18 De camino a la Torre Blanca

Egwene se mecía en cubierta mientras el Reina fluvial surcaba velozmente el amplio cauce del Erinin bajo un cielo preñado de nubes, con las velas hinchadas y el mástil principal furiosamente azotado por el estandarte con la Llama Blanca. El viento se había alzado tan pronto como el último pasajero se halló a bordo, allá en Medo, y no había amainado ni decaído un instante desde entonces, ni de día ni de noche. El río había comenzado a incrementar la turbulencia de su corriente, con un poderoso caudal que aún corría ahora, rompiendo contra las embarcaciones que impulsaba. Ni el viento ni el río habían perdido vigor, como tampoco habían aminorado la marcha los bajeles, arracimados detrás del Reina fluvial, el único que ostentaba el privilegio de ir en cabeza, ya que en él viajaba la Sede Amyrlin.

El timonel controlaba el rumbo con hosco semblante, con los pies separados y afianzados en el suelo, y los marineros atendían sus obligaciones con pies descalzos, absortos en el trabajo; cuando dirigían la vista al cielo o al cauce, la apartaban enseguida, murmurando en voz baja. Estaban perdiendo de vista un pueblo, y un chiquillo corría bordeando la orilla; se había mantenido a la altura de los barcos durante un trecho, pero ahora éstos lo dejaban atrás. Cuando hubo desaparecido su silueta, Egwene bajó a los camarotes.

En la pequeña cabina que compartían, Nynaeve levantó la mirada hacia ella desde su estrecha cama.

—Dicen que llegaremos hoy a Tar Valon. La Luz me asista, pero me alegrará volver a poner pie en tierra aunque esto sea en Tar Valon. —La embarcación dio un bandazo y Nynaeve tragó saliva—. No pienso a volver a subir a un barco —afirmó sin resuello.

Egwene sacudió el agua que había rociado el río en su capa y la colgó de una percha situada junto a la puerta. No era una gran habitación; al parecer, no había cabinas espaciosas en el barco, ni siquiera la que el capitán había cedido a la Amyrlin, a pesar de ser ésta más amplia que el resto. Con las dos camas empotradas en las paredes, estantes bajo ellos y los armarios de encima, todo quedaba a mano.

Exceptuando el cuidado en mantener el equilibrio, el bamboleo del barco no le producía igual efecto que a Nynaeve. Había renunciado a ofrecer comida a la Zahorí en la tercera ocasión en que ésta le había arrojado la escudilla a la cara.

—Estoy preocupada por Rand —confesó.

—Yo estoy preocupada por todos —replicó lentamente Nynaeve. Al cabo de un momento, preguntó—: ¿Tuviste otro sueño anoche? A juzgar por la manera como has estado embobada desde que te has levantado…

Egwene asintió. Nunca había sido muy hábil en encubrirle cosas a Nynaeve y tampoco había tratado de ocultarle lo de los sueños. Nynaeve había intentado darle un tratamiento al principio, hasta que se enteró de que una de las Aes Sedai estaba interesada en ellos; entonces comenzó a creer que tal vez fueran importantes.

—Era como los otros. Diferente, pero igual. Rand está amenazado por algún tipo de peligro. Lo sé. Y cada vez es más patente. Ha hecho algo o va a hacer algo que lo pondrá en… —Se dejó caer en el lecho y se inclinó hacia su amiga—. Ojalá pudiera encontrarle algún sentido.

—¿A encauzar el Poder? —inquirió quedamente Nynaeve.

En contra de su voluntad, Egwene miró en torno a sí para comprobar que nadie escuchaba. Estaban solas y con la puerta cerrada, pero a pesar de ello continuó hablando en voz baja.

—No lo sé. Tal vez. —La reacción de las Aes Sedai era imprevisible; por entonces ya había visto suficiente como para dar crédito a las historias que circulaban acerca de sus poderes, y no quería arriesgarse a que alguien las oyera. «No voy a poner en peligro a Rand. Lo correcto sería que se lo contara, pero Moraine lo sabe y no ha dicho nada. ¡Y se trata de Rand! No puedo hacerlo»—. No sé qué hacer.

—¿Te ha dicho algo más Anaiya acerca de esos sueños? —Nynaeve parecía creerse en la obligación de no añadir jamás el tratamiento honorífico Sedai, incluso cuando ambas se hallaban a solas. A la mayoría de las Aes Sedai no les importaba, al parecer, pero tal hábito había provocado algunas extrañas miradas, algunas de ellas de extrema dureza. Después de todo ella iba a recibir entrenamiento en la Torre Blanca.

—«La Rueda gira según sus propios designios» —sentenció Egwene, repitiendo las palabras de Anaiya—. «El muchacho está lejos, hija, y nada podemos hacer hasta que conozcamos con más certeza la situación. Me ocuparé en persona de hacerte pruebas cuando hayamos llegado a Tar Valon, hija». ¡Aaagh! Ella sabe que hay algo en esos sueños. Estoy segura. Me gusta esa mujer, Nynaeve, de veras. Pero no va a decirme lo que quiero saber. Y yo no puedo contárselo todo. Tal vez si pudiera…

—¿El enmascarado de nuevo?

Egwene asintió. Por alguna razón, tenía la certeza de que no debía hablarle de él a Anaiya. No acertaba a comprender por qué, pero estaba segura de ello. En tres ocasiones el hombre de ojos de fuego había visitado sus sueños, y en cada una de ellas había adquirido la convicción de que Rand se encontraba en peligro. Siempre llevaba el rostro tapado por una máscara; a veces podía verle los ojos y otras sólo percibía fuego en su lugar.

—Se rió de mí. Era tan… desdeñoso. Como si yo fuera un perrillo que se veía obligado a apartar de su camino con una patada. Me asusta, me asusta mucho.

—¿Estás segura de que tiene algo que ver con los otros sueños, con Rand? A veces un sueño es simplemente eso, un sueño.

—¡Y a veces, Nynaeve, hablas igual que Anaiya Sedai! —Puso especial énfasis en el título y fue un placer ver la mueca que esbozó Nynaeve.

—Si me levanto de esta cama, Egwene…

Una llamada en la puerta interrumpió la frase de Nynaeve. Antes de que Egwene pudiera hablar o moverse, la Amyrlin en persona entró y cerró la puerta tras ella. Estaba sola, lo cual era harto inusual. Raras veces abandonaba su cabina y, cuando lo hacía, era siempre en compañía de Leane y quizá de alguna otra Aes Sedai.

Egwene se apresuró a ponerse en pie. La habitación quedaba demasiado llena con tres personas.

—¿Estáis bien las dos? —preguntó animadamente la Amyrlin. Ladeó la cabeza hacia Nynaeve—. Espero que comáis bien. ¿Cómo va ese humor?

Nynaeve intentó sentarse, apoyando la cabeza en la pared.

—Muy bien, gracias.

—Es un honor para nosotras, madre… —comenzó a decir Egwene, pero la Amyrlin la acalló con un gesto.

—Me encanta volver a navegar, pero al final se vuelve tan aburrido como un estanque sin tener nada que hacer. —El barco se inclinó y ella equilibró el cuerpo sin esfuerzo aparente—. Hoy os impartiré yo la clase. —Se sentó con las piernas cruzadas en la punta de la cama de Egwene—. Siéntate, hija.

Egwene se sentó, pero Nynaeve empezó a tratar de ponerse en pie.

—Creo que iré a cubierta.

—¡He dicho que os sentéis! —La voz de la Amyrlin restalló como un látigo, pero Nynaeve continuó levantándose, vacilante. Todavía tenía las manos sobre el lecho, pero casi se había incorporado. Egwene estaba preparada para recogerla cuando cayera.

Cerrando los ojos, Nynaeve volvió a apoyarse lentamente en la cama.

—Quizá me quede. Sin duda hará viento allá arriba.

La Amyrlin soltó una carcajada.

—Me han dicho que tienes tan mal genio como un pájaro pescador cuando tiene clavada una espina en la garganta. Algunas de ellas, hija, opinan que no te vendría mal un tiempo de noviciado, a pesar de tu edad. Por mi parte creo que, si tienes la habilidad que pretenden, mereces ser una de las Aceptadas. —Lanzó otra carcajada—. Siempre he creído en la necesidad de dar a cada uno lo que merece. Sí. Sospecho que aprenderás muchas cosas cuando estés en La Torre Blanca.

—Preferiría que uno de los Guardianes me enseñara a usar una espada —gruñó Nynaeve. Tragó saliva convulsivamente y abrió los ojos—. Hay alguien con quien querría ejercitar. —Egwene la miró con dureza. ¿Se refería a la Amyrlin, lo cual era estúpido, aparte de imprudente, o a Lan? Siempre atajaba a Egwene en toda ocasión en que mencionaba a Lan.

—¿Una espada? —preguntó la Amyrlin—. Nunca me han parecido de gran utilidad las espadas. Aunque sepas utilizarla, hija, siempre hay hombres más diestros en su manejo y mucho más fuertes. Pero si quieres una espada… —Levantó la mano; Egwene abrió la boca, e incluso a Nynaeve se le desencajaron los ojos, cuando al instante apareció una espada. Con la hoja y la empuñadura de un curioso color blanco azulado, tenía un aspecto extrañamente frío—. Hecha a partir del aire, hija, con aire. Es tan buena como la mayoría de las hojas de acero, mejor que muchas, pero aun así de escasa utilidad. —En un abrir y cerrar de ojos la espada se convirtió en un cuchillo de cocina—. Esto, en cambio, es útil. —El cuchillo se convirtió en vapor, el cual se disipó con rapidez. La Amyrlin volvió a poner su mano vacía sobre el regazo—. Sin embargo, ambos requieren más esfuerzo de lo que valen. Lo mejor, lo más fácil, es llevar simplemente un buen cuchillo consigo. Debes aprender a determinar cuándo has de usar tu habilidad, así como de qué manera, y a identificar el momento en que es preferible hacer las cosas del mismo modo como lo haría otra mujer. Deja que los herreros hagan cuchillos para destripar el pescado. Si utilizas el Poder Único con demasiada frecuencia o excesiva ligereza, puede suceder que te aficiones demasiado a él. Ahí radica el peligro. Se comienza por desear cada vez más y tarde o temprano se corre el riesgo de absorber una cantidad mayor que la que se ha aprendido a manejar. Y eso puede quemarte como a una vela derretida o…

—Si he de aprender todo eso —espetó con rudeza Nynaeve—, mejor sería que me enseñaran algo útil. Todo eso…, eso de… agita el aire, Nynaeve. Enciende la vela, Nynaeve. Ahora apágala. Vuelve a encenderla. ¡Puaaaf!

Egwene cerró los ojos. «Por favor, Nynaeve. Controla tu genio». Se mordió el labio para no decirlo en voz alta.

—Útil —repitió la Amyrlin después de un momento de silencio—, algo útil. Querías una espada. Supón que un hombre viniera a mí con una espada. ¿Qué haría yo? Algo útil, puedes estar segura. Esto, probablemente.

Por un instante, Egwene creyó percibir un resplandor en torno a la mujer sentada al otro lado de su cama. El aire pareció solidificarse. No se produjo ningún cambio que Egwene pudiera ver, pero lo sentía. Intentó levantar el brazo y éste no se movió más que si todo su cuerpo estuviera sumergido en una espesa gelatina. No podía mover nada excepto la cabeza.

—¡Soltadme! —gruñó Nynaeve. Tenía los ojos desorbitados y agitaba la cabeza de un lado a otro, pero estaba sentada tan rígidamente como una estatua. Egwene cayó en la cuenta de que no era ella la única aquejada de parálisis—. ¡Dejadme!

—Útil, ¿no te parece? Y no es más que aire. —La Amyrlin hablaba con tono despreocupado, como si estuvieran conversando con una taza de té en la mano—. Un hombre fuerte, con potentes músculos y una espada, y ésta no le sirve más que los pelos que tiene en el pecho.

—¡Soltadme os he dicho!

—Y si no me gusta el sitio donde está, pues puedo levantarlo. —Nynaeve chilló con furia mientras se elevaba lentamente, todavía en posición sentada, hasta que su cabeza casi rozó el techo. La Amyrlin sonrió—. A menudo he deseado poder utilizar esto para volar. Los escritos afirman que los Aes Sedai podían volar, en la Era de Leyenda, pero no está muy claro de qué manera exactamente. No de ésta, en todo caso. No funciona así. Alargando las manos podrías levantar un baúl que pese más que tú; pareces fuerte. Pero por más que tengas dominio de tu persona, es imposible que te eleves por tus propios medios.

Nynaeve daba violentos respingos, pero ningún otro músculo de su cuerpo se movía lo más mínimo.

—¡La Luz os fulmine, dejadme ir!

Egwene tragó saliva, confiando en que no la levantara a ella.

—De modo que —prosiguió la Amyrlin— era un fornido y peludo hombre. Él no puede hacerme nada, mientras que a mí tampoco me es posible causarle ningún daño. Hombre, si tuviera intención de… —Se inclinó hacia adelante, con la mirada fija en Nynaeve y de pronto su sonrisa no pareció tan amistosa…—. …podría volverlo del revés y azotarle el trasero. Así… —De improviso la Amyrlin fue proyectada con tanta violencia hacia atrás que su cabeza golpeó la pared, a la cual quedó pegada, como si algo la presionara contra ella.

Egwene contempló, incrédula, la escena, con la boca seca. «Esto no está ocurriendo realmente. No es posible».

—Tenían razón —reconoció la Amyrlin, con voz apagada, como si le costara respirar—. Dicen que aprendes deprisa. Y también que cuando estás furiosa es cuando consigues mejores resultados. —Respiró con esfuerzo—. ¿Vamos a liberamos mutuamente, hija?

—Vais a soltarme ahora mismo o voy a… —amenazó Nynaeve, flotando en el aire con los ojos inflamados. De repente, su semblante expresó estupor, pérdida. Movió los labios sin pronunciar palabra alguna.

La Amyrlin se levantó, desentumeciendo los hombros.

—Todavía no lo conoces todo, ¿no es cierto, hija? Ni la centésima parte de la totalidad. No sospechabas que pudiera cortarte el acceso a la Fuente Verdadera. Aún la percibes, pero eres tan incapaz de alcanzarla como un pez que quisiera tocar la luna. Cuando hayas aprendido lo suficiente para ser aceptada como hermana de pleno derecho, ninguna mujer podrá hacerte eso. Cuanto más te fortalezcas, más Aes Sedai serán necesarias para anularte en contra de tu voluntad. ¿Crees ahora que sientes deseos de aprender? —Nynaeve cerró la boca de golpe y, le asestó una mirada feroz. La Amyrlin suspiró—. Si tuvieras un ápice menos de potencial, hija, te mandaría a la Maestra de las Novicias y te dejaría a su cuidado para el resto de tu vida. Pero tendrás lo que mereces.

Nynaeve abrió desmesuradamente los ojos y sólo tuvo tiempo de empezar a chillar antes de caer y golpear con estrépito su cama. Egwene hizo una mueca de dolor; los colchones eran delgados y la madera que había debajo, dura. Nynaeve mantuvo la cara impasible.

—Y ahora —propuso la Amyrlin—, a menos que prefieras recibir una demostración más exhaustiva, comenzaremos con la clase. Continuaremos con la clase, podríamos decir.

—Madre… —dijo quedamente Egwene, que aún no podía moverse por debajo de la barbilla.

La Amyrlin la miró interrogativamente y luego sonrió.

—Oh. Lo siento, hija. Me temo que tu amiga retenía toda mi atención. —De pronto Egwene recuperó la capacidad de movimiento; alzó los brazos, sólo para convencerse de que era capaz de hacerlo—. ¿Estáis ambas dispuestas a aprender?

—Sí, madre —se apresuró a responder Egwene.

La Amyrlin enarcó una ceja, mirando a Nynaeve.

—Sí, madre —repuso ésta con aspereza, un momento después.

Egwene exhaló un suspiro de alivio.

—Bien. Veamos. Libraos de todo pensamiento, a excepción de un capullo de rosa.

Egwene estaba sudando cuando la Amyrlin se marchó. Había considerado como profesoras severas a algunas de las otras Aes Sedai, pero aquella sonriente mujer de rostro vulgar lograba, con paciencia, extraer hasta la última gota de esfuerzo, lo aspiraba y, cuando ya no quedaba nada, parecía introducirse en el interior de uno y arrancarlo. Había obtenido buenos resultados, sin embargo, Cuando la puerta se cerró tras la Amyrlin, Egwene alzó una mano; una diminuta llama cobró vida sobre la punta de su dedo y luego comenzó a danzar de un dedo a otro. En principio no le estaba permitido hacerlo sin una profesora, o una de las Aceptadas, como mínimo, que la supervisara, pero estaba demasiado excitada para preocuparse por ello.

Nynaeve se puso en pie de un salto y arrojó la almohada a la puerta que acababa de cerrarse.

—¡Esa… esa vil, engreída, miserable… aaag! ¡Así la fulmine la Luz! Me gustaría echarla al agua para que fuera pasto de los peces. ¡Me gustaría administrarle remedios que la volvieran de color verde para el resto de su vida! Me importa un comino que sea lo bastante mayor como para ser mi madre. Si la tuviera en el Campo de Emond, no se sentaría confortablemente para… —Hizo rechinar los dientes con tal fuerza que Egwene se sobresaltó.

Dejando extinguir la llama, Egwene posó la mirada en su regazo. Deseaba encontrar la manera de salir sigilosamente de la habitación sin topar con los ojos de Nynaeve.

La clase no había tenido buenos resultados para Nynaeve, debido a que había tenido que reprimir su genio hasta que se había marchado la Amyrlin. Nunca lograba conseguir gran cosa a menos que estuviera enojada y entonces lo hacía explosivamente. Después de varios fracasos consecutivos, la Amyrlin había hecho cuanto estaba en su mano para irritarla de nuevo. Egwene deseaba que Nynaeve olvidase que ella había presenciado todo aquello.

Nynaeve se encaminó rígidamente a la cama y se paró, mirando la pared que había tras ella, con el puño apretado. Egwene contempló anhelante la puerta.

—No ha sido culpa tuya —dijo Nynaeve.

—Nynaeve, yo…

Nynaeve se volvió para mirarla.

—No ha sido culpa tuya —repitió sin convicción en la voz—. Pero, si se te ocurre mencionar algo, te voy… te voy a…

—Ni una palabra —se apresuró a tranquilizarla Egwene—. Ni siquiera me acuerdo de nada para contarlo.

Nynaeve la observó durante un largo momento y luego asintió. De pronto, sonrió.

—Luz, no pensaba que hubiera algo que tuviera un sabor más horrible que la lengua de cordero cruda. La próxima vez que te comportes como una estúpida, recurriré a ese tratamiento, de modo que ya puedes ir con cuidado.

Egwene hizo una mueca de asco. Aquello había sido lo primero que había hecho la Amyrlin para enfurecer a Nynaeve. Una oscura gota de una desconocida sustancia que brillaba como la grasa y despedía un horrible olor se había materializado de pronto y, mientras la Amyrlin retenía a Nynaeve con el Poder, había penetrado a la fuerza en la boca de la Zahorí. La Amyrlin había llegado incluso a asirle la nariz para obligarla a engullir. Y Nynaeve recordaba las cosas, aun cuando sólo las hubiera presenciado una vez. Egwene no creía que hubiera algún modo de contenerla cuando se había propuesto hacer algo; a pesar de su propio triunfo en lograr que danzase una llama, ella no habría sido capaz de acorralar a la Amyrlin contra una pared.

—Al menos ya no te marea estar en el barco.

Nynaeve soltó un gruñido y luego una breve y aguda carcajada.

—Estoy demasiado furiosa para sentirme mal. —Sacudió la cabeza y lanzó otra lúgubre carcajada—. Soy demasiado desgraciada para estar mareada. Luz, me siento como si me hubieran arrastrado de espaldas sobre un zarzal. Si eso es el entrenamiento que reciben las novicias, será un incentivo para que aprendas con rapidez.

Egwene bajó la mirada. En comparación con Nynaeve, la Amyrlin sólo la había persuadido con halagos, sonreído ante sus logros, condescendido con sus errores, e inducido a volver a esforzarse con nuevos halagos. Todas las Aes Sedai les habían advertido, empero, que las cosas serían distintas en la Torre Blanca; más rigurosas, aunque no habían especificado cómo. No pensaba que pudiera resistir, día tras día, lo que Nynaeve había soportado.

El barco modificó su movimiento. El balanceo disminuyó y en la cubierta resonaron pasos. Un hombre gritó algo que Egwene no alcanzó a discernir.

—¿Crees que… es Tar Valon?

—Sólo hay una manera de averiguarlo —replicó Nynaeve, descolgando resueltamente su capa.

Cuando llegaron a cubierta, los marineros corrían en todas direcciones, halando cuerdas, plegando velas, preparando largos remos. El viento había cedido paso a una ligera brisa y las nubes estaban esparciéndose.

—¡Es Tar Valon! ¡Es Tar Valon! —exclamó Egwene, corriendo hacia la barandilla. Nynaeve se reunió con ella con rostro inexpresivo.

La isla era tan grande que más bien daba la impresión de que el río se dividiera en dos ramales. Unos puentes que parecían hechos con encaje se arqueaban a ambos lados de la isla, cruzando el cauce y los terrenos pantanosos que lo flanqueaban. Los blancos muros de la ciudad, las Murallas Resplandecientes, brillaban al asomarse el sol entre las nubes. Y en la ribera de poniente, con su cúspide quebrada lamiendo una etérea voluta de humo, el Monte del Dragón, una montaña que se elevaba entre llanuras y suaves colinas, recortaba su negra silueta sobre el cielo. El Monte del Dragón, el lugar donde había perecido el Dragón. El Monte del Dragón, formado a raíz de la muerte del Dragón.

Egwene hubiera deseado no pensar en Rand al mirar la montaña. «Un hombre que encauza el Poder. Luz, ayúdalo».

El Reina fluvial atravesó una amplia abertura en un alto muro circular que sobresalía sobre el río. En su interior, un largo muelle circundaba un puerto redondeado. Los marineros aferraron las últimas velas y se sirvieron de los remos para encarar la popa a la escollera. En torno al largo muelle, los otros barcos que habían descendido por el no estaban atracando en sus amarraderos entre las embarcaciones ya ancladas. El estandarte de la Llama Blanca había provocado una actividad febril en el embarcadero.

La Amyrlin subió a cubierta antes de que se hubiera amarrado la embarcación, pero los trabajadores portuarios tendieron una plancha a bordo tan pronto como hizo aparición. Leane caminó a su lado, con su bastón rematado por la llama en la mano, y las demás Aes Sedai desembarcaron tras ellas. Ninguna dirigió siquiera una mirada a Egwene y Nynaeve. Una delegación, compuesta de Aes Sedai ataviadas con chales que besaron ceremoniosamente el anillo de su dirigente, salió a recibir a la Amyrlin. El puerto rebullía con la descarga de los barcos y la llegada de la Sede Amyrlin; los soldados formaron al llegar a tierra y dispusieron troncos para efectuar la descarga. De las murallas se elevaron toques de trompetas que competían con las ovaciones de los espectadores.

—Por lo visto se ha olvidado de nosotras —se indignó Nynaeve—. Vamos. Nos las ingeniaremos solas.

Egwene sólo tenía ganas de seguir contemplando Tar Valon, pero siguió a su amiga hacia los camarotes con el fin de recoger el equipaje. Cuando volvieron a subir con los bultos en los brazos, los soldados y heraldos habían desaparecido, y también las Aes Sedai. Los obreros cerraban escotillas y bajaban cabos a la bodega.

En la cubierta, Nynaeve agarró por el brazo a un fornido sujeto vestido con una tosca camisa sin mangas.

—Nuestros caballos… —empezó a decir.

—Estoy ocupado —gruñó el hombre, soltando el brazo—. Todos los caballos serán conducidos a la Torre Blanca. —Las miró de arriba abajo—. Si tenéis tratos con la Torre, será mejor que vayáis allá. Las Aes Sedai no aprueban la tardanza en los novatos. —Otro hombre, que forcejeaba por sacar de la bodega un fardo atado a una soga, le gritó algo y su interlocutor se alejó de ellas sin más preámbulo.

Egwene intercambió una mirada con Nynaeve. Al parecer, se hallaban al cuidado de sí mismas.

Nynaeve abandonó el barco a grandes zancadas con una inflexible determinación en el semblante, pero Egwene atravesó con desaliento la plancha entre el olor a brea que despedían los muelles. «Tanto hablar de que querían que viniéramos, y ahora ya no parece importarles».

Unas amplias escaleras ascendían del puerto a un gran arco de piedra rojiza. Al llegar a él, Egwene y Nynaeve se detuvieron a contemplar la vista panorámica.

Cada uno de los edificios parecía un palacio, a pesar de que la mayor parte de los que se encontraban en las proximidades del arco contenían, a juzgar por los letreros que colgaban en sus puertas, posadas o tiendas. Había piedras elegantemente labradas por doquier y las líneas de cada estructura parecían diseñadas para complementar y resaltar la contigua, ofreciendo la imagen de un conjunto pensado en su totalidad. Algunas formas no semejaban edificios, sino gigantescas olas rompiéndose, descomunales conchas o fantásticos acantilados erosionados por el viento. Delante del portal de piedra había una gran plaza, con fuentes y árboles, y Egwene advirtió otra más allá. Las altas y gráciles torres se elevaban en el cielo, algunas unidas entre sí por medio de pasarelas. Y por encima de todo se alzaba una torre, mayor que las restantes, tan blanca como las propias Murallas Resplandecientes.

—Su belleza quita el aliento al contemplarla por primera vez —observó una voz de mujer tras ellas—. Por décima vez, a decir verdad. Y por centésima.

Egwene se volvió. La mujer era una Aes Sedai; Egwene estaba segura de ello, a pesar de que no llevara chal. Nadie más tenía ese semblante de edad indefinida. La certidumbre y la confianza de su actitud no hicieron más que confirmar dicha apreciación. Una ojeada a su mano mostró el anillo de oro con la forma de una serpiente que se mordía la cola. La Aes Sedai era algo entrada en carnes, con una cálida sonrisa, y una de las mujeres de aspecto más curioso que Egwene había visto. Su gordura no ocultaba los prominentes huesos de sus mejillas, sus ojos estaban inclinados y eran de un verde extremadamente pálido y su pelo tenía casi el color del fuego. Egwene apenas logró disimular su mirada desorbitada ante aquel cabello y esos ojos levemente ladeados.

—Obra de los Ogier, claro está —prosiguió la Aes Sedai— y la mejor conseguida, a decir de algunos. Una de las primeras ciudades construidas después del Desmembramiento. Por aquel entonces no había ni medio millar de personas aquí, sólo veinte hermanas, pero la levantaron de acuerdo a las necesidades futuras.

—Es una ciudad preciosa —alabó Nynaeve—. Se supone que hemos de ir a la Torre Blanca. Hemos venido aquí para recibir instrucción, pero, por lo visto, a todos los tiene sin cuidado si nos vamos o nos quedamos.

—Sí les importa —la disuadió la mujer, sonriendo—. He venido a recibiros, pero me he demorado hablando con la Amyrlin. Soy Sheriam, la Maestra de las Novicias.

—Yo no voy a incorporarme al noviciado —precisó con voz firme Nynaeve—. La propia Amyrlin ha dicho que iba a formar parte de las Aceptadas.

—Así me han informado. —Sheriam parecía divertirse—. Nunca he oído que hubiera habido un caso así, pero dicen que eres… excepcional. Recuerda, no obstante, que incluso una de las Aceptadas debe comparecer en mi estudio si se requiere su presencia. Es preciso violar más normas que en el caso de una novicia, pero dicha situación se ha producido. —Se volvió hacia Egwene como si no hubiera advertido el entrecejo fruncido de Nynaeve—. Y tú eres nuestra nueva novicia. Siempre es agradable ver llegar a una novicia. Tenemos demasiado pocas últimamente. Contigo son cuarenta, sólo cuarenta. Y no más de ocho o nueve de ellas serán elevadas a la condición de Aceptadas. Aunque no creo que debas preocuparte demasiado por ello, si trabajas duro y te aplicas con ahínco. La tarea es ardua, e incluso para alguien con el potencial que me han dicho que posees, no será fácil. Si no eres capaz de persistir, a pesar del grado de dureza, o si vas a ceder ante esa carga, es mejor que lo averigüemos ahora y te dejemos seguir tu camino en lugar de esperar a que seas una hermana de plenos derechos y otros dependan de ti. La vida de una Aes Sedai no es fácil. Aquí te prepararemos para sobrellevarla, si tienes madera para ello.

Egwene se preguntó. «¿Cederé ante esa carga?»

—Lo intentaré, Sheriam Sedai —prometió débilmente. «Y no voy a ceder».

Nynaeve la miró con preocupación.

—Sheriam… —se detuvo y aspiró profundamente—. Sheriam Sedai —pareció esforzarse por pronunciar el tratamiento—, ¿ha de ser tan duro para ella? La carne y la sangre tienen un límite de resistencia. Conozco… algo… de lo que deben soportar las novicias. Seguramente no es preciso tratar de derrumbarla sólo para averiguar hasta dónde llegan sus fuerzas.

—¿Te refieres a lo que te ha hecho hoy la Amyrlin? —Nynaeve enderezó la espalda; Sheriam tenía aspecto de intentar reprimir una sonrisa—. Ya te he dicho que he hablado con ella. No sufras por tu amiga. El entrenamiento de las novicias es duro, pero no tanto. Eso está reservado a las primeras semanas posteriores al acceso al grado de Aceptada. —Nynaeve la miró con semblante desencajado; Egwene pensó que iban a saltársele los ojos—. Para detectar a las pocas que puedan haber traspasado la barrera del noviciado sin cumplir la condiciones. No podemos correr el riesgo de tener entre nosotras a Aes Sedai plenamente formadas que se desmoronen ante la presión del mundo exterior. —La Aes Sedai puso un brazo sobre uno de los hombros de cada una de ellas. Nynaeve apenas pareció advertir adónde se dirigía—. Venid —les indicó Sheriam—, os acompañaré a vuestros aposentos. La Torre Blanca os espera.

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