13

No había comido nunca yogur. Pero lo había visto, y tenía la impresión de que los yogures eran porciones individuales que venían en pequeños botes de unos cinco centímetros de ancho, lo que significaba que en un metro cuadrado cabían unos trescientos. O sea que en media hectárea cabían casi tres millones. Por tanto, dentro del perímetro alambrado de Fort Bird tenían cabida ciento cincuenta mil millones de botes. Esto es, buscar uno sería como buscar una espora de ántrax en el Yankee Stadium. Hice el cálculo mientras me duchaba y me vestía en la oscuridad previa al amanecer.

A continuación me senté en la cama y esperé a que el cielo clarease. Era absurdo salir fuera y perder esa posibilidad entre ciento cincuenta mil millones debido a que estuviera demasiado oscuro para ver bien. No obstante, mientras estaba sentado pensé que el número total de posibilidades se reduciría ya que debíamos buscar en el lugar apropiado. Evidentemente, el tío del yogur regresó de A a B. Y durante el recorrido se había deshecho del bote. Sabíamos dónde estaba A, el lugar del crimen. Y B era un edificio de la base. Así pues, el bote se encontraría en algún punto del terreno en el trayecto hasta los edificios o entre los propios edificios. De modo que, si éramos espabilados, los miles de millones se reducían a sólo millones, y encontraríamos la cosa esa en cien años y no en mil.

A menos que algún mapache ya lo hubiese encontrado y se lo hubiera llevado a su madriguera.

Me reuní con Summer en el parque móvil de la PM. Ella estaba animosa y llena de brío, pero no hablamos. No había nada que decir, salvo que la tarea que íbamos a emprender era un imposible. Y supuse que ninguno de los dos quería confirmarlo en voz alta. Así que no abrimos la boca. Sólo escogimos un Humvee al azar y salimos. Para variar, conduje yo durante el trayecto de tres minutos que había realizado treinta y pico horas antes.

Según el cuentakilómetros del Humvee, cuando llegamos al lugar del crimen habíamos recorrido exactamente dos kilómetros cuatrocientos metros, y según la brújula habíamos ido en dirección al suroeste. En algunos árboles aún se veían jirones de cinta de la PM. Dejamos el vehículo unos diez metros fuera del camino y bajamos. Me subí al capó y me senté en el techo, encima del parabrisas. Miré al oeste y al norte, y luego me volví y miré al este y al sur. El aire era frío y había viento. El paisaje era marrón, despejado e inmenso. El sol naciente, débil y pálido.

– ¿Por dónde se fue? -pregunté.

– Por el noreste -contestó Summer. Parecía muy segura de ello.

– ¿Por qué?

Se subió al capó y se sentó a mi lado.

– Tenía un vehículo -explicó.

– ¿Por qué?

– Porque no creo que llegaran andando.

– ¿Por qué?

– Porque si hubieran venido andando, todo habría sucedido más cerca de los edificios. Esto está al menos a treinta minutos a pie. No me imagino al malo caminando junto al otro y ocultando una palanca o una barra de hierro durante treinta minutos. Si la hubiera llevado dentro del abrigo, habría andado como un robot. Carbone se habría dado cuenta. Así que iban motorizados. En el vehículo del asesino. El arma estaba debajo de una chaqueta o algo así en el asiento de atrás. Quizá también el cuchillo y el yogur.

– ¿Desde dónde venían?

– Eso da igual. Lo único que nos importa ahora es adónde fue el tipo después. Y si iba en coche, no condujo en dirección a la alambrada. Podemos dar por supuesto que ésta no tiene agujeros del tamaño de un vehículo. Tal vez sí del tamaño de un hombre, o de un ciervo.

– Muy bien -dije.

– De modo que regresó a los edificios. No pudo ir a ningún otro sitio. Regresó por el camino, aparcó y volvió a sus asuntos.

Asentí. Miré hacia el horizonte occidental, frente a mí. Me volví y dirigí la mirada al noreste, a lo largo del sendero. Hacia los edificios. Dos kilómetros cuatrocientos metros de sendero. Imaginé la aerodinámica de un envase vacío de yogur. Plástico liviano, forma cilíndrica, una laminilla rota agitándose. Me imaginé tirando uno con fuerza. Volaría por el aire unos tres metros como máximo. Dos kilómetros cuatrocientos metros de camino, tres metros hasta el arcén de la izquierda, del lado del conductor. Me pareció que las posibilidades se reducían a miles. Y al punto me pareció que volvían a dilatarse hasta miles de millones.

– Hay una noticia buena y una mala -dije-. Creo que usted tiene razón, así que ha reducido el área de búsqueda en un noventa y nueve por ciento, acaso más. Lo que está muy bien.

– ¿Pero?

– Pongamos que estaba en un vehículo, pero ¿llegó a tirar el envase?

Summer esperó.

– Tal vez simplemente lo dejó caer al suelo del vehículo -señalé-. O lo dejó en la parte de atrás.

– Si era un vehículo del parque móvil, no.

– Pues a lo mejor lo arrojó a un cubo de basura más tarde, después de aparcar. O quizá se lo llevó a su dormitorio.

– Quizá. Las posibilidades están al cincuenta por ciento.

– Yo diría al setenta y al treinta, como mucho.

– De todos modos hemos de mirar.

Asentí. Apoyé las manos contra el parabrisas y salté a tierra.


Estábamos en enero y las condiciones eran bastante buenas. Febrero habría sido mejor. En un clima templado del hemisferio norte, la vegetación muere en febrero y por tanto escasea y está más dispersa. Pero para ser enero estaba bien. El sotobosque estaba bajo y la tierra era plana y del color de los helechos muertos y del mantillo de hojas. No había nieve. El paisaje era uniforme, neutro y orgánico. Un buen escenario. Imaginé que un envase de un producto lácteo sería de un blanco brillante. O crema. O acaso rosa, si era de fresa o frambuesa. En cualquier caso, el color sería de ayuda. Por ejemplo, no sería negro. Nadie pone un producto lácteo en un envase negro. Así que si estaba ahí y pasábamos cerca, lo veríamos.

Inspeccionamos en un radio de tres metros en torno a la escena del crimen. Nada. De modo que regresamos al camino y lo seguimos en dirección noreste. Summer caminaba a un metro y medio del borde izquierdo y yo caminaba a un metro y medio a su izquierda. Abarcábamos una franja de cuatro metros y medio, con dos pares de ojos en el crucial carril de metro y medio entre uno y otro, que, de acuerdo con mi teoría aerodinámica, era exactamente donde el envase debería haber caído.

Andábamos despacio, a la mitad del paso normal. Yo iba moviendo la cabeza de un lado a otro a cada paso. Me sentía un poco estúpido. Seguro que parecía un pingüino, pero era un método eficaz. Puse una especie de piloto automático, y el suelo se desdibujaba a mis pies. No veía hojas ni ramitas sueltas ni briznas de hierba, nada de lo que debía estar allí, atento sólo a algo que no debiera estar allí.

Anduvimos unos diez minutos y no hallamos nada.

– ¿Cambio? -sugirió Summer.

Intercambiamos el sitio y proseguimos. Había un millón de toneladas de detritos del bosque pero nada más. Las bases militares se mantienen escrupulosamente limpias. La patrulla semanal de la basura es sagrada. Fuera de la alambrada nos habríamos tropezado con toda clase de cosas. Pero dentro no. Seguimos otros diez minutos a lo largo de otros trescientos metros. Hicimos una pausa y volvimos a intercambiar posiciones. Al moverme tan despacio el aire frío me hacía tiritar. Miraba fijamente la tierra como un poseso. Intuía que estábamos cerca del objetivo. Dos kilómetros cuatrocientos metros. Calculé que los primeros centenares y los últimos eran un mal coto de caza. Al principio el tío sentiría el puro impulso de huir. Luego, ya cerca de los edificios, repararía en que tenía que componer el semblante y mostrarse tranquilo. Así pues, se habría librado del lastre en el trecho intermedio. Cualquiera con un mínimo sentido común se habría parado, habría inspirado, espirado y estudiado a fondo su situación. Habría bajado la ventanilla para que le diera en la cara el aire nocturno. Aminoré el paso y miré con más atención, a derecha e izquierda, a izquierda y derecha. Nada.

– ¿Se manchó de sangre? -pregunté.

– Un poco, quizá -repuso Summer, a mi derecha.

No la miré. Seguí con los ojos fijos en el suelo.

– En los guantes -añadió-. A lo mejor en los zapatos.

– Menos de lo que se esperaba -dije-. A menos que fuera médico, habría previsto una buena sangría.

– ¿Por tanto?

– Por tanto no utilizó un vehículo del parque. Si suponía que iba a haber mucha sangre no querría arriesgarse a manchar el coche.

– Si es así y el tío fue con su propio coche, seguramente tiraría el envase en el asiento de atrás. O sea que aquí no vamos a encontrar nada.

Asentí. Seguimos andando.


Recorrimos la totalidad de esa parte intermedia y no encontramos nada. Dos mil metros de material orgánico aletargado y ni un solo objeto de fabricación humana. Ni una colilla de cigarrillo, ni un trozo de papel, ni latas oxidadas ni botellas vacías. Toda una prueba del celo del comandante de la base. Pero para nosotros decepcionante. Nos detuvimos cuando fueron claramente visibles los principales edificios, trescientos metros por delante.

– Volvamos atrás -dije-. Quiero inspeccionar otra vez la parte intermedia.

– De acuerdo -dijo ella-. Media vuelta.

Intercambiamos posiciones nuevamente. Decidimos cubrir cada sección de trescientos metros al revés de antes. Si antes yo había andado por dentro, ahora lo haría por fuera, y viceversa. No había un verdadero motivo, salvo que cuatro ojos ven más que dos. Yo superaba en estatura a Summer en más de treinta centímetros, lo cual, aplicando la trigonometría simple, significaba que podía ver treinta centímetros más lejos en cualquier dirección. Ella estaba más cerca del suelo y afirmaba que sus ojos captaban muy bien los detalles.

Iniciamos el recorrido, despacio y con paso regular.

En la primera sección, nada. Cambiamos de posiciones. Me planté a tres metros del camino. Escudriñé a izquierda y derecha. El viento nos daba en la cara y empecé a lagrimear por el frío. Me metí las manos en los bolsillos.

Nada en la segunda sección. Nuevo intercambio de posiciones. Caminé a metro y medio del sendero, en paralelo a la vera. En la tercera sección, nada. Nos cambiamos otra vez. Mientras andábamos yo hacía cálculos mentales. Hasta el momento habíamos explorado una franja de cuatro metros y medio a lo largo de unos dos mil cien metros. Esto equivalía a unos diez mil metros cuadrados, o sea algo más de una hectárea de un total de cincuenta mil. Las posibilidades eran aproximadamente de una entre cuarenta mil. Más que en la lotería, aunque no muchas más.

Seguimos mirando. El viento arreciaba y nos estábamos enfriando.

De pronto vi algo.

A mi derecha. A unos seis metros. No era un envase de yogur. Casi lo pasé por alto porque quedaba fuera de la zona de mayor probabilidad. Ningún objeto poco aerodinámico, liviano y de plástico habría llegado tan lejos tras ser lanzado desde un vehículo que pasara por el camino. De modo que mis ojos lo localizaron y mi cerebro lo procesó y lo desechó al punto.

Pero me quedé pensando. Puro instinto animal.

Porque parecía una serpiente. La parte de lagarto de mi cerebro susurró «serpiente» y noté una leve sacudida primigenia de miedo que había permitido sobrevivir a mis ancestros en las primeras etapas de la evolución. Todo sucedió en una décima de segundo. El susto quedó sofocado enseguida. La parte moderna y racional de mi mente salió al paso y dijo «en enero aquí no hay serpientes, colega; hace demasiado frío». Exhalé un suspiro y me paré para mirar atrás, sólo por curiosidad.

En la hierba marchita había una forma negra curva. ¿Un cinturón? ¿Una manguera de jardín? Pero entre los rígidos tallos marrones estaba más hundido de lo que habría estado algo hecho de piel, tela o goma. Se encontraba justo entre las raíces. Por tanto, pesaba. Tenía que pesar si había llegado tan lejos desde el camino. Por tanto, era de metal. Sólido, no tubular. Por tanto, no me resultaría familiar. Muy pocos artículos militares son curvos.

Me acerqué.

Era una barra de hierro pintada de negro, sangre y pelo apelmazados en un extremo.


Me quedé allí y mandé a Summer en busca del vehículo. Seguramente fue corriendo todo el trecho, pues regresó demasiado pronto y sin aliento.

– ¿Tenemos una bolsa para pruebas? -pregunté.

– No es ninguna prueba. Los accidentes durante unas maniobras no las precisan.

– No tengo intención de llevar esto ante un tribunal -señalé-. Es sólo que no quiero tocarlo. No quiero dejar mis huellas. Eso podría darle ideas a Willard.

Summer examinó la parte de atrás del vehículo.

– No hay bolsas de ésas -dijo.

Vacilé. Por lo general, hay que andarse con muchísimo cuidado para no contaminar pruebas con huellas ajenas, pelos o fibras. Al que mete la pata los fiscales se lo comen vivo. Pero esta vez, estando Willard en medio, la motivación sería distinta. Si yo metía la pata, podía dar con mis huesos en la cárcel. Medios, móvil, oportunidad, mis huellas dactilares en el arma. Demasiado bueno para ser cierto. Si la historia del supuesto accidente acababa escaldándole, Willard se cebaría en el primero que pillara.

– Podríamos traer a un especialista -sugirió Summer, de pie detrás de mí.

– No podemos involucrar a nadie más -dije-. Yo ni siquiera quería involucrarla a usted.

Se colocó a mi lado y se agachó. Alisó briznas de hierba con las manos para mirar más de cerca.

– No toque nada -le advertí.

– No pensaba hacerlo -replicó.

Miramos juntos. Un primer plano. Era una barra de mano forjada con acero de sección octogonal. Parecía una herramienta de buena calidad. Y flamante, pintada con esmalte negro. Su forma recordaba un poco al saxofón alto. La parte central medía menos de un metro y conformaba una especie de ese, con una curva casi llana en un extremo y una cerrada en el otro: una jota mayúscula. Ambas puntas estaban aplastadas y tenían muescas a modo de bocas sacaclavos. El diseño era moderno y sencillo. Y brutal.

– Apenas usado -dijo Summer.

– Jamás lo han usado -dije yo-. Al menos no en carpintería.

Me puse en pie.

– No hace falta que saquemos las huellas -señalé-. Podemos dar por supuesto que el tío llevaba guantes.

Summer se puso en pie a mi lado.

– Tampoco hace falta que determinemos el grupo sanguíneo -observó-. Podemos dar por supuesto que es el de Carbone.

No respondí.

– Podríamos dejarlo aquí y ya está -añadió Summer.

– No -repliqué-. No podemos.

Me agaché, quité el cordón de mi bota derecha y uní los dos extremos con un nudo de rizo. Así conseguí un lazo que cogí con la mano derecha y arrastré sobre la hojarasca hasta que se enganchó bajo un extremo de la barra. Levanté el pesado objeto de acero. Lo sostuve en alto, como un orgulloso pescador con su captura.

– Andando -dije.

Llegué cojeando al asiento del acompañante con la barra pendulando en el aire y la bota medio quitada. Me senté y mantuve la barra firme en el suelo para que no me rozara las piernas cuando el vehículo se moviera.

– ¿Adónde? -preguntó Summer.

– Al depósito de cadáveres.


Contaba con que el forense y su personal estarían desayunando fuera, pero me equivoqué. Se encontraban todos en el edificio, trabajando. El propio forense nos sorprendió en el vestíbulo. Iba a algún sitio con un expediente en la mano. Nos miró y luego miró el trofeo que colgaba del cordón de mi bota. Tardó medio segundo en comprender qué era y otro medio en darse cuenta de que aquello nos colocaba a todos en una situación muy embarazosa.

– Podríamos venir más tarde -dije. Cuando usted no estuviera.

– No -dijo-. Vamos a mi despacho.

Él abrió el camino. Lo miré andar. Era un hombre pequeño y de piernas cortas, animoso, competente, un poco mayor que yo. Parecía un tío majo. Y supuse que no era estúpido. Muy pocos médicos lo son. Antes de doctorarse deben aprender toda clase de cosas complicadas. Y me figuré que tenía un código ético de conducta. Por mi experiencia, era el caso de muchos. En esencia son científicos, y en general los científicos conservan un interés de buena fe en los hechos y la verdad, o cuando menos cierta curiosidad innata. Todo lo cual era bueno, pues la actitud de ese individuo iba a ser clave. Podía dejarnos vía libre o delatarnos con una simple llamada telefónica.

Su despacho era una sencilla habitación cuadrada llena de antiguas mesas de acero gris y archivadores. Estaba abarrotada. En las paredes se veían diplomas enmarcados. Había estanterías a rebosar de libros y manuales. Pero no recipientes con especímenes, ni cosas raras conservadas en formaldehído. Podía haber sido la oficina de un abogado militar, sólo que los diplomas no eran de facultades de Derecho sino de Medicina.

Se sentó en su silla de ruedecitas y puso el expediente encima de la mesa. Summer cerró la puerta y se apoyó contra ella. Yo me quedé en mitad de la estancia, con la barra de hierro colgando. Nos miramos uno a otro. Aguardé a ver quién hacía el movimiento inicial.

– Lo de Carbone fue un accidente durante unas maniobras -dijo el médico, desplazando su peón dos casillas al frente.

Asentí.

– De eso no hay duda -dije, moviendo mi propio peón.

– Me alegra que lo tengamos claro -repuso, con un tono que significaba: ¿se cree usted toda esa mierda?

Oí a Summer exhalar un suspiro; teníamos un aliado. Pero un aliado que quería guardar las distancias. Un aliado que quería protegerse tras una rebuscada charada. Y yo no le culpaba por ello. El hombre debía años de servicio a cambio de sus cursos en la facultad. Por tanto, era prudente. Por tanto, era un aliado cuyos deseos debíamos respetar.

– Carbone cayó y se golpeó en la cabeza -dije-. Es un caso cerrado. Un simple accidente, desde luego muy lamentable.

– ¿Pero?

Alcé un poco más la barra.

– Creo que se golpeó la cabeza con esto -dije.

– ¿Tres veces?

– A lo mejor rebotó. Quizás había ramitas bajo las hojas y eso hizo que el terreno fuera como una cama elástica.

El médico asintió.

– El suelo puede ser así en esta época del año.

– Letal -agregué.

Bajé la barra y esperé.

– ¿Por qué la ha traído aquí? -inquirió el médico.

– Podría considerarse un elemento de imprudencia concurrente -expliqué-. Quien se lo dejó por ahí para que Carbone cayera encima acaso merecería una reprimenda.

Él asintió de nuevo.

– Tirar basura es una infracción grave. ¿Qué quiere de mí?

– Nada -repuse-. Estamos aquí para echarle una mano, nada más. Estando el caso cerrado, imaginamos que usted no querrá llenar su despacho con esos moldes en escayola que tomó del lugar de la herida. Pensamos que podríamos arrojarlos a la basura por usted.

El médico asintió por tercera vez.

– Pueden hacerlo -dijo-. Así me ahorran el viaje.

Hizo una larga pausa. Luego apartó el expediente que tenía delante y abrió unos cajones, colocó hojas de papel en blanco sobre la mesa y dispuso encima media docena de portaobjetos.

– Esa cosa parece pesada -me dijo.

– Lo es -confirmé.

– Quizá debería dejarla en el suelo. Para que su hombro descanse.

– ¿Es un consejo médico?

– No querrá lesionarse el ligamento.

– ¿Dónde lo dejo?

– En cualquier superficie plana que vea.

Di unos pasos al frente y dejé la barra con cuidado sobre la mesa, encima del papel y los portaobjetos. Desaté el nudo del cordón. Me agaché y lo devolví a la bota, anudándolo bien. Alcé la vista a tiempo de ver al médico coger un portaobjetos de microscopio. Lo frotó contra el extremo de la barra donde había sangre y pelo apelmazados.

– Vaya -comentó-. He ensuciado este portaobjetos. Qué torpe.

Cometió exactamente el mismo error con los otros cinco.

– ¿Queremos huellas dactilares? -preguntó.

Negué con la cabeza.

– Suponemos que llevaba guantes.

– Creo que deberíamos comprobarlo. La imprudencia concurrente es un asunto serio.

Abrió otro cajón, sacó un guante de látex y se lo puso en la mano. Esto originó una diminuta nube de polvos de talco. Acto seguido cogió la barra y se la llevó fuera del despacho.


Regresó antes de diez minutos. Aún llevaba puesto el guante. La barra estaba totalmente limpia. La pintura negra relucía. No se diferenciaba de una nueva.

– No hay huellas -dijo.

Dejó la barra encima de su silla, abrió un cajón de archivador y sacó una caja de cartón marrón de la que extrajo dos moldes en escayola. Ambos medían unos quince centímetros y llevaban escrito «Carbone» con tinta negra en la parte inferior. Uno era un positivo, formado presionando escayola húmeda en la herida. El otro un negativo, formado moldeando más escayola sobre el positivo. Éste mostraba la forma de la herida causada por el arma, y el positivo reflejaba la forma de la propia arma.

El médico dejó el positivo en la silla contigua a la de la barra. Las alineó bien paralelas. El molde medía unos quince centímetros. Era blanco y estaba algo picado debido al proceso de moldeado, pero por lo demás era idéntico al liso y negro hierro. Absolutamente idéntico. La misma sección, el mismo grosor, el mismo perfil.

A continuación, dejó el negativo sobre el escritorio. Era un poco mayor que el positivo, y estaba algo más sucio. Era una réplica exacta de la parte posterior de la destrozada cabeza de Carbone. El médico cogió la barra y la sopesó con la mano. La alineó, especulativo. La bajó muy despacio, una vez para el primer golpe, luego otra para el segundo. Y otra para el tercero. La acercó al molde. El tercero y último era el mejor definido. En el molde había un hoyo de casi dos centímetros en el que la barra encajaba a la perfección.

– Examinaré la sangre y el pelo -dijo-. Aunque ya sabemos cuáles serán los resultados.

Alzó la barra del molde y probó otra vez. Volvió a coincidir con precisión, hasta el fondo. La levantó y la sostuvo en equilibrio sobre la palma de las manos, como calculando su peso. Luego la agarró por el extremo más recto y la blandió como un bateador dispuesto a golpear una bola alta. La hizo oscilar de nuevo, con más fuerza, un golpe violento, poderoso. En sus manos, la barra parecía grande. Grande y demasiado poco pesada.

– Un hombre muy fuerte -dijo-. Un golpe atroz. El tipo era alto y grande, diestro, en buena forma física. Pero supongo que ésta es la descripción de muchas personas de esta base.

– ¿Qué tipo? -pregunté-. Carbone cayó y se rompió la cabeza.

El médico esbozó una sonrisa y volvió a sopesar la barra.

– En cierto modo es hermosa -señaló-. ¿No cree?

Entendí qué quería decir. Era un bonito objeto de acero, y era todo lo que necesitaba ser y nada que no necesitara. Como un Colt Detective Special, o un cuchillo de supervivencia, o una cucaracha. Lo metió dentro de un largo cajón metálico. Los metales rozaron y se oyó un ligero retumbo cuando el médico soltó el extremo de la barra.

– Lo guardaré aquí -dijo-. Si le parece bien. Es lo más seguro.

– De acuerdo -dije.

Cerró el cajón.

– ¿Es usted diestro? -me preguntó.

– Sí. Así es.

– El coronel Willard me dijo que lo hizo usted -añadió-. Pero no le creí.

– ¿Por qué no?

– Usted se sorprendió mucho al ver quién era cuando volví a poner la piel de la cara en su sitio. Tuvo una reacción física inequívoca. No es posible simular esa clase de cosas.

– ¿Se lo dijo a Willard?

El médico asintió.

– Dijo que era un asunto delicado, pero no se desvió de su idea. Y estoy seguro de que ya está elaborando una teoría que aporte razones convincentes.

– Andaré con cuidado -dije.

– También han venido a verme unos sargentos delta. Empiezan a correr ciertos rumores. Creo que debería andarse con mucho cuidado.

– Eso pienso hacer.

– Con muchísimo cuidado -insistió el médico.


Summer y yo regresamos al Humvee. Puso el motor en marcha, metió la primera y mantuvo el pie en el freno.

– Intendencia general -dije.

– No es un objeto militar -advirtió.

– Parece caro -señalé-. Lo bastante para que pueda ser del Pentágono.

– Sería verde.

Asentí.

– Seguramente. Pero aun así deberíamos comprobarlo. Tarde o temprano vamos a necesitar a todos nuestros patitos en fila.

Summer se dirigió al edificio de Intendencia general. Llevaba en Bird mucho más tiempo que yo y sabía dónde estaba todo. Aparcó frente al típico almacén. Y sabía que dentro habría un largo mostrador y detrás espaciosas zonas de almacenaje de acceso prohibido. Habría enormes fardos de ropa, neumáticos, mantas, retretes de campaña, herramientas para cavar trincheras, equipos de todas clases.

Entramos y al otro lado del mostrador vimos a un muchacho en uniforme de campaña. Era un campesino alegre y de aspecto saludable. Parecía que estuviera trabajando en la ferretería de su papá y que ésa fuera la ambición de su vida. Estaba entusiasmado. Le dije que buscábamos herramientas de construcción. El chico abrió un manual del tamaño de ocho guías telefónicas. Encontró la sección pertinente. Le pedí que buscara listados de barras de hierro. Se lamió el dedo, pasó unas páginas y encontró dos entradas. «Palanca: reglamentaria, larga, boca sacaclavos en un extremo», y «Barra: reglamentaria, corta, boca sacaclavos en ambos extremos». Le pedí que nos enseñara una de estas últimas.

Desapareció entre los altos montones de material. Esperamos. Aspiramos el incomparable olor de los almacenes de intendencia, a polvo viejo, goma nueva y sarga de algodón húmeda. El muchacho regresó tras cinco largos minutos con una barra reglamentaria. La dejó en el mostrador, delante de nosotros. Summer estaba en lo cierto, era verde oliva. Y totalmente distinta de la que habíamos dejado en el despacho del forense. Quince centímetros más corta, ligeramente más delgada y la curvatura algo diferente. Parecía diseñada con esmero, seguramente un ejemplo perfecto del modo en que el ejército hace las cosas. Años atrás probablemente había sido el nonagésimo noveno artículo en la lista de renovaciones del equipo de un zapador. Se habría formado un subcomité, con informes de supervivientes de los viejos batallones de zapadores. Se habría redactado una descripción relativa a la longitud, el peso y la durabilidad. Se habría tenido en cuenta la fatiga del metal, así como las regiones de uso probable. Se habría evaluado su resistencia en los vientos helados del norte de Europa y la maleabilidad en el intenso calor del ecuador. Se habrían hecho croquis detallados. Habría salido a concurso público. Las fábricas de toda Pensilvania y Alabama habrían hecho ofertas. Se habrían forjado prototipos, luego probados de forma exhaustiva. Habría salido un solo ganador. Se habría añadido la pintura, y el grosor y la uniformidad de su aplicación se habrían especificado y controlado minuciosamente. Y luego todo habría quedado en el olvido. Sin embargo, el producto de aquellos largos meses de deliberación seguía materializándose, miles de unidades al año, tanto si hacían falta como sino.

– Gracias, soldado -dije.

– ¿No lo necesita? -preguntó el muchacho.

– Sólo necesitaba verlo -contesté.


Regresamos a mi despacho. Era media mañana, un día gris, y yo me sentía desorientado. Hasta el momento, la nueva década no me había deparado nada bueno. Con seis días ya cumplidos del nuevo año, aún no era un gran entusiasta de los noventa.

– ¿Va a redactar el informe del accidente? -inquirió Summer.

– ¿Para Willard? Todavía no.

– Lo quería para hoy.

– Ya lo sé. Pero haré que vuelva a pedírmelo.

– ¿Por qué?

– Porque será una experiencia fascinante, supongo. Como observar gusanos retorciéndose en torno a algo muerto.

– ¿Qué ha muerto?

– Mi entusiasmo por levantarme de la cama por la mañana.

– Una manzana podrida -dijo ella-. Eso no significa gran cosa.

– Tal vez. Si es sólo una.

Se quedó callada.

– Barras de hierro -señalé-. Tenemos dos casos distintos con barras de hierro, y no me gustan las coincidencias. Sin embargo, no logro ver qué relación tienen. No hay forma de conectarlos. Carbone estaba a un millón de kilómetros de la señora Kramer, en todos los sentidos imaginables. Uno y otro vivían en mundos totalmente distintos.

– Vassell y Coomer los conectaron -observó ella-. Tenían interés en algo que podía haber estado en la casa de la señora Kramer y se hallaban en Fort Bird la noche en que Carbone fue asesinado.

Asentí.

– Esto me está volviendo loco. Es una conexión perfecta salvo que no lo es. En D.C. recibieron una llamada, estaban demasiado lejos de Green Valley para hacerle nada a la señora Kramer por sí mismos, y desde el hotel no llamaron a nadie. Luego se encontraban aquí la noche de la muerte de Carbone, pero estuvieron todo el rato en el club de oficiales con una docena de testigos, cenando filete y pescado.

– La primera vez que vinieron aquí tenían un chófer -dijo ella-. El comandante Marshall, ¿se acuerda? Pero la segunda vez vinieron por su cuenta. Eso me suena un poco a clandestino. Es como si estuvieran aquí por un motivo secreto.

– No hay nada secreto en perder el tiempo en el bar del club de oficiales y después cenar en el comedor. Estuvieron toda la noche visibles.

– Pero ¿por qué no vinieron con su chófer? -repuso Summer-. ¿Por qué solos? Supongo que Marshall estaba en el funeral con ellos. ¿Y después decidieron conducir por su cuenta quinientos kilómetros? ¿Y luego otros quinientos de vuelta?

– Quizá Marshall no estaba disponible.

– Es su favorito -soltó-. Siempre está disponible.

– Pero ¿por qué llegaron siquiera a venir? Es un largo trecho para una cena que no tenía nada de especial.

– Vinieron por el maletín, Reacher. Norton se equivoca. Seguro. Alguien se lo dio. Y cuando se fueron lo llevaban consigo.

– No creo que Norton esté equivocada. Me convenció.

– Entonces tal vez lo recogieron en el aparcamiento -apuntó ella-. Eso Norton no lo habría visto. Presumo que con el frío que hacía no salió a despedirles. Pero ellos se marcharon con el maletín, desde luego. ¿Por qué, si no, estarían contentos de regresar a Alemania?

– A lo mejor simplemente se dieron por vencidos. En todo caso debían volver a Alemania. Tenían que disputarse el puesto de Kramer.

Summer no dijo nada.

– En cualquier caso, no hay conexión posible -añadí.

– Vivimos en un mundo azaroso.

Asentí.

– Y así despiertan poca atención -dije-. Y Carbone, toda.

– ¿Vamos a volver a buscar el envase de yogur?

Meneé la cabeza.

– Está en el coche del tío. O en su cubo de la basura.

– Podía haber sido útil.

– Investigaremos la barra. Es flamante. Seguramente fue adquirida hace tan poco tiempo como el yogur.

– No disponemos de medios.

– El detective Clark, de Green Valley, lo hará por nosotros. Cabe suponer que ya está buscando su barra. Estará preguntando en ferreterías. Le pediremos que amplíe su radio de acción y su marco temporal.

– Eso le supondrá mucho tiempo adicional.

Asentí.

– Tendremos que ofrecerle algo a cambio. Le diremos que estamos trabajando en algo que puede serle de ayuda.

– ¿Como qué?

Sonreí.

– Nos lo inventaremos. Le daremos el nombre de Andrea Norton. Así le enseñaríamos a ella qué clase de familia somos exactamente.


Llamé a Clark. No le di el nombre de Andrea Norton pero sí le dije unas cuantas mentiras. Le dije que recordaba el destrozo en la puerta de la señora Kramer y la herida en su cabeza, y que suponía que eran obra de una barra de hierro, y que daba la casualidad que habíamos tenido una racha de allanamientos en instalaciones militares a lo largo de la costa Este en que también parecían haberse utilizado barras de hierro, y le pregunté si podíamos tener acceso al trabajo que él estaba haciendo en lo relativo a localizar el arma de Green Valley. Clark no contestó de inmediato, y yo llené el silencio diciéndole que actualmente los almacenes de intendencia no tenían barras reglamentarias y, por tanto, estaba convencido de que los chicos malos la habían conseguido en el ámbito civil. Le solté un rollo sobre que no queríamos aprovecharnos de sus esfuerzos pero que teníamos una línea de investigación más prometedora. Él aguardó, como los polis de todas partes, a la espera de oír nuestro ofrecimiento. Le dije que en cuanto tuviéramos un nombre, un perfil o una descripción, se lo proporcionaríamos tan rápidamente como el asunto pudiera viajar por la línea de fax. Entonces Clark se animó. Era un hombre desesperado que estaba mirando fijamente una pared de ladrillo. Me preguntó qué quería exactamente. Le expliqué que nos ayudaría mucho si ampliaba su investigación hasta un radio de quinientos kilómetros alrededor de Green Valley y comprobaba compras en ferreterías desde última hora del día de Nochevieja hasta el 4 de enero.

– ¿Cuál es su prometedora línea de investigación? -preguntó.

– Puede que exista una conexión militar con la señora Kramer. Podremos ofrecerle al tipo en una bandeja y con un lacito.

– Estaría bien.

– Cooperación -dije-. Lo que hace que el mundo gire.

– Sin duda.

Clark parecía contento. Se lo tragó todo. Prometió ensanchar su campo de investigación y tenerme al corriente. Colgué y el teléfono volvió a sonar inmediatamente. Era una mujer, de cálida voz sureña. Pedía a 10-33 un 10-16 desde el PM XO de Fort Jackson, lo que significaba «por favor esté atento a recibir una llamada por línea terrestre segura de su homólogo en Carolina del Sur». Aguardé con el auricular en el oído y durante unos instantes oí un silbido electrónico hueco. Luego hubo un fuerte chasquido y habló mi colega de Carolina del Sur, quien me hizo saber que aquella mañana el coronel David C. Brubaker, oficial al mando de las Fuerzas Especiales de Fort Bird, había sido encontrado muerto con dos balas alojadas en la cabeza, en un callejón de un barrio de mala muerte de Columbia, la capital de Carolina del Sur, a más de trescientos kilómetros del hotel con campo de golf de Carolina del Norte donde estaba pasando las vacaciones con su esposa. Y según los médicos locales llevaba muerto un par de días.

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