V.

Había que aprenderlo todo y que olvidarlo todo: había que aprender otra geografía, otra Historia, casi un nuevo idioma en el que las palabras habituales significaban cosas desconocidas hasta entonces y en el que a veces se perdía el uso de la misma articulación inteligible; había que familiarizarse con un universo infinitamente detallado de valores y gestos, de signos, de códigos morales, de tareas y ritos que modulaban y cuadriculaban las horas del día, de nombres propios que más allá de las alambradas no conocía nadie y que en aquel reino donde acabábamos de entrar se pronunciaban con reverencia idólatra; había que retroceder ideológicamente en el tiempo no sólo hasta los años aún recientes del franquismo, sino mucho más atrás, hasta una arqueología polvorienta del heroísmo y el sacrificio y el todo por la patria, había que olvidarse de lo que uno sabía cuando llegaba al campamento y que inscribir en ese espacio borrado las nuevas normas y las nuevas costumbres, todo, desde lo más grandioso a lo más ínfimo, desde la manera de atarse los cordones de las botas hasta el principio físico en virtud del cual la deflagración de los gases en la recámara del fusil producía el disparo, desde el nombre de una pieza ínfima de la granada de mano al del capitán general de la Sexta Región Militar, que era a la que nos había llevado nuestro infortunio.

Había que olvidar los frágiles derechos civiles recién adquiridos y aprender a resignarse de nuevo a la obediencia absoluta, y a vestirse y a caminar de otro modo y hasta a llamarse de otro modo: yo tenía que olvidar mi nombre y mis apellidos y aprender que cuando el instructor llamaba a Jaén-54 en la última formación de la noche, la de la lista de retreta, era a mí a quien se refería, y era preciso que me pusiera firme, que juntara los talones con un taconazo y gritara bien alto y levantando el pecho: «¡Presente!».

Al principio, a los más distraídos se les olvidaba su matrícula, y tenían que llamarlos varias veces antes de que cayeran en la cuenta de que se referían a ellos, y cuando por fin contestaban los instructores se reían con la saña excesiva del que disfruta sobre todo de los errores y los percances ajenos y les llamaban empanaos, palabra que según aprendimos muy pronto era de las de uso más frecuente y de significado más peligroso en el vocabulario de aquel Centro de Instrucción de Reclutas, en el idioma que desde aquella primera noche nos era preciso aprender: estar empanao era estar como estábamos casi todos nosotros al llegar, atontado, sin norte, sin enterarse de nada, sin obedecer con prontitud a las órdenes o sin ejercitar la mala leche o la mala idea necesarias para prevalecer sobre otros.

A algunos empanaos se les veía enseguida que iban a permanecer en tal estado de inocencia o de idiotez a lo largo de toda la mili, incluso de toda la vida, con una mantecosa empanada en el cerebro que solía corresponderse con la torpeza física y la medrosidad del ánimo, y nunca aprendían a marcar el paso ni a guiñar el ojo para disparar el fusil, y llegaban los últimos a las formaciones y cualquiera les robaba la gorra, de modo que casi monopolizaban los arrestos y acababan en la ignominia del pelotón de los torpes, y los instructores y los veteranos, incluso algún sargento de campechanía soldadesca, les vaticinaban con más desprecio que misericordia:

– Lo llevas claro tú, chaval.

Que uno lo llevaba claro era lo peor que le podían decir, la amenaza más ominosa, por ser la más general y la más imprecisa: llevarlo claro era una consecuencia de estar empanao, pero también se decía que lo llevaban claro los reclutas más díscolos, los que se atrevían a hacerles frente a los instructores o simplemente no obedecían con una velocidad abyecta cualquier orden de cualquier superior, fuera éste un oficial o nada más que un cabo o un soldado con algunos meses de veteranía y una precoz vocación de humillar: a estos, a los díscolos, se les llamaba amontonaos, y así resultaba que nada más ingresar en el ejército ya aprendíamos una nueva clasificación de los seres humanos, que no se dividían en apolíneos y en dionisiacos, ni en aristotélicos o platónicos, ni siquiera en pobres y ricos: se nacía, se era, amontonao o empanao, y aquel era un destino inquebrantable, se daba uno cuenta entonces, no sólo en la mili, sino en la vida, en lo que los militares llamaban con distancia y desdén la vida civil.

