XVII.

Recién llegado Pepe Rifón a la oficina, el brigada Peláez nos encargó a Salcedo y a mí que lo adiestráramos, al principio en las tareas auxiliares de nuestra burocracia, tales como copiar listas a máquina, rayar hojas de papel con una regla de madera y sacar punta a los lápices, y poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, según el propio brigada, en los arcanos mayores de la contabilidad de la compañía, en los cuales Salcedo, recién ascendido al rango de bisabuelo, ya era catedrático, con ese punto de desganada maestría que alcanzaban los oficinistas más veteranos, tan familiarizados ya con toda la inagotable variedad de formularios militares como con el lenguaje técnico de la administración: había que explicarle al nuevo lo que era una lista de revista, un estadillo, un parte de relevo, un saluda, un comunicando, un remitiendo, un solicitando. Había que enseñarle a concluir los oficios con el giro adecuado, lo cual comunico a V.S. a los efectos oportunos, a no olvidarse nunca del Dios guarde a Vd. muchos años, a manejar los grandes libros de registro de entrada y de salida que cada mañana sacábamos del armario metálico con cierta pompa inaugural.

Como Matías a mí, yo me encargaba de familiarizar a Rifón con el laberinto de las dependencias cuartelarias y con los apartados y bolsillos de la carpeta a la que habíamos acabado llamando la valija diplomática, y que ahora, todavía tan recia y sólida como en los tiempos de Matías, sólo que más ennoblecida por el uso, gastada en sus bordes de cartón, con el color de las cintas más desvaído, solía ser transportada por Salcedo en el momento solemne de la firma matinal, cuando se le presentaban al capitán los escritos que a continuación debían repartirse por las más recónditas oficinas del cuartel.

Pepe Rifón era callado y atento y aprendía muy rápido. A los pocos días el brigada lo consideró cualificado para cumplir una de las tareas fundamentales de la primera hora de la mañana, que era la de ir a buscar el periódico a un almacén diminuto y enigmático, situado bajo la ampulosa escalera que subía a las habitaciones del coronel, donde un soldado se pasaba el día mano sobre mano, fumando y leyendo revistas porno, sin otra misión al parecer en el ejército y en la vida que la de esperar a que alguien llegara a pedir uno de los ejemplares del Diario Vasco a los que por razones misteriosas estaba suscrito el cuartel.

Había mañanas en las que ir a buscar el periódico era una modesta delicia, uno de esos placeres de orden menor, como en prosa, que uno suele buscarse hasta en las circunstancias menos favorables de la vida. Recién terminado el desayuno, el estómago lleno y caliente por el tazón de pochascao y el bollo de pan recién hecho y untado en mantequilla, salíamos calmosamente del comedor, y mientras los demás se apresuraban para recoger las armas y estar debidamente pertrechados antes de la formación de las ocho, después de la cual entrarían de guardia o pasarían horas de aburrimiento haciendo instrucción en el patio, yo me iba tranquilamente por los soportales hacia el vestíbulo noble del cuartel, con mi gorra echada hacia atrás, mi cigarrillo en la boca y mis manos en los bolsillos, si bien en un estado instintivo de alerta que en menos de un segundo me haría ponerme derecha la gorra, tirar el cigarro y adoptar un aire fugaz de marcialidad si un superior se me acercaba.

Con una mezcla de desdén y de lástima distinguía a los conejos recién llegados al cuartel, con sus uniformes de faena demasiado nuevos y limpios y sus caras de extravío y de susto, agrupándose ovinamente entre sí, obedeciendo las órdenes con ademanes de muñecos articulados. Era consciente de que me veían como a un veterano, con mi barba y mi gorra de visera partida y el andar agalbanado que ellos aún tardarían meses en saber imitar, y en secreto, indignamente, me halagaba la superioridad que me reconocían, sobre todo aquellos que sabían mi cargo y que entraban a veces en la oficina con respeto medroso, dirigiéndose a Salcedo, a Rifón y a mí con no menos mansedumbre que si le estuvieran hablando a un oficial, en voz baja, con la gorra en la mano, sin levantar los ojos.

