37 El reino de lo posible

Alar se alejó con porte digno de la puerta del Atajo, en contraste con la evidente ansiedad que mostraban por alejarse de ella. Mat miraba al frente con vehemencia y Hurin parecía confiado, mientras que Loial tenía visos de estar más preocupado por la posibilidad de que Alar cambiase de opinión acerca de su partida que por otra cosa. Rand no apresuró el paso mientras tiraba de las riendas de Rojo, pues abrigaba la sospecha de que Verin no se proponía hacer uso de la Piedra por ella misma.

La gris columna de piedra se erguía cerca de un haya de treinta metros de altura y tres de diámetro, que Rand habría considerado como un ejemplar de excepcional tamaño de no haber visto antes los Grandes Árboles. No había ninguna valla de aviso allí; únicamente algunas florecillas silvestres que asomaban entre el espeso mantillo de hojas del bosque. El Portal de Piedra estaba roído por la intemperie, pero los símbolos que lo cubrían eran todavía descifrables.

Los soldados shienarianos se dispersaron formando un holgado círculo en torno a la Piedra y a los que iban a pie.

—Lo pusimos en pie —explicó Alar— cuando lo encontramos hace muchos años, pero no lo movimos. Parecía… que se resistiera a cambiar de lugar. —Se encaminó directamente a él y apoyó su gran mano en la piedra— siempre lo he considerado un símbolo de lo que se ha perdido, de lo que ha caído en el olvido. En la Era de Leyenda habrían podido estudiarlo y comprender su funcionamiento. Para nosotros, en cambio, no es más que una piedra.

—Más que eso, confío. —La voz de Verin era cada vez más animada—. Mayor, os agradezco vuestra ayuda. Excusad la falta de formalidad de nuestra despedida, pero la Rueda no detiene su curso por ninguna mujer. Al menos no perturbaremos más la paz de vuestro stedding.

—Hicimos regresar a los albañiles de Cairhien —replicó Alar—, pero aun así nos mantenemos al corriente de lo que sucede en el mundo. Falsos Dragones, la Gran Cacería del Cuerno… Lo oímos y seguimos con nuestras plácidas vidas. No creo que el Tarmon Gai’don nos permita seguir haciéndolo. Adiós, Aes Sedai. Adiós a todos y que la mano del Creador os dé cobijo. —Se detuvo para dedicar una breve ojeada a Loial y una última mirada admonitoria a Rand antes de desaparecer entre los árboles, seguida por Juin.

Se oyeron crujir las sillas con los nerviosos movimientos de los soldados. Ingtar recorrió con la mirada el círculo que componían.

—¿Es esto necesario, Verin Sedai? Aun cuando sea factible… Ni siquiera sabemos si los Amigos Siniestros se han llevado realmente el Cuerno a la Punta de Toman. Sigo pensando que puedo conseguir que Barthanes…

—Aun cuando no tengamos la certeza —lo atajó suavemente Verin—, la Punta de Toman es un lugar tan adecuado como cualquier otro para proseguir nuestra búsqueda. En más de una ocasión os he oído afirmar que cabalgaríais hasta Shayol Ghul para recobrar el Cuerno. ¿Acaso os echáis atrás ahora? —Señaló la Piedra situada bajo la lisa corteza del árbol.

—Yo no me arredro ante nada —contestó Ingtar, irguiendo la espalda—. Llevadnos a la Punta de Toman o a Shayol Ghul y, si allí está el Cuerno, os seguiré.

—Eso está muy bien, Ingtar. Ahora, Rand, tú has sido transportado por un Portal de Piedra más recientemente que yo. Ven. —Le hizo señal de acercarse y él condujo a Rojo hacia la Piedra.

—¿Habéis utilizado un Portal de Piedra? —preguntó Rand, mirando por encima del hombro para cerciorarse de que nadie estuviera suficientemente cerca para oírlos—. Entonces no me necesitáis —concluyó con un suspiro de alivio.

—Jamás he usado una Piedra —aclaró con voz calma Verin—. Por eso dije que tú lo has hecho más recientemente que yo. Soy perfectamente consciente de mis limitaciones. Sería destruida antes de haber encauzado el Poder suficiente para activar un Portal de Piedra. Pero dispongo de algunos conocimientos al respecto que te servirán de ayuda.

—Pero yo no sé nada. —Rodeó la columna, mirándola de arriba abajo—. Lo único que recuerdo es el símbolo que representa nuestro mundo. Selene me lo enseñó, pero no lo veo aquí.

—Desde luego que no, porque ésta es una piedra ubicada en nuestro mundo, y los símbolos sirven para viajar a otro mundo. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué no daría yo por hablar con esa chica? O mejor dicho, por poner las manos en ese libro suyo. Existe la creencia generalizada de que del Desmembramiento no se salvó ninguna copia íntegra de Los espejos de la Rueda. Serafelle siempre me dice que hay más libros perdidos de los que imagino, esperando a que alguien los localice. Bien, es inútil preocuparse ahora por eso. Sé algunas cosas. Los Símbolos de la mitad superior de la Piedra representan los mundos. No todos los mundos posibles, claro está. Al parecer, no todas las Piedras conectan a la totalidad de los mundos, y los Aes Sedai de la Era de Leyenda creían que había más mundos inaccesibles por medio de las Piedras. ¿No ves nada que te despierte un recuerdo?

—Nada. —Si encontrara el símbolo correcto, podría utilizarlo para localizar a Fain y el Cuerno, para salvar a Mat, para impedir que Fain causara daño a las gentes de Campo de Emond. Asimismo, de encontrarlo, habría de entrar en contacto con el saidin. Quería salvar a Mat y detener a Fain, pero no deseaba tocar el saidin. Temía encauzar el Poder y, a un tiempo, lo ansiaba como ansía comer un muerto de hambre. —No recuerdo nada.

Verin exhaló un suspiro.

—Los símbolos de la parte inferior indican Piedras de otros parajes. Si conocieras el funcionamiento, podrías trasladarnos, no a esta misma Piedra en otro mundo, sino a una de esas otras de ahí, o incluso a una de este mundo. Era algo similar a Viajar, pero de la misma manera que nadie recuerda cómo Viajar, nadie recuerda tampoco el funcionamiento de esto. Sin dicho conocimiento, el hecho de intentarlo podría acarrear nuestra destrucción. —Apuntó a dos sinuosas líneas paralelas cruzadas por un curioso trazo, grabadas en la base de la columna—. Eso indica una Piedra de la Punta de Toman. Es una de las Piedras cuyos símbolos conozco, la única de las cuales he visitado. Y lo que aprendí… después de soportar las nieves en las Montañas de la Niebla y atravesar medio congelada el llano de Almoth puede resumirse en nada. ¿Juegas a dados o cartas, Rand al’Thor?

—Mat es el jugador. ¿Por qué?

—Sí. Bueno, creo que vamos a dejarlo al margen de esto. Hay otros signos que reconozco.

Con un dedo recorrió el contorno de un rectángulo que contenía ocho dibujos muy parecidos, un círculo y una flecha, en la mitad de los cuales la flecha se hallaba en el interior del círculo mientras que en los otros su punta atravesaba la circunferencia. Las flechas apuntaban a izquierda, derecha, arriba y abajo, y alrededor de cada una de las circunferencias había una línea, distinta en cada caso, que Rand tomó por una inscripción, a pesar de estar trazada en un alfabeto desconocido para él, formado por líneas curvadas que repentinamente se convertían en angulosos ganchos para adoptar nuevamente su tendencia sinuosa.

—Al menos —prosiguió Verin—, sé algo sobre ellos. Cada uno simboliza un mundo, cuyo estudio permitió finalmente la creación de los Atajos. Éstos no son todos los mundos estudiados, pero sí los únicos cuyos símbolos conozco. Y aquí es donde comienza el juego. Ignoro cómo es cualquiera de esos mundos. Se cree que hay unos en los que un año dura sólo un día y otros en los que un día dura un año. Se supone que existen algunos donde pereceríamos solamente con respirar su aire y otros donde el sentido de lo real es tan intangible que uno puede perder la cabeza. No quiero imaginar lo que pasaría si nos encontráramos en uno ellos. Debes escoger. Como diría mi padre, ha llegado el momento de lanzar el dado.

Rand contemplaba las líneas, sacudiendo la cabeza.

—Podría ocasionar la muerte de todos, si eligiera mal.

—¿No estás dispuesto a correr ese riesgo? ¿Por el Cuerno de Valere? ¿Por Mat?

—¿Por qué anheláis tanto correrlo vos? Ni siquiera sé si soy capaz de hacerlo. No… surte efecto siempre que lo intento. —Sabía que nadie se había acercado, pero de todas maneras miró en derredor. Todos aguardaban en un holgado círculo alrededor de la Piedra, mirando, pero no lo bastante próximos para escucharlos—. A veces el saidin está simplemente ahí. Lo noto, pero daría igual que estuviera en la luna porque no puedo tocarlo. E incluso si funciona, ¿qué ocurrirá si nos trasladamos a un lugar donde no podemos respirar? ¿De qué le servirá a Mat? ¿O al Cuerno?

—Tú eres el Dragón Renacido —aseveró tranquilamente la mujer—. Oh, cabe la posibilidad de que mueras, pero no creo que el Entramado te deje perecer hasta que haya terminado de tejer sus hilos en torno a ti. Por otra parte, la Sombra acecha ahora en el Entramado y ¿quién puede prever de qué manera afecta su urdimbre? Lo único que puedes hacer es seguir tu destino.

—Yo soy Rand al’Thor —gruñó—. No soy el Dragón Renacido. No pienso ser un falso Dragón.

—Eres lo que eres. ¿Vas a elegir o piensas quedarte aquí plantado hasta que muera tu amigo?

Rand oyó cómo le rechinaban los dientes y disminuyó la presión de la mandíbula. Por lo que a él respectaba, los símbolos hubieran podido ser todos iguales, y la inscripción, el arañazo de una pata de gallina. Al fin escogió uno, con una flecha que apuntaba a la izquierda porque ésa era la dirección en que se hallaba la Punta de Toman, una flecha que atravesaba el círculo porque había abierto un camino en busca de la libertad, tal como él deseaba. Tenía ganas de reír; unos detalles tan insignificantes iban a decidir el destino de sus vidas.

—Aproximaos más —ordenó Verin a los demás—. Será mejor que estéis más cerca. —Obedecieron sin apenas vacilar—. Es hora de comenzar —añadió cuando se reunieron a su alrededor.

Se echó la capa atrás y puso las manos en la columna, pero Rand vio cómo lo miraba por el rabillo del ojo. Era consciente de las toses nerviosas y los carraspeos de los hombres, de la maldición proferida por Ino a alguien que se había quedado rezagado, de un desalentado chiste de Mat, de la manera ruidosa como Loial tragaba saliva. Se envolvió con el vacío.

Esta vez fue muy sencillo. La llama consumió el miedo y las pasiones y desapareció casi antes de que se propusiera invocar su imagen, dejando únicamente la vacuidad y el rutilante saidin, nauseabundo, atormentador, mareante, seductor. Se abrió a él… y éste lo hinchió, lo colmó de vida. No movió ni un músculo, pero sintió como si estuviera temblando a causa del flujo del Poder que lo recorría. El símbolo se formó solo, una flecha atravesando un círculo, flotando más allá del vacío, tan duro como la materia sobre la que estaba labrado. Dejó que el Poder Único manara de él hacia el símbolo.

El símbolo osciló, tembló.

—Algo está ocurriendo —anunció Verin—. Algo…

El mundo tembló.


La cerradura de hierro cayó rodando por el suelo de la granja, y Rand arrojó la ardiente hervidora del té a la cabeza con cuernos de macho cabrío de una enorme figura que se recortó bajo el dintel, sobre el fondo de la oscura Noche de Invierno.

—¡Corre! —gritó Tam. Después arremetió con la espada y alcanzó al trolloc, pero éste consiguió arrastrarlo con él en su caída.

En la puerta se agolpaban otras criaturas con negras mallas y rostros humanos deformados con hocicos, picos y cuernos, que hicieron girar sus puntiagudas hachas manchadas de sangre y atacaron a Tam con espadas extrañamente curvadas mientras éste trataba de levantarse.

—¡Padre! —gritó Rand.

Desenvainó el cuchillo que llevaba al cinto, se precipitó a socorrer a su padre, y un nuevo grito brotó de su garganta cuando la primera estocada le atravesó el pecho.

La sangre manaba a borbotones de su boca, y una voz susurraba en el interior de su cabeza: «He vuelto a ganar, Lews Therin».

Un destello…


Rand porfiaba por retener el símbolo, vagamente consciente de la voz de Verin.

— …no es…

El Poder lo desbordaba como el cauce de un río una crecida.

Un destello…


Rand llevaba una existencia feliz después de casarse con Egwene e intentaba no caer presa de la melancolía cuando daba en pensar que debería haber vivido algo más, algo diferente. Las noticias del mundo exterior llegaban a Dos Ríos con los buhoneros y los mercaderes que acudían a comprar lana y tabaco, y siempre referían nuevos conflictos, que protagonizaban los falsos Dragones surgidos por doquier. Llegó un año en que ni los mercaderes ni los buhoneros los visitaron y a su regreso anunciaron que los ejércitos de Artur Hawkwing, o, más exactamente, de sus descendientes, habían retornado. Las antiguas naciones se habían desgajado, decían, y los nuevos dueños del mundo, que utilizaban Aes Sedai encadenadas en las batallas, habían derruido la Torre Blanca y regado con sal el suelo donde se asentaba Tar Valon. Ya no quedaban Aes Sedai.

Todo ello apenas modificaba el curso de las cosas en Dos Ríos. Todavía había que seguir sembrando los campos, esquilando ovejas y criando corderos. Tam tuvo nietos y nietas que hacer saltar sobre las rodillas antes de ser enterrado junto a su esposa, y la vieja granja se amplió con nuevas habitaciones. Egwene se convirtió en la Zahorí y, según la opinión generalizada, era aún más hábil de lo que había sido la anterior, Nynaeve al’Meara. Seguramente los lugareños estaban en lo cierto, pero las curas que habían surtido efectos milagrosos sobre los otros apenas si lograban preservar la vida de Rand contra las enfermedades que constantemente parecían amenazarla. Fue tornándose cada vez más sombrío y huraño, atormentado por la idea de que ésa no era la vida que debía haber llevado. Egwene se asustaba cuando lo aquejaba el mal humor, pues cuando se hallaba en tal estado solían ocurrir cosas extrañas —tormentas que ella no había detectado al escuchar el viento, incendios en el bosque—, pero ella lo amaba y cuidaba de él y mantenía a raya sus accesos de locura, aun cuando algunos murmuraran que Rand al’Thor no estaba en sus cabales y era peligroso.

Tras su muerte, pasó largas horas solo, sentado junto a su tumba, anegando de lágrimas su barba moteada de gris. Las enfermedades regresaron y él iba consumiéndose; perdió los dos últimos dedos de la mano derecha y uno del pie, sus orejas parecían cicatrices, y los hombres comentaban entre murmullos que olía a podrido. Su estado de ánimo era cada vez más lúgubre.

Sin embargo, cuando las espantosas noticias llegaron a Dos Ríos, nadie se negó a aceptarlo a su lado. Trollocs, Fados y seres desconocidos habían abandonado en tropel la Llaga y los nuevos amos del mundo eran incapaces de contenerlos a pesar del inmenso poder que tenían. Entonces Rand tomó el arco que aún podía disparar con los dedos que le restaban y partió cojeando con quienes marchaban a la orilla norte del río Taren, hombres procedentes de todos los pueblos, granjas y moradas de Dos Ríos, armados con arcos, hachas, jabalinas y espadas que habían permanecido guardadas, oxidándose, en los desvanes. Rand llevaba una espada también, con una garza en la hoja, que había encontrado tras la muerte de Tam, si bien ignoraba cómo había de manejarla. Las mujeres los acompañaron, cargando con todo tipo de armas que hallaron a su alcance. Algunos reían, comentando que tenían la extraña sensación de que ya habían hecho lo mismo anteriormente.

Y en el Taren las gentes de Dos Ríos se enfrentaron a los invasores, interminables hileras de trollocs capitaneados por personajes de pesadilla, los Fados, bajo un estandarte tan negro que parecía absorber la luz. Al ver el pendón, Rand creyó que la locura había hecho nuevamente presa en él, pues se le antojó que aquélla era la finalidad de su vida, combatir esa insignia. Disparó todas las flechas contra ella, con el curso certero que permitían su pericia y el vacío, sin inmutarse por los trollocs que se abrían paso hacia el río ni por los hombres y mujeres que agonizaban a su alrededor. Fue uno de esos trollocs quien lo traspasó, antes de adentrarse corriendo en Entre Ríos en busca de sangre. Y mientras yacía a orillas del Taren, contemplando el cielo que el crepúsculo oscurecía, con la respiración cada vez más débil, oyó una voz que decía: «He vuelto a ganar, Lews Therin».

Un destello.


El círculo y la flecha se retorcieron, formando ondulantes líneas paralelas que él apartó con esfuerzo de su mente.

—…bien. Algo… —Era la voz de Verin.

El Poder lo poseía con furia.

Un destello…


Tam trató de consolar a Rand cuando Egwene cayó enferma y pereció justo una semana antes de su boda. Nynaeve también lo intentó, pero ella misma se hallaba muy afectada, puesto que a pesar de toda su habilidad curativa no tenía noción de qué era lo que había conducido a la muerte a la muchacha. Rand había permanecido sentado fuera de la casa de Egwene mientras ella agonizaba y no parecía haber ningún lugar en el Campo de Emond adonde ir en el cual dejara de oír sus gritos. Sabía que no podía quedarse allí. Tam le entregó una espada con la marca de la garza y a pesar de no darle una explicación muy verosímil acerca de la manera como un arma de esa categoría había ido a parar a manos de un pastor de Dos Ríos, le enseñó a utilizarla. El día en que partió Rand, Tam le entregó una carta que, a su decir, podría servirle de ayuda si quería enrolarse en el ejército de Illian, lo abrazó y dijo:

—Nunca tuve otro hijo ni deseé tenerlo. Regresa con una esposa como lo hice yo, a ser posible, pero regresa de todos modos.

En Baerlon le robaron el dinero y la carta de recomendación, estuvo a punto de quedarse sin espada, y conoció a una mujer llamada Min que le dijo unas cosas tan alocadas sobre él mismo que finalmente abandonó la ciudad para alejarse de ella. Su vagabundeo lo condujo a Caemlyn, donde su pericia en el manejo de la espada le permitió ocupar un puesto en la guardia real. A veces contemplaba a la heredera del trono, Elayne, y en tales ocasiones le asaltaba la curiosa sensación de que ésa no era la existencia que supuestamente había de llevar, de que su vida debía tener otro contenido. Elayne, por supuesto, no le prestaba ninguna atención. Se casó con un príncipe de Taren, aun cuando éste no pareció hacerla feliz. Rand era un simple soldado, antaño un pastor de un pequeño pueblo tan apartado en los confines occidentales del reino que únicamente las líneas de los mapas lo conectaban todavía con Andor. Además, tenía mala reputación, como hombre que padecía violentos arrebatos de furia.

Algunos afirmaban que estaba loco, y en épocas normales tal vez ni su habilidad como espadachín lo hubiera salvado de ser expulsado del cuerpo de guardia, pero aquéllos eran tiempos malos. Los falsos Dragones prosperaban como las malas hierbas. Cada vez que reducían a uno, surgían varios más que se proclamaban, hasta el punto de que la guerra se abatió sobre todas las naciones. Y la estrella de Rand remontó altura, pues había averiguado el secreto de su locura, un secreto que sabía debía guardar para sí: era capaz de encauzar el Poder. Siempre había lugares y ocasiones, en una batalla, en que un discreto uso del Poder, lo bastante insignificante para no ser advertido entre la confusión, contribuía a su buena suerte. A veces no lograba conseguir resultados, pero en general tenía éxito. Sabía que no estaba en su juicio y ello lo tenía sin cuidado. Entonces se vio aquejado de una corrosiva enfermedad, que tampoco lo inquietó, como no preocupó a nadie más, pues habían recibido noticias de que los ejércitos de Artur Hawkwing habían regresado para reclamar la tierra.

Rand iba a la cabeza de un millar de hombres cuando las guardias reales cruzaron las Montañas de la Niebla —ni se le ocurrió desviarse para visitar Dos Ríos, pues por aquel entonces apenas se acordaba de su región— y fue él quien capitaneó la guardia cuando sus quebrantados supervivientes se retiraron atravesando las mismas cumbres. Recorrió todo Andor luchando entre hordas de refugiados que huían de sus tierras y cuando llegó a Caemlyn, muchos de sus habitantes la habían abandonado ya y eran muchas las voces que aconsejaban que el ejército retrocediera en sus posiciones, pero Elayne, que era la reina entonces, juró no salir de Caemlyn. A pesar de que ella ni siquiera fijó la mirada en su cara ulcerada, marcada por las cicatrices de su enfermedad, él no podía dejarla y, de ese modo, lo que restaba de la guardia real se preparó para defender a la soberana mientras su pueblo huía.

El Poder acudió a él en el transcurso de la batalla en que se jugaba la suerte de Caemlyn y con él arrojó rayos y fuego a los invasores y abrió la tierra bajo sus pies y, sin embargo, volvió a invadirlo el sentimiento de que él había nacido para cumplir otro destino. A pesar de sus hazañas, los enemigos superaban con creces su número y ellos también disponían de mujeres capaces de encauzar el Poder. Al final, un relámpago lo arrancó de la muralla de palacio y allá en el suelo, sangrando, con los huesos rotos y lleno de quemaduras, respirando ruidosamente con los últimos estertores, oyó una voz que susurraba: «He vuelto a ganar, Lews Therin».

Un destello…


Rand forcejeaba por mantener el vacío, vacilante ante las embestidas del mundo que aparecía y se esfumaba intermitentemente, por retener el símbolo mientras un millar de ellos pasaban vertiginosamente junto a la superficie del vacío. Porfió por centrarse en una sola imagen.

—¡… no es éste! —gritó Verin.

No había nada fuera del Poder.

Un destello…, un destello… un destello…


Era un soldado. Era un pastor. Era un mendigo, y un rey. Era granjero, juglar, marino, carpintero. Había nacido, vivido y muerto como un Aiel. Murió loco, murió descomponiéndose, murió de una enfermedad, en un accidente, de vejez. Lo ejecutaron y las multitudes vociferaban celebrando su muerte. Se había proclamado como Dragón Renacido y había hecho ondear su estandarte en el cielo; rehuyó el Poder y se ocultó; vivió y murió sin saberlo. Mantuvo a raya la locura y la enfermedad durante años; sucumbió a ellas en los meses transcurridos entre dos inviernos. A veces Moraine llegaba y se lo llevaba solo o con sus amigos que habían sobrevivido a la Noche de Invierno; otras no aparecía. En ocasiones era otra la Aes Sedai que iba a buscarlo, en algunas del Ajah Rojo. Egwene se casó con él; Egwene, con semblante severo y la estola de la Sede Amyrlin, encabezó a las mujeres que lo amansaron; Egwene, con lágrimas en los ojos, le clavó una daga en el corazón y él le dio las gracias al morir. Amó a otras mujeres, se casó con otras. Elayne, Min y la rubia hija de un granjero que conoció de camino a Caemlyn, y mujeres que nunca había visto antes. Vivió todas esas vidas. Un centenar de vidas. Más. Tantas que no podía contarlas. Y al final de cada una de ellas, mientras yacía agonizante, cuando exhalaba el último hálito de vida, una voz le susurraba al oído: «He vuelto a ganar, Lews Therin».

Destello destello destello destello destello destello destello destello.

El vacío se desvaneció y el saidin se separó de él, y entonces Rand cayó tan estrepitosamente que se habría quedado sin resuello de no haberse encontrado ya medio aturdido. Notó la tosquedad de la piedra bajo las mejillas y en las manos. Estaba fría.

Vio a Verin, postrada en el suelo tratando de incorporarse. Oyó que alguien vomitaba y alzó la cabeza. Ino estaba arrodillado, limpiándose la boca con el dorso de la mano. Todos estaban por los suelos y los caballos permanecían temblorosos, con las piernas rígidas y los ojos en blanco. Ingtar tenía la espada desenvainada y la mirada perdida, y apretaba con tanta fuerza la empuñadura que la hoja temblaba. Loial estaba sentado con las piernas extendidas, conturbado y con los ojos muy abiertos. Mat estaba hecho un ovillo, rodeando la cabeza con los brazos, y Perrin se clavaba los dedos en la cara como si quisiera arrancar de sí lo que había visto o quizá los ojos que habían sido testigos de aquello. Ninguno de los soldados presentaba mejor aspecto. Masema sollozaba y Hurin miraba en derredor como si quisiera echar a correr.

—¿Qué…? —Rand se detuvo para tragar saliva. Estaba tendido sobre una áspera piedra, medio enterrada—. ¿Qué ha pasado?

—Una oleada de Poder Único. —La Aes Sedai se puso trabajosamente en pie y se arrebujó en la capa, estremeciéndose—. Ha sido como si hubiéramos sido forzados… impulsados… Parecía como si hubiera surgido de la nada. Debes aprender a controlarlo. ¡Es imprescindible! Esa cantidad de Poder podría reducirte a cenizas.

—Verin, he… he vivido… Era… —Advirtió que la piedra sobre la que se encontraba era redondeada. El Portal de Piedra. Temblando, se levantó precipitadamente—. Verin, he vivido y he muerto no sé cuántas veces. Y en cada una todo era distinto, pero yo era el mismo. Era yo.

—Las líneas que unen los mundos de lo posible, trazadas por aquellos que conocían los Números del Caos. —Verin se estremeció; parecía hablar para sí—. Nunca he oído hablar de algo así, pero no hay razón por la que no hubiéramos podido nacer en esos mundos y, sin embargo, las vidas que llevaríamos serían diferentes. Por supuesto. Vidas diferentes para las distintas formas que hubiera podido adoptar la realidad.

—¿Es eso lo que ha pasado? ¿Yo… nosotros hemos visto lo que hubieran podido ser nuestras vidas? —«He vuelto a ganar, Lews Therin. ¡No! ¡Yo soy Rand al’Thor!»

Verin enfocó la mirada hacia él.

—¿Te sorprende que tu vida habría podido ser diferente si hubieras efectuado distintas elecciones, o te hubieran ocurrido otras cosas? Aunque nunca pensé que yo… Bueno. Lo importante es que estamos aquí. Aun cuando no de la manera prevista.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Los bosques del stedding Tsofu habían sido sustituidos por ondulantes llanuras. Le parecía distinguir árboles en el horizonte de poniente y unas cuantas colinas. Era mediodía cuando se habían reunido en torno a la Piedra del stedding, pero allí el sol se encontraba bajo, recortado en un cielo gris. Los pocos árboles cercanos tenían las ramas desnudas o sólo conservaban algunas hojas de vivos colores. Por el oeste llegaban frías ráfagas de viento, que barrían la hojarasca del suelo.

—En la Punta de Toman —respondió Verin—. Ésta es la Piedra que visité. No debieras haber intentado traernos directamente aquí. No sé qué ha fallado, ni creo que llegue a saberlo nunca, pero, a juzgar por los árboles, diría que nos encontramos a finales de otoño. Rand, no hemos ganado tiempo. Lo hemos perdido. Me parece que hemos tardado cuatro meses en llegar aquí.

—Pero, yo no…

—Debes dejar que te guíe en estas cosas. No puedo enseñarte, es cierto, pero tal vez pueda al menos evitar que te mates… y que de paso acabes con el resto de nosotros por sobrecargarte de Poder. Aun cuando no halles la muerte, si el Dragón Renacido consume su fuerza como una vela acabada, ¿quién se enfrentará al Oscuro entonces? —Se alejó hacia Ingtar, sin darle ocasión de formular protesta alguna.

El shienariano se sobresaltó cuando la Aes Sedai le tocó el brazo y levantó hacia ella una mirada delirante.

—Sigo la senda de la Luz —dijo con voz ronca—. Encontraré el Cuerno de Valere y acabaré con el poder de Shayol Ghul. ¡Lo haré!

—Desde luego que sí —lo apaciguó Verin. Le tomó la cara entre las manos y él espiró súbitamente, recobrándose de repente del estado en que se hallaba. Sus ojos, no obstante, todavía reflejaban el recuerdo de una pesadilla—. Bien —agregó—, con esto bastará. Voy a ver qué puedo hacer por los demás. Puede que aún recuperemos el Cuerno, pero el camino a seguir continúa igual de empinado.

Cuando se dirigió a los otros, junto a cada uno de los cuales se detuvo brevemente, Rand se acercó a sus amigos. Al intentar incorporar a Mat, éste dio una sacudida, se quedó mirándolo y después le agarró la chaqueta con ambas manos.

—Rand, nunca le contaré a nadie lo… lo tuyo. No te traicionaré. ¡Debes creerme! —Tenía un aspecto mucho peor que el habitual, el cual Rand atribuyó en gran parte al miedo.

—Lo sé —respondió Rand, preguntándose qué vidas habría vivido Mat y qué habría hecho en ellas. «Debe de habérselo dicho a alguien, si no no estaría tan angustiado con eso». No podía guardarle ningún rencor por ello, puesto que no había sido el propio Mat sino otras manifestaciones de su persona quienes lo habían traicionado. Además, después de algunas de las variantes que había visto de sí mismo…—. Te creo. ¿Perrin?

El joven de pelo rizado apartó las manos de la cara con un suspiro. Su frente y mejillas presentaban rojas marcas donde se había clavado las uñas y sus amarillos ojos encubrían sus pensamientos.

—No disponemos de muchas alternativas en realidad, ¿no es así, Rand? Ocurra lo que ocurra, hagamos lo que hagamos, hay cosas que apenas varían. —Volvió a espirar largamente—. ¿Dónde estamos? ¿Es éste uno de esos mundos de los que hablabais tú y Hurin?

—Es la Punta de Toman —le comunicó Rand—. En nuestro mundo. O al menos eso es lo que dice Verin. Y estamos en otoño.

—¿Cómo es…? —Mat parecía preocupado—. No, no quiero saber cómo ha sucedido. Pero ¿cómo vamos a encontrar ahora a Fain y la daga? A estas alturas podría estar en cualquier sitio.

—Está aquí —le aseguró Rand.

Esperaba estar en lo cierto. Fain había tenido tiempo para embarcarse hacia el lugar que le placiera; para ir cabalgando hasta el Campo de Emond, o a Tar Valon. «Por favor, Luz, que no se haya cansado de esperar. Si ha ocasionado algún daño a Egwene o a cualquiera de Campo de Emond, le voy a… Luz, caramba, yo he intentado llegar a tiempo».

—Las ciudades más pobladas de la Punta de Toman se encuentran todas hacia el oeste —anunció Verin en voz alta. Todos se hallaban ya de pie, salvo Rand y sus dos amigos, a quienes se aproximó la Aes Sedai para imponer las manos a Mat mientras seguía hablando—. No es que haya muchos pueblos lo bastante grandes para recibir el nombre de ciudades. Si hemos de hallar algún rastro de los Amigos Siniestros, es mejor iniciar la búsqueda por el oeste. Y no creo que debamos desperdiciar la Luz del día sentados aquí.

Cuando Mat pestañeó y se levantó, con mala cara todavía pero con agilidad, Verin puso las manos sobre Perrin. Rand retrocedió cuando hizo ademán de tocarlo.

—No seas tonto —le dijo.

—No quiero vuestra ayuda —replicó con calma—. Ni la de ninguna Aes Sedai.

—Como quieras. —Esbozó una mueca.

Montaron de inmediato y cabalgaron hacia poniente, dejando tras de sí el Portal de Piedra. Nadie protestó por ello y Rand menos que nadie. «Luz, haz que no llegue demasiado tarde».

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