14

Mi homólogo de Jackson se llamaba Sánchez. Lo conocía bien y me caía mejor. Era listo y amable. Puse la llamada en el altavoz para que Summer oyese, y hablamos brevemente sobre jurisdicción, aunque sin demasiado entusiasmo. La jurisdicción era siempre un asunto de contornos imprecisos, y todos sabíamos que estábamos derrotados desde el primer momento. Brubaker se hallaba de vacaciones, llevaba ropa civil y su cuerpo se había encontrado en una callejuela de la ciudad. Por tanto, su caso competía a la policía de Columbia. Ante eso no podíamos hacer nada. Y la policía de Columbia lo había notificado al FBI, pues el último paradero conocido de Brubaker era el hotel de Carolina del Norte, lo que añadía a la situación una posible dimensión interestatal, y los homicidios interestatales correspondían al Bureau. Y también porque, desde un punto de vista técnico, un oficial del ejército es un empleado federal, y matar empleados federales es un delito federal muy grave, lo que les proporcionaba otra acusación que endilgar al culpable si algún día lo pillaban de milagro. Ni a Sánchez ni a mí ni a Summer nos importaba un pimiento la diferencia entre tribunales estatales y tribunales federales, pero todos sabíamos que si intervenía el FBI, el caso quedaba fuera de nuestro alcance. Coincidimos en que lo máximo que podíamos esperar era llegar a ver, a la larga, parte de la documentación pertinente, con fines estrictamente informativos y exclusivamente por cortesía. Summer torció el gesto y se apartó. Yo desconecté el altavoz y hablé con Sánchez.

– ¿Tienes alguna idea? -le pregunté.

– Alguien a quien él conocía -contestó Sánchez-. No es fácil sorprender en un callejón a un delta como Brubaker.

– ¿Qué arma?

– Al parecer, una pistola de nueve milímetros.

– ¿Por qué estaba él ahí?

– Ni idea. Una cita, supongo. Con alguien a quien conocía.

– ¿Cuándo sucedió?

– El cuerpo estaba helado, la piel un poco verdosa y el rigor mortis había desaparecido. Dicen que entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. Quizá lo más acertado sería la media. Pongamos que anteanoche, hacia las tres o las cuatro de la madrugada. El camión de la basura lo encontró esta mañana a las diez. Recogida semanal.

– ¿Dónde estabas el veintiocho de diciembre?

– En Corea. ¿Y tú?

– Panamá.

– ¿Por qué nos trasladaron?

– Sigo pensando que estamos a punto de averiguarlo.

– Está pasando algo raro -dijo Sánchez-. Movido por la curiosidad, he comprobado que éramos veinte en la misma situación, de todas partes del mundo. Y la firma de Garber está en todas las órdenes, pero no creo que sea auténtica.

– Yo estoy seguro de que no lo es -señalé-. ¿Ha pasado algo por ahí antes de esto de Brubaker?

– Nada. La semana más tranquila que he tenido en mi vida.

Colgamos. Me quedé sentado unos instantes. Columbia estaba a unos trescientos kilómetros de Fort Bird. Uno iba en dirección al sudoeste por la autopista, cruzaba la frontera del estado, tomaba la I-20 hacia el oeste, conducía un poco más y ya había llegado. Trescientos kilómetros y pico. La noche anterior a la noche pasada fue la misma en que encontramos el cadáver de Carbone. Yo había abandonado el despacho de Andrea Norton justo antes de las dos de la madrugada. Ella podía servirme de coartada hasta esa hora. Después yo había estado en el depósito de cadáveres a las siete, para la autopsia. El forense podría confirmarlo. De modo que tenía dos coartadas sin relación entre sí. Pero entre las dos y las siete había aún un intervalo de cinco horas en que cabía el momento probable de la muerte de Brubaker. ¿Podía haber conducido yo trescientos kilómetros de ida y trescientos de vuelta en cinco horas?

– Los tíos de Delta me tienen en la mira por lo de Carbone -dije-. Me pregunto si ahora también vendrán por mí por lo de Brubaker. ¿Qué le parece hacer seiscientos kilómetros en cinco horas?

– Seguramente yo podría hacerlos -repuso Summer-. Basta con un promedio de ciento veinte. Depende del coche, claro, y de la carretera, y del tráfico, el tiempo y la poli. Pero es posible, desde luego.

– Pues qué bien.

