19

Volvimos a hacer el equipaje, abandonamos nuestro alojamiento e hicimos una visita final de cortesía a Swan en su despacho. Tenía una noticia que darnos.

– Debería deteneros a los dos -dijo.

– ¿Por qué? -pregunté.

– Porque sois ASA. Willard ha transmitido una orden.

– ¿Adónde? ¿A todo el planeta?

Swan meneó la cabeza.

– Sólo a esta base. Encontraron vuestro coche en Andrews, y Willard habló con el Cuerpo de Transporte. Por tanto, supo que os dirigíais hacia aquí.

– ¿Cuándo has recibido el télex?

– Hace una hora.

– ¿Cuándo nos marchamos de aquí?

– Una hora antes.

– ¿Adónde fuimos?

– Ni idea. No dijisteis nada. Supuse que regresabais a casa.

– Gracias -dije.

– Prefiero no saber adónde vais.

– A París -dije-. Un asunto personal.

– ¿Qué está pasando?

– Ojalá lo supiera.

– ¿Llamo un taxi?

– Estupendo.

Al cabo de diez minutos nos hallábamos en otro Mercedes Benz, desandando el camino por el que habíamos llegado.


Para ir de Francfort del Main a París había dos alternativas: Lufthansa y Air France. Me decidí por ésta. Supuse que el café sería mejor, y también que si Willard indagaba en los aviones civiles miraría primero en Lufthansa. Me lo imaginé así de simplón.

Canjeamos otros dos vales falsificados por dos asientos en clase turista para el vuelo de las diez. Esperamos en la sala de embarque. Llevábamos uniforme de campaña, pero en realidad no destacábamos. Se veían uniformes americanos por todo el aeropuerto. Distinguí algunos PM del XII Cuerpo, rondando por parejas. Pero eso no me preocupaba. No era más que la rutinaria cooperación con la policía civil. No nos miraban. Tuve la sensación de que el télex de Willard iba a quedarse en la mesa de Swan una o dos horas.

Embarcamos puntualmente y guardamos las bolsas en los compartimientos encima del asiento. Nos abrochamos el cinturón y nos pusimos cómodos. En el avión iba una docena de militares. París era siempre un atractivo destino R &R, de relax y recuperación, para la gente estacionada en Alemania. Aún había niebla. Pero no tanta que justificara alguna demora. Despegamos a la hora señalada, ascendimos sobre la ciudad gris y pusimos rumbo al suroeste por encima de campos de tonos pastel y enormes extensiones de bosques. A continuación tomamos altura entre las nubes en dirección al sol y ya no vimos más tierra.


Fue un viaje corto. Iniciamos el descenso durante mi segunda taza de café. Summer bebía zumo. Parecía nerviosa, en parte excitada y en parte inquieta. Supuse que nunca había estado en París, y tampoco ausente sin autorización. Reparé en que esto la angustiaba. La verdad es que a mí también me angustiaba un poco. Era un factor que complicaba las cosas y podía habérmelas arreglado sin él. Pero no me sorprendía. Siempre había sido el previsible paso siguiente que daría Willard. Imaginé que ahora nos iban a perseguir por todo el mundo con mensajes de alerta. O bien un boletín dirigido al público en general hablaría pestes de nosotros.

Aterrizamos en el Roissy-Charles de Gaulle y a las once y media de la mañana ya habíamos abandonado el avión y cruzábamos la pista. El aeropuerto estaba abarrotado. La cola del taxi era un fárrago, igual que cuando llegamos Joe y yo. Así que desistimos y nos dirigimos a la parada de la navette. Nos pusimos en la fila y subimos al pequeño autobús. Iba lleno hasta los topes y se estaba incómodo, pero en París hacía mejor tiempo que en Francfort. Brillaba un sol tímido, y supe que la ciudad iba a tener un aspecto magnífico.

– ¿Había estado aquí antes? -pregunté.

– No.

– No mire las primeras veinte diapositivas -señalé-. Aguarde a que estemos dentro del Périphérique.

– ¿Y eso qué es?

– Una especie de carretera de circunvalación. Como la Beltway. Ahí empieza lo bueno.

– ¿Su mamá vive ahí?

Asentí.

– En una de las avenidas más bonitas de la ciudad. Donde están todas las embajadas. Cerca de la torre Eiffel.

– ¿Vamos hacia allí directamente?

– Mañana -dije-. Primero un poco de turismo.

– ¿Por qué?

– He de esperar a que llegue mi hermano. No puedo ir solo. Hemos de hacerlo juntos.

Summer no respondió. Sólo me echó una mirada. El autobús arrancó. Summer miró todo el rato por la ventanilla. Por el reflejo de su rostro en el cristal deduje que estaba de acuerdo conmigo. Las mejores vistas las ofrecía el Périphérique.


Bajamos en la Place de l’Opéra, permanecimos de pie en la acera y dejamos que los demás pasajeros se alejaran en masa. Pensé que antes de hacer nada debíamos buscar un hotel y dejar allí el equipaje.

Caminamos hacia el sur por la Rue de la Paix, cruzamos la Place Vendôme y seguimos hasta las Tullerías. Torcimos a la derecha y anduvimos por los Campos Elíseos. Seguramente había sitios mejores para pasear con una mujer bonita en un día perezoso bajo un desvaído sol de invierno, pero en ese instante no se me ocurrió ninguno. Giramos a la izquierda por la Rue Marbeuf y llegamos a la Avenue George V más o menos enfrente del hotel George V.

– ¿Le parece bien? -dije.

– ¿Nos dejarán entrar? -preguntó Summer.

– Sólo hay un modo de averiguarlo.

Cruzamos la avenida y un tipo con sombrero de copa nos abrió la puerta. La chica de recepción llevaba en la solapa un puñado de banderitas, una por cada idioma que hablaba. Utilicé el francés, cosa que le gustó. Le di dos vales y pedí dos habitaciones. La mujer no vaciló. Nos entregó inmediatamente las llaves como si yo hubiera pagado con oro en lingotes o con tarjeta de crédito. El George V era un sitio especial. No había nada que no hubieran visto ya. Y si lo había, no iban a reconocerlo delante de nadie.

Las habitaciones que nos dio la chica políglota estaban orientadas hacia el sur y ambas ofrecían una vista parcial de la torre Eiffel. Una estaba decorada con tonos azul pálido y tenía una sala de estar y un cuarto de baño del tamaño de una pista de tenis. La otra se hallaba tres puertas más allá. Estaba pintada de amarillo pergamino y tenía un balcón de hierro estilo Julieta.

– Elija usted -dije.

– Me quedo la del balcón -dijo ella.

Dejamos el equipaje, nos aseamos y nos reunimos en el vestíbulo al cabo de quince minutos. A mí me había entrado hambre, pero Summer tenía otros planes.

– Quiero comprarme ropa -dijo-. Los turistas no llevan uniforme de campaña.

– Tiene razón -repliqué.

– Pues a romper esquemas -soltó-. A vivir un poco. ¿Adónde vamos?

Me encogí de hombros. En París es imposible caminar veinte metros sin ver al menos tres tiendas de ropa. Aunque la mayoría de ellas piden un mes de paga por una sola prenda.

– Podríamos mirar en Bon Marché -sugerí.

– ¿Qué es eso?

– Unos grandes almacenes -repuse-. Significa literalmente «barato».

– ¿Unos grandes almacenes que se llaman Barato?

– Mi sitio preferido -precisé.

– ¿No hay nada más?

– Samaritaine -contesté-. En el río, junto al Pont Neuf. Arriba hay una terraza con una buena vista.

– Pues vamos.

Fue un largo paseo a lo largo del río, hasta el extremo de la Cité. Tardamos una hora porque nos parábamos todo el rato a mirar cosas. Pasamos frente al Louvre. Curioseamos en los puestecitos verdes instalados contra el murete del río.

