36 Entre los mayores

Mientras Juin los guiaba por entre la ciudad Ogier, Rand veía cómo crecía la ansiedad de Loial. Éste tenía las orejas tan rígidas como la espalda, y abría desmesuradamente los ojos cada vez que veía que otro Ogier lo observaba, sobre todo si eran mujeres o chicas, y lo cierto era que había muchos que se fijaban en él. Tenía el mismo aspecto lamentable de alguien que se encaminara al patíbulo.

El Ogier barbudo apuntó a unos amplios escalones que descendían hacia un herboso terraplén de dimensiones muy superiores a las de los demás; de hecho era una colina, ubicada casi en la base de uno de los Grandes Árboles.

—¿Por qué no esperas aquí afuera, Loial? —propuso Rand.

—Los Mayores… —comenzó a objetar Juin.

—Probablemente sólo quieren vernos a los demás —concluyó por él la frase Rand.

—¿Por qué no lo dejan en paz? —intervino Mat.

—Sí. —Loial asintió vigorosamente— Sí, creo… —Un buen número de mujeres Ogier, desde abuelas de pelo blanco a muchachas de la edad de Erith, formaban un grupo compacto y hablaban entre sí sin apartar los ojos de él. Agitó las orejas, pero, al mirar la gran puerta a la que conducía la escalera, asintió de nuevo— Sí, me sentaré ahí afuera y leeré. Eso es. Voy a leer un rato. —Tanteando en el bolsillo de la chaqueta, extrajo un libro para luego instalarse en el montículo junto a los escalones y fijar la mirada en las páginas del volumen, que parecía extraordinariamente pequeño en sus manos— Me quedaré aquí leyendo hasta que salgáis. —Movió las orejas como si notara los ojos de las mujeres.

Juin se encogió de hombros y volvió a señalar la escalera.

—Por favor. Los Mayores están esperando.

La enorme estancia sin ventanas que albergaba el terraplén estaba proporcionada a las dimensiones de los Ogier, con un techo de gruesas vigas de más de ochenta centímetros de grosor; hubiera podido formar parte de un palacio, al menos por lo que concernía a su tamaño. Los siete Ogier sentados en el estrado frente a la puerta reducían con su tamaño la sensación de vastedad, pero aun así Rand sentía como si estuviera en una caverna. Las sombrías losas del suelo eran lisas, aunque anchas y de formas irregulares, pero las paredes grises habrían podido ser, por su tosquedad, las de un acantilado. Las vigas del techo, rudamente cortadas, semejaban descomunales raíces.

Exceptuando una silla de alto respaldo donde se sentó Verin de cara a la tarima, los únicos muebles eran las macizas sillas de contornos labrados de los Mayores. La mujer Ogier situada en el centro del estrado ocupaba una silla algo más elevada que la de los demás: tres hombres barbudos a su izquierda, con largas y holgadas chaquetas, y tres mujeres a la derecha, con vestidos —al igual que el suyo— bordados con sarmientos y flores de pies a cabeza. Todos tenían rostros envejecidos y cabellos enteramente blancos, incluso en las orejas, y un aire de imponente dignidad.

Hurin los miró boquiabierto y Rand sintió que él también los observaba con asombro. Ni la propia Verin ofrecía la apariencia de sabiduría que evidenciaban los grandes ojos de los Mayores, ni Morgase con su corona tenía tal autoridad, ni Moraine tal imperturbable serenidad. Ingtar fue el primero que efectuó una reverencia, de la manera más ceremoniosa que Rand había observado en él, mientras los demás permanecían con los pies clavados en el suelo.

—Yo soy Alar —les comunicó la mujer sentada en la silla más alta cuando al fin se hubieron situado junto a Verin—, la más anciana de los Mayores del stedding Tsofu. Verin nos ha informado de que necesitáis hacer uso de la entrada de Atajo que hay aquí. Recuperar el Cuerno de Valere de manos de Amigos Siniestros es una necesidad perentoria, en efecto, pero hace más de cien años que no hemos autorizado a nadie a transitar los Atajos, ni nosotros ni los Mayores de cualquier otro de los steddings.

—Encontraré el Cuerno —declaró con furia Ingtar—. Debo encontrarlo. Si no nos permitís utilizar el Atajo… —Guardó silencio ante la mirada que le asestó Verin, pero conservó la misma expresión torva.

—No seáis tan precipitado, shienariano —aconsejó Alar con una sonrisa—. Los humanos nunca os detenéis a reflexionar. Las únicas decisiones acertadas son las que se toman con calma. —Su rostro adoptó seriedad, pero su voz conservó el mismo sosiego—. Las asechanzas de los Atajos no son del tipo de las que pueden afrontarse con una espada en la mano, como una carga de Aiel o unos salvajes trollocs. Debo advertiros que al entrar en los Atajos no sólo arriesgáis vuestras vidas y vuestra salud mental, sino tal vez la salvación de vuestras propias almas.

—Hemos visto al Machin Shin —señaló Rand. Mat y Perrin asintieron con la cabeza, incapaces de mostrar entusiasmo por volver a vivir tal experiencia.

—Seguiré el Cuerno hasta el mismo Shayol Ghul si es necesario —afirmó, tajante, Ingtar. Hurin se limitó a realizar un ademán afirmativo como si se incluyera en las palabras de Ingtar.

—Traed a Trayal —ordenó Alar, y Juin, que había permanecido junto a la puerta, se inclinó y salió—. No basta —dijo a Verin— escuchar lo que puede ocurrir. Debéis verlo por vosotros mismos.

Se hizo un incómodo silencio que aún se tornó más embarazoso cuando Juin regresó seguido de dos mujeres Ogier que guiaban a un Ogier de oscura barba y de mediana edad; éste avanzaba a trompicones entre ellas como si desconociera el funcionamiento de sus piernas. Su rostro hundido carecía por completo de expresión y sus grandes ojos erraban sin centrarse, sin mirar, sin dar siquiera la impresión de percibir algo. Una de las mujeres le enjugó suavemente la baba de las comisuras de los labios. Lo tomaron por los brazos para pararlo; movió el pie hacia adelante, vaciló y luego volvió a ponerlo hacia atrás, golpeando el suelo. Parecía tan satisfecho de quedarse de pie como de caminar, o al menos daba la sensación de que le era tan indiferente lo uno como lo otro.

—Trayal fue uno de los últimos Ogier que atravesaron los Atajos —informó Alar en voz baja—. Salió en el estado en que lo veis. ¿Queréis tocarlo, Verin?

Verin la miró largamente antes de levantarse y caminar hacia Trayal. Éste permaneció inmóvil, sin siquiera pestañear, cuando ella le puso las manos en el ancho pecho. Con una exclamación, la Aes Sedai retrocedió de un salto, lo miró a la cara y luego se volvió para encararse a los Mayores.

—Está… vacío. Este cuerpo vive, pero no hay nada en su interior. Nada.

Los semblantes de todos los mayores expresaban una inmensa tristeza.

—Nada —repitió en voz queda una de las Mayores situadas a la derecha de Alar, cuyos ojos parecían contener todo el dolor que Trayal era ya incapaz de sentir—. Ni pensamiento ni alma. Lo único que resta de Trayal es su cuerpo.

—Era un destacado Cantador de Árboles —se lamentó uno de los hombres.

A una señal de Alar, las dos mujeres volvieron a Trayal para llevarlo afuera; tuvieron que moverlo antes de que él comenzara a andar.

—Conocemos los riesgos —dijo Verin—. Pero, a pesar de ellos, debemos seguir el Cuerno de Valere.

—El Cuerno de Valere —asintió la más anciana—. No sé si es peor la noticia de que está en manos de Amigos Siniestros que la de que ha sido hallado. —Recorrió con la mirada la hilera de Mayores, cada uno de los cuales asintió por turno, incluso el hombre que se mesó dubitativamente la barba antes de hacerlo—. Muy bien. Verin me dice que es urgente. Os acompañaré a la puerta del Atajo. —Rand sintió una mezcolanza de alivio y temor; entonces la mujer agregó—: Tenéis con vosotros a un joven Ogier. Loial, hijo de Arent, nieto de Halan, del stedding Shangtai. Se encuentra muy lejos del hogar.

—Lo necesitamos —se apresuró a replicar Rand. Disminuyó el ritmo de sus palabras cuando advirtió las sorprendidas miradas de los Mayores y de Verin, pero continuó con obstinación—. Necesitamos que venga con nosotros, y él quiere acompañamos.

—Loial es un amigo —observó Perrin, al tiempo que Mat exclamaba:

—No interfiere en nada y sabe cuidar de sí mismo.

Ninguno de ellos parecía alegrarse de haber atraído la atención de los Mayores, pero no retrocedieron ni un paso.

—¿Existe algún motivo por el que no pueda venir con nosotros? —inquirió Ingtar—. Como ha señalado Mat, se ha ocupado correctamente de sí mismo. No sé si lo necesitamos, pero, si quiere venir, ¿por qué…?

—Sí lo necesitamos —intervino con tono apacible Verin—. Son muy pocos los que conocen actualmente los Atajos, y Loial los ha estudiado. Él puede descifrar las Guías.

Alar los miró uno a uno y luego observó a Rand con mayor detenimiento. Daba la impresión de poseer profundos conocimientos; todos los Mayores producían esa sensación, que en ella estaba aún más acentuada.

—Verin afirma que eres ta’veren —comentó por fin— y yo lo siento emanar de ti. El hecho de que yo lo perciba significa que lo eres en poderosas dosis, pues dicho talento está debilitándose en nosotros y ya casi es inexistente. ¿Has atraído a Loial, hijo de Arent hijo de Halan, al ta’maral’ailen, la urdimbre que el Entramado teje a tu alrededor?

—Yo… yo sólo quiero encontrar el Cuerno y… —Calló, al caer en la cuenta de que Alar no había mencionado la daga de Mat. Ignoraba si Verin les había hablado de ella o la había omitido por alguna razón—. Es mi amigo, Mayor.

—Tu amigo —repitió Alar—. A nuestro entender, es joven. Tú también, pero eres ta’veren. Cuidarás de él y, cuando concluya el tejido, te encargarás de que regrese sano y salvo al stedding Shangtai.

—Lo haré —le aseguró, con la sensación de contraer un compromiso, de prestar un juramento.

—Entonces iremos a la puerta del Atajo.

Afuera, Loial se puso precipitadamente en pie cuando aparecieron, con Verin y Alar a la cabeza. Ingtar envió a Hurin a buscar a Ino y el resto de los soldados. Loial miró con recelo a los Mayores y luego se situó al lado de Rand al final de la procesión. Las mujeres Ogier que habían estado observándolo se habían ido todas.

—¿Han dicho algo acerca de mí los Mayores? ¿Ha…? —Lanzó una ojeada a la ancha espalda de Alar cuando ésta indicaba a Juin que trajera los caballos. Juin se despidió con una reverencia, y la anciana continuó caminando, inclinando la cabeza para conversar en voz baja con Verin.

—Ha encargado a Rand que cuide de ti —le comunicó Mat con tono solemne— y que se ocupe de que vuelvas a casa a salvo, como una criatura. No entiendo por qué no puedes quedarte aquí y casarte.

—Dijo que puedes venir con nosotros. —Rand asestó una mirada a Mat que le provocó una risa ahogada. Ésta sonó extraña, proviniendo de su rostro escuálido. Loial estaba haciendo girar entre los dedos el tallo de una flor de amor—. ¿Has ido a recoger flores?

—Me la ha dado Erith. —Loial contempló cómo giraban los pétalos—. Es verdaderamente muy hermosa, aun cuando Mat no lo vea así.

—¿Representa eso que ya no quieres venir con nosotros?

—¿Cómo? —Loial dio un respingo—. Oh, no. Sí, quiero decir. Quiero ir. Sólo me ha dado una flor. Solamente una flor. —Sin embargo, sacó un libro del bolsillo y presionó el amaranto bajo la tapa—. Y también me ha dicho que era atractivo —murmuró para sí, en voz tan baja que sólo Rand lo escuchó. Mat soltó un bufido y siguió caminando a trompicones con el cuerpo doblado y agarrándose con las manos los costados. Loial se ruborizó—. Bueno… ha sido ella quien lo ha dicho, no yo.

Perrin golpeó suavemente con los nudillos la coronilla de Mat.

—Nadie ha afirmado jamás que Mat fuera atractivo. Por eso está celoso.

—Eso no es verdad —protestó Mat, enderezándose de repente—. Neysa Ayellan me considera un chico guapo. Me lo ha dicho más de una vez.

—¿Es guapa Neysa? —inquirió Loial.

—Tiene cara de cabra —afirmó Perrin con calma.

Mat se atragantó en su afán por protestar.

Rand sonrió involuntariamente. Neysa era casi tan guapa como Egwene. Y aquello era casi como en los viejos tiempos, casi como si se hallaran de nuevo en casa, bromeando como si no hubiera nada más importante en el mundo que reír y tomar el pelo a los demás.

Mientras cruzaban la ciudad, los Ogier saludaban a la Mayor de más edad, inclinando la cabeza u ofreciéndole una reverencia, y observaban a los humanos con curiosidad. El único detalle que les indicó que habían salido de la población fue la ausencia de terraplenes; todavía había Ogier por los alrededores, examinando árboles y en ocasiones trabajando con azadones, sierras o hachas para desembarazar de ramas muertas los árboles o cortar maleza en lugares donde no recibían suficiente luz solar. Todos se entregaban con ternura a sus tareas.

Juin se reunió con ellos, llevando las monturas por las riendas, y Hurin llegó a caballo con Ino y los otros soldados justo antes de que Alar señalara con la mano la entrada del Atajo.

—Está por allí. —Las bromas se acabaron al instante.

Rand sintió una sorpresa momentánea. Las puertas de los Atajos tenían que estar fuera del stedding, ya que éstos habían sido creados mediante el Poder Único, pero no había notado que hubieran atravesado los límites del stedding Tsofu. Entonces advirtió una diferencia: la sensación de haber perdido algo que había experimentado desde que entraron había desaparecido. Aquello le produjo un nuevo sobresalto. El saidin se encontraba de nuevo allí, aguardando.

Alar los condujo hacia un alto roble, tras el cual, en un pequeño claro, se alzaba la gran losa de la puerta, con la parte frontal delicadamente decorada con espesos sarmientos entrelazados y hojas de cientos de plantas distintas. Alrededor del claro los Ogier habían construido un cerco de albardilla que semejaba un círculo de raíces que hubieran crecido allí. Su aspecto inquietó a Rand, el cual tardó un momento en caer en la cuenta de que lo que las piedras imitaban eran raíces de zarzas, escaramujos, ortigas y espinos, el tipo de plantas con las que nadie querría tropezar.

La Mayor se detuvo a corta distancia del cerco.

—La pared es un aviso para cualquiera que se acerque aquí. A decir verdad son pocos los que lo hacen. Personalmente no voy a cruzarla, pero vosotros podéis hacerlo.

Juin, que evitaba posar la mirada en la puerta y no paraba de restregarse las manos, ni siquiera se aproximó tanto como ella.

—Gracias —dijo Verin—. La necesidad es grande o de lo contrario no os lo habría pedido.

Rand notó cómo su tensión iba en aumento cuando la Aes Sedai traspuso la pared y se encaminó a la entrada del Atajo. Loial aspiró profundamente y murmuró para sí. Ino y los restantes soldados bascularon el peso en las sillas y aflojaron las espadas en las vainas. A pesar de que no había nada en los Atajos contra lo que pudiera ser de utilidad un arma, realizaron el ademán para convencerse de que estaban listos para entrar. Sólo Ingtar y la Aes Sedai parecían tranquilos, pues incluso Alar tenía ambas manos crispadas en la falda.

Verin separó la hoja de Avendesora, y Rand se inclinó atentamente hacia adelante, experimentando la urgencia de protegerse con el vacío, de hallarse al alcance del saidin si había de recurrir a él.

Las plantas esculpidas en la piedra se agitaron al compás de una brisa que ellos no sentían y las hojas aletearon al tiempo que se abría un resquicio en el centro de la losa y las dos mitades comenzaban a separarse.

Rand observó aquella primera hendidura y advirtió que no había tras ella el opaco reflejo plateado, sino una negrura absoluta.

—¡Cerradla! —gritó—. ¡El Viento Negro! ¡Cerradla!

Verin, estupefacta, volvió a situar la hoja de tres lóbulos entre la variedad de formas vegetales y retiró la mano para retroceder hacia el cercado. Cuando la hoja de Avendesora se halló de nuevo en su lugar, la puerta empezó a cerrarse. La rendija desapareció, uniendo el follaje, ocultando la negra garganta del Machin Shin, y la entrada del Atajo volvió a ser únicamente piedra, a pesar de que las formas en ella grabadas tuvieran una increíble apariencia de realidad.

—Machin Shin —jadeó Alar— Tan cerca…

—No ha intentado salir —señaló Rand. Juin contuvo una exclamación.

—Ya os dije —puntualizó Verin— que el Viento Negro es una criatura de los Atajos y, por consiguiente, no puede abandonarlos. —Su voz sonaba calmada, pero a pesar de ello se frotaba las manos con la falda. Rand hizo ademán de decir algo, pero no se decidió—. Y sin embargo —prosiguió— me extraña que estuviera ahí. Primero en Cairhien y ahora aquí. Es muy raro. —La mirada que dirigió de soslayo a Rand le produjo un sobresalto. Ésta fue tan rápida que no creyó que alguien más reparara en ella, pero él tuvo la impresión de que había establecido una conexión entre él y el Viento Negro.

—Nunca he oído algo semejante —reconoció lentamente Alar—, que el Machin Shin estuviera esperando en la entrada de un Atajo. Siempre vagaba por los Atajos. Pero ha transcurrido mucho tiempo y tal vez el Viento Negro esté hambriento y confíe en atrapar a algún incauto que entre en un Atajo. Verin, de ningún modo podéis utilizar esta entrada. Y, por más imperativa que sea vuestra urgencia, no puedo decir que lo sienta. Los Atajos pertenecen a la Sombra en la actualidad.

Rand miró ceñudo la puerta del Atajo. «¿Podría estar siguiéndome?» Había demasiados interrogantes sin respuesta. ¿Había Fain ordenado de algún modo al Viento Negro que montara guardia? ¿Y por qué le habría exigido Fain que lo siguiera para luego intentar interceptarle el paso? La única certeza que tenía reposaba en la veracidad del mensaje. Debía ir a la Punta de Toman. Aun cuando encontrasen al día siguiente el Cuerno de Valere y la daga de Mat debajo de un arbusto, él iría de todos modos.

Verin permaneció de pie con la mirada perdida, reflexionando. Mat estaba sentado en la pared con la cabeza entre las manos y Perrin lo observaba con semblante preocupado. Loial parecía contento de no tener que usar el Atajo y en parte avergonzado por el alivio que experimentaba.

—Hemos concluido nuestro cometido aquí —anunció Ingtar—. Verin Sedai, os he seguido hasta aquí en contra de mi opinión, pero ya no puedo continuar haciéndolo. Mi intención es regresar a Cairhien. Barthanes puede decirme adónde se dirigieron los Amigos Siniestros y de algún modo conseguiré arrancarle la verdad.

—Fain fue a la Punta de Toman —insistió Rand, fatigado—. Y el Cuerno y la daga se encuentran en el mismo lugar en que está él.

—Supongo… —Perrin se encogió de hombros con desgana—. Supongo que podríamos probar otra entrada de Atajo, quizás en otro stedding.

Loial se frotó la barbilla y se apresuró a responder, como si quisiera compensar el alivio que le había producido el intento fallido.

—El stedding Cantoine se halla justo al norte del rio Iralell y el stedding Taijin está más al este, en la Columna Vertebral del Mundo. Sin embargo, la entrada del atajo de Caemlyn, donde estaba la arboleda, se encuentra más próxima, y la de la arboleda de Tar Valon es la más cercana de todas.

—Me temo —objetó Verin con aire ausente— que en cualquier puerta que intentemos trasponer encontraremos al Machin Shin aguardando.

Alar la miró con aire inquisitivo, pero la Aes Sedai no agregó nada audible para los demás. En su lugar murmuró para sus adentros, sacudiendo la cabeza como si sostuviera una discusión consigo misma.

—Lo que necesitamos —sugirió Hurin con timidez— es uno de esos Portales de Piedra. —Miró alternativamente a Alar y a Verin y, como ninguna de ellas le indicara callar, continuó con mayor confianza en la voz—. Lady Selene dijo que los antiguos Aes Sedai habían estudiado esos mundos y que por esa razón sabían cómo crear los Atajos. Y en ese sitio que estuvimos… Bueno, solamente tardamos dos días, o menos, en recorrer más de quinientos kilómetros. Si pudiéramos servirnos de un Portal de Piedra para ir a ese mundo o a otro parecido, en una semana llegaríamos al Océano Aricio y regresaríamos justo en la Punta de Toman. Quizá no sea tan veloz como los Atajos, pero es con mucho una manera de viajar más rápida que a caballo. ¿Qué opináis, lord Ingtar? ¿Lord Rand?

—Lo que sugerís podría servirnos, husmeador —le respondió Verin—, pero hay tantas posibilidades de volver a abrir esta puerta y ver que el Machin Shin se ha ido como de encontrar un Portal de Piedra. El más cercano que conozco está en el Yermo de Aiel. Aunque podríamos regresar a la Daga del Verdugo de la Humanidad, si tú, Rand, o Loial creéis que seréis capaces de volver a encontrar esa Piedra.

Rand miró a Mat. Su amigo había levantado esperanzadamente la cabeza para escuchar. Pocas semanas, había dicho Verin. Si se limitaban a cabalgar rumbo oeste, Mat ya habría muerto cuando llegaran a la Punta de Toman.

—Puedo encontrarla —repuso Rand de mala gana.

Se sentía avergonzado. «Mat va a morir, los Amigos Siniestros tienen el Cuerno de Valere, Fain va a causar daño al Campo de Emond si no voy tras él, y tú tienes miedo de encauzar el Poder. Una vez para ir y otra para retomar. Con dos veces no vas a volverte loco». Lo que en realidad le inspiraba temor era, no obstante, el anhelo que lo asediaba ante la idea de volver a encauzar el Poder, de saberse henchido de él, de sentirse verdaderamente vivo.

—No lo comprendo —intervino Alar—. Los Portales de Piedra no han sido utilizados desde la Era de Leyenda. No creía que hubiera alguien que supiera cómo usarlos.

—El Ajah Marrón conoce muchas cosas —explicó lacónicamente Verin— y yo sé cómo pueden usarse las Piedras.

—Ciertamente existen prodigios en la Torre Blanca que no alcanzamos a imaginar —comentó la Mayor—. Pero, si podéis utilizar un Portal de Piedra, no es preciso que cabalguéis hasta la Daga del Verdugo de la Humanidad. Hay una Piedra no lejos de donde nos hallamos.

—La Rueda gira según sus propios designios y el Entramado provee lo necesario—. El aire distraído desapareció como por ensalmo del rostro de Verin. Llevadnos a ella —solicitó vivamente—. Ya hemos perdido bastante tiempo.

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