IV.

La mili empezó siendo un viaje en tren que no se terminaba nunca.

El tren no llegaba nunca, no iba a llegar nunca, apenas empezaba a cobrar velocidad y ya frenaba lentamente de nuevo, se detenía en una estación abandonada o en medio de un paraje desértico y nunca volvía a ponerse en marcha, y yo ya me acordaba de la madrugada anterior como si hubiera pasado mucho tiempo desde entonces, con esa sensación de lejanía inmediata con que recuerdan la noche recién terminada los que no han dormido. Había comenzado el viaje a las diez de la noche en la estación de Jaén, en un tren viejo y lento que iba lleno de reclutas, todos más o menos iguales a mí, con ropas civiles que muy pronto se quedarían tan deslucidas como las ropas de los deportados y con petates al hombro. Éramos una multitud hacinada y turbulenta, excitada por el viaje, enfebrecida colectivamente por el miedo, por la inercia de un gregarismo en el que acabábamos de ingresar y que ya nos afectaba sin que nos diéramos cuenta, en el modo en que empujábamos para abrirnos paso, por ejemplo, en los gritos con que alguien llamaba a un paisano que iba delante de él en el pasillo del vagón o se despedía de un familiar o de una novia.

Había madres rurales y enlutadas que lloraban con la boca abierta, como plañideras arcaicas, había novias vestidas y pintadas como para asistir el sábado a una discoteca de pueblo, había en el andén y en el vestíbulo de la estación y en el interior de los vagones un desorden como de evacuación o de catástrofe sobre el que resonaban las llamadas por los altavoces y los silbidos del tren provocando un estremecimiento de partida inminente, un recrudecerse de las lágrimas, los abrazos, los adioses, los aspavientos de los reclutas que asomaban medio cuerpo sobre las ventanillas bajadas o compartían en los coches de segunda botellones de cubalibre y de coñac, prolongando el tribalismo de las celebraciones con que aún se despedía a los quintos en los pueblos más perdidos de la provincia.

En las puertas de acceso al andén había soldados con cascos blancos de la Policía Militar que examinaban nuestros documentos y nos entregaban bolsas de plástico con bocadillos, o provisiones de boca, como aprendería yo luego que se llamaban en lenguaje militar. Cruzar esas puertas era un paso hacia el definitivo adiós, un grado más en la aproximación lenta y tortuosa a la disciplina del ejército, y cuando por fin el tren empezaba a ponerse en marcha, cuando miraba uno por última vez las caras de quienes habían ido a despedirle y le parecía que ya lo miraban de otro modo, lo ganaba un sentimiento de vacío y de vértigo, de alivio, casi de quietud, porque ahora sólo tenía que abandonarse al empuje y a la velocidad del tren y estaba en condiciones de descartar por igual la esperanza y la incertidumbre, el suplicio extenuador de la espera: desde el primer minuto del viaje el tiempo cambiaba su sentido y comenzaba la cuenta atrás, y ya era un minuto menos que faltaba para licenciarse.

Solo por fin, rodeado de extraños a los que sin embargo me unía un destino idéntico, de reclutas que eran dos o tres años más jóvenes que yo y tenían caras cobrizas de campesinos y manos grandes y rudas de mecánicos o de albañiles, melenas y patillas largas y pantalones acampanados de macarras de pueblo, yo me recostaba en el duro plástico azul de los asientos de segunda y me dejaba vencer por el aturdimiento de las voces y los crujidos rítmicos del tren, y aunque guardaba en el petate unos cuantos libros no me decidía a leer ninguno, no sólo por la incomodidad de ir hombro contra hombro en un espacio tan estrecho, empujado por los frenazos y las sacudidas, sino porque intuía que la lectura iba a ser una incongruencia, y que si sacaba un libro llamaría la atención. Ya notaba, muchas horas antes de llegar al campamento, un primer regreso a temores antiguos, y me amedrentaban los reclutas que gritaban más alto y los que se movían por los vagones con menos miramiento y más cruda determinación igual que muchos años atrás me asustaban los niños más grandes en la calle donde vivía y en los patios del colegio.