– ¿Qué significa Pont Neuf? -me preguntó Summer.

– Puente Nuevo.

Miró al frente, a la antigua estructura de piedra.

– Es el puente más viejo de París -añadí.

– Entonces ¿por qué lo llaman nuevo?

– Porque hubo un tiempo en que fue nuevo.

Entramos en el calor de la tienda. Como ocurre en todos esos lugares, primero estaban los cosméticos, que llenaban el aire con su aroma. Summer me condujo a la primera planta, la de ropa de mujer. Me senté en una cómoda silla y dejé que ella fuera mirando. Estuvo por ahí una buena media hora. Regresó con un nuevo atuendo completo. Zapatos negros, falda negra de tubo, jersey Bretón gris y blanco, chaqueta de lana gris. Y una boina. Estaba guapísima. En la mano llevaba una bolsa con su uniforme de campaña y las botas.

– Ahora usted -dijo.

Me llevó a la sección de hombres. Los únicos pantalones de mi talla eran una imitación argelina de tejanos azules americanos. Elegí también una sudadera azul claro y una cazadora de aviador de algodón negro. No sustituí las botas militares. Hacían juego con los tejanos y la cazadora.

– Cómprese una boina -dijo Summer, y me compré una boina. Negra con un ribete de piel.

Pagué todo con dólares americanos a una buena tasa de cambio. Me puse la ropa en un probador. Metí el uniforme en la bolsa de plástico. Me miré en el espejo y me puse la boina ladeada para ofrecer un aire desenfadado y salí.

Summer no comentó nada.

– Ahora a comer -dije.

Subimos al café de la novena planta. Hacía demasiado frío para estar en la terraza, pero nos sentamos junto a una ventana que ofrecía más o menos la misma vista. Al este la catedral de Notre-Dame y al sur la torre de Montparnasse. Aún hacía sol. Era una ciudad fabulosa.

– ¿Cómo es que Willard encontró nuestro coche? -preguntó Summer-. ¿Cómo podía siquiera saber dónde buscar? Estados Unidos es un país grandecito.

– No lo encontró -señalé-. Al menos no hasta que alguien le dijo dónde estaba.

– ¿Quién?

– Vassell -contesté-. O Coomer. El sargento de Swan pronunció mi nombre al llamar por teléfono, allá en el XII Cuerpo. Así, al mismo tiempo que sacaban a Marshall de la base llamaban a Willard a Rock Creek y le decían que yo estaba en Alemania incordiándolos otra vez. Le preguntarían por qué demonios me había dejado emprender el viaje. Y le dirían que me hiciera volver.

– Ellos no pueden determinar adónde va un investigador de una unidad especial.

– Ahora sí, gracias a Willard. Son viejos camaradas. Lo he entendido hace poco. Swan prácticamente nos lo dijo, pero entonces no caí en la cuenta. Willard tiene lazos con Blindados desde la época que pasó en el servicio de información. ¿Con quién hablaba esos años sobre el rollazo del combustible soviético? Con Blindados, está claro. Ahí hay una conexión. Por eso se acaloró tanto con lo de Kramer. No estaba preocupado por el posible escándalo en general, sino por el escándalo para los de Blindados en particular.

– Porque es su gente.

– Exacto. Y por eso huyeron anoche Vassell y Coomer. No huyeron en el sentido estricto. Sólo dieron a Willard tiempo y espacio para ocuparse de nosotros.

– Willard sabe que no firmó los bonos de viaje.

Asentí.

– Eso seguro.

– Pues en menudo apuro estamos. ASA y viajando con bonos robados.

– Todo acabará bien.

– ¿Cuándo será eso exactamente?

– Cuando obtengamos algún resultado.

– ¿Lo obtendremos?

No contesté.


Después de comer cruzamos el río y de vuelta al hotel dimos un largo rodeo. Con nuestra ropa informal y las bolsas de Samaritaine parecíamos unos simples turistas. Sólo nos faltaba una cámara fotográfica. Miramos escaparates por el Boulevard Saint Germain y pasamos por los jardines de Luxemburgo. Vimos Les Invalides y la École Militaire. A continuación subimos por la Avenue Bosquet, con lo que estuvimos a menos de cincuenta metros de la parte trasera del bloque de pisos de mi madre. No se lo dije a Summer. Ella me habría hecho subir para así conocerla. Cruzamos nuevamente el Sena en el Pont de l’Alma y tomamos café en un bistro de la Avenue New-York. Luego subimos la cuesta hasta el hotel.

– Hora de la siesta -dijo Summer-. Y después a cenar.

Tenía ganas de echar un sueñecito. Estaba bastante cansado. Me tumbé en la cama de la habitación azul pálido y en cuestión de minutos me quedé dormido.


Summer me despertó dos horas después a través del teléfono de su habitación. Me preguntó si sabía de algún restaurante. París está lleno de restaurantes, pero yo iba vestido como un idiota y no tenía ni treinta pavos en el bolsillo. De modo que elegí un lugar que conocía de la Rue Vernet. Supuse que podría entrar con vaqueros y sudadera sin llamar la atención ni pagar una fortuna. Y como estaba cerca se podía ir andando. Nos ahorrábamos el taxi.

Nos reunimos en el vestíbulo. Summer seguía estupenda. La falda y la chaqueta parecían servir tanto para la tarde como para la noche. No se había puesto la gorra. Yo seguía con la mía encasquetada. Subimos hacia los Campos Elíseos. A mitad de camino, Summer hizo algo extraño. Me cogió de la mano. Anochecía y estábamos rodeados de parejas que paseaban, y presumí que para ella eso era natural. Para mí también lo era. Tardé un minuto en darme cuenta de lo que Summer había hecho. Mejor dicho, tardé un minuto en darme cuenta de sus implicaciones. Ella tardó el mismo minuto. Al final se puso nerviosa, alzó los ojos hacia mí y me soltó.

– Lo siento -dijo.

– No lo sienta -dije-. Ha estado muy bien.

– Ha pasado y ya está -dijo.

Seguimos andando y doblamos por la Rue Vernet. Llegamos al restaurante. Era primera hora de la noche de un día de enero, y el dueño nos encontró una mesa enseguida. En un rincón. Con flores y una vela encendida. Pedimos agua y una jarrita de vino tinto mientras decidíamos los platos.

– Ahora está usted en casa -me dijo Summer.

– No exactamente -repliqué-. Yo no estoy en casa en ninguna parte.

– Habla francés muy bien.

– Y también inglés. Y eso no significa que en Carolina del Norte me sienta en casa, por ejemplo.

– Pero algunos sitios le gustan más que otros.

Asentí.

– Éste está bien.

– ¿Ha pensado en algo a largo plazo?

– Se parece usted a mi hermano -dije-. Quiere que me trace planes.

– Todo va a cambiar.

– Siempre van a necesitar polis -observé.

– ¿Polis que se ausentan sin autorización?

– Sólo necesitamos un resultado. La señora Kramer o Carbone. O quizá Brubaker. Tenemos la manzana mordida por tres sitios. Tres posibilidades.

Summer no respondió.

– Tranquilícese -aconsejé-. Estaremos fuera del mundo durante cuarenta y ocho horas. Disfrutemos. Preocuparnos no servirá de nada. Estamos en París.

Ella asintió. La miré a la cara. Vi cómo intentaba serenarse. A la luz de la vela, sus ojos eran expresivos. Era como si Summer tuviera una serie de problemas delante, quizás organizados en montones, como cajas de cartón apiladas. Y la vi abrirse paso a empujones, hasta el sitio tranquilo del fondo de su habitáculo.

– Bébase el vino -dije-. Diviértase.

Yo tenía la mano sobre la mesa. Ella alargó la suya, apretó la mía y cogió la copa.