Nadie se resiste a disfrutar de ciertos placeres muy viles, a condición de que sean fáciles de obtener y ofrezcan a la vanidad alguna recompensa. Yo veía formar a las ocho de la mañana a los conejos asustados y su desvalimiento me hacía más confortables y valiosos los privilegios que se me habían concedido. Llamaba a la puerta de aquel almacén inexplicable y diminuto que estaba bajo la escalera, como un cuarto de escobas, y el soldado ermitaño que habitaba tan solitariamente allí me abría, sin molestarse en esconder la revista que estaba repasando, me decía hola, me entregaba el Diario Vasco, me decía hasta luego y antes de que yo me fuera ya se había embebido de nuevo en su lujuria soñadora de felaciones y yuxtaposiciones en cuatricromía, ya algo mustias por el mucho roce de las manos y el constante servicio que se requería de ellas.

Cuanto más temprano hojea uno el periódico más intenso es su olor y más se disfruta de leerlo, como de un pan o de una torta recién comprados al amanecer en una panadería. Yo regresaba a la oficina mirando por encima el periódico, o me detenía en otras dependencias a saludar a algún conocido de mi gremio, escribientes y furrieles que nos hacíamos consultas técnicas y conversábamos sobre nuestras tareas tan especializadas que nadie más podía entender, estableciendo entre nosotros una malla de favores, saberes prácticos, astucias burocráticas y resabio hacia nuestros superiores que debía de parecerse un poco a las relaciones profesionales entre los mayordomos ingleses de entreguerras.

A lo mejor, si tenía tiempo de sobra, me paraba a tomar un café en el Hogar del Soldado, que a pesar de su nombre tan acogedor era un lugar no menos inmundo que un bar de carretera, un cocherón con mesas de fórmica y serrín hediondo en el suelo donde los domingos por la tarde el televisor atronaba con transmisiones futbolísticas y los soldados de servicio o que estaban arrestados a no salir del cuartel atrapaban curdas tremendas de calimocho y de cubata, sin que faltara algunas veces, viniendo de mesas apartadas, un tufo denso de humo de hachís. En el Hogar pegaba la hebra con algún oficinista o albañil o guarnicionero escaqueado, o con alguno de los golfos que estaban destinados como camareros en las salas de oficiales y suboficiales, y que en razón de ese puesto se enteraban de todos los chismes internos de la oficialidad, trapicheaban en alcoholes de garrafa y cigarrillos de contrabando y contaban con detalles las proclamas fascistas o las borracheras de los mandos alcohólicos.

Éramos, ya digo, en aquel mundo de jerarquías inapelables y castas cerradas, como los mayordomos y ayudas de cámara y criados sin graduación de nuestros jefes, y ocupábamos una posición mixta de subordinación hacia ellos y de privilegio con respecto a nuestros iguales que nos permitía enterarnos de lo que otros no veían, pues nos situaba en un lugar de testigos con frecuencia inadvertidos, como esos criados de las películas y de las novelas que sirven el jerez o van ofreciendo una caja de puros sin que el aristócrata que retira la copa de la bandeja y se lleva el cigarro a los labios advierta su presencia eficaz y servil. En el ejército español, a principios de los ochenta, los militares podían permitirse aún el lujo Victoriano de no ver a quienes les servíamos, y nosotros, en correspondencia, observábamos cosas que ellos hubieran querido mantener secretas y sin embargo no se daban cuenta de que nos las mostraban, no por distracción, sino por una incapacidad congénita de reconocer en sus inferiores la misma plenitud de presencia que se reconocían entre sí.

En el Hogar del Soldado, algunas mañanas, antes de las ocho, yo veía a un comandante grande y calvo, con la cara redonda y una barriga poderosa, que tenía fama de benevolencia, y que rompiendo todos los principios jerárquicos se tomaba en la barra reservada a la clase de tropa notorios vasos de coñac, si bien a una hora a la que casi nadie podía verlo, pues el Hogar estaba oficialmente cerrado hasta las diez. Aquel comandante, que se llamaba Díaz Arcocha, ascendió pronto a teniente coronel y fue el primer intendente de la policía autónoma vasca: me acordé de él, de su cara grande, congestionada y bondadosa, del modo en que se apoyaba en la barra desierta del Hogar del Soldado para beber su coñac en vasos de café con leche cuando leí años más tarde que un comando terrorista lo había asesinado a tiros en San Sebastián.