Pero no tuve tiempo de adormecerme del todo en aquel tren ni duró mucho el impulso que me conducía en línea recta hacia mi destino. Unos pocos de nosotros, los reclutas que por nuestra mala suerte o por algún designio de represalia política viajábamos a los lejanos centros de instrucción del norte, teníamos que bajarnos en la estación fantasmal de Espeluy y esperar en ella hasta las seis de la mañana a un expreso que nos llevaría a Vitoria. De modo que todo el coraje gastado en adioses, todo el enervamiento de las despedidas, de las órdenes metálicas en los altavoces, los silbidos, las sacudidas rítmicas de los enganches sobre los raíles, toda aquella escenografía fantástica de los trenes nocturnos había sido en vano, porque una hora y media después de subir al nuestro teníamos que bajarnos otra vez, prácticamente sin habernos movido, sin salir siquiera de las estepas con sombrías hiladas de olivos de la provincia de Jaén.

La estación de Espeluy es una de esas estaciones en las que ya paran muy pocos trenes y en las que hay antiguos almacenes de ladrillo desmantelados, o largos bardales de cal y de greda rojiza que tienen algo de tapias de cortijo y de cementerio. En esas estaciones los empleados del ferrocarril acaban adquiriendo un aire de desolación irreparable, unos ojos desengañados y ausentes que son los ojos con que miran pasar como fogonazos los trenes que nunca paran cerca de ellos. En esas estaciones ruinosas, donde de noche se encienden luces amarillentas contra la oscuridad, los camareros de la cantina alimentan una furiosa desesperación de marcharse y sirven cafés con leche venenosos en vasos de cristal, y sólo muy de tarde pasan un paño infecto por la barra o recogen la basura y el serrín mojado del suelo.

En la cantina de la estación de Espeluy unos pocos quintos bebíamos café después de media noche, fumábamos Ducados, aunque el tabaco empezaba a herirnos las gargantas y el humo ya tenía ese olor rancio de las noches demasiado largas, y nos acomodábamos como podíamos en espera de un tren que en el mejor de los casos tardaría seis horas en llegar. Alguno de nosotros se echó en un rincón y se quedó dormido y roncando encima del petate, otros jugaban a las cartas, yo me abroché hasta el cuello mi trenka azul marino, porque del suelo de cemento subía un frío húmedo, y me decidí a leer uno de los libros que traía, una selección de poemas de Borges. Parecía que llevábamos media vida en aquel lugar sórdido, en la cantina de la estación de Espeluy, pero apenas había pasado la media noche, y al dar la una el camarero empezó a apagar las luces y nos fue dejando en una penumbra aún más triste que la de las bombillas sucias que hasta ese momento nos habían alumbrado, y dijo que se iba, y que fuéramos saliendo, porque tenía que cerrar.

No quedó ni una luz en la estación. Nos veíamos fugazmente las caras rojizas cuando encendíamos un mechero o dábamos una calada a un cigarrillo. Nos rodeaba la oscuridad fría de la tierra desnuda y de los olivares sacudidos por un viento de invierno. Tan pronto y ya se nos desdibujaba la realidad anterior y el pasado individual de cada uno: éramos un grupo de seis o siete sombras idénticas, con petates al hombro, con los cuellos de las americanas o de los chaquetones subidos contra el frío, dando vueltas por un andén desierto, con un aire común de deportados o refugiados, aguardando en una estación en la que no parecía posible que se detuviera ningún tren.

Encontramos un cobertizo más o menos protegido del viento y alguien propuso que encendiéramos fuego. Nos dispersamos para buscar leña y tablas en la oscuridad, avanzando a tientas, alumbrándonos con los mecheros durante las décimas de segundo que el viento tardaba en apagarlos. Se nos olvidaba el pasado inmediato, pero también el futuro del próximo día: el frío, la búsqueda de la leña, las dificultades de prenderla, el brillo dorado y púrpura del fuego en aquellas caras de desconocidos que teníamos todos, se agregaban a la fatiga de la mala noche y al sueño para sumergirnos en una irrealidad a la vez imperiosa y quimérica: qué estaba haciendo uno a las cuatro o a las cinco de la madrugada en una estación desierta, en medio de las soledades agrestes de la provincia de Jaén, que se parecen de noche, en las proximidades de Sierra Morena, a los grabados más lúgubres de Gustave Doré.