– Pero eso es hilar demasiado fino.

– Mejor que así sea. Porque para ellos matar a Brubaker será como haber matado a Dios.

– ¿Va a ir por ahí a dar la noticia?

Asentí.

– Creo que debo hacerlo, por una cuestión de respeto. Pero usted informa al comandante del puesto de mi parte, ¿vale?


El encargado de las funciones administrativas de las Fuerzas Especiales era un gilipollas, pero también humano. Cuando se lo conté se quedó inmóvil y palideció, y quedó claro que ahí había bastante más que la previsión de un mero engorro burocrático. Por lo que yo había oído, Brubaker era severo, distante y autoritario, pero era asimismo una verdadera figura paterna, para cada hombre tomado individualmente y para el conjunto de la unidad. Y para la unidad como concepto. Las Fuerzas Especiales en general y Delta en concreto no siempre han gozado de popularidad en el Pentágono y el Capitolio. El ejército detesta los cambios y tarda mucho tiempo en acostumbrarse a cualquier novedad. Al principio, la idea de formar una chusma de intervención rápida y contundente había sido difícil de vender, y Brubaker había sido uno de los encargados de ventas, y desde entonces jamás había cejado en su empeño. Su muerte iba a ser un duro golpe para las Fuerzas Especiales, igual que para una nación entera la muerte de su presidente.

– Lo de Carbone fue muy fuerte -dijo el hombre-. Pero esto es inaudito. ¿Hay alguna relación?

Lo miré.

– ¿Cómo va a haber ninguna relación? -dije-. Carbone tuvo un accidente.

No replicó.

– ¿Por qué estaba Brubaker en un hotel? -pregunté.

– Porque le gustaba jugar al golf. Tenía una casa cerca de Bragg desde hacía tiempo, pero no le gustaba el golf de allí.

– ¿Dónde está ese hotel?

– En las afueras de Raleigh.

– ¿Iba mucho?

– Siempre que tenía ocasión.

– ¿Su mujer juega al golf?

Él asintió.

– Juegan juntos. -Hizo una pausa-. Jugaban -corrigió, y acto seguido se quedó callado y desvió la vista.

Me imaginé a Brubaker. No lo había conocido, pero conocía a tíos a quienes caía bien. Un día están hablando de cómo orientar un tipo de mina antipersona para que explote con el ángulo exacto para arrancar la columna vertebral de los enemigos, y al día siguiente lucen camisas hawaianas mientras juegan al golf con sus esposas, acaso cogiéndose de las manos y sonriendo mientras se desplazan por el campo en sus cochecitos eléctricos. Yo conocía a muchos tipos así. Mi padre, por ejemplo, aunque él nunca jugó al golf. Observaba pájaros. Había estado en la mayoría de los países del mundo y había visto un montón de pájaros.

Me puse en pie.

– Si me necesita, llámeme -dije-. Ya sabe, si hay algo que yo pueda hacer…

Él asintió.

– Gracias por la visita -dijo-. Mejor que una llamada telefónica.


Regresé a mi despacho. Summer no estaba. Perdí más de una hora con sus listas de personal. Tomé un atajo y quité a la forense. Y a Summer. Y a Andrea Norton. Quité a todas las mujeres. Los datos médicos eran muy claros respecto a la estatura y el peso del agresor. Quité a los camareros del club de oficiales; el suboficial había dicho que estuvieron muy ocupados, deshaciéndose en atenciones con los comensales. También a los cocineros, y a los del bar, y a los PM de la puerta de entrada. Eliminé a todos los que aparecían como hospitalizados y encamados. Me excluí a mí mismo y a Carbone, claro.

Luego conté los que quedaban y escribí el número 973 en un trocito de papel. Ése era nuestro grupo de sospechosos. Me quedé con la mirada perdida. Sonó el teléfono. Era Sánchez, desde Fort Jackson.

– Acaba de llamarme la policía de Columbia -dijo-. Están compartiendo sus hallazgos iniciales.

– ¿Y?

– Su médico no está del todo de acuerdo conmigo. La muerte no se produjo entre las tres y las cuatro de la madrugada sino a la una veintitrés de anteanoche.

– Vaya precisión.

– La bala rozó su reloj de pulsera y lo estropeó.

– ¿Un reloj roto? No podemos basarnos ciento por ciento en eso.

