42 Falme

Nynaeve hizo retroceder a Elayne hacia el angosto callejón formado por la tienda de un mercader de ropa y el taller de un alfarero cuando un par de mujeres unidas por una correa plateada pasaron cerca, descendiendo por la calle empedrada de adoquines en dirección al puerto de Falme. No osaron permitir que aquel par se aproximara demasiado a ellas. Los viandantes les cedían el paso aun con mayor diligencia que a los soldados seanchan o a los palanquines de nobles, cuyas gruesas cortinas llevaban corridas ahora que los días eran fríos. Incluso los artistas callejeros no se ofrecían a realizarles retratos con tiza o lápiz, a pesar de que importunaban a todos los demás. Nynaeve apretó la boca mientras seguía con la mirada a la sul’dam y la damane entre la muchedumbre. Aun varias semanas después de llegar a la ciudad, aquella visión la sublevaba. Tal vez ahora la indignaba más. No alcanzaba a imaginar que ella pudiera hacer eso a una mujer, ni siquiera a Moraine o Liandrin.

«Bien, tal vez a Liandrin», admitió agriamente. En ocasiones, por la noche, en la reducida y maloliente habitación que ambas habían alquilado a un pescadero, rumiaba lo que le gustaría hacer a Liandrin cuando le pusiera las manos encima. A Liandrin más aún que a Suroth. Más de una vez la había sorprendido su propia crueldad, a pesar de mostrarse encantada por su inventiva.

Todavía tratando de controlar con la mirada a la pareja, sus ojos se posaron en un huesudo sujeto, a bastante distancia de ellas, antes de que el gentío en movimiento lo engullera. Apenas percibió brevemente una prominente nariz que despuntaba en un enjuto rostro. Sobre su vestimenta elevaba una lujosa túnica de terciopelo broncíneo, de corte seanchan, pero no le pareció que fuera seanchan, aun cuando el criado que lo seguía lo fuera, además de ser un criado de alto rango, con una sien rapada. Los oriundos del lugar no habían adoptado las modas seanchan, y menos aún aquélla. «Ese hombre se parece a Padan Fain —pensó con incredulidad—. No es posible. No aquí».

—Nynaeve —propuso en voz baja Elayne—, ¿podemos continuar ahora? Ese individuo que vende manzanas está mirando la mesa como si sospechara que tenía más hace unos momentos y no me gustaría que se interesara por lo que tengo en los bolsillos.

Ambas llevaban largas chaquetas de cuero de cordero, con la lana invertida y vivas espirales rojas bordadas en el pecho. Era un atuendo de campesinas, pero que no llamaba la atención en Falme, adonde habían acudido un buen número de gentes procedentes de granjas y pueblos. Entre tantos forasteros habían podido pasar inadvertidas. Ella se había dejado suelto el cabello, y su sortija de oro, con la serpiente mordiéndose la cola, reposaba ahora bajo su vestido junto al macizo anillo de Lan prendidos a la cinta de cuero que le rodeaba el cuello,

Los amplios bolsillos de la chaqueta de Elayne abultaban de manera sospechosa.

—¿Has robado esas manzanas? —musitó Nynaeve, arrastrando a Elayne hacia la multitud—. Elayne, no debemos robar. Todavía no, en todo caso.

—¿No? ¿Cuánto dinero nos queda? No has demostrado mucho apetito durante las comidas los últimos días.

—Bueno, estoy hambrienta —confesó Nynaeve, tratando de no hacer caso del vacío que sentía en el estómago. Todo costaba mucho más de lo que esperaba; había oído cómo los lugareños se quejaban de la subida de los precios posterior al desembarco de los seanchan—. Dame una. —La manzana que Elayne sacó del bolsillo era pequeña y dura, pero crujió con deliciosa dulzura al morderla Nynaeve. Se lamió el jugo prendido en los labios— ¿Cómo has conseguido…? —Hizo parar a Elayne de un tirón y la miró a la cara— ¿Has…? ¿Has…? —No se le ocurría la manera de decirlo habiendo tanta gente en derredor, pero Elayne comprendió.

—Sólo un poco. He hecho caer ese montón de viejos melones con manchas y cuando ha comenzado a colocarlos de nuevo… —Ni siquiera tuvo la delicadeza, como advirtió Nynaeve, de ruborizarse o demostrar embarazo alguno; siguió comiendo con aire despreocupado una de las manzanas—. No es preciso que me mires con esa cara. He vigilado con cuidado para cerciorarme de que no había ninguna damane cerca. —Emitió un bufido—. Si me tuvieran prisionera, no ayudaría a mis captores a encontrar otras mujeres que esclavizar. Aunque, a juzgar por el comportamiento de los falmianos, uno se inclinaría a pensar que llevan toda la vida al servicio de quienes deberían ser sus más encarnizados enemigos. —Miró a su alrededor, con desdén no disimulado, a la gente que caminaba con aire presuroso; era posible seguir la pista de cualquier seanchan, incluso de simples soldados o a distancia, por las ondulaciones provocadas por las reverencias—. Deberían resistir. Deberían rebelarse.

—¿Cómo? ¿Contra… eso?

Hubieron de hacerse a un lado de la calle, al igual que los demás transeúntes, al aproximarse una patrulla seanchan, proveniente del lado del puerto. Nynaeve logró realizar una reverencia, llevando las manos a las rodillas, y dominando un semblante que sólo expresó servilismo; Elayne fue más lenta y se inclinó torciendo el gesto.

Había veinte hombres y mujeres con armadura en la patrulla, montados a caballo, lo cual agradeció Nynaeve. No conseguía habituarse a ver personas a lomo de aquellos seres que parecían gatos sin cola con escamas de bronce, lo cual le producía náuseas. Sin embargo, dos criaturas atadas trotaban al lado de la cuadrilla, como pájaros carentes de alas, de rugosa piel, con afilados picos que se elevaban por encima de las cabezas tocadas con yelmos de los soldados. Daba la impresión de que sus nervudas y largas patas eran capaces de correr más velozmente que cualquier caballo.

Se enderezó despacio cuando los seanchan se hubieron ido. Algunos de los que les habían dedicado reverencias casi emprendieron una carrera; nadie permanecía imperturbable a la vista de tales bestias excepto los propios seanchan.

—Elayne —amenazó en voz baja mientras proseguían la ascensión—, si nos atrapan, ¡te juro que antes de que nos maten o de que hagan lo quieran hacer, les pediré de rodillas que me dejen azotarte de pies a cabeza con el látigo más contundente que encuentre! Si no puedes aprender a ser más prudente, tal vez sea hora de que me plantee enviarte de vuelta a Tar Valon, o a Caemlyn, o a cualquier lugar que no sea éste.

—Soy prudente. Al menos he mirado para asegurarme de que no hubiera cerca ninguna damane. ¿Y qué me dices de ti? Te he visto encauzar habiendo una a plena vista.

—Me cercioré de que no estaban mirándome —murmuró Nynaeve. Para lograrlo había debido aprovechar la furia que le provocaba el espectáculo de una mujer encadenada como un animal—. Sólo lo hice una vez, y no duró más que un instante.

—¿Un instante? Tuvimos que pasar tres días escondidas en la habitación oliendo pescado mientras buscaban por la ciudad a quien lo había hecho. ¿A eso lo llamas obrar con cautela?

—Debía saber si había algún modo de desabrochar esos collares.

Creía que sí lo había. Habría de probar con otro como mínimo para asegurarse, y no le agradaba tal perspectiva. Al igual que Elayne, había considerado que las damane eran todas prisioneras ansiosas por escapar, pero había sido la mujer cautiva la que había dado la alerta.

Junto a ellas pasó un hombre empujando una carretilla que traqueteaba sobre el empedrado, ofreciendo a voz en grito sus servicios para afilar tijeras y cuchillos.,

—Deberían rebelarse de alguna manera —gruñó Elayne—. Actúan como si no vieran nada de lo que ocurre a su alrededor si hay un seanchan implicado.

Nynaeve se limitó a suspirar. No servía de nada que concediera parcialmente la razón a Elayne. Al principio había pensado que la sumisión de algunos de los falmianos era simulada, pero no había encontrado ninguna señal manifiesta de resistencia. La había buscado, con la esperanza de recibir ayuda para liberar a Egwene y Min, pero todo el mundo se horrorizaba ante la más velada insinuación de que pudieran oponerse a los seanchan, con lo cual había dejado de formular preguntas para no convertirse en sospechosa. La verdad era que no alcanzaba a imaginar cómo podría luchar ese pueblo. «Monstruos y Aes Sedai. ¿Cómo puede uno enfrentarse a monstruos y Aes Sedai?»

Más adelante se erguían cinco altas casas de piedra, entre las de mayores dimensiones de la ciudad, conformando un bloque. Al otro lado de la calle, Nynaeve reparó en un callejón situado junto a una sastrería desde el que podrían vigilar las entradas de algunas de las mansiones. Era imposible ver a un tiempo todas las puertas —no quería correr el riesgo de dejar que Elayne se separara de ella—, pero no era prudente acercarse más. Sobre los tejados, en la otra calle, el estandarte con el halcón dorado del Augusto Señor Turak ondeaba al compás del viento.

De aquella casa únicamente entraban y salían mujeres, en su mayoría sul’dam, solas o con damane atadas. Los edificios habían sido requisados por los seanchan para albergar a las damane. Egwene debía de estar allí, y quizá también Min; hasta el momento no habían visto ni rastro de ésta, aun cuando cabía la posibilidad de que se ocultara entre el gentío al igual que ellas. Nynaeve había escuchado muchas historias acerca de mujeres y muchachas que habían sido raptadas en las calles o traídas de los pueblos; todas iban a parar a esas casas y, cuando volvían a verlas, llevaban un collar.

Sentándose en un cajón al lado de Elayne, introdujo la mano en la chaqueta de su amiga para sacar un puñado de raquíticas manzanas. Había muchos menos nativos en las calles de esa zona. Como todos sabían qué uso recibían esas mansiones, las evitaban tan intencionadamente como los establos donde los seanchan guardaban sus bestias. No era difícil controlar con la mirada las puertas. Sólo eran dos mujeres que se habían parado para tomar un bocado, dos personas más que no podían permitirse el lujo de comer en una posada. No era aquello algo que atrajera más que una breve ojeada de los transeúntes.

Comiendo mecánicamente, Nynaeve intentó de nuevo trazar un plan. El hecho de ser capaz de abrir el collar, suponiendo que pudiera hacerlo, carecía de sentido a menos que tuviera la posibilidad de llegar hasta Egwene. Las manzanas ya no tuvieron tan dulce sabor como antes.


Desde la estrecha ventana de su diminuta habitación bajo los aleros, una de las muchas creadas levantando toscas paredes que parcelaron la estancia que había habido antes allí, Egwene veía el jardín donde las sul’dam paseaban a las damane. Había habido varios jardines antes de que los seanchan derribaran los muros que los separaban y se apoderaran de las espaciosas moradas para encerrar a sus damane. Los árboles apenas tenían hojas ya, pero sacaban a tomar el aire a las damane, tanto si ellas querían como si no. Egwene observaba el jardín porque Renna estaba allí abajo, charlando con otra sul’dam, y, mientras la viera, Renna no iba a entrar y tomarla por sorpresa.

Cabía la posibilidad de sufrir la interrupción de otra sul’dam, dado que había muchas más sul’dam que damane y que todas aquéllas querían tener el placer de llevar un brazalete, lo cual denominaban sentirse completa, pero Renna todavía permanecía a cargo de su entrenamiento y era ésta la encargada de llevar su brazalete la mayoría de las veces. Si alguien venía, no hallaría ningún impedimento para entrar, puesto que no había cerraduras en las puertas de las habitaciones de las damane. En la de Egwene sólo había una dura y estrecha cama, una jofaina y un cántaro desportillados, una silla y una pequeña mesa, pero no había espacio para más. Las damane no necesitaban comodidades, intimidad ni posesiones. Las damane eran simples pertenencias. Min tenía una habitación igual que ésa, en otra casa, pero ella podía ir y venir a su antojo, con sólo algunos impedimentos. Los seanchan eran dados a establecer normas, tanto que cada uno había de seguir más de las que debían observar las novicias en la Torre Blanca.

Egwene permanecía apartada de la ventana, pues no quería que ninguna de las mujeres que había abajo levantara la mirada y viera el halo que sabía que la circundaba mientras encauzaba el Poder Único, tanteando con delicadeza el collar que apresaba su cuello, buscando fútilmente; ni siquiera era capaz de discernir si era de un material entretejido o engarzado, ya que a veces le parecía lo primero y otras lo contrario, pero invariablemente tenía la sensación de que estaba formado por una sola pieza. No era más que un hilillo de Poder, el más imperceptible goteo que podía imaginar, pero aun así éste le perlaba el rostro de sudor y le atenazaba el estómago. Ésa era una de las propiedades del a’dam; si una damane trataba de encauzar sin que una sul’dam llevara la pulsera, sentía náuseas, las cuales eran más intensas cuanto más Poder absorbía. Con sólo encender una vela situada al alcance de la mano, Egwene habría vomitado. En una ocasión Renna le había ordenado hacer bailar pequeñas bolas de luz con el brazalete depositado en la mesa. El recuerdo de lo experimentado entonces aún le producía escalofríos.

Ahora la correa plateada serpenteaba sobre el desnudo suelo para ascender por la pared de madera sin pintar, donde el brazalete pendía de un clavo. La imagen de éste prendido allí le hizo apretar con furia las mandíbulas. Un perro sujeto tan negligentemente hubiera podido escapar. Si una damane movía la pulsera unos centímetros del lugar donde la había tocado por última vez una sul’dam… Renna la había obligado a hacerlo también, le había hecho trasladar su propio brazalete por la habitación. O intentarlo. Estaba convencida de que apenas habían transcurrido unos minutos antes de que la sul’dam introdujera firmemente la pulsera en su propia muñeca, pero a Egwene se le había antojado que los gritos y los espasmos que la hicieron retorcerse por el suelo se habían prolongado durante horas.

Cuando alguien llamó a la puerta, Egwene dio un salto, antes de caer en la cuenta de que no podía tratarse de una sul’dam, pues ninguna de ellas anunciaba su entrada. Se desprendió del saidar de todos modos, pues comenzaba a sentirse marcada.

—¿Min?

—Vengo a hacerte mi visita semanal —anunció Min mientras se deslizaba adentro y cerraba la puerta. Su alborozo sonaba un poco forzado, pero siempre hacía lo mismo para levantar el ánimo de Egwene—. ¿Qué te parece?

Giró en círculo, enseñando su vestido de lana verde de corte seanchan. Una gruesa capa del mismo color pendía de su brazo. Llevaba incluso el oscuro cabello recogido con una cinta verde, a pesar de que éste apenas era lo bastante largo para ello. Su cuchillo, sin embargo, permanecía todavía enfundado en su cintura. A Egwene le había sorprendido vérselo llevar la primera vez, pero por lo visto los seanchan no desconfiaban de nadie… hasta que violaban una norma.

—Es precioso —alabó con cautela Egwene—. Pero ¿por qué?

—No me he pasado al bando del enemigo, si es eso lo que estás pensando. Era esto, o buscar un lugar donde hospedarme en la ciudad y quizá no poder volver a visitarte. —Se dispuso a sentarse a horcajadas en la silla como lo hubiera hecho con pantalones, sacudió irónicamente la cabeza, y volvió aquélla para sentarse—. «Todo el mundo tiene un lugar en el Entramado —remedó— y el lugar de cada uno debe ser fácilmente evidente». Esa vieja bruja de Mulaen se cansó por lo visto de no saber cuál era mi lugar futuro y decidió incorporarme a las filas de las criadas. Me dio a elegir. Deberías ver la vestimenta que llevan algunas de las doncellas seanchan, las que están al servicio de los aristócratas. Tal vez sería divertido, pero no a menos que estuviera prometida o, mejor incluso, casada. Bueno, no hay posibilidad de echarse atrás. No por ahora, al menos. Mulaen ha quemado mi chaqueta y pantalones. —Esbozando una mueca para demostrar la opinión que ello le merecía, tomó una piedra del pequeño montón que había sobre la mesa y la hizo botar de una mano a otra—. No está tan mal —rió—, sólo que hace tanto tiempo que no llevaba faldas que no paro de tropezar con ellas.

Egwene había debido presenciar también la quema de sus vestidos, incluso de aquel de seda verde tan hermoso. Se había alegrado de no haber llevado consigo ningún otro de los vestidos que le había regalado lady Amalisa, a pesar de que tal vez no volviera a verlos, ni tampoco la Torre Blanca. Lo que llevaba puesto entonces era la misma prenda de color gris oscuro que llevaban todas las damane. «Las damane no tienen pertenencias —le habían explicado—. El vestido que utiliza una damane, la comida que consume, la cama donde duerme, todos son presentes de su sul’dam. Si una sul’dam decide que una damane duerma en el suelo en lugar de en una cama, o en el pesebre de un establo, a ella corresponde decidirlo». Mulaen, a cuyo cargo corrían los aposentos de las damane, tenía una voz monótona y nasal, pero era dura con cualquier damane que no recordara cada una de las palabras de sus aburridos discursos.

—No creo que yo disponga nunca de la posibilidad de echarme atrás —suspiró Egwene, dejándose caer en la cama. Señaló las piedras de la mesa—. Renna me hizo una prueba ayer. Seleccioné la pieza de mineral de hierro y la de cobre, con los ojos tapados, cada vez que las juntó con las otras. Las dejó aquí como recuerdo del éxito conseguido. Al parecer pensaba que era algún tipo de recompensa el recordármelo.

—No parece peor que lo demás… ni con mucho tan terrible como hacer estallar cosas como si fuera fuegos artificiales… pero ¿habrías podido mentir? ¿Decirle que no sabías cuál era cuál?

—Todavía no te has formado una idea de lo que es esto. —Egwene tiró del collar sin obtener mayor resultado que antes, al encauzar—. Cuando Renna lleva ese brazalete, sabe lo que hago o dejo de hacer con el Poder. A veces parece que también lo sabe incluso cuando no lo lleva; dice que después de un tiempo las sul’dam desarrollan… una afinidad, así lo llama. —Exhaló un suspiro—. A nadie se le había ocurrido hacerme una prueba al respecto. La tierra es uno de los Cinco Poderes que dominaban más destacadamente los hombres. Cuando seleccioné esas piedras, me sacó de la ciudad e indiqué correctamente la dirección de una mina de hierro abandonada. Estaba cubierta de maleza, sin ninguna entrada visible, pero, sabiendo cómo detectarlo, sentía el mineral de hierro que aún permanecía en el subsuelo. No había suficiente para que su explotación fuera rentable y, sin embargo, sabía que estaba allí. No pude mentirle, Min. Ella sabía que había notado la existencia de la mina. Estaba tan excitada que me prometió un budín para la cena. —Sintió cómo se le enrojecían las mejillas a causa de la rabia y la vergüenza—. Por lo visto —agregó con amargura—, ahora soy demasiado valiosa para perder el tiempo haciendo estallar cosas. Todas las damane pueden hacer eso; son pocas, en cambio, las que son capaces de localizar minerales subterráneos. Luz, aunque odie hacer explotar cosas, ojalá fuera ésa mi única habilidad.

El color de sus mejillas subió de tono. En verdad odiaba hacer que los árboles se despedazaran y que la tierra entrara en erupción; aquello estaba destinado a las batallas, a dar muerte, y ella no quería participar en ello. No obstante todo cuanto los seanchan le permitían hacer era otra ocasión para entrar en contacto con el saidar, para sentirse inundada por el Poder. A pesar de detestar lo que la obligaban a hacer Renna y las demás sul’dam, estaba segura de que podía manejar mucho más Poder ahora que antes de abandonar Tar Valon. No le cabía duda de que podía conseguir logros que jamás habían acudido a la mente de cualquiera de las hermanas de la Torre, pues entre los objetivos de éstas no se contaba abrir boquetes en la tierra para matar hombres.

—Quizá no hayas de seguir preocupándote mucho tiempo por eso —la animó Min, sonriendo—. He encontrado un barco, Egwene. Los seanchan han retenido al capitán aquí y éste está dispuesto a hacerse a la mar con su permiso o sin él.

—Si acepta llevarte, Min, ve con él —dijo Egwene con fatiga—. Ya te he dicho que ahora soy un objeto demasiado preciado. Renna me ha comentado que dentro de unos días zarpará un barco hacia Seanchan. Sólo para llevarme a mí.

La sonrisa se desvaneció en los labios de Min y ambas se miraron fijamente. De súbito, Min arrojó la piedra al montón de la mesa, que se desparramó por los sucios.

—Ha de haber una manera de salir de aquí. ¡Debe haber una manera de sacarte ese maldito artilugio del cuello!

Egwene inclinó la cabeza contra la pared.

—Ya sabes que los seanchan han recogido a todas las mujeres que han podido encontrar, capaces de encauzar aunque sea en grado mínimo. Provienen de todas partes; no sólo de Falme, sino de los pueblos de pescadores y de los pueblos campesinos del interior. Tarabonesas y domani, pasajeras de los barcos que han detenido… Hay dos Aes Sedai entre ellas.

—¡Aes Sedai! —exclamó Min. Por costumbre miró en torno a sí para cerciorarse de que ningún seanchan la había escuchado pronunciar ese nombre—. Egwene,— si hay Aes Sedai aquí, pueden ayudamos. Deja que hable con ellas y…

—Ni siquiera pueden hacer algo por ellas mismas, Min. Sólo he hablado con una. Se llama Ryma, aunque la sul’dam no la llama así, pero ése es su nombre e insistió en que yo lo conociera. Ella me dijo que había otra, entre crisis de llanto. ¡Es una Aes Sedai y estaba llorando, Min! Lleva un collar en el cuello, ha de responder al nombre de Pura, y no puede remediarlo. La capturaron tras la rendición de Falme. Lloraba porque está comenzando a dejar de rebelarse, porque ya no soporta recibir más castigos. También lloraba porque quiere poner fin a su vida y ni siquiera eso puede hacer sin permiso. ¡Luz, comprendo cómo se siente!

Min se movió con nerviosismo, alisándose el vestido con manos repentinamente temblorosas.

—Egwene, no querrás… Egwene, no debes pensar en causarte daño a ti misma. Voy a sacarte de aquí de algún modo. ¡Lo haré!

—No voy a suicidarme —contestó secamente Egwene—. Aunque pudiera. Déjame tu cuchillo. Vamos, no voy a herirme. Sólo déjamelo.

Min titubeó antes de desenvainar el arma que llevaba prendida a la cintura. Se lo tendió con recelo, dispuesta a saltar si Egwene intentaba algo.

Egwene, hizo una profunda aspiración y tendió la mano hacia la empuñadura. Un leve estremecimiento recorrió los músculos de su brazo. Cuando tenía la mano a escasos centímetros del cuchillo, sus dedos se contrajeron en un espasmo. La contracción afectó todo el brazo, agarrotando todos los músculos hasta el hombro. Con un gemido, volvió a sentarse, frotándose el brazo y concentrando los pensamientos en no tocar el arma. Paulatinamente, el dolor comenzó a ceder.

—¿Cómo…? —Min la miró con expresión de incredulidad—. No lo comprendo.

—Las damane tienen prohibido tocar cualquier tipo de arma. —Movió el brazo y sintió cómo se aflojaba la rigidez—. Incluso la comida nos las traen cortada. No quiero herirme pero, de quererlo, no podría hacerlo. Nunca dejan a ninguna damane en un lugar elevado desde el que podría lanzarse al vacío; ya ves cómo está claveteada esta ventana…

—Bien, eso es bueno. Quiero decir… Oh, no sé lo que digo. Si pudieras saltar a un río, tendrías la posibilidad de huir.

Egwene continuó hablando llena de tristeza, como si su amiga no hubiera dicho nada.

—Están formándome, Min. Las sul’dam y el a’dam están entrenándome. Ni siquiera puedo tocar algo que yo relacione mentalmente con un arma. Hace unas semanas consideré la posibilidad de golpear a Renna en la cabeza con ese cántaro y hubieron de transcurrir tres días antes de que pudiera verter agua para lavarme. Una vez que hube concebido esa idea, no sólo hube de parar de pensar en golpearla para poder volver a tocarlo, sino que tuve que convencerme a mí misma de que nunca, bajo ninguna circunstancia, le propinarla un golpe con él. Renna descubrió lo ocurrido, me indicó lo que había de hacer y no me permitió lavarme en ningún lugar salvo con ese cántaro y esa jofaina; además se aseguró de que pasara esos días sudando de la mañana a la noche. Trato de no someterme, pero están doblegándome al igual que a Pura. —Se tapó la mano con la boca, gimiendo entre dientes—. Se llama Ryma. He de recordar su nombre, no el que le han puesto. Es Ryma, del Ajah Amarillo, y se ha resistido durante tanto tiempo y tan obstinadamente como ha podido. No es culpa suya si ya no le quedan fuerzas para seguir peleando. Ojalá supiera quién es la otra hermana que mencionó Ryma. Me gustaría conocer su nombre. Recuérdanos a las dos, Min. Ryma, del Ajah Amarillo, y Egwene al’Vere. No Egwene la damane, sino Egwene al’Vere de Campo de Emond. ¿Lo harás?

—¡Basta! —la atajó Min—. ¡Cállate ahora mismo! Si te embarcan rumbo a Seanchan, yo iré contigo. Pero no creo que eso ocurra. Sabes que te he leído, Egwene. No comprendo la mayoría de lo captado, como me sucede la mayor parte del tiempo, pero veo cosas que con toda certeza te vinculan a Rand, Perrin y Mat, y… sí, incluso Galad, la Luz te asista en tu insensatez. ¿Cómo podría ello tener lugar si los seanchan te llevan al otro lado del océano?

—Quizá conquisten todo el mundo, Min. Si conquistaran el mundo, no hay motivo por el que Rand y Galad y los demás no vayan a parar a Seanchan.

—¡Mentecata, cabeza de ganso!

—Soy realista —protestó vivamente Egwene—. No tengo intención de dejar de rebelarme, no mientras pueda respirar, pero tampoco veo ninguna perspectiva de poder quitarme este a’dam. De la misma manera que no concibo ninguna esperanza de que alguien vaya a contener a los seanchan. Min, si ese capitán de barco te acoge en él, vete con él. Entonces, al menos, una de nosotras será libre.

La puerta se abrió de golpe, dando paso a Renna.

Egwene se levantó de un salto y realizó una profunda reverencia, al igual que Min. La reducida habitación apenas daba margen a hacerlo, pero los seanchan eran estrictos con las cuestiones de protocolo.

—Tu día de visita, ¿no es cierto? —dijo Renna—. Lo había olvidado. Bien, también hay enseñanzas que impartir en los días de visita.

Egwene observó cómo la sul’dam descolgaba el brazalete, lo abría y lo cerraba en torno a su muñeca. No alcanzaba a ver cómo lo hacía. Si hubiera podido investigar con el Poder Único, lo habría averiguado, pero Renna se habría enterado de inmediato. Cuando la pulsera hubo rodeado su muñeca, el rostro de la sul’dam adquirió una expresión que encogió el corazón a Egwene.

—Has estado encauzando. —La voz de Renna era engañosamente suave; sacaba chispas por los ojos—. Sabes que eso está prohibido excepto cuando estamos completas. —Egwene se humedeció los labios— Tal vez he sido demasiado indulgente contigo. Quizá creas que porque eres valiosa ahora, voy a consentirte ciertas licencias. Fue un error permitir que conservaras tu viejo nombre. Tenía un gatito llamado Tuli cuando era niña. A partir de ahora, te llamarás Tuli. Ahora vete, Min. Tu día de visita con Tuli ha concluido.

Min vaciló sólo el tiempo de dirigir una angustiada mirada a Egwene antes de marcharse. Nada de lo que ella pudiera decir o hacer servirla más que para empeorar las cosas, a pesar de lo cual Egwene miró con añoranza la puerta que se cerró tras su amiga.

Renna se sentó en la silla, observando con entrecejo fruncido a Egwene.

—Debo castigarte severamente por esto. Ambas seremos llamadas a la Corte de las Nueve Lunas, tú por tus capacidades y yo como tu sul’dam y entrenadora, y no permitiré que me hagas caer en desgracia a los ojos de la emperatriz. Pararé cuando me digas cuánto aprecias ser una damane y cuán obediente vas a ser después de esto. Y, Tuli, asegúrate de que yo dé crédito a cada una de tus palabras.

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