Con mi periódico bajo el brazo, como un funcionario marrullero y gandul, yo iba subiendo las escaleras hacia la compañía mientras casi todos los demás las bajaban a saltos con los cetmes al hombro. Cruzaba el pasillo entre las camaretas, ahora sólo ocupadas por los soldados aún más holgazanes que yo a los que les había tocado limpieza, y abría con cierta brusquedad la puerta de la oficina, donde la laboriosidad matinal ya empezaba a organizarse: Salcedo cumplimentando los libros de entradas y salidas y revisando el contenido de la valija diplomática, Pepe Rifón cortando cartulinas para fichas, o sacando punta a un lápiz, el brigada Peláez repasando las listas de ascensos, condecoraciones y traslados del Diario Oficial, en las que tampoco esta vez aparecía su nombre, aunque ya le iba tocando, nos aseguraba, lo iban a condecorar enseguida, automáticamente, en cuanto cumpliera los veinte años justos de servicio, a no ser que siguieran empeñándose en no reconocerle los primeros que cumplió en calidad de corneta, pasando más hambre que un caracol en un espejo, según propia confesión, llevándose más palos que los mulos más viejos y con más mataduras de los establos militares.

Ladeaba la cabeza, miraba tristemente por la ventana, donde estaba lloviendo, repasaba a toda velocidad los documentos que le mostraba Salcedo, haciendo como que los sometía a un examen implacable, encendía un pitillo, se rascaba la cara, que siempre estaba muy pálida y como sin afeitar del todo, con cañones de barba rojiza dispersos por la débil quijada, y decidía que en todos los trabajos se fuma, y que ya iba siendo hora de tomarse un respiro en aquella trepidación matinal.

– Y luego dice la gente que los militares no trabajamos. ¿Qué te parece, paisano?

– Una calumnia, mi brigada.

Fue el brigada Peláez quien se encargó personalmente de la parte más delicada del entrenamiento de Rifón, la que atañía al suministro nunca ostensible de cafés y copas de coñac a las horas más o menos variables del día en que había menos peligro de que sonaran los timbrazos de llamada del capitán o de que las irrupciones mulares de los sargentos nos importunaran la tertulia. Al brigada, que era un cero a la izquierda en la compañía, y que por lo tanto no sabría nada de los antecedentes del nuevo oficinista, la llegada de Pepe Rifón le pareció una novedad estupenda cuyo mérito no le costó nada atribuirse a sí mismo.

– Te lo dije, paisano, este gallego tenía cara de listo y de buena persona. Con nada que le explique me ve enseguida las ideas.

– Sí, mi brigada.

– ¿Tú sabes lo que les pasa a los gallegos, paisano, por qué están siempre tan tristes?

– No, mi brigada.

– Pues porque tienen morriña, por eso hablan como hablan, como si les diera pena todo. ¿Tú me sigues, Salcedo?

– Completamente, mi brigada.

– Ojo -el brigada nos miraba muy fijo y se llevaba el dedo índice a la parte aludida, al párpado siempre enrojecido, como por falta de sueño-. Lo que hay que tener en la vida es mucho ojo y mucha psicología. A mí, en veinte años de servicio, que se dice pronto, todavía no me ha engañado nadie. ¿Sabéis cómo? -volvía a guiñarnos el ojo antes de señalárselo con el dedo índice-. Ojo y psicología. ¿Me veis la idea?

– Sí, mi brigada.

Eso era lo mejor del brigada Peláez: que le veíamos siempre y sin dificultad la idea, su idea neta y platónica, precisa como la ilustración de un manual antiguo de geometría o de ciencias naturales, de una de aquellas enciclopedias infantiles en las que yo me había aprendido las tablas de multiplicar. Los demás militares tenían como una zona de niebla aproximadamente sobre el ceño, una profundidad impenetrable y nada tranquilizadora en los ojos, una distancia sin remisión no ya hacia nosotros, los soldados, sino a todo lo que estuviera al margen del mundo al que pertenecían. El brigada se había enterado del nombramiento de Pepe Rifón al mismo tiempo que Salcedo y que yo, pero con nosotros, al calor del café, del coñac y de la pequeña estufa eléctrica, que daban en conjunto una temperatura casi de salita conyugal a la oficina, se concedía vanidades que el mundo le negaba, entre ellas la vanidad inverosímil de fingir que tenía dotes de mando y que las ponía en práctica, imponiendo con valentía su criterio no ya a los sargentos, que al fin y al cabo eran sus subordinados, sino también al teniente Castigo, quien en realidad le hablaba de tú y lo interpelaba como a un camarero, oye, Peláez, aunque era quince años más joven que él.

