10

«El mundo está cambiando», pensé. Yo siempre había sido un solitario pero en ese momento empecé a sentirme solo. Y siempre había sido un escéptico, pero en ese momento empecé a sentirme desesperadamente ingenuo. Mis dos familias estaban desapareciendo, una debido a la simple e implacable cronología, y la otra porque sus viejos y solventes valores parecían estar evaporándose. Me sentí como un hombre que despierta solo en una isla desierta y descubre que el resto del mundo se ha escabullido por la noche en unos botes. Me sentí como si estuviera en la orilla, contemplando en el horizonte pequeñas formas alejándose. Y como si hubiera estado hablando mi lengua de siempre y ahora me diera cuenta de que los demás habían utilizado una lengua completamente distinta. El mundo estaba cambiando. Y yo no quería eso.


Tres minutos después apareció Summer. Supuse que había estado oculta tras la esquina, aguardando a que Willard se fuera. Llevaba bajo el brazo unos papeles y grandes noticias en los ojos.

– Vassell y Coomer estuvieron aquí anoche -anunció-. Figuran en el registro de la entrada.

– Siéntese -dije.

Sorprendida, vaciló, pero acto seguido se sentó en la silla donde antes había estado Willard.

– Soy tóxico -dije-. Debería usted alejarse de mí ahora mismo.

– ¿Qué quiere decir?

– Estábamos en lo cierto. Fort Bird es un lugar donde se producen situaciones muy embarazosas. Primero Kramer, luego Carbone. Willard quiere dar carpetazo a los dos casos, para ahorrarle sofocos al ejército.

– No puede cerrar el caso Carbone.

– Accidente durante unas maniobras -expliqué-. Tropezó y se golpeó la cabeza.

– ¿Cómo?

– Lo está utilizando como una prueba para mí. Estoy con la nueva situación o no estoy.

– ¿Y lo está?

No contesté.

– Son órdenes ilegales -dijo Summer-. Han de serlo.

– ¿Está usted dispuesta a desafiarlas?

No contestó. La única manera práctica de desafiar órdenes ilegales es desobedecerlas y después correr el riesgo de un consejo de guerra, el cual se convertirá inevitablemente en un mano a mano con un tipo situado más arriba en el escalafón, frente a un juez muy consciente de que el ejército prefiere que las órdenes no se pongan jamás en entredicho.

– Así que no ha pasado nada -solté-. Llévese sus papeles de aquí y piense que nunca ha oído hablar de mí, de Kramer ni de Carbone.

Summer guardó silencio.

– Y hable con los que estuvieron allí anoche. Dígales que olviden lo que vieron.

La teniente bajó los ojos.

– Luego vaya al club de oficiales y espere su próxima tarea.

Alzó la vista y me miró.

– ¿Habla en serio? -dijo.

– Completamente. Le estoy dando una orden directa.

Me miró fijamente.

– No es usted el hombre que yo creía.

Asentí.

– Coincido con usted -dije-. No lo soy.


Summer salió, le concedí un minuto para que se marchara del todo y luego cogí los papeles que se había dejado. Había un montón. Encontré el que buscaba y lo leí con atención.

Porque no me gustan las coincidencias.

Vassell y Coomer habían entrado en Fort Bird por la puerta principal a las 18.45 del día de la muerte de Carbone. Habían vuelto a salir a las diez. Tres horas y cuarto, período que incluía la hora del crimen.

O la de cenar.

Cogí el teléfono y llamé al comedor del club de oficiales. Un sargento me dijo que el suboficial al cargo me llamaría. Después telefoneé a la sargento y le pedí que averiguara quién era mi homólogo en Fort Irwin y que me pusiera con él. Entró al cabo de cuatro minutos con un tazón de café para mí.

– Ahora está ocupado -dijo-. Tardará una media hora. Se llama Franz.

– No puede ser -señalé-. Franz está en Panamá. Hablé allí con él en persona.

– El comandante Calvin Franz -aclaró ella-. Es lo que me han dicho.

– Vuelva a llamar -sugerí-. Verifíquelo.

Dejó el café en mi mesa y volvió a su teléfono. Entró de nuevo al cabo de otros cuatro minutos y confirmó que la anterior información era correcta.

– El comandante Calvin Franz -repitió-. Está ahí desde el 29 de diciembre.

Miré el calendario: 5 de enero.

– Y usted está aquí desde el 29 de diciembre -indicó ella.

La miré fijamente.

– Llame a otras bases más -dije-. Sólo las grandes. Empiece con Fort Benning y luego prosiga por orden alfabético. Averigüe los nombres de los oficiales al mando de PM y desde cuándo están ahí.

La sargento asintió y volvió a salir. Me llamó el suboficial del comedor. Le pregunté por Vassell y Coomer. Corroboró que habían cenado allí. Vassell había tomado lenguado y Coomer filete.

– ¿Cenaron solos? -pregunté.

– No, señor. Estaban acompañados por varios oficiales de alto rango.

– ¿Celebraban algo especial?

– No, señor. Tuvimos la impresión de que era improvisado. Era un grupo curioso. Creo que se conocieron en el bar, tomando aperitivos. Desde luego no habían hecho ninguna reserva.

– ¿Cuánto tiempo estuvieron ahí?

– Se sentaron antes de las siete y media y se levantaron justo antes de las diez.

– ¿Nadie salió y regresó?

– No, señor. Los estuvimos viendo todo el rato.

– ¿Todo el rato?

– Les prestamos mucha atención, señor. Por el rango del general.

Colgué. Acto seguido llamé a la puerta principal. Pregunté quién había visto con sus propios ojos entrar y salir a Vassell y Coomer. Me dieron el nombre de un sargento. Les dije que lo encontraran y que me llamara.

Esperé.

El tío de la puerta fue el primero en telefonear. Confirmó que había estado de servicio toda la noche anterior y que había visto personalmente llegar a Vassell y Coomer a las 18.45 y marcharse a las 22.00.

– ¿En qué coche? -inquirí.

– Un sedán grande y negro. Del Estado Mayor del Pentágono.

– ¿Grand Marquis?

– Casi seguro, señor.

– ¿Llevaban conductor?

– Conducía el coronel -precisó el tipo-. El coronel Coomer, eso es. El general Vassell iba en el asiento del acompañante.

– ¿Sólo iban los dos en el coche?

– En efecto, señor.

– ¿Está seguro?

– Absolutamente, señor. No hay duda sobre eso. Por la noche utilizamos linternas. Un sedán negro, placas del Departamento de Defensa, dos oficiales delante que mostraron debidamente su identificación, el asiento de atrás vacío.

– Muy bien, gracias -dije, y colgué.

El teléfono volvió a sonar casi de inmediato. Era Calvin Franz, desde California.

– ¿Reacher? -dijo-. ¿Qué demonios estás haciendo ahí?

– Podría hacerte la misma pregunta.

Hubo un silencio.

– No tengo ni idea de qué narices estoy haciendo aquí -soltó-. Irwin es un remanso de paz. Me dijeron que suele ser así. Pero hace buen tiempo.

– ¿Comprobaste las órdenes?

– Claro -contestó-. ¿Tú no? No me había divertido tanto desde lo de Granada y resulta que ahora estoy mirando las playas del Mojave. Parece que fue idea de Garber. Pensé que quizá se había disgustado conmigo. Ahora no estoy tan seguro de lo que está pasando. Y no es probable que se disgustara con los dos.

– ¿Cuáles eran tus órdenes exactamente?

– Interino al mando y adscrito al jefe de la PM.

– ¿Está ahí ahora?

– De hecho no. Le mandaron a un destacamento interinamente el mismo día que llegué yo.

– Así que estás actuando como oficial al mando.

– Eso parece -dijo.

– Yo también.

– ¿Qué está pasando?

– Ni idea -repuse-. Ya te lo diré si llego a averiguarlo. Pero primero he de hacerte una pregunta. Por aquí me tropecé con un coronel y un general de una estrella que al parecer se dirigían a Fort Irwin para asistir a una reunión de blindados el día de Año Nuevo. Vassell y Coomer. ¿Llegaron a aparecer?

– Esa reunión se canceló -explicó Franz-. Nos enteramos de que su dos estrellas la palmó por ahí. Un tipo llamado Kramer. Por lo visto pensaban que no tenía sentido celebrarla sin él. Quizá no son capaces siquiera de pensar sin ese Kramer. O tal vez están demasiado ocupados peleándose por ver quién asume ahora el mando.

– Entonces, ¿Vassell y Coomer no fueron a California?

– No vinieron a Irwin -precisó Franz-. Eso seguro. Del resto de California no sé nada. Es un estado muy grande.

– ¿Quién más tenía que asistir?

– El círculo interno de los blindados. Algunos tienen aquí su base. Otros llegaron y se fueron. Y otros no se presentaron.

– ¿Oíste algo sobre el orden del día?

– No tenía por qué. ¿Era importante?

– No lo sé. Vassell y Coomer decían que no había ninguno.

– Ya.

– Es lo que yo suponía.

– Estaré al tanto.

– Feliz Año Nuevo -dije.

Colgué y me quedé inmóvil, devanándome los sesos. Calvin Franz era un buen tío. De hecho, uno de los mejores. Duro, íntegro, competente como él solo. Nada le apartaba de su camino. Me fui de Panamá contento de saber que él se quedaba. Pero ya no estaba. Ni él ni yo. Entonces ¿quién diablos había?

Me acabé el café, llevé el tazón fuera y lo dejé junto a la máquina. La sargento estaba al teléfono. Garabateaba notas en una hoja. Levantó un dedo como si tuviera que darme una gran noticia. Luego continuó escribiendo. Regresé a mi mesa. Al cabo de cinco minutos entró ella con su hoja de anotaciones. Trece líneas, tres columnas. La tercera columna eran números. Seguramente fechas.

– He llegado hasta Fort Rucker -dijo-. Luego ya me he parado, porque el patrón es muy evidente.

– Cuénteme.

Recitó trece bases de un tirón por orden alfabético. Después pronunció los nombres de los oficiales al mando de sus PM. Yo conocía los trece nombres, entre ellos el de Franz y el mío. A continuación dijo las fechas en que habían sido trasladados. Siempre la misma: 29 de diciembre. Hacía ocho días.

– Recite otra vez los nombres -le dije.

Volvió a leerlos. Asentí. En el pequeño mundo secreto de los PM, si alguien hubiera querido formar un equipo de estrellas y hubiera cavilado largo y tendido sobre ellos toda la noche, habrían salido esos trece nombres. Sin duda. Habrían formado un equipo insuperable. En la selección habría otros diez tíos, pero segurísimo que un par de ellos estarían allí mismo, en los puestos que siguieran en el orden alfabético, y que los otros ocho se hallarían en destinos importantes. Y yo estaba convencido de que todos habían llegado a su destino hacía exactamente ocho días. La fuerza de choque. Prefiero no decir en qué nivel individual del escalafón estaría yo, pero en el plano colectivo, sobre el terreno éramos los mejores policías militares, no cabía ninguna duda.

– Extraño -dije. Y lo era. Cambiar de sitio a tantos individuos concretos el mismo día exigía voluntad y planificación, y hacerlo durante la operación Causa Justa revelaba un motivo urgente. La estancia pareció quedarse en silencio, como si yo estuviera aguzando el oído para escuchar el siguiente paso-. Voy donde los de Delta -dije.


Fui en un Humvee porque no me apetecía andar. No sabía si el gilipollas de Willard había abandonado el puesto y no quería volver a cruzarme en su camino. El centinela me dejó pasar a la vieja cárcel y fui directamente a la oficina del ayudante. Estaba sentado frente a su mesa, con un aspecto más cansado que cuando lo había visto a primera hora de la mañana.

– Fue un accidente durante unas maniobras -dije.

Asintió.

– Eso he oído.

– ¿Qué clase de maniobras estaba haciendo? -pregunté.

– Maniobras nocturnas.

– ¿Solo?

– Pues entonces deserción.

– ¿Sin salir de la base?

– Muy bien, estaba haciendo footing. Quemando las calorías de las vacaciones. Lo que sea.

– Necesito que suene creíble -señalé-. Mi nombre saldrá en el informe.

El capitán asintió.

– Pues deje lo del footing. No creo que a Carbone le gustara correr. Era más bien una rata de gimnasio. Hay muchos así.

– ¿Muchos qué?

Me clavó la mirada.

– Tíos delta -dijo.

– ¿Tenía Carbone alguna especialidad?

– Son competentes en todos los campos. Buenos en todo.

– ¿Radio, medicina?

– Todos hacen radio. Y todos tienen conocimientos de medicina. Es una salvaguarda. Si alguien es capturado en solitario, puede afirmar que es el médico de la compañía. Esto puede salvarle de una bala en la nuca. Y si los ponen a prueba, pueden demostrar sus conocimientos.

– ¿De noche se hace alguna clase de instrucción médica?

El capitán meneó la cabeza.

– No de manera específica.

– ¿Podía haber estado verificando equipos de comunicaciones?

– Pudo haber estado revisando algún vehículo -propuso el capitán-. Era bueno con la mecánica. Supongo que tanto como cualquiera de los que se encargan de los camiones de la unidad.

– Muy bien -dije-. ¿Puede que tuviera un reventón y que mientras cambiaba el neumático el vehículo se saliera del gato y le aplastara la cabeza?

– Me suena verosímil -dijo el capitán.

– Terreno irregular, acaso una zona blanda bajo el gato…

– Me suena verosímil -repitió.

– Diré que mis hombres trajeron el camión remolcándolo.

– Vale.

– ¿Qué clase de camión era?

– El que usted quiera.

– ¿Está por aquí su oficial al mando? -inquirí.

– No. Está de vacaciones.

– ¿Quién es?

– No le conoce.

– Póngame a prueba.

– El coronel Brubaker -contestó.

– ¿David Brubaker? Le conozco. -Lo que era verdad en parte. Lo conocía por su reputación. Era un viril predicador de las Fuerzas Especiales. Según él, el resto de nosotros ya podíamos plegar nuestras tiendas y volver a casa y aun así el mundo entero estaría suficientemente protegido por sus unidades cuidadosamente seleccionadas. Quizá necesitase algunos escuadrones de helicópteros para transportar a su gente de un sitio a otro. Y bastaría con que quedara abierta una sola oficina del Pentágono para proporcionarle las armas que necesitara.

– ¿Cuándo regresará? -pregunté.

– Mañana.

– ¿Le ha llamado?

El capitán negó con la cabeza.

– No querrá verse implicado. Y no querrá hablar con usted. Pero en cuanto averigüemos qué clase de accidente fue, haré que revise algunos procedimientos operativos de seguridad.

– Aplastado por un camión -dije-. Eso es lo que sucedió. Debería alegrarle. La seguridad de los vehículos es una sección más corta que la seguridad de las armas.

– ¿Dónde?

– En el manual de campaña.

Sonrió.

– Brubaker no utiliza el manual de campaña -aclaró.

– Quiero ver el alojamiento de Carbone -dije.

– ¿Para qué?

– He de adecentarlo. Voy a firmar un accidente de camión y no quiero que quede por ahí ningún cabo suelto.


Carbone se había instalado igual que los demás integrantes de su unidad, solo en una de las viejas celdas. Era un espacio de seis por ocho de hormigón pintado, con su lavabo y su retrete. Tenía un catre corriente del ejército, un zapatero y en la pared una estantería larga como la cama. En resumidas cuentas, un alojamiento bastante bueno para un sargento. En el mundo había muchos que lo habrían aceptado sin vacilar.

Summer había hecho colocar la cinta de la policía en la puerta. La quité, la convertí en una bola y me la guardé en el bolsillo. Entré.

El destacamento D de las Fuerzas Especiales es muy distinto del resto del ejército en su enfoque de la disciplina y la uniformidad. Las relaciones entre los rangos son muy informales. Nadie recuerda siquiera cómo se saluda. No se valora el hecho de ser ordenado. El uniforme no es obligatorio. Si uno se siente cómodo con ropa de faena que ya tenía antes, pues se la pone. Si le gustan más las zapatillas de correr New Balance que las botas de combate reglamentarias, pues lleva las zapatillas. Si el ejército compra cuatrocientas mil pistolas Beretta pero el tipo de Delta prefiere la SIG, pues usa la SIG.

Así que Carbone no tenía un armario lleno de uniformes limpios y planchados. No había hileras de camisetas impecables y listas para usar. Tampoco lustrosas botas debajo de la cama. La ropa estaba toda amontonada en las primeras tres cuartas partes de la larga estantería que había sobre el catre. Poca cosa, todo básicamente verde oliva, pero aparte de eso no eran cosas que un oficial corriente de intendencia pudiera identificar. Se veían algunas prendas viejas del extenso vestuario original del ejército para el tiempo frío. Había algunas prendas descoloridas de uniformes de campaña estándar. Nada estaba marcado con insignias de la unidad ni del regimiento. Había también un pañuelo verde. Y algunas viejas camisetas verdes, lavadas tantas veces que eran casi transparentes. Al lado, una correa ALICE pulcramente arrollada. En inglés, ALICE es un acrónimo de Equipo Multiuso de Transporte de Carga Liviana, que así denomina el ejército a un cinturón de fibra sintética del que uno cuelga cosas.

En la parte final de la estantería había una serie de libros y una pequeña foto en color en un marco de latón. Una mujer mayor que se parecía a Carbone. Su madre, seguro. Recordé su tatuaje, hecho trizas por el cuchillo de supervivencia. Un águila sosteniendo un pergamino con la palabra «Madre». Recordé a mi madre, casi empujándonos hasta el estrecho ascensor después de habernos despedido de ella con un largo abrazo.

Me acerqué a los libros.

Había cinco en rústica y uno alto y delgado de tapa dura. Pasé el dedo por los primeros. No reconocí los títulos ni los autores. Todos tenían el lomo agrietado y cóncavo y las páginas con el borde amarillo. Parecían historias de aventuras en que aparecían modelos de aviones o submarinos perdidos. El de tapa dura era una edición de recuerdo de una gira de los Rolling Stones. A juzgar por el tipo de impresión del lomo, tendría unos diez años.

Alcé el colchón de los muelles del catre y miré debajo. Nada. Inspeccioné la cisterna del retrete y debajo del lavabo. Nada. Me dirigí al zapatero. Lo primero que vi al abrirlo fue una chaqueta de piel marrón doblada. Bajo la chaqueta había dos camisas blancas con botones en el cuello y dos vaqueros azules. Estas prendas estaban gastadas y eran suaves, y la chaqueta no era ni cara ni barata. En conjunto constituían el típico atuendo para la noche del sábado de un soldado. Una vez afeitado y duchado, embutirse en trapos civiles, amontonarse en el coche de alguien, cerrar un par de bares, divertirse un poco.

Bajo los pantalones había una cartera. Era pequeña, de piel marrón casi a juego con la chaqueta. Como la ropa de encima, estaba pensada para satisfacer las típicas necesidades de un sábado por la noche. Contenía cuarenta y tres dólares en metálico, lo que alcanzaba para suficientes rondas de cerveza que dieran inicio a la diversión. Dentro también había una credencial militar y un carné de conducir de Carolina del Norte por si la fiesta no terminaba en un jeep de la PM sino en un simple vehículo civil. Y un condón sin abrir, por si el asunto se ponía serio.

Había también la foto de una chica. Quizás una hermana, o una prima, o una amiga. O nadie. Camuflaje, sin duda.

Debajo de la cartera vi una caja de zapatos medio llena de copias de quince por diez. Todas fotos de aficionado de grupos de soldados. El propio Carbone aparecía en algunas. Pequeños grupos de hombres de pie y posando, pasándose recíprocamente los brazos por los hombros. En algunas instantáneas los tíos estaban bajo un sol abrasador e iban sin camisa, luciendo gorritas estrafalarias, entrecerrando los ojos y sonriendo. Unas estaban tomadas en la selva. Otras en calles destruidas y nevadas. Todas exhibían la misma estrecha camaradería. Compañeros de armas fuera de servicio, aún vivos; y felices por ello.

En aquella celda de seis por ocho no había nada más. Nada significativo, nada fuera de lo normal, nada aclaratorio. Nada que pusiera al descubierto su historia, su carácter, sus pasiones o sus intereses. Había vivido su vida en secreto, formal y convencional, con el cuello abotonado, como sus camisas del sábado por la noche.


De regreso al Humvee me encontré cara a cara con el joven sargento bronceado y con barba. Íbamos por el mismo camino y él no iba a apartarse.

– Usted me engañó -me espetó.

– ¿Ah sí?

– Sobre lo de Carbone. Al dejarme hablar como lo hice. Acaban de enseñarnos unos papeles interesantes.

– ¿Y?

– Estamos pensando en ello.

– No se cansen mucho -dije.

– ¿Cree que será divertido? ¿Cree que lo será si averiguamos que fue usted?

– No fui yo.

– Eso dice usted.

Asentí.

– Exacto. Ahora apártese.

– ¿Si no, qué?

– Si no le daré una patada en el culo.

Se acercó más.

– ¿Cree que puede darme una patada en el culo?

No me moví.

– Usted se está preguntando si le di una patada en el culo a Carbone. Y él seguramente era el doble de soldado que usted.

– Ni siquiera verá cómo le cae -espetó.

No respondí.

– Créame -dijo.

Aparté la vista. Le creí. Si los delta me señalaban con el dedo, ni siquiera vería cómo me caía. Sin lugar a dudas. Pasarían semanas, meses o quizás años a partir de ese momento, hasta que un día me metería en un callejón oscuro y aparecería una sombra y un cuchillo de supervivencia penetraría entre mis costillas, o mi cuello se partiría con un sonoro crujido que resonaría en los muros; y entonces habría acabado todo.

– Dispone de una semana -dijo el tipo.

– ¿Para hacer qué?

– Para demostrarnos que no fue usted.

No respondí.

– Usted decide -añadió-. O nos lo demuestra o empiece a hacer la cuenta atrás. Asegúrese de conseguir todas las ambiciones de su vida, pero no empiece a escribir un libro largo.

Загрузка...