– Siempre nos quedará Carolina del Norte -dijo.


Pedimos tres platos cada uno del menú de precio fijo. Luego tardamos tres horas en acabárnoslos. Conversamos sobre nuestro trabajo y de cosas personales. Ella me preguntó por mi familia. Yo le hablé un poco de Joe y no mucho de mi madre. Ella me habló de los suyos, de sus hermanos y hermanas, y de tantos primos que perdí la noción de quién era quién. Pero sobre todo contemplé su rostro a la luz de la vela. Tenía la piel de variados tonos cobrizos bajo una capa de ébano puro. Sus ojos eran como el carbón. La mandíbula delicada, como porcelana fina. Parecía extremadamente dulce y pequeña para ser militar. Pero luego recordé sus distintivos como tiradora. Tenía más que yo.

– ¿Voy a conocer a su mamá? -dijo.

– Si usted quiere. Pero está muy enferma.

– ¿No es sólo una pierna rota?

Negué con la cabeza.

– Tiene cáncer -precisé.

– ¿Malo?

– Peor imposible.

Summer asintió.

– Imaginé que tenía que ser algo así. Desde que vino aquí la otra vez se le ha visto a usted afectado.

– ¿Ah sí?

– Es normal que le preocupe.

Asentí a mi vez.

– Más de lo que yo creía.

– ¿No la quiere?

– Mucho. Pero bueno, nadie vive para siempre. Desde un punto de vista conceptual, estas cosas no suceden por sorpresa.

– Creo que debería quedarme al margen. No sería apropiado que fuera. Debe ir usted con Joe. Los dos solos.

– A ella le gusta conocer gente.

– Quizá no se encuentre bien.

– Deberíamos esperar a ver -dije-. Tal vez quiera salir a almorzar fuera.

– ¿Cuál es su aspecto?

– Fatal -contesté.

– Entonces no querrá conocer gente nueva.

Nos quedamos un rato en silencio. El camarero trajo la cuenta. Contamos nuestro efectivo, pagamos a medias y dejamos una propina generosa. Todo el camino de vuelta al hotel fuimos cogidos de la mano. Yo tenía ganas de hacer lo normal en un caso así. Estábamos juntos y solos en medio de un mar de dificultades, unas compartidas, otras personales. El tipo del sombrero de copa nos abrió la puerta y nos deseó bonne nuit. Subimos en el ascensor, sin tocarnos. Cuando llegamos a nuestra planta Summer tenía que ir a la izquierda y yo a la derecha. Fue un momento embarazoso. No hablamos. Percibí que ella quería venir conmigo y yo me moría de ganas de ir con ella. Me imaginé su habitación. Las paredes amarillas, el aire perfumado. La cama. Me imaginé quitándole el jersey por la cabeza. Bajarle la cremallera de la falda nueva y oírla caer al suelo. Imaginé que llevaba ropa interior de seda. Que hacía frufrú.

Yo sabía que no estaría bien. Pero ya nos encontrábamos en situación ASA, con la mierda hasta el cuello. Sería un modo de consolarnos, aparte de quién sabe qué más.

– ¿A qué hora por la mañana? -preguntó ella.

– Yo, temprano -contesté-. He de estar en el aeropuerto a las seis.

– Iré con usted. Le haré compañía.

– Gracias.

– No hay de qué -dijo.

Nos quedamos allí de pie.

– Tenemos que levantarnos a eso de las cuatro -dijo.

– Supongo -dije-. A eso de las cuatro.

Seguimos allí de pie.

– Entonces buenas noches, supongo -dijo.

– Que descanse -dije yo.

Giré a la derecha. No miré atrás. Oí su puerta abrirse y cerrarse un segundo después de la mía.


Eran las once. Me había acostado, pero no dormía. Tan sólo permanecí allí tumbado durante una hora mirando el techo. Por la ventana entraba luz de la ciudad. Fría, amarilla y neblinosa. Alcanzaba a ver las luces intermitentes de la torre Eiffel. Eran destellos dorados, entre rápidos, lentos e incesantes. Cada segundo alteraban el dibujo del yeso sobre mi cabeza. Oí el chirrido de unos frenos en una calle lejana, el ladrido de un perrito, unos pasos solitarios bajo mi ventana, el pitido de un claxon. De pronto la ciudad se calló y me envolvió el silencio, que aullaba a mi alrededor como una sirena. Levanté la muñeca. Miré la hora. Medianoche. Dejé caer de nuevo el brazo sobre la cama y me invadió una soledad tan abrumadora que se me cortó la respiración.

Encendí la luz y rodé hasta el teléfono. En una pequeña placa, bajo los botones de marcar, había unas instrucciones impresas. «Para llamar a otro huésped, pulse tres y luego el número de la habitación.» Pulsé tres y luego el número. Contestó ella al primer tono de la señal.

– ¿Estás despierta? -pregunté.

– Sí -contestó.

– ¿Quieres compañía?

– Sí -contestó.

Me puse los tejanos y la sudadera y salí al pasillo descalzo. Llamé a su puerta. Summer abrió, extendió la mano y me hizo entrar. Aún estaba vestida con la falda y el jersey. Me besó con ímpetu, y yo la besé a mi vez, con más ímpetu aún. La puerta se cerró a mi espalda. Oí el siseo del movimiento y el ruidito del picaporte. Nos dirigimos a la cama.

Ella llevaba ropa interior rojo oscuro. De seda, o satén. Olía su perfume por todas partes. En la habitación y en su cuerpo. Era menuda y delicada, y rápida y fuerte. Por la ventana entraban las mismas luces de la ciudad. Ahora me bañaban en calor. Me daban vigor. Veía las luces de la torre Eiffel en el techo. Acompasamos nuestro ritmo al de los destellos, lento, rápido, incesante. Después les dimos la espalda y nos tumbamos como dos cucharas encajadas, exhaustos y sin aliento, sin hablar, como si no estuviéramos muy seguros de lo que habíamos hecho.


Dormí una hora y me desperté en la misma posición, con una intensa sensación de algo perdido y algo conseguido, pero no fui capaz de explicarla. Summer seguía dormida, perfectamente acurrucada contra la curva de mi cuerpo. Olía bien. Estaba caliente. Se notaba flexible, fuerte y tranquila. Respiraba despacio. Yo tenía el brazo izquierdo bajo sus hombros y el derecho sobre su cintura. Ella tenía la mano ahuecada en la mía, medio abierta, los dedos medio doblados.

Volví la cabeza y observé el juego de luces en el techo. Oí el lejano ruido de una motocicleta, quizás al otro lado del Arco del Triunfo. Oí a un perro ladrar. Aparte de eso, la ciudad estaba en silencio. Dos millones de personas dormían. Joe estaba volando, describiendo un arco de círculo máximo, aproximándose quizás a Islandia. No pude imaginarme a mi madre. Cerré los ojos. Intenté dormirme otra vez.


Mi despertador mental sonó a las cuatro. Summer aún dormía. Saqué con cuidado el brazo de debajo de ella, me masajeé un poco el hombro para recuperar la circulación, me levanté de la cama y caminé por la moqueta hasta el baño sin hacer ruido. Después me puse los pantalones y la sudadera y desperté a Summer con un beso.

– En pie, teniente, paso ligero -dije.

Ella extendió los brazos hacia arriba y arqueó la espalda. La sábana le cayó por debajo de la cintura.

– Buenos días -dijo.

La besé otra vez.

– Me gusta París -dijo-. Me lo estoy pasando bien aquí.

– Yo también.

– Pero que muy bien.

– En el vestíbulo dentro de media hora.