– Es bastante seguro. Han hecho otras pruebas. No es una estación adecuada para medir la actividad de insectos, lo que habría sido de gran ayuda, pero el contenido del estómago de Brubaker seguía ahí cinco o seis horas después de una copiosa cena.

– ¿Qué dice su esposa?

– Que desapareció a las ocho de esa noche, tras haber cenado mucho. Se levantó de la mesa y ya no volvió.

– ¿Y qué hizo ella?

– Nada -contestó Sánchez-. Él pertenecía a las Fuerzas Especiales. Durante todo su matrimonio él había desaparecido sin avisar, en mitad de la cena, en mitad de la noche, durante días o semanas, sin ser nunca capaz de decir después dónde había ido ni por qué. Estaba acostumbrada.

– ¿Recibió él alguna llamada telefónica o algo así?

– Ella supone que en algún momento sí la recibió. No está segura del todo. Antes de la cena, la mujer se encontraba en el balneario. Acababan de jugar veintisiete hoyos.

– ¿Puedes llamarla tú? Contigo hablará más deprisa que con los polis civiles.

– Puedo intentarlo.

– ¿Algo más? -dije.

– La herida de bala era de nueve milímetros. Dos tiros, ambos de parte a parte. De entrada limpia y salida fea.

– Munición encamisada -dije.

– Disparos de contacto -corrigió él-. Había quemaduras de pólvora. Y hollín.

Pensé un momento. No podía ser. ¿Dos disparos? ¿De contacto? ¿Una de las balas entra, sale, traza una curva, regresa y le estropea el reloj?

– ¿Tenía las manos en la cabeza?

– Le dispararon por la espalda, Reacher. Dos veces, a la parte posterior del cráneo. Pum pum, gracias y buenas noches. El segundo alcanzaría el reloj después de atravesarle la cabeza. Trayectoria descendente. Tirador alto.

No dije nada.

– Bien -dijo Sánchez-. No sé hasta qué punto es verosímil. ¿Lo conocías?

– No.

– Estaba muy por encima de la media. Un verdadero profesional. Y además inteligente. Conocía todos los ángulos, las ventajas y los trucos, y estaba preparado para valerse de ello.

– ¿Y le dispararon en la parte posterior de la cabeza?

– Conocía al tipo, sin duda. No hay otra explicación. ¿Cómo, si no, iba a darle la espalda en un callejón en mitad de la noche?

– ¿Estás investigando a gente en Fort Jackson?

– Aquí hay un montón de gente.

– Qué me vas a contar.

– ¿Tenía enemigos en Fort Bird?

– No que yo sepa -repuse-. ¿Tenía enemigos en la cadena de mando hacia arriba?

– Los peces gordos no quedan con la gente en callejones a media noche.

– ¿Dónde está ese callejón?

– En una parte de la ciudad no precisamente tranquila.

– Entonces ¿alguien oyó algo?

– Nadie -contestó Sánchez-. La policía de Columbia ha hecho un sondeo y nada.

– Qué raro.

– Son civiles. ¿Qué otra cosa se podía esperar?

No respondió.

– ¿Ya has conocido a Willard? -pregunté.

– Ahora mismo está de camino hacia aquí. Parece un verdadero capullo, de esos que se entrometen en todo.

– ¿Cómo es el callejón?

– Putas y traficantes de crack. Nada que los prohombres de la ciudad de Columbia vayan a incluir en sus folletos turísticos.

– Willard detesta los escándalos -le advertí-. Se pondrá nervioso por la cuestión de la imagen.

– ¿La imagen de Columbia? ¿A quién le importa?

– La imagen del ejército -precisé-. No querrá que el nombre de Brubaker, un coronel de elite, salga junto al de putas y traficantes. Cree que todo este asunto de la Unión Soviética va a agitar las aguas. Cree que ahora mismo nos convienen unas buenas relaciones públicas. Se figura que lo ve todo claro.

– Lo que veo claro yo es que, de todos modos, en este asunto ya no puedo intervenir mucho más. ¿Qué clase de influencia tiene él en la policía de Columbia y el FBI? Porque eso es lo que haría falta.

– Prepárate, que habrá problemas.

– ¿Vamos a pasar siete años de vacas flacas?

– No tantos.

– ¿Por qué?

– Es una sensación -dije.

– ¿Estás conforme con que me ocupe de los contactos de aquí? ¿O prefieres que te llamen a ti? Técnicamente, Brubaker es un muerto tuyo.

