XVI.

Me lo he preguntado con mucha frecuencia a lo largo de todos estos años, cada vez que presenciaba o descubría algo que me importaba mucho, cada vez que sentía rabia o entusiasmo por algo o abandonaba una opinión sostenida durante mucho tiempo o veía derrumbarse dentro o fuera de mí alguna de mis verdades más sagradas: qué habría pensado Pepe Rifón, cuál habría su actitud, cómo me habría juzgado, en qué medida y hacia dónde habría ido cambiando él también, cuánto se parecería a quien era a principios de la década, en el cuartel de cazadores de montaña de San Sebastián, cuando lo destinaron como nuevo escribiente a la oficina de la segunda compañía y nos hicimos instantáneamente amigos, y ya no dejamos de discutir acerca de todo y de disfrutar de la amistad hasta algún tiempo después de que nos licenciáramos.

He pensado muchas veces que lo más probable es que hubiéramos dejado de ser amigos: al marcharnos del ejército una parte de las cosas que más nos unían desaparecieron, no sólo la proximidad constante, sino también un cierto número de palabras y hábitos que al exagerar la identificación de quienes los comparten pueden sugerir afinidades engañosas. También yo cambié mucho más rápido de lo que seguramente él habría estado dispuesto a aceptar, no ya en los demás, sino en sí mismo, porque sus convicciones políticas eran mucho más precisas y más arraigadas que las mías, de una solidez inflexible, de un radicalismo que incluso entonces, en aquel tiempo de ideologías más firmes que las de ahora, me sorprendía por su integridad, y al principio hasta me hacía desconfiar y me daba algo de miedo: yo nunca había tratado a nadie que simpatizara abiertamente con ETA.

Su calma nunca alterada en el curso de una diatriba era la de quien descartó hace tiempo la posibilidad de la duda. A nadie aplicaba más estrictamente sus normas morales que a él mismo. Sus juicios políticos eran inapelables, de una fijeza en línea recta: como solía ocurrir, reservaba su desprecio más enérgico no para el enemigo frontal, el fascismo o el capitalismo, sino para las personas y las organizaciones de izquierda cuya tibieza él consideraba un signo de capitulación. La inteligencia y el sarcasmo, y también un instinto muy saludable de arraigo en las cosas reales, en la amistad y en los placeres de la vida, salvaban a Pepe Rifón de convertirse en un fanático, en uno de aquellos dañinos trostkistas y maoístas que a lo largo de los setenta habían exacerbado en la izquierda una tendencia universal al sectarismo y a la excomunión, y que en la década siguiente no tuvieron el menor escrúpulo en constituirse en intelectuales o ideólogos del PSOE, partido en cuyas jerarquías continuaron su vocación excomulgadora, sólo que ahora acusando de rojos más o menos a los mismos a los que llamaban revisionistas diez años atrás.

Uno de ellos era, en nuestro cuartel, el oficinista de la tercera compañía, un prochino con gafas y palidez eclesiástica que una vez nos citó con mucho misterio a Pepe y a mí para pasarnos unos panfletos a multicopista de lo que se llamaba entonces la Unión Democrática de Soldados (aún no habían empezado de verdad los ochenta: había muy pocas fotocopiadoras). Yo lo conceptué de simple cretino, por arriesgarse a un consejo de guerra guardando y difundiendo propaganda ilegal, soflamas de irresponsable mesianismo que animaban a la constitución en los cuarteles de soviets de soldados: Pepe, más resabiado y con más experiencia que yo, estaba seguro de que aquel oficinista era un chivato de la Segunda Sección al que habían encargado que nos tendiera una trampa.

Me explicó que en nuestra compañía, entre los soldados de nuestro propio reemplazo, había un grupo de confidentes que rendían cuentas a los sargentos Valdés y Martelo. A mí nunca se me había ocurrido pensar que soldados a los que yo conocía pudieran vigilarme: imaginaba, con una tendencia instintiva a las inexactitudes de la literatura, que los chivatos eran individuos desconocidos y exteriores, miembros de una especie de cofradía invisible, no soldados idénticos a mí que formaban a mi lado varias veces al día y se emborrachaban en el Hogar y gritaban ¡aire! al oír la orden de rompan filas. Pepe me señaló a algunos de ellos: Ceruelo, alias Ciruela, el homosexual pundonoroso y vindicativo de la compañía, que a mí hasta entonces me había resultado simpático; Martínez de la Cruz, un malagueño bronca y bocazas que se jactaba de haberse hecho una paja cada una de las noches que llevaba en el ejército, lo mismo en el campamento que en el cuartel, sobreponiéndose a pura fuerza de hombría al bromuro que según Radio Macuto se nos administraba en todas las comidas con la finalidad imposible de apaciguarnos la lujuria.

A mí siempre me engañaban las apariencias, pensé tristemente, viéndolo todo cada vez más siniestro a medida que Pepe Rifón me informaba de lo que hasta cierto punto yo también había tenido delante de los ojos: el capitán no era un oficial demócrata, o cuando menos descreído, sino un fascista tan peligroso como los sargentos o el teniente Castigo, sólo que más templado y con mejores maneras, sin la chulería legionaria y lumpen de los otros; no debíamos fiarnos de nadie, ni siquiera del brigada Peláez, que aun siendo un botarate no tendría el menor escrúpulo en sacrificarnos si obtenía a cambio algún beneficio.

Pepe me lo decía todo muy calmosamente, en voz baja, separando muy poco los labios, y no en el cuartel, donde temía siempre que nos espiaran, sino en los paseos por la Parte Vieja que enseguida empezamos a dar juntos, en las tabernas donde ya nos habíamos acostumbrado a beber con una velocidad vasca, a un ritmo itinerante: un pote de tinto bebido en dos tragos y cambiábamos enseguida de bar, sin apalancamos nunca en una sola barra, a la manera madrileña y andaluza.

Me decía nombres de chivatos y luego aludía con ecuanimidad y admiración al modo en que los etarras se deshacían de los traidores y los infiltrados. Yo me atrevía a comparar esos métodos con los de la Mafia, y entonces él se encolerizaba, aunque suavemente, dotado de esa extraña habilidad que tienen las personas del todo pacíficas y razonables para convertir el crimen en un accidente neutro y menor de la vida política. El verdadero terrorismo era la violencia institucional y metódica del Estado, que seguía manteniendo, bajo un simulacro de democracia formal, la misma policía y el mismo ejército de la dictadura; lo que sucedía en Euskadi era una guerra de liberación nacional, como la de Argelia en los años cincuenta, la de Vietnam del Norte y la de Nicaragua, que había acabado tan sólo unos meses atrás. Yo respondía que la violencia sanguinaria y metódica de los etarras acabaría encrespando del todo al ejército y nos devolvería al fascismo: él me recordaba la ilegalidad permanente e impune de la Guardia Civil y de la Policía, las torturas, la tolerancia y la segura complicidad del estado con los crímenes de la extrema derecha. Entonces, falto de argumentos o de ánimos para discutir, yo me callaba, y Pepe se me quedaba mirando con una sonrisa muy seria, como programática, apuraba su vaso de vino y esperaba a salir a la calle para hacerme una pregunta:

– ¿De verdad no crees que el sargento Valdés se merezca un tiro, no te alegrarías de que lo mataran? ¿Crees que él dudaría un momento en matarte a ti?

Pero estoy hablando de 1980, de lo que pensaba entonces alguien que lleva muerto doce años y a quien le fue negado el porvenir de madurez, de cinismo, de descreimiento o de gradual claudicación en el que todos los demás, los vivos, nos fuimos adentrando a lo largo de la década. Yo me pregunto siempre con una sospecha de remordimiento si he sido fiel a la amistad de entonces y si él aprobaría las cosas que he hecho y escrito a lo largo de estos años, pero tiendo a dar por supuesto lo que sin duda habría sido muy difícil, que él no hubiera cambiado, que hubiera mantenido invariable su marxismo-leninismo de entonces, su confianza práctica en la revolución cubana y en los países del Este. En el verano de aquel año, cuando empezaron a llegar noticias sobre las huelgas en los astilleros polacos y sobre el sindicato Solidaridad, él descartó velozmente cualquiera de las incertidumbres que a mí me sobresaltaban: aquellas huelgas, igual que los levantamientos de Berlín y Hungría en los años cincuenta y que la primavera de Praga, estaban alentadas y dirigidas por la CÍA y por el Vaticano. La legitimidad de las democracias populares no podía juzgarse por comparación con las formalidades de las democracias burguesas…

Lo más triste de los muertos, lo que más los aleja de nosotros, es también lo que nos hace sentir que continúan viéndonos y que pueden juzgarnos. La cara que petrifica la muerte, la fotografía congelada de una vida, se parecen a una especie de insobornable lealtad fantasmal. A diferencia de nosotros, los muertos no cambian ni envejecen, tan sólo se van desdibujando sin que nos demos cuenta, y esa inconsciencia con la que los vamos olvidando es el agravio más cruel, la impiedad más profunda que les infligimos.

Los muertos son lo que nosotros fuimos, los testigos traicionados, los portadores de una profecía que es la de aquello en lo que nos hemos convertido desde que ellos faltan. Pero también, si pudieran vernos ahora, es muy posible que no nos reconocieran: para crecer o para cumplir nuestra biografía huimos de nuestros muertos igual que a una cierta edad huimos de nuestros padres. Su fidelidad se la consagran a quien ya es un desconocido. Qué permanece de lo que yo soy si borran de mi vida todo lo que Pepe Rifón no pudo conocer, lo que me sucedió después de su muerte, a medida que pasaron los años y cambió el mundo y se me fue alejando el recuerdo del cuartel: en qué habría cambiado él, hacia dónde habría derivado. Era demasiado inteligente como para embalsamarse en el comunismo extraviado y fósil de los años ochenta, en las devociones rancias y los anacronismos empecinados y patéticos de una progresía residual cuyos últimos adeptos aún deambulan por ciertas calles y bares como fantasmas tristes o fugitivos de una reserva india. Pero también era demasiado honesto y tenía un sentido demasiado alto de la dignidad humana y de la justicia como para convertirse en un político profesional, en un triunfador o un negociante socialista, en uno de esos escualos con gafas de montura de metacrilato y trajes de Armani que saquearon la administración y conocieron sus días de máxima gloria en el final de los ochenta, que acabaron, por cierto, no en el último día de la década, sino el 12 de octubre de 1992.

Puedo imaginar la rabia creciente, el desengaño y el asco, casi las palabras que había dicho Pepe Rifón ante el espectáculo de la década que él no llegó a presenciar. Mi propia rabia, mi desengaño, el asco que puede seguir cada día creciendo, son en cierto modo herencia de los suyos, pues si nunca compartí la formulación política de sus ideales sí aprendí de él o recobré gracias a su amistad algo que casi había perdido en la confusión de aquellos tiempos, un sentimiento muy primario y muy fuerte de odio a la injusticia y de respeto y solidaridad hacia los débiles.

Pepe no creía que se pudiera transigir, no aceptaba la menor indulgencia con la deslealtad hacia las ideas de uno o hacia sus orígenes de clase. Ahora, cuando pienso en él, me lo imagino siempre solo. Los muertos se quedan solos porque seguir viviendo es irse del pasado, atravesar una por una y sin detenerse nunca las habitaciones sucesivas del tiempo. Vuelve uno la espalda porque ha creído escuchar unos pasos o una voz que lo llamaba y no ve a nadie en las estancias vacías, que sólo están habitadas algunas veces en los sueños. Los pasos que uno oía eran ecos de los suyos, y las voces sonaban en su imaginación o en su recuerdo, que según voy dándome cuenta a medida que escribo vienen a ser lo mismo.

Debe de haber por ahí fotos en las que estemos juntos, fotos cuartelarias en blanco y negro que sin duda parecerán tomadas años antes de su fecha real, porque las fotografías en las que aparece un muerto siempre tienen como un anacronismo añadido, una vocación de antigüedad sepia y mal recordada. No conservo ninguna, y sin embargo tengo muy presente su cara, el pelo castaño oscuro, la barba corta y poblada, que le hacía parecer mayor de lo que era, como a todos nosotros, las gafas de montura sólida, la expresión seria, la sonrisa difícil, la ironía muy afilada, pero formulada siempre en voz baja y con una suavidad en la que influía sin duda el tenue acento gallego.

Pepe Rifón era de la provincia de Lugo, de un pueblo de montaña casi en la linde de Asturias, Fonsagrada, donde yo lo visité una vez, meses después de que nos licenciáramos, en el verano de 1981. No logro acordarme de nuestra despedida: nos diríamos adiós de cualquier modo, con la distracción de la mayor parte de los actos comunes, con la seguridad insensata de volver a vernos que tiene todo el mundo cuando se despide, como si la muerte no existiera o no pudiera afectarnos precisamente a nosotros. Tenía veintitrés años, uno menos que yo, le faltaban unas cuantas asignaturas para licenciarse en Matemáticas y se encontraba en libertad provisional, acusado de un delito de agresión a la Policía o a la Guardia Civil. Había ingresado en el campamento de Vitoria al mismo tiempo que yo, y también lo destinaron a San Sebastián y a la segunda compañía, pero hasta que entró en la oficina yo apenas había reparado en él, entre otras cosas, según empecé a darme cuenta un poco más tarde, porque casi no había reparado en nadie.

Pepe Rifón poseía una capacidad extraordinaria de sigilo o de mimetismo, de no hacerse demasiado visible: se escondía en el número y en la uniformidad de los soldados como entre los árboles de un bosque. Jamás había frecuentado a los universitarios de la compañía, hacia los que manifestaba una hostilidad ecuánime, más o menos idéntica a la que sentía hacia cualquiera que hiciese gala de un simulacro de superioridad intelectual: reírse de las jergas vacuas de los literatos, de su descarado clasismo, de su gravedad impostada y ridícula, era una de las aficiones permanente de mi amigo Pepe, que de vez en cuando me incluía a mí también entre los destinatarios de sus burlas:

– No sé cómo os las arregláis, pero siempre se os abre el periódico por las páginas culturales.

Yo estaba convencido de poseer y practicar siempre una aguda capacidad de observación, pero él me hizo descubrir que en realidad me había pasado meses en el ejército sin enterarme de prácticamente nada de lo que ocurría a mi alrededor. Seis años en la universidad, dedicados a leer libros y a ver películas en cineclubes universitarios y a discutir sobre libros, películas y política con personas que hacían más o menos lo mismo que yo me habían influido mucho más de lo que yo estaba dispuesto a reconocer, segregándome de la vida común, o haciéndome creer que esa vida era la de los universitarios y los aspirantes a intelectuales de izquierda con los que yo trataba.

Es muy posible que sin el sarcasmo permanente de Pepe Rifón yo no hubiera aprendido a desprenderme de la infección de intelectualismo que padecía. Le debo un instinto de irreverencia hacia las sacralidades culturales, una conciencia irónica del influjo tan débil que pueden tener el arte y los libros sobre la realidad, que es del todo soberana y ajena a ellos y tiende a no notar que existen, a despecho de las hipertrofiadas vanidades de los artistas y los literatos. De pronto comprendía con más asombro que remordimiento que en mi reclusión habitual en mí mismo había no sólo timidez y predisposición hacia la soledad, sino también una dosis inadvertida de soberbia, una falta de atención desdeñosa e inepta hacia el mundo real y las personas que me rodeaban. En eso me parecía, y más de lo que yo pensaba, a Salcedo: justo por ese motivo era imposible que entre Salcedo y yo pudiera arraigar una amistad más cálida.

Salcedo tenía una presencia severa y fornida: Pepe Rifón se movía despacio, con la cabeza baja, con agilidad silenciosa, habituado al recelo del activismo clandestino, o a ese sigilo con que tienden a cultivar sus debilidades y sus vicios ciertas personas con demasiada cara de bondad que padecen el sino de despertar la envidia comparativa de las madres de todos sus amigos y viven en el peligro continuo de defraudarlas. Pepe Rifón tenía una cara abrumadora de buena persona, de honrada docilidad, hasta de mansedumbre, cara de no haber roto un plato en su vida, de no sacar nunca los pies del tiesto, pero había hecho amistad con algunos de los chorizos más inquietantes de la compañía, que lo trataban con respeto y hasta con devoción, a pesar de sus gafas, sus estudios y su cara de buena persona, y liaba porros con una pericia que no igualaba ninguno de ellos.

Juiciosamente usaba para fumar una de esas boquillas que retienen parte de la nicotina y del alquitrán. El acto de introducir en la boquilla el filtro de un ducados, o de extraerlo después, era uno de los gestos que lo definían: nunca nos damos cuenta, pero en cada uno de nosotros hay un gesto, uno solo, que nos define tan exactamente como una rúbrica o una huella digital. Contando los cigarrillos que fumaba, deshaciendo un grumo de hachís sobre las hebras de tabaco como si utilizara una balanza de precisión, ahorrándose parte de la nicotina gracias a la boquilla, Pepe daba una impresión de administrar razonablemente sus vicios, y yo no llegué a averiguar hasta qué punto aquella mesura era un rasgo de su carácter o una de las astucias aprendidas en el ejercicio de la clandestinidad, o en el de su destino de buena persona.

A Pepe Rifón, como a mí, lo habían mandado a Cazadores de Montaña para vigilarlo o para castigarlo, pero su izquierdismo les debió de parecer a los militares más eficaz que el mío, de modo que durante los primeros meses en el cuartel no dejó de hacer guardias. Es posible que cuando lo destinaron a la oficina no fuese por un impulso de clemencia, o porque los desarmara el tono apacible de su voz y su aire de mansedumbre, sino para mantenerlo apartado de las armas, según la idea paranoica que los militares de la Segunda Sección tenían entonces de los soldados con antecedentes políticos.

Era verdad lo que me había dicho el sargento Martelo: Pepe Rifón era más rojo que Salcedo y yo juntos. Militaba en el nacionalismo radical gallego, y yo creo que pertenecía al comité central o al comité ejecutivo de un partido muy próximo a Herri Batasuna, más o menos su equivalente en Galicia. El año antes la policía lo había detenido en el curso de una manifestación independentista y no autorizada en Santiago de Compostela. Al ser procesado bajo una acusación grave de agresiones contra la autoridad, perdió la prórroga de estudios y tuvo que incorporarse inmediatamente al ejército.

No era un insensato, ni uno de aquellos extremistas de izquierda que aspiraban a alcanzar cuanto antes la palma revolucionaria del martirio, pero tampoco se sentía intimidado por la segura vigilancia a la que estaría sometido. Yo admiré enseguida su temple, que resaltaba más por comparación con mi extrema pusilanimidad, no sólo la que me acongojaba en el cuartel, sino la que me había impedido sumarme de verdad a la resistencia antifranquista después de aquellos aciagos quince minutos de marzo de 1974 durante los cuales participé activamente en ella. Cuando yo salí de la Dirección General de Seguridad estaba tan asustado y tan escarmentado que me juré a mí mismo no arriesgarme nunca a volver a una celda, así durara el franquismo medio siglo más. Pepe consideraba su detención y su posible condena como accidentes de la lucha política que en vez de disuadirlo de persistir en ella fortalecían su seguridad de haberse entregado a una causa justa. ¿Era democrático un estado que lo enviaba a uno a la cárcel por manifestarse en favor del derecho más elemental de todos, el de la autodeterminación de los pueblos?

Yendo con él, en San Sebastián y en Bilbao, tomé vasos de vino en bares que tenían las paredes decoradas con grandes fotografías de terroristas encarcelados o muertos e ikurriñas con crespones negros o con insignias etarras. Para no extenuarnos en diatribas políticas derivábamos la conversación hacia las películas y los libros, pero en ese reino en apariencia menos vidrioso también surgía muy pronto alguna obstinada discordancia: yo detestaba a Bernardo Bertolucci, que tantos años después aún me sigue encrespando; Pepe encontraba reaccionario y despreciable a Woody Allen, en quien resumía su odio a la cultura norteamericana, a las neurosis de los ricos y a las tonterías del psicoanálisis, así que se había salido de Annie Hall aproximadamente con la misma indignación con la que yo me salí de la megalomanía entre estalinista y viscontiana de Novecento.

No era en modo alguno indiferente a la literatura: le intrigaba que yo quisiera dedicarme a ella, y que algunas tardes, en vez de salir a San Sebastián, me quedara encerrado en la oficina delante de la máquina de escribir. Él leía mucho, y con igual devoción, a Castelao y a Stalin: de este último, sobre todo, un opúsculo que me regaló con más propósito de ilustración que de proselitismo, si bien yo nunca llegué a leerlo. Se titulaba, me acuerdo, Sobre el problema de las nacionalidades, problema que según Pepe creía con inquebrantable firmeza sólo había sido resuelto en el federalismo de la URSS. Me acuerdo de ese libro cuando veo en los telediarios las imágenes sanguinarias y como aturdidas, los desesperados barrizales de nieve de alguna república ex soviética en la que está sucediendo una indescifrable guerra civil.

Pero mi amigo Pepe no era entonces el único que cerraba los ojos: casi nadie en la izquierda sabía o intentaba saber, y los intelectuales más viajados y agasajados volvían de la Unión Soviética o de Cuba o de la Rumania de Ceaucescu sin contar nada, sin haberse enterado en apariencia de nada.

En cuanto a mí, mi escepticismo político no era consecuencia de una lucidez que ahora no puedo retrospectivamente atribuirme, sino más bien de mi falta de voluntad disciplinada y sólida para empeñarme en un propósito o en una ideología, y de una inclinación personal a la desgana, al desapego hacia los entusiasmos colectivos, acentuada en los primeros años de la transición por el contraste insoluble entre la realidad y el deseo, entre los sueños formulados con utopismo monótono por los partidos de izquierda y el espectáculo trapacero y confuso de la política diaria, de las campañas electorales, de la fragilidad y la provisionalidad de todo, especialmente de la democracia.

Cuando las manifestaciones eran ilegales yo no iba a ellas porque me daban miedo; cuando ya no hubo peligro de apaleamiento o detención tampoco fui a ellas porque había descubierto que me aburrían. Yo no sabía a favor de qué estaba, sino en contra de qué: y de pronto me hice amigo de un partidario apasionado de algunas de las posiciones políticas que despertaban más hostilidad en mí. Al poco tiempo de entrar en la oficina Pepe me invitó a acompañarlo a un mitin de Herri Batasuna en el que intervenía el difunto Telesforo Monzón, que era en aquellos años como el Júpiter tonante del abertzalismo más extremo. Intenté disuadirlo: el mitin acabaría muy probablemente en una batalla de pedradas, bombas lacrimógenas y pelotas de goma, y aunque se vistiera de paisano estaría en peligro. Le dije además que Telesforo Monzón me parecía una especie de ayatolah vasco, un iluminado peligroso. Sin el menor signo de discordia, como si en realidad sostuviera una posición no muy alejada de la mía, Pepe me respondió que él consideraba a Telesforo Monzón un hombre admirable, un luchador antifascista ejemplar.

Pensando ahora en todas las cosas que no teníamos en común me pregunto cómo surgió entre nosotros una amistad no ya tan estrecha, sino tan perfecta. A los dos nos importaba mucho más lo que sí compartíamos: el odio al abuso de los fuertes y a la ceguera y a la altanería de los enterados, la afición a beber vino en las barras de las tabernas de la parte antigua y a picar de las bandejas espléndidas de tapas desplegadas sobre los mostradores, el gusto por las conversaciones con café y cigarrillos, la tarea, compartida con Salcedo, de coleccionar los hallazgos verbales del brigada Peláez, y en general del idioma castrense, la vocación por las mujeres, por enamorarnos de ellas, por mirarlas, por contarnos y comparar los sentimientos que nos provocaban. Nos constituimos cada uno en confidente y consejero sentimental del otro. Después de licenciarnos, la mayor parte de nuestras conversaciones telefónicas y de las cartas que nos escribíamos versaban sobre el amor de las mujeres, sobre el misterio de sus reacciones y sus actos y las sorpresas que nos daban siempre, lo mismo al seducirnos que al abandonarnos.

Robert Graves habla en un poema de que también la amistad puede surgir a primera vista: Onetti decía al final de su vida, con sarcasmo y amargura de tango, que no hay más amigos verdaderos que los de la infancia. Si el ejército nos había borrado temporalmente nuestra identidad de adultos, si nos había hecho regresar al miedo y a la vulnerabilidad de los niños antiguos en los internados, también nos devolvía no sólo a las brutalidades, a las jactancias y al tribalismo de los catorce o los quince años, sino también a un sentido de pertenencia que a esas edades aprendíamos más en la amistad que en el amor.

Tal vez de ahí procede la leyenda dorada de los amigos para siempre que se hacían en la mili, tan parecida a ese episodio de celebración de la amistad que suele darse en el curso de las borracheras. Yo me acuerdo de amigos inexplicables a los que conocí a través de Pepe Rifón y hacia los que llegué a sentir simpatía y lealtad, aunque estaba seguro de que de no haber sido por el ejército no me habría encontrado con ellos, y también de que si volvíamos a vernos después de la mili no tendríamos nada que decirnos: incluso es posible que alguno de ellos me hubiera atracado.

Me acuerdo con lejano afecto de Agustín Robabolsos, del Turuta, de Rogelio Rojo, del Chipirón, la banda lumpen y grifota a la que Pepe me asoció sin que yo me resistiera demasiado, dejándome llevar hacia las esquinas oscuras de la plaza de la Constitución donde se traficaba en hachís y heroína igual que había accedido a las caminatas higiénicas con Salcedo, compartiendo con ellos el lenguaje macarra, los canutos, los botellones de cubata, los grandes bocadillos de tortilla de champiñones que daban en los bares de soldados, la beligerancia cafre y masculina de ir en grupo y en disposición de borrachera y de bronca, adolescentes falsos, apiñados, casi hombro con hombro, las manos en los bolsillos de los vaqueros, premeditadamente torvos, con más novelería que temeridad.

No es difícil que hayan conocido las cárceles, que alguno esté muerto por culpa de la heroína o del sida. A ninguno de ellos lo reconocería si lo encontrara frente a mí, y soy incapaz de imaginarme el porvenir de sus vidas, que se cruzaron tan brevemente con la mía para alejarse luego a distancias remotas. Pero la costumbre sagrada y metódica de compartirlo todo y el sentimiento de conjura y de alianza incondicional contra el infortunio que nos unió a Pepe Rifón y a mí en aquella adolescencia repetida y tardía de San Sebastián ya no he vuelto a encontrarlo: tampoco puedo ya saber si habría sobrevivido al paso de los años.

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