Regresé a mi cuarto y llamé al servicio de habitaciones para que me trajeran café. Antes de que llegara ya me había duchado y afeitado. Cogí la bandeja en la puerta cubierto tan sólo con una toalla. Luego me puse un uniforme de campaña limpio, tomé mi primera taza de café y miré el reloj. Las 4.20 en París, o sea, las 22.20 en la costa Este, bastante después de la hora de cierre de los bancos. Y las 19.20 en la costa oeste, esto es, lo bastante temprano para que algún tipo trabajador estuviera todavía sentado a su escritorio. Miré otra vez las instrucciones del teléfono y pulsé el nueve para tener línea. Marqué el único número que había memorizado jamás, el de la centralita de Rock Creek, en Virginia. Respondió un telefonista al primer tono.

– Soy Reacher -dije-. Necesito el número del oficial al mando de la PM de Fort Irwin.

– Señor, el coronel Willard ha dado la orden de que usted regrese a la base inmediatamente.

– Estaré ahí lo antes posible. Pero primero me hace falta este número.

– ¿Dónde está usted ahora, señor?

– En una casa de putas de Sidney, Australia. Deme ese número.

Me lo dio. Me lo repetí mentalmente, pulsé otra vez el nueve y lo marqué. Al segundo tono, respondió el sargento de Calvin Franz.

– He de hablar con Franz -dije.

Se oyó un clic, luego un silencio, y cuando ya me ponía cómodo para una larga espera apareció Franz al otro lado.

– Tienes que hacerme un favor -dije.

– ¿Cuál?

– Allí tienes a un tío del XII Cuerpo llamado Marshall. ¿Le conoces?

– No.

– Necesito que permanezca ahí hasta que llegue yo. Es muy importante.

– No puedo impedir que nadie abandone el puesto a menos que lo detenga.

– Dile tan sólo que he llamado desde Berlín. Eso servirá. Mientras crea que estoy en Alemania se quedará en California.

– ¿Por qué?

– Porque eso le han dicho que haga.

– ¿Él te conoce?

– Personalmente no.

– Así pues, la conversación que deberé mantener será un poco forzada. No puedo acercarme sin más a alguien que no conozco y decirle «eh, noticia de última hora, ha llamado un tal Reacher al que no has visto en tu vida para que sepas que se ha quedado atascado en Berlín».

– Puedes ser más sutil -dije-. Dile que te he pedido que le hagas una pregunta de mi parte porque no hay modo de que yo pueda hacérsela en persona.

– ¿Qué pregunta?

– Pregúntale por el día del funeral de Kramer. ¿Estaba él en Arlington? ¿Qué hizo el resto del día? ¿Por qué no acompañó a sus jefes a Carolina del Norte? ¿Cómo justificaron que quisieran ir solos?

– Son cuatro preguntas.

– Sea como fuere, que parezca que le estás preguntando en mi nombre porque California no está en mi itinerario.

– ¿Adónde puedo llamarte yo?

Miré el teléfono y le di el número del George V.

– Estás en Francia -señaló-. No en Alemania.

– Marshall no tiene por qué saberlo -dije-. Estaré aquí más tarde.

– ¿Cuándo vendrás a California?

– Espero que en menos de cuarenta y ocho horas.

– Muy bien -dijo-. ¿Algo más?

– Sí. Llama de mi parte a Fort Bird y dile a mi sargento que consiga los historiales del general Vassell y el coronel Coomer. En concreto quiero saber si alguno de ellos tiene relación con una ciudad llamada Sperryville, Virginia. Si nacieron, crecieron o tienen familia ahí, cualquier cosa que pueda revelar su conocimiento exhaustivo de la ciudad. Y dile que se siente sobre la respuesta hasta que yo me ponga en contacto con ella.

– Muy bien -dijo-. ¿Es todo?

– No. Dile también que llame al detective Clark, en Green Valley, y que le pida por fax sus sondeos callejeros en Nochevieja. Ella ya lo entenderá.

– Pues qué bien que alguien lo entienda -soltó Franz. Hizo una pausa. Estaba tomando nota-. Entonces, ¿nada más? -preguntó.

– De momento -repuse.

Colgué y bajé al vestíbulo cinco minutos después de Summer, que me estaba esperando. Había ido mucho más deprisa que yo. Pero claro, no había tenido que afeitarse ni habría hecho ninguna llamada ni habría perdido tiempo tomando café. Volvía a llevar el uniforme de campaña, como yo. Por alguna razón se había lustrado las botas, o había pedido que se las lustraran. Relucían.

No teníamos dinero para coger un taxi al aeropuerto. Así que anduvimos por la oscuridad previa al alba hasta la Place de l’Opéra y tomamos el autobús. Iba menos lleno que la anterior vez, pero era igual de incómodo. Vislumbramos fugaces imágenes de la ciudad dormida, superamos el Périphérique y cruzamos lentamente los tristes barrios de las afueras.


Llegamos al Roissy-Charles de Gaulle justo antes de las seis. Ya había ajetreo. Tuve la impresión de que los aeropuertos funcionan por su cuenta en franjas horarias flotantes. Estaba más concurrido a las seis de la mañana de lo que lo estaría a media tarde. Había gente por todas partes. Coches y autobuses cargando y descargando, viajeros con cara de sueño saliendo y entrando y forcejeando con el equipaje. Era como si el mundo entero estuviera viajando.

El panel de llegadas decía que el avión de Joe ya había aterrizado. Fuimos hasta la puerta de salida de la zona de aduanas. Tomamos posición entre una multitud que esperaba o saludaba. Supuse que Joe sería uno de los primeros en aparecer. Se habría apresurado desde el avión y no llevaría equipaje que declarar. Nada de demoras.

Vimos algunos rezagados del vuelo anterior. Sobre todo familias con niños pequeños o personas con equipaje poco corriente. Los que aguardaban se volvían expectantes hacia ellos y acto seguido desviaban la vista al darse cuenta de que no eran quienes buscaban. Los observé un rato. Era una dinámica física curiosa. Sutiles cambios de postura bastaban para mostrar interés, e inmediatamente falta de interés. Bienvenida y luego rechazo. Media vuelta hacia dentro y media vuelta hacia fuera. A veces consistía tan sólo en trasladar el peso del cuerpo de un pie al otro.

Los últimos rezagados se mezclaron con los primeros del vuelo de Joe. Hombres de negocios que iban a toda prisa, cargando con maletines y portatrajes. Mujeres jóvenes con tacones altos y gafas oscuras y ropa cara; ¿modelos? ¿actrices? ¿call-girls? También funcionarios del gobierno, americanos y franceses; podía distinguirlos por el aspecto; elegantes y serios, muchas gafas, pero los zapatos, los trajes y los abrigos no eran de la mejor calidad. Seguramente diplomáticos de bajo nivel. Al fin y al cabo, el avión venía de D.C.

Joe era aproximadamente el duodécimo de la fila. Llevaba el mismo abrigo que la vez anterior, pero otro traje y otra corbata. Tenía buena pinta. Andaba deprisa y acarreaba una bolsa de viaje de cuero negro. Les sacaba un palmo a todos. Salió por la puerta, se paró en seco y miró alrededor.

– Es igual que tú -dijo Summer.

– Pero yo soy más buena persona -precisé.

Joe me vio enseguida, pues yo también les sacaba un palmo a todos. Indiqué un punto fuera de la avalancha de gente. El se abrió paso a través de la multitud hasta llegar al sitio. Nosotros dimos la vuelta por detrás y nos reunimos con él.

– Teniente Summer -dijo-. Encantado de conocerla.

Yo no le había visto mirar la placa de la chaqueta de ella, donde ponía «Summer, ejército de EE.UU.». Ni las franjas de teniente del cuello. Se acordaría del nombre y el rango de cuando habíamos hablado de ella.

– ¿Como estás? -le pregunté.

– Cansado.

– ¿Quieres desayunar?

– Sí, en la ciudad.