– Encárgate tú -dije-. Tengo otras cosas que hacer.

Colgamos, y yo volví a las listas de Summer. «Novecientos setenta y tres.» Novecientos setenta y dos inocentes y un culpable. ¿Cuál?


Al cabo de otra hora regresó Summer. Entró y me entregó una hoja. Era una fotocopia de una solicitud de armas efectuada cuatro meses atrás por el sargento primero Christopher Carbone. Se refería a una pistola Heckler & Kock P7. Quizá le habían gustado las metralletas H &K de los Delta, y por eso quería una P7 para uso personal. Había pedido que la recámara fuera para el cartucho normal de 9 mm Parabellum. Con un cargador de trece disparos y tres más de repuesto. Era una solicitud totalmente normal y una petición absolutamente razonable. No me cabía duda de que se la habían concedido. No habría habido susceptibilidades. H &K era un producto alemán, y Alemania seguía en la OTAN. Tampoco habría incompatibilidades. La Parabellum de 9 mm era una munición corriente en la OTAN, y el ejército de Estados Unidos no andaba escaso de ella. Había almacenes abarrotados. Podríamos haber llenado cargadores de trece disparos un millón de veces cada día hasta el fin de los tiempos.

– ¿Qué?

– Mire la firma -dijo Summer. De un bolsillo interior sacó la copia de la denuncia de Carbone y la dejó sobre la mesa, al lado de la solicitud. Paseé la vista de una a otra.

Las dos firmas eran idénticas.

– No somos expertos en caligrafía -dije.

– No hace falta serlo. Son iguales, Reacher. Créame.

Asentí. En las dos ponía C. Carbone, y las cuatro ces mayúsculas eran muy características. Rápidas, alargadas, con una rúbrica rizada. La e minúscula del final también era peculiar. Tenía una forma redondeada y la cola saltaba velozmente a la derecha de la hoja, más allá del nombre, horizontal, exuberante. El arbon del centro era dinámico, fluido y lineal. En conjunto era una firma atrevida, orgullosa, legible, segura de sí misma, desarrollada indudablemente durante largos años de firmar cheques y cuentas del bar, permisos y documentos de vehículos. Cualquier firma podía falsificarse, naturalmente, pero pensé que ésta habría presentado verdaderas dificultades. Dificultades que, a mi juicio, habría sido imposible superar entre la medianoche y las 8.45 en una base militar de Carolina del Norte.

– De acuerdo -dije-. La denuncia es auténtica.

La dejé sobre la mesa. Summer la giró y la leyó de cabo a rabo pese a que seguramente la había leído ya un montón de veces.

– Es fría -comentó-. Como una puñalada en la espalda.

– Yo diría más bien extraña. Nunca antes había visto a ese tío. Estoy seguro. Y era un delta. No es que entre ellos haya muchas almas amables y pacíficas. ¿Por qué se sentiría ofendido? No fue su pierna la que rompí.

– Tal vez fue algo personal. A lo mejor el gordo era amigo suyo.

Meneé la cabeza.

– Entonces habría intervenido para parar la pelea.

– Es la única denuncia que presentó en sus dieciséis años de carrera -dijo.

– ¿Ha hablado usted con gente?

– Con toda clase de gente. De aquí mismo, y por teléfono con personas de todas partes.

– ¿Ha ido con cuidado?

– Con sumo cuidado. Y es la única denuncia que han presentado jamás contra usted.

– ¿También ha comprobado eso?

Asintió.

– Me he remontado al Paleolítico -añadió.

– Quería saber con qué clase de tío está viéndoselas aquí, ¿eh?

– No; quería ser capaz de demostrarles a los delta que usted no tiene antecedentes. Ninguna historia con Carbone ni con nadie.

– ¿Ahora me está protegiendo usted a mí?

– Alguien tendrá que hacerlo. Acabo de hacerles una visita. Están desquiciados.

Asentí.

– No me extraña -dije. Imaginé sus solitarios alojamientos, primero pensados para meter dentro a gente, luego usados para dejar fuera a los desconocidos, ahora sirviendo para mantener la unidad en ebullición, como en una olla a presión. Me imaginé el despacho de Brubaker, dondequiera que estuviera, tranquilo y desierto. Y el vacío dormitorio de Carbone.

– ¿Dónde estaba la nueva P7 de Carbone? -dije-. En su dormitorio no la encontré.

