34 La rueda teje

Las primeras luces del alba ya perlaban el cielo cuando Thom Merrilin caminaba de regreso hacia el Racimo de Uvas. Incluso en los lugares donde había mayor abundancia de salas y tabernas, había un breve espacio de tiempo en que extramuros permanecía en silencio, recobrando aliento. En su estado de ánimo actual, Thom no habría advertido siquiera si la solitaria calle hubiera sido pasto de las llamas.

Algunos de los invitados de Barthanes habían insistido en retenerlo hasta mucho después de que se hubo marchado la mayoría, más tarde incluso de que el propio anfitrión se hubo retirado a dormir. Había sido el causante de todo por haber sustituido la recitación de La Gran Cacería del Cuerno por el tipo de relatos y canciones que solía incluir en su repertorio en los pueblos: Mara y los tres reyes traviesos, Cómo amaestró Susa a Jain el Galopador y las historias de Anla, el sabio consejero. Había esperado que dichas piezas únicamente suscitarían comentarios privados acerca de su estupidez, sin imaginar que alguno de ellos fuera a prestarle oídos y mucho menos a sentirse interesado. En cierto modo les habían intrigado. Habían solicitado más relatos del mismo tipo, pero habían reído en los pasajes equivocados, con los detalles no hilarantes. También se habían reído de él, posiblemente con la creencia de que él no iba a percatarse, o de que una bolsa llena de monedas introducida en su bolsillo restañaría cualquier herida. Casi había estado a punto de tirarla un par de veces.

El pesado portamonedas que le roía el bolsillo y el orgullo no era la única razón que explicaba su malhumor, ni siquiera la actitud despreciativa de los nobles. Antes de encaminarse hacia el Racimo de Uvas había ido al Gran Árbol; no era difícil averiguar dónde se hospedaba alguien en Cairhien, si uno depositaba en una mano o dos unas piezas de plata. Todavía no estaba seguro de qué era lo que había tenido la intención de decir, pero Rand se había marchado con sus amigos y la Aes Sedai. Se había encontrado con hechos consumados. «El chico se las arreglará solo ahora. ¡Caramba, yo no tengo nada que ver con todos ellos!»

Atravesó el comedor, vacío como estaba en pocas ocasiones, y subió los escalones de dos en dos. Al menos, eso fue lo que intentó; la pierna derecha no se le doblaba bien y a punto estuvo de caer. Murmurando para sí, continuó la ascensión a un ritmo más lento, y abrió sin hacer ruido la puerta de su habitación para no despertar a Dena.

No pudo evitar una sonrisa al verla tendida en la cama con la cara vuelta hacia la pared, con el vestido puesto todavía. «Se ha quedado dormida esperándome. Chica insensata». Aquélla era, sin embargo, una reflexión cariñosa; no estaba seguro de que hubiera algo de lo que ella hiciera que él no fuera capaz de perdonar o excusar. Decidiendo sin pensarlo que aquella noche sería la primera en que le permitiría actuar, dejó el estuche del arpa en el suelo y le tocó el hombro para despertarla y comunicárselo.

La muchacha giró flojamente hacia él y lo miró con vidriosos ojos muy abiertos por encima del corte que le atravesaba la garganta. El lado de la cama que había ocultado su cuerpo estaba oscuro y empapado.

El estómago de Thom dio un vuelco. Si no hubiera tenido la garganta atenazada hasta el punto de no poder respirar, habría vomitado o gritado.

Sólo dispuso del crujido de las puertas del armario para alertarlo. Se volvió y los cuchillos salieron de sus mangas y brotaron de sus manos con un único movimiento. La primera arma se clavó en el cuello de un gordo sujeto calvo que empuñaba una daga, el cual retrocedió tambaleándose, chorreando sangre entre los dedos que rodeaban su garganta, mientras trataba inútilmente de gritar.

Girando sobre la pierna rígida, Thom lanzó el otro cuchillo, el cual quedó prendido en el hombro derecho de un musculoso hombre con cicatrices en la cara, que salía del otro armario. El fornido individuo dejó caer el puñal de su mano, súbitamente inutilizada, y se precipitó hacia la puerta.

Antes de que consiguiera dar dos pasos, Thom sacó un nuevo cuchillo y se lo ensartó en la pierna. El desconocido dio un alarido y tropezó. Entonces Thom agarró una mata de grasientos cabellos y le golpeó la cara contra la pared contigua a la puerta; el hombre volvió a gritar cuando la hoja del cuchillo que sobresalía en su hombro chocó con la puerta.

Thom situó el arma que tenía en la mano a dos centímetros del oscuro ojo de su contrincante. Las cicatrices del rostro le conferían el aspecto de alguien violento, pero contempló la punta sin pestañear y no movió ni un músculo. El gordo intruso, que yacía con medio cuerpo en el armario, dio un último estertor y quedó inmóvil.

—Antes de matarte —dijo Thom—, explícame… ¿por qué? —Su voz sonaba tranquila, helada; él sentía gelidez en su interior.

—El Gran Juego —respondió el hombre sin dilación. Tenía el acento de la gente de las calles y su ropa era de idéntica procedencia, pero era un poco demasiado fina, excesivamente nueva, como si dispusiera de más monedas para gastar que la mayoría de los habitantes de extramuros—. No es nada personal contra vos, ¿veis? Es simplemente el juego.

—¿El Juego? ¡Yo no tengo nada que ver con el Da’es Daemar! ¿Quién iba a querer asesinarme por algo relacionado con el Gran Juego? —El hombre titubeó y Thom le acercó más la hoja. Si el individuo parpadeaba, las pestañas rozarían la punta—. ¿Quién?

—Barthanes —fue su ronca respuesta—, lord Barthanes. No os habríamos matado. Barthanes quiere información. Sólo queríamos averiguar lo que sabéis. Podéis obtener una buena suma por ello. Una buena corona de oro por lo que sabéis, tal vez dos.

—¡Embustero! Estuve en la casa de Barthanes anoche, tan cerca de él como lo estoy de ti. Si quería algo de mí, no me hubiera dejado salir vivo.

—Como os lo digo, hace días que estamos buscándoos, a vos o a cualquiera que tenga datos sobre ese lord andoriano. No había escuchado vuestro nombre hasta anoche, abajo. Lord Barthanes es generoso. Podrían ser cinco coronas.

El hombre trató de apartar la cabeza del cuchillo que empuñaba Thom y éste lo presionó con más fuerza contra la pared.

—¿Qué lord andoriano? —No obstante, presentía cuál sería la contestación.

—Rand, de la casa al’Thor. Alto, joven, un maestro espadachín, o al menos lleva la espada propia de tal. Sé que vino a veros, él junto con un Ogier, y hablasteis. Decidme lo que sabéis. Puede que incluso os dé una corona o dos de mi parte.

—Estúpido —musitó Thom. «¿Dena ha muerto por esto? Oh, Luz, está muerta». Sentía ganas de llorar—. El muchacho es un pastor. —«Un pastor con una lujosa chaqueta, que atrae a las Aes Sedai como la miel a las moscas»—. Sólo un pastor. —Apretó el puño en el cabello del hombre.

—¡Esperad! ¡Esperad! Podéis conseguir más de cinco coronas, diez incluso. Cien probablemente. Todas las casas quieren información sobre ese Rand al’Thor. Dos o tres han solicitado ya mis servicios. Con los datos que poseéis y los conocimientos de que yo dispongo, ambos podríamos llenarnos los bolsillos. Y hay una mujer, una dama, a la que he visto preguntar por él en más de una ocasión. Si logramos averiguar quién es… Bueno, también podríamos vender eso.

—Habéis cometido un grave error en todo esto —señaló Thom.

—¿Un error? —La mano del individuo comenzó a deslizarse hacia el cinto, donde sin duda tenía una daga. Thom hizo como si no lo hubiera advertido.

—No debisteis tocar a la chica.

La mano del hombre se abalanzó hacia el cinturón y enseguida se retrajo convulsivamente cuando Thom le ensartó el cuchillo.

Thom, lo dejó caer y permaneció de pie un momento antes de agacharse para recuperar las armas. La puerta se abrió de golpe y él se volvió con un rictus en la cara.

Zera retrocedió de un salto, con la mano en la garganta, mirándolo con ojos fijos.

—Esa necia de Ella me acaba de decir —explicó con desasosiego— que dos de los hombres de Barthanes estuvieron preguntado anoche por ti, y con lo que he oído esta mañana… Creí que me habías asegurado que ya no participabas en el Juego.

—Me han encontrado —anunció con fatiga.

Los ojos de la mujer se apartaron de su cara y se abrieron desmesuradamente al posarse en los cadáveres de los dos matones. Se precipitó dentro de la habitación y cerró la puerta tras ella.

—Esto es grave, Thom. Tendrás que abandonar Cairhien. —Su mirada topó con la cama, y retuvo el aliento—. ¡Oh, no! Oh, Thom, lo siento tanto…

—Todavía no puedo irme, Zera. —Vaciló y luego tendió con ternura una manta encima de Dena, cubriéndole la cara—. Primero he de matar a un hombre.

La posadera se estremeció y apartó los ojos de la cama. Cuando habló, tenía la voz velada.

—Si te refieres a Barthanes, llegas tarde. Todos hablan de ello. Está muerto. Sus criados lo han encontrado muerto esta mañana, despedazado en su dormitorio. Únicamente lo han reconocido porque tenía la cabeza clavada en una estaca sobre la chimenea. —Apoyó una mano en su brazo—. Thom, no puedes ocultar que estuviste allí anoche, no a quien quiera saberlo. Si a eso agregamos estos dos sujetos muertos aquí, nadie creerá en Cairhien que no estabas implicado en su asesinato. —Había una leve nota interrogativa en sus últimas palabras, como si ella también abrigara sospechas al respecto.

—No importa, supongo —contestó con lentitud. No podía apartar los ojos de la forma cubierta con la manta en la cama— Quizá regrese a Andor, a Caemlyn.

—Hombres —suspiró la mujer, agarrándolo por los hombros para obligarlo a volverse—, siempre pensando con los músculos o con el corazón y nunca con la cabeza. Caemlyn es tan peligroso como Cairhien para ti. En ambas ciudades, acabarás muerto o encarcelado. ¿Crees que es eso lo que ella hubiera querido? Si quieres honrar su memoria, cuida tu vida.

—¿Te ocuparás de…? —No podía decirlo. «Te estás haciendo viejo», pensó, «Estás volviéndote pusilánime». Extrajo la pesada bolsa del bolsillo y cerró las manos de Zera en tomo a ella—. Esto te permitirá hacerte cargo de… todo. Y te servirá de ayuda cuando empiecen a hacer preguntas sobre mí.

—Me encargaré de todo —prometió con voz dulce la posadera—. Debes irte, Thom. Ahora mismo.

Él asintió de mala gana y se dispuso a introducir algunos objetos en un par de alforjas. Zera se acercó al armario, observó al gordo que yacía en el suelo y emitió una exclamación. Thom volvió la mirada, extrañado, pues desde que la conocía nunca se había comportado como alguien capaz de desmayarse al ver sangre.

—Éstos no son hombres de Barthanes, Thom. Al menos, éste no lo es. —Señaló con la cabeza al rollizo sujeto—. Es un secreto a voces en todo Cairhien que trabaja para la casa Riatin. Para Galldrain.

—Galldrain —repitió el juglar con rostro inexpresivo. «¿En qué lío me ha metido ese condenado pastor? ¿En qué embrollo nos han metido las Aes Sedai a los dos? Pero fueron los secuaces de Galldrain los que la mataron».

Algo de sus pensamientos debió de traslucirse en su expresión, a juzgar por cómo le habló Zera:

—¡Dena quiere que sigas vivo, insensato! ¡Trata de matar al rey, y estarás muerto antes de haberte aproximado un centenar de metros a él, si es que llegas tan cerca!

De las murallas de la ciudad llegó un estrepitoso fragor, como si la mitad de Cairhien estuviera gritando. Thom se asomó, ceñudo, a la ventana. Más allá de los grisáceos muros, por encima de los tejados de extramuros, se elevaba una gruesa columna de humo. Junto al primer pilar negro, unas cuantas espirales iban conformando rápidamente otra columna similar, y un poco más allá se alzaban nuevas volutas. Calculó la distancia e hizo acopio de aire.

—Quizá tú también deberías pensar en marcharte. Da la impresión de que alguien estuviera incendiando los graneros.

—Ya he presenciado otras revueltas anteriormente. Ahora vete, Thom.

Después de dedicar una nueva mirada al cuerpo cubierto de Dena, el juglar recogió sus cosas pero, cuando se disponía a salir, Zera tomó de nuevo la palabra.

—Tienes una mirada peligrosa, Thom Merrilin. Imagina a Dena sentada allí, sana y salva. Piensa en lo que diría. ¿Permitiría que te fueses y perdieras inútilmente la vida?

—Sólo soy un viejo juglar —contestó desde el umbral. «Y Rand al’Thor es sólo un pastor, pero ambos debemos cumplir con nuestra obligación»—. ¿Para quién iba a representar yo un peligro?

Mientras cerraba la puerta, ocultándola, ocultando a Dena, esbozó una triste mueca amenazadora. Le dolía la pierna, pero apenas notó el dolor mientras bajaba precipitadamente la escalera y salía con paso resuelto a la calle.


Padan Fain refrenó el caballo sobre una colina que dominaba Falme, en uno de los escasos bosquecillos que aún quedaban en las afueras de la ciudad. La montura que transportaba su preciada carga tropezó con algo y él le propinó un puntapié en las costillas sin mirarla; el animal resopló y retrocedió hasta tensar la cuerda que él había atado a su silla. La mujer no había querido desprenderse de su caballo, al igual que los Amigos Siniestros que lo habían seguido no querían quedarse solos en las colinas con los trollocs, sin la presencia protectora de Fain. Éste había resuelto ambos problemas sin mayores dificultades. La comida destinada a un puchero de trolloc no necesitaba un caballo. A los compañeros de la mujer, trastornados por el viaje en los Atajos, que había concluido en la puerta de un stedding abandonado en la Punta de Toman, les había bastado presenciar cómo los trollocs preparaban la cena para volverse mansos como corderos.

Desde el lindero de la arboleda, Fain examinó la ciudad sin murallas y sonrió con desdén. Una exigua caravana de mercaderes entraba en ella, tras dejar atrás los establos y patios de carromatos que la bordeaban, mientras otra la abandonaba traqueteando sin apenas levantar polvo en la tierra apisonada a lo largo de incontables años de haber soportado un tráfico semejante. Los carreteros y los pocos jinetes que circulaban a su lado eran gentes del país a juzgar por su atuendo, pero los que iban a caballo llevaban espadas en tahalíes e incluso algunas lanzas y arcos. Los pocos soldados que había por los alrededores no parecían reparar en los hombres armados que supuestamente habían reducido a vasallaje.

Había aprendido algo acerca de ese pueblo, los seanchan, durante el día y la noche que había pasado en la Punta de Toman. Al menos, sabía ahora tanto como las gentes por ellos derrotadas. No era difícil encontrar a alguien solo, y siempre respondía a las preguntas formuladas correctamente. Los hombres se afanaban en reunir información acerca de los invasores, como si realmente creyeran que iban a poder aplicarla en algo algún día, pero en ocasiones se negaban a revelarla. Las mujeres parecían unánimemente interesadas en proseguir con su ritmo habitual de vida fueran quienes fuesen sus dirigentes, pese a lo cual captaban detalles que escapaban a la percepción de los varones, y hablaban más deprisa una vez que dejaban de gritar. Los niños eran los más rápidos, pero raras veces revelaban algo de interés.

Había descartado tres cuartas partes de lo escuchado, tachándolo de insensateces y fabulaciones basadas en rumores, pero ahora volvió a reconsiderar algunas de las conclusiones a que había llegado. Por lo visto, todo el mundo podía entrar en Falme. Con un sobresalto, comprobó la veracidad de algunas de las «fabulaciones» cuando una veintena de soldados salieron de la ciudad. No distinguía con claridad sus monturas, pero éstas no eran caballos, sin duda. Corrían con una gracia inestable y su oscuro pellejo parecía relucir con el sol matinal, como si fuera escamoso. Alargó el cuello para observar cómo desaparecían tierra adentro y luego espoleó el caballo en dirección a la población.

Los lugareños que trabajaban en los establos y cocheras apenas si se fijaron en él. Él tampoco tenía ningún interés en ellos; se adentró en la ciudad, hollando las calles adoquinadas que descendían hasta los muelles. Desde allí tenía una vista panorámica del puerto y de los grandes barcos de estrafalarias formas de los seanchan anclados en él. Nadie lo importunó mientras recorría las calles. La gente corría a atender sus tareas con la mirada fija en el suelo, pero los seanchan no les prestaban la menor atención. Todo parecía apacible, a pesar de los seanchan vestidos con armaduras que patrullaban las calles y los navíos del puerto, pero Fain percibía la tensión subyacente. Él siempre salía beneficiado de las situaciones que causaban nerviosismo y temor en los hombres.

Al llegar a una gran casa en la que montaban guardia una docena de soldados, se detuvo y desmontó. Exceptuando al que sin duda era el oficial, todos llevaban armaduras completamente negras con yelmos que semejaban cabezas de langostas. Dos bestias de grueso cuero, tres ojos y picos ganchudos a modo de boca flanqueaban la puerta principal, agachadas cual ranas apoyadas sobre las cuatro extremidades; los dos soldados que se encontraban al lado de cada una de las criaturas tenían tres ojos pintados en el peto. Fain observó el estandarte de bordes azules que ondeaba encima del tejado, el halcón de alas extendidas que agarraba un manojo de rayos, y rió entre dientes.

En la casa de enfrente entraban y salían mujeres atadas con correas de plata, a las que apenas prestó atención. Ya sabía de la existencia de las damane gracias a los lugareños. Tal vez le sirvieran de algo más adelante, pero no por el momento.

Los soldados tenían la mirada puesta en él, en especial el oficial, cuya armadura era dorada, roja y verde. Fain adoptó una forzada sonrisa zalamera y efectuó una profunda reverencia.

—Mis señores, tengo algo aquí que interesará a vuestro Augusto Señor. Os aseguro que querrá verlo y que accederá a entrevistarse conmigo en persona. —Señaló la forma cuadrada cargada a lomos del animal atado, todavía envuelta en la gran manta rayada tal como la habían encontrado sus hombres. El oficial lo miró de arriba abajo.

—No tenéis acento del país. ¿Habéis prestado los juramentos?

—Obedezco, espero y sirvo —repuso Fain con mansedumbre.

Todas las personas que había interrogado hablaban de los juramentos, aun cuando ninguna de ellas hubiera comprendido su significado. Si esa gente quería juramentos, él estaba dispuesto a realizar cuantas promesas le exigieran. Hacía tiempo que había perdido la cuenta de los compromisos que había adquirido de palabra.

El oficial hizo señas a dos de sus subalternos para que examinaran lo que había bajo la manta. Los gruñidos de sorpresa ocasionados por el peso al descargar el cofre se trocaron en exclamaciones cuando levantaron el rayado tejido que lo cubría. El oficial contempló con rostro imperturbable el arcón de oro adornado con plata depositado sobre los adoquines y luego observó a Fain.

—Un regalo digno de la propia emperatriz. Venid conmigo.

Uno de los soldados registró rudamente a Fain, pero éste soportó el proceso en silencio, reparando en que el oficial y los dos soldados que tomaron el cofre entregaron espadas y dagas antes de entrar en el edificio. El más insignificante dato que averiguara sobre esa gente podría serie útil, aun cuando previera de antemano el buen resultado de su plan. El detalle de que en aquel lugar los aristócratas recelaran de un intento de asesinato por parte de sus propios seguidores no hacía más que reforzar la inalterable confianza que mantenía en sí mismo.

Cuando trasponían el umbral, el oficial lo miró ceñudo, y por un momento Fain se preguntó el motivo. «Claro está. Las bestias». Fueran lo que fuesen, no eran peores que los trollocs, ni comparables de lejos a un Myrddraal, y él casi ni las había mirado. Ahora era demasiado tarde para simular temor. El seanchan, no obstante, no dijo nada y continuó conduciéndolo al interior de la casa.

Y de ese modo se halló Fain de bruces en una estancia que tenía por todo mobiliario unos biombos plegables que tapaban las paredes, mientras el oficial exponía al Augusto Señor Turak su oferta. La servidumbre trajo una mesa sobre la que depositar el cofre para que el Augusto Señor no hubiera de encorvarse; todo cuanto percibió Fain de ellos fue sus escarpines que se movían con diligencia. Esperó pacientemente el momento oportuno. Ya llegaría el tiempo en que no habría de inclinarse ante nadie.

Entonces los soldados recibieron la orden de retirarse y él el permiso para levantarse. Se irguió lentamente, mientras observaba al Augusto Señor, con la cabeza rapada, unas largas uñas y una túnica de seda azul adornada con brocados de flores, y al hombre que permanecía de pie junto a él, el cual llevaba recogida en una larga trenza rubia la mitad del pelo y el resto del cuero cabelludo afeitado. Fain tuvo la certeza de que el individuo vestido de verde no era más que un sirviente, aunque de alto rango, pero los criados podían ser útiles, sobre todo si se mantenían erguidos en presencia de su amo.

—Un maravilloso presente. —Turak apartó la mirada del arcón para posarla sobre Fain. Un aroma a rosas emanaba del Augusto Señor—. No obstante hay una pregunta obvia: ¿cómo ha llegado a manos de un hombre como vos un cofre cuyo precio no podrían costear muchos aristócratas? ¿Sois un ladrón?

Fain dio un tirón a su gastada y no excesivamente limpia chaqueta.

—En ocasiones es preciso que un hombre muestre una condición más humilde de la que le corresponde, Augusto Señor. Mi actual apariencia andrajosa me ha permitido traeros esto sin sufrir molestia alguna. Este cofre es antiguo, Augusto Señor, tan antiguo como la propia Era de Leyenda, y en su interior alberga un tesoro como pocos ojos humanos han tenido ocasión de ver. Pronto, muy Pronto, Augusto Señor, me hallaré en condiciones de abrirlo y de entregaros algo que os permitirá conquistar estas tierras hasta los confines que deseéis, hasta la Columna Vertebral del Mundo, el Yermo de Aiel o los parajes que se extienden más allá. Nada podrá haceros frente, Augusto Señor, una vez que… —Paró de hablar cuando Turak comenzó a recorrer con sus dedos de afiladas uñas la superficie del arcón.

—He visto cofres parecidos a éste, objetos de la Era de Leyenda —comentó el Augusto Señor—, aunque ninguno tan valioso. Sólo pueden abrirlo quienes conocen su diseño, pero yo… ¡ah! —Se oyó un chasquido cuando apretó entre las espirales repujadas, y Turak levantó la tapa. Su rostro reveló una leve decepción.

Fain se mordió la cara interior de las mejillas hasta hacerse sangre para contener un gruñido. El hecho de que no fuera él el que abriera el arcón lo colocaba en una posición menos ventajosa para llegar a un trato. Aun así, el resto podía desarrollarse según lo había planeado con tal que no perdiera la paciencia. El problema era que se había mostrado paciente durante mucho tiempo.

—¿Estos son tesoros de la Era de Leyenda? —se extrañó Turak, levantando el Cuerno en una mano y la curvada daga con el rubí engastado en la empuñadura de oro en la otra. Fain apretó los puños en los costados para no arrebatarle la daga de la mano—. La Era de Leyenda —repitió quedamente Turak, recorriendo la inscripción de plata imbricada en la boca dorada del Cuerno con la punta de la hoja de la daga. Enarcó las cejas con estupefacción en la primera muestra realmente expresiva que Fain veía en el rostro, para recobrar casi al instante su expresión imperturbable—. ¿Tenéis idea de lo que es esto?

—El Cuerno de Valere, Augusto Señor —respondió Fain con humildad, advirtiendo con placer cómo, al oírlo, el hombre de la trenza abría la boca. Turak se limitó a hacer un gesto de asentimiento.

El Augusto Señor se volvió y se alejó. Fain pestañeó y abrió la boca y luego, ante una brusca señal del individuo de rubios cabellos, lo siguió sin decir nada.

Penetraron en otra estancia de la que habían retirado todo el mobiliario original, el cual habían sustituido por biombos plegables y una única silla encarada a un alto armario redondeado. Todavía con el Cuerno y la daga en las manos, Turak miró el mueble y después desvió la mirada. Si bien no pronunció palabra alguna, el otro seanchan gritó unas órdenes conminatorias y al cabo de un momento, por una puerta situada detrás de los biombos, aparecieron unos hombres vestidos con toscas túnicas de lana transportando otra mesa pequeña. Tras ellos llegó una joven de cabello tan claro que casi parecía blanco, con los brazos cargados de pequeños pedestales de madera pulida de diferentes tamaños y formas. Llevaba un vestido de seda blanca tan traslúcida que Fain podía ver perfectamente su cuerpo a través de ella, pero él sólo tenía ojos para la daga. El Cuerno era un medio para lograr un objetivo, pero la daga formaba parte de sí.

Turak tocó brevemente uno de los pies de madera que sostenía la muchacha y ésta lo colocó en el centro de la mesa. Los criados, que lucían melenas largas hasta los hombros, encararon la silla frente a ella, siguiendo las órdenes del individuo de la trenza, y luego se retiraron ofreciendo reverencias con las que casi pegaban la cabeza a las rodillas.

Tras apoyar verticalmente el cuerno en el pedestal, Turak dejó la daga sobre la mesa delante de él y se dispuso a tomar asiento en la silla.

Fain no pudo resistir más y alargó la mano hacia la daga.

El hombre de pelo dorado le agarró con violencia la muñeca.

—¡Perro de cabeza peluda! Has de saber que la mano que toque sin permiso las pertenencias del Augusto Señor será amputada.

—Es mía —gruñó Fain. «¡Paciencia! Tanto tiempo…»

Turak, repantigado en la silla, alzó un dedo con la uña lacada de azul, y el sirviente apartó a Fain para que el Augusto Señor pudiera contemplar directamente el Cuerno.

—¿Vuestra? —inquirió Turak—. ¿En el interior de un cofre que no sabíais abrir? Si despertáis suficiente interés en mí, tal vez os daré el arma. Aun cuando sea de la Era de Leyenda, no me llaman la atención los objetos como éste. Primero, me vais a contestar una pregunta. ¿Por qué me habéis traído el Cuerno de Valere?

Fain observó anhelante la daga durante un momento y después, zafándose de la mano que le atenazaba la muñeca, efectuó una reverencia.

—Para que podáis hacerlo sonar, Augusto Señor. Entonces podréis conquistar todas estas tierras, si lo deseáis. La totalidad del mundo. Podéis arrasar la Torre Blanca y aplastar a las Aes Sedai, puesto que incluso sus poderes no bastan para detener a los héroes que regresan de la tumba.

—Para que yo pueda hacerlo sonar. —La voz de Turak era imperturbable—. Y arrase la Torre Blanca. Habréis de explicarme de nuevo por qué. Abrigáis la pretensión de obedecer, esperar y servir, pero ésta es una tierra de gentes que faltan a sus promesas. ¿Por qué me entregáis vuestro suelo patrio a mí? ¿Acaso sostenéis alguna querella personal con esas… mujeres?

Fain trató de adoptar un tono convincente. «Paciente, como un gusano perforando túneles».

—Augusto Señor, mi familia ha venido manteniendo una tradición a lo largo de generaciones. Estuvimos al servicio del Augusto Rey, Artur Paendrag Tanreall, y, cuando éste fue asesinado por las brujas de Tar Valon, no faltamos a nuestros juramentos. Mientras los otros guerreaban y dividían lo que Artur Hawkwing había unido, nosotros seguimos fieles a nuestro vasallaje y sufrimos por ello, pero nos mantuvimos firmes. Ésta es la tradición de nuestra casa, Augusto Señor, transmitida de padres a hijos y de madres a hijas, durante todos los años transcurridos desde el asesinato del Augusto Rey: que aguardemos el retorno de los ejércitos enviados por Artur Hawkwing allende el Océano Aricio, que esperemos el regreso de la estirpe de Artur Hawkwing para destruir la Torre Blanca y recuperar las posesiones del Augusto Rey. Y cuando el linaje de Hawkwing regrese, serviremos y actuaremos de consejero al igual que lo hicimos con el Augusto Rey. Augusto Señor, salvo en el detalle del reborde azul, el estandarte que ondea sobre el tejado de esta casa es igual que el de Luthair, el hijo de Artur Paendrag Tanteall que se hizo a la mar con sus ejércitos. —Fain se postró de rodillas, simulando ser presa de la emoción—. Augusto Señor, sólo deseo servir y aconsejar a los descendientes del Augusto Rey.

Turak guardó silencio durante tanto rato que Fain comenzó a preguntarse si habría de hacer uso de nuevos argumentos para convencerlo; tenía preparados otros, tantos como fueran necesarios. Al fin el Augusto Señor tomó la palabra.

—Según parece conocéis más detalles de los que nadie, ya sea entre los nobles o los plebeyos, nos ha revelado desde que avistamos estas tierras. Las gentes de aquí lo mencionan como un vago rumor, pero vos lo sabéis a ciencia cierta. Lo veo en vuestros ojos, lo percibo en vuestra voz. Casi me había inclinado a pensar que os habían enviado aquí para tenderme una trampa. Pero ¿quién que se halle en posesión del Cuerno de Valere le daría este uso? Ninguno de los miembros de la Sangre que llegó con los Hailene podría poseer el Cuerno, ya que la leyenda afirma que estaba oculto en esta parte del mundo y sin duda cualquier noble de esta tierra lo utilizaría contra mí en lugar de ponerlo en mi poder. ¿Cómo llegó a vuestras manos el Cuerno de Valere? ¿Pretendéis ser un héroe de leyenda? ¿Habéis llevado a cabo valerosas hazañas?

—No soy un héroe, Augusto Señor. —Fain aventuró una tímida sonrisa, Pero la expresión de Turak permaneció inalterable—. El Cuerno fue hallado por un antepasado mío durante los disturbios posteriores a la muerte del Augusto Rey. Él sabía cómo abrir el cofre, pero se llevó el secreto a la tumba cuando murió participando en la Guerra de los Cien Años, que acabó con el imperio de Artur Hawkwing. Todos sus descendientes hemos sabido que el Cuerno se encontraba en su interior y que debíamos protegerlo hasta el regreso del linaje del Augusto Rey.

—Casi estoy por creeros.

—Creedme, Augusto Señor. Cuando hagáis sonar el Cuerno…

—No echéis a perder el crédito que habéis obtenido con vuestras palabras. Yo no tocaré el Cuerno de Valere. Cuando regrese a Seanchan, lo presentaré a la emperatriz como el más valioso de mis trofeos. Tal vez sea la emperatriz quien lo haga sonar.

—Pero, Augusto Señor —protestó Fain—, debéis… —Se encontró de pronto tendido de costado, con la cabeza dolorida. Únicamente comprendió lo ocurrido cuando, al recobrar la claridad de la visión, vio al hombre de la trenza rubia frotándose los nudillos.

—Ciertas palabras —advirtió en voz baja el hombre— no se pronuncian nunca ante el Augusto Señor.

Fain decidió la manera como moriría aquel individuo.

Turak miró alternativamente a Fain y el Cuerno tan plácidamente como si no hubiera visto nada.

—Tal vez os entregaré a la emperatriz junto con el Cuerno de Valere. Puede que encuentre divertido a un hombre que afirma que su familia mantuvo la fidelidad mientras el resto faltaba a sus juramentos y los relegaba al olvido.

Fain ocultó su súbito regocijo poniéndose en pie. Ni siquiera conocía la existencia de una emperatriz hasta que Turak había hecho mención de ella, pero el acceso a la proximidad de un nuevo gobernante… le abría nuevas posibilidades, nuevos planes. Una soberana respaldada por todos los seanchan y con el Cuerno de Valere en sus manos… Era preferible contar con ella que hacer de ese Turak un Augusto Rey. Podía esperar a poner en acción algunas partes de su plan. «Con cautela. No debes traslucir la vehemencia de tu deseo. Después de tanto tiempo, no te vendrá mal un poco de paciencia».

—Como el Augusto Señor desee —accedió, tratando de dar la imagen de un hombre que sólo quería obedecer.

—Parecéis casi ansioso —observó Turak. Fain a duras penas evitó esbozar una mueca—. Os diré por qué no voy a tocar el Cuerno de Valere ni a quedarme con él siquiera, y tal vez ello cure vuestra ansiedad. No deseo que un presente mío ofenda con sus acciones a la emperatriz; si vuestra ansiedad es incurable, jamás quedará satisfecha, puesto que no abandonaréis esta orilla. ¿Sabéis que quienquiera que haga sonar el Cuerno quedará vinculado a él? ¿Qué mientras dicha persona viva, no será más que un simple cuerno para los restantes? —No parecía que esperara respuestas o, en todo caso, no hizo una pausa para que éstas fueran expresadas—. Soy el duodécimo en la línea de sucesión del trono de cristal. Si me quedara con el Cuerno de Valere, todos los que me preceden en ella pensarían que pretendo convertirme en el primer heredero, y, aunque la emperatriz por una parte desea como es lógico que compitamos entre nosotros para que sean los más valerosos y astutos quienes la sucedan, actualmente otorga sus preferencias a su segunda hija y no vería con buenos ojos cualquier clase de amenaza a los derechos de Tuon. Si yo lo tocara, incluso si pusiera esta tierra a sus pies y a todas las mujeres de la Torre Blanca atadas con correas, la emperatriz, cuya vida dure eternamente, no creería sin duda que yo iba a conformarme con ser sólo su heredero.

Fain se contuvo para no sugerir cuán fácil sería no serlo con la ayuda del Cuerno. Por más que le costara creerlo, algo en la voz del Augusto Señor expresaba como genuino su deseo de vida eterna para la soberana. «Debo tener paciencia. Como un gusano en una raíz».

—Los espías de la emperatriz pueden hallarse en todas partes —prosiguió Turak—. Pueden ser cualquier persona. Huan nació y se crió en la casa de Aladon, al igual que las once generaciones anteriores de su familia, pero incluso él podría ser un espía. —El hombre de la trenza hizo ademán de protestar antes de retornar su impasible postura—. Incluso un Augusto Señor o una Augusta Señora pueden descubrir que los espías están al corriente de sus secretos más celosamente guardados, pueden despertarse y ver cómo son entregados a disposición de los Buscadores de la Verdad. La verdad es siempre difícil de averiguar, pero los Buscadores no escatiman el dolor para sacarla a la luz y no cejan mientras consideren que es preciso persistir en la búsqueda. Realizan grandes esfuerzos, por supuesto, para impedir que un Augusto Señor o una Augusta Señora muera mientras se ocupan de ellos, ya que ninguna mano de hombre puede dar muerte a alguien por cuyas venas corre la sangre de Artur Hawkwing. Si la emperatriz se ve en la obligación de ordenar la muerte de alguien de su estirpe, el infortunado es introducido vivo en un saco de seda que se cuelga en uno de los costados de la Torre de los Cuervos, donde es abandonado hasta pudrirse. Con alguien como vos no toman tantas precauciones. En la Corte de las Nueve Lunas, en Seandar, alguien de vuestra calaña sería entregado a los Buscadores por una mirada sospechosa, una palabra fuera de lugar o por un antojo. ¿Todavía ansiáis ir a Seanchan?

—Únicamente deseo servir y prestar consejo, Augusto Señor —repuso Fain, remedando un temblor en las manos—. Sé muchas cosas que pueden seros de utilidad. —Esa corte de Seandar parecía un lugar abonado para sus planes y argucias.

—Hasta que regrese a Seanchan, me divertiréis con vuestras historias de familia y sus tradiciones. Es un alivio encontrar otro hombre en esta tierra dejada de la mano de la Luz capaz de divertirme, aun cuando, como sospecho, ambos contéis mentiras. Podéis retiraros.

No agregó nada más, pero la muchacha de cabellos casi blancos y túnica casi transparente se adelantó con paso rápido para arrodillarse con la cabeza gacha junto al Augusto Señor, ofreciéndole una taza humeante en una bandeja lacada.

—Augusto Señor —dijo Fain. El individuo de la trenza, Huan, lo agarró del brazo, pero él se zafó. Huan apretó los labios cuando Fain realizó una reverencia aún más profunda que las anteriores. «Lo mataré lentamente»—. Augusto Señor, hay gente que me sigue los pasos, con intención de robar el Cuerno de Valere. Amigos Siniestros y personas de peor especie, y posiblemente no se hallen a más de una jornada o dos de aquí.

Turak tomó un sorbo del negro líquido contenido en la fina taza que asía con las puntas de los dedos.

—Quedan pocos Amigos Siniestros en Seanchan. Los que no perecen a manos de los Buscadores de la Verdad sucumben al hacha del verdugo. Sería divertido conocer a alguno.

—Son peligrosos, Augusto Señor. Cuentan con trollocs en sus filas. El cabecilla, llamado Rand al’Thor, es joven, pero envilecido por la Sombra hasta extremos increíbles, con una sinuosa capacidad de mentir. En distintos lugares ha adoptado diferentes imágenes, pero los trollocs lo siguen donde quiera que vaya, Augusto Señor. Los trollocs siempre irrumpen… y matan.

—Trollocs —musitó Turak—. No había trollocs en Seanchan, pero los ejércitos de la Noche tenían otros aliados. Otras criaturas. Siempre me ha intrigado saber si un grolm podría dar muerte a un trolloc. Pondré una cuadrilla de vigilancia para detectar a esos trollocs y Amigos Siniestros, en el supuesto de que no sean un nuevo embuste. Esta tierra me aburre mortalmente. —Suspiró e inhaló los vapores de la taza.

Fain dejó que Huan lo empujara bruscamente hacia la puerta, sin prestar apenas oídos a las advertencias, expresadas entre gruñidos, de lo que sucedería si volvía a osar permanecer en presencia de Turak cuando éste le había dado permiso para irse. Tuvo vaga conciencia de que lo echaban a la calle con una moneda e instrucciones de regresar al día siguiente. Rand al’Thor era suyo ahora. «Por fin voy a verlo muerto. Y después el mundo pagará por lo que me han hecho».

Riendo entre dientes, condujo sus caballos a la ciudad en busca de una posada.

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