La cola del taxi medía un kilómetro y se movía a paso de tortuga. La ignoramos. Fuimos directamente hacia la navette. Perdimos una y luego nos quedamos los primeros de la fila para la siguiente. Llegó en menos de diez minutos. Joe dedicó el rato de espera a preguntar a Summer sobre su visita a París. Ella se explayó con pelos y señales, pero no mencionó los hechos de anoche. Yo me quedé sobre el bordillo de espaldas a la calzada, observando el cielo sobre el tejado de la terminal. Amanecía deprisa. Sería otro día soleado. Estábamos a 10 de enero, y hacía el mejor tiempo que yo había visto en lo que llevábamos de nueva década.

Subimos a la lanzadera y nos sentamos en tres asientos seguidos, al otro lado del estante de los equipajes. Summer se colocó en medio. Joe delante de ella y yo detrás. Eran asientos pequeños e incómodos, de plástico duro y sin espacio para las piernas. Joe llevaba las rodillas junto a las orejas, y su cabeza se bamboleaba con el movimiento. Estaba pálido. Seguramente meterlo en un autobús no fue la mejor forma de darle la bienvenida después de que cruzara el Atlántico en avión. Eso me remordió un poco. Pero bueno, yo era del mismo tamaño y tenía el mismo problema de acomodo. Y además no había dormido casi nada. Y estaba sin blanca. Y además pensé que a él le convenía más estar en movimiento que quedarse quieto en la parada de taxis.

Tras cruzar el Périphérique y entrar en el esplendor urbano de Haussmann, se animó un poco. Para entonces el sol ya alto bañaba la ciudad de oro y miel. Los cafés se veían llenos, y las aceras atestadas de personas que se desplazaban a un ritmo acompasado llevando periódicos y baguettes. Por ley, los parisinos tienen una jornada semanal de treinta y cinco horas, y pasan la mayor parte de las ciento treinta y tres restantes deleitándose en no hacer gran cosa. Sólo con mirarlos uno ya se relaja.

Bajamos en la consabida Place de l’Opéra y seguimos el mismo trayecto de la semana anterior, atravesando el río por el Pont de la Concorde, girando al oeste en el Quai d’Orsay, y luego al sur para tomar la Avenue Rapp. Llegamos a la Rue de l’Université, desde donde es visible la torre Eiffel, y entonces Summer se detuvo.

– Yo voy a ver la torre, chicos -dijo-. Vosotros seguid. A ver cómo está vuestra mamá.

Joe me miró. «¿Ella lo sabe?» Asentí. «Ella lo sabe.»

– Gracias, teniente -dijo él-. Iremos a ver cómo se encuentra. Si ella tiene ganas, quizá podamos almorzar todos juntos.

– Llamadme al hotel -dijo.

– ¿Sabes cómo encontrarlo? -pregunté.

Summer se volvió y señaló a lo largo de la avenida.

– Se cruza el puente, se sube la cuesta, se dobla a la izquierda y luego recto.

Sonreí. Summer tenía un buen sentido de la orientación. Joe parecía algo confuso. Había visto la dirección que había señalado ella y sabía qué había allí.

– ¿El George V? -dijo.

– ¿Por qué no? -repuse.

– ¿A cuenta del ejército?

– Más o menos.

– Vaya.

Summer se puso de puntillas, me dio un beso en la mejilla y estrechó la mano de Joe. Nos quedamos allí con el débil sol en los hombros, viéndola andar hacia la torre. Ya había un incipiente desfile de turistas con el mismo objetivo. Los vendedores de souvenirs sacaban su mercancía. Seguimos mirándola, viendo cómo se empequeñecía.

– Es muy bonita -dijo Joe-. ¿Dónde la conociste?

– Está en Fort Bird.

– ¿Aún no has averiguado qué está pasando allí?

– He dado algunos pasos -dije.

– Espero que así sea. Llevas allí casi dos semanas.

– ¿Recuerdas a Willard, aquel tío por quien preguntaste? Pasó un tiempo en Blindados, ¿verdad?

Joe asintió.

– Estoy seguro de que les informó directamente -dije-. Pasó la información a la oficina de sus ex colegas. ¿Recuerdas algún otro nombre?

– ¿De la División de Blindados? Pues no. Nunca presté mucha atención a Willard. La suya era una actividad más bien secundaria.

– ¿Has oído hablar de un tal Marshall?

– No me suena -contestó Joe, y se volvió para mirar avenida abajo. Se ciñó un poco el abrigo y levantó el rostro hacia el sol-. Vamos -dijo.

– ¿Cuándo la has llamado por última vez?

– Anteayer. Te tocaba a ti.

Nos pusimos en marcha, uno al lado del otro, ajustando el paso al caminar pausado de la gente a nuestro alrededor.

– ¿Quieres desayunar primero? -sugerí-. No estaría bien despertarla.

– Nos abrirá la enfermera.

Pasamos frente a una oficina de correos. Había un coche abandonado medio subido en la acera, con un guardabarros abollado y un neumático reventado. Bajamos a la calzada para rodearlo. Delante, a cuarenta metros, vimos un gran vehículo negro aparcado en doble fila.

Lo miramos fijamente.

– Un corbillard -dijo Joe.

Un coche fúnebre.

Nos quedamos mirando. Traté de calcular delante de qué edificio estaba. Intenté medir la distancia. La perspectiva de frente no ayudaba. Alcé la vista hacia el perfil de los tejados. Primero había una fachada de piedra caliza belle époque de siete plantas. Luego un descenso hasta el de seis de mi madre. Bajé la mirada verticalmente por la pared. Hasta la calle. Hasta el coche fúnebre. Sí, estaba delante de la puerta del edificio de mi madre.

Echamos a correr.

En la acera había un hombre con una chistera negra. El portal estaba abierto. Echamos una mirada al de la chistera y entramos al patio central. La portera estaba en su umbral. Tenía un pañuelo en la mano y lágrimas en los ojos. No se fijó en nosotros. Nos dirigimos al ascensor. Subimos a la quinta planta. Era desesperante lo despacio que iba.

La puerta del piso estaba abierta. Dentro había tres hombres enfundados en abrigos negros. Entramos. Los hombres retrocedieron, en silencio. De la cocina salió la chica de los ojos luminosos. Estaba pálida. Al vernos se detuvo, y luego atravesó lentamente la habitación para recibirnos.

– ¿Qué? -dijo Joe.

Ella no contestó.

– ¿Cuándo? -pregunté.

– Anoche -repuso-. Fue todo muy tranquilo.

Los hombres de los abrigos repararon en quiénes éramos y salieron al pasillo con discreción. Muy callados. No hicieron ningún ruido. Joe dio un paso inseguro y se sentó en el sofá. Yo me quedé inmóvil.

– ¿Cuándo? -repetí.

– A medianoche -contestó la chica-. Mientras dormía.

Cerré los ojos. Volví a abrirlos al cabo de un minuto. La joven seguía allí. Sus ojos clavados en los míos.

– ¿Estuvo usted con ella? -pregunté.

Asintió con la cabeza.

– Todo el rato -precisó.

– ¿Había aquí algún médico?

– Ella lo despachó.

– ¿Qué pasó?

– Dijo que se encontraba bien. Se acostó a las once. Durmió una hora, y de pronto dejó de respirar.

Alcé los ojos al techo.

– ¿Tenía dolores?

– Al final no.

– Pero ella dijo que se encontraba bien.

– Había llegado su hora. Lo he visto otras veces.

La miré y acto seguido aparté la vista.

– ¿Quieren verla? -preguntó la chica.

– Joe -dije.