Aún no había surgido ni la claridad más leve del amanecer cuando oímos que se aproximaba la lenta trepidación del expreso de Irún, que venía de Cádiz, y que después de dejarnos a nosotros en Vitoria continuaría su viaje hasta la frontera de Francia. Desde el andén a oscuras veíamos deslizarse los vagones interminables delante de nosotros con un sentimiento de lejanía y de inaccesibilidad, como si presenciáramos desde una orilla el paso de un trasatlántico fantasma. El tren se detuvo, bajaron unos policías militares con cascos blancos y polainas blancas y nos ordenaron subir. Los departamentos olían a tabaco, a plástico y a cuerpos hacinados. En todos ellos viajaban reclutas dormidos, y en los pasillos, mientras buscábamos de vagón en vagón algún asiento libre, pisábamos a veces un vómito o tropezábamos con un botellón de cubalibre vacío.

Aquel tren, aquellos trenes que transportaban soldados, estaban pintados de un verde oscuro casi gris y tenían algo de eternidad, de viaje eterno en el transiberiano, y uno, más que viajar en ellos, lo que hacía era quedarse parado en una inercia de pensión sucia y superpoblada, con colillas y peladuras de naranja y papeles de periódico manchados de aceite por el suelo. Iba a empezar la célebre década de los ochenta, pero los reclutas viajábamos hacia los cuarteles en trenes de posguerra, en una paleontología de ferrocarriles, con lentitudes cretácicas, con un horror masivo como de geología gótica, sobre todo cuando el tren, con las primeras claridades azules y heladas del amanecer, cruzaba por los desfiladeros y los túneles de Despeñaperros.

Habíamos subido a aquel tren en una noche que enseguida nos pareció remota, y a medida que la mañana avanzaba por los descampados de la Mancha, de un color pardo oscuro y sin vegetación en octubre, con una inhumanidad horizontal como de aparcamientos norteamericanos, a medida que la luz del día nos aliviaba del aturdimiento de no haber dormido, nos dábamos cuenta de que de verdad íbamos al ejército, y salvo algunos imbéciles irreparables que ya se sabían todas las bromas y todas las cabronadas militares y desayunaban cubata caliente de ginebra de garrafa y cocacola apócrifa, a los demás, casi a todos, nos entraba una palidez tétrica y meditativa, como presos que se quedan callados con las manos esposadas entre las rodillas y la espalda contra la chapa del furgón policial, y al no saber imaginarnos ni siquiera la forma concreta que adoptaría nuestro cautiverio nos abatía una pesadumbre general, un terror ciego al momento en que llegáramos de verdad a la estación de Vitoria: entonces queríamos que el tren no llegara nunca, y la desesperación de no movernos durante varias horas en un apeadero abandonado sólo se convertía en alivio durante los primeros segundos del viaje reanudado, cuando pasaba el Talgo como un rayo en dirección contraria y nuestro convoy jurásico crujía tan hondamente como debe de crujir el mundo con las sacudidas de la deriva continental: en toda partida hay un segundo de felicidad, una descarga química, un brillo de relámpago en las arborescencias cerebrales. Pero en cuanto nuestro tren silbaba como los trenes blindados de la guerra y empezaba a oírse el ritmo poderoso de sus articulaciones metálicas comprendíamos que ese entusiasmo de velocidad aceleraba nuestro viaje a Vitoria, y entonces deseábamos que el viaje fuera eterno, aunque no terminaran nunca las bromas soeces, las transmisiones futbolísticas en los transistores, el olor de guisos conservados en fiambreras, de café con leche de termo, de grasientas tortillas de patatas envueltas en papel de aluminio.

El tren era como una pensión franquista, y el viaje parecía que iba a durar como una vida entera pasada en una pensión, preparando oposiciones fracasadas, y lo peor de todo era ver cómo nos íbamos degradando según transcurría el viaje, cómo se degradaba y se volvía más sucio, más bruto y más enrarecido todo a nuestro alrededor. Aproximadamente desde el año cuarenta en cada departamento de segunda había un tipo enterado y de mediana edad que hacía el cálculo del tiempo que faltaba para llegar a cualquier sitio, y que sabía antes que nadie el nombre de la estación en la que estábamos entrando.

– Medina del Campo -decía aquel individuo, con su cara de funcionario bronquítico y de usuario de los trenes franquistas-. Llevamos un retraso de cuarenta minutos.

