24 Nuevos amigos y viejos enemigos

Egwene caminaba en pos de la Aceptada por los corredores de la Torre Blanca, entre tapices y pinturas que pendían de paredes tan blancas como la fachada de la torre, hollando sucios cubiertos de ornadas baldosas. El blanco vestido de la Aceptada era exactamente igual que el suyo, exceptuando las siete estrechas cintas de color en el borde de la falda y en los puños. Egwene frunció el entrecejo al mirar aquella prenda. Desde el día anterior Nynaeve llevaba también el vestido de Aceptada y no parecía sentir alegría por ello, ni por lucir el anillo de oro con la forma de una serpiente que se mordía la cola, símbolo de su nuevo rango. En las pocas ocasiones en que le había sido dado ver a la Zahorí, sus ojos parecían velados, como si hubieran visto cosas que deseaba fervientemente no haber presenciado.

—Aquí adentro —le informó escuetamente la Aceptada, señalando una puerta. Se llamaba Pedra y era una mujer bajita y enjuta, algo mayor que Nynaeve, con un invariable y enérgico tono de voz— Se te otorga este tiempo porque es tu primer día, pero espero que estés en la cocina cuando el gong de la hora Alta, ni un minuto más tarde.

Egwene hizo una reverencia y luego sacó la lengua a la espalda de la Aceptada, que ya se retiraba. A pesar de que hasta la víspera Sheriam no había anotado su nombre en el libro de las novicias, ya sabía que le desagradaba Pedra. Empujó la puerta y entró.

En la sencilla y reducida habitación de blancas paredes había una joven sentada en uno de los dos duros bancos, con una pelirroja melena desparramada sobre los hombros. El suelo carecía de alfombras, como era usual en las estancias que ocupaban las novicias. Egwene calculó que la muchacha tendría más o menos su misma edad, pero la dignidad y firmeza de su porte la hacían aparentar más años. De algún modo, el vestido de novicia, de tosco corte, lucía de otra manera en ella. Con más elegancia. Eso era.

—Me llamo Elayne —dijo—, y tú eres Egwene. —Ladeó la cabeza, observándola—. De Campo de Emond, en Dos Ríos. —Lo pronunció como si tuviera algún significado especial, pero prosiguió de corrido—. A las nuevas novicias se les asigna siempre durante unos días alguien que ya ha permanecido aquí una temporada, para ayudarlas a adaptarse. Siéntate, por favor.

Egwene tomó asiento en el otro banco, frente a Elayne.

—Pensaba que las Aes Sedai se ocuparían de mi aprendizaje ahora que ya soy una novicia, pero todo cuanto ha ocurrido hasta el momento es que Pedra me ha despertado dos horas antes del amanecer y me ha puesto a barrer los pasillos. Dice que también tendré que ayudar a fregar los platos después de la cena.

—Odio fregar platos —confesó Elayne, con una mueca de desagrado—. Nunca tuve que hacerlo… Bueno, eso no importa. De ahora en adelante recibirás instrucción a esta hora. Desde el desayuno hasta la hora Alta y luego de nuevo de la comida a la hora Trina. Si vas especialmente rápida o lenta, puede que también te tomen desde la cena a la hora Baja, pero ese rato está reservado por lo general a otras tareas. —Los azules ojos de Elayne adoptaron un aire pensativo—. Naciste con ello, ¿verdad? —Egwene asintió—. Sí, me pareció percibirlo. Lo mío también es innato. No te decepciones por no haberlo adivinado. Aprenderás a captar la habilidad en otra mujer. Yo tuve la ventaja de criarme cerca de una Aes Sedai.

Egwene sintió deseos de preguntar acerca de ello, «¿Quién crece junto a una Aes Sedai?», pero Elayne continuó hablando.

—Y tampoco te desilusiones si transcurre un tiempo hasta que seas capaz de conseguir algún logro. Con el Poder Único, me refiero. Incluso lo más simple lleva cierto tiempo. La paciencia es una virtud que debes incorporar. —Arrugó la nariz—. Sheriam Sedai siempre dice eso y no escatima esfuerzos para hacérnoslo aprender. Si intentas correr cuando ella te indica que camines, te hará presentarte en su estudio en un abrir y cerrar de ojos.

—Ya he recibido unas cuantas lecciones —señaló Egwene, tratando de adoptar un tono de modestia.

Se abrió al flujo del saidar, lo cual conseguía ahora con relativa facilidad, y sintió cómo su calidez le bañaba el cuerpo. Decidió intentar realizar lo más espectacular que podía lograr. Alargó la mano, y sobre ella se formó una reluciente esfera de pura luz. Ésta vacilaba, pues aún no conseguía mantenerla quieta, pero estaba allí.

Elayne extendió la mano, y otra bola de luz apareció encima de su palma. Aquélla también temblaba.

Elayne soltó de improviso una risita, y la esfera y la luz que la rodeaban se apagaron de inmediato.

—¿La has visto a mi alrededor? —inquirió con excitación—. Yo sí he visto el halo en torno a ti. Ésta ha sido la primera vez. ¿También lo ha sido para ti?

Egwene asintió, sumándose a las risas de la otra muchacha.

—Me gustas, Elayne. Creo que vamos a ser amigas.

—A mí también me lo parece, Egwene. Eres de Dos Ríos, de Campo de Emond. ¿Conoces a un chico llamado Rand al’Thor?

—Lo conozco. —De pronto Egwene recordó algo que le había contado Rand, una historia que ella no había creído, según la cual había caído de una Pared y aterrizado en un jardín, donde había encontrado a…—. Tú eres la heredera del trono de Andor —dedujo con asombro.

—Sí —contestó simplemente Elayne—. Si Sheriam Sedai llegara a oír que lo he mencionado, creo que ya estaría en su estudio antes de terminar de decir esto.

—Todas hacen comentarios acerca de las llamadas al estudio de Sheriam, incluso las Aceptadas. ¿Son tan severas sus reprimendas? A mí me parece una mujer amable.

Elayne titubeó y cuando se decidió a hablar lo hizo lentamente, sin mirarla a los ojos.

—Tiene una vara de sauce en la mesa. Dice que si no somos capaces de aprender las normas de una manera civilizada, nos las enseñará de otra. Existen tantas normas para las novicias que es muy difícil no violar ninguna —concluyó.

—Pero eso es… es horrible. Yo no soy una niña y tampoco lo eres tú. No pienso dejarme tratar como si lo fuera.

—Pero somos unas chiquillas. Las Aes Sedai, las hermanas de pleno derecho, son mujeres maduras. Las Aceptadas son jóvenes, lo bastante mayores para depositar en ellas un grado de confianza sin que nadie las esté vigilando en todo momento. Y las novicias son las niñas, que hay que proteger y cuidar, conducir al camino que deben seguir y castigar cuando no hacen lo que deben. Sheriam Sedai lo explica de esta forma. Nadie va a castigarte con motivo de las clases, a menos que trates de realizar algo que te han prohibido. Es duro no intentarlo a veces; verás que querrás encauzar el Poder con tanto apremio como pones en el acto de respirar. Pero si rompes demasiados platos porque estás pensando en las musarañas cuando deberías fregar, si le faltas al respeto a una Aceptada, si abandonas la Torre sin permiso, si diriges la palabra a una Aes Sedai antes de que hable ella primero o… Lo único que te resta es hacer cuanto esté en tu mano. No queda más remedio.

—Parece como si trataran de despertar en nosotras el deseo de marcharnos —protestó Egwene.

—Sí y no. Egwene, sólo hay cuarenta novicias en la Torre. Únicamente cuarenta, de las cuales no llegarán a Aceptadas más que siete u ocho. Ésa no es una cantidad suficiente, a decir de Sheriam. Según explica, no hay suficientes Aes Sedai para llevar a cabo los cometidos necesarios. Pero la Torre no puede rebajar sus requisitos, ni lo hará. Las Aes Sedai no pueden admitir como hermana a una mujer si no dispone de la habilidad, de la fuerza y del deseo. No pueden entregar el anillo y el chal a alguien que no sea capaz de encauzar bien el Poder, que se deje intimidar o que se eche atrás cuando las cosas se ponen difíciles. El entrenamiento y las pruebas ponen tanto énfasis en el encauzamiento como en la fortaleza y el deseo… Bueno, si quieres irte, te dejarán marchar. Una vez que tengas suficientes conocimientos como para no morir a causa de la ignorancia.

—Sheriam ya nos ha puesto al corriente de algo de esto —comentó Egwene—, pero nunca había pensado que faltaran Aes Sedai.

—Ella tiene una teoría al respecto. ¿Conoces la costumbre de la tría? ¿Entresacar del rebaño aquellos animales que tienen rasgos que no gustan? —Egwene asintió con impaciencia; nadie podía crecer entre corderos y desconocer la tría—. Sheriam Sedai opina que con la persecución de los hombres que podrían encauzar el Poder que viene llevando a cabo desde hace tres siglos el Ajah Rojo, estamos contribuyendo a la disminución de la capacidad de encauzar de toda la especie, aunque yo que tú no mencionaría esto en presencia de ninguna Roja.

Sheriam Sedai ha sostenido más de una acalorada discusión a raíz de esto, y nosotras no somos más que novicias.

—No lo haré, descuida.

—¿Está bien Rand? —preguntó Elayne tras una pausa.

Egwene sintió un súbito acceso de celos —Elayne era preciosa— que desapareció casi de inmediato bajo una oleada de temor. Rememoró lo poco que sabía del encuentro de Rand con la heredera del trono, y recobró la calma, diciéndose que no era posible que Elayne conociera la capacidad de Rand para encauzar el Poder.

—Egwene…

—Está bien dentro de lo que cabe. —«Espero que lo esté, ese necio cabeza de chorlito»—. Partía a caballo con algunos soldados shienarianos la última vez que lo vi.

—¡Shienarianos! El me dijo que era un pastor. —Sacudió la cabeza—. Me descubro pensando en él en las más imprevistas ocasiones. Elaida cree que de alguna manera es importante. No lo expresó abiertamente, pero ordenó que lo buscaran y se puso furiosa al enterarse de que había abandonado Caemlyn.

—¿Elaida?

—Elaida Sedai, la consejera de mi madre. Es del Ajah Rojo, pero a mi madre no parece importarle eso.

Egwene notó la boca seca. «Del Ajah Rojo y se interesa por Rand».

—No…, no sé dónde está ahora. Se fue de Shienar y no creo que regrese allí.

—Si supiera dónde encontrarlo, no se lo diría a Elaida, Egwene —advirtió Elayne, mirándola a los ojos—. Él no ha hecho nada malo, que yo sepa, y me temo que ella quiere servirse de él de algún modo. De todas maneras, no la he visto desde el día en que llegamos, con los Capas Blancas a la zaga. Todavía están acampados en la ladera del Monte del Dragón. —De improviso se puso en pie—. Hablemos de cosas más alegres. Hay otras dos aquí que también conocen a Rand y me gustaría presentarte a una de ellas. —Tomó a Egwene de la mano y la llevó afuera.

¿Dos muchachas? Al parecer Rand conocía muchas.

Todavía arrastrando a Egwene por el corredor, Elayne observó su expresión.

—Bueno, una de ellas es una chica muy perezosa llamada Elsa Grinwell. No creo que permanezca mucho tiempo aquí. Rehuye sus tareas y siempre se escapa para mirar cómo practican los Guardianes con la espada. Dice que Rand fue a la granja de su padre con un amigo suyo, Mat. Por lo visto le pusieron en la cabeza nociones acerca del mundo que se extendía más allá del siguiente pueblo y se fugó para convertirse en una Aes Sedai.

—Los hombres —murmuró Egwene—. Yo bailo unas cuantas danzas con un joven encantador y Rand pone una cara de mil demonios, pero él… —Se interrumpió cuando un hombre entró en el pasadizo delante de ellas. Elayne se detuvo también y le apretó la mano.

No había nada alarmante en su aspecto, aparte de su súbita aparición. Era alto y bien parecido, de mediana edad, con largos y rizados cabellos oscuros, Pero tenía los hombros caídos y la mirada triste. No hizo ademán de acercarse a Egwene y Elayne; se limitó a permanecer de pie, mirándolas, hasta que una de las Aceptadas apareció tras él.

—No deberíais estar aquí —le dijo sin brusquedad.

—Quería caminar. —Su voz era profunda y tan triste como sus ojos.

—Podéis caminar afuera en el jardín, donde os corresponde estar. El sol os sentará bien.

El hombre lanzó una amarga carcajada.

—¿Con dos o tres de vosotras vigilando todos mis pasos? Lo que ocurre es que teméis que encuentre un cuchillo. —Volvió a reír, habiendo percibido la expresión de los ojos de la Aceptada—. Para mí, mujer, para mí. Llevadme a vuestro jardín y a vuestros atentos ojos.

La Aceptada le tocó ligeramente el brazo y lo condujo afuera.

—Logain —le informó Elayne cuando hubo salido.

—¡El falso Dragón!

—Lo han amansado, Egwene. Ahora no es más peligroso que cualquier hombre ordinario. Pero recuerdo haberlo visto antes, cuando se necesitaban seis Aes Sedai a su alrededor para impedir que esgrimiera el Poder y nos destruyera a todos. —Se estremeció. Egwene también experimentó un escalofrío. Eso era lo que le haría el Ajah Rojo a Rand.

—¿Siempre han de amansarlos? —preguntó, y al ver cómo la observaba Elayne, boquiabierta, añadió—: Es que se me ocurre que las Aes Sedai podrían encontrar otra manera de tratarlos. Anaiya y Moraine afirman que las mayores hazañas de la Era de Leyenda requerían la aplicación conjunta del Poder por parte de hombres y mujeres. Pensé que podrían tratar de encontrar otros métodos.

—Bien, no dejes que ninguna hermana Roja escuche esos pensamientos en voz alta, Egwene. Lo intentaron. Lo hicieron durante los trescientos años posteriores a la construcción de la Torre Blanca, y renunciaron porque no había modo de encontrar otra solución. Vamos. Quiero presentarte a Min. Gracias a la Luz, no está en el jardín adonde va Logain.

Aquel nombre le sonaba vagamente familiar a Egwene quien, al ver a la joven, comprendió el porqué. Había un estrecho arroyo en el jardín, atravesado por un bajo puente de piedra, sobre cuya pared estaba sentada Min con las piernas cruzadas. Llevaba unos ajustados pantalones de hombre y una holgada camisa, que, junto con su oscuro cabello corto, le conferían el aspecto de un muchacho, si bien extraordinariamente guapo. Sobre la piedra de remate, a su lado, había una capa gris.

—Te conozco —dijo Egwene—. Trabajabas en la posada de Baerlon. —Una ligera brisa rizaba el agua bajo el puente y los pájaros trinaban en los árboles del jardín.

—Y tú eres una de esas que atrajeron sobre nosotros a los Amigos Siniestros que quemaron la casa —contestó, sonriendo, Min—. No, no te inquietes. El mensajero que vino a buscarme trajo dinero suficiente para que maese Fitch volviera a levantarla con un tamaño dos veces superior. Buenos días, Elayne. ¿No estás esclavizada con alguna lección? ¿Ni con cazuelas? —Lo preguntó con un tono de chanza, indicativo de una amistosa comprensión que Elayne confirmó con la mueca esbozada por respuesta.

—Veo que Sheriam todavía no ha conseguido meterte dentro de un vestido.

—Yo no soy una novicia —replicó Min, riendo pícaramente. Entonces imitó una voz aguda—. Sí, Aes Sedai. No, Aes Sedai. ¿Queréis que barra otro suelo, Aes Sedai? Yo —agregó, volviendo a adoptar su tono normal— me visto como quiero. —Se volvió hacia Egwene—. ¿Cómo está Rand?

Egwene frunció los labios. «Debería tener cuernos de carnero como un trolloc», pensó furiosa.

—Sentí que tu posada se incendiara y me alegro de que maese Fitch pudiera reconstruirla. ¿Por qué has venido a Tar Valon? Es evidente que no tienes intención de convertirte en una Aes Sedai. —Min enarcó una ceja, en lo que Egwene interpretó como una expresión divertida.

—Rand le gusta —explicó Elayne.

—Lo sé. —Min lanzó una ojeada a Egwene y por un instante ésta creyó percibir tristeza o pesar en sus ojos—. Estoy aquí —respondió prudentemente Min— porque me mandaron llamar, dándome a escoger entre venir cabalgando o atada dentro de un saco.

—Siempre lo cuentas exagerando —objetó Elayne— Sheriam Sedai vio la carta y dice que era una petición. Min ve cosas, Egwene. Por esa razón está aquí, para que las Aes Sedai puedan estudiar cómo lo hace. No tiene nada que ver con el Poder.

—Una petición —resopló Min—. Cuando una Aes Sedai solicita la presencia de alguien, su pedido es tan conminatorio como la orden de una reina respaldada por un centenar de soldados.

—Todo el mundo ve cosas —observó Egwene.

—No como Min. Ella ve… halos… alrededor de la gente. E imágenes.

—No siempre —puntualizó Min—. No con todas las personas.

—Y puede descubrir detalles sobre ellas a partir de las aureolas, aunque no estoy segura de que cuente siempre la verdad. Me dijo que tendría que compartir a mi marido con otras dos mujeres y que nunca me avendría a ello. No hace más que reírse y repetir que no ha sido ella quien inventó eso. Pero me auguró que sería una reina antes de saber quién era; dijo que veía una corona y que ésta era la Corona de la Rosa de Andor.

—¿Qué ves al mirarme a mí? —inquirió Egwene, a su pesar.

—Una llama blanca y… oh, todo tipo de cosas. Pero en realidad no sé lo que significa.

—No para de repetir eso —terció secamente Elayne—. Una de las cosas que vio al mirarme fue una mano cortada. Dice que no es la mía, pero que no sabe lo que significa.

—Porque no lo sé —aseguró Min—. Ignoro el significado de la mitad de las cosas.

El crujido de unas botas en el paseo las hizo volverse para mirar a dos jóvenes que llevaban las camisas y chaquetas en los brazos y tenían los torsos desnudos y espadas envainadas en las manos. Egwene pensó que jamás había visto un hombre más atractivo que aquel alto y esbelto y a un tiempo musculoso joven que se movía con la agilidad de un gato. De pronto advirtió que él se inclinaba sobre su mano, que sin siquiera darse cuenta ella había tomado en la suya, Y se estrujó el cerebro tratando de recordar el nombre que había oído.

—Galad —murmuró. El joven la miró con sus oscuros ojos. Era mayor que ella, mayor que Rand. Al pensar en Rand, tuvo un sobresalto y recobró la conciencia de la realidad.

—Y yo soy Gawyn —anunció, sonriendo, el otro joven—, ya que no creo que lo hayas escuchado la primera vez. —Min también sonreía y sólo Elayne fruncía el entrecejo.

Egwene recordó de repente la mano que aún retenía Galad y la soltó.

—Si vuestras obligaciones lo permiten —propuso Galad— me gustaría volver a veros, Egwene. Podríamos pasear o, si os dan permiso para salir de la Torre, merendar fuera de la ciudad.

—Me… me encantaría.

La incomodaban las alborozadas sonrisas de Min y Gawyn y el entrecejo aún fruncido de Elayne. Trató de recobrar el aplomo, de pensar en Rand. «Es tan… guapo». Dio un respingo, temerosa de haber hablado en voz alta.

—Hasta entonces. —Desprendiendo finalmente la mirada de sus ojos, Galad dedicó una reverencia a Elayne—. Hermana. —Flexible como un junco, se alejó caminando por el puente.

—Ese —murmuró Min, mirándolo— siempre hará lo que es debido. Sin tener en cuenta si con ello hiere a alguien.

—¿Hermana? —inquirió Egwene. Elayne todavía tenía la expresión levemente malhumorada—. Me ha parecido que era tu… Quiero decir que por la cara que has puesto… —Había creído que Elayne estaba celosa y aún no estaba segura de lo contrario.

—No soy su hermana —aseveró con firmeza Elayne—. Me niego a serlo.

—Nuestro padre era su padre —aclaró Gawyn—. No puedes negar eso, a menos que quieras tratar de embustera a nuestra madre y para eso, creo, habría que tener más arrestos de los que disponemos entre los dos.

Por primera vez, Egwene reparó en que Gawyn tenía el mismo cabello dorado con tonalidades rojizas que Elayne, si bien algo más oscuro y rizado por el sudor.

—Min tiene razón —comentó Elayne—. Galad carece del más mínimo sentido humanitario. Para él el deber está por encima de la clemencia, de la piedad o de… No es más humano que un trolloc.

—De eso no sé nada. —Gawyn volvió a sonreír—. Pero no lo parece, a juzgar por la manera como miraba a Egwene, aquí presente. —Percibió su mirada, y la de su hermana, y levantó las manos como si quisiera ahuyentarlas con su espada enfundada—. Además, es la persona más diestra en el manejo de la espada que he visto. Los Guardianes sólo tienen que enseñarle algo una vez, y ya lo ha aprendido. Me hacen sudar como un condenado para aprender la mitad de lo que hace Galad sin esforzarse.

—¿Y ser bueno con la espada ya es suficiente? —espetó Elayne—. ¡Hombres! Egwene: como ya habrás adivinado, este tonto medio desnudo es mi hermano. Gawyn, Egwene conoce a Rand al’Thor. Son del mismo pueblo.

—¿Sí? ¿Nació realmente en Dos Ríos, Egwene?

Egwene se obligó a asentir con naturalidad. «¿Qué es lo que sabe?»

—Desde luego. Crecí con él.

—Desde luego —convino lentamente Gawyn—. Un tipo bien extraño. Un pastor, según dijo, aun cuando no tuviera el aspecto ni los modales propios de un campesino. ¡Qué extraño! He encontrado a toda clase de personas que conocían a Rand al’Thor. Algunas ni siquiera conocen su nombre, pero la descripción no podía corresponder a nadie más, y él ha cambiado el curso de las vidas de cada una de ellas. Había un viejo granjero que fue a Caemlyn sólo para ver a Logain, cuando lo llevaron a la ciudad de camino hacia aquí, y que se quedó, no obstante, para dar su respaldo a nuestra madre cuando comenzaron a producirse los disturbios. A causa de un joven que había salido a ver mundo, el cual le había hecho pensar que la vida era más amplia que su granja: Rand al’Thor. Cualquiera se inclinaría a pensar que es ta’veren. No cabe duda de que Elaida está interesada en él—. Me pregunto si el hecho de haberlo conocido modificará el curso de nuestras vidas.

Egwene miró a Elayne y Min. Tenía la certeza de que ellas no podían sospechar con razones fundadas que Rand fuera realmente ta’veren. Nunca hasta entonces había reflexionado en ese aspecto; él era Rand y había recibido la maldición de poder encauzar el Poder. Pero los ta’veren movían a la gente, tanto si lo querían como si no.

—De veras me gustáis —declaró de súbito, abarcando a las dos muchachas en su gesto—. Quiero ser amiga vuestra.

—Y yo tuya —respondió Elayne.

Impulsivamente, Egwene la abrazó y luego Min se unió a ellas.

—Las tres estamos unidas —dijo Min— y no podemos permitir que ningún hombre se entrometa en esto. Ni siquiera él.

—¿Le importaría a alguna de vosotras explicarme qué sucede? —inquirió amablemente Gawyn.

—No lo entenderías —contestó su hermana, y las tres muchachas prorrumpieron en un coro de risas.

—Bueno, si tiene algo que ver con Rand al’Thor, aseguraos de que no os oiga Elaida. Desde que llegamos ha venido a importunarme tres veces, como si de un interrogador Capa Blanca se tratara. No creo que tenga intención de causarle ningún… —Se sobresaltó; había una mujer que cruzaba el jardín, una mujer con un chal de flecos rojos—. Nombra al Oscuro —citó— y éste aparecerá. No necesito escuchar otro sermón sobre la obligación de usar la camisa cuando estoy fuera del campo de práctica. Buenos días a todas.

Elaida dedicó una ojeada a la espalda de Gawyn mientras se acercaba al puente. A juicio de Egwene, era una mujer atractiva más que hermosa, pero su aspecto de edad indefinida evidenciaba su condición con tanta certeza como el chal; sólo las hermanas ascendidas recientemente carecían de ese rasgo. Cuando posó la mirada sobre Egwene, ésta advirtió de pronto una dureza en su rostro. Siempre había considerado a Moraine como a alguien fuerte, una fortaleza de acero cubierta de seda, pero Elaida no recurría a la cobertura de seda.

—Elaida —dijo Elayne—, ésta es Egwene. Ella también nació con la simiente. Y ya ha recibido algunas clases, por lo que está en la misma fase que yo.

El semblante de la Aes Sedai aparecía inexpresivo.

—En Caemlyn, hija, yo soy la consejera de la reina, tu madre, pero esto es la Torre Blanca, y tú, una novicia. —Min hizo ademán de irse, pero Elaida la contuvo bruscamente—. Quédate, muchacha. Quiero hablar contigo.

—Os conozco desde que era niña, Elaida —replicó, incrédula, Elayne—. Me habéis visto crecer y habéis hecho florecer jardines en invierno para que pudiera jugar.

—Hija, allí eras la heredera del trono. Aquí eres una novicia. Debes aprenderlo. ¡Un día serás insigne, pero debes aprender!

—Sí, Aes Sedai.

Egwene estaba estupefacta. Si alguien la hubiera desairado de ese modo delante de otras personas, se habría enfurecido.

—Ahora idos las dos. —Un gong dejó oír su voz honda y resonante, y Elaida ladeó la cabeza. El sol se hallaba a medio trecho de su cenit—. Hora Alta —dijo Elaida—. Debéis apresuraros si no queréis recibir más reprimendas. Elayne, después de realizar tu trabajo ve a ver a la Maestra de las Novicias a su estudio. Una novicia no dirige la palabra a las Aes Sedai a menos que se lo ordenen. Corred las dos. Vais a llegar tarde. ¡Deprisa!

Corrieron, con las faldas arremangadas. Egwene observó a Elayne. Ésta tenía las mejillas sonrojadas y un aire resuelto en la expresión.

—Seré una Aes Sedai —declaró quedamente Elayne, pero su afirmación sonó como una promesa.

Tras ellas, Egwene oyó la voz de la Aes Sedai:

—Según tengo entendido, hija, Moraine Sedai te trajo aquí.

Quería quedarse para escuchar, para oír si Elaida hacía preguntas acerca de Rand, pero el gong resonaba en la Torre Blanca, y debía acudir a sus quehaceres. Corrió, obedeciendo la orden de Elaida.

—Seré una Aes Sedai —gruñó. Elayne le dedicó una breve sonrisa comprensiva y ambas aceleraron el paso.


Min tenía la camisa pegada al cuerpo cuando al fin abandonó el puente. No era un sudor causado por el sol, sino por el interrogatorio de Elaida. Miró hacia atrás para cerciorarse de que no la siguiera la Aes Sedai, pero no la vio en ningún sitio.

¿Cómo sabía Elaida que Moraine la había mandado llamar? Min estaba convencida de que aquello era un secreto del que únicamente participaban ella, Moraine y Sheriam. Y todas aquellas preguntas sobre Rand… No había sido fácil mantener el semblante impasible y la vista fija mientras le decía a la cara a una Aes Sedai que nunca había oído hablar de él ni sabía nada al respecto. «¿Qué quiere de él? Luz, ¿qué quiere Moraine de él? ¿Qué es él? Luz, no quiero enamorarme de un hombre que sólo he visto una vez, y un campesino precisamente».

—Así te ciegue la Luz, Moraine —murmuró—. Sean cuales sean los motivos por los que me trajiste aquí, ¡sal del lugar donde te escondes y dime que me puedo ir!

La única respuesta fue el dulce canto de los pájaros. Malhumorada, se alejó en busca de un rincón donde calmar su furia.

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