Él meneó la cabeza y no se movió del sofá. Yo me dirigí al dormitorio. Junto a la cama había un ataúd de caoba colocado sobre unos caballetes acolchados con terciopelo. Estaba forrado de seda blanca. Aún vacío. Mi madre seguía en la cama, tapada con las sábanas. La cabeza apoyada delicadamente en la almohada y los brazos cruzados sobre el pecho por encima de la colcha. Los ojos cerrados. Estaba casi irreconocible.

Summer me había preguntado si me afectaba ver gente muerta.

«No», había dicho yo. «¿Cómo es eso?», había dicho ella. «No lo sé», había dicho yo.

Nunca vi el cadáver de mi padre. Cuando murió yo estaba fuera. Había sido algo del corazón. En un hospital de veteranos hicieron lo que pudieron, pero estuvo desahuciado desde el principio. Fui en avión por la mañana al funeral y regresé la misma noche.

«Funeral», pensé.

Joe se encargaría de eso.

Permanecí cinco largos minutos junto a la cama de mi madre, los ojos abiertos, secos. Luego volví a la sala. Estaba nuevamente llena. Habían regresado los croques-morts, los portadores del féretro. Y en el sofá, al lado de mi hermano, había un hombre mayor. Sentado con fría formalidad. Junto a él, dos bastones apoyados. Tenía el pelo cano y llevaba un grueso traje oscuro con una medalla que colgaba de una cinta diminuta roja, blanca y azul en la solapa. Tal vez la Cruz de Guerra, o la Medalla de la Resistencia. Sobre sus huesudas rodillas sostenía una pequeña caja de cartón atada con un cordel rojo descolorido.

– Es monsieur Lamonnier -dijo Joe-. Amigo de la familia.

El anciano cogió los bastones e hizo ademán de levantarse para estrecharme la mano pero yo le indiqué que se sentara y me acerqué. Tendría unos setenta y cinco u ochenta años. Estaba muy delgado y para ser francés era relativamente alto.

– Usted es al que ella llamaba Reacher -dijo.

– Sí, soy yo -dije-. Perdone pero no le recuerdo.

– No nos hemos visto nunca. Pero yo conocía a su madre desde hacía mucho tiempo.

– Gracias por pasarse por aquí.

– Gracias a usted también -dijo.

Touché, pensé.

– ¿Qué hay en la caja? -inquirí.

– Cosas que ella no quería guardar aquí -explicó el viejo-. Pero que, en un momento como éste, creí que sus hijos debían tener.

Me entregó la caja como si fuera un objeto sagrado. La cogí y me la coloqué bajo el brazo. No pesaba ni mucho ni poco. Supuse que contendría un libro; quizás un viejo diario encuadernado en piel, y acaso también otras cosas.

– Joe -dije-. Vamos a desayunar.


Caminábamos deprisa y sin rumbo. Tomamos la rue Saint Dominique y en la parte alta de la Rue de l’Exposition pasamos frente a dos cafés sin detenernos. Cruzamos la Avenue Bosquet en rojo y luego giramos arbitrariamente hacia la Rue Jean Nicot. Joe se paró en un tabac y compró cigarrillos. Yo habría sonreído si hubiera sido capaz de ello. La calle llevaba el nombre del que descubrió la nicotina.

Encendimos sendos cigarrillos en la acera y a continuación nos metimos en el primer café que vimos. Ya estábamos cansados de andar. Estábamos listos para hablar.

– No deberías haberme esperado -dijo-. Podías haberla visto una última vez.

– Noté que ocurría -dije-. La medianoche pasada, sentí algo.

– Podías haber estado con ella.

– Ahora es demasiado tarde.

– A mí me habría parecido bien.

– A ella no -dije.

– Hace una semana teníamos que habernos quedado.

– Ella no quería que nos quedáramos, Joe. Su plan no era ése. Era una persona con derecho a su intimidad. También una madre, pero no sólo eso.

Se quedó callado. El camarero nos sirvió café y una cestita de paja llena de cruasanes. Pareció percibir nuestro estado de ánimo. Lo dejó todo con cuidado en la mesa y se alejó.

– ¿Te ocuparás del funeral? -pregunté.

Asintió.

– Tardará cuatro días. ¿Puedes quedarte?

– No -repuse-. Pero volveré.

– Muy bien -dijo-. Yo me quedaré una semana o así. Seguramente habrá que vender el piso. A menos que lo quieras tú.

– No lo quiero. ¿Y tú?

– No veo cómo podría utilizarlo.

– No habría estado bien que yo hubiera ido solo -dije.

Joe no replicó.

– La vimos la semana pasada -señalé-. Estuvimos juntos. Lo pasamos bien.

– ¿Tú crees?

– Fue entretenido. Es lo que ella quería. Por eso hizo el esfuerzo. Por eso propuso ir al Polidor, aunque sabía que no comería nada.

Joe se limitó a encogerse de hombros. Tomamos el café en silencio. Probé un cruasán. Estaba bueno, pero yo no tenía hambre. Lo dejé en la cesta.

– La vida -soltó Joe-. Qué cosa tan rara. Una persona vive sesenta años, hace montones de cosas, sabe montones de cosas, siente montones de cosas, y de pronto se acaba todo. Como si no hubiera pasado nada.

– La recordaremos siempre.

– No; recordaremos partes de ella. Las partes que ella decidió compartir. La punta del iceberg. El resto sólo lo conocía ella. Por tanto, el resto ya no existe.

Nos fumamos otro cigarrillo cada uno, en silencio. Luego regresamos, despacio, algo exhaustos, imbuidos de una especie de paz.


Cuando llegamos al edificio, el ataúd ya estaba en el corbillard. Probablemente lo habían bajado vertical en el ascensor. La portera se hallaba en la acera, de pie junto al anciano de la cinta y la medalla. El se apoyaba en los bastones. También estaba la enfermera, un poco aparte. Los portadores del féretro tenían las manos cogidas y la vista en el suelo.

– La van a llevar al dépôt mortuaire -dijo la enfermera.

– Muy bien -dijo Joe.

No me quedé. Me despedí de la enfermera y la portera y di la mano al viejo. Después hice a Joe un gesto con la cabeza y eché a andar por la avenida. No miré atrás. Crucé el Sena por el Pont de l’Alma y fui por la Avenue George V hasta el hotel. Subí en el ascensor y entré en mi habitación. Aún llevaba bajo el brazo la caja del anciano. La dejé sobre la cama y me quedé inmóvil, sin tener ni idea de qué hacer a continuación.


Me hallaba todavía allí al cabo de veinte minutos cuando sonó el teléfono. Era Calvin Franz, desde Fort Irwin (California). Tuvo que repetir su nombre. La primera vez no recordé quién era.

– He hablado con Marshall -anunció.

– ¿Quién?

– Tu hombre del XII Cuerpo.

No dije nada.

– ¿Estás bien?

– Perdona -dije-. Sí, estoy bien. Has hablado con Marshall.

– Fue al funeral de Kramer. Llevó allí a Vassell y Coomer y los trajo de vuelta. El resto del día no los llevó a ninguna otra parte porque él tuvo importantes reuniones en el Pentágono toda la tarde.

– ¿Pero?

– No le he creído. Es un recadero servil. Si Vassell y Coomer hubieran querido que les llevara, él lo habría hecho, con reuniones o sin ellas.

– ¿Y?

– Y como sabía que si no lo comprobaba me pegarías la bronca, lo he comprobado.

– ¿Y?

– Esas reuniones habrán sido consigo mismo en el retrete, porque nadie le vio por ninguna parte.

– Entonces ¿qué estuvo haciendo?

– Ni idea. Pero seguro que algo estuvo haciendo. Su modo de responder fue demasiado tranquilo. Porque a ver, esto sucedió hace seis días. ¿Quién demonios recuerda qué reuniones tuvo hace seis días? Pues este tío sí.

– ¿Le has dicho que yo estaba en Alemania?

– Parecía saberlo ya.

