XV.

Aún no se notaba mucho, ni en los cuarteles ni en la realidad, pero había empezado la década de los ochenta, al menos en los calendarios y en los escritos oficiales donde a continuación del obligatorio Dios guarde a V.E. muchos años Salcedo y yo mecanografiábamos la fecha, equivocándonos con frecuencia, poniendo todavía 1979, igual que nos equivocábamos, aunque con toda premeditación, en el encabezamiento de los oficios, cometiendo modestos sabotajes tipográficos que animaran el tedio de repetir siempre lo mismo. En lugar de Cazadores de Montaña escribíamos Catadores o Capadores, o Cazadores de Montana, errata esta última que era mi preferida, pues con la simple supresión de una tilde nos convertía casi en un regimiento de tramperos, y hasta nos atrevíamos a poner Sifilia 67 en vez de Sicilia 67, en la confianza, que el evangélico Matías nunca hubiera tolerado, de que nadie iba a leer lo que nosotros escribiéramos, nuestros copiosos oficios, informes y listas de soldados y de material, y menos aún nuestro superior inmediato en las tareas administrativas, el brigada Peláez, que apenas entraba en la oficina y se veía en la obligación de despachar o supervisar los documentos que nosotros le presentábamos los apartaba con un gesto rápido y disuasorio, exhausto de antemano, dándolos enseguida por buenos.

Una vez cumplida aquella tarea, que no le duraba mucho más de un minuto, el brigada Peláez ponía una expresión concentrada y reflexiva, encendía un cigarrillo y se acomodaba en el sillón para leer las listas de ascensos, traslados y condecoraciones que publicaba el Diario Oficial del Ejército, con la esperanza, siempre frustrada, de que su nombre apareciera en alguna de ellas, pero tampoco la lectura le daba para mucho, jamás lo ascendían ni lo trasladaban ni lo condecoraban, y él doblaba el diario y se frotaba las manos, maldiciendo el frío y la humedad de San Sebastián, y nos mandaba a Salcedo o a mí por cafés y copas de coñac, en virtud de un principio de saludable prudencia laboral o de equilibrio entre las obligaciones y el descanso que él resumía con un refrán de nuestro pueblo:

– En todos los trabajos se fuma. ¿Me ves la idea, paisano?

– Sí, mi brigada.

– Y tú, Salcedo, aunque no fumes, ¿me la ves también?

– Perfectamente, mi brigada.

Cada vez que nos explicaba algo o que decía una agudeza el brigada Peláez nos preguntaba si le habíamos visto la idea, que por el gesto que él hacía guiñando un ojo y señalando hacia arriba con su flaco dedo índice rubio de nicotina debía de ser una de esas ideas en forma de bombillas que se les encienden sobre la cabeza a los personajes de los tebeos. Me ordenaba que copiara una lista de altas y bajas en el almacén de vestuario, pero no contento con dictarme el nombre de la prenda y el número de unidades de que disponíamos se empeñaba en guiarme paso a paso en los pormenores de la mecanografía.

– A ver, paisano, escribe, a la izquierda, «gorras», entre paréntesis: «prendas de cabeza». ¿Lo has escrito ya? Bueno, pues ahora haces una línea de puntos, y luego escribes: treinta y siete. ¿Me ves la idea?

– Sí, mi brigada. Treinta y siete gorras.

– O lo que es lo mismo: prendas de cabeza.

Había empezado 1980, pero el brigada Peláez ni se enteraba, vivía en otra década, en los cuarenta o en los cincuenta, en la pobreza rural de la que había desertado para alistarse en el ejército y en los primeros años de su vida de soldado, en la penuria y en el miedo que le encanijaron el cuerpo y le modelaron para siempre el carácter, convirtiéndolo en un chusquero, en un pobre hombre corto de talla, de pecho y brazos débiles, que nunca había podido recobrarse del todo del raquitismo de la infancia ni de las hambres negras de su adolescencia cuartelaria. Tenía un aspecto como de otra época, como si no tuviera los treinta y seis años que acababa de cumplir, sino más de cincuenta, la cara chupada, de ojos vivos, desconfiados y húmedos, la barba escasa, el pelo ralo y como arratonado. Pero también tenía, cuando estaba tranquilo, cuando se ponía a gusto con un ducados y una copa de Magno, una expresión perfecta de bondad a la que él se complacía en agregar guiños pueriles de astucia, relumbres de su idea que compartía con nosotros, sus escribientes, como decía él, pero sobre todo conmigo, que para algo era su paisano, nacido en el mismo pueblo y casi en el mismo barrio, en la misma clase social.

Eran los ochenta, estaban empezando, pero ni el brigada Peláez ni nadie en el regimiento parecía haber notado su llegada, ni siquiera los miembros invisibles del servicio secreto que tal vez continuaban discretamente vigilándome, dado que aún no había transcurrido el plazo profiláctico de seis meses, y que de hecho aún me abrían de vez en cuando la taquilla, no fuera a ser que yo incurriese en el hábito de la propaganda ilegal, que era un anacronismo de los primeros setenta. Para el brigada Peláez, víctima de un traslado desde Andalucía que él consideraba tan vejatorio como una deportación, la década de los ochenta había empezado fatal, más o menos lo mismo que para la mayor parte de nosotros, si bien aquel era un comienzo falso, como de prueba, ya que las décadas, como los siglos, empiezan siempre con retraso, y se prolongan más allá de su terminación oficial.

En 1900, la reina Victoria y Jules Verne estaban vivos, y el siglo XX, que ya corría en los calendarios, no había empezado aún. El siglo XX, ya se sabe, empezó en 1914, con las matanzas industriales de hombres en los barrizales sangrientos de la Primera Guerra Mundial y con la introducción de los cascos de acero y del color caqui en los uniformes militares, que hasta entonces tendían a los rojos y azules de los casacones de opereta. El siglo XX empezó con la aplicación de los principios de la cadena de montaje a la fabricación de coches, de películas y de cadáveres humanos. Hasta entonces, las películas eran distracciones rudas de barraca de feria, los automóviles seguían pareciendo catafalcos o coches de caballos y los muertos, incluso los muertos de la guerra, eran muertos artesanales, de uno en uno, con nombres y apellidos, casi parroquianos de la muerte, como los parroquianos de las tiendas de ultramarinos.

Landrú, que actuaba en París durante la guerra europea, aprovechando una sobreabundancia excepcional de viudas con pensión, era un asesino como guardado en alcanfor, un donjuán calvo y bronquítico con pesadeces de cretona y de novelón victoriano, un contable mezquino del asesinato que apuntaba en un cuadernillo con las tapas de hule los beneficios ruines que obtenía envenenando, descuartizando e incinerando a sus víctimas. En 1918, cuando lo guillotinaron, Landrú era un hombre del siglo XIX. En 1980, casi todos nosotros, los jefes, oficiales, suboficiales y clases de tropa del regimiento de cazadores o capadores o catadores de montaña Sicilia o Sifilia 67, vivíamos todavía en la década anterior, salvo los que se habían quedado más atrás aún, en los sesenta o en los cincuenta, por no hablar de quienes respiraban el olor a rancho, a cárcel y a incienso de una posguerra acemilera y vengativa. ¿Sería tan retrógrado y tan polvoriento el ejército español porque al no participar en la guerra del 14 no había entrado a tiempo en el siglo XX? Tal vez entre todos nosotros el único que había entrado en los ochenta era la Paqui, que cruzaba el patio del cuartel moviendo las caderas como Marilyn Monroe, tirándoles besos a los soldados que rugían a su paso como si saludara en una apoteosis de vedette, instalado o instalada audazmente en una década de tolerancia y frivolidad que aún no había comenzado.

No era sólo otra década, era otra época en la que vivíamos, si uno lo piensa desde la distancia de ahora, lo mismo en los cuarteles que en el mundo exterior. No había ordenadores, ni cajeros automáticos, ni vídeos domésticos, ni enfermos de sida, ni diseñadores, ni divorcios, ni hornos microondas, ni chalets adosados. La idea que la mayor parte de nosotros teníamos de las computadoras procedía de aquella película ampulosa de Stanley Kubrick, 2001 una odisea en el espacio. Pedro Almodóvar era un auxiliar administrativo de la Telefónica que no había estrenado ninguna película, Juan Goytisolo era el héroe y mártir absoluto de toda disidencia gramatical, literaria o política, nadie había visto un cuadro de Miquel Barceló, casi nadie poseía o manejaba tarjetas de crédito, muy pocos intelectuales de izquierda, salvo Manuel Vázquez Montalbán, exhibían conocimientos gastronómicos.

Luis Buñuel, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Graham Greene y John Lennon estaban vivos. John le Carré acababa de publicar la más triste, la más enrevesada y sombría novela de espionaje, la culminación de George Smiley y de su propio talento de escritor. Yo me encerraba en la oficina para leer a gusto La gente de Smiley, y guardaba el libro en uno de los grandes bolsillos del pantalón de faena para apurar en su lectura cualquier minuto de escaqueo o de indolencia militar que se me presentara. Ni Gabriel García Márquez ni Camilo José Cela habían ganado el premio Nobel de Literatura. El nombre de Mijáil Gorbachov no le sonaba a nadie. Jorge Luis Borges viajaba por el mundo guiado por María Kodama y no sabía que iba a casarse con ella ni que moriría en Ginebra en 1986. Ronald Reagan no era presidente de los Estados Unidos y Felipe González, que no mandaba en nadie, se teñía de gris las sienes y las patillas demasiado pobladas en los carteles electorales. Pero Karol Wojtyla ya era Papa y Margaret Thatcher ya gobernaba en Inglaterra, y sin embargo nadie se daba cuenta aún del azote que iban a ser los dos para el mundo cuando la década arreciara de verdad.

El brigada Peláez y su mujer calculaban que hacia 1982 a él podrían darle el traslado a una plaza del sur, y que en menos de una década ascendería a subteniente. François Mitterrand no había ganado las elecciones en Francia y no parecía aún la efigie en cera de un cardenal francés o de un decrépito monarca absoluto. El ejército soviético llevaba varios meses en Afganistán. Leónidas Breznev era una momia con cejas de hombre lobo tan embalsamada como la momia de Lenin, pero movía débilmente los labios y agitaba la mano desde una tribuna con un temblor parecido al de la mano del general Franco en el palacio de Oriente. Las personas de izquierdas simpatizaban por igual con la revolución iraní y con la revolución sandinista. Nadie creía que el muro de Berlín fuera menos permanente que la cordillera de los Alpes ni que las dictaduras militares de América Latina se disolverían en corrupción, impunidad e ignominia al cabo de unos pocos años. Ningún profesor de instituto español con militancia sindical se había afeitado aún la barba ni imaginaba la posibilidad de vestir alguna vez camisas de seda ni de acudir a restaurantes de lujo en coche oficial. Ningún militante socialista había tenido aún en sus manos una tarjeta Visa Oro. Nadie de izquierdas fumaba otra cosa que Ducados ni veneraba fanáticamente más películas que las de Bernardo Bertolucci, hasta tal punto que muchos niños nacidos por entonces se llaman Olmo, en recuerdo del héroe de Novecento, que era un Gérard Depardieu de otra década y de otra época al que ahora nadie reconocería, un gañán joven y leñoso, con la mandíbula cuadrada y los antebrazos hercúleos de un héroe comunista, de un obrero en un grupo escultórico soviético.

Ningún grupo escultórico soviético había sido derribado aún, ni una sola estatua de Lenin. Del sindicato Solidaridad nadie sabía nada fuera de Polonia. Los periódicos valían veinticinco pesetas, y los soldados ganábamos quinientas al mes. Francisco Umbral publicaba cada día en El País una columna lírica y mundana que los aficionados jóvenes a la literatura recibíamos como un alimento diario, con un perfume doble de periodismo y de poesía. En El Alcázar Alfonso Paso escribía diariamente artículos golpistas, y El Imparcial reclamaba un golpe de estado en los titulares chillones de su primera página. En las salas de banderas estaban diariamente El Imparcial y El Alcázar, y algunos veteranos cautelosos le sugerían a uno que mejor no se dejara ver con Triunfo, y menos aún con La calle, el semanario oficioso del Partido Comunista, que por entonces aún era el Partido. Juan Carlos Onetti ya había publicado en Bruguera Dejemos hablar al viento, pero no le habían dado aún el Premio Cervantes y casi nadie se había enterado de que vivía sigilosamente exiliado en España, como tantos miles de argentinos, chilenos y uruguayos a los que no sé si ya se les llamaba sudacas…

Los ochenta no empezaron en 1980, sino tal vez uno o dos años más tarde, cuando yo ya estaba olvidándome del cuartel, cuando los socialistas ganaron por primera vez unas elecciones generales, cuando los profesores de instituto y de universidad se afeitaron las barbas y abandonaron el Ducados en beneficio del Marlboro o del jogging, cuando un viejo actor teñido y maquillado como un bujarrón que se dormía en las reuniones y consultaba astrólogos fue presidente de los Estados Unidos, cuando algunos concejales de izquierdas empezaron a forrarse con las recalificaciones de terrenos o las contratas para el suministro de cubos de basura, cuando esos mismos concejales de izquierdas empezaron a adquirir saberes gastronómicos y hábitos suntuarios, cuando el Bertolucci al que todos ellos habían adorado descubrió el misticismo oriental, cuando los militares españoles, no se sabe en virtud de qué razonamiento o de qué conjuro, de qué transmutación mental, decidieron que nunca más iban a interferirse en las decisiones del poder civil, a condición de que éste no se interfiriera demasiado en las irrealidades del poder militar.

Pero en enero y en febrero de 1980, en el aniversario inverso de la charlotada aterradora que el teniente coronel Tejero iba a representar un año más tarde, tricornio en mano y en los burladeros del Congreso, como en un siniestro pasodoble taurino, las décadas anteriores duraban tan contumazmente como duraba el invierno, y un futuro de plena libertad civil nos parecía a todos tan remoto como la fecha de nuestro licenciamiento: los ochenta sólo comenzaron cuando dejamos de ser rehenes de los golpistas y de los terroristas y cuando los héroes de la década anterior empezaron a perder sus resplandores heroicos como trámite previo a la pérdida de la vergüenza.

En los ochenta el tiempo iba a adquirir una rapidez y una fugacidad de moda indumentaria, de éxito de canción pop, de fulminante especulación financiera, de juventud recobrada y perdida en el curso de un adulterio cuarentón. La unidad de tiempo iba a ser el parpadeo de un videoclip, el relámpago de la sonrisa de un estafador, la pulsación de una computadora transmitiendo en el instante justo una orden de compra o de venta de acciones trucadas. Al final de los setenta aún duraba la lentitud del tiempo franquista, la de los trenes correos donde viajaban soldados y la de los matrimonios canónicos que sólo la muerte disolvía. En los ochenta todo sería tenue y rápido, perecedero y brillante como un envoltorio de regalo: en el cuartel todo era espeso e interminable, la mili y el invierno, el aburrimiento y la lluvia.

En San Sebastián llovía como ya no volvió a llover nunca más en la década, como en ese pasado de lluvias suaves y eternas que recuerdan siempre nuestros padres. Llovía sobre la bandera roja y amarilla, sobre las formaciones diarias y las paradas semanales de homenaje a los Caídos, cuando el páter, vestido con manteo y teja de cura ultramontano, asistía rezando el padrenuestro a la ceremonia de la corona de laurel en el monolito, llovía sobre los soldados de guardia que rondaban la puerta del cuartel con impermeables de hule y pasamontañas, llovía con una densidad y un silencio de niebla sobre las laderas del monte Urgull y del monte Igueldo y sobre esa isla de pizarras boscosas que hay en el centro de la bahía de la Concha, llovía sobre los caminos rurales por donde patrullaban unidades antiterroristas de la Guardia Civil y sobre las calles de la Parte Vieja donde la policía nacional no se atrevía a aventurarse.

Yo me iba a pasear a San Sebastián y entraba a un cine para escaparme del aburrimiento de la lluvia, y cuando terminaba la película y ya era noche cerrada aún estaba lloviendo, y las gotas de lluvia relucían en el vapor amarillo que rodeaba las farolas de hierro sobre los puentes borbónicos del Urumea. Si me despertaba en mitad de la noche oía el rumor de trueno lejano que tienen los mercancías nocturnos disuelto entre el ruido de la lluvia que chorreaba en los aleros y resonaba bajo las arcadas del patio. Los sargentos entraban a galope en la oficina y se sacudían la lluvia de los uniformes como un caballo se sacude las crines, dejando al irse un charco de agua y de barro en las baldosas. El brigada Peláez apuraba de un trago su copita matinal de coñac y me contaba que de tanta lluvia y de no ver el sol a su mujer, que era de la bahía de Cádiz, le estaba entrando una depresión invencible, y se pasaba los días sentada frente al balcón de aquel piso de Martutene desde el que sólo veía barrizales y bloques de viviendas oscurecidos por los humos industriales y la lluvia perpetua.

– Paisano, está claro que en las provincias vascongadas no hay más que dos estaciones: el invierno y la del tren… ¿Me ves la idea o no me ves la idea?

Llovía monótonamente, rencorosamente, como si lloviera por orden de la autoridad gubernativa. La humedad de la lluvia corrompía las mantas y los uniformes amontonados en el almacén de la furrielería, hinchaba las maderas de las ventanas, se introducía lentamente hasta desprender la pintura de los muros y dar un olor a moho a todos los lugares cerrados, a las ropas civiles que guardábamos en las taquillas. Una mañana de lluvia, como todas, el capitán me llamó con urgencia a su despacho a través de los dos timbrazos que sonaban en nuestra oficina y a mí el corazón me dio un vuelco, temiendo, como temía siempre, que me fuera a ser anunciado un castigo o una desgracia: en los timbrazos había intuido una urgencia dictada por la ira.

– A la orden, mi capitán. ¿Da usted su permiso?

El capitán me indicó sin ceremonia que entrara. Estaba de pie, de espaldas a la ventana, tras la mesa donde una vez yo había visto cierto informe clasificado como de alto secreto. Vi de soslayo un método de inglés y un libro muy grueso de cuyo título aún me acuerdo: Psicología de la incompetencia militar. Ya dije que el capitán era sólo un par de años mayor que yo, pero no podía aproximarme a él sin un sentimiento de inferioridad y temor -también, inexplicablemente, de vaga admiración-. En una posición de firmes correcta, aunque relajada (ya no era un conejo) esperé sus órdenes o sus preguntas. Yo creo que entonces ya noté un olor a enmohecimiento más intenso de lo que era habitual en el cuartel.

– ¿Eres tú quien me limpia la oficina todas las mañanas?

– Sí, mi capitán (de nuevo tuve miedo: tal vez iba a acusarme de mirar en sus papeles).

– ¿Todas las mañanas, todos los días?

– Sí, mi capitán. Es lo primero que hago.

– ¿Y barres bien, y lo limpias todo?

– Todo, mi capitán.

– Pues entonces no puedo explicármelo…

El capitán me hizo un gesto para que me acercara al otro lado de la mesa, justo debajo de la ventana, donde estaba el filo de la alfombra bajo el que yo solía almacenar regularmente el polvo que barría de cualquier modo una o dos veces por semana. La madera de los postigos estaba hinchada, la ventana cerraba mal, y el agua de la lluvia fluía subrepticiamente hacia la alfombra y la había empapado. La había empapado tanto, había humedecido durante tanto tiempo toda la suciedad que yo guardaba debajo de la alfombra, que el tejido lanoso de ésta se había ido pudriendo y convirtiéndose, mezclado con el polvo, en un humus negro y fértil, en un lecho de estiércol donde florecía, justo a los pies del capitán, borrando el dibujo de la alfombra, una colonia de hongos blancos y apiñados, grandes, jugosos, de una blandura viscosa, como los champiñones que se crían en las oscuridades de los sótanos.

– Pues no me lo explico, mi capitán, habrán salido esta noche, como ha llovido tanto…

– Es lo que había pensado yo.

– Si usted me da su permiso, ahora mismo limpio esos hongos.

– Casi mejor le dices al furriel que se lleve la alfombra, y que la tiren al incinerador…

La alfombra hedía a putrefacción cuando la desprendimos del suelo, igual que el cieno del río cuando bajaba la marea. Durante muchos días quedó un hedor de alcantarilla en el despacho del capitán. Aquel fin de semana procuré limpiarlo un poco más a conciencia, como lo hacía Salcedo en los tiempos de Matías, pero yo jamás hubiera podido competir con él, con su pulcritud implacable, con su paciencia y su tranquila destreza para el trabajo material. En el campamento a mí me arrestaban siempre por lo mal hecha que estaba mi litera. Salcedo dejaba la suya tan lisa y tan perfectamente doblada como la cama de un hotel de lujo, tan intacta en apariencia como si nadie hubiera dormido nunca en ella: el embozo con una curvatura perfecta, una franja blanca y horizontal sobre las mantas remetidas bajo el colchón para conservar todo el calor, la almohada mullida, hinchada, como si fuera un almohada de plumón y no de goma-espuma. Los dos hacíamos la litera al mismo tiempo, después de la formación de diana y antes de la del desayuno, pero la mía era siempre un desastre y la de Salcedo un milagro instantáneo de perfección, y a mí casi me daba rabia verlo tan concentrado y tan eficaz incluso a esa hora inhumana, metódico en sus gestos mientras yo me enredaba en los míos, ajeno al escándalo de gritos y de ruidos de armas que sucedía a nuestro alrededor, muy tranquilo, tarareando algo, con un indicio de sonrisa en su expresión tan adusta.

Salcedo detestaba el tabaco y los bares, se ensimismaba en los aparatos gimnásticos como un músico en su violoncelo, corría kilómetros a campo través sin perder el resuello, y cuando salíamos juntos, en lugar de visitar los bares de soldados de la Parte Vieja, llenos de humo, de ruido, de serrín mojado y de cáscaras de mejillones, dábamos caminatas de varias horas a lo largo de la orilla del mar, remontando primero el Urumea desde Loyola hasta su desembocadura, recorriendo luego la costa desde el puente de Kursaal hasta el Peine de los Vientos, por el Paseo Nuevo y la Concha y la playa de Ondarreta. En los días de temporal nos asomábamos con una sensación de pavor y de vértigo a las barandillas del Paseo Nuevo, veíamos crecer las olas y aproximarse a nosotros como si el mar se levantara verticalmente, retrocedíamos corriendo justo cuando estallaban en altos chorros de espuma contra los bloques de hormigón, barrían toda la anchura del paseo y alcanzaban con su embate los pinares bajos del monte Urgull. A mí, que no había visto nunca un mar tan bravo, se me contagiaban los términos de aterrada admiración que usaba Salcedo:

– Te cagas.

Los golpes de las olas hacían temblar el asfalto bajo nuestros pies. Junto al Peine de los Vientos, en aquella punta rocosa de la que surgen como vegetaciones mineralizadas los vástagos de hierro de Eduardo Chillida, había unos respiraderos o sumideros enrejados en el suelo de adoquines, y el aire subía por ellos a presión cada vez que rompía una ola como la respiración monstruosa de un minotauro sepultado.

A mí la disciplinada austeridad de Salcedo me chocaba un poco, pero me acostumbraba bien a ella, en parte porque a los dos nos resultaba muy útil en el trabajo de la oficina, pero sobre todo porque era un contrapunto a mi tendencia personal hacia lo desastroso, hacia el desorden, la dilación y la pura indolencia. Entre nosotros hubo enseguida algo semejante a esas amistades inglesas de las que habla Borges, que empiezan por excluir la confidencia y terminan omitiendo el diálogo. Conversábamos mucho en aquellas caminatas invernales a lo largo de la orilla del mar, vestidos de uniforme, con las cabezas bajas y las manos en los grandes bolsillos de los tres cuartos, pero nuestras conversaciones eran sobre todo acerca de películas y de libros, o de las minuciosidades y las idioteces de la administración militar, y casi nunca hacíamos referencia a la vida que nos esperaba a cada uno fuera del cuartel. íbamos juntos a un locutorio telefónico para hablar con nuestras familias o nuestras novias -él pensaba casarse cuando terminara la mili-, pero al salir de la cabina no intercambiábamos ningún comentario sobre la llamada a larga distancia que cada uno acababa de hacer.

Me admiraba de Salcedo su idea sarcástica y nada sentimental del mundo, el desapego y la fría comicidad con que lo miraba todo, lo mismo las películas que las convicciones políticas o los comportamientos humanos, incluido el suyo. A mí el brigada Peláez me daba risa, pero también me daba lástima, y no podía evitar que me inspirara algún afecto: Salcedo le dedicaba un meticuloso desdén.

Pero yo creo que los dos, aunque maldecíamos el cuartel, habíamos encontrado un acomodo que nos hubiera sido difícil confesar, una complacencia nada honrosa en aquella vida en suspenso, en aquel aplazarlo todo para una fecha de varios meses después, quedándonos así en un estado de perfecta justificación, de coartada sin resquicios. El ejército nos había arrancado a la fuerza de la vida real, de las ciudades donde vivíamos y de la gente vinculada a nosotros, pero aquella usurpación también nos concedía un respiro que nosotros mismos no nos habríamos sabido ganar: lo que quedaba en suspenso también dejaba provisionalmente de agobiarnos.

Nos asistía siempre una disculpa indiscutible, una absolución automática para nuestras cobardías o nuestras incertidumbres. Estábamos en la mili, no podíamos hacer ni decidir nada mientras que no la termináramos, nos estaba permitido no angustiarnos aún con las perspectivas del porvenir, la previsible falta de trabajo, las inseguridades íntimas sobre la vocación y el amor que ahora aplazábamos o resolvíamos gracias al desdibujamiento de todo que nos imponía la distancia.

Me quedaba solo en la oficina porque Salcedo estaba de permiso o con un rebaje de fin de semana y la soledad exageraba el efecto de la lejanía, su dosis de desarraigo y lucidez y su intoxicación lenta de tristeza, sus rachas graduales de abatimiento y euforia. En el medio al que uno pertenece su presencia se confunde con los acontecimientos y las figuras exteriores, y sus estados de ánimo suelen entrecruzarse con los de quienes le rodean y contener impurezas que los modifican y enturbian su percepción. Cuando se está solo durante mucho tiempo, cuando se deambula un día entero por una ciudad desconocida sin mantener con nadie una verdadera conversación, la figura de uno, en vez de confundirse con el fondo que le es extraño, resalta más nítidamente contra él.

Así iba yo por San Sebastián los fines de semana, una solitaria figura militar contra el paisaje plano de las calles y la horizontalidad gris del Cantábrico, como si me moviera delante de una de esas transparencias obvias de las películas antiguas, solo, aislado y resguardado por mi uniforme, tan ajeno a la ciudad y a la gente que tenía a mi alrededor como un buzo o como el piloto de un batiscafo, peregrinando a la luz rosada de los atardeceres sin lluvia o en la opacidad húmeda y dramática de las mañanas de temporal que se oscurecían de pronto como si estuviera a punto de caer la noche.

Comía en algún restaurante barato de la parte vieja, leía el periódico sentado tras los cristales de una cafetería de la Avenida o del Bulevar, viendo con igual indiferencia la lluvia y las cargas de la policía contra los piquetes de abertzales que rompían a pedradas o con bates de béisbol escaparates y cabinas telefónicas, deambulaba entre los anaqueles de una librería en quiebra que estaba liquidando sus existencias a mitad de precio, pero en la que yo no compraba nada, porque los bolsillos grandes e innumerables del tres cuartos me permitían esconder en ellos cualquier libro por voluminoso que fuera.

Deliraba un poco de tanto andar y de estar siempre solo, olía con idéntica resignación y codicia los aromas de los restaurantes y los perfumes de las mujeres, iba al cine, todas las tardes, algunas veces salía de una película para meterme en otra, como una beata a la que no le basta la misa de precepto, no paraba de ver películas y de pensar en ellas, respiraba películas, me aprendía diálogos de memoria, estaba enfermo de cinefilia, de cinefalia, de Hitchcock y de Nicholas Ray, de François Truffaut y Víctor Erice y Jean Luc Godard, salía de los cines con palidez de cinéfilo, que es esa palidez irradiada por la luz lunar de las películas en blanco y negro, de cinéfilo y cinéfalo de uniforme, para mayor oprobio, de ermitaño y fantasma de la ópera y holandés errante de las salas en las que asistía a un estreno prácticamente subterráneo el grupo espectral de los cinéfilos terminales de San Sebastián: yo fui uno de los cuatro o cinco espectadores de la primera proyección de Arrebato, de Iván Zulueta, con mi tres cuartos y mi gorra con la visera de cartón, con un ejemplar de El cine según Hitchcock guardado como un breviario en uno de aquellos bolsillos que eran los sacos sin fondo de mis robos miserables en la librería en quiebra.

Vivía en suspenso, lejos de todo, fortalecido, para aguantar el ejército, de paciencia y cinismo, alimentándome de películas, de libros, de imaginaciones y recuerdos, con una predilección por la irrealidad que yo aún no sabía que iba a ser uno de los rasgos más indudables de la década de los ochenta. No sabía nada, no estaba seguro de nada, ni de mis sentimientos ni de mis propósitos, me abandonaba a las circunstancias como se abandona un soldado en un desfile al ritmo de la marcha y a las voces de mando, y algunas tardes lluviosas de sábado o de domingo, encerrado en la oficina, leyendo a Borges o a John le Carré, o inmóvil frente a la máquina de escribir en la que había introducido una hoja en blanco, conocía una forma impura, huraña y tramposa de dicha que apenas duraba unos minutos, una libertad enclaustrada y secreta que me alejaba sin sufrimiento ni nostalgia de todo aquello a lo que pertenecía.

Bastaban unos timbrazos del capitán, un toque de corneta, el vendaval de un sargento entrando en la oficina para que yo tuviera que esconder el libro y todo aquel simulacro de soberanía y quietud se quebrara. Una noche, el sargento Martelo, que tendía siempre a aparecer en los momentos más improbables, llegó casi a las once para dictarme una orden de arresto a prevención contra un infeliz al que había sorprendido fumando en una garita. Tenía prisa, miraba por encima de mi hombro lo que yo escribía, como si no se fiara de que fuese a copiar exactamente lo que me dictaba, apenas terminaba yo de escribir arrancaba el oficio y las copias de la máquina, examinándolas una por una y un poco de través, igual que miraba a los soldados. Aquella noche, antes de irse, la mueca rígida con la que sonreía se acentuó cuando me dijo que tenía buenas noticias para mí:

– Mañana os mandan otro oficinista que es más rojo que Salcedo y tú juntos. Así que no te digo nada: cuidadito.

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