A veces el brigada hasta se persuadía a sí mismo de que el capitán no daba un paso en la administración de la compañía sin consultarlo con él: «Peláez, haz lo que tú quieras, lo dejo completamente en tus manos.» Pero en cuanto sonaban los tres timbrazos que lo reclamaban a su presencia visiblemente se descomponía, tragaba saliva, se rascaba la cara mal afeitada, donde se le habían acentuado las venitas moradas y rojas, y cuando volvía del despacho del capitán aún le temblaba la voz y no le quedaba más remedio que hacer una visita rápida al bar de suboficiales, o que ordenarle al nuevo escribiente que le bajara al Hogar por un café con un chorrito de coñac, nada, decía, agitando la mano como para quitarle importancia o disolver el contenido alcohólico de la bebida, una gotita, una lágrima.

Al brigada Peláez lo conmovía la cara de buena persona y de mansedumbre de Pepe Rifón, pero lo que más le gustaba de él, aparte de lo bien mandado que era, era que fumaba y que no hacía ascos de tarde en tarde a las rondas de coñac que Salcedo siempre se negó a compartir, con un puritanismo castellano y gimnástico que al brigada debía de parecerle una callada acusación. Salcedo lo intimidaba, porque era alto y atlético, pronunciaba todas las eses y no ocultaba su desagrado ante el humo del tabaco y las vaharadas del coñac. Pepe Rifón y yo, que no éramos tan altos, y que además fumábamos, bebíamos cuando se presentaba, no hacíamos deporte y éramos tan camastrones como él, nos convertimos en poco tiempo en sus escuderos, en sus escribientes del alma, en sus cabezas de turco, en los beneficiarios y con frecuencia en las víctimas de su protección, que era tan generosa como incompetente, y que en instantes cruciales -las vísperas de un permiso inseguro, el riesgo de un arresto- podía alcanzar una ineficacia aterradora.

Como muchas personas débiles, el brigada Peláez era muy embustero. No mentía por interés ni por cálculo, pues le faltaba astucia y mala idea, sino por agradar a quienes le asustaban, y como se asustaba de todo y de casi todo el mundo, desde el coronel del regimiento hasta el Chusqui, incluso de su mujer, a la que sin embargo quería tanto, vivía entretejiendo mentiras humildes y trapacerías de tercer orden que no le deparaban beneficios, sino sobresaltos, obligándole a urdir nuevas mentiras más inverosímiles y arriesgadas aún, como un insensato que acepta préstamos usurarios para pagar los intereses de préstamos anteriores y anda siempre en el mismo filo del deshaucio.

En un impulso sincero de generosidad nos prometía a Salcedo o a mí que iba a interceder ante el capitán para que nos concediera un permiso -ya os podéis imaginar, en cuanto yo se lo pida es cosa hecha-, pero luego le faltaba valor para hacerlo, o se ponía tan nervioso en presencia del capitán que se olvidaba de lo que traía pensado decirle, pero tampoco se atrevía a defraudarnos a nosotros contándonos la verdad, así que pasaban los días sin que llegara el permiso y el brigada insistía en que él se lo había solicitado al capitán, y que éste, desde luego, había accedido a concederlo, como a cualquier cosa que el brigada le pidiera. Para salir del aprieto inventaba la mentira suplementaria de que nuestra solicitud, ya con el visto bueno del capitán, se había extraviado en la plana mayor del batallón, corriendo entonces el peligro angustioso de que descubriéramos su embuste a través de los escribientes de aquellas oficinas, por las que nosotros nos movíamos mucho más fluidamente que él, con la desenvoltura y la oblicua irreverencia de los chóferes o los ujieres o los electricistas por los corredores de un palacio donde se está celebrando una recepción oficial.

Al cabo de tantos años de servir a España en la fiel Infantería su ardor guerrero era aún menos vehemente que el nuestro. Le daba miedo todo, el virus de la gripe y el amonal de los terroristas, los pasos de aire y los terremotos, los peligros del tráfico y los de las armas de fuego. Lo de los pasos de aire era un miedo rural que a mí me hacía acordarme de las oscuras precauciones higiénicas de mis abuelos, arraigadas en épocas muy anteriores a la penicilina.

– Paisano, hay dos tipos de pasos de aire -el brigada ponía la expresión grave que reservaba para las disertaciones técnicas-. Los pasos de aire que les dan a las personas, y los que les dan a las cosas. ¿Me ves la idea? Por ejemplo: un paso de aire le da a una jarra de cristal y la jarra se hace añicos sin que nadie la toque, como si fuera cosa de magia; un paso de aire le da a una persona y se queda bizca, o se le tuerce para siempre la boca, o se vuelve tonta y se pasa la vida sorbiéndose los mocos.