– ¿Le has dicho que me quedaba allí?

– Pareció dar por sentado que no aparecerías pronto por California.

– Estos tíos son viejos colegas de Willard -dije-. Les ha prometido mantenerme alejado de ellos. Está dirigiendo la 110 como si fuera su ejército privado de Blindados.

– Por cierto, como despertaste mi curiosidad he comprobado las historias de Vassell y Coomer por mi cuenta. Nada indica que alguno de ellos oyera hablar alguna vez de un lugar llamado Sperryville.

– ¿Estás seguro?

– Del todo. Vassell es de Misisipí y Coomer de Illinois. Ni uno ni otro ha vivido ni prestado servicio jamás en ningún sitio próximo a Sperryville.

Reflexioné.

– ¿Están casados? -pregunté.

– ¿Casados? Sí, también aparecían esposas y niños. Pero eran chicas de la zona. Nada de parientes políticos en Sperryville.

– Muy bien -dije.

– Entonces ¿qué vas a hacer?

– Voy a California.


Colgué y fui hasta la puerta de Summer. Llamé y esperé. Ya había regresado de hacer turismo.

– Murió anoche -dije.

– Ya lo sé -dijo ella-. Tu hermano acaba de llamar desde el piso. Quería asegurarse de que estabas bien.

– Estoy bien -confirmé.

– Lo siento mucho.

Me encogí de hombros.

– Desde un punto de vista conceptual, estas cosas no suceden por sorpresa.

– ¿Cuándo fue?

– A medianoche. Se marchó sin aspavientos.

– Me siento mal. Tenías que haber ido a verla ayer en vez de pasar el día conmigo. No teníamos que haber hecho aquellas ridículas compras.

– La vi la semana pasada. Lo pasamos bien. Mejor que ésa fuese la última vez.

– Yo habría querido verla hasta el último momento.

– Siempre iba a ser un momento arbitrario -señalé-. Sí, quizá podía haber ido ayer por la tarde. Y ahora estaría lamentando no haberme quedado hasta la noche. Y si hubiera estado allí hasta la hora en que se acostó, lamentaría no haberme quedado hasta medianoche.

– A medianoche estabas aquí conmigo. También me siento mal por eso.

– No -dije-. Yo no me siento mal. Y mi madre tampoco se habría sentido mal. Al fin y al cabo era francesa. Si ella hubiera conocido mis opciones, habría avalado mi decisión.

– Eso no puedes saberlo.

– Bueno, supongo que no era de talante muy liberal. Pero siempre deseó todo aquello que nos hiciera felices.

– ¿Abandonó porque se había quedado sola?

Negué con la cabeza.

– Quería que la dejaran sola para poder abandonar.

Summer no dijo nada.

– Nos vamos -dije-. Tomamos un vuelo nocturno de vuelta.

– ¿A California?

– Primero a la costa Este -precisé-. He de comprobar algunas cosas.

– ¿Qué cosas? -preguntó.

No se lo dije. Se habría reído, y en ese momento no estaba yo para risas.


Summer hizo el equipaje y vino conmigo a mi habitación. Me senté en la cama y jugueteé con el cordón de la caja de monsieur Lamonnier.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Lo ha traído un viejo. Son cosas que pertenecían a mi madre.

– ¿Qué cosas?

– No sé.

– Pues ábrela.

La empujé por encima del cubrecama.

– Ábrela tú.

Observé sus pequeños y finos dedos aplicarse con el apretado y viejo nudo. Su transparente esmalte de uñas destellaba a la luz. Desató el cordel y levantó la tapa. Era una caja poco profunda hecha de un cartón grueso y resistente ya no muy común. Contenía tres cosas. Una caja más pequeña, una especie de joyero. Era de cartón recubierto de un papel azul oscuro con filigranas. Un libro. Y un cuchillo para cortar queso, un simple trozo de alambre con un asa en cada extremo. Las asas eran de oscura madera vieja torneada. Se podían ver en cualquier épicerie, en cualquier tienda de ultramarinos de Francia. Pero a ése le habían cambiado el alambre. Para queso era demasiado grueso. Parecía una cuerda de piano. Estaba rizada y corroída, como si la hubieran tenido guardada mucho tiempo.

– ¿Qué es? -preguntó Summer.

– Un cuchillo de cortar queso manipulado.

– El libro está en francés -dijo-. No sé qué pone.

Me lo pasó. Tenía una fina sobrecubierta. No era una novela sino una especie de biografía. Las esquinas de las páginas se veían manchadas y sucias por el paso del tiempo. Olía a moho. El título tenía algo que ver con líneas férreas. Abrí y eché un vistazo. Después de la página del título había un mapa de la década de 1930 de la red francesa de ferrocarriles. El primer capítulo parecía tratar sobre cómo todas las líneas del norte se apretaban a través de París y luego se abrían nuevamente en abanico hacia el sur. No se podía ir a ningún sitio sin pasar por la capital. Para mí eso tenía sentido. Francia era un país relativamente pequeño con una capital muy grande. La mayoría de los países hacía lo mismo. La capital era siempre el centro de la telaraña.

Hojeé el libro hasta el final. La solapa derecha de la sobrecubierta incluía una foto del autor. De un monsieur Lamonnier cuarenta años más joven. Lo reconocí fácilmente. El texto decía que había perdido ambas piernas en las batallas de mayo de 1940. Recordé la rigidez con que se había sentado en el sofá de mi madre, y los bastones. Seguramente llevaba prótesis. Piernas de madera. Lo que yo había tomado por rodillas huesudas serían complicadas articulaciones mecánicas. Más abajo, el texto mencionaba que Lamonnier había construido le Chemin de Fer Humain, la vía férrea humana. El presidente Charles de Gaulle le había concedido la Medalla de la Resistencia, los británicos la Cruz de San Jorge, y los americanos la Medalla por Servicios Distinguidos.

– ¿Qué lees?

– Parece que acabo de conocer a un viejo héroe de la Resistencia -dije.

– ¿Qué tiene que ver con tu mamá?

– Quizá tiempo atrás fueron novios.

– ¿Y ahora quiere mostraros a ti y a Joe el gran tipo que fue? ¿En un momento como éste? Es un poco egocéntrico, ¿no?

Leí un poco del primer capítulo. Como la mayoría de los libros franceses, utilizaba una conjugación extraña denominada tiempo histórico pasado, reservada sólo para el lenguaje escrito. A quien no tuviera el francés como lengua materna le resultaba difícil. Y la primera parte de la historia no era demasiado apasionante. Explicaba muy farragosamente que los trenes que llegaban del norte descargaban sus pasajeros en la Gare du Nord, y que si esos pasajeros querían viajar al sur debían cruzar París a pie-, en coche, en metro o en taxi hasta la Gare d’Austerlitz o la de Lyon.

– Es sobre algo llamado la vía férrea humana -dije-. Sólo que hasta ahora no han aparecido muchos seres humanos.

Le pasé el libro a Summer, que volvió a hojearlo.

– Está dedicado -señaló.

Me enseñó la primera página en blanco. Contenía una vieja y descolorida dedicatoria. Tinta azul, pulcra caligrafía. Alguien había escrito: Béatrice, de Pierre.

– ¿Tu madre se llamaba Béatrice?

– No -repuse-. Se llamaba Josephine Moutier, y después Josephine Reacher.

Me devolvió el libro.

– Creo que he oído hablar de la vía férrea humana -dijo-. Era algo de la Segunda Guerra Mundial. Tenía que ver con el rescate de tripulantes de bombarderos derribados en Bélgica y Holanda. Las células de la Resistencia local los recogían y los hacían pasar a lo largo de la cadena hasta la frontera española. Después, podían regresar a casa y al combate. Fue importante, pues las tripulaciones bien preparadas eran muy valiosas. Y además evitaba que la gente pasara años en campos de prisioneros de guerra.