– En el arsenal que tienen -explicó Summer-. Limpia, lubricada y cargada. Inspeccionan las armas personales que entran y salen. Dentro del hangar hay una especie de jaula. Debería ver usted ese lugar. Es como la tienda de Santa Claus. Humvee blindados especiales, camionetas, explosivos, lanzagranadas, minas antipersona, material de visión nocturna. Ellos solos podrían equipar a cualquier dictador africano.

– Muy tranquilizador.

– Perdón -dijo.

– Así pues, ¿por qué presentó la denuncia?

– No lo sé -repuso ella.

Me imaginé a Carbone en el local de striptease en Nochevieja. Yo había entrado y visto un grupo de cuatro hombres que tomé por sargentos. El torbellino de la multitud había hecho que tres de ellos volvieran la mirada y el cuarto quedara frente a mí de manera totalmente fortuita. Yo no sabía a quién me iba a encontrar allí dentro, ellos no sabían que yo iba a aparecer. Nunca había visto a ninguno antes. El encuentro fue todo lo casual que cupiera imaginar. Aun así, Carbone me había denunciado por un alboroto insulso de los que él habría presenciado miles. El tipo de alboroto insulso en el que él habría tomado parte cientos de veces. Si un soldado afirma que jamás ha pegado a un civil en un bar, estamos ante un embustero.

– ¿Es usted católica? -pregunté.

– No. ¿Por qué?

– Me preguntaba si sabría latín.

– No sólo los católicos saben latín. Fui al instituto, ¿sabe?

– Vale. Cui bono?

– A quién beneficia. ¿El qué? ¿La denuncia?

– Es siempre una buena guía para descubrir el motivo -precisé-. Con ella se pueden explicar muchísimas cosas. Historia, política, todo.

– ¿Es como seguir un rastro de dinero?

– Más o menos -dije-. Con la diferencia de que no creo que aquí haya dinero alguno. Pero de algún modo esto iba a beneficiar a Carbone. Si no, ¿por qué iba a hacerlo?

– Por alguna razón moral. Tal vez se sintió impulsado a ello.

– Si era la primera vez en dieciséis años, no. Tuvo que haber visto cosas mucho peores. Al fin y al cabo sólo rompí una pierna y una nariz. Nada del otro mundo. Esto es el ejército, Summer. Doy por sentado que durante todos estos años Carbone no estuvo confundiéndolo con un club de jardinería.

– No sé -dijo Summer.

Deslicé sobre la mesa el papel con los 973 nombres.

– Ésta es nuestra lista de sospechosos.

– Carbone estuvo en el bar hasta las ocho -dijo ella-. También lo verifiqué. Se marchó solo. Después nadie volvió a verlo.

– ¿Nadie sabe nada sobre su estado de ánimo?

– Los delta no tienen estados de ánimo. Parecer humano es demasiado peligroso.

– ¿Había bebido?

– Una cerveza.

– O sea que se marchó sin más, sin nervios ni preocupaciones.

– Por lo visto.

– Conocía al tipo con el que había quedado -reafirmé.

Summer no respondió.

– Sánchez ha vuelto a llamar cuando usted no estaba -añadí-. Al coronel Brubaker le dispararon en la cabeza. Dos tiros, de cerca, por la espalda.

– Entonces también conocía al tío con quien había quedado.

– Muy probablemente -dije-. La 1.23. Una bala estropeó su reloj. Entre tres horas y media y cuatro horas y media después de lo de Carbone.

– Esto le deja libre de sospecha ante los delta. A la 1.23 usted todavía estaba aquí.

– Sí -dije-. Así es. Estaba con Norton.

– Haré correr la voz.

– No la creerán.

– ¿Cree que hay relación entre las dos muertes?

– Eso indica el sentido común. Pero no veo cómo. Ni por qué. Vamos a ver, sí claro, ambos eran chicos delta. Pero Carbone se encontraba aquí y Brubaker allí, y Brubaker era de los que manejaban los hilos mientras que Carbone vivía bastante aislado. Quizá porque pensaba que eso era lo que debía hacer.

– ¿Cree que algún día habrá gays en el ejército?

– Creo que ya los hay. Siempre los ha habido. En la Segunda Guerra Mundial, los aliados tenían catorce millones de hombres uniformados. Según cualquier probabilidad razonable, al menos un millón eran gays. Y por lo que recuerdo, la última vez que hojeé los libros de historia vi que aquella guerra la ganamos. A lo grande.

– Sería un paso adelante de narices -soltó ella.

– También se dio un gran paso al aceptar a soldados negros. Y a las mujeres. Muchos se cabrearon y se quejaron. Que era malo para la moral, para la cohesión de las unidades. Chorradas, entonces y ahora, ¿vale? Usted está aquí y lo está haciendo muy bien.

– ¿Es usted católico?

Negué con la cabeza.

– El latín nos lo enseñó mi madre -comenté-. Se preocupaba por nuestra educación. Nos enseñaba cosas, a mí y a mi hermano Joe.

– Debería usted llamarla.

– ¿Para qué?

– Para ver cómo está de la pierna.

– Quizá más tarde -dije.


Volví a revisar las listas de personal, y Summer se marchó y regresó con un mapa del Este. Lo pegó en la pared, debajo del reloj, y marcó nuestra ubicación en Fort Bird con una chincheta roja. Luego señaló Columbia (Carolina del Sur), donde habían hallado a Brubaker. A continuación marcó Raleigh (Carolina del Norte), donde Brubaker había estado jugando al golf con su mujer. Saqué una regla de plástico transparente de un cajón de mi escritorio y se la di. Summer verificó la escala del mapa y se puso a calcular tiempos y distancias.

– Tenga presente que muy pocos conducen tan deprisa como usted -le advertí.

– Nadie conduce tan rápido como yo -corrigió.

Midió once centímetros y pico entre Raleigh y Columbia, que redondeamos hasta doce para tener en cuenta que la US-1 serpentea un poco. Ella puso la regla contra la escala del recuadro de signos convencionales.

– Trescientos veinte kilómetros -dijo-. De modo que si Brubaker salió de Raleigh después de cenar, pudo haber llegado fácilmente a Columbia a medianoche. Una hora o así antes de morir.

Después comprobó la distancia entre Fort Bird y Columbia. Le salieron doscientos cuarenta kilómetros, menos de lo que yo había supuesto en un principio.

– Tres horas -indicó-. Con un margen cómodo. -Luego me miró-. Pudo haber sido el mismo -dijo-. Si mataron a Carbone entre las nueve y las diez, el mismo tío pudo haber estado en Columbia a medianoche o a la una para cargarse a Brubaker. -Colocó su pequeño dedo en la chincheta de Fort Bird-. Carbone -dijo. Extendió la mano y puso el índice sobre la chincheta de Columbia-. Brubaker -añadió-. La secuencia es clarísima.

– La conjetura es clarísima -corregí.

No replicó.

– ¿Sabemos si Brubaker condujo desde Raleigh? -pregunté.

– Podemos presumir que sí.

– Debemos preguntar a Sánchez y confirmarlo -apunté-. Y averiguar si han encontrado el coche en alguna parte. Y para empezar, si su esposa dice que se lo llevó.

– Muy bien -dijo.

Salió y se dirigió a la mesa de la sargento para efectuar la llamada. Me dejó con las interminables listas de personal. Regresó al cabo de diez minutos.

– Se llevó el coche -explicó-. La esposa le dijo a Sánchez que en el hotel tenían dos coches. Uno de cada uno. Siempre lo hacían así porque con frecuencia Brubaker tenía que irse pitando a algún sitio y ella no quería quedarse colgada.

– ¿Qué clase de coche? -Supuse que ella ya lo habría preguntado.

– Chevy Impala SS.

– No está mal.

– Se fue después de cenar y, según cree la esposa, se dirigió aquí, a Bird. Eso habría sido normal. Sin embargo, el vehículo aún no ha aparecido. Al menos, según la policía de Columbia y el FBI.

– Muy bien -dije.

– Sánchez cree que están ocultando algo, que saben algo que nosotros ignoramos.

– Eso también sería normal.

– Los está presionando. Pero no es fácil.

– Nunca lo es -dije.

– En cuanto tenga alguna novedad nos llamará.


Al cabo de media hora recibimos una llamada. Pero no de Sánchez. Ni sobre Brubaker o Carbone. Era el detective Clark, desde Green Valley (Virginia). Sobre el caso de la señora Kramer.

– Tengo algo -dijo.

Sonaba muy satisfecho de sí mismo. Se puso a contar con todo detalle los movimientos que había llevado a cabo. Todo parecía bastante atinado. Se había valido de un mapa para determinar los probables accesos a Green Valley desde una distancia de hasta quinientos kilómetros. Luego había consultado las páginas amarillas para confeccionar una lista de ferreterías a lo largo de esas rutas. Sus hombres habían llamado a todas, una por una, comenzando en el centro de la telaraña. Clark había supuesto que en invierno habría pocas ventas de barras de hierro. Las reformas importantes empiezan a hacerse a partir de la primavera. Si hace frío, nadie quiere que le tiren paredes para ampliar la cocina. Así que esperaba muy pocos informes positivos. Al cabo de tres horas no tenía ninguno. Después de la Navidad, la gente se había dedicado a comprar taladros y destornilladores eléctricos. Algunos habían adquirido motosierras para poder seguir alimentando sus estufas de leña. Quienes tenían fantasías de pionero habían comprado hachas. Pero nadie había mostrado interés en cosas tan inertes y prosaicas como las barras de hierro.

Así que Clark cambió de estrategia y consultó sus bases de datos criminales. En un principio pensó buscar informes, de otros crímenes que incluyeran puertas forzadas con barras de hierro. Consideró que así reduciría el número de posibles emplazamientos. No encontró nada que se correspondiera con sus parámetros. Pero lo que sí vio en Información sobre Crímenes Nacionales de su ordenador fue un robo en una ferretería pequeña de Sperryville (Virginia). La tienda era un local solitario en una calle sin salida. Según el propietario, en las primeras horas del día de Año Nuevo habían roto a patadas la ventana delantera. Como era fiesta, no había dinero en la caja registradora. Por lo que el hombre sabía, sólo le habían robado una barra de hierro.


Summer retrocedió hasta el mapa de la pared y colocó una chincheta en Sperryville (Virginia). Era un punto diminuto, y la cabeza de plástico de la chincheta lo tapaba del todo. Luego puso otra chincheta en Green Valley Las dos quedaron separadas por unos seis milímetros. Casi se tocaban. Unos quince kilómetros.

– Fíjese en esto -dijo Summer.

Me puse en pie y me acerqué al mapa. Sperryville estaba en el codo de una carretera sinuosa que seguía hacia el sudoeste pasando por Green Valley. La otra dirección no apuntaba a ninguna parte salvo a Washington D.C. De modo que Summer colocó una chincheta en Washington D.C. Puso el meñique encima. Luego el dedo corazón en Sperryville y el índice en Green Valley.

– Vassell y Coomer -dijo-. Salieron de D.C., robaron la barra en Sperryville y entraron en la casa de la señora Kramer en Green Valley.

– Lástima, pero no fue así -observé-. Llegaban del aeropuerto, no tenían coche y no pidieron ninguno. Usted misma examinó las llamadas.

Summer se quedó callada.

– Además son oficiales de despacho -añadí-. No sabrían cómo robar en una ferretería ni en el caso de que su vida dependiera de ello.

Ella quitó la mano del mapa. Yo volví a la mesa y coloqué las listas de personal en un montón ordenado.

– Hemos de concentrarnos en Carbone -dije.

– Entonces necesitamos un nuevo plan -dijo ella-. El detective Clark dejará de buscar barras de hierro. Ya tiene la que quería.

Asentí.

– Volvamos a los métodos de investigación consagrados por la tradición.

– ¿Cuáles son?

– No lo sé exactamente. Yo fui a West Point, no a la escuela de la PM.

Sonó el teléfono. La misma voz cálida y sureña de antes repitió la misma rutina: «10-33, 10-16 de Jackson.» Acepté la llamada, pulsé el botón del altavoz, me recliné en la silla y esperé. Un zumbido electrónico llenó la estancia. Luego se oyó un clic.

– ¿Reacher? -dijo Sánchez.

– Y la teniente Summer -dije-. Tengo el altavoz conectado.

– ¿Hay alguien más?

– No -repuse.

– ¿Está cerrada la puerta?

– Sí. ¿Qué pasa?

– Pasa que la policía de Columbia ha llamado otra vez. Me están soltando cosas con cuentagotas. Se lo están pasando en grande, regodeándose como cochinos.

– ¿En qué?

– Brubaker llevaba heroína en el bolsillo. Tres bolsitas. Y un buen fajo de billetes. Van diciendo que fue un trapicheo que salió mal.

Загрузка...