Estábamos cruzando España entera, o por lo menos la España insoportable del 98, el país estepario que tanto les gustaba a aquellos individuos, que lo recorrerían sudando bajo trajes negros con los hombros nevados de caspa, la España de Don Quijote y la del Cid y la de Azorín y Unamuno: habíamos pasado la Mancha, habíamos entrado en Madrid por la estación de Atocha y atravesado la ciudad por el ferrocarril subterráneo hasta llegar a Chamartín, donde estuvimos varados durante no sé cuántas horas sin que nos permitieran bajar del tren. En los andenes contiguos había otros expresos en los que también se arracimaban reclutas en las ventanillas y en los estribos: resonaba una vibración de leva general, una ebriedad como de declaración de guerra, como la de esas imágenes de los noticiarios primitivos en las que se ven trenes partiendo hacia los frentes de la primera guerra mundial. Pero era, desde luego, un efecto óptico, provocado por nuestra propia inmersión en aquel mundo hacia el que nos dirigíamos: la vida común, lo que los militares llamaban siempre con algo de desdén la vida civil, continuaba alrededor nuestro, en los trenes de cercanías que llegaban a Chamartín, en los hombres y mujeres de edad intermedia que viajaban en nuestro mismo tren y que nos soportaban con una mezcla de indiferencia y de imprecisa simpatía, como envidiando nuestra juventud al mismo tiempo que lamentaban los inconvenientes de nuestra presencia escandalosa y gregaria: aún no vestíamos uniforme y ya nos íbamos viendo segregados del mundo exterior, y los paisajes y las ciudades que mirábamos tras las ventanillas sucias pertenecían a un país civil que ya casi no era el nuestro y que de hecho se regía por leyes muy distintas de las que habían empezado a someternos a nosotros desde que subimos al tren.

Emprendíamos la marcha y a los pocos minutos volvíamos a detenernos, sobrevenía un frenazo y caíamos los unos sobre los otros en medio del pasillo, y nunca faltaba quien aprovechaba el empujón para hacer una broma en escarnio de los maricones o para rozarse con alguna chica que viajara sola y no hubiera huido de los vagones en los que íbamos los reclutas. Del mismo modo que el ejército era un universo arcaico, un fósil del franquismo y del africanismo de otras décadas lejanas, también los trenes en los que viajaban reclutas parecían mucho más antiguos que los trenes normales, más viejos y más lentos que ellos, y se correspondían con los relojes detenidos que seguían colgando de las marquesinas en las estaciones más modestas (eran todos de la Casa Garnier, de París, y parecía que hubieran dejado de funcionar hacia finales del siglo XIX) y con el aspecto provinciano y clerical de las ciudades castellanas por las que pasábamos conforme iba declinando la tarde. Antes de llegar a Burgos vimos sus tejados tristes sobre la llanura y las torres magníficas de la catedral, y en la estación, grande y sombría, antigua, llena de militares, de caballeros con apostura de funcionarios o de registradores de la propiedad, de señoritas con abrigos rancios, la tarde de otoño se empezó a volver lúgubre, con grandes oquedades de tiniebla húmeda. En Burgos, que era o es la capital de la región militar a la que nosotros pertenecíamos, ya se adivinaba una antipatía administrativa y disciplinaria, una desolación invernal de domingos clericales y casinos agrarios: en Burgos, todavía lejos de Vitoria, ya era invierno, y de los andenes llegaba por las ventanillas abiertas un viento helado que tenía al menos la virtud de despejar los vagones atufados de humo y de olores a comida. En Burgos ya nos parecía que llevábamos toda la vida en aquel tren, y que cuando llegáramos a Vitoria, si llegábamos alguna vez, sería noche cerrada y pleno invierno, como si hubiéramos debido atravesar los climas sucesivos de un continente entero.

Pero cuando el tren arrancó, después de una de aquellas esperas eternas, de maniobras cretácicas y crujidos de organismo fósil, de tren para deportados de posguerra, cuando se alejaron hacia atrás las torres caladas de la catedral y vimos de nuevo la llanura invariable, entonces yo me estremecí, con ese encogimiento del estómago y esa presión en el pecho que provoca el miedo, porque me di cuenta de que estaba agotando el último o el penúltimo plazo de mi libertad simulada, del tiempo de nadie del viaje: la mili empezaba siendo una infinita dilación, un acercarse gradualmente a algo que siempre retrocedía, una usura primero de semanas y días y luego de horas, de minutos lentos de un atardecer que no se terminaba nunca, de chirridos de frenos. En todo el tren se hizo un silencio absoluto cuando llegamos a la estación de Vitoria.

