39 La huida de la Torre Blanca

Egwene y Elayne inclinaban brevemente la cabeza ante cada grupo de mujeres con que se cruzaban. Mientras recorrían los pasadizos de la Torre Blanca, Egwene pensó que era un buen día para escapar, habiendo tantas mujeres procedentes de otros lugares en la Torre, demasiadas para que cada una de ellas dispusiera de la escolta de una Aes Sedai o una Aceptada. Solas o en pequeños grupos, vestidas con lujo o modestamente con prendas propias de una docena de tierras distintas, algunas todavía polvorientas a causa del viaje a Tar Valon, guardaban silencio y esperaban su turno para formular sus preguntas a las Aes Sedai o presentar sus peticiones. Algunas, damas, mercaderes o esposas de mercaderes, iban acompañadas de doncellas. Incluso había unos cuantos hombres que habían acudido a expresar solicitudes, los cuales se mantenían apartados evidenciando su incomodidad por hallarse en la Torre Blanca, y miraban inquietos a su alrededor.

Nynaeve, que iba a la cabeza, mantenía resueltamente la mirada al frente, haciendo ondear su capa tras ella, y caminaba con el paso decidido de quien sabe adónde se dirige —lo cual sabía, en efecto, con tal que nadie la detuviera— y está en pleno derecho de ir allí —lo cual era harina de otro costal, desde luego—. Vestidas ahora con las ropas que habían llevado a Tar Valon, no parecían en absoluto residentes de la Torre. Cada una de ellas había elegido su mejor vestido con la falda dividida para montar a caballo y capas de fina lana cargada de bordados. Mientras se mantuvieran alejadas de quienes pudieran reconocerlas —ya habían esquivado a varias que estaban familiarizadas con sus rostros—, Egwene pensaba que tenían posibilidades de lograrlo.

—Esto sería más apropiado para un paseo en el parque de algún señor que para cabalgar hasta la Punta de Toman —había comentado secamente Nynaeve cuando Egwene la ayudaba a abotonarse un vestido de seda gris con bordados de hebras doradas y flores con perlas en el pecho y las mangas—, pero puede que nos permita marcharnos inadvertidamente.

Ahora Egwene movió la capa y se alisó su propio vestido de seda verde con bordados dorados y lanzó una ojeada a Elayne, ataviada de azul y crema, esperando que Nynaeve hubiera estado en lo cierto. Por el momento, todo el mundo las había tomado por solicitantes, nobles o mujeres ricas al menos, pero tenía la sensación de que algo las delataría. Se sorprendió al advertir por qué: se sentía incómoda en aquel lujoso vestido después de haber llevado la sencilla prenda blanca de novicia durante los últimos meses.

Un reducido grupo de mujeres de pueblo, vestidas con oscuras prendas de resistente lana, les ofrecieron reverencias al pasar. Egwene miró atrás, a Min, tan pronto como se hubieron alejado. Min continuaba llevando los mismos pantalones y la holgada camisa de hombre bajo una chaqueta y capa masculinas, con un viejo sombrero de ala ancha doblado sobre su pelo corto.

—Una de nosotras ha de ser la criada —había dicho, riendo—. Las mujeres ataviadas como vosotras siempre tienen al menos una. Ya os arrepentiréis de no llevar mis pantalones si tenemos que correr.

Iba cargada con cuatro pares de alforjas repletas de ropa, pues el invierno llegaría seguramente antes de que regresaran. También llevaba paquetes con comida hurtada en la cocina, que les bastaría hasta cuando tuvieran ocasión de comprar más.

—¿Estás segura de que no puedo yo cargar con parte de eso, Min? —preguntó en voz baja Egwene.

—Son engorrosos —respondió Min con una sonrisa—, pero no pesan. —Parecía creer que todo era un juego o al menos pretendía darlo a entender—. Y la gente se extrañaría sin duda de que una elegante dama como tú transportara sus propias alforjas. Podrás cargar con las tuyas… y con las mías, si quieres, en cuanto hayamos… —Su sonrisa se desvaneció y susurró ferozmente—: ¡Aes Sedai!

Egwene trasladó la mirada al frente. Una Aes Sedai con largos y finos cabellos negros y una piel parecida al marfil envejecido se aproximaba por el corredor, escuchando a una mujer vestida con toscos ropajes campesinos y una capa remendada. La Aes Sedai todavía no las había visto, pero Egwene la reconoció; era Takima, del Ajah Marrón, que enseñaba la historia de la Torre Blanca y de las Aes Sedai y que podría identificar a una de sus alumnas a menos de cien metros.

Nynaeve tomó un pasillo lateral sin alterar el paso, pero allí una de las Aceptadas, una desgarbada mujer con el entrecejo siempre fruncido, se cruzó apresuradamente con ellas llevando de la oreja a una ruborizada novicia. Egwene tuvo que tragar saliva antes de recobrar el habla.

—Ésas eran Irella y Elsa. ¿Se habrán fijado en nosotras? —Era reacia a volver la vista atrás para comprobarlo.

—No —aseguró Min un momento después—. Sólo han visto nuestros vestidos. —Egwene espiró largamente el aliento contenido y oyó cómo Nynaeve hacía lo mismo.

—Quizá me estalle el corazón antes de que lleguemos a los establos —murmuró Elayne—. ¿Es así una aventura todo el tiempo, Egwene? ¿Tener el corazón en la boca y el estómago en los pies?

—Supongo que sí —reconoció Egwene.

Le costaba creer que hubo un tiempo en que anhelaba vivir aventuras, realizar algo peligroso y emocionante como los protagonistas de las historias. Ahora opinaba que la parte emocionante era lo que uno recordaba al volver la vista atrás y que las narraciones omitían un buen número de detalles desagradables y así lo comunicó a Elayne.

—De todas maneras —arguyó con firmeza la heredera del trono—, nunca hasta ahora había vivido algo emocionante y no era probable que lo hiciera mientras mi madre pueda impedirlo, lo cual hará hasta que la suceda en el trono.

—Callaos las dos —indicó Nynaeve. Se encontraban solas en el corredor y no se veía nadie en ninguna dirección. Señaló una angosta escalera que conducía abajo—. Eso debería ser lo que buscábamos. Si no he perdido la orientación con los giros y vueltas que hemos dado.

Comenzó a bajar por ellas como si a pesar de todo estuviera segura y las demás la siguieron. La pequeña puerta daba, en efecto, al polvoriento patio del establo del sur, donde se guardaban los caballos de las novicias, para quienes poseyeran uno, hasta que volvieran a necesitar monturas, lo cual no se producía por norma general hasta que ascendían al rango de Aceptadas o eran enviadas de vuelta a casa. Tras ellas se elevaba la resplandeciente forma de la Torre, la cual cubría una gran extensión de terreno, rodeada de paredes más altas que las murallas de algunas ciudades.

Nynaeve entró con paso firme en el establo como si fuera su propietaria. En su interior reinaba un agradable olor a heno y a caballo y dos largas hileras de pesebres se alejaban hacia las sombras, veteadas por la luz que entraba por las rejillas de ventilación. Curiosamente, Bela y la yegua gris de Nynaeve se encontraban cerca de las puertas. Bela asomó la cabeza por encima de la puerta de su compartimiento y saludó con un relincho a Egwene. Sólo había un mozo de cuadra a la vista, un tipo de aspecto apacible con barba cana que mascaba una paja.

—Queremos que nos ensillen los caballos —le dijo Nynaeve con su tono de voz más autoritario— Esos dos. Min, busca tu caballo y el de Elayne. —Min depositó las alforjas en el suelo y se adentró en la caballeriza con Elayne.

El criado la miró ceñudo y se sacó lentamente la paja de la boca.

—Debe de haber algún error, señora. Esos animales…

—Son nuestros —afirmó tajantemente Nynaeve, cruzando los brazos de manera que quedara bien visible el anillo con la serpiente—. Vais a ensillarlos ahora mismo.

Egwene retuvo el aliento; habían decidido que, como recurso de emergencia y si tenían dificultades, Nynaeve trataría de hacerse pasar por una Aes Sedai con quien pudiera aceptarla como tal. Ninguna Aes Sedai ni Aceptada lo haría, por supuesto, y probablemente ni siquiera una novicia, pero un mozo de cuadra…

El hombre miró parpadeando el anillo de Nynaeve y luego elevó la mirada hacia ella.

—Me han ordenado dos —dijo por fin, en absoluto impresionado—. Una de las Aceptadas y una novicia. No han mencionado nada acerca de que hubiera cuatro.

Egwene sintió deseos de reír. Sin duda Liandrin no las había creído capaces de obtener los caballos por sus propios medios.

Nynaeve pareció decepcionada y endureció el tono de voz.

—Vais a sacar esos caballos y a ensillarlos, o de lo contrario necesitaréis que Liandrin os cure, suponiendo que ella esté dispuesta a hacerlo.

El mozo de cuadra articuló el nombre de Liandrin, pero tras una ojeada al rostro de Nynaeve se ocupó de los caballos sin emitir más que un par de murmullos, tan quedos que sólo eran audibles para él. Min y Elayne regresaron con sus monturas en el momento en que él acababa de ajustar la segunda cincha. La de Min era un animal castrado de color terroso y la de Elayne una yegua baya de cuello arqueado.

Una vez que hubieron montado, Nynaeve volvió a dirigirse al mozo de cuadra.

—No dudo que os habrán indicado que guardéis silencio sobre esto, y eso sigue vigente tanto si somos dos como doscientas. Si no lo creéis así, pensad en lo que hará Liandrin si propagáis lo que os han ordenado callar.

Cuando salían de la cuadra, Elayne le lanzó una moneda y murmuró:

—Para vos, buen hombre. Os habéis portado bien. —Afuera, cruzó la mirada con Egwene y sonrió—. Madre dice que un palo y un poco de miel siempre son más efectivos que un palo solo.

—Espero que no necesitemos ni lo uno ni lo otro con los guardias —aventuró Egwene—. Confío, en que Liandrin haya hablado también con ellos.

En la Puerta de Tarlomen, no obstante, que atravesaba el alto muro del lado sur de la Torre, no hubo modo de deducir si alguien había prevenido a los guardias o no, pues éstos las dejaron pasar con una rápida reverencia sin apenas dirigirles la mirada. Ellos tenían en principio la función de obstruir la entrada a los sujetos peligrosos y, por lo visto, no tenían órdenes concernientes a quienes salían.

Una fresca brisa fluvial les proporcionó una excusa para levantarse las capuchas de las capas mientras cabalgaban lentamente por las calles de la ciudad. El repiqueteo de las herraduras de sus caballos sobre el pavimento se confundió con el murmullo de las multitudes que llenaban las calles y la música que emanaba de algunos de los edificios junto a los que pasaron. Las gentes vestían ropas de todos los países, desde la moda oscura y austera de Cairhien a los llamativos colores propios del Pueblo Errante, y todos los estilos intermedios, diseminados en torno a ellas como la corriente de un río que lame una roca, pero el gentío las obligaba a avanzar a paso lento.

Egwene no prestó atención a las fabulosas torres con sus puentes colgantes ni a las edificaciones que aparentaban ser olas rompientes o acantilados esculpidos por el viento, o conchas de caprichosas formas más que algo construido a partir de la piedra. Las Aes Sedai salían con frecuencia a la ciudad, y entre aquel gentío era posible que toparan con alguna de ellas sin previa señal de aviso. Pasado un rato advirtió que sus compañeras se mantenían tan alerta como ella, pero aun así sintió un inmenso alivio al divisar la arboleda Ogier.

Los Grandes Árboles eran ahora visibles más allá de los tejados, con sus amplias copas que despuntaban a cien o doscientos metros en el aire. Imponentes robles y olmos, cedros y abetos, parecían enanos a su lado. La arboleda, de más de dos kilómetros de diámetro, estaba cercada por una especie de muro compuesto por una interminable serie de arcos de piedra en espiral de diez metros de alto y veinte de ancho. En la parte exterior del cerco, la calle rebullía de carromatos, carros y personas, mientras que en su interior reinaba la soledad y la calma. La arboleda no presentaba el aspecto domesticado de un parque ni la completa distribución fortuita de las profundidades boscosas, sino que más bien parecía ser el ideal de la naturaleza, como si en ella se plasmaran los bosques más perfectos, las florestas más hermosas que podían existir. Algunas de las hojas ya habían comenzado a virar de color, e incluso las pequeñas manchas de anaranjado, amarillo y rojo entre el verde se le antojaban a Egwene la apariencia exacta que había de presentar el follaje otoñal.

Unas cuantas personas paseaban a corta distancia de las arcadas, y ninguna de ellas desvió dos veces la mirada hacia ellas cuando prosiguieron cabalgando bajo los árboles. Pronto perdieron de vista la ciudad e incluso los sonidos que de ella procedían quedaron amortiguados y luego contenidos por la masa arbórea. A tan sólo unos pasos de ella, la ciudad parecía hallarse ya a kilómetros de distancia.

—El linde norte de la arboleda, ha dicho —murmuró Nynaeve, escrutando en derredor—. No hay ningún paraje más al norte que… —Calló de repente cuando de un bosquecillo de saúcos surgieron dos caballos, una oscura y lustrosa yegua con un jinete y un mulo de carga.

La yegua se encabritó cuando Liandrin tensó con violencia las riendas. El rostro de la Aes Sedai era la viva imagen de la furia.

—¡Os he dicho que no hablarais con nadie de esto! ¡Con nadie! —Egwene percibió linternas en la carga del mulo, lo cual le pareció un detalle extraño.

—Ellas son amigas —comenzó a explicar Nynaeve, irguiendo la espalda, pero Elayne la interrumpió.

—Perdonadnos, Liandrin Sedai. No nos lo han dicho; lo hemos escuchado. No era nuestra intención oír algo que no debiéramos, pero lo hemos oído. Y nosotras también queremos ayudar a Rand al’Thor. Y a los otros chicos, desde luego —se apresuró a agregar.

Liandrin examinó a Elayne y Min con ojos entornados. El sol del atardecer, cuyos rayos inclinados se filtraban por el ramaje, dejaba en sombras sus caras bajo las capuchas de las capas.

—Bien —dictaminó al fin, todavía observándolas—. Había dado instrucciones para que se ocuparan de vosotras, pero ya que estáis aquí, estáis aquí. Cuatro pueden realizar este viaje al igual que dos.

—¿Que se ocuparan de nosotras, Liandrin Sedai? —inquirió Elayne—. No lo comprendo.

—Hija, es de todos sabido que tú y la otra sois amigas de estas dos. ¿No crees que hay quienes os someterían a interrogatorio cuando se dieran cuenta de que se habían ido? ¿Piensas que el Ajah Negro sería considerado contigo sólo porque eres la heredera de un trono? Si os hubierais quedado en la Torre Blanca, tal vez no estaríais vivas al amanecer. —Aquello las sumió a todas en el silencio, pero Liandrin volvió grupas y gritó—: ¡Seguidme!

La Aes Sedai las condujo hacia el interior de la espesura, hasta que llegaron a una alta verja de hierro coronada por una hilera de estacas extremadamente afiladas, la cual abrió Liandrin con una gran llave que sacó de la capa; luego les hizo señas para que la atravesaran, volvió a cerrarla tras ellas y continuó cabalgando. Una ardilla chilló en una rama y de algún lugar llegó el vivo repiqueteo de un pájaro carpintero.

—¿Adónde vamos? —preguntó Nynaeve. Liandrin no contestó, y Nynaeve miró con enfado a las demás—. ¿Por qué estamos adentrándonos en estos bosques? Debemos cruzar un río o de lo contrario tomar un barco, si vamos a abandonar Tar Valon, y no hay ningún puente ni barco en…

—Hay esto —anunció Liandrin—. La verja mantiene apartados a quienes podrían hacerse daño, pero nosotras lo necesitamos hoy. —Lo que señaló fue una alta y gruesa losa, al parecer de piedra, clavada en el suelo, con un lado decorado con intrincados grabados que representaban sarmientos y hojas.

A Egwene se le atenazó la garganta; de improviso cayó en la cuenta de la razón por la que Liandrin había llevado linternas y no le gustó la conclusión a la que había llegado.

—Una puerta de Atajo —oyó susurrar a Nynaeve.

Ambas recordaban demasiado bien los Atajos.

—Lo hicimos una vez —dijo tanto para sí como para Nynaeve—. Podemos volver a hacerlo. —«Sí Rand y los demás nos necesitan, debemos ayudarlos. No cabe otra postura».

—¿Es realmente…? —comenzó a inquirir Min con voz entrecortada, sin poder acabar de formular la pregunta.

—Una puerta de Atajo —musitó Elayne— Pensaba que ya no podían utilizarse los Atajos. Al menos, no creía que su uso estuviera permitido.

Liandrin, que había desmontado ya, extrajo la hoja en forma de trébol de Avendesora de entre las demás esculpidas; como dos enormes puertas bordadas con sarmientos vivos, las dos losas se abrieron deslizándose, revelando lo que parecía ser un plateado espejo traslucido que devolvía su reflejo oscureciéndolo.

—No tenéis por qué venir —advirtió Liandrin—. Podéis esperarme aquí, a salvo tras la verja hasta que venga a recogeros. Tal vez el Ajah Negro os encuentre antes que nadie. —Su sonrisa era desapacible. Tras ella, la puerta del Atajo se abrió de par en par y se paró.

—No he dicho que no quisiera ir —señaló Elayne que, a pesar de ello, dirigió una mirada de añoranza al bosque que iba poblándose de sombras.

—Si vamos a viajar por aquí —propuso Min con voz ronca—, entremos de una vez. —Estaba contemplando la puerta de Atajo y a Egwene le pareció oírla murmurar—: La Luz te consuma, Rand al’Thor.

—Debo entrar la última —precisó Liandrin—. Entrad todas. Yo iré detrás. —Estaba mirando la arboleda, ahora, como si recelara de que hubiera alguien siguiéndolas—. ¡Deprisa! ¡Deprisa!

Egwene ignoraba qué era lo que Liandrin esperaba ver, aunque, probablemente, si alguien se acercaba trataría de impedir que hicieran uso del Atajo. «Rand, cabeza de chorlito —pensó—, ¿por qué no puedes por una vez buscarte algún tipo de problemas que no me obliguen a actuar como la heroína de un relato?»

Hincó los talones en los flancos de Bela, y la yegua de enmarañado pelambre, inquieta a causa de la larga permanencia en el establo, se puso en marcha de un salto.

—¡Despacio! —gritó Nynaeve, pero ya era tarde.

Egwene y Bela se adentraron en su propio reflejo apagado. Dos caballos de revuelto pelambre se rozaron los hocicos y parecieron fluir uno hacia el otro. Egwene se fundió con su propia imagen sintiendo una gélida conmoción. El tiempo pareció discurrir con mayor lentitud, como si el frío fuera apoderándose de ella cubriendo retazos del grosor de un cabello, en cada uno de los cuales se demorara varios minutos.

De improviso Bela trastabilló en una negrura completa, con tal brusquedad que casi desarzonó a su jinete. Después se detuvo y permaneció quieta, temblando, mientras Egwene se apresuraba a desmontar y le palpaba las patas en la oscuridad para ver si se había herido. Casi agradecía la lobreguez, Pues ésta encubría el rubor de su rostro. Sabía que el tiempo, al igual que la distancia, era distinto al otro lado de la puerta de un Atajo, pese a lo cual se había puesto irreflexivamente en movimiento.

A su alrededor todo estaba negro, salvo el rectángulo de la puerta abierta que, desde ese lado, era como una ventana de vidrio ahumado. No dejaba pasar la luz, como si las tinieblas la presionaran, pero a su través Egwene veía a las otras, moviéndose con pasmosa lentitud, cual protagonistas de una pesadilla. Nynaeve insistía en sostener las linternas para alumbrarlas, a lo que Liandrin accedió de mala gana, haciendo, al parecer, hincapié en la necesidad de apresurarse.

Cuando Nynaeve hubo atravesado la entrada, conduciendo su yegua gris con exasperante lentitud, Egwene casi echó a correr para abrazarla, y al menos la mitad de su entusiasmo se debía a la linterna que llevaba. Ésta despedía una aureola luminosa menor de la que cabía esperar, pues la oscuridad cercaba a la luz, tratando de recluirla en su fuente, pero Egwene había comenzado a sentir la opresión de las tinieblas, como si éstas pesaran realmente. En lugar de realizar un comentario al respecto, se limitó a decir:

—Bela está bien y yo no me he roto la crisma tal como me merecía.

En un tiempo había habido luz en los Atajos, antes de que la infección del Poder con el que se habían creado originalmente, la infección del Oscuro sobre el saidin, hubiera comenzado a corromperlos.

Nynaeve le tendió el mango de la linterna y se volvió para sacar otra de debajo de la cincha de su silla.

—Mientras seas consciente de que lo merecías —murmuró—, —no te lo mereces. —De repente rió entre dientes—. A veces pienso que fueron sentencias como éstas más que otra cosa las que dieron lugar al título de Zahorí. Bueno, aquí tienes otra. Rómpete la crisma y yo me encargaré de curarla para poder rompértela de nuevo.

Dichas ocurrencias expresadas a la ligera suscitaron la hilaridad de Egwene… hasta que recordó dónde se hallaba. El buen humor de Nynaeve tampoco duró mucho rato.

Min y Elayne atravesaron dubitativamente la puerta del Atajo, llevando a sus caballos del ronzal y linternas en la otra mano, sin duda esperando encontrar como mínimo monstruos al acecho. Al principio mostraron alivio, al no hallar nada más que oscuridad, pero pronto la opresión de ésta les hizo bascular con nerviosismo el peso del cuerpo de un pie a otro. Liandrin volvió a colocar en su sitio la hoja de Avendesora y cabalgó a través de la puerta, que ya se cerraba, sosteniendo las riendas del mulo de carga.

La Aes Sedai no aguardó a que la entrada terminara de cerrarse, sino que, entregando las riendas del mulo a Min sin pronunciar palabra alguna, emprendió camino a lo largo de una línea blanca apenas perceptible a la luz de la linterna. El suelo parecía de piedra, corroída y picada por ácido. Egwene montó apresuradamente a lomos de Bela, pero no mostró mayor vehemencia en seguir a Liandrin que las demás. El mundo parecía haber quedado reducido al tosco suelo que hollaban los cascos de las monturas.

Con un curso tan certero como el de una flecha, la línea blanca conducía entre la oscuridad a una gran losa de piedra cubierta con escritura Ogier incrustada en plata, la cual interrumpía en algunos lugares el mismo desgaste que presentaba el suelo.

—Una guía —murmuró Elayne, girándose sobre la silla para mirar con inquietud a su alrededor—. Elaida me enseñó algunas cosas sobre los Atajos, pero no quiso revelar muchos detalles. No los suficientes —añadió con pesar—. O tal vez fueron demasiados.

Liandrin comparó tranquilamente la guía con un pergamino, que introdujo luego en un bolsillo de la capa sin dar ocasión a que Egwene pudiera siquiera ojearlo.

Sus candiles no producían más que una reducida aureola de luz, menor de la que podía esperarse de ellas, la cual se detenía de improviso en lugar de ir perdiendo intensidad en los bordes, pero que bastó para que Egwene distinguiera una amplia balaustrada de piedra, carcomida en algunos puntos, mientras la Aes Sedai se alejaba de la guía. Una isla, la llamó Elayne; con la oscuridad era difícil calcular su tamaño, pero Egwene creyó que tendría casi un centenar de metros de diámetro.

La barandilla estaba atravesada por numerosos puentes y rampas, junto a cada uno de los cuales se alzaba un poste de piedra marcado con una sola línea en alfabeto Ogier. Los puentes parecían estar suspendidos en el vacío, y las rampas subían y bajaban. Era imposible percibir más que su comienzo al cabalgar a su lado.

Parándose sólo para lanzar una ojeada a los postes, Liandrin tomó una rampa descendente y pronto no distinguieron más que el suelo de ésta y las tinieblas. Un silencio descorazonador se cernía sobre todas las cosas; Egwene tenía la impresión de que incluso el repiqueteo de las herraduras de los caballos sobre la áspera piedra quedaba amortiguado más allá del círculo de luz.

La rampa discurría en una interminable pendiente, curvándose sobre sí misma, hasta desembocar en otra isla, con su balaustrada rota entre puentes y pasarelas y su guía, que Liandrin cotejó con su pergamino. Aquella isla, al igual que la anterior, parecía formada por piedra sólida. Egwene deseó no tener el convencimiento de que la primera isla se hallaba directamente encima de sus cabezas.

Nynaeve tomó la palabra de improviso, expresando en voz alta los pensamientos de Egwene. Ésta sonaba con firmeza, a pesar de lo cual hubo de parar para tragar saliva en medio de la exposición.

—Es… es posible —acordó con desánimo Elayne, quien giró los ojos hacia arriba para bajarlos rápidamente hacia el suelo—. Elaida dice que las normas que rigen la naturaleza no funcionan en los Atajos. Al menos no de la misma manera que en el exterior.

—¡Luz! —murmuró Min. Luego alzó la voz— ¿Cuánto tiempo pretendéis que permanezcamos aquí?

Las trenzas de color de miel de la Aes Sedai oscilaron cuando ella se volvió para observarlas.

—Hasta que os lleve afuera —respondió lacónicamente—. Cuanto más me importunéis, más tiempo transcurrirá. —Volvió a inclinarse para examinar el pergamino y la guía.

Egwene y sus amigas guardaron silencio.

Liandrin siguió cabalgando de guía a guía, por rampas y puentes que parecían estar tendidos sin apoyo alguno entre la interminable oscuridad. Como apenas les prestaba atención, Egwene llegó a preguntarse si en caso de que alguna de ellas quedara rezagada, Liandrin volvería grupas para ir a buscarla. Las otras posiblemente abrigaban iguales dudas, pues todas cabalgaban arracimadas pisando los talones a la oscura yegua.

A Egwene le sorprendió comprobar que todavía sentía la atracción del saidar, tanto la presencia de la mitad femenina de la Fuente Verdadera como el deseo de tocarla, de encauzar su flujo. Por algún motivo había pensado que la contaminación del Oscuro en los Atajos evitaría que lo notara. Al cabo de un tiempo, también percibió dicha contaminación. Esta era leve y no guardaba ninguna relación con el saidar, pero estaba persuadida de que alargar la mano hacia la Fuente Verdadera allí sería como sumergir el brazo en sucio y grasiento humo para alcanzar una taza limpia. Cuanto hiciera quedaría mancillado. Por primera vez en varias semanas no tuvo dificultades en resistir a la fascinación del saidar.

Sería probablemente noche bien entrada en el exterior de los Atajos cuando, en una isla, Liandrin desmontó de improviso y anunció que se detendrían para cenar y dormir y que había comida en la carga del mulo.

—Racionadla —indicó, sin molestarse en asignar la tarea—. Tardaremos casi dos días en llegar a la Punta de Toman. No querría que llegarais hambrientas si habéis sido tan necias de no traer alimentos por vuestra cuenta. —Desensilló y trabó su yegua con movimientos rápidos y luego se sentó en la silla, esperando que una de ellas le llevara algo de comer.

Elayne le llevó una rebanada de pan y queso. Como era evidente que no deseaba su compañía, las cuatro muchachas dieron cuenta de su exigua cena apartadas de ella, sentadas en las sillas de montar, arrimadas entre sí. La oscuridad reinante más allá de las linternas no contribuyó a que aquélla fuera una cena alegre.

—Liandrin Sedai —preguntó Egwene al cabo de unos minutos—, ¿qué pasará si encontramos el Viento Negro? —Min pronunció el nombre con tono interrogativo y Elayne dio un chillido—. Moraine Sedai dijo que no podía ser destruido, ni siquiera recibir daños de consideración, y yo siento la infección de este lugar aguardando para deformar todo cuanto hagamos con el Poder.

—No vais siquiera a pensar en la Fuente a menos que yo os lo indique —replicó con dureza Liandrin—. Si una de vosotras intentara encauzar el Poder aquí, en los Atajos, seguramente enloquecería como un hombre. No tenéis la práctica para enfrentaros a la contaminación de los hombres que crearon esto. Si el Viento Negro aparece, yo me encargaré de él. —Frunció los labios, centrando la mirada en un pedazo de queso blanco—. Moraine no posee tantos conocimientos como cree. —Se introdujo el queso en la boca, sonriendo.

—No me gusta —murmuró Egwene, en voz baja para que la Aes Sedai no pudiera oírla.

—Si Moraine puede trabajar con ella —observó tranquilamente Nynaeve—, también podemos hacerlo nosotras. No es que me caiga mejor Moraine que Liandrin, pero si están volviendo a entrometerse en la vida de Rand y de los otros… —Guardó silencio, subiéndose la capa. La oscuridad no era fría, pero daba la impresión de que debiera serlo.

—¿Qué es el Viento Negro? —inquirió Min. Cuando Elayne se lo hubo explicado, intercalando un buen número de datos aportados por Elaida y su madre, Min suspiró—. El Entramado tiene un montón de detalles de los que debe responder. No sé si existe algún hombre que merezca que nos sometamos a estos riesgos.

—No tenías por qué venir —le recordó Egwene—. Habrías podido marcharte cuando quisieras. Nadie habría intentado impedirte que abandonaras la Torre.

—Oh, habría podido escabullirme —replicó con tono irónico Min—. Tan sencillamente como tú o Elayne. El Entramado no tiene en cuenta nuestros deseos. —Hizo una pequeña pausa antes de proseguir—. Egwene, ¿qué ocurrirá si, después de todos los sacrificios que haces por él, Rand no se casa contigo? ¿Qué pensarías si se casara con alguna desconocida, o con Elayne o conmigo? ¿Qué sentirías?

—Madre no lo aprobaría de ningún modo —objetó Elayne con una risa ahogada.

Egwene permaneció callada un momento. Era posible que Rand no viviera para casarse con nadie. Y si lo hiciera… No podía imaginar a Rand hiriendo a alguien. «¿Ni siquiera después de volverse loco?» Tenía que haber alguna manera de detener ese curso inexorable, de modificarlo; las Aes Sedai sabían muchas cosas y tenían un gran poder. «Si pudieran detenerlo, ¿por qué no lo hacen?» La única respuesta era que porque no estaba en sus manos hacerlo, y ésa no era la que ella deseaba.

—No creo que yo vaya a casarme con él —contestó al fin, tratando de imprimir ligereza a su voz—. Las Aes Sedai no suelen desposarse, como sabéis. Pero, en tu caso, no depositaría mi corazón en él. Ni en el tuyo, Elayne. No creo que… —Se le atenazó la garganta, y tosió para disimular—. No creo que se case nunca. Pero, si lo hace, hago votos por la felicidad de quien acabe con él, aunque sea una de vosotras. —Le pareció que su tono era convincente—. Es tozudo como una mula y obstinado en no ver sus defectos, pero es bondadoso. —Se le quebró la voz, lo cual logró encubrir riendo.

—Por más que digas que no te importa —arguyó Elayne—, me parece que aún lo verías con menos buenos ojos que mi madre. Él es muy interesante, Egwene; más interesante que cualquiera de los hombres que he conocido, aunque sea un pastor. Si eres lo bastante tonta para deshacerte de él, tuya será la culpa si decido enfrentarme a ti y a mi madre a un tiempo. No sería la primera vez que el príncipe de Andor carece de títulos antes de desposarse. Pero no serás tan estúpida, de modo que no intentes hacer ver que lo harás. Sin duda elegirás el Ajah Verde y lo convertirás en uno de tus Guardianes. Las únicas Verdes que conozco que tengan un solo Guardián están casadas con ellos.

Egwene le siguió el juego, declarando que si llegaba a ser una Verde tendría diez Guardianes.

Min la observaba, ceñuda, y Nynaeve miraba a Min pensativamente. Todas se quedaron silenciosas llegado el momento en que se cambiaron, sustituyendo sus vestidos por ropas más adecuadas para viajar. No era fácil mantener el ánimo.

Egwene tardó en conciliar el sueño y éste fue un duermevela visitado por pesadillas. En éstas no apareció Rand, sino el hombre de ojos de fuego, el cual no tenía el rostro velado con una máscara en aquella ocasión, lo que dejaba a la vista un horrible laberinto de quemaduras casi cicatrizadas. Se limitó a mirarla y reír, pero aquello fue peor que los sueños posteriores, en los cuales la perseguía el Viento Negro. Recibió casi con agradecimientos el golpe que Liandrin le dio en las costillas con la bota de montar para despertarla; se sentía como si no hubiera dormido.

Liandrin las obligó a mantener una dura marcha al día siguiente, o lo que hizo las veces de tal con las linternas como único sol, sin permitirles parar para dormir hasta que ya oscilaban sobre las sillas. La piedra constituía un duro lecho, pero Liandrin las hizo levantar con rudos modales al cabo de pocas horas y apenas las esperó para montar y emprender camino. Rampas y puentes, islas y guías. Egwene vio tantos en aquellas imperturbables tinieblas que perdió la cuenta. Ya hacía tiempo que había perdido la noción de las horas o de los días transcurridos. Liandrin no autorizaba más que breves paradas para comer y dar reposo a los caballos, y la oscuridad pesaba sobre sus espaldas. Todas cabalgaban con los hombros hundidos como sacos de grano, salvo Liandrin. A la Aes Sedai no parecían afectarle el cansancio ni la oscuridad. Estaba tan fresca como lo había estado en la Torre Blanca, e igualmente fría. No consentía en que nadie lanzara una ojeada al pergamino que comparaba con las guías.

—No es algo que podáis comprender —contestó parcamente ante una pregunta de Nynaeve.

Y después, mientras Egwene parpadeaba con fatiga, Liandrin se alejó de la guía, no en dirección a otro puente o rampa, sino siguiendo una roída línea blanca que se perdía en la oscuridad. Egwene miró a sus amigas y todas se apresuraron a seguirla. Más adelante, a la luz del candil, la Aes Sedai ya estaba extrayendo la hoja de Avendesora de las formas esculpidas en una puerta de Atajo.

—Ya estamos aquí —anunció Liandrin, sonriendo—. Por fin os he traído a donde debéis ir.

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