III.

De pronto se había extinguido aquella eternidad de tiempo futuro como una fortuna dilapidada por un heredero que la suponía inagotable y que de un día para otro se encuentra en la ruina: de pronto había llegado octubre de 1979, yo era tan plenamente adulto como mis tíos cuando me contaban sus aventuras cuartelarias y estaba a punto de irme a la mili, y no a cualquier parte, sino al País Vasco, a Vitoria, al Centro de Instrucción de Reclutas número once, asaltado unos meses antes por un comando de etarras que no tuvieron gran dificultad en desarmar a los soldados de guardia y robarles los cetmes.

Desde que supe adonde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bombas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles, y se veía siempre un cadáver tirado en la acera en medio de un charco de sangre y mal tapado por una manta gris, o caído contra el respaldo en el asiento trasero de un coche oficial, la boca abierta y la sangre chorreando sobre la cara, una pulpa de carne desgarrada y de masa encefálica tras el cristal escarchado y trizado por los disparos. Se veían luego las imágenes de los funerales, los ataúdes negros cubiertos por banderas, llevados sobre los hombros de oficiales en uniformes de gala, se oían los gritos de los jóvenes fascistas que saludaban el cortejo fúnebre alzando el brazo a la romana, extendiendo manos cubiertas por guantes negros hasta erizar el aire sobre las cabezas de los parientes enlutados de las víctimas.

Gafas negras, abrigos oscuros de pieles, fajines, gorras de plato con estrellas doradas, caras de rabia, de ira muerta, de odio, declaraciones oficiales de serenidad: después de cada crimen pensábamos que los militares ya no aguantarían más y que estaba a punto de sobrevenir un golpe de estado. Su presencia obsesiva nos daba la sensación de vivir en libertad condicional, en una libertad exaltada, quebradiza, en peligro, minada por las presiones del ejército y asaltada a diario por las salvajadas de los terroristas. Los grandes galápagos de la jerarquía militar tenían algo de dioses inescrutables e iracundos que en cualquier momento podrían fulminarnos. Se hablaba mucho entonces de ruido de sables: de vez en cuando se publicaban rumores sobre conspiraciones, o se murmuraban nombres que no llegaban a aparecer en los periódicos, o que surgían en los diarios golpistas como torcidas sugerencias de complots. Por debajo de la fiebre incesante de las novedades y las contiendas políticas, de las manifestaciones, de las huelgas, de las campañas electorales, de aquel aturdimiento de tiempo acelerado y trastornado en el que vivíamos y de la incertidumbre sobre el porvenir hacia el que tan velozmente estábamos siendo empujados, había como un espacio de silencio y de miedo, un crepitar sordo y monótono de especulaciones y sospechas, un desasosiego permanente que algunas veces se volvía tan irrespirable como la expectación de una tormenta.

A finales del verano de 1979 yo contaba los días de libertad que me quedaban y no sabía imaginarme cómo iba a ser mi vida cuando terminara aquella tregua. Veía en el periódico la foto de un general asesinado y pensaba que el ejército se iba a sublevar cuando yo hubiera ya ingresado en filas. Más allá de la superficie de normalidad de las cosas diarias había un límite de abismo que las volvía al mismo tiempo más valiosas y del todo irreales. Abría los ojos al despertarme, miraba en el balcón la luz húmeda y violácea de aquel otoño y pensaba: tal vez la semana que viene, a esta misma hora, ya estaré en el cuartel. Una mañana, a principios de octubre, llamaron a la puerta y. un hombre de uniforme me entregó una citación: pero la fecha mecanografiada que leí con un sobresalto de angustia en el pecho no era aún la de mi viaje, sino la del día en que se me ordenaba ir a la Caja de Recluta para que me entregaran el petate.