Guardé el libro, cerré el petate, miré por la ventanilla hacia un andén donde estaban las luces encendidas aunque no era todavía de noche. Un grupo de policías militares nos estaba esperando. Ahora iba a empezar aquello de verdad, después de tanto agotarnos con anticipaciones y preludios, y ya no habría más retrasos o treguas, ya no quedaba ni un solo minuto. Ahora había que bajar del tren y en cuanto pisáramos el suelo ya estaríamos en territorio militar. Se ponía uno su tabardo de universitario rojo, se echaba al hombro el petate, ya con un atisbo de familiaridad en los gestos, tal vez miraba su cara ya extraña en un cristal, en el espejo del lavabo, la cara más joven y como encrudecida por la falta de barba, porque me la había afeitado tan sólo unos días atrás, la expresión que la mirada y los rasgos habían ido adquiriendo a lo largo del viaje sin que uno fuera consciente de ese cambio, porque nuestra cara y nuestros ojos obedecen misteriosamente a estados de espíritu que aún no han emergido a la conciencia, así que a veces lo que estamos viendo en un espejo nos sorprende tanto porque es una profecía.

Nos empujábamos en el pasillo del vagón, ya con una zafiedad de amontonamiento cuartelario, y aún se oían algunos gritos y bromas, el último chiste de uno de esos individuos que en cualquier viaje colectivo adoptan desde el principio el estatuto de graciosos, sin que les falte nunca un coro de reverencia lacayuna, pero hasta los graciosos y los reclutas más vocacionales habían acabado por callarse, y casi no oíamos nada más que el roce de nuestras pisadas y de nuestros cuerpos. Al más gritón y al que más había bebido, al que con más desenvoltura había manifestado sus conocimientos previos de lenguaje de cuartel, se le ponía de pronto, mientras bajábamos hacia el andén, una cara de sobriedad y de aislamiento íntimo, de resaca amarga, un confrontarse consigo mismo, con su debilidad y su miedo, con la ausencia de público. Las bromas, gastadas como las caras, usadas como las ropas, el aire y el plástico de los asientos, se habían extinguido, y en su lugar, ocupado al principio por el silencio, por el rumor de cuerpos empujándose en el pasillo tan estrecho, de petates arrastrados, empezaron a oírse pocos minutos más tarde los primeros sonidos verdaderos de nuestra vida militar, los pasos rígidos sobre el andén, las órdenes ladradas, el ruido unánime de las manos cayendo sobre el hombro del que estaba delante cuando nos hicieron ponernos en fila y nos ordenaron cubrirnos.

Amontonados en el andén, queriendo torpemente alinearnos, con nuestra caras de tren, con nuestras ropas maltratadas por una noche y un día de viaje, con una expresión unánime de ansiedad que acentuaban las sombras grises en los rostros, obedeciendo con dócil rapidez y completa ineficacia a los soldados de cascos blancos y correajes blancos que nos ordenaban formar, teníamos todos una indignidad como de civiles en tiempo de guerra, de prisioneros o deportados, tan obedientes y cabizbajos, con los petates al hombro, con las cabezas hundidas o demasiado levantadas y una parodia cobarde de marcialidad en los gestos: alinearse según estaturas, gritaban los policías militares, cubrirse extendiendo los dedos hasta rozar el hombro del que está delante sin apoyar la mano en él, firmes, numerarse, descanso. A los veintitrés años, en un andén helado, yo me veía haciendo algo que no había hecho desde que tenía diez u once, desde que formábamos todas las mañanas en el patio de la escuela para izar bandera y cantar himnos. Era uno de los primeros indicios del regreso a la infancia que estaba a punto de empezar, y que alcanzaría muy pronto su paroxismo de desvalimiento y pavor en las primeras semanas de instrucción.

Gritos de órdenes, silbatos, ruido de manos cayendo sobre hombros, resonar de pisadas que saltan hacia la posición de firmes, caras hostiles y afeitadas bajo las viseras de los cascos blancos, iracundas barbillas, miradas de desprecio y serena frialdad: los soldados que nos habían recibido eran los que nosotros íbamos a ser unas semanas más tarde, simples soldados de reemplazo, pero nosotros tendíamos a verlos grandes y temibles, investidos de la autoridad inapelable de lo militar, y ellos se complacían en el malentendido. Los galones del cabo primero que mandaba el pelotón nos parecían tan amenazadores como las insignias de un oficial. Los correajes, las polainas, los bastones blancos, las iniciales PM en los cascos, les daban un aire de policías militares de película americana. Nos empujaban, nos señalaban el punto donde debía empezar la formación, interrumpían una fila con un gesto tajante, la enderezaban a gritos, parecía que la moldeaban como si hubiéramos perdido nuestra consistencia individual para convertirnos en una sustancia maleable, en una multitud con pasividades de rebaño.

En fila fuimos subiendo a los autobuses que nos esperaban, y cuando éstos se pusieron en marcha y dejamos atrás la estación y luego las vagas calles mojadas y ya casi nocturnas de Vitoria volvió a hacerse más profundo el silencio: sólo se oían, en la radio del autocar, las transmisiones deportivas del domingo por la tarde, los anuncios de coñac y las letanías de los locutores de fútbol. Era uno de esos atardeceres morados de octubre en los que la noche parece que se cierne con una gravitación cóncava antes de que haya oscurecido, un atardecer nublado, con mucho viento, sin lluvia, con olor a humedad, un atardecer inmemorial de comienzo de curso y de aviso triste de la llegada del invierno, sobre todo en aquella latitud, en la desconocida Vitoria, que tenía, como Burgos, algo de ciudad del siglo XIX, de capital de novela con clérigos, funcionarios y mujeres adúlteras, de Vetusta otoñal. Por primera vez en mi vida yo había entrado en el País Vasco, pero el paisaje, en las afueras de la ciudad, seguía siendo castellano, una llanura parda que se combaba en el horizonte hacia colinas desnudas, hacia unos rojos y violetas de anochecer melodramático.

Por las calles se veían carteles políticos colgados de las farolas en los que se alternaban dos palabras escritas con letras tan grandes que acentuaban su brevedad y su rareza, pues no sonaban a ningún idioma conocido: EZ y bai. A medida que nos alejábamos de la parte antigua la ciudad se transfiguraba en un bronco suburbio con bloques de pisos entre desmontes pelados y muros de cemento que a veces eran frontones de pelota vasca y en los que había grandes pintadas en euskera, palabras que al cabo de unos meses ya me serían familiares: ETA y EZ, sobre todo, GORA ETA MILITARRA, LEMOIZ EZ, NUKLEARRIK EZ, TXAKURRAK KANPORA, GREBA OROKORRA. Yo creo, aunque no me acuerdo, aunque sin duda invento para suplantar un vacío absoluto de la memoria, que no hablaba con nadie en aquel autobús pintado de color verde oscuro, que sólo miraba el progreso lento de la oscuridad sobre las llanuras de Álava.

El campamento estaba varios kilómetros más allá de Vitoria, en una colina baja, pudimos ver desde muy lejos, en un páramo rodeado de vallas de alambre espinoso en cuya parte más elevada se veían las instalaciones militares, los campos de instrucción, los edificios de ladrillo de las compañías, con su monotonía de arquitectura penitenciaria, el solitario pabellón donde habitaba el coronel, con la bandera española ondeando en lo más alto, batida por el viento feroz, como un desafío triste y fantasmal a la llanura desierta, pedregosa y estéril que iba a ser durante varias semanas el único paisaje de nuestras vidas.

Policías militares con metralletas vigilaban la puerta de entrada, que recuerdo dominada por una torre metálica con reflectores. En una explanada muy grande y casi a oscuras bajamos de los autobuses y nos hicieron formar, con los mismos gritos y malos modos de la primera vez, una monotonía de órdenes que ya empezábamos a cumplir con el sonambulismo de la obediencia automática. Pero en medio de aquella extrañeza, de la fatiga, del aturdimiento, en aquella explanada en la que otros soldados nos hacían alinearnos a empujones y en la que nosotros mismos nos sentíamos desterrados de nuestras vidas anteriores, el primer signo indudable de que ya estábamos en el ejército fue el olor inmundo que el viento traía desde las cocinas. Ese olor yo lo conocía de antes, de una sola vez en un solo lugar, en marzo de 1974, en Madrid, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, y era el olor infame de la comida de las cárceles.

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