10 La cacería comienza

Ingtar estableció un paso rápido considerando que se hallaban en el inicio de un largo viaje, lo cual suscitó una leve inquietud en Rand respecto a los caballos. Los animales eran capaces de mantener el trote durante horas, pero todavía quedaba por delante gran parte de la jornada y lo más probable era que transcurrieran días hasta alcanzar su objetivo. A juzgar por la expresión del rostro de Ingtar, sin embargo, Rand deducía que tal vez éste tuviera intención de atrapar a quienes habían robado el Cuerno el primer día. Recordando su tono de voz cuando prestó juramento ante la Amyrlin, a Rand no le hubiera sorprendido en lo más mínimo. No obstante, no realizó ningún comentario. Era lord Ingtar quien daba las órdenes; por más amistoso que se hubiera mostrado con Rand, no le agradaría que un pastor le diera consejos.

Hurin cabalgaba a un paso detrás de Ingtar, pero era el husmeador quien los dirigía hacia el sur, indicando el camino a Ingtar. El terreno se componía de ondulantes colinas profusamente pobladas de abetos, pinos y robles, pero la senda que seguía Hurin era casi tan recta como una flecha, sin desviarse nunca si no era para rodear algunas de las más elevadas colinas, cuando era evidente que con ello ganarían tiempo. El estandarte de la Lechuza Gris se agitaba con el viento.

Rand había intentado cabalgar con Mat y Perrin, pero, cuando había hecho que su caballo retrocediera para colocarse junto a ellos, Mat había dado un codazo a Perrin y éste había galopado de mala gana hacia la cabeza junto con Mat. Diciéndose a sí mismo que carecía de sentido ir solo detrás, Rand había regresado hacia la parte delantera. Entonces sus amigos habían vuelto a la retaguardia, una vez más a instancias de Mat.

En la cima de una colina, Ino desmontó para examinar el terreno hollado por herraduras. Tras tocar con la punta del dedo unos excrementos de caballo, exhaló un gruñido.

—Se mueven a una condenada velocidad, mi señor. —Tenía una voz que sonaba como si gritara cuando sólo estaba hablando—. No hemos recuperado ni una hora del tiempo que nos aventajan. Demonios, hasta es posible que hayamos perdido una maldita hora. Van a matar a sus malditos caballos al paso que llevan. —Señaló una huella de herradura—. Ésta no es de caballo, sino de un endemoniado. Hay algunas condenadas marcas de pies de cabra.

—Los atraparemos —aseguró con furia Ingtar.

—Mi señor, no es bueno reventar nuestras monturas hasta que caigan, antes de atraparlos. Aunque maten a sus caballos, los malditos trollocs pueden resistir más tiempo que los caballos.

—Les daremos alcance. Monta, Ino.

Ino miró a Rand con su ojo tuerto; luego se encogió de hombros y saltó a caballo. Ingtar les hizo descender la siguiente ladera a la carrera, medio deslizándose hasta llegar a la hondonada, para subir al galope la siguiente.

«¿Por qué me ha mirado de ese modo?», se preguntó Rand. Ino era uno de los hombres que nunca había demostrado gran cordialidad para con él, aunque no era la hostilidad patente de Masema; en realidad, Ino no era amistoso con nadie, a excepción de unos cuantos veteranos de pelo tan encanecido como el suyo. «Sin duda Ino no cree ese cuento según el cual yo soy un lord».

Ino se hallaba constantemente concentrado en el escrutinio del suelo, pero, cuando notaba que Rand estaba observándolo, lo miraba cara a cara, sin pronunciar palabra alguna. Aquello no conducía a ninguna interpretación clara, pues también habría mirado a Ingtar a los ojos. Ésos eran los modales habituales de Ino.

La senda tomada por los Amigos Siniestros —«Y los demás seres», caviló Rand, haciéndose eco de los murmullos incesantes de Hurin acerca de «algo peor»— que habían robado el Cuerno jamás pasaba cerca de una población. Rand vio pueblos, desde las cumbres de las colinas, a una distancia nunca inferior a un kilómetro, pero en ningún momento avistó uno lo bastante próximo para poder distinguir la gente en sus calles, ni para que éstas advirtieran la comitiva que se encaminaba hacia el sur. Había granjas también, con tejados de aleros bajos, altos establos y humeantes chimeneas, tanto en los altozanos como en las laderas o los valles, pero ninguna lo suficientemente cercana como para que el granjero hubiera avistado a su presa.

Pasado un rato Ingtar hubo de admitir que los caballos no resistirían aquella marcha tan rápida. Rand oyó maldiciones susurradas entre dientes y vio cómo Ingtar se golpeaba la pierna con el puño acorazado con guantelete, pero al fin éste hubo de ordenar que desmontaran todos. Prosiguieron al trote, llevando las monturas por el ronzal, subiendo y bajando colinas a lo largo de un kilómetro; luego montaron y cabalgaron nuevamente. A continuación volvían a caminar para intercalar un nuevo trecho a caballo antes de desmontar una vez más.

Para Rand fue una sorpresa ver cómo Loial sonreía cuando se hallaban en tierra, remontando una colina. El Ogier no había mostrado entusiasmo por cabalgar cuando se habían conocido, prefiriendo valerse de sus propios pies, pero Rand creía que habría superado hacía ya tiempo esa aversión.

—¿Te gusta correr, Rand? —inquirió, riendo, Loial—. A mí sí. Yo era el más veloz en el stedding Shangtai. En una ocasión le gané la carrera a un caballo.

Rand se limitó a sacudir la cabeza. No quería malgastar el aliento hablando.

Buscó a Mat y Perrin con la mirada, pero éstos se encontraban aún al final y mediaban entre ellos demasiados hombres para poder distinguirlos. Le asombraba cómo los shienarianos resistían el esfuerzo vestidos con armadura. Ni uno solo de ellos aminoró el paso ni emitió queja alguna. Ino ni siquiera parecía sudar y el portaestandarte no dejaba oscilar la Lechuza Gris en ningún momento.

Ganaban terreno con celeridad, pero el crepúsculo comenzó a cernirse sin que hubieran divisado más que las huellas de los que seguían. Por fin, aunque reacio, Ingtar ordenó el alto para asentar un campamento nocturno en la espesura. Los shienarianos encendieron fogatas y clavaron estacas para atar los caballos con una espontánea economía de esfuerzo que debían a su larga experiencia. Ingtar eligió seis vigilantes, por parejas, para la primera guardia.

El principal apremio de Rand fue buscar su hatillo en los cestos de mimbre de los animales de carga. No era tarea difícil, dado que había pocos efectos personales entre las provisiones, pero, cuando lo hubo abierto, dejó escapar un grito que alertó a todos los hombres del campamento, los cuales desenvainaron al instante la espada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Ingtar, que había acudido corriendo— Paz, ¿se ha acercado alguien? No he oído a los guardias.

—Son estas chaquetas —gruñó Rand, contemplando todavía el contenido de su fardo. Una de ellas era negra, bordada con hebras de plata, la otra era blanca adornada en oro. Ambas tenían garzas bordadas en el cuello y ninguna lucía menos adornos que la prenda escarlata que llevaba puesta—. Los sirvientes me aseguraron que tenía dos buenas y resistentes chaquetas aquí adentro. ¡Mirad!

Ingtar enfundó la espada y sus subalternos recobraron la calma.

—Bueno, son realmente resistentes.

—No puedo llevarlas. No puedo ir por ahí vestido de esta manera todo el tiempo.

—Puedes llevarlas. Una chaqueta es siempre una chaqueta. Tengo entendido que Moraine supervisó en persona tu equipaje. Tal vez las Aes Sedai no tengan una idea clara de cómo viste un hombre en el campo de batalla. —Ingtar esbozó una sonrisa—. Cuando hayamos atrapado a esos trollocs, quizá demos una fiesta. Tú al menos irás vestido adecuadamente, aunque no lo estemos los demás. —Y, con esto, se alejó en dirección a las hogueras.

Rand se había quedado paralizado desde el instante en que Ingtar había mencionado a Moraine. Observó las prendas. «¿Qué está tramando? Sea lo que sea, no va a utilizarme». Volvió a atar el fardo y lo devolvió al cesto. «Siempre puedo ir desnudo», pensó con amargura.

Los shienarianos se turnaban para cocinar cuando se hallaban en el campo y, en aquel caso, fue Masema quien removía la olla cuando Rand regresó a donde estaban situadas las fogatas. El aroma a estofado con nabos, cebollas y carne seca como ingredientes flotaba sobre el campamento. Ingtar fue el primero en recibir su ración, seguido de Ino, pero los demás aguardaron en fila. Masema sirvió un colmado cucharón de guiso en el plato de Rand; éste retrocedió con premura para no derramárselo encima de la chaqueta y dejó el campo libre para el siguiente mientras succionaba un dedo escaldado. Masema lo observó, con una sonrisa fija que no afectó en ningún momento a sus ojos. Hasta que Ino se levantó para abofetearlo.

—No hemos traído tanto como para que lo derrames en el condenado suelo. —El tuerto miró a Rand antes de marcharse. Masema se frotó la oreja, pero no apartó su airada mirada de Rand.

Éste fue a reunirse con Ingtar y Loial, sentados en el sucio bajo un gran roble. De su armadura, Ingtar se había quitado únicamente el yelmo. Mat y Perrin ya se encontraban allí, comiendo con apetito. Mat dedicó una mueca a la chaqueta de Rand, pero Perrin apenas levantó la vista, enseñando sus dorados ojos que reflejaban la luz del fuego, antes de volver a encorvarse sobre el plato.

«Al menos, esta vez no se han ido».

Se sentó con las piernas cruzadas junto a Ingtar, al otro lado de ellos.

—Me gustaría saber por qué Ino no deja de mirarme de esa manera. Supongo que será por esta maldita chaqueta.

Ingtar paró de comer con aire pensativo.

—Seguramente Ino pone en duda que seas digno de llevar un arma con la marca de la garza —apuntó al fin. Mat bufó ruidosamente, pero Ingtar continuó, imperturbable—. No dejes que Ino te moleste. Trataría al propio lord Agelmar como a un recluta sin rango si pudiera. Bueno, tal vez no a Agelmar, pero a todos los demás sí. Tiene una lengua más áspera que una lima, pero da buenos consejos. Y no es extraño, ya que ha participado en campañas desde que era un niño. Escucha sus consejos, no hagas caso de sus modales y te llevarás bien con él.

—Pensaba que era como Masema. —Rand se llevó una cucharada de estofado a la boca. Estaba demasiado caliente, pero lo engulló. No habían comido desde que habían abandonado Fal Dara y aquella mañana había estado demasiado sumido en preocupaciones para comer. El estómago le rugía, recordándole el hambre atrasada. Se preguntó si el hecho de alabarle a Masema la excelencia del guiso serviría de algo—. Masema se comporta como si me odiase y no comprendo el motivo.

—Masema sirvió tres años en las Marcas Orientales —explicó Ingtar—. En Ankor Dail, contra los Aiel. —Removió su estofado con la cuchara, frunciendo el entrecejo—. No te estoy formulando ninguna pregunta, que conste. Si Lan Dai Shan y Moraine Sedai afirman que eres de Andor, de Dos Ríos, así debe ser. Pero Masema no puede quitarse de la cabeza el aspecto de los Aiel y al verte… —Se encogió de hombros—. Yo no voy a hacerte preguntas.

Rand dejó la cuchara en el plato, suspirando.

—Todo el mundo piensa que soy distinto de lo que soy. Soy de Dos Ríos, Ingtar. Cultivaba tabaco con…, con mi padre y cuidaba ovejas. Eso es lo que soy. Un granjero y pastor de Dos Ríos.

—Es de Dos Ríos —aseguró, con tono de mofa, Mat—. Yo crecí con él, aunque nadie lo diría ahora. Como le metáis en la cabeza esas tonterías de ser un Aiel, encima de lo que ya tiene dentro, sólo la Luz sabe qué va a salir de allí. Un lord Aiel, tal vez.

—Sin embargo —adujo Loial—, es verdad que tiene su aspecto. ¿Te acuerdas, Rand, que yo te lo comenté una vez, aun cuando entonces creí que era porque no conocía bien a los humanos? ¿Lo recuerdas? «Hasta que la luz se desvanezca, hasta que el agua se agote, hacia la Sombra con las mandíbulas comprimidas, gritando con desafío con la última exhalación, para escupir en el ojo del Cegador de la vista en el día final». ¿Lo recuerdas, Rand?

Rand contempló su plato. «Envuélvete la cabeza con un shoufa y parecerás la viva imagen de un Aiel». Aquél había sido Gawyn, hermano de Elayne, la heredera del trono de Andor. «Todos me atribuyen una identidad distinta de la mía».

—¿Qué era eso? —inquirió Mat—. Lo de escupir en el ojo del Oscuro.

—Esa es la duración que, según su propia afirmación, tendrá la lucha de los Aiel —repuso Ingtar— y no dudo que así sea. Exceptuando a los buhoneros y lo juglares, los Aiel dividen el mundo en dos. Los Aiel y los enemigos. Modificaron ese concepto con Cairhien hace quinientos años, por alguna razón que nadie salvo ellos comprendió, pero no me parece que vuelvan a hacerlo.

—Supongo que no —se lamentó Loial—. Pero permiten que los Tuatha’an, el pueblo Errante, cruce el Yermo. Y tampoco consideran a los Ogier como enemigos, aunque dudo que cualquiera de nosotros se aventurase a entrar en el Yermo. Los Aiel van a veces al stedding Shangtai para comerciar a cambio de madera cantada. Sin embargo, son un duro pueblo.

—Ojalá yo dispusiera de hombres tan aguerridos —acordó Ingtar—. Aunque sólo tuvieran la mitad de su fuerza.

—¿Es una broma? —preguntó, riendo, Mat—. Si yo corriera un kilómetro acarreando todo el hierro de esa armadura que lleváis, caería de bruces y me quedaría dormido durante una semana. La habéis arrastrado todo el día.

—Los Aiel son vigorosos —insistió Ingtar—. Tanto los hombres como las mujeres. He combatido contra ellos y me consta su fortaleza. Son capaces de correr más de cuarenta kilómetros y librar una batalla después de recorrer ese trecho. Son mortíferos con cualquier arma o sin ella. Salvo con la espada. Por alguna razón, no tocan jamás una espada. Ni van a caballo, y no es que no lo precisen. Si uno empuña una espada y el Aiel tiene las manos vacías, la pelea se halla en equilibrio de fuerzas, siempre y cuando uno sea un luchador avezado. Crían vacas y cabras en lugares donde tú y yo moriríamos de sed antes de concluir la primera jornada. Excavan sus pueblos en enormes agujas de roca en pleno Yermo, donde han habitado desde el Desmembramiento. Artur Hawkwing intentó echarlos de allí y sus tropas fueron diezmadas en la única derrota de consideración que sufrió en su vida. Durante el día el aire en el Yermo de Aiel relumbra por el calor y de noche es gélido. Y un Aiel te miraría con esos ojos tan azules y te aseguraría que no hay otro sitio en el mundo donde preferiría vivir. Y no es que te esté mintiendo. Si alguna vez trataran de sobrepasar sus fronteras, sería una tarea ardua contenerlos. La Guerra de Aiel duró tres años y en ella sólo participaron cuatro de los trece clanes existentes.

—El que haya heredado los ojos grises de su madre no lo convierte en un Aiel —observó Mat.

—Como digáis —replicó Ingtar, encogiéndose de hombros—. No os estoy interrogando.

Cuando Rand se tendió finalmente para dormir, su cerebro bullía con pensamientos inoportunos. «Viva imagen de un Aiel. Moraine Sedai afirma que eres de Dos Ríos. Los Aiel arrasaron las tierras de camino a Tar Valon. Nacido en las laderas del Monte del Dragón. El Dragón Renacido».

—No se servirán de mí —murmuró. El sueño tardó no obstante en venir.

Ingtar ordenó levantar el campamento antes de la salida del sol. Habían desayunado y cabalgaban rumbo al sur mientras las nubes de oriente todavía estaban rojizas a causa de la proximidad del alba y el rocío aún brillaba en las hojas.

En aquella ocasión, Ingtar envió una avanzadilla de exploración y, si bien el paso era rápido, ya no era tan veloz como para poner en peligro la resistencia de los caballos. Rand supuso que tal vez Ingtar había caído en la cuenta de que no conseguirían su objetivo en un día. El rastro seguía hacia las tierras meridionales, según indicaba Hurin. Hasta que, dos horas después del amanecer, uno de los exploradores regresó al galope.

—Un campamento abandonado, mi señor. Allí en esa colina. Deben de haber pernoctado unos treinta o cuarenta al menos la noche pasada, mi señor.

Ingtar espoleó su caballo como si le hubieran comunicado que los Amigos Siniestros se encontraban todavía allí y Rand hubo de seguir su paso para evitar ser derribado por los shienarianos que remontaron al galope la colina tras él.

Había poco que observar: las frías cenizas de las fogatas, ocultas entre los árboles, junto con lo que parecían restos de comida arrojados a ellas, y un montón de desperdicios demasiado cercano al fuego y ya rodeado de moscas.

Ingtar mantuvo a los demás a distancia y desmontó para caminar con Ino por el emplazamiento, examinando el suelo. Hurin lo rodeó en círculo, husmeando. Rand continuó a lomos de su semental con los demás; no sentía deseos de aproximarse a un lugar donde habían acampado trollocs, Amigos Siniestros y un Fado. «Y algo peor».

Mat coronó el altozano a pie y penetró en el campamento.

—¿Es éste el aspecto de un lugar de acampada de Amigos Siniestros? Huele un poco, pero no le veo ninguna diferencia respecto a los de otras personas. —Dio un puntapié a uno de los montones de cenizas, golpeando un pedazo de hueso quemado, y se encorvó para recogerlo— ¿Qué comen los Amigos Siniestros? No parece un hueso de cordero ni de ternera.

—Hubo un asesinato aquí —anunció lúgubremente Hurin. Se restregó la nariz con un pañuelo— Algo más horrible que un asesinato.

—Había trollocs —recordó Ingtar, mirando directamente a Mat— Supongo que estaban hambrientos y como había Amigos Siniestros a mano… —Mat dejó caer el ennegrecido hueso, con semblante desencajado.

—Ya no se dirigen al sur, señor —informó Hurin. Aquella observación desvió la atención general. Señaló hacia atrás, hacia el noroeste—. Quizás han decidido encaminarse a la Llaga después de todo. Rodeándonos. Tal vez sólo intentaban despistarnos yendo hacia el sur. —No parecía convencido de la tesis sugerida. Su voz evidenciaba desconcierto.

—Sean cuales fueren sus intenciones —gruñó Ingtar—, les daré caza ahora. ¡Montad!

Poco más de una hora después, no obstante, Hurin tiró de las riendas.

—Han vuelto a cambiar el rumbo, mi señor. Vuelven a ir hacia el sur. Y han matado a alguien más aquí.

No había cenizas allí, en la hondonada entre dos colinas, pero hallaron el cadáver tras breves minutos de búsqueda: un hombre acurrucado bajo unos arbustos, con el cráneo aplastado y los ojos aún desencajados a causa de la potencia del golpe recibido. Nadie lo reconoció, a pesar de que llevaba ropas shienarianas.

—No vamos a perder tiempo enterrando a Amigos Siniestros —gruñó Ingtar—. Cabalgaremos hacia el sur. —Puso en práctica su indicación casi antes de haberla expresado.

Aquella jornada fue similar a la anterior. Ino escrutaba las huellas y el estiércol de los caballos y de ello infería que habían ganado poco terreno a su presa. El crepúsculo llegó sin que hubieran percibido señales de trollocs ni Amigos Siniestros y al día siguiente localizaron un nuevo campamento abandonado —y un nuevo asesinato cometido, según manifestó Hurin— y otro cambio de dirección en aquella ocasión hacia el noroeste. Al cabo de menos de dos horas de seguir aquella senda, encontraron otro cadáver, el de un hombre con el cráneo partido por un hacha, y advirtieron un nuevo cambio de sentido: la ruta retomaba la dirección sur y habían recuperado terreno una vez más, según las deducciones de Ino al examinar el rastro. No avistaron más que granjas distantes hasta la caída del sol. Y el día siguiente transcurrió igual, con semejantes cambios de rumbo y asesinatos. E igual ocurrió con el posterior.

Cada jornada los conducía a menor distancia de su presa, pero Ingtar bufaba de cólera. Propuso continuar en línea recta cuando el rastro se desvió una mañana —sin duda volverían a encaminarse hacia el sur y así ganarían tiempo— pero, antes de que nadie pudiera expresar su opinión, había desechado la idea, argumentando que tal vez en aquella ocasión la comitiva que perseguían no volvería a dirigirse a las tierras meridionales. Apremiaba a todos a incrementar la velocidad, a emprender camino a hora más temprana y a cabalgar hasta entrada la noche. Les recordaba la misión que les había encomendado la Sede Amyrlin, la recuperación del Cuerno de Valere, sin permitir que ningún obstáculo detuviera sus pasos. Les hablaba de los honores que obtendrían, de sus nombres rememorados en relatos y en la historia, en cuentos de juglar y en canciones de bardo, inmortalizados como los autores del hallazgo del Cuerno. Los exhortaba como si fuera incapaz de parar y miraba la senda que seguían como si la esperanza de la Luz se encontrase en el final. Incluso Ino comenzó a mirarlo de soslayo.

Y de este modo llegaron al río Erinin.


El caserío no podía calificarse exactamente como un pueblo, a juicio de Rand. Éste contemplaba a lomos de su caballo, entre los árboles, media docena de pequeñas casas con tejados entablillados con madera y aleros que casi rozaban el suelo, dispuestas en la cima de una colina que miraba al río bajo el sol matinal. Poca gente transitaba aquella ruta. Hacía pocas horas que habían levantado el campamento, pero ya era tiempo de que hubieran encontrado los restos del lugar de reposo de los Amigos Siniestros, en caso de que éstos reprodujeran los mismos hábitos. No obstante, no habían advertido ningún indicio al respecto.

El río en sí apenas se parecía al caudaloso y fabulado Erinin, en aquellos parajes tan alejados de su nacimiento en la Columna Vertebral del Mundo. Posiblemente sesenta pasos de veloces aguas hasta la orilla opuesta, bordeada de árboles, y un transbordador semejante a una barcaza con una gruesa soga que cubría la anchura del cauce. La gabarra permanecía al abrigo de la otra ribera.

Por primera vez el rastro conducía directamente a una población, a las casas de la colina. Nadie se movía en la única y sucia calle en torno a la cual se arracimaban las moradas.

—¿Una emboscada, mi señor? —inquirió quedamente Ino.

Ingtar impartió las órdenes necesarias y los shienarianos, aprestando sus lanzas, se deslizaron para rodear la localidad. A una señal de Ingtar galoparon entre las casas procedentes de todas direcciones, irrumpiendo con miradas escudriñadoras y lanzas en ristre, en medio de la polvareda que levantaban los cascos de sus monturas. Nada se movió a excepción de ellos. Tiraron de las riendas y el polvo comenzó a asentarse.

Rand devolvió a la aljaba la flecha que había preparado y volvió a colgarse el arco. Mat y Perrin hicieron lo mismo. Loial y Hurin habían permanecido aguardando en el lugar donde les había indicado Ingtar, observando con inquietud.

Cuando Ingtar hizo ondear la mano, Rand y los demás cabalgaron para reunirse con los shienarianos.

—No me gusta el olor de este lugar —murmuró Perrin mientras se adentraba en el villorio. Hurin le dirigió una mirada que él sostuvo hasta que el husmeador bajó la vista—. Huele mal.

—Los condenados Amigos Siniestros y trollocs lo atravesaron abiertamente, mi señor —manifestó Ino, señalando las escasas huellas que no habían borrado los shienarianos—. Directamente hasta el maldito transbordador, que, maldita sea, dejaron en la otra orilla. ¡Pardiez! Es una suerte que no lo dejaran a merced de la corriente.

—¿Dónde está la gente? —preguntó Loial.

Las puertas estaban abiertas y las cortinas se agitaban en las ventanas, pero nadie había salido afuera a pesar del estruendo de herraduras.

—Registrad las casas —ordenó Ingtar. Los hombres desmontaron y partieron corriendo a cumplir el mandato, pero regresaron sacudiendo la cabeza.

—Han desaparecido sin más, mi señor —informó Ino—. Como por ensalmo, maldita sea. Como si se hubieran puesto de acuerdo para largarse todos a plena luz del día. —Calló de pronto, apuntando con apremio a una casa situada detrás de Ingtar—. Hay una mujer en esa ventana. ¡Cómo no la vi…! —Ya estaba corriendo hacia el edificio antes de que nadie hubiera reaccionado.

—¡No la asustes! —gritó Ingtar—. Ino, necesitamos información. ¡Que la Luz te ciegue, Ino, no la atemorices! —El tuerto entró por la puerta abierta. Ingtar elevó de nuevo la voz—. No vamos a causaros ningún mal, señora. Somos vasallos de lord Agelmar, de Fal Dara. ¡No temáis! No os haremos daño.

Una de las ventanas del piso superior se abrió e Ino asomó la cabeza y miró estupefacto a su alrededor. Se retiró con un juramento. Los golpes y estampidas marcaron su camino de regreso, como si estuviera propinando puntapiés a los objetos para descargar su frustración. Al fin apareció bajo el dintel.

—Se ha esfumado, mi señor. Pero estaba ahí. Una mujer con un vestido blanco, en la ventana. La he visto. Incluso me ha parecido verla adentro, por un instante, pero luego ha desaparecido y… —Respiró hondo—. La casa está vacía, mi señor. —El hecho de que no profiriera maldiciones daba una idea aproximada de su grado de estupor.

—Cortinas —murmuró Mat—. Está viendo visiones en las cortinas. —Ino le asestó una hosca mirada antes de encaminarse a su caballo.

—¿Adónde habrán ido? —preguntó Rand a Loial—. ¿Crees que huyeron al llegar los Amigos Siniestros? «Y los trollocs y un Myrddraal. Y el ser peor de que habla Hurin. Fueron inteligentes si se alejaron a la carrera».

—Me temo que los Amigos Siniestros se los llevaron con ellos —repuso Loial. Esbozó una mueca, casi un rictus, dilatando la nariz cual un hocico—. Para los trollocs. —Rand tragó saliva, deseando no haber preguntado nada; siempre era desagradable pensar en la manera como se alimentaban los trollocs.

—Sea lo que sea lo acaecido aquí —observó Ingtar—, ha sido obra de nuestros Amigos Siniestros. Hurin, ¿se han cometido actos violentos aquí? ¿Alguna matanza? ¡Hurin!

El husmeador dio un respingo sobre su silla y miró en derredor, sobrecogido. Había estado contemplando el río.

—¿Violencia, mi señor? Sí. Asesinatos, no. O no exactamente. —Miró de reojo a Perrin—. Nunca he notado un olor igual que éste antes, mi señor. Pero se han cometido agresiones.

—¿Hay posibilidades de que no hayan cruzado el río? ¿Han vuelto a desviar el rumbo?

—Lo han atravesado, mi señor. —Hurin observaba con inquietud la otra orilla—. Han atravesado. Sobre lo que han hecho en la otra ribera, sin embargo… —Se encogió de hombros.

—Ino, quiero que traigáis la barcaza a este lado. Y que se explore la otra orilla antes de que crucemos. El hecho de que no hubiera ninguna emboscada aquí no significa que no nos ataquen cuando nuestras fuerzas estén divididas por el río. Ese transbordador no parece lo bastante grande para transportamos a todos de una sola vez. Ocúpate de ello.

Ino inclinó la cabeza y al cabo de un momento Ragan y Masema estaban desprendiéndose de sus armaduras. Con la espalda desnuda y una daga prendida en la cintura, se encaminaron al río con sus piernas arqueadas de jinetes y allí comenzaron a vadearlo agarrados de la gruesa cuerda a lo largo de la cual se deslizaba el transbordador. La soga cedió en el centro, dejándolos inmersos en el agua hasta la cintura; la impetuosa corriente los impelía río abajo, a pesar de lo cual, en menos tiempo del que calculaba Rand, ya estaban trepando a los costados de la barcaza. Tras desenvainar las dagas, desaparecieron en la arboleda.

Pasado un rato que se les antojó una eternidad, los dos hombres volvieron a hacerse visibles y empezaron a tirar lentamente del transbordador. La gabarra chocó contra la orilla del pueblo y Masema la amarró mientras Ragan se apresuraba a acudir junto a Ingtar. Su rostro, con la profunda cicatriz que le atravesaba la mejilla, evidenciaba un estado de consternación.

—Mi señor, no han preparado ninguna celada en la otra ribera, pero… —Realizó una profunda reverencia, todavía mojado y tembloroso a causa del frío—. Mi señor, debéis verlo por vuestros propios ojos. El gran roble, a cincuenta pasos al sur del embarcadero. No puedo expresarlo en palabras. Debéis verlo vos mismo.

Ingtar frunció el entrecejo, desviando la mirada de Ragan a la orilla opuesta.

—Has cumplido con tu deber, Ragan. Los dos lo habéis hecho. —Su voz adquirió un tono más brusco—. Ino, ve a buscar algo en las casas para que se sequen. Y mira si alguien ha dejado agua para preparar té. Dales algo de abrigo, si lo encuentras. Después lleva la segunda reata y los animales de carga allí. —Se volvió hacia Rand—. ¿Estás dispuesto a ver la orilla sur del Erinin? —Sin aguardar respuesta, se encaminó a la barca con Hurin y la mitad de los lanceros.

Rand titubeó sólo un momento antes de seguirlo. Loial se unió a él. Para su sorpresa, Perrin cabalgó delante de ellos, con aspecto sombrío. Algunos de los lanceros desmontaron para tirar de la cuerda y poner en movimiento el transbordador.

Mat esperó hasta el último minuto, cuando uno de los shienarianos estaba soltando las amarras, para espolear su caballo e irrumpir a bordo.

—Tenía que venir tarde o temprano, ¿no? —dijo, sin resuello, a nadie en concreto—. He de encontrarla.

Rand sacudió la cabeza. Viendo a Mat tan saludable como de costumbre, casi había olvidado el motivo por el que participaba en la expedición. «Para buscar la daga. Que Ingtar se quede con el Cuerno. Sólo quiero la daga para Mat».

—La encontraremos, Mat.

Mat lo miró, ceñudo, dedicando una burlona ojeada a su lujosa chaqueta, y se volvió hacia otro lado. Rand exhaló un suspiro.

—Todo saldrá bien, Rand —lo alentó Loial—. De alguna manera, lo lograremos.

La corriente empujó la embarcación cuando ésta se separó de la orilla, presionándola con un brusco crujido contra el cable. Los lanceros eran insólitos barqueros, caminando por la cubierta con yelmos, armaduras y espadas, pero el transbordador se introdujo en el río con bastante seguridad.

—Así fue como partimos de casa —señaló de pronto Perrin—, en el Embarcadero de Taren. Con las botas de los barqueros golpeando la cubierta y el agua borboteando en torno al transbordador. Así abandonamos nuestra región. Esta vez será peor.

—¿Cómo puede ser peor? —inquirió Rand, sin obtener respuesta. Perrin escrutó la otra ribera y sus dorados ojos casi parecieron resplandecer, aun cuando no a causa el anhelo.

—¿Cómo puede ser peor? —repitió la pregunta al cabo de un minuto Mat.

—Lo será. Lo huelo —fue cuanto Perrin accedió a contestar. Hurin lo miró con nerviosismo, pero lo cierto era que Hurin parecía observarlo todo con inquietud desde que habían abandonado Fal Dara.

La barcaza volvió a golpear la otra orilla con un sonido hueco, casi bajo el ramaje de los árboles, y los shienarianos que habían tirado de la cuerda montaron a caballo, salvo los dos a quienes Ingtar había encargado de llevar el transbordador al otro lado para que cruzara el resto. Los demás ascendieron el margen en pos de Ingtar.

—Cincuenta pasos hasta un gran roble —dijo Ingtar mientras cabalgaban entre los árboles. Su voz sonaba con excesiva desenvoltura. Si Ragan no podía expresarlo en palabras… Algunos de los soldados aprestaron espadas y lanzas.

Al principio Rand pensó que las figuras suspendidas por los brazos de las gruesas ramas grises del roble eran espantapájaros, espantapájaros de color carmesí. Entonces reconoció las caras: Changu y el otro hombre que había estado de guardia con él, Nidao; con los ojos desorbitados y los dientes visibles entre unos labios deformados por un rictus de dolor. Habían permanecido largo rato con vida desde el inicio de su tortura.

Perrin emitió un sonido gutural, semejante a un gruñido.

—Más horrendo de lo que he visto jamás, mi señor —afirmó con voz queda Hurin—. Un olor peor del que he olido nunca, exceptuando las mazmorras de Fal Dara aquella noche.

Rand invocó frenéticamente el vacío. La llama parecía interponerse, vacilando sin cesar, pero persistió hasta hallarse envuelto en la calma. Aun así las náuseas lo asaltaban entre el vacío. «No me extraña, viendo esto». Aquel pensamiento salpicó su paz como una gota de agua en una sartén hirviente. «¿Qué les ha ocurrido?»

—Desollados vivos —oyó decir a alguien.

También captó el ruido de alguien que vomitaba tras él. Creyó que era Mat, pero todo se hallaba distante de él, interceptado por el vacío. Sin embargo las bascas seguían allí. Pensó que él también iba a devolver.

—Descolgadlos —ordenó rudamente Ingtar. Vaciló un momento y luego agregó—. Enterradlos. No estamos totalmente seguros de que fueran Amigos Siniestros. Cabe la posibilidad de que los hayan hecho prisioneros. Que al menos gocen del último abrazo de la madre. —Algunos soldados cabalgaron con cautela hacia los cadáveres con cuchillos en la mano; aun para shienarianos curtidos por las batallas no era tarea fácil descolgar los cuerpos desollados de unos hombres que habían conocido.

—¿Te encuentras bien, Rand? —preguntó Ingtar—. Yo tampoco estoy habituado a esto.

—Es…, estoy bien, Ingtar. —Rand abandonó el vacío. Se sentía menos marcado sin él; todavía se le encogía el estómago, pero era mejor. Ingtar asintió e hizo girar su caballo para supervisar el trabajo de sus subalternos.

El entierro fue simple. Dos fosas cavadas en el suelo y los cuerpos depositados en ellas mientras los shienarianos observaban en silencio. Los que habían excavado las tumbas comenzaron a arrojar tierra sobre ellas sin más preámbulo.

—Los shienarianos creen que todos provenimos de la tierra y debemos regresar a ella —explicó Loial ante el evidente asombro de Rand—. La tierra debe rodear el cadáver. El último abrazo de la madre, lo llaman. —Y no pronuncian más palabras que éstas: «Que la luz brille sobre ti y el Creador te dé cobijo. Que el último abrazo de la madre te dé acogida». —Loial suspiró, sacudiendo su enorme cabeza—. No creo que nadie las pronuncie ahora. A pesar de lo que ha dicho Ingtar, sin duda fueron Changu y Nidao quienes acuchillaron a los guardias en la Puerta de los Perros y dejaron el paso libre a los Amigos Siniestros. Tienen que ser ellos los responsables de lo ocurrido.

—Entonces ¿quién disparó la flecha a… a la Sede Amyrlin? —Rand tragó saliva. «¿Quién me disparó a mí?» Loial no contestó.

Ino llegó con el resto de los hombres y los caballos de carga cuando se depositaba la última tierra sobre las tumbas. Alguien le informó de lo hallado y el tuerto escupió al suelo.

—Los malditos trollocs hacen eso en la Llaga a veces. Cuando quieren exacerbar los jodidos nervios o avisar para que no los sigan. Que me aspen si va a servirles de algo ahora.

Antes de reanudar la marcha, Ingtar detuvo su caballo junto a las sepulturas, dos montículos de tierra descubierta que parecían demasiado pequeños para los cadáveres de dos hombres.

—Que la Luz brille sobre vosotros y el Creador os dé cobijo. Que el último abrazo de la madre os dé acogida. —Cuando alzó la cabeza, miró alternativamente a cada uno de sus hombres. Todas las caras eran inexpresivas, al igual que la de Ingtar—. Salvaron a lord Agelmar en el desfiladero de Tarwin —recordó. Varios de los lanceros asintieron en silencio. Ingtar volvió grupas—. ¿En qué dirección, Hurin?

—Sur, mi señor.

—¡Seguidme! ¡A la caza!

El bosque pronto se transformó en suaves llanuras ondulantes que de trecho en trecho cruzaba un riachuelo, sin más accidentes que algún altozano o una achaparrada colina apenas digna de tal nombre. Un terreno ideal para los caballos. Ingtar aprovechó dicha ventaja, estableciendo un veloz paso. De cuando en cuando, Rand advertía lo que podía ser una granja en la lejanía y en una ocasión lo que le pareció un pueblo, con humo elevándose de chimeneas a pocos kilómetros de distancia y algo blanco que relumbraba bajo el sol, pero en la tierra que los rodeaba no había hombres: únicamente largos matojos de hierba salpicados con arbustos y escasos árboles y, de tanto en tanto, algún bosquecillo que nunca superaba un diámetro de diez metros.

Ingtar disponía de exploradores, una pareja de hombres que cabalgaban más adelante y a los que sólo avistaban cuando coronaban algún cerro. Llevaba un pito de plata colgado del cuello para llamarlos si Hurin determinaba un viraje en el rumbo, lo cual no sucedió. Sur, siempre en dirección sur.

—Llegaremos al campo de Talidar dentro de tres o cuatro días con esta marcha —anunció Ingtar mientras cabalgaban—. La más grande victoria de Artur Hawkwing, cuando los Semihombres condujeron a los trollocs fuera de la Llaga para combatirlo. Seis días y seis noches duró la batalla y, cuando hubo concluido, los trollocs huyeron a la Llaga y nunca más osaron desafiarlo. Erigió un monumento allí para celebrar su victoria, una aguja de cien palmos de altura. No permitió que grabaran su nombre en ella, sino los de todos los combatientes caídos y un sol dorado en la cúspide, símbolo del triunfo de la Luz sobre la Sombra.

—Me gustaría verlo —se entusiasmó Loial—. Nunca he oído hablar de tal monumento.

Ingtar guardó silencio un momento y cuando volvió a hablar lo hizo en voz baja.

—Ya no está allí, constructor. Tras la muerte de Hawkwing, quienes abatieron su imperio no soportaban la existencia de un monumento que conmemoraba una victoria suya, aun cuando no se hiciera mención a su nombre. No queda más que el montículo donde se alzaba. Dentro de tres o cuatro días podremos verlo. —Su tono no invitaba a prolongar la conversación.

Al rato pasaron ante una estructura cuadrada de ladrillos, situada a menos de un kilómetro de su camino. No tenía más de dos pisos de altura, pero cubría una considerable extensión de terreno. Sobre ella flotaba un aire de persistente abandono, con los tejados derribados a excepción de algunos retazos de oscuras tejas prendidas a trozos de pared, gran parte del revocado blanco desprendido, mostrando al desnudo los oscuros y desgastados ladrillos, y muros derribados que revelaban patios y decadentes habitaciones del interior. La maleza e incluso los árboles crecían en las hendiduras de lo que en otro tiempo habían sido patios.

—Una hacienda —explicó Ingtar. El escaso humor que había recobrado pareció desvanecerse mientras contemplaba las ruinas—. Supongo que, cuando Harad Dakar se mantenía aún en pie, aquí se cultivaba la tierra en seis kilómetros a la redonda. Frutales, tal vez. Los hardani eran entusiastas de los árboles.

—¿Harad Dakar? —inquirió Rand.

—¿Acaso ya nadie aprende historia hoy en día? —espetó Ingtar— Harad Dakar, la capital de Hardan, que fue antaño la nación que ahora estamos atravesando.

—He examinado un viejo mapa —replicó Rand con voz tensa—. Conozco la existencia de naciones desaparecidas: Maredo, Goaban y Caralain. Pero no había ninguna llamada Hardan allí.

—En otro tiempo hubo también otras que ya no existen —intervino Loial—: Mar Haddon, que es ahora Haddon Mirk, Almoth, Kintara… La Guerra de los Cien Años dividió el imperio de Artur Hawkwing en numerosas naciones, extensas y reducidas. Las pequeñas fueron anexadas a las grandes, o se unieron entre ellas, como es el caso de Altara y Murandy. Obligadas a asimilarse sería una palabra más precisa que unirse, supongo.

—Entonces ¿qué les sucedió? —preguntó Mat. Rand no había advertido que Perrin y Mat se habían unido a ellos. La última vez que los había visto permanecían atrás, tan lejos de él como les era posible.

—No pudieron mantenerse unidos —repuso el Ogier—. Cuando no se malograron las cosechas, fue el comercio lo que fracasó, o el pueblo no resistió con suficiente empeño. Lo cierto es que algo falló en cada caso, y la nación desapareció. Con frecuencia los países vecinos absorbieron los terrenos una vez desaparecidas las naciones, pero dichas anexiones no fueron duraderas. Con el tiempo, las tierras fueron abandonadas. Algunos pueblos persisten aquí y allá, pero en su mayor parte todos han quedado cubiertos por la maleza. Han transcurrido casi trescientos años desde que Harad Dakar cayó finalmente en la postración, pero incluso antes de que ello se produjera no era más que un vestigio, con un rey incapaz de controlar lo que ocurría en el interior de las murallas de la ciudad. Harad Dakar en sí ha desaparecido ya por completo según tengo entendido. De los burgos y ciudades de Hardan no queda ni un muro en pie, pues los campesinos acarrearon sus piedras para servirse de ellas. La mayoría de las granjas y pueblos levantados con ellas se han desmoronado también. Eso es lo que leí y no he visto nada que apunte a lo contrario.

—Fue casi una cantera, Harad Dakar, durante un centenar de años —rememoró con amargura Ingtar—. La gente acabó por marcharse y entonces la ciudad fue trasladada, piedra a piedra. Todo se ha desvanecido, y sólo perdura la tendencia a desaparecer. En todas las cosas y en todo lugar. Apenas existen naciones que de veras controlen los territorios que proclaman como suyos en los mapas y ello teniendo en cuenta que quedan pocos países que plasmen en los mapas la misma extensión de tierra que reconocían como propia hace tan sólo un siglo. Cuando la Guerra de los Cien Años tocó a su fin, un hombre podía cabalgar ininterrumpidamente de una nación a otra desde la Llaga hasta el Mar de las Tormentas. Ahora es factible cabalgar entre terrenos baldíos que no reclama ninguna nación a lo largo de la casi totalidad del continente. Nosotros, en las Tierras Fronterizas, tenemos nuestra contienda con la Llaga para mantenernos fuertes y unidos. Tal vez ellos carecieron de algo que aglutinara su fuerza. ¿Decís que no resistieron con suficiente empeño, constructor? Sí, quedaron reducidos, ¿y qué nación actualmente íntegra no cederá mañana? La humanidad está siendo barrida del orbe, navegando a la deriva como los maderos en una crecida. ¿Cuánto tiempo ha de transcurrir hasta que no quede nada más que las Tierras Fronterizas? ¿Cuánto hasta que nosotros también desaparezcamos y no resten más que trollocs y Myrddraal en todo el trecho que nos separa del Mar de las Tormentas?

Se produjo un silencio preñado de estupor que ni siquiera interrumpió Mat. Ingtar continuó cabalgando sumido en sus sombríos pensamientos.

Al rato, los exploradores regresaron al galope, erguidos en las sillas, con las lanzas erectas apuntando al cielo.

—Hay un pueblo más adelante, mi señor. No nos han visto, pero se encuentra directamente en nuestra línea de marcha.

Ingtar abandonó sus lúgubres cavilaciones, pero no pronunció palabra alguna hasta que hubieron alcanzado la cresta de una loma que dominaba la población, y entonces sólo lo hizo para ordenar el alto mientras extraía un catalejo de sus alforjas y lo levantaba para observar el pueblo.

Rand también lo examinó con interés. Era tan grande como el Campo de Emond, si bien ello no representaba gran cosa comparado con algunos de los burgos que había visto desde que saliera de Dos Ríos, y muchos menos con las ciudades. Las casas eran todas bajas, con paredes revocadas de arcilla y techos inclinados en los que, en apariencia, crecía la hierba. Una docena de molinos de viento, diseminados por la población, giraban perezosamente sus largos brazos cubiertos de telas, de los que el sol arrancaba blancos destellos. Una muralla baja, una pared sucia de musgo de no más de un metro de altura, circundaba el conjunto de edificios, flanqueada en el exterior por un ancho foso con el lecho profusamente erizado de afiladas estacas. No había ninguna puerta en la única abertura que Rand alcanzó a percibir en el muro, pero supuso que era fácil obstruirla con un carro o carromato. No vio a persona alguna.

—Ni siquiera se avista un perro —señaló Ingtar, devolviendo el catalejo a las alforjas— ¿Estáis seguros de que no os han visto? —preguntó a sus exploradores.

—No a menos que gocen de la misma suerte que el Oscuro —repuso uno de ellos—. No hemos llegado a coronar la loma. Entonces tampoco hemos visto a nadie que se moviera allí, mi señor.

—¿El rastro, Hurin? —inquirió Ingtar tras asentir.

El husmeador inspiró profundamente antes de responder.

—Va hacia el pueblo, mi señor. Directamente hacia él, por lo que puedo prever desde aquí.

—Mantened la vigilancia —ordenó Ingtar, tomando las riendas— Y no creáis que son amistosos sólo porque sonrían, si es que hay alguien allí. —Los condujo ladera abajo hacia el villorio a paso lento y alargó la mano para desenvainar la espada.

Rand oyó cómo los demás imitaban su gesto. Al poco, él también aprestó su arma. Tratar de permanecer con vida no era sinónimo de abrigar ínfulas de heroísmo, se dijo.

—¿Creéis que esa gente ayudaría a los Amigos Siniestros? —preguntó Perrin a Ingtar. El shienariano tardó en responder.

—No profesan grandes simpatías a los shienarianos —contestó por fin—. Piensan que deberíamos protegerlos. Cairhien reclamó estas tierras, después de la muerte del último rey de Hardan, hasta el río Erinin. Pero no fueron capaces de mantenerlos y renunciaron a sus pretensiones hará casi cien años. Las pocas personas que aún viven aquí no han de preocuparse por los trollocs hallándose tan al sur, pero existen incontables bandidos humanos. Por este motivo tienen la muralla, y el foso. Jurarían fidelidad a cualquier rey que les proporcionara protección, pero nosotros hacemos cuanto podemos contra los trollocs. No obstante, no nos tienen aprecio por ello. —Al llegar a la apertura del muro, agregó—: ¡Ojo avizor!

Todas las calles conducían a una plaza, pero no había nadie en ellas, ni ningún rostro asomado a las ventanas. Ni siquiera se movía un perro, ni se advertía ninguna gallina. Ningún ser vivo. Las puertas abiertas oscilaban y crujían, azotadas por el viento, marcando un contrapunto al rítmico chasquido de los molinos.

Los cascos de los caballos resonaban con estruendo sobre la tierra apelmazada de las callejas.

—Igual que en el transbordador —murmuró Hurin—, pero distinto. —Cabalgaba con los hombros hundidos y la cabeza gacha, como si intentara ocultarse tras ellos—. Se han cometido actos de violencia, pero… no lo sé. Algo malo ha sucedido aquí. Huele mal.

—Ino —dijo Ingtar—, toma una columna y registra las casas. Si encuentras a alguien, tráemelo a la plaza. Pero esta vez no los asustes. Quiero respuestas, no gente que huya para proteger su vida. —Condujo a los otros soldados hacia el centro del pueblo al tiempo que Ino hacía desmontar a sus diez hombres.

Rand vaciló, mirando en derredor. Las puertas chirriantes, los gemidos de los molinos de viento, los cascos de los caballos, todo producía excesivo ruido, como si no existieran más sonidos en el mundo. Observó las casas. Las cortinas de una ventana abierta azotaban el exterior de la morada. Todo parecía carente de vida. Con un suspiro, desmontó y se encaminó hacia la vivienda más próxima, luego se detuvo, contemplando la puerta.

«Sólo es una puerta. ¿Qué es lo que te inspira temor?» Deseaba librarse de la sensación de que había alguien acechando al otro lado. La abrió de golpe.

Adentro había una ordenada habitación. O la había habido. La mesa estaba dispuesta para una comida, con sillas de respaldo de barrotes horizontales y, algunos platos ya servidos. Unas cuantas moscas zumbaban por encima de escudillas de nabos y guisantes y otras más se arrastraban sobre un frío asado que reposaba sobre su propia grasa coagulada. Había una tajada a medio cortar en la carne, un tenedor aún clavado en ella y el cuchillo medio apoyado en la fuente como si lo hubieran dejado caer. Rand dio un paso hacia el interior.

Un destello.

Un sonriente hombre calvo vestido con toscos ropajes depositó una tajada de carne en un plato que sostenía una mujer de ajado rostro, igualmente risueña. La mujer agregó guisantes y nabos al plato y lo entregó a uno de los niños sentados a la mesa. Había media docena de niños, varones y hembras, desde adolescentes hasta alguno apenas lo bastante alto para asomar la cabeza sobre el nivel de la mesa. La mujer dijo algo, y la muchacha que recogía el plato de sus manos rió. El hombre comenzó a rebanar de nuevo la carne.

De improviso otra de las chicas lanzó un grito, señalando la puerta que daba a la calle. El hombre dejó el cuchillo, giró sobre sí y entonces él también chilló, con el semblante demudado por el horror, y tomó en brazos a uno de los chicos. La mujer agarró a otro e hizo señas desesperadas a los demás, moviendo frenéticamente la boca sin emitir ningún sonido. Todos se dirigieron a gatas hacía una puerta situada en la parte trasera de la estancia.

Aquella puerta se abrió súbitamente, y…

Un destello.

Rand no podía moverse. El zumbido de las moscas sobre la mesa sonaba con mayor fuerza. Su aliento formó una nube ante su boca.

Un destello.

Un sonriente hombre calvo vestido con toscos ropajes depositó una tajada de carne en un plato que sostenía una mujer de ajado rostro, igualmente risueña. La mujer agregó guisantes y nabos al plato y lo entregó a uno de los niños sentados a la mesa. Había media docena de niños, varones y hembras, desde adolescentes hasta alguno apenas lo bastante alto para asomar la cabeza sobre el nivel de la mesa. La mujer dijo algo, y la muchacha que recogía el plato de sus manos rió. El hombre comenzó a rebanar de nuevo la carne.

De improviso otra de las chicas lanzó un grito, señalando la puerta que daba a la calle. El hombre dejó el cuchillo, giró sobre sí y entonces él también chilló, con el semblante demudado por el horror, y tomó en brazos a uno de los chicos. La mujer agarró a otro e hizo señas desesperadas a los demás, moviendo frenéticamente la boca sin emitir ningún sonido. Todos se dirigieron a gatas hacía una puerta situada en la parte trasera de la estancia.

Aquella puerta se abrió súbitamente, y…

Un destello.

Rand forcejeó consigo mismo, pero sus músculos parecían paralizados. Hacía más frío en la habitación; quería estremecerse y ni siquiera podía realizar ese movimiento. Las moscas caminaban por toda la mesa. Porfió por alcanzar el vacío. La desagradable luz se encontraba allí, pero no le importaba. Debía…

Un destello.

Un sonriente hombre calvo vestido con toscos ropajes depositó una tajada de carne en un plato que sostenía una mujer de ajado rostro, igualmente risueña. La mujer agregó guisantes y nabos al plato y lo entregó a uno de los niños sentados a la mesa. Había media docena de niños, varones y hembras, desde adolescentes hasta alguno apenas lo bastante alto para asomar la cabeza sobre el nivel de la mesa. La mujer dijo algo, y la muchacha que recogía el plato de sus manos rió. El hombre comenzó a rebanar de nuevo la carne.

De improviso otra de las chicas lanzó un grito, señalando la puerta que daba a la calle. El hombre dejó el cuchillo, giró sobre sí y entonces él también chilló, con el semblante demudado por el horror, y tomó en brazos a uno de los chicos. La mujer agarró a otro e hizo señas desesperadas a los demás, moviendo frenéticamente la boca sin emitir ningún sonido. Todos se dirigieron a gatas hacía una puerta situada en la parte trasera de la estancia.

Aquella puerta se abrió súbitamente, y…

Un destello.

La estancia estaba helada. «Tan fría…» Las moscas tapaban la mesa como un negro manto; las paredes eran una movediza masa de moscas, al igual que el suelo y el techo, negros a causa de la multitud de insectos. Se arrastraron sobre Rand, cubriéndolo, se arrastraron por encima de su cara, sus ojos, en el interior de su nariz, su boca. «Luz, ayúdame. Frío». Las moscas zumbaban de modo atronador. «Frío». Éste penetraba el vacío, burlándose de su calma, incrustándolo en el hielo. Intentó desesperadamente alcanzar la vacilante luz. El estómago se le encogía, pero la luz era cálida. Cálida. Él tenía calor.

De súbito se halló desgarrando… algo. No sabía qué era ni cómo lo había hecho. Telarañas de acero. Rayos de luna esculpidos en piedra. Se deshicieron en contacto con sus manos, pero sabía que no había tocado nada. Se consumieron y fundieron con el calor que fluía en su interior, un calor como el fuego de una forja, semejante al de un mundo incendiado, semejante a…

La escena cesó. Sin resuello, miró en torno a sí con ojos desorbitados. Algunas moscas yacían en el asado a medio cortar, en la fuente. Moscas muertas. «Seis moscas. Solamente seis». Había más en las escudillas, media docena de diminutas motas negras entre las verduras frías. Todas muertas. Salió dando trompicones hacia la calle.

En aquel instante Mat apareció en la puerta de la casa de enfrente, sacudiendo la cabeza.

—No hay nadie aquí —anunció a Perrin, todavía a caballo—. Parece como si se hubieran levantado a media cena y se hubieran ido caminando.

De la plaza llegó un grito.

—Han encontrado algo —dedujo Perrin, clavando los talones en los flancos de su montura. Mat subió al caballo y galopó tras él.

Rand montó lentamente sobre Rojo; el semental se sobresaltó como si percibiera su inquietud. Lanzó una ojeada a las casas mientras cabalgaba pausadamente en dirección a la plaza, pero no consiguió mantener la vista centrada en ellas más de un instante. «Mat ha entrado y no le ha ocurrido nada». Resolvió no volver a poner los pies en ninguna de las casas de aquel pueblo bajo ningún concepto. Espoleando a Rojo, aligeró la marcha.

Todos se hallaban de pie como estatuas delante de un gran edificio con amplias puertas de doble hoja. A Rand no le pareció que fuera una posada; en primer lugar no había ningún letrero. Tal vez se tratara de un sitio de reunión de los lugareños. Se sumó al silencioso círculo y posó la mirada en el mismo punto que atraía unánimemente su atención.

Entre las puertas había un hombre con los miembros extendidos, ensartado con gruesos clavos por las muñecas y hombros. Otros clavos le habían horadado los ojos para mantenerle la cabeza en alto. La sangre, seca y oscura, trazaba abanicos por sus mejillas. Las marcas de arañazos en la madera, detrás de sus botas, evidenciaban que había estado vivo cuando se había producido aquel acto, o cuando éste se había iniciado, en todo caso.

Rand retuvo el aliento. No era un hombre. Jamás un ser humano había llevado aquellas ropas, más negras que la noche. El viento agitaba la punta de la capa atrapada detrás del cuerpo —lo cual no hacía siempre, bien lo sabía él; el viento no solía producir efecto alguno en esos ropajes— pero nunca habían existido ojos en aquel pálido y exangüe rostro.

—Myrddraal —musitó. Fue como si sus palabras hubieran desencadenado las de los demás. Empezaron a recobrar el movimiento, y el aliento.

—¿Quién? —comenzó a preguntarse Mat, que hubo de detenerse para tragar saliva—. ¿Quién pudo hacer esto a un Fado? —Su voz moduló una nota aguda al final.

—No lo sé —contestó Ingtar—. No lo sé. —Miro alrededor, examinando las caras, o tal vez contando para asegurarse de que todos se hallaban allí—. Y no creo que vayamos a enterarnos de algo aquí. Cabalgaremos. ¡Montad! Hurin, busca las huellas de partida de este lugar.

—Sí, mi señor. Sí. Con mucho gusto. Por ese lado, mi señor. Todavía se dirigen hacia el sur.

Se alejaron dejando el cadáver colgado del Myrddraal, cuya negra capa azotaba el viento. Hurin fue el primero en salir de la población, sin aguardar a Ingtar en aquella ocasión, pero Rand lo siguió a escasa distancia.

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