19 Bajo la daga

La noche en la falda de la Daga del Verdugo de la Humanidad era fría, como lo son siempre las noches en las montañas. El viento descendía de los altos picos acarreando la gelidez de las cumbres nevadas. Rand se movió, medio dormido, sobre el duro suelo, tirando de su capa y manta. Su mano se acercó a su espada, que descansaba a un lado. «Un día más —pensó adormilado—. Sólo un día más y luego nos iremos. Si no viene nadie mañana, sea Ingtar o los Amigos Siniestros, llevaré a Selene a Cairhien».

Se había reiterado el mismo propósito en otras ocasiones. Cada día que pasaban en la ladera de la montaña, vigilando el lugar donde Hurin afirmaba haber perdido el rastro en ese otro mundo, el lugar donde Selene preveía la aparición de los Amigos Siniestros en éste, se decía que era hora de partir. Y Selene hablaba del Cuerno de Valere, le tocaba el brazo, lo miraba a los ojos y, antes de caer en la cuenta de ello, ya había aceptado aguardar un día más.

Se encogió para resguardarse del frío viento, rememorando cómo Selene le tocaba el brazo y lo miraba a los ojos. «Si Egwene lo viera, me esquilaría como a un cordero, y también a Selene. Es posible que Egwene ya esté en Tar Valon ahora, aprendiendo a ser una Aes Sedai. La próxima vez que me vea, seguramente intentará amansarme».

Al volverse, su mano se deslizó más allá de la espada y rozó el bulto que contenía el arpa y la flauta de Thom Merrilin. Sin darse cuenta, sus dedos apretaron la capa del juglar. «Entonces era feliz, creo, aun cuando corriera para salvar la vida: tocando la flauta para pagarme la cena. Era demasiado ignorante para saber lo que ocurría. Ahora no hay modo de volver atrás».

Estremeciéndose, abrió los ojos. La única luz existente provenía de la luna menguante, que aún parecía casi llena. Una fogata hubiera alertado a quienes esperaban. Loial murmuró estentóreamente entre sueños. Uno de los caballos piafó. Hurin cumplía la primera guardia, en un saliente de piedra situado unos metros más arriba de la montaña, y pronto acudiría a despertarlo para que lo sustituyera.

Rand volvió a girarse… y se detuvo. A la luz de la luna distinguía la silueta de Selene, inclinada sobre sus alforjas, con las manos en las hebillas. Su vestido blanco resaltaba la débil luz reinante.

—¿Necesitáis algo?

La muchacha dio un salto y se volvió hacia él.

—Me… me habéis asustado.

Se puso en pie, despojándose de la manta y rodeándose con la capa, y se acercó a ella. Estaba seguro de haber dejado las alforjas junto a él al acostarse; siempre las mantenía cerca de sí. Se las cogió de la mano. Todas las hebillas estaban abrochadas, incluso las que cerraban el bolsillo lateral donde guardaba el maldito estandarte. «¿Cómo va a depender mi vida del hecho de conservarlo conmigo? Si alguien lo viera y lo reconociera, moriría por tenerlo en mi poder». La miró con suspicacia.

Selene permaneció donde estaba, devolviéndole la mirada. La luna relumbraba en sus oscuros ojos.

—Se me ocurrió —explicó— que he estado llevando este vestido durante demasiado tiempo. Si pudiera cepillarlo, al menos, si tuviera algo que ponerme mientras lo hago… Una de vuestras camisas, tal vez.

Rand asintió, notando un súbito alivio. A sus ojos, el vestido aparecía tan limpio como la primera vez que la había visto, pero sabía que, si Egwene tenía una mancha en el vestido, no había nadie capaz de impedirle que la limpiara de inmediato.

—Desde luego. —Abrió el espacioso bolsillo donde había introducido todas sus cosas a excepción del pendón y sacó una de las camisas blancas de seda.

—Gracias. —Sus manos se dirigieron a su espalda. A los botones, advirtió Rand.

Con ojos desorbitados, se volvió para alejarse de ella.

—Si pudierais ayudarme, sería más sencillo.

—No sería correcto —adujo Rand, tras aclararse la garganta—. Nosotros no estamos prometidos ni… —«¡Deja de pensar en eso! Nunca podrás casarte con nadie»—. Simplemente no sería correcto.

La queda carcajada de la muchacha lo estremeció, tal como si le hubiera recorrido la columna con un dedo. Intentó no prestar oídos al crujido de la tela.

—Ah… mañana… mañana —anunció— partiremos hacia Cairhien.

—¿Y qué ocurrirá con el Cuerno de Valere?

—Tal vez nos equivocamos. Quizá no vengan. Hurin dice que hay varios pasos en la Daga del Verdugo de la Humanidad. Si se han desviado tan sólo un poco más al oeste, no tienen que pasar por estas montañas.

—Pero el rastro que seguíamos conducía a este lugar. Vendrán aquí. El Cuerno pasará por aquí. Ahora ya podéis volveros.

—Esa es vuestra opinión, pero no sabemos… —Giró sobre sí y fue incapaz de acabar la frase. Selene tenía el vestido colgado de un brazo y llevaba puesta su camisa, que pendía en holgados pliegues en torno a su cuerpo. Era una camisa de faldón largo, confeccionada para su estatura, pero ella era alta para ser mujer. El borde inferior apenas bajaba más allá de la mitad de sus muslos. No era que no hubiera visto nunca las piernas de una chica, puesto que las muchachas de Dos Ríos siempre se arremangaban la falda para vadear las charcas del Bosque de las Aguas. Sin embargo, dejaban de hacerlo cuando tenían edad suficiente para trenzarse el cabello y, además, entonces todo estaba oscuro. La luz de la luna parecía brillar en su piel.

—¿Qué es lo que no sabéis, Rand?

El sonido de su voz deshizo el hechizo. Con un sonoro carraspeo, volvió la cara a otro lado.

—Eh… yo creo… eh… que… eh…

—Pensad en la gloria, Rand. —La mano de Selene le tocó la espalda y él a punto estuvo de proferir un chillido—. Pensad en la gloria que hallará quien encuentre el Cuerno de Valere. Qué orgullosa me sentiré de encontrarme al lado del hombre que posea ese trofeo. No tenéis idea de las alturas que remontaremos juntos, vos y yo. Con el Cuerno de Valere en vuestras manos, podéis convertiros en un rey. Podéis llegar a ser un nuevo Artur Hawkwing. Podéis…

—¡Lord Rand! —lo llamó jadeante Hurin, irrumpiendo en el campamento—. Mi señor, están… —Se paró en seco, emitiendo un súbito sonido no identificable. Bajó la vista al suelo y se retorció las manos—. Perdonadme, mi señora. No era mi intención… Yo… Perdonadme.

—¿Qué ocurre? —preguntó Loial, incorporándose—. ¿Ya me toca el turno de guardia? —Miró en dirección a Rand y Selene e incluso con la luz de la luna su sorpresa resultó evidente.

Rand oyó cómo Selene suspiró tras él. Se apartó de ella, aún sin mirarla. «Tiene las piernas tan blancas, tan suaves…»

—¿De qué se trata, Hurin? —Moderó el tono de su voz. No sabía si estaba enojado con Hurin, con Selene o consigo mismo. «No tengo motivos para enfadarme con ella»—. ¿Has visto algo, Hurin?

—Una hoguera, mi señor, allá abajo en las colinas. Al principio no la distinguí. La han encendido pequeña, y resguardada, pero la han ocultado de alguien que viniera siguiéndolos, no de alguien que estuviera más adelante. A dos kilómetros, lord Rand, o a menos de tres, sin lugar a dudas.

—Fain —dedujo Rand—. Ingtar no temería a nadie que lo siguiera. Ha de ser Fain. —De improviso, no supo cómo reaccionar. Había estado esperando a Fain, pero, ahora que éste se encontraba cerca, lo invadían las dudas.

—Por la mañana… Por la mañana, iremos tras ellos. Cuando Ingtar y los demás se reúnan con nosotros, estaremos en condiciones de atacarlos.

—De modo —intervino Selene— que vais a permitir que ese Ingtar se lleve el Cuerno de Valere. Y la gloria.

—Yo no quiero… —Irreflexivamente se volvió, y ahí estaba ella, con sus pálidas piernas reflejando la luz de la luna y tan despreocupada por ello como si se hallara sola. «Como si los dos estuviéramos solo», lo asaltó el pensamiento. «Quiere al hombre que encuentre el Cuerno»—. Nosotros tres no podemos arrebatárselo. Ingtar dispone de veinte lanceros.

—Aún no tenéis la certeza de no poder hacerlo. ¿Cuántos secuaces tiene ese hombre? Tampoco lo sabéis. —Su voz era calmada, pero inflexible—. Ni siquiera sabéis si quienes han acampado allá abajo tienen el Cuerno. La única manera de averiguarlo es yendo a comprobarlo por vos mismo. Llevaos al alantin; su raza tiene una vista aguda, incluso de noche. Y él tiene la fuerza para transportar el Cuerno en su arcón, si os decidís a hacerlo.

«Está en lo cierto. No tienes la certeza de que sea Fain». No sería conveniente enviar a Hurin a buscar un rastro inexistente y dispersarse todos a la intemperie, con la posibilidad de que los Amigos Siniestros llegaran finalmente.

—Iré solo —dijo— Hurin y Loial se quedarán aquí para protegeros.

Riendo, Selene se acercó a él con tanto donaire que casi parecía bailar. Las sombras de la noche le cubrían el rostro de un velo de misterio que intensificaba su belleza.

—Soy capaz de arreglármelas sola, hasta que volváis para protegerme. Llevaos al alantin.

—Tiene razón, Rand —terció Loial, levantándose—. Yo veo mejor con la luz de la luna que tú. Con mis ojos, no será necesario acercarnos tanto como deberías hacerlo yendo solo.

—Muy bien. —Rand fue a recoger su espada y la prendió a su cinto. El arco y el carcaj los dejó allí, puesto que no eran útiles en la oscuridad y sólo pretendía observar, no pelear—. Hurin, enséñame ese fuego.

El husmeador los condujo ladera arriba hacia el saliente, una especie de dedo pétreo que despuntaba en la montaña. La hoguera era sólo un punto diminuto que no advirtió la primera vez que Hurin señaló hacia él. Quienquiera que la hubiera encendido había tomado precauciones para ocultarla, observó.

Cuando regresaron al campamento, Loial ya había ensillado a Rojo y a su propio caballo. Mientras Rand montaba, Selene le tomó la mano.

—Recordad la gloria —dijo quedamente—. Recordadla. —La camisa parecía ajustase a su cuerpo, modelando sus formas, de un modo que no había advertido antes.

Respiró hondo y retiró la mano.

—Protégela con tu vida, Hurin. En marcha, Loial. —Dio una suave talonada a los flancos de Rojo. La descomunal montura del Ogier emprendió la marcha tras él.

No intentaron avanzar deprisa. La noche envolvía la ladera de la montaña y las sombras tornaban inciertos sus pasos. Rand ya no veía el fuego, el cual estaría sin duda más oculto a los ojos que intentaran descubrirlo desde un mismo nivel, pero sabía qué dirección seguir. Para alguien que había aprendido a cazar en el enmarañado Bosque del Oeste, en Dos Ríos, no sería difícil localizar el fuego. «¿Y qué harás entonces?» El rostro de Selene ocupaba su campo de visión. «Qué orgullosa me sentiré de encontrarme al lado del hombre que posea ese trofeo».

—Loial —inquirió de improviso, tratando de clarificar sus pensamientos—, ¿Qué es eso de alantin que te llama Selene?

—Es en la Antigua Lengua, Rand. —El caballo del Ogier se abría paso con vacilación, pero él lo guiaba casi con igual seguridad que si fuera de día—. Significa Hermano y es la abreviatura de tia avende alantin: Hermano de los Árboles, Hermano Árbol. Es muy ceremonioso, pero, según he oído, los cairhieninos son bastante ceremoniosos. Al menos, los aristócratas. El pueblo llano que vi allí no se andaba con remilgos.

Rand frunció el entrecejo. Un pastor no sería alguien aceptable para una casa de la nobleza cairhienina. «Luz, Mat tiene razón respecto a ti: estás loco de remate. Pero si pudiera casarme…»

Deseaba contener tales cavilaciones y, sin darse cuenta, el vacío se formó en su interior, tomando distantes sus pensamientos, como si surgieran de una mente ajena. El saidin brilló, atrayéndolo. Hizo rechinar los dientes, haciendo caso omiso de él; era como tratar de no notar un carbón ardiente dentro de la cabeza, pero al menos conseguía mantenerlo a raya… precariamente. A punto estuvo de abandonar el vacío, pero los Amigos Siniestros se hallaban en algún lugar cercano, al amparo de la noche. Necesitaba el vacío, incluso con la inquietante calma que éste acarreaba. «No es preciso que lo toque. No lo es».

Pasado un rato, refrenó a Rojo. Se encontraban en la base de una colina, en la que se recortaban las negras siluetas de los escasos árboles que allí crecían.

—Creo que debemos de estar ya cerca —apuntó en voz baja—. Será mejor que cubramos a pie el resto del camino. —Se deslizó de la silla y ató las riendas del caballo alazán a una rama.

—¿Estás bien? —susurró Loial, desmontando—. Tienes una voz rara.

—Estoy bien. —Su voz sonaba tensa, advirtió. El saidin lo llamaba. «¡No!»—. Ten cuidado. No estoy seguro de a qué distancia se encuentran, pero ese fuego debe de estar en algún punto frente a nosotros. En la cima de la colina, creo. —El Ogier asintió.

Rand se desplazó despacio de árbol en árbol, caminando cautelosamente con la espada en la mano para que no golpeara los troncos. Por fortuna no había arbustos. Loial lo seguía como una enorme sombra; Rand apenas percibía algo más de su persona. Todo eran sombras y oscuridad.

De pronto, la luz de la luna dispersó las sombras que se hallaban ante ellos, y Rand quedó paralizado, tocando la áspera corteza de un roble. Unos imprecisos bultos en el suelo se convirtieron en hombres tapados con mantas y más allá había unos montículos mayores: trollocs durmiendo. Habían apagado el fuego. Un rayo de luna, desplazándose entre el ramaje, identificó un relumbre de oro y plata en el suelo, a medio trecho entre los dos grupos. La luz de la luna pareció intensificarse; por un instante pudo ver todo con claridad. La forma de un hombre dormido yacía junto al resplandor, pero no fue aquello lo que retuvo su mirada. «El cofre. El Cuerno». Y algo encima de éste: un punto rojo que destellaba con el brillo de la luna. «¡La daga! ¿Por qué la habrá puesto Fain…?»

La gran mano de Loial se posó sobre la boca de Rand, y sobre buena parte del resto de su cara. Se volvió para mirar al Ogier. Loial señaló a su derecha, lentamente, como si el movimiento fuera susceptible de llamar la atención.

En un principio Rand no percibió nada; luego una sombra se movió, a menos de diez pasos de distancia. Una alta y abultada sombra, con hocico. Rand contuvo el aliento: un trolloc. Levantaba el hocico como si husmeara algo. Algunos de ellos cazaban por medio del olor.

El vacío tembló por un instante. Alguien se revolvió en el campamento de Amigos Siniestros y el trolloc se giró para mirar en aquella dirección.

Rand permaneció inmóvil, dejando que lo envolviera la calma de la vacuidad. Tenía la espada en la mano, pero no era consciente de ello. El vacío lo era todo. Lo que hubiera de ocurrir, ocurriría. Miró al trolloc sin pestañear.

La hocicuda sombra observó el campamento durante unos minutos y luego, como si hubiera quedado satisfecha, se plegó sobre sí junto a un árbol. Casi de inmediato dejó escapar unos sonidos bajos, similares a los producidos al desgarrar una burda tela. Loial pegó la boca a la oreja de Rand.

—Está dormido —susurró con incredulidad.

Rand asintió. Tam le había dicho que los trollocs eran perezosos, propensos a cejar en cualquier tarea excepto dar muerte, a menos que estuvieran atemorizados. Se volvió hacia el campamento.

Todo permanecía calmado y silencioso. El rayo de luna ya no alumbraba el arcón, pero ahora sabía dónde estaba. Podía verlo mentalmente, flotando más allá del vacío, con destellos dorados y argentinos, entre el brillo del saidin. El Cuerno de Valere y la daga que precisaba Mat, ambos casi al alcance de su mano. El rostro de Selene se entremezcló a la imagen del cofre. Podían seguir a Fain por la mañana y aguardar a que Ingtar se reuniera con ellos. Suponiendo que Ingtar llegara, si aún seguía el rastro sin la ayuda de su husmeador. No, nunca volverían a tener una oportunidad como aquélla. Todo se encontraba al alcance de su mano. Selene estaba esperando en la montaña.

Haciendo señas a Loial para que lo siguiera, Rand se tumbó boca abajo y se arrastró hacia el arcón. Oyó la exhalación contenida del Ogier pero sus ojos permanecieron fijos en un bulto en sombras tendido frente a él.

Los Amigos Siniestros y trollocs yacían a ambos lados, pero en una ocasión había visto a Tam acercarse tanto a un ciervo como para tocar su flanco antes de que el animal huyera de estampida; él había intentado adquirir la habilidad de Tam. «¡Una locura!» El pensamiento se forjó apenas sin forma, casi imperceptiblemente. «¡Esto es una locura! ¡Estás… volviéndote… loco!» Unos pensamientos difusos, ajenos.

Lenta y silenciosamente, se deslizó hacia aquella sombra especial y alargó una mano. Palpó complicadas curvas hundidas en oro. Era el cofre que contenía el Cuerno de Valere. Su mano tocó algo más, en la tapa. Era la daga, desenfundada. Abrió los ojos en la oscuridad y, recordando lo que le había hecho a Mat, retrocedió de un salto, presa de agitación.

El individuo tendido a menos de dos pasos del arcón gruñó y tiró de las mantas. Rand acalló pensamientos y temores con el vacío. Murmurando inquietamente en sueños, el hombre recobró la inmovilidad.

Rand volvió a acercar la mano a la daga, sin tocarla. Al principio no le había ocasionado daño a Mat, o al menos no mucho, y el proceso había sido lento. Con un veloz movimiento alzó el arma, la introdujo detrás de su cinturón y apartó la mano, como si ello fuera a minimizar el tiempo en que había estado en contacto con su piel. Tal vez fuera así. Además, Mat moriría sin ese puñal. Lo sentía allí, casi como un peso que tratara de abatirlo. Pero en el vacío las sensaciones eran tan distantes como el pensamiento, y la carga de la daga se convirtió rápidamente en algo a lo que se había habituado.

Desperdició apenas un instante más contemplando el arcón envuelto en sombras —el Cuerno debía de estar dentro, pero no sabía cómo abrirlo y no podía levantarlo— y después miró en derredor en busca de Loial. El Ogier estaba agazapado no lejos de él, haciendo oscilar su voluminosa cabeza a ambos lados para vigilar a los Amigos Siniestros y los trollocs dormidos. Incluso de noche era patente que los ojos de Loial estaban desmesuradamente abiertos; parecían tan grandes como platos a la luz de la luna. Rand se acercó y tomó la mano de Loial.

El Ogier dio un respingo, emitiendo una exhalación. Rand le puso un dedo sobre los labios, dirigió la mano del Ogier al cofre e imitó el gesto de levantarlo. Durante un momento que se le antojó eterno, rodeados de Amigos Siniestros y trollocs, y que en realidad debieron de ser segundos, Loial lo observó. Después, muy despacio, rodeó con sus brazos el arcón dorado y se puso en pie. Lo hizo sin esfuerzo aparente.

Prudentemente, aun con mayor cautela que al aproximarse, Rand comenzó a alejarse del campamento, detrás de Loial y el cofre. Con la espada aferrada con ambas manos, miraba los Amigos Siniestros dormidos, las inmóviles formas de los trollocs. Todas aquellas imprecisas figuras empezaron a ser engullidas por la oscuridad a medida que caminaban. «Casi libres. ¡Lo hemos conseguido!»

El hombre que dormía cerca del baúl se incorporó de improviso, exhalando un estrangulado grito, y luego se levantó de un salto.

—¡Ha desaparecido! ¡Despertad, inútiles! ¡Ha desaparecido! —Era la voz de Fain; incluso dentro del vacío, Rand la reconoció. Amigos Siniestros y trollocs se pusieron en pie, preguntando a gritos lo sucedido, gruñendo y rezongando. La voz de Fain elevó su tono—. ¡Sé que eres tú, al’Thor! ¡Estás escondiéndote, pero sé que estás ahí! ¡Buscadlo! ¡Cogedlo! ¡Al’Thoooor! —Hombres y trollocs se diseminaron en todas direcciones.

Envuelto en la calma, Rand continuó caminando. Casi olvidado al entrar en el campamento, el saidin palpitaba ahora en su interior.

—No nos ve —susurró quedamente Loial—. Una vez que lleguemos a donde están los caballos…

Un trolloc surgió de la oscuridad y se precipitó hacia ellos, con un cruel pico de águila que hacía las veces de boca y nariz en un rostro humano y una espada con forma de guadaña que ya silbaba en el aire.

Rand reaccionó sin pensar. Componía una unidad con la espada: El gato danza encima del muro. El trolloc chilló al caer y volvió a gritar mientras agonizaba.

—¡Corre, Loial! —urgió Rand. El saidin lo llamaba—. ¡Corre!

Apenas reparó en que Loial emprendía un afanoso galope, pues otra silueta de trolloc, con colmillos y hocico de jabalí y un hacha erizada de puntas enarbolada, se recortó en la noche. Rand se deslizó suavemente entre el trolloc y el Ogier; Loial debía llevarse el Cuerno. Mucho más alto y corpulento que él, el trolloc: se aproximó gruñendo. El cortesano golpea ligeramente el abanico. No hubo gritos en aquella ocasión. Caminó de espaldas en pos de Loial, escrutando la oscuridad. El saidin trataba de atraerlo con un dulce canto. «El Poder podría consumirlos a todos, convertir en cenizas a Fain y al resto. ¡No!»

Aparecieron dos trollocs más, uno con brillante dentadura de lobo y otro con retorcida cornamenta de carnero. El lagarto en el espino. Se enderezó con ligereza apoyándose en una rodilla cuando el segundo se desplomó, casi rozándole el hombro con sus cuernos. El canto del saidin lo acariciaba seductoramente, tiraba de él con un centenar de hebras sedosas. «Quémalos a todos con el Poder. No. ¡No! Antes morir. Si estuviera muerto, terminaría con todo».

Un grupo de trollocs se hizo visible. Estaban escudriñando, indecisos. Eran tres, no, cuatro. De pronto uno de ellos apuntó hacia Rand, emitiendo un aullido que los demás respondieron mientras pasaban a la carga.

—¡Acabemos ya! —gritó Rand, saltando a su encuentro.

La sorpresa aminoró por un instante el paso de los atacantes, pero enseguida se abalanzaron con gritos guturales, regocijados, sedientos de sangre, blandiendo espadas y hachas. Rand danzó entre ellos al compás de la canción del saidin. El colibrí besa la madreselva. Era tan taimado ese canto que penetraba en él. El gato sobre la arena ardiente. El arma parecía viva en sus manos, ligera y contundente como nunca, y él peleaba como si una espada con la marca de la garza pudiera preservarlo del encanto del saidin. La garza extiende las alas.

Rand contempló las rígidas formas que yacían a su alrededor.

—Mejor estar muerto —murmuró.

Alzó la mirada, hacia la colina donde se encontraba el campamento. Fain estaba allí, y los Amigos Siniestros, y más trollocs. Demasiados para enfrentarse a ellos. Demasiados para dar la cara y seguir con vida. Dio un paso en esa dirección. Otro.

—¡Rand, ven! —La apremiante llamada susurrada por Loial llegó a él filtrada por el vacío—. ¡Por tu vida y la Luz, Rand, ven!

Con cuidado, Rand se inclinó para limpiar su hoja en la chaqueta de un trolloc. Después, tan escrupulosamente como si Lan estuviera supervisándolo, la envainó.

—¡Rand!

Como si no tuviera prisa alguna, Rand se reunió con Loial junto a los caballos. El Ogier estaba atando el arcón de oro sobre su montura con correas sacadas de las alforjas. Había plegado su capa debajo para equilibrar el cofre sobre la redondeada superficie de la silla.

El saidin ya no lo tentaba con su canto. Aquel nauseabundo resplandor seguía allí, pero se mantenía retirado como si realmente hubiera logrado ahuyentarlo. Extrañado, dejó que el vacío se desvaneciera.

—Creo que estoy enloqueciendo —anunció.

Cayendo de improviso en la cuenta del lugar donde se encontraba, miró hacia atrás. Los gritos y aullidos provenían de distintas direcciones; había indicios de búsqueda, pero ninguno de persecución directa. Todavía. Montó a lomos de Rojo.

—A veces no entiendo ni la mitad de lo que dices —replicó Loial—. Si vas a enloquecer, ¿podrías al menos esperar hasta que estemos de nuevo con lady Selene y Hurin?

—¿Cómo vas a cabalgar con eso en la silla?

—¡Voy a correr! —El Ogier cumplió lo anunciado emprendiendo un rápido trote, mientras tiraba del caballo por las riendas. Rand partió tras él.

La marcha emprendida por Loial era tan veloz como la de un caballo. Rand estaba seguro de que el Ogier no podría mantener ese ritmo durante mucho tiempo, pero los pies de su compañero no cedieron. Rand barruntó que su pretensión de haber ganado la carrera a un caballo no debía de ser simplemente una fanfarronada. De vez en cuando Loial miraba atrás mientras corría, pero los gritos de los Amigos Siniestros y los aullidos de los trollocs iban perdiéndose en la lejanía.

Incluso cuando el terreno comenzó a volverse más empinado, Loial apenas aminoró el paso y siguió trotando hasta su campamento sin alterar casi el ritmo de su respiración.

—¡Lo tenéis! —La voz de Selene era tan exultante como la mirada que posó en el adornado cofre que reposaba en la montura de Loial. Volvía a llevar su propio vestido, cuya blancura se le antojó a Rand igual a la de la nieve—. Sabía que tomarías la decisión adecuada. ¿Puedo… mirarlo?

—¿Os ha seguido alguno de ellos, mi señor? —preguntó ansiosamente Hurin. Contemplaba el cofre con admiración, pero sus ojos se desviaron hacia las tinieblas, en dirección a la montaña—. Si os han seguido, deberemos partir sin demora.

—No creo que lo hayan hecho. Ve al saliente a ver si adviertes algo. —Rand desmontó al tiempo que Hurin se apresuraba a ascender la ladera—. Selene, no sé como abrir el arcón. Loial, ¿tú lo sabes? —El Ogier sacudió la cabeza.

—Dejadme probar… —Aun para una mujer de la estatura de Selene, la silla de Loial quedaba muy por encima del suelo. La muchacha tocó los dibujos finamente labrados en el cofre, los recorrió con las manos, apretando. Se oyó un chasquido, tras lo cual levantó la tapa y la dejó caer hacia atrás.

Cuando se ponía de puntillas para introducir la mano, Rand se adelantó a ella y extrajo el Cuerno de Valere. Lo había visto una vez, pero nunca lo había tocado. A pesar de la belleza de su forma, no parecía un objeto muy antiguo ni que entrañara un tremendo poder. Un curvado cuerno de oro, brillando bajo la tenue luz, con un escrito en plata engastado en torno a la embocadura de la campana. Tocó con un dedo las extrañas letras que parecían concentrar la luz de la luna.

—Tia mi aven Moridin isainde vadin —leyó Selene—. «La tumba no constituye una frontera a mi llamada». Seréis más grande de lo que llegó a ser Artur Hawkwing.

—Voy a llevarlo a Shienar, a lord Agelmar. —«Debería ir a Tar Valon», pensó, «pero, ya he tenido suficientes tratos con Aes Sedai. Que Agelmar o Ingtar se lo entreguen». Volvió a depositar el Cuerno en el cofre; éste reflejaba la luz de la luna, atraía la mirada.

—Eso es una locura —criticó Selene.

Rand hizo una mueca de desagrado al escuchar aquella palabra.

—Sea una locura o no, eso es lo que voy a hacer. Ya os lo he dicho, Selene: no quiero participar de grandeza alguna. Cuando estaba allí, me pareció que sí. Por un momento, pensé que quería obtener algo… —«Luz, qué hermosa es. Egwene. Selene. No soy digno de ninguna de ellas»— Era como si algo se hubiera apoderado de mí. —«El saidin vino a buscarme, pero yo lo he ahuyentado con mi espada. ¿O es acaso una locura también eso?» Aspiró profundamente—. Shienar es el sitio al que pertenece el Cuerno. Y, en caso de que no sea así, lord Agelmar sabrá qué hacer con él.

—Han vuelto a encender una hoguera, lord Rand —informó Hurin al llegar—, y mucho mayor que antes. Me ha parecido oír gritos. Procedían de las colinas. No creo que hayan subido hasta lo alto de la montaña todavía.

—Me habéis interpretado mal, Rand —puntualizó Selene—. Ahora no podéis volver atrás. Tenéis una responsabilidad. Esos Amigos Siniestros del Oscuro no se limitarán a marcharse porque les hayáis arrebatado el Cuerno. Todo lo contrario. A menos que conozcáis la manera de acabar con todos, os perseguirán con tanto ahínco como lo hicisteis vos antes.

—¡No! —Loial y Hurin mostraron sorpresa ante la vehemencia de Rand. Suavizó el tono—. No conozco ninguna manera para acabar con ellos. Por lo que a mí respecta, pueden seguir viviendo indefinidamente.

La larga cabellera de Selene se agitó en oleadas al sacudir ésta la cabeza.

—Entonces no podéis ir hacia atrás, sólo hacia adelante. Alcanzaréis el resguardo de las murallas de Cairhien mucho antes que las de Shienar. ¿Acaso la perspectiva de pasar unos cuantos días más en mi compañía os resulta tan penosa?

Rand contempló el cofre. La compañía de Selene distaba mucho de resultarle una carga, pero a su lado le era imposible apartar de su mente ciertos pensamientos. Con todo, tratar de cabalgar de nuevo en dirección norte implicaba el riesgo de topar con Fain y sus seguidores. Selene estaba en lo cierto en ese punto. Fain nunca cejaría en su empeño, como tampoco lo haría Ingtar, por lo demás. Si Ingtar se dirigía hacia el sur, y Rand no veía ningún motivo por el que debiera desviar su rumbo, acudiría tarde o temprano a Cairhien.

—Cairhien —acordó—. Deberéis enseñarme el lugar donde vivís, Selene. Nunca he estado en Cairhien. —Se dispuso a cerrar el cofre.

—¿Habéis cogido algo más a los Amigos de la Oscuridad? —inquirió Selene—. Habíais hablado de una daga.

«¿Cómo he podido olvidarlo?» Dejó el arcón como estaba y sacó el arma de su cinto. La hoja desnuda se curvaba como un cuerno y el recazo lo componían serpientes de oro. Engastado en la empuñadura, un rubí del tamaño de un dedo pulgar centelleaba como un maligno ojo a la luz de la luna. A pesar de su ornamentación, y de su infecta naturaleza cuyos efectos conocía, no parecía distinto de cualquier otro cuchillo.

—Tened cuidado —advirtió Selene—. No os cortéis.

Rand se estremeció. Si el hecho de llevarlo entrañaba peligro, no quería plantearse las consecuencias de un corte con su filo.

—Procede de Shadar Logoth —explicó a los demás—. Perturbará a todo aquel que lo lleve durante un cierto tiempo, impregnándolo hasta la médula de la misma malevolencia que infecta Shadar Logoth. Sin la curación de las Aes Sedai, esa infección acarrea al fin la muerte.

—De modo que eso es lo que padece Mat —infirió Loial— jamás lo habría sospechado. —Hurin observó la daga que empuñaba Rand y se restregó las manos en la chaqueta. El husmeador no parecía entusiasmado.

—Ninguno de nosotros debe tocarla más de lo estrictamente necesario —prosiguió Rand—. Buscaré la manera de transportarla…

—Es peligroso. —Selene miró ceñuda el arma, como si las serpientes fueran reales y venenosas—. Deshaceos de ella. Tiradla o enterradla si no queréis que caiga en otras manos, pero libraos de ella.

—Mat la necesita —adujo con firmeza Rand.

—Es demasiado peligrosa. Vos mismo lo habéis dicho.

—Él la necesita. La Am…, las Aes Sedai diagnosticaron que moriría sin disponer de ella para curarlo. —«Todavía tienen ese lazo de contacto con él, pero esta hoja lo cortará. Hasta que me libre de ella, y del Cuerno, tienen un lazo unido a mí, pero no pienso bailar por mucho que tiren de él».

Depositó la daga en el cofre y cerró la tapa. Esta produjo un ruido seco.

—Esto debería aislarnos de ella. —Confió en que así fuera. Lan decía que el momento en que había que conferir más firmeza a la voz era aquel en que uno se sentía más inseguro.

—El cofre nos protegerá sin duda —dijo Selene con voz tensa—. Y ahora querría concluir durmiendo el resto de la noche.

—Estamos demasiado cerca —objetó Rand—. Al parecer Fain tiene la capacidad de localizarme a veces.

—Buscad la Unidad si tenéis miedo —propuso Selene.

—Al despuntar el alba quiero hallarme lo más lejos posible de esos Amigos Siniestros. Voy a ensillar vuestra yegua.

—¡Testarudo! —Parecía enfadada y, cuando él la miró, su boca se curvó en una sonrisa que no reflejaban sus oscuros ojos—. Un hombre obstinado es lo mejor, una vez que…

Dejó inconclusa la frase y ello le preocupó. Por lo visto las mujeres no acababan de aclarar las cosas y, en su limitada experiencia, lo que no decían resultaba ser siempre lo más inquietante. Selene observó en silencio cómo disponía la silla sobre su blanca yegua y se inclinaba para ceñir la cincha.


—¡Traedlos a todos! —gruñó Fain. El trolloc de hocico cabruno retrocedió ante él. El fuego, alimentado con una gran cantidad de leña, iluminaba la cima de la colina con un parpadeo de sombras. Sus seguidores humanos se acurrucaban cerca del hogar, temerosos de hallarse a oscuras con el resto de los trollocs—. Traedlos a todos, a todos lo que aún estén vivos, y si alguno piensa en huir, hacedles saber que correrán la misma suerte que éste. —Señaló al primer trolloc que le había traído la noticia de que al’Thor había escapado. Todavía mordía la tierra embarrada con su propia sangre, arañando el suelo con las pezuñas en sus contorsiones—. Marchaos —susurró Fain, y el trolloc de hocico de cabra se alejó corriendo en la noche.

Fain asestó una desdeñosa mirada a los otros humanos. «Todavía serán útiles», pensó. Después se volvió para contemplar la noche, en dirección a la Daga del Verdugo de la Humanidad. Al’Thor estaba allí, en algún punto, en las montañas. Con el Cuerno. Sus dientes rechinaron perceptiblemente al pensarlo. No sabía dónde exactamente, pero algo lo impelía a encaminarse a las montañas. Hacía al’Thor. Eso era lo que le restaba del… presente… del Oscuro. Había tratado de alejarlo de su mente y casi lo había logrado hasta que de improviso, tras la desaparición del Cuerno, sintió la presencia de al’Thor, atrayéndolo como atrae la carne a un perro hambriento.

—Ya no soy un sabueso. ¡Ya no soy un perro! —Oyó cómo los demás se movían inquietos en torno al fuego, pero no les hizo caso—. ¡Pagarás lo que me hicieron, al’Thor! ¡El mundo va a pagar por ello! —Profirió enloquecidas carcajadas—. ¡El mundo entero va a pagármelo!

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