apenas se detuviera en la estación, librándome así de un sentimiento insoportable de piedad y dolor, de pura rabia por lo que yo había pasado en el campamento de Vitoria y por lo que a aquellos reclutas les quedaba que pasar: tanta angustia y tanta humillación, tanta crueldad sin recompensa ni alivio.

Antes de llegar a San Sebastián tomé la precaución más bien cinematográfica, como de intriga ferroviaria, de encerrarme en el lavabo del tren para romper en trozos pequeños el carnet militar y el pasaporte falsos y arrojarlos adecuadamente al retrete. En la compañía, cuando guardaba en mi taquilla el paquete del brigada, me costó algún trabajo que mis amigos no me lo requisaran, ni que le practicaran tampoco, como sugirió Pepe el Turuta, una apertura sutil por la que fuese posible extraer siquiera una muestra mínima de aquellos embutidos que desprendían un aroma tan suculento a matanza y a tienda de ultramarinos. Al día siguiente, con motivo de la llegada sin novedad del valioso paquete, Pepe Rifón y yo fuimos invitados a cenar en casa del brigada Peláez.

– Ah, y cuidadito -nos advirtió, nada más recogernos en su coche a la salida del puente sobre el Urumea, vestidos de paisano los tres, por supuesto-. Nada de mi brigada por aquí y mi brigada por allá y a la orden mi brigada. Fuera del cuartel, y más en mi casa, os ordeno que me llaméis Pepe, ¿me veis la idea?

– Sí, mi brigada…

No era sólo por campechanía por lo que nos excusaba el tratamiento: también por un sentido de precaución que rozaba la paranoia. En la desoladora barriada de bloques industriales donde vivía, muy a las afueras de San Sebastián, nadie lo había visto nunca de uniforme, pero su acento andaluz lo delataba como posible policía, o en cualquier caso como funcionario gubernamental, y en su escalera ni a él ni a su mujer les dirigía nadie la palabra. Temía que si por un descuido uno de nosotros le llamaba «mi brigada» alguien lo escuchara por casualidad y diera el soplo a los etarras. Incluso en el coche iba vigilándolo todo, mirando de soslayo hacia la izquierda si otro coche lo adelantaba, fijándose en el espejo retrovisor por miedo a estar siendo perseguido.

Sus miradas de soslayo, sus gestos de precaución y de astucia, tenían sobre todo, al menos para Pepe Rifón y para mí, una eficacia cómica, porque nos hacían pensar irresistiblemente en el inspector Clouseau o en Anacleto agente secreto, pero el peligro y el miedo eran reales y también acuciantes. En décimas de segundo alguien podía venir casualmente por detrás y disparar una pistola, y nadie se acercaría luego al cuerpo caído y con un charco de sangre alrededor de la cabeza ni recordaría nada, a pesar de que el pistolero se había marchado a pie: cualquier mañana, al girar rutinariamente la llave de contacto en el coche, a uno podía reventarlo una explosión, y los vecinos ni siquiera abrirían las ventanas, para estar así más seguros de que no presenciaban nada comprometedor.

La tarde de octubre ya se cerraba en oscuridad y en niebla húmeda y llovizna de invierno cuando llegamos al bloque donde vivían el brigada y su mujer. Era un barrio que parecía haber sido abandonado por los constructores antes de acabarlo del todo, todavía con grandes zanjas que eran lodazales, calles sin asfaltar y farolas rotas que no debían haber funcionado nunca: uno de esos lugares en los que a la desolación de lo muy nuevo se yuxtaponen rápidamente las injurias de la decrepitud. El Urumea y las vías del tren pasaban muy cerca, dando a los bloques de pisos un fondo de niebla y de haces de cables. Desde la terraza mínima del piso del brigada Peláez, que su mujer, Lali, tenía poblada de macetas, se veían los muros oscuros, las alambradas y los torreones de la prisión de Martutene, célebre por una fuga de etarras que se escondieron para huir en el interior de los grandes altavoces del equipo de música de un cantante euskaldun.

Mientras salíamos del coche y caminábamos hacia el edificio la cara del brigada Peláez se iba poniendo tan plomiza como la barriada: cambió en un instante, nada más introducir el llavín en la cerradura de su piso y entrar en un vestíbulo diminuto que estaba presidido por una gran estampa con marco dorado de la Virgen del Rocío. La cara del brigada Peláez rejuveneció con una sonrisa que nosotros no habíamos visto en el cuartel: parecía, cuando estaba en su casa, que la cara se le llenaba y se le redondeaba de felicidad, y las venitas moradas de la nariz y de los pómulos ya no le resaltaban tanto, ni los cañones pelirrojos de la barba escasa y siempre mal afeitada.

Ahora lo encontraba más parecido a la foto nupcial que sus padres tenían colgada y enmarcada en la salita con tanta reverencia. Cuando su mujer salió a recibirnos el brigada Peláez le puso la mano alrededor de la cintura como si fuera a guiarla en un paso de baile y se besaron en la boca. Nos la presentó con un gesto de orgullo.

– Anda que no tenía yo ya ganitas de conocer a los dos escribientes -dijo ella con la musicalidad y la sorna de un acento cerrado de la bahía de Cádiz-. Mi Pepe es que no para de hablarme de ustedes…

Lali, la Lali, como la llamaba su suegra, era gordita y joven, como diez años más joven que él, gordita y recogida, saludable de carnes, con una cara redonda como las que gustaron hasta los años cincuenta, la boca pequeña y carnosa y unos hoyuelos en los mofletes que al brigada Peláez debían de volverlo loco, por el modo en que se los había pellizcado nada más llegar a casa. Tenía el pelo corto, las manos breves y gordas, como almohadilladas, también con hoyuelos en los nudillos, y llevaba sobre el escote pudoroso, aunque sugerente, de pechos redondos y apretados, una medalla de oro de la Virgen del Rocío, de la que era muy devota, tenía imágenes de ella repartidas por toda la casa. A Pepe Rifón y a mí nos explicó que se encomendaba a la Virgen del Rocío todas las mañanas, en cuanto el brigada Peláez salía de casa, para que a él no le pasara nada y le dieran cuanto antes el traslado a la bendita Andalucía, nos dijo, a su Algeciras de su alma.

Se llamaban entre sí con diminutivos cariñosos, sin importarles que nosotros estuviéramos delante, se llamaban Cari y Cuqui, Pepín, Nini, mi amor, amorcito, y en cuanto él llegaba a casa después de una ingrata jornada en el cuartel y de un viaje de regreso por carreteras suburbiales ella le sacaba la bata y las zapatillas de paño, las dos a cuadros que hacían juego, y le servía una copa de Carlos III, o un descafeinado con leche y una aspirina, si es que él llegaba con un poco de frío, como era lo más común, por culpa de aquel clima en el que no descampaba nunca, en el que la humedad calaba los huesos y lo reblandecía y lo enfermaba todo, así tenía el cerebro toda aquella gente.

Con la bata y las zapatillas el brigada Peláez era aún más diminuto, igual que su Lali con la bata de boatiné y las zapatillas acolchadas y con un pompón rosa, los dos como a escala del piso exiguo en el que vivían, que sin embargo estaba atestado de muebles, los muebles de su boda, los muebles descomunales y barrocos que compran los pobres al casarse, o que sus padres se entrampan para regalarles, la mesa de comedor, las sillas de patas torneadas, el aparador que ocupa una pared entera, la cama de matrimonio y el armario de tres cuerpos, la fotografía de la boda impresa en lienzo para imitar una pintura, las cristalerías y mantelerías y juegos de café, y en medio de todo el brigada Peláez y Lali moviéndose siempre un poco de costado, aislados del mundo, del paisaje exterior de bloques de pisos, zanjas y muros de cemento con pintadas abertzales, acogiéndose a una confortable soledad de recién casados permanentes en lo que ella no habría duda en llamar un nidito de amor, un nido sofocado y cálido, forrado de plumón, de goma-espuma de bata doméstica, de guata y fieltro de zapatillas de paño, alimentado por un aire que ni siquiera olía como el aire exterior.

En casa de Lali y del brigada Peláez olía a ambientador de pino, a sutiles productos de limpieza, a armario ropero y a guisos gaditanos o jiennenses, y ella decía que el aburrimiento de tanta soledad iba a ser su perdición, porque ya ni la tele la distraía, de manera que empezaba a picotear y no paraba, y tampoco iba a ponerse a plan, encima de todo, con aquella tristeza y sin hablar nunca con nadie, como tuviera que alimentarse de jamón york a la plancha y acelgas hervidas se moría de pena, igual que los geranios del balcón, que estaban mustios de no darles nunca el sol. ¿Era verdad lo que a ella le habían contado, le preguntó a Pepe Rifón durante la cena, que en Galicia también estaba siempre lloviendo?

– Claro, mujer -intervino el brigada, chispeante y más feliz aún tras varias copas de Fino Quinta-. De tanto como llueve a los gallegos les dan dos cosas: morriña y saudade. ¿Me equivoco, Rifón?

– No, mi brigada.

– Y dale con mi brigada y mi brigada. Aquí no somos más que tres amigos. ¿Y sabéis una cosa? -el brigada guardó silencio, para provocar una cierta expectación, bebió un sorbo de vino y se quedó mirando la copa-. Os voy a echar mucho de menos cuando os vayáis…

Cenamos con un hambre devoradora y soldadesca, con una cuartelaria avidez excitada por la abundancia de tapas y entremeses que Lali desplegó ante nosotros en su gran mesa de comedor, sobre un mantel de hilo que seguramente no habrían usado ni tres veces desde que se casaron. Por culpa de las cervezas y del Fino Quinta ya estábamos prácticamente borrachos antes de sentarnos a cenar, y al brigada se le encendía la cara y se le soltaba la lengua, nos repetía que le llamáramos Pepe y le habláramos de tú, nos contaba maldades y chismes de todos los mandos del cuartel, del teniente Castigo, al que calificó de niñato de mierda, de Martelo y Valdés, que nos la tenían jurada a los dos, a Pepe Rifón y a mí, que ya nos habrían mandado al calabozo o a hacer guardias si no fuera porque él, nuestro brigada, nos defendía siempre delante del capitán, y el capitán, bien lo sabíamos nosotros, no hacía nada sin consultarle a él, Peláez, le había dicho, tú me respondes de estos chicos, y él le había contestado, mi capitán, por mis dos escribientes yo pongo la mano en el fuego…

Cenábamos con la felicidad de los hambrientos, de quienes llevan un año entero soportando las comidas infames del cuartel y de los bares de soldados. Lali nos rellenaba los platos con muslos de pollo en salsa y guarnición de champiñones y el brigada las copas con Rioja tinto, y los dos nos animaban con machacona hospitalidad a seguir comiendo, a no dejar ese poquito de nada, a mojar trozos de pan en la salsa, para algo estábamos en confianza, a apurar luego un tazón de arroz con leche espolvoreado de canela, y un café, y una copa de coñac, que según el brigada era muy digestivo, tanto que nada más apurar la primera nos apresuramos a beber una segunda, y habríamos continuado hasta dar fin a la botella de no ser porque Lali, que era la única que conservaba la cabeza lúcida, señaló el reloj y nos advirtió que iban a dar las diez, y que si no salíamos corriendo en ese mismo instante no llegábamos al toque de retreta.

– Hay que ver, cari -le dijo con guasa a su marido-, parece mentira que tú seas el superior jerárquico y que por culpa tuya les vayan a meter un arresto a estos muchachos.

Le ayudó a quitarse la bata y las zapatillas, le trajo sus zapatos, su cazadora de invierno, con el cuello de piel, porque ya refrescaba, le encontró las llaves del coche, que él buscaba entre los muebles con ineptitud de sonámbulo, con una sonrisa feliz en su cara abotargada por la comida y la bebida, sobre todo la bebida, porque comer, lo que se decía comer, explicaba Lali, no comía casi nada, picaba apenas, como un pajarito.

Volvimos a Loyola dando bandazos en el coche del brigada Peláez por una carretera oscura y afortunadamente casi vacía. Condujo tan rápido que aún nos quedó tiempo para tomar una última copa en el mismo bar donde Pepe Rifón y yo nos habíamos vuelto a vestir de uniforme. Ya le temblaba un poco la mano, y su piel adquiría de nuevo, bajo las luces crudas del bar, una palidez violácea. Tenía los ojos turbios, brillantes y sentimentales cuando propuso un último brindis, y apoyaba firmemente el codo en la barra, como anclándose a ella: de pronto era un hombre envejecido, bebedor y más bien patético, y al brindar con él nos transmitía toda la congoja de una despedida que al brigada le importaba mucho más que a nosotros. Nosotros, al fin y al cabo, nos íbamos: él se quedaba, a él le quedaba más mili que al monolito, que al palo de la bandera, que a los reclutas que esa misma noche estaban durmiendo por segunda vez en los barracones de Vitoria.

– Os voy a echar de menos -repitió después, cuando se iba en el coche-. Pero me alegro mucho de que os falte ya tan poco tiempo para iros de aquí. ¿Me veis la idea?

Загрузка...