Con el uniforme y la gorra de faena el brigada Peláez no tenía porte de militar, sino de guardia forestal o de empleado del servicio municipal de limpieza. En su figura desmedrada el pistolón que llevaba al cinto era una incongruencia y también un incordio: en cuanto podía se la quitaba y la guardaba en un cajón, tocándola como si tuviera entre las manos un artefacto inexplicable: «Paisano, las carga el diablo.» El brillo dorado de unas estrellas de oficial en una bocamanga ya lo sumía en el nerviosismo, lo hacía tragar saliva, estirar el cuello, rascarse el mentón con sus flacos dedos amarillos. Si tenía que firmar un documento procuraba trazar una rúbrica ilegible, y me guiñaba un ojo, para hacerme partícipe de su pillería: bajo los miedos militares conservaba no sólo los miedos rurales de su infancia, sino también los de la clase social de la que procedía, entre ellos el miedo a firmar algo sin saber lo que era y buscarse una ruina, que es un miedo de analfabetos, de campesinos iletrados y pobres a los que enredan siempre los abogados de los poderosos para quitarles lo que es suyo.

Una mañana, estando yo solo en la oficina, ocupado en mis cosas, el brigada entró con más aire de abatimiento y catástrofe de lo que era usual en él, se derrumbó exhausto en el sillón, todavía jadeando por el sofoco de las escaleras, y ni siquiera me hizo el gesto de que no me levantase para saludarlo reglamentariamente.

– A la orden, mi brigada.

– Paisano, nos ha caído encima un desastre.

– Venga, mi brigada, que no será para tanto.

– Acaba de decirme el capitán que la semana que viene entramos de cocina.

Aquello era un alud que caía sobre nosotros, un zafarrancho administrativo, una ruina, decía aterrado el brigada Peláez, saciar el estómago inmenso de todo el cuartel, alimentar las fauces del regimiento de cazadores de montaña, atender a los proveedores charlatanes y ladrones y procurar que no dieran gato por liebre, elegir los menús, calcular el número de raciones que había que preparar diariamente, más de dos mil, organizar el servicio de comedor, convirtiendo en camareros a un cierto número de los soldados de la compañía, los menos sucios y randas, y para más inri, suspiraba el brigada, aplastado por las circunstancias, por el tamaño de la responsabilidad que se le derrumbaba encima, que era como un derrumbamiento de las toneladas de patatas, garbanzos, barras de pan, vacas y cerdos abiertos en canal que deberíamos servir a lo largo del mes, para más inri había que presentar cada día al coronel lo que se llamaba la prueba, una bandeja con la comida del día, prueba que el coronel podía aceptar o no, según le diera, con la consiguiente zozobra para el responsable del menú, es decir, yo, declaraba el brigada, clavándose el dedo índice en el pecho, como si ya fuera un acusado, el hazmerreír de los oficiales y de los sargentos, el escarnio de todo el cuartel, la víctima de los engaños de unos y de otros, porque entre unos y otros lo iban a engañar, eso él ya lo sabía, ya estaba viéndoles la idea, y si no lo engañaban se liaría él mismo con los papeles y los números, con la maldita burocracia, decía en un rapto luctuoso de énfasis, y lo acusarían de desfalco y lo mandarían preso a un castillo, qué desastre, paisano, él era un soldado, no un contable, aseguraba descubriendo súbitamente una oculta vocación por el servicio activo y arriesgado, que lo mandaran a Jaizkibel de maniobras, mil veces más a gusto y con menos peligro estaríamos que en la cocina, y aquí ya usaba un plural en el que me incluía, porque estaba claro que de sus oficinistas me llevaría a mí a compartir aquella cruenta desgracia.

Se pasó la mano por la cara, se puso en pie, me hizo un gesto rápido para que no me levantase a saludarlo, sacó el cinto con la pistola del cajón y no acertaba a abrochárselo, chasqueó la lengua, como si le hubiera entrado de pronto una sed sin consuelo, y antes de que se fuera yo ya sabía lo que iba a decirme:

– Paisano, en todos los trabajos se fuma. Si hay algo urgente me llamas a la sala de suboficiales. Y vete preparando tú también…

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