– Eso explicaría las medallas de Lamonnier -dije-. Una de cada país aliado.

Dejé el libro sobre la cama y me ocupé de mi equipaje. Decidí tirar los tejanos, la sudadera y la cazadora de la Samaritaine. No los necesitaba. No los quería. De pronto reparé en que el libro tenía unas páginas con borde diferente. Lo cogí, lo abrí y vi algunas fotos a media tinta. La mayoría eran retratos de estudio, seis por página, de cabeza y hombros. Las otras eran fotos de acción clandestina, de aviadores aliados ocultos en sótanos iluminados por velas colocadas sobre barriles, de pequeños grupos de hombres furtivos vestidos con ropa campesina por caminos rurales y de guías pirenaicos en terrenos montañosos y nevados. En una de ellas aparecían dos hombres flanqueando a una chica, apenas más que una niña. Cogía de la mano a los dos hombres, sonriendo alegre, guiándolos por la calle de una ciudad. París, con toda probabilidad. El pie de la foto rezaba: «Béatrice de service à ses travaux.» Béatrice de servicio, haciendo su trabajo. Béatrice parecía tener unos trece años.

Estaba casi seguro de que Béatrice era mi madre.

Volví a las páginas de los retratos de estudio y la encontré. Era una especie de foto de la escuela. Aparentaba unos dieciséis años. El pie ponía «Béatrice en 1941». Luego leí más texto. La vía férrea humana presentaba dos problemas tácticos importantes. Localizar a los aviadores caídos no era uno de ellos. Caían literalmente del cielo, sobre los Países Bajos, docenas cada noche sin luna. Si la Resistencia llegaba hasta ellos primero, tenían posibilidades. Pero no si llegaba primero la Wehrmacht. Era simplemente cuestión de suerte. Si la tenían y la Resistencia los localizaba antes que los alemanes, podían esconderse y sustituir el uniforme por algún disfraz convincente, conseguían documentos falsos y billetes de tren, y un guía los acompañaba en un tren con destino a París, camino de casa.

Tal vez.

La primera dificultad táctica era la posibilidad de un registro en el propio tren durante las primeras etapas del viaje. Ahí estaban esos chicarrones americanos rubios bien alimentados, o esos británicos pelirrojos de Escocia, o cualquier otro que no pareciera un francés moreno y con mala cara viviendo tiempos de guerra. No hablaban el idioma y recurrían a diversos subterfugios. Fingían estar dormidos o enfermos, o ser mudos o sordos. Los guías hablaban por ellos.

La segunda dificultad era cruzar París. La ciudad hervía de alemanes. Por todas partes había controles. A los extranjeros extraviados y torpes se les veía de lejos. Los coches particulares habían desaparecido casi por completo. Era difícil encontrar un taxi. Casi no había gasolina. Dos hombres que caminasen juntos se convertían en objetivos. Por tanto, se utilizaba a mujeres como guías. Y uno de los trucos que se le ocurrió a Lamonnier fue utilizar a una chica que él conocía. Ella se reunía con los aviadores en la Gare du Nord y los llevaba por las calles hasta la Gare du Lyon. Reía y saltaba y les cogía de la mano y los hacía pasar por hermanos mayores o tíos de visita. Su comportamiento era desenfadado y desarmaba a cualquiera. Conseguía que sus acompañantes cruzaran los controles tranquilamente. Tenía trece años.

En la cadena, todos tenían nombre de guerra. El de ella era Béatrice. El de Lamonnier, Pierre.

Saqué de la caja el joyero de cartón azul. Lo abrí. Contenía una medalla. La Medalla de la Resistencia. Tenía una vistosa cinta azul, blanca y roja, y la medalla era de oro. Le di la vuelta. En el reverso se leía un nombre cuidadosamente grabado: «Josephine Moutier.» Mi madre.

– ¿No te lo dijo nunca?

Negué con la cabeza.

– Ni una palabra. Jamás.

Volví a mirar la caja. ¿Para qué servía aquel cuchillo?

– Llama a Joe -dije-. Dile que vamos para allá. Y que Lamonnier esté allí con él.


Al cabo de quince minutos estábamos en el piso. Lamonnier ya había llegado. Tal vez ni siquiera se había marchado. Le di la caja a Joe y le dije que mirara dentro. Fue más rápido que yo porque comenzó por la medalla. El nombre del reverso le dio una pista. Echó un vistazo al libro y alzó la vista hacia Lamonnier al reconocerle en la foto. Luego leyó un poco por encima. Miró las imágenes. Me miró a mí.

– ¿Alguna vez te mencionó esto? -preguntó.

– Nunca. ¿Y a ti?

– Tampoco -repuso.

Observé a Lamonnier.

– ¿Para qué era este cuchillo?

Lamonnier no contestó.

– Cuéntenoslo -dije.

– La descubrieron -dijo él-. Un chico de su escuela, de su misma edad. Un joven antipático, hijo de colaboracionistas. La fastidiaba y la atormentaba diciéndole que la iba a denunciar.

– ¿Y qué hizo?

– Al principio nada. A vuestra madre aquello le causó un tremendo desasosiego. Después, el muchacho le exigió que se prestara a ciertas vejaciones como precio para seguir guardando silencio. Naturalmente, vuestra madre se negó. El muchacho le dijo que la denunciaría. Entonces ella fingió ceder. Quedaron en encontrarse bajo el Pont des Invalides a la una de la noche. Ella tenía que escabullirse de casa. Pero primero cogió de la cocina el cuchillo para cortar queso. Sustituyó el alambre por una cuerda del piano de su padre. Creo que era el sol de la octava más grave. Años después aún faltaba. Se reunió con el chico y lo estranguló.

– ¿Que ella qué? -soltó Joe.

– Lo estranguló.

– Pero tenía trece años…

Lamonnier asintió.

– A esa edad, las diferencias físicas entre chicos y chicas no constituyen un obstáculo significativo.

– ¿Con trece años mató a un hombre?

– Era una situación desesperada.

– ¿Qué pasó exactamente? -pregunté.

– Se valió del cuchillo, tal como había planeado. Es un instrumento fácil de utilizar. Sólo hace falta coraje y decisión. Luego ató un peso al cinturón del muchacho y lo arrojó al Sena. Él había desaparecido y ella estaba a salvo. La vía férrea humana estaba a salvo.

Joe lo miraba fijamente.

– ¿Usted permitió que ella lo hiciera?

Lamonnier se encogió de hombros. Un encogimiento de hombros muy francés, como los de mi madre.

– Yo no sabía nada -dijo-. Ella no me lo contó hasta que hubo pasado todo. Supongo que yo se lo habría prohibido por mero instinto. Sin embargo, no podía solucionar el asunto por mi cuenta. No tenía piernas. No habría podido ir bajo el puente y ocuparme del chico. Tenía a un hombre contratado para los trabajos sucios, pero estaba en Bélgica, me parece. Y no podía correr el riesgo de esperar a su regreso. Así que, bien mirado, creo que le habría dicho que adelante. Eran tiempos difíciles y estábamos haciendo una labor importante.

– ¿Sucedió así de veras? -dijo Joe, incrédulo.

– Me consta que sí -respondió Lamonnier-. Los peces se comieron el cinturón del chico. Al cabo de unos días, el cadáver apareció flotando río abajo. Pasamos una semana con temor. Pero al final todo quedó en nada.

– ¿Cuánto tiempo colaboró ella con ustedes? -inquirí.

– Durante todo 1943. Era muy eficiente. Pero acabaron conociéndola demasiado. Al principio su cara era su protección. Tan joven y tan inocente. ¿Cómo iba alguien a sospechar de una cara así? Pero con el tiempo se convirtió en un inconveniente. A les boches les acabó resultