21 Los nueve anillos

Rand esperaba encontrar medio vacía la sala principal, dado que ya era casi la hora de la cena, pero había media docena de hombres jugando a los dados entre jarras de cerveza y otro comiendo solo en una mesa. A pesar de que los jugadores no llevaban armas ni armadura, sino sólo toscas chaquetas y pantalones de color azul oscuro, su porte hizo sospechar a Rand que se trataba de soldados. Desvió la mirada hacia el cliente solitario. Un oficial con los bordes de sus botas de caña alta doblados y la espada reclinada contra la mesa al lado de su silla. Una banda roja y otra amarilla cruzaban el pecho de su chaqueta azul de hombro a hombro y la parte delantera de su cabeza estaba afeitada, si bien el negro cabello le caía en largos mechones por la espalda. Los soldados llevaban el pelo corto, cortado por el mismo patrón. Los que se volvieron para mirar cuando Rand y sus acompañantes entraron.

La posadera era una delgada mujer con prominente nariz y cabellos grises, cuyas arrugas parecían deberse más a su pronta sonrisa que a otra causa. Se acercó a ellos diligentemente, enjugándose las manos en un inmaculado delantal blanco.

—Buenas tardes tengáis… —sus vivos ojos repararon en la chaqueta roja con bordados de oro de Rand y en el elegante vestido de Selene— …mi señor, mi señora. Soy Maglin Madwen, mi señor. Sed bienvenidos a Los Nueve Anillos. Y un Ogier. No hay muchos de vuestra raza que vengan por aquí, amigo Ogier. ¿No seréis, por ventura, del stedding Tsofu?

Loial logró realizar un remedo de reverencia bajo el peso del cofre.

—No, buena posadera. Provengo del otro lado, de las Tierras Fronterizas.

—¿De las Tierras Fronterizas decís? Bien, ¿y vos, mi señor? Disculpad mi pregunta pero no tenéis aspecto de ser de las Tierras Fronterizas, si no os molesta que lo diga.

—Soy de Dos Ríos, señora Madwen, de Andor. —Lanzó una mirada a Selene, la cual no parecía advertir su existencia; su inexpresiva mirada apenas advertía incluso la estancia—. Lady Selene es de Cairhien, de la capital, y yo de Andor.

—Como digáis. —La mirada de la señora Madweri se desplazó a la espada de Rand, en cuya vaina y empuñadura eran patentes las garzas de bronce. Frunció ligeramente el entrecejo, pero su semblante recobró la serenidad en un abrir y cerrar de ojos—. Desearéis una comida para vos y vuestra hermosa dama, y vuestros acompañantes. Y habitaciones, supongo. Haré que se ocupen de vuestros caballos. Tengo una buena mesa para vos, justo allí, y cerdo con pimientos amarillos en el fuego. ¿Viajáis entonces en pos del Cuerno de Valere, mi señor, vos y vuestra dama?

Rand, que comenzaba a caminar tras ella, casi tropezó.

—¡No! ¿Por qué habríais de pensar tal cosa?

—No era por ofender, mi señor. Ya han venido dos aquí este mes, tan bien puestos que parecían héroes, y no es que quiera sugerir algo parecido en vos, mi señor. No hay muchos forasteros que nos visiten, salvo los comerciantes que vienen de la capital a comprar avena y cebada. Según barrunto, la cacería aún no ha partido de Illian, pero quizás algunos creen que no necesitan recibir la bendición y así toman la delantera a los otros.

—Nosotros no participamos en esa cacería, señora. —Rand evitó mirar la carga de Loial; la manta con sus coloridas rayas pendía plegada sobre los recios brazos del Ogier, disimulando el arcón—. Podéis estar segura. Vamos de camino a la capital.

—Como vos digáis, mi señor. Disculpad la pregunta, pero ¿se encuentra bien vuestra dama?

Selene la miró y habló por vez primera.

—Estoy bastante bien. —Su voz dejó una tensión en el aire que ahogó durante un momento la conversación.

—Vos no sois cairhienina, señora Madwen —señaló de pronto Hurin. Cargado con sus alforjas y el hatillo de Rand parecía una carretilla de equipaje que se moviera sola—. Perdonad, pero no tenéis el acento.

La señora Madwen enarcó una ceja, lanzó una ojeada a Rand y luego sonrió.

—Debí intuir que permitíais que vuestro criado tome la palabra libremente, pero me he acostumbrado a… —Su mirada se posó brevemente en el oficial, que había vuelto a concentrarse en su plato—. Luz, no, no soy cairhienina pero, por mis pecados, me casé con uno. Veintitrés años viví con él y cuando murió, la Luz lo ilumine, estaba dispuesta a regresar a Lugard, pero él fue quien rió el último. Me dejó la posada y a su hermano el dinero, cuando yo estaba convencida de que sería al revés. Tramposo e intrigante, eso es lo que era Barin, como todos los hombres que he conocido, la mayoría de ellos cairhieninos. ¿Queréis tomar asiento, mi señor? ¿Mi señora?

La posadera parpadeó, sorprendida, cuando Hurin se sentó a la mesa con ellos; un Ogier era, por lo visto, una cosa, pero Hurin era evidentemente un criado a sus ojos. Dirigiendo otra vez una rápida mirada a Rand, se marchó apresuradamente a la cocina y a poco comparecieron varias camareras con su cena; emitieron risitas sin parar de mirar al señor y la dama, y al Ogier, hasta que la señora Madwen las volvió a mandar a la cocina.

En un principio, Rand observó con gesto dubitativo la comida. El cerdo estaba cortado en pequeñas tajadas, mezclado con largas tiras de pimientos amarillos, guisantes y diversas verduras y aderezos que le eran desconocidos, sumergidos en una especie de salsa espesa de color claro. Tenía un olor dulce y a un tiempo acre. Selene sólo picó algunos pedazos, pero Loial comía de buena gana.

Hurin sonrió a Rand.

—Sazonan la comida de una manera extraña los cairhieninos, lord Rand, pero, con todo, no es mala.

—No va a morderte, Rand —terció Loial.

Rand se llevó con cautela un bocado a la boca y quedó casi estupefacto. El sabor era exactamente igual que el olor: dulce y acre, con la carne crujiente por fuera y tierna por dentro y una extraordinaria variedad de aromas y especias entremezclados y contrastados. No había probado nunca algo que tuviera un sabor semejante. Estaba delicioso. Dio cuenta de su plato y, cuando la señora Madwen regresó con las camareras para llevárselo, a punto estuvo de pedir una nueva ración al igual que lo había hecho Loial. El plato de Selene aún estaba medio lleno, pero ella indicó secamente a una de las doncellas que lo retirara.

—Será un placer, amigo Ogier. —La posadera sonrió— Se precisa una buena cantidad para llenar a uno de vosotros. Catrine, trae otra ración y date prisa. —Una de las muchachas se marchó corriendo. La señora Madwen volvió su mirada hacia Rand—. Mi señor, tenía aquí a un hombre que tocaba la vihuela, pero se casó con una chica de una de las granjas y ahora ella le hace rasguear las riendas detrás de un arado. No he podido evitar fijarme en lo que parece ser el estuche de una flauta asomando en el fardo de vuestro criado. Ya que me he quedado sin músico, ¿os importaría que vuestro criado nos deleitara con un poco de música?

Hurin pareció embarazado.

—No es él quien toca —explicó Rand—. Soy yo.

La mujer parpadeó. Por lo visto, los señores de Cairhien no tocaban la flauta.

—Retiro mi petición, mi señor. La pura verdad es que no era mi intención ofenderos, os lo aseguro. Nunca pediría a nadie como vos que tocase en la sala de una posada.

Rand vaciló sólo un instante. Hacía demasiado tiempo que había desechado la práctica de la flauta en favor de la espada, y las monedas de su bolsillo no durarían indefinidamente. Una vez que se despojase de sus lujosas ropas y entregara, el Cuerno a Ingtar y la daga a Mat, necesitaría la flauta para pagarse nuevamente la cena mientras buscaba algún paraje donde estar a recaudo de las Aes Sedai. «¿Y a recaudo de mí mismo? Allá ha ocurrido algo. ¿Qué?»

—No me importa hacerlo —dijo—. Hurin, pásame el estuche. Sólo has de tirar de él. —No era preciso enseñar la capa de un juglar; ya había demasiadas preguntas no expresadas reluciendo en los oscuros ojos de la señora Madwen.

De oro y con incrustaciones de plata, el instrumento tenía el aspecto del que utilizaría un señor, en el caso de que los aristócratas tocaran la flauta. La garza marcada en su palma derecha no entorpecía el movimiento de sus dedos. El bálsamo de Selene había sido tan efectivo que apenas recordaba la herida a no ser que la viera. No obstante, ésta se hallaba en su mente en esos momentos y, Por ello, comenzó a tocar de manera inconsciente La garza en el ala.

Hurin movía la cabeza al compás de la melodía y Loial marcaba con un dedo el ritmo en la mesa. Selene observó a Rand como si se planteara qué era. «No soy un señor, milady. Soy un pastor y toco la flauta en las posadas». Los soldados abandonaron sus conversaciones para escuchar y el oficial cerró la tapa de madera del libro que había empezado a leer. La fija mirada de Selene encendió una chispa de obstinación en el interior de Rand. Con determinación, evitó cualquier canción susceptible de ser escuchada en un palacio o en la casa solariega de un noble. Interpretó Un solo cubo de agua, La vieja hoja de Dos Ríos, Jak subido a un árbol y La pipa del compadre Priket.

En la última, los seis soldados comenzaron a cantar con voces roncas, si bien con una letra distinta de la que conocía Rand.

Cabalgamos río Iralell abajo

sólo para ver llegar a los tearianos.

Nos plantamos en la orilla a la salida del sol.

Sus caballos abarrotaron la llanura estival,

sus estandartes oscurecieron el cielo.

Pero nosotros mantuvimos nuestras posiciones en el Iralell.

Oh, resistimos. Sí, resistimos.

Permanecimos toda la mañana junto al río.

No era la primera ocasión en que Rand descubría que una melodía tenía diferente letra y nombre en distintas tierras, a veces incluso en pueblos de un mismo país. Continuó tocando hasta que pararon de cantar, dándose mutuamente palmadas en los hombros y realizando rudos comentarios sobre lo desafinado de su canto.

Cuando Rand se detuvo, el oficial se levantó e hizo un lacónico gesto, tras lo cual los soldados interrumpieron sus risas, se pusieron en pie y dirigieron una reverencia, con la mano en el pecho, a su superior y a Rand antes de abandonar la estancia.

El oficial se aproximó a la mesa de Rand y efectuó una inclinación, también con la mano en el pecho, mostrando la parte rasurada de su cabeza, que parecía llevar empolvada.

—Que la gracia os sea propicia, mi señor. Espero que no os hayan molestado, cantando de ese modo. Son plebeyos, pero no querían insultaros, os lo garantizo. Soy Aldrin Caldevwin, mi señor, capitán del Ejército de Su Majestad, que la Luz ilumine. —Sus ojos se desviaron hacia la espada de Rand, el cual tenía la impresión de que Caldevwin había reparado en las garzas tan pronto como había entrado.

—No me han insultado. —El acento del oficial, preciso y con una pronunciación completa de las palabras, le recordó el de Moraine. «¿Me dejó ir realmente? Me pregunto si estará siguiéndome. O esperándome»— Sentaos, capitán. Por favor. —Caldevwin acercó una silla de otra mesa—. Decidme, capitán, si no es molestia. ¿Habéis visto a otros extranjeros recientemente? Una dama, delgada y de baja estatura y un guerrero de ojos azules. Él es alto y a veces lleva la espada a la espalda.

—No he visto a ningún forastero —repuso, tomando asiento con rigidez—. Exceptuándoos a vos y a vuestra dama, mi señor. Son pocos los nobles que vienen aquí. —Sus ojos se desplazaron hacia Loial, y su expresión se tomó ceñuda por un instante. Hizo caso omiso de la presencia de Hurin, dado que le había atribuido la condición de criado.

—Sólo era una ocurrencia.

—La Luz es testigo, mi señor, de que no os lo pregunto por faltaros al respeto, pero ¿podéis decirme vuestro nombre? Tenemos tan pocos extranjeros por aquí que es mi deseo conocer a cada uno de ellos.

Rand se lo dio, sin añadir título alguno, lo cual no pareció advertir el oficial, y repitió lo que había dicho a la posadera.

—De Dos Ríos, en Andor.

—Un maravilloso lugar tengo entendido, lord Rand, si me permitís llamaros así, y unos excelentes hombres, los andorianos. Ningún cairhienino ha obtenido una espada de maestro a edad tan temprana como la vuestra. Conocí a unos andorianos, una vez, entre los que se hallaba el capitán general de la guardia de la reina. No recuerdo su nombre, es una pena. ¿Tal vez vos podáis ayudarme en ello?

Rand era consciente de la presencia de las camareras tras ellos, que comenzaban a limpiar y barrer. Caldevwin sólo parecía inmerso en una conversación amistosa, pero su mirada tenía un cariz investigador.

—Gareth Bryne.

—Claro está, joven, para ostentar tamaña responsabilidad.

—Gareth Bryne tiene tantas canas en el pelo como para ser vuestro padre, capitán —señaló Rand, sin modificar el tono de voz.

—Disculpad. Quería decir que accedió al cargo siendo joven. —Caldevwin se volvió hacia Selene y la contempló un momento. Luego sacudió la cabeza, como si saliera de un estado de trance—. Perdonadme por miraros de este modo, mi señora, y por hablar así, pero la Gracia os ha favorecido con sus dones. ¿Me daréis un nombre que otorgar a tanta belleza?

En el preciso instante en que Selene abría la boca, una de las doncellas gritó y dejó caer una lámpara que se disponía a bajar de un estante. El aceite se derramó y se incendió al punto. Rand se levantó de un salto, al igual que sus compañeros de mesa, pero la señora Madwen apareció enseguida y, ayudada por la criada, apagó las llamas con el delantal.

—Te he recomendado que tengas cuidado, Catrine —recordó la posadera, agitando su ahora tiznado delantal ante la muchacha—. Un día de éstos vas a quemar la posada y a consumirte dentro de ella.

—Si ponía cuidado, señora —replicó la chica, a punto de echarse a llorar—, pero me ha dado una punzada muy fuerte en el brazo.

La señora Madwen puso las manos en alto.

—Siempre tienes alguna excusa y a pesar de ello rompes más platos que las demás. Ah, está bien. Límpialo y no te quemes. —La posadera se giró hacia Rand y los otros, que se encontraban de pie junto a la mesa—. Confío en que nadie interprete mal esto. No es que la chica vaya a quemar el establecimiento. Le bailan los platos en las manos cuando se pone a pensar en las musarañas, pero nunca se le había caído una lámpara.

—Querría que me mostrarais mi habitación. No me encuentro demasiado bien. —Selene habló con tono cauteloso, como si desconfiara de la reacción de su estómago, pero aun así parecía tan fría y serena como siempre—. El viaje, y el fuego.

La posadera cloqueó como una gallina al cuidado de un polluelo.

—Desde luego, mi señora. Tengo una elegante habitación para vos y vuestro señor. ¿Queréis que mande llamar a la madre Caredwain? Tiene buen tino con las hierbas curativas.

—No —respondió Selene, con voz más dura—. Y quiero una habitación aparte.

La señora Madwen lanzó una ojeada a Rand, pero al cabo de un momento ya estaba inclinándose solícitamente ante Selene indicándole la dirección de las escaleras.

—Como deseéis, mi señora. Lidan, lleva las cosas de la dama como una buena chica, ahora mismo. —Una de las doncellas corrió a tomar las alforjas de Selene que le tendió Hurin y las tres mujeres se fueron, Selene con la espalda erguida y en silencio.

Caldevwin las miró hasta que hubieron desaparecido y luego volvió a sacudir la cabeza. Aguardó a que Rand estuviese sentado antes de tomar asiento.

—Perdonadme, mi señor Rand, por mirar de este modo a vuestra dama, pero la Gracia la ha favorecido sin duda con sus dones. No lo digo con ánimo de insultar.

—En absoluto —respondió Rand, preguntándose si todos los hombres sentían lo mismo que él al mirar a Selene—. Cuando cabalgaba hacia el pueblo, capitán, he visto una enorme esfera de cristal, o algo parecido. ¿Qué es?

—Forma parte de una estatua —repuso lentamente el cairhienino, con mirada penetrante que luego fijó en Loial; por un instante dio la impresión de reflexionar sobre algo novedoso.

—¿Una estatua? He visto una mano y una cara también. Debe de ser descomunal.

—Lo es, mi señor Rand. Y antigua. —Caldevwin hizo una pausa—. De la Era de Leyenda, me han dicho.

Rand sintió un escalofrío. De la Era de Leyenda, cuando el uso del Poder era omnipresente, si las historias eran ciertas. «¿Qué ha pasado allí? Sé que ha sucedido algo».

—La Era de Leyenda —dijo Loial—. Sí, es lo más probable. Nadie ha hecho algo tan descomunal desde entonces. Un gran trabajo excavar eso, capitán. —Hurin permanecía sentado en silencio, como si estuviera ausente.

Caldevwin asintió a desgana.

—Tengo quinientos obreros acampados más allá de las excavaciones y aun así no habremos concluido hasta otoño. Son hombres de extramuros. La mitad de mi trabajo consiste en hacerlos cavar y la otra en mantenerlos alejados de este pueblo. Los habitantes de extramuros son aficionados a la bebida y a las juergas, ¿comprendéis?, y esta gente lleva una vida tranquila. —Su tono indicaba que sus simpatías se hallaban del lado de los lugareños.

Rand asintió, aunque no tenía ningún interés respecto a los de extramuros, fueran quienes fuesen.

—¿Qué haréis con la estatua? —El capitán vaciló, pero Rand se limitó a mirarlo hasta que se decidió a responder.

—Galldrain en persona ha ordenado que se lleve a la capital.

—Una tarea monumental —comentó, sorprendido, Loial—. No estoy seguro de cómo puede desplazarse tan lejos algo tan grande.

—Su Majestad lo ha ordenado —precisó secamente Caldevwin—. Se eregirá fuera de la ciudad, como un monumento a la grandeza de Cairhien y la casa Riatin. Los Ogier no son los únicos que saben cómo mover las piedras. —Loial mostró desconcierto y el capitán moderó visiblemente el tono—. Perdonad, amigo Ogier. He hablado de manera ruda y precipitada. —A pesar de las disculpas, todavía parecía algo hosco—. ¿Vais a quedaros muchos días en Tremonsien, mi señor Rand?

—Partimos por la mañana —le informó Rand—. Vamos a Cairhien.

—Precisamente iba a enviar a mis hombres de regreso a la ciudad mañana. Debo sustituirlos periódicamente; de lo contrario, les invade la desidia de tanto vigilar a hombres que no hacen más que manejar picos y palas. ¿No os importará que cabalguen en vuestra compañía? —Lo formuló como una pregunta, pero parecía contar de antemano con una respuesta afirmativa. La señora Madwen apareció en las escaleras y él se puso en pie—. Si me excusáis, mi señor Rand, debo levantarme temprano. Hasta mañana entonces. Que la Gracia os favorezca. —Dedicó una reverencia a Rand, un cabeceo a Loial y se fue.

Cuando las puertas se cerraron tras el cairhienino, la posadera se acercó a su mesa.

—Ya he instalado a vuestra dama, mi señor. Y he preparado unas confortables habitaciones para vos y vuestro criado, y para vos, amigo Ogier. —Calló un momento, examinando a Rand—. Disculpad si me extralimito, mi señor, pero creo que puedo hablar claramente a un noble que permite que su criado tome la palabra. Si me equivoco… bueno, no es por ofenderos. Durante veintitrés años Barin Madwen y yo tuvimos muchas rencillas y reconciliaciones. Os lo digo para demostraros que tengo cierta experiencia. En estos momentos, estáis pensando que vuestra dama no quiere volver a veros, pero, según mi entender, si llamáis a su puerta esta noche, os dejará entrar. Sonreíd y reconoced que fue un error vuestro, tanto si lo fue como si no.

Rand se aclaró la garganta, con la confianza de no estar ruborizándose. «Luz, Egwene me mataría si supiera tan sólo que se me ha pasado por la cabeza. Y Selene me mataría si lo hiciera. ¿O no lo haría?» Eso le hizo arrebolar las mejillas.

—Eh… Os doy las gracias por vuestra sugerencia, señora Madwen. En cuanto a las habitaciones… —Evitó dirigir la mirada al cofre tapado con la manta, que no se atrevían a dejar sin que alguien lo vigilara despierto—. Los tres dormiremos en la misma.

La posadera pareció estupefacta, pero se recobró enseguida.

—Como deseéis, mi señor. Por aquí, si hacéis el favor.

Rand la siguió escaleras arriba. Loial transportaba el arcón envuelto en su manta —las escaleras gruñían bajo el peso de ambos, pero la posadera lo atribuyó únicamente al del Ogier— y Hurin aún llevaba todas las alforjas y la capa con el arpa y la flauta.

Entonces, la señora Madwen hizo traer una tercera cama, con lo que apenas si quedó sitio para pasar entre los lechos, habida cuenta de que uno de ellos, que había sido dispuesto sin duda para el Ogier, casi llegaba de pared a pared. Tan Pronto como salió la posadera, Rand se volvió hacia los otros. Loial había colocado el cofre bajo su cama y estaba probando el colchón. Hurin descargaba lo alforjas.

—¿Sabe alguno de vosotros por qué el capitán ha estado tan suspicaz con nosotros? Lo ha estado, estoy seguro. —Sacudió la cabeza—. Casi estoy por creer que ha pensado que podríamos robar esa estatua, por la manera como ha hablado.

Da’es Daemar, lord Rand —dijo Hurin—. El Gran Juego. El juego de las Casas, lo llaman algunos. Este Caldevwin cree que debéis de estar haciendo algo para conseguir ventaja o de lo contrario no estaríais aquí. Y sea lo que fuere lo que hagáis podría ponerlo en desventaja, por lo que debe comportarse con cautela.

—¿El Gran Juego? ¿Qué juego?

—No se trata de un juego precisamente —le explicó Loial desde el lecho. Había sacado un libro del bolsillo, pero éste permanecía cerrado sobre su pecho—. No sé mucho al respecto, pues los Ogier no están al corriente de tales cosas, pero he oído hablar de él. Los aristócratas y las casas nobles hacen manejos para conseguir ventajas. Realizan cosas que creen que les serán de ayuda, o perjudicarán a un enemigo, o ambas cosas. Normalmente, todo se efectúa en secreto y, si no es así, tratan de aparentar que hacen algo distinto de lo que en realidad es. —Se rascó una oreja con estupor—. Aun sabiendo lo que es, no lo comprendo. El abuelo Halan siempre decía que se requeriría una mente más avispada que la suya para comprender las maniobras de los humanos, y yo no conozco muchos que tengan una inteligencia superior a la del abuelo Halan. Los humanos sois extraños.

—Tiene razón acerca del Da’es Daemar, lord Rand —admitió Hurin, si bien mirando de soslayo al Ogier—. Los cairhieninos los practican más que la mayoría, aunque es un hábito de todos los sureños.

—Esos soldados que partirán por la mañana —caviló Rand—, ¿son piezas que utiliza Caldevwin para participar en ese Gran Juego? No podemos permitirnos involucramos en algo así. —No era necesario mencionar el Cuerno, puesto que todos eran conscientes de su presencia.

—No lo sé, Rand. Él es un humano, lo cual puede significar cualquier cosa.

—¿Qué crees tú, Hurin?

—Tampoco lo sé. —Hurin parecía tan preocupado como el Ogier—. Podría ser lo que ha dicho o… Así es el juego de las Casas. Uno nunca sabe. La mayor parte del tiempo que estuve en Cairhien lo pasé extramuros, lord Rand, y no sé mucho acerca de los nobles cairhieninos, pero… Bueno, el Da’es Daemar puede ser peligroso en todas partes, pero en especial en Cairhien, según me han dicho. —Alegró el rostro súbitamente—. Lady Selene debe de saberlo, lord Rand. Ella con seguridad estará más informada que yo o el constructor. Podéis consultárselo mañana.

Por la mañana, no obstante, Selene había desaparecido. Cuando Rand bajó al comedor, la señora Madwen le entregó un pergamino sellado.

—Si me perdonáis, mi señor, debisteis hacerme caso. Debisteis haber llamado a la puerta de vuestra dama.

Rand esperó a que se fuera para romper el sello de cera blanca, en el que estaban impresas una luna creciente y estrellas.

«Debo irme por un tiempo. Hay demasiada gente aquí y no me gusta Caldevwin. Os aguardaré en Cairhien. Nunca penséis que estoy demasiado lejos de vos. Estaréis siempre en mis pensamientos, como sé que yo estoy en los vuestros».

No estaba firmado, pero aquella elegante y fluida letra era propia de Selene.

Lo plegó con cuidado y se lo puso en el bolsillo antes de salir afuera, donde lo esperaba Hurin con los caballos.

El capitán Caldevwin estaba allí también, con otro oficial joven y cincuenta soldados montados que abarrotaban la calle. Los dos militares tenían la cabeza desnuda, pero llevaban guanteletes reforzados con acero y petos dorados sujetos con correas sobre sus chaquetas azules. Una corta vara estaba prendida al arnés en la espalda de cada uno de ellos, sosteniendo un pequeño pendón azul sobre su cabeza. El estandarte de Caldevwin lucía una estrella solitaria, mientras que el de su compañero más joven estaba atravesado por dos barras blancas. Ambos hombres ofrecían un marcado contraste con los soldados, vestidos con sencillas armaduras y yelmos que parecían campanas con un trozo de metal retirado para dejar sus caras al descubierto.

—Buenos días tengáis, mi señor Rand —lo saludó Caldevwin cuando salió osada—. Este es Elricain Tavolin, que irá al mando de vuestra escolta, si puedo llamarla así. —El otro oficial realizó una reverencia. Tenía la cabeza afeitada de la misma manera que Caldevwin.

—Será un placer viajar con escolta, capitán —respondió Rand, logrando aparentar tranquilidad. Fain no intentaría nada contra cincuenta soldados, pero Rand deseaba estar persuadido de que sólo se trataba de una escolta.

El capitán dirigió la mirada a Loial, de camino a su montura con el cofre cubierto con la manta.

—Una pesada carga, Ogier.

—No me gusta alejarme nunca de mis libros —replicó el Ogier, que casi estuvo a punto de tropezar. Su gran boca se abrió en una sonrisa cohibida, Y luego se apresuró a atar el arcón a su silla.

—Vuestra dama no ha bajado todavía —observó Caldevwin, mirando ceñudo a su alrededor—. Y su magnífica yegua tampoco está aquí.

—Ya se ha ido —le explicó Rand—. Tenía que llegar a Cairhien sin tardanza, durante la noche.

—¿Durante la noche? —se sorprendió Caldevwin, enarcando las cejas—. Pero mis hombres… Disculpadme, mi señor Rand. —Se llevó aparte al joven oficial y susurró furiosamente.

—Ha hecho vigilar la posada, lord Rand —musitó Hurin—. Seguramente lady Selene ha pasado inadvertida ante ellos. Tal vez se durmieran.

Rand montó con una mueca de disgusto. Si había alguna posibilidad de que Caldevwin no sospechara de ellos, Selene había acabado con ella al parecer.

—Demasiada gente, dice —murmuró—. Habrá muchísima más en Cairhien.

—¿Decíais algo, mi señor?

Rand levantó la mirada hacia Tavolin, montado en un alto caballo castrado de color terroso. Hurin estaba a caballo también y Loial permaneció de pie junto a la cabeza de su enorme montura. Los soldados habían formado filas. No se veía a Caldevwin por ningún lado.

—Nada sucede como yo esperaba —dijo Rand.

Tavolin le dedicó una breve sonrisa, apenas esbozada.

—¿En marcha, mi señor?

La extraña procesión tomó el camino de tierra apelmazada que conducía a la ciudad de Cairhien.

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