El petate era la primera señal indudable de que aunque todavía no hubiéramos llegado al cuartel ya pertenecíamos al ejército. El petate era el primer objeto militar que tocábamos, y desde el principio comprendíamos que en aquella lona verde y recia estaba toda la materialidad del tiempo que nos esperaba, no las imágenes abstractas, no las leyendas inventadas por el miedo sino la textura primordial de nuestro porvenir durante más de un año. En la oficina de reclutamiento nos daban un papel al que llamaban pasaporte y un billete de tren para unos días más tarde, pero si no nos hubieran dado también el petate habríamos podido imaginar, al salir a la calle, a las evidencias de la realidad civil, que en esos pocos días aún nos era posible vivir como habíamos vivido hasta entonces, que éramos iguales a cualquiera que se cruzara con nosotros, pues aún vestíamos de paisano y técnicamente no estábamos sometidos a la jurisdicción militar. Pero el petate, que llevábamos bajo el brazo, vacío, o echado livianamente al hombro, ya nos contaminaba sin remedio y nos hacía saber cómo serían los olores de los meses futuros, el color del mundo, un verde olivo sucio, el tacto áspero de la vida diaria. El petate, usado muchas veces por otros, tal vez por generaciones de reclutas, olía a desinfectante, pero sobre todo olía, de antemano, a cuartel, al aire rancio de los dormitorios masculinos, a ropa sudada y guardada luego sin lavar en taquillas metálicas. Pasar los dedos por la lona del petate, por las anillas de acero que lo cerraban, era tocar la ropa que vestiríamos a lo largo de más de un año y adivinar en el tacto del candado todo el escalofrío futuro de las armas de fuego: abrir el petate y asomarse a su fondo para guardar algo en él era asomarse al pozo oscuro del tiempo que nos esperaba, y al principio, cuando uno guardaba allí algo de ropa, le daba un escrúpulo de desconfianza y de higiene, un miedo a infectarse o a ser manchado por la mugre que hubiera dejado en el interior la ropa sucia de otros hombres, la ropa arrugada y sudada de generaciones de soldados. Salir de la Caja de Recluta era un breve alivio, una instantánea vacación, una tregua, porque ya nos habían tratado casi como si fuéramos militares, y un oficial nos había leído no sin torpeza los artículos mas brutales del código disciplinario del ejército, pero a los pocos minutos nos habían dejado marchar, y en el papel que llevábamos con nosotros había una fecha de varios días mas tarde, días para vivirlos con una avariciosa plenitud de libertad, disfrutando del aire, de los amigos, de la cama, de los bares, con la misma avidez con la que disfruta un amante de la mujer que lo abandonará dentro de unas pocas horas.

Salíamos de la Caja de Recluta, volvíamos a casa, intentábamos olvidar que cada hora nos aproximaba inapelablemente a la hora final, al principio negro del viaje hacia el norte, pero con nosotros iba el petate, verde oscuro, áspero, fuerte, con nombres y fechas escritos a bolígrafo que las lavadoras no habían podido borrar, con el nombre, el cuartel y el número de identificación de otro recluta al que nunca conoceríamos y que ya era como nuestro antepasado: alguien que había sobrevivido, que había contado los días como un preso, que también se habría estremecido de desagrado al tocar por primera vez el petate. Aquel olor ya se introducía invasoramente entre los olores de nuestra casa, del cuarto donde dormíamos, aquel tacto se agregaba al catálogo de las texturas y de las superficies que tocábamos y a las que muy pronto iba a sustituir: la lana de los jerséis, el lino, el algodón, el tejido resbaladizo y sintético. Muy pronto nuestra propia ropa ya nos sería ajena, y la guardaríamos durante semanas en el interior de una taquilla, y luego, cuando volviéramos de la jura de bandera, con el primer permiso, la amontonaríamos de cualquier modo en el petate.

Pero entonces nuestra ropa ya olería también a sudor rancio y a cuartel, y nuestros dedos no extrañarían la lona de esa bolsa que ahora cargaríamos con pericia sobre el hombro, del mismo color y casi de la misma tela que nuestro rudo tres cuartos y nuestro uniforme de paseo, al que llamaban los militares, nunca supe por qué, el traje de granito, y nosotros el traje de romano. Y cuando fuéramos a licenciarnos, el último día, el día inalcanzable, inimaginable, en el que nos entregarían la cartilla, la mitológica blanca, lo último que haríamos en el ejército sería entregar, y entregar quería decir en el lenguaje cuartelario devolver no sólo el uniforme de granito, el de faena, la gorra, los correajes y las botas, sino también el petate, que a esas alturas ya se había convertido en parte de nuestras costumbres y de nuestra indumentaria.

Entregaríamos el petate y saldríamos vestidos de paisano del cuartel, y el candado con el que lo estuvimos cerrando durante todo el año y con el que también cerramos la taquilla lo tiraríamos, según la costumbre establecida por la soldadesca en San Sebastián, a las aguas cenagosas del río Urumea, y por miedo a que nos llamaran, a que debiéramos volver aunque sólo fuera por unos minutos, apenas cruzáramos la puerta de salida echaríamos a correr como desesperados, y no nos detendríamos ni siquiera al cruzar al otro lado del puente. Cómo sería ese momento, se preguntaba uno cada día, cómo será salir corriendo y no volver, no vestir nunca más de soldado, no saludar ni obedecer ni desfilar ni cantar el himno de Infantería, ardor guerrero vibra en nuestras voces…

Le daban a uno lo que ellos llamaban el pasaporte y el petate y cuando uno llegaba a casa no sabía dónde guardarlo, dónde esconderlo para que no contaminara el aire y la ropa, como un invitado lúgubre, pesado y hostil, que olía a cuartel y a suciedad antigua, a ese olor de todos los lugares grandes, disciplinarios, cerrados y prioritariamente masculinos, con grandes espacios umbríos, los colegios de curas y las cárceles, los cines de programa doble, las estaciones de autobuses, las salas de espera de segunda clase, a las tres de la madrugada, con una desolación de mal sueño y de calcetines sucios.

– ¿Te falta mucho para irte? -preguntaban los amigos.

– Nada. Ya he recogido el petate.

Así que recoger el petate era una frase hecha, como estar en capilla, una declaración de que ya no había remedio ni tregua, pero tampoco incertidumbre: vivía uno en un perpetuo despedirse, en un adiós fragmentado, tortuoso y lentísimo, y todo el mundo le contaba con detalle su mili y le daba consejos: lo peor era el campamento, pero luego, en cuanto se lograba un destino, todo mejoraba, no había que presentarse voluntario a nada, ni decir que uno tenía estudios o sabía escribir a máquina, porque lo mandarían a limpiar los retretes, se pasaba mal pero a la larga uno se hacía un hombre, y los recuerdos de la mili quedaban siempre entre los mejores de la juventud, y las amistades que se forjaban en la mili eran indestructibles.

Lo malo era cuando me preguntaban que dónde me había tocado, y yo respondía que al País Vasco, a Vitoria, porque entonces la expresión de la cara solía cambiar no demasiado sutilmente, y había como un impulso de darme el pésame, de pasarme la mano por el hombro y decirme, venga ya, que no será tan grave: los vascos, le decían a uno para darle ánimos, eran muy brutos, pero muy buenas personas, y tenían la mejor cocina de España. Y si uno se quejaba de su mala suerte, porque había a quien le tocaba en sorteo su propia región militar, o una tierra menos turbulenta, no faltaba el veterano de Sidi Ifni, de Melilla o del Sahara que contaba su mili en el desierto, o en Regulares, de modo que había que escuchar con atención educada y asentir al relato detallado de las calamidades, y escuchar los nombres de la mitad de los soldados y de los superiores de nuestro interlocutor, porque a todo el mundo le gustaba presumir de buena memoria repitiendo el nombre y los apellidos de un teniente coronel que resultó ser de Albacete, por ejemplo, o el de todos los compañeros de su batería.

No había pariente, amigo o conocido varón y de mediana edad que no lo afligiera a uno con la narración de sus aventuras militares, y no había nadie tampoco que no dijera habérselas arreglado con determinación y astucia para pasar una mili estupenda: preguntaban si uno llevaba algún enchufe y, al oír que no, movían la cabeza y luego aseguraban que ellos tampoco lo tuvieron, y que en el ejército vale más hacerse amigo de un brigada que estar directamente enchufado con un general. Por todas partes circulaba una sabiduría jactanciosa y como usada sobre el servicio militar, tan usada y tan rancia como el petate que acababan de darnos: la épica, la lírica, la sentimentalidad masculina de la mili, el archivo de todas las idioteces repetidas y gastadas a lo largo de generaciones, gastadas pero indestructibles, como la lona de los petates, digeridas y repetidas y molturadas igual que desperdicios en un camión de basura.

Todo el mundo contaba que en su cuartel había una piscina, un banco o un fusil que estaban arrestados, porque en la piscina se ahogó un soldado, o porque en el banco se sentó un general en uniforme de gala cuando acababan de pintarlo, o porque el fusil se le había disparado a alguien, o porque un mulo le dio una patada en el pecho a un caballero legionario. Todos, en el campamento, le habían oído decir a su instructor que las balas de cañón no caían al suelo en virtud de la ley de la gravedad, sino por su propio peso. Y había que reír la gracia, y que oírla como si no la hubiera oído uno nunca, y hacer como que uno creía que su interlocutor había visto personalmente el cartel en el que se notificaba el arresto de la piscina. Aparte de su pesadumbre, del peso como de un petate de plomo que uno llevaba sobre los hombros desde que había sabido el día exacto de la partida, era preciso aguantar aquella broza de chascarrillos y consejos, de anécdotas inolvidables, de artimañas infalibles para obtener buenos destinos. Y para concluir le daban a uno la palmada en el hombro y le repetían en una sola línea y como si se les acabara de ocurrir todo el acerbo de la sabiduría y de la experiencia militar:

– Y ya sabes: voluntario ni a coger billetes.

Y se quedaban tan frescos, con la conciencia tranquila, como si hubieran cumplido un deber pedagógico o una obra de misericordia, y a lo mejor remataban la faena contándonos no sin cierta intriga lo que le había ocurrido a aquel universitario que dio un paso al frente cuando el sargento de semana preguntó si había alguien en la compañía que supiera escribir a máquina…

Uno iba sospechando que aquello de la mili despertaba un feroz cretinismo universal, pero aún no sabía hasta qué punto el cretinismo era contagioso ni en qué medida se aliaba al instinto de docilidad heredado de la dictadura y una especie de mala leche nacional para hacer de casi cualquiera un aspirante a cabo de vara o a confidente y amigo del verdugo: dentro de uno mismo se conservaba intacto todo el miedo de la infancia y toda la vulnerabilidad de los diez y de los doce años, y también toda la sordidez de la agradecida obediencia. A los veintitantos años, recién instalado en la edad adulta, recién dispuesto a emprender una vida futura, ciudadano de una democracia parlamentaria, compañero de viaje durante algún tiempo, aproximadamente marxista, uno regresaba de pronto a lo más sombrío de su primera adolescencia, a las sotanas negras, a las caminatas en fila, incluso al terror de los artefactos gimnásticos, que ha sido uno de los más perdurables terrores de mi vida.

Pero aún iba vestido de paisano, aún no me había cortado el pelo ni afeitado la barba de estudiante rojo, y si no fuera por aquel petate que llevaba al hombro cuando volví de la Caja de Recluta en una mañana nublada de octubre nadie habría podido decir que unos días mas tarde iba a viajar a Vitoria, y que durante catorce meses vestiría un uniforme militar. Es posible que aquella misma noche, mientras cenábamos delante del televisor encendido, viéramos en el telediario las imágenes de un nuevo asesinato, de otro cadáver desangrado en una acera bajo una manta gris o recostado en el asiento posterior de un coche negro con los cristales hechos trizas.

Salí a buscar a mis amigos y bebí con ellos y fumé hachís hasta alcanzar un estado de perfecta ingravidez, una embotada indolencia debajo de la cual percibía el paso de los minutos y las horas como el tictac angustioso de un despertador que uno sigue escuchando cuando ya se ha dormido.

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