Ser un amontonao resultaba casi peor que estar empanao y prometía un futuro militar no menos siniestro: amontonarse era sublevarse, llevar la contraria, no sucumbir a una docilidad instantánea y perfecta cada vez que un superior se dirigía a nosotros. Había un amontonamiento colectivo que era el de la propia brutalidad automática, el del gregarismo feroz en el que nos sumergíamos y al que nos sumábamos a menos que la inteligencia supiera mantener una mezcla de lucidez y dignidad imposible: era el amontonamiento de las curdas berreantes los fines de semana, o el de la chusma de veteranos que se conjuraba para amargarles la vida a los reclutas con las novatadas, y ese amontonamiento, aunque recibía amenazas de castigo que muy pocas veces llegaban a la realidad, era en el fondo tolerado por nuestros superiores, que lo conceptuaban tal vez de inevitable inmersión en la hombría.

En el amontonao solitario había un punto arriesgado de gallardía y de gamberrismo, sobre todo si llegaba con un pasado de mala vida y delincuencia juvenil, y estaba siempre entre el calabozo y el respeto, entre la admiración de los ruines y el temor de los empanados, y algunas veces al filo del consejo de guerra, pero no era infrecuente que a las pocas semanas el amontonao descubriera en sí mismo una rabiosa vocación militar y acabara presentándose para legionario o paracaidista. El empanao sobrellevaba sin dignidad su empanamiento y no gozaba de la simpatía ni de la solidaridad de nadie, ni de los que estaban tan empanados como él, y vivía tan asustado por los reclutas de vocación amontonada como por los instructores, que se lo quedaban mirando con una mezcla de burla, de lástima y desprecio y repetían siempre lo mismo:

– Lo llevas claro tú, chaval. No sabes la mili que te espera.

Era la verdad: no sabíamos lo que nos esperaba, no sabíamos nada de nada. Nos oíamos llamar bichos o conejos por los temibles veteranos de mirada despectiva y sucios uniformes de faena que habían acudido a la entrada del campamento para vernos llegar, nos contaban y nos pasaban lista, nos dividían en grupos y nos guiaban hasta el barracón de ladrillo de nuestra compañía, y no sabíamos qué iba a pasarnos a continuación ni poseíamos nada, nada más que nuestro petate, nuestra experiencia inútil del lejano mundo exterior y nuestras tristes ropas civiles, de las que nos despojarían a la mañana siguiente para entregarnos los uniformes un poco antes de que nos pusieran en fila para raparnos la cabeza con grandes tijeras de esquilar.

Nos aterraba todo, al menos a los más pusilánimes, a los vocacionalmente empanaos, los que nos remontábamos en la memoria de nuestro empanamiento hasta los días lúgubres del colegio de curas, al que nos parecía de pronto que regresábamos, no con once o doce años, sino con más de veinte, como si nos hubieran abolido de pronto los privilegios modestos de la vida adulta y nos devolvieran a lo peor de la primera adolescencia.

Igual que en el colegio, aquella primera noche de nuestra llegada nos aturdía la incertidumbre de las órdenes, la falta absoluta y brusca de puntos de referencia, el desconocimiento de los lugares por donde no nos atrevíamos a dispersarnos, la incapacidad de comprender el significado de los galones, de las estrellas, de los toques de corneta, de las insignias en las solapas de las guerreras. Nos agruparon delante de la compañía, nos hicieron formar otra vez y numerarnos, nos volvieron a pasar lista, nos ordenaron descanso y rompan filas y la mayor parte de nosotros no nos atrevimos a movernos, volvieron a gritar, repitieron nuestros nombres y nos asignaron a cada uno la matrícula que llevaríamos desde entonces, así como el número de nuestra taquilla y de nuestra litera, y cuando hacia las diez y media pasaron lista por última vez ya obedecíamos mecanizados por la monotonía del agotamiento.

A las once en punto, en cuanto sonara el toque de silencio y se apagaran las luces, quien no estuviera acostado lo llevaría claro, le iban a meter un puro, un retén, una tercera imaginaria, una semana entera de cocinas: la mayor parte de las palabras que habíamos traído con nosotros ahora eran inútiles, pero aún no dominábamos el nuevo idioma que nada más ingresar en el campamento habíamos empezado a aprender, así que también vivíamos en una niebla de empanamiento verbal agravada por nuestra ignorancia de todos los demás signos y contraseñas de aquel mundo: no sabíamos lo que era un retén ni lo que era el chopo, ni el grado de suplicio que se escondía en el castigo de que le metieran a uno una cocina, pero tampoco comprendíamos los gritos inarticulados que subrayaban como signos de interjección cada orden y que recibían el nombre técnico de voces ejecutivas: gritaban, por ejemplo, «¡cubrirse!», y nuestro empanamiento y nuestra ignorancia nos impulsaban a levantar el brazo derecho y a posar la mano sobre el hombro de quien teníamos delante, y entonces el instructor montaba en cólera, pues resultaba que no habíamos sabido obedecer, que una orden sólo se cumple cuando ha sido enfatizada por la voz ejecutiva, que solía imitar las variedades más roncas y guturales del ladrido y era como la rúbrica definitiva de la autoridad.

El dormitorio era una nave muy larga, con una fila de dobles literas metálicas a lo largo de cada pared, bajo ventanas horizontales y enrejadas, tan altas que resultaban inaccesibles. Las taquillas y los barrotes de las literas eran del mismo color gris manchado de óxido, y el suelo de cemento. En la pared del vestíbulo estaba colgado un cuadro con la efigie y con el testamento del general Franco.

Me metí en la cama sin quitarme los calcetines ni la camisa, tiritando de frío, aunque sólo era octubre, guardé mi petate en la taquilla y la aseguré con el candado, atándome la llave a un cordón que me colgué del cuello, según la inveterada y recién adquirida costumbre militar. El interior de la taquilla olía como el del petate, pero de ese olor ya no me quedaba escapatoria, porque estaba sumergiéndome en él, en el olor colectivo de todos nosotros, no sólo los doscientos reclutas de la 31a compañía, sino los dos o tres mil del Centro de Instrucción de Reclutas número 11, que en ese mismo momento, en cada uno de los barracones alineados en la cima ventosa de la colina de Gamarra, nos cobijábamos por primera vez en las sábanas rígidas y frías de nuestras literas.

Dentro de todo, uno se metía en la cama no sin un cierto sentimiento de alivio, porque lo más temible, que era la ignorancia absoluta sobre lo que nos esperaba al llegar, ya había sucedido, y es probable que la confrontación con la realidad de un peligro imaginado durante mucho tiempo acabe siempre siendo tranquilizadora. Aún no eran las once de la noche, y en las siete horas y media que faltaban para el toque de diana me encontraría a salvo, disfrutando de un sueño que ya me pesaba en los párpados y en el que se me desvanecía la rareza de aquel lugar y el tumulto que me rodeaba, los gritos y las burlas no sólo de los instructores que se reían de nosotros y amenazaban con arrestos a los más rezagados, sino de aquellos reclutas vocacionales y felices que habían llegado al mismo tiempo que yo y que parecían prolongar infatigablemente la juerga de quintos jactanciosos y beodos que debieron de haber comenzado varios días atrás en sus pueblos:

– ¡Imaginaria, tráeme un plato, que se me ha roto un huevo!

– ¡Conejos, vais a morir!

– ¡Si pillara mi novia lo que tengo en la mano!

– ¡Imaginaria, agárrame la polla!

– ¡Aprovechad ahora, que mañana mismo empieza a hacer efecto el bromuro!

– ¡Os queda más mili que al palo de la bandera!

Leí unos minutos, pero se me cerraban los ojos, y enseguida se oyó el toque de silencio y se apagaron las luces fluorescentes del techo. No se hizo la oscuridad, porque al mismo tiempo se encendieron unas bombillas rojizas que permitían distinguirlo todo y que daban a los rostros y a las cosas una fantasmagoría anticipada de mal sueño. Aquella claridad como de cristales infrarrojos nos despojaba de la tiniebla íntima y confortable en la que se refugia uno antes de dormir: también había que aprender a no estar nunca solo y a salvo de las miradas de otros, hasta el extremo de que las duchas eran colectivas y los retretes no tenían puertas.

Apreté los párpados para defenderme de la luz inquisidora y rojiza y me pareció de pronto que acababa de dormirme y que el sueño denso y hondo en el que caí no había durado ni un instante. Sonaba la corneta, en la primera madrugada, se encendían violentamente las luces blancas del techo, y yo me desperté con un sobresalto de urgencia en el estómago y en el corazón, sin saber dónde estaba, tiritando de frío, aturdido por las voces de los instructores que nos llamaban a gritos, que iban entre las filas de literas apartando colchas y batiendo palmas para que nos levantáramos más rápido, para que saliéramos corriendo hacia la explanada que había delante del barracón, abrochándonos los pantalones, que a algunos se les caían y se les enredaban a las piernas haciéndolos tropezar, arrastrando los zapatos con los cordones desatados, queriendo protegernos del viento frío apenas con una camisa, lo único que habíamos tenido tiempo de ponernos encima.

Salíamos a formar y todavía era noche cerrada, nos empujábamos, medio dormidos, nos íbamos alineando mientras sonaba por segunda vez el toque de diana, procurábamos repetir el orden que nos habían asignado la noche anterior y acordarnos de nuestra matrícula, y ponernos firmes y gritar presente con la necesaria energía cuando los instructores nos llamaran. Estaban arriba, sobre una breve escalinata, junto a la puerta de la compañía, con las gorras caídas sobre la frente, los brazos cruzados o en jarras y las piernas separadas. Se erguían apenas a un metro por encima de nosotros, pero nos miraban desde la lejanía insalvable de la autoridad y el desdén, y nuestra inexperiencia y nuestro miedo, al proyectarse hacia ellos, los agrandaban y los volvían más temibles, como reflectores que exagerasen sus sombras proyectándolas contra un muro inclinado.

Por miedo a ellos nos poníamos firmes en el amanecer neblinoso y helado y nos cubríamos y gritábamos ¡Presente! e intentábamos dar media vuelta al unísono con torpeza patética y juntar los talones y golpearnos los costados con las palmas de las manos rígidas y abiertas, y apenas pasada la primera lista nos ordenaban firmes y descanso y firmes otra vez y rompan filas y los más experimentados ya lanzaban al hacerlo un grito que muy pronto aprenderíamos todos y repetiríamos al final de cada formación con un alivio unánime.

– ¡Aire!

Los instructores nos azuzaban para que nos diéramos prisa, nos empujaban, nos ordenaban que hiciéramos muy rápido las camas, que nos laváramos, que termináramos de vestirnos, porque muy pronto sonaría el toque para el desayuno, pero por mucha prisa que yo me diera no terminaba de hacer las cosas con un margen razonable de tiempo, y ya desde aquella primera madrugada me afligía la angustia de los últimos minutos, mi incapacidad de actuar con rapidez y eficacia, incluso mi falta de energía o de mala leche, mi empanamiento congénito, pues en los lavabos fui de los pocos que llegaron demasiado tarde para encontrar un grifo y un espejo libres, y cuando alguien me dejó su sitio vi que ya no me daba tiempo de afeitarme, o que había olvidado la crema en la taquilla, de modo que si volvía para buscarla iba a perder mi turno en el lavabo, o me iba a ver sorprendido por la llamada a formación en camiseta y con la cara llena de espuma, con la cuchilla de afeitar y la bolsa de aseo y la toalla en las manos…

Sonaba enseguida la corneta, provocando un nuevo sobresalto, una confusa desbandada entre los lavabos y las taquillas, entre el dormitorio y el patio, y el impulso cobarde e instantáneo de obedecer contrastaba con la imposibilidad de hacerlo tan rápido como se nos exigía, y se quedaba uno inmóvil, paralizado por la necesidad de hacer algo al mismo tiempo irrealizable y perentorio, y entonces se oían otra vez los gritos y las palmadas de los instructores que nos reclamaban para la segunda formación del día, la del desayuno, para un nuevo a cubrirse y firmes y media vuelta y descanso y firmes y derecha y paso de maniobra en dirección a los comedores.

Me acuerdo de los grupos compactos y alineados de hombres avanzando entre los edificios idénticos, bajo las luces amarillas de las esquinas y de las ventanas, con un punto de vaguedad tamizada de niebla, y del contraste entre el silencio que manteníamos todos y el ruido de nuestros pasos, varios miles de pisadas simultáneas sobre la grava y el asfalto, pisadas de botas militares y de calzados civiles arrastrándose con una mala gana de deportación.

Yo caminaba rodeado por un río de cabezas y de hombros moviéndose, de cabezas bajas por lo común y hombros abatidos, y conforme nos acercábamos a los comedores se hacía más intenso el mismo hedor que nos había recibido al llegar y empezaba a insinuarse hacia el este, en el cielo malva y nublado, sobre la llanura gris, una claridad azul de amanecer. El roce de la multitud y el ruido de los pasos tenía un efecto casi tan hipnótico como el de las órdenes otra vez repetidas, multiplicadas hasta una confusión de lenguas por los instructores de cada compañía, por los diferentes gritos o ladridos con que las rubricaban, alto, firmes, cubrirse, descanso, firmes otra vez, tal vez tres mil figuras erguidas y en sombras en una gran explanada donde apenas empezaba a debilitarse la noche, sometidas de antemano a una azarosa e involuntaria uniformidad que ni siquiera precisaba de ropas militares.

Había que subir una escalinata para entrar a los comedores, y cuando le llegaba el turno a cada compañía los instructores nos animaban a subir lo más aprisa que pudiéramos, sin mantener la formación, de modo que nos amontonábamos en las puertas demasiado estrechas para que cupiéramos todos y teníamos que abrirnos paso a patadas y a codazos para llegar cuanto antes a una mesa y encontrar sitio, y una vez allí, en medio de un escándalo de pasos, voces, órdenes, ruido de cubiertos, todo amplificado por las resonancias del techo demasiado bajo para un espacio tan grande, había que emprender otra disputa, pues no parecía que hubiera bandejas de bollos ni porciones de mantequilla para todos, y era preciso de nuevo armarse de arrojo, de velocidad, de mala idea para que no lo dejaran a uno sin desayunar, y una vez conseguido el pan, el café, la mantequilla, el azúcar y el cubierto había también que comer cuanto antes, pues al cabo de unos pocos minutos sonaba la corneta, esta vez dentro del mismo comedor, y nos gritaban que nos pusiéramos de pie, firmes delante de las mesas, y que saliéramos en fila de los comedores para formar de nuevo, ya idiotizados por el estupor de la obediencia, apacentados por los instructores, conducidos como zombis a los almacenes vastos y oscuros de vestuario, a las oficinas donde volvíamos a rellenar inacabables impresos de filiación en los que no faltaba una casilla para las creencias religiosas y otra para la militancia política, a la enfermería donde nos examinaban sumariamente la dentadura y los ojos y nos ponían una inyección en el hombro, en la que según algunos se nos inoculaba no una vacuna, sino el temido bromuro, que adormecería nuestra masculinidad sumiéndonos en una mansedumbre de cabestros.

Vivíamos al principio, los primeros días, en una alternancia perpetua de tiempos muertos y de aceleraciones angustiosas, de formaciones eternas y urgencias súbitas en las que se lo jugaba uno todo en un segundo. Durante horas aguardábamos en fila para que nos entregaran la ropa militar y luego, de vuelta en la compañía, teníamos que vestirnos en unos pocos minutos, y no sabíamos qué prendas eran las que debíamos ponernos ni cómo se ajustaban los correajes sobre la guerrera, y los dedos se nos enredaban queriendo aprender cómo se pasaban los cordones por las hebillas innumerables de las botas: había que olvidar la ropa de uno y dejarla guardada y como sepultada en la taquilla y aprender no sólo a ponerse, sino también a nombrar aquella ropa desconocida, aquellos cinturones, hebillas, pasamontañas, guerreras de paseo y de faena, guantes blancos y guantes de lana, insignias doradas, cuellos de celuloide blanco, correas de finalidad indescifrable, abrigos de tres cuartos con un olor de mugre invulnerable a la desinfección: aprendíamos a vestirnos con la tortuosa lentitud de un niño de cinco o seis años, acuciados por los instructores, que daban vueltas entre las filas de literas y los montones desordenados de ropa militar y civil y nos amenazaban de nuevo con formaciones y castigos, nos extraviábamos en ojales, cremalleras, bolsillos inesperados, creíamos haber perdido una bota o la gorra y al buscarlas aterrados se nos multiplicaba el desorden y desperdiciábamos segundos y minutos vitales, y de pronto estallaba en el aire, a través de los altavoces, el sonido agudo de la corneta, y cada cual terminaba de vestirse como podía y echaba a correr hacia el patio, donde los más rápidos y los más pelotas ya empezaban a alinearse.

Pero siempre había algunos que nos quedábamos atrás, que no acertábamos a descubrir por qué presillas se pasaba el correaje, o que nos habíamos puesto por equivocación los pantalones de paseo en lugar de los de faena y al cambiárnoslos nos los poníamos al revés, y mientras intentábamos remediar aquellas desgracias provocadas por nuestro empanamiento mirábamos a nuestro alrededor y veíamos que nos estábamos quedando solos en la compañía, pero la urgencia de terminar de vestirnos no aceleraba nuestros actos, sino que parecía volverlos más lentos y más difíciles aún, así que hallar la coincidencia exacta entre la punta de un cordón y el agujero correspondiente de la bota, o entre un botón y un ojal, era tan trabajosa como los esfuerzos por mover los labios que hace una persona dormida.

Sonaba otra vez la corneta, el segundo toque, no ya el de aviso, sino el definitivo, y del exterior nos llegaban las voces de los que ya estaban formando al grito de maricón el último: salía uno corriendo, algún instructor le daba una patada o un manotazo en el cogote con la intención benévola de que no llegara tarde, oía las carcajadas con las que sus propios camaradas de reemplazo celebraban las bromas de los instructores sobre el empanamiento de los más rezagados, y cuando por fin encontraba su sitio en la fila se apresuraba a adoptar una digna posición de firmes, procurando disimular que no llevaba atada una bota, o que se había abotonado mal la guerrera.

Arriba, sobre la escalinata, con las gorras caídas sobre las caras, los brazos en jarras, las piernas separadas, los uniformes usados y vividos, los instructores nos miraban como a un rebaño manso y lamentable, mandaban cubrirse, ar, firmes, ar, derecha, ar, descanso, ar, esas cabezas más altas, cojones, los pechos hacia afuera, que parecéis tísicos, el taconazo más fuerte, que se os rompan los talones, las manos pegadas al costado, que os duelan cuando las bajáis. Nos dejaban en posición de firmes, en una actitud de expectativa y de peligro, como a punto de dar una nueva orden, queriendo tensar hasta el límite los segundos de espera, la inmovilidad y la rigidez perfecta y la geometría de las filas. Verían cuerpos desiguales, mal vestidos, mal hechos, aposturas exageradas de marcialidad, de dejadez o desesperación secreta, de abyecto entusiasmo, caras de amontonaos y de empanaos y de verdugos y víctimas, caras pálidas de universitarios o de pobres miopes y caras angulosas y cobrizas de campesinos: todos igualados por las líneas rectas de la formación, uniformados por las guerreras y las gorras caqui, pero sobre todo -imagino ahora, queriendo ver lo que ellos veían desde arriba, lo que les mostraba su arrogancia- por la ilimitada vulnerabilidad de nuestra cobardía y nuestro desamparo.

Pasamos la tarde guardando cola ante los lavabos para que nos raparan. Los instructores eligieron al azar a cuatro o cinco reclutas, le dieron a cada uno unas tijeras y un peine y sin más preámbulos les ordenaron ponerse a la tarea. Había charcos de agua y de orines sobre las baldosas sanitarias, y bajo las suelas de nuestras botas empezó a extenderse una maraña inmunda y lanosa de mechones cortados de cualquier manera. Los cráneos rapados acentuaban el efecto clónico de los uniformes, nos reducían más aún a una identidad colectiva y numérica: sin el pelo, los rasgos y las miradas se afilaban, pero al mismo tiempo perdían misteriosamente su individualidad, tal vez porque se les borraba por completo el pasado. La cara que yo vi esa noche al lavarme los dientes en el espejo del lavabo tenía en los ojos la expresión de quien mira a un desconocido: no era yo mismo descubriendo lo que habían hecho de mí durante un solo día en el ejército, era otro mirándome, era un recluta rapado y asustado mirando con extrañeza y recelo a quien yo había sido antes de llegar allí, veinticuatro horas antes, en otro mundo, en el pasado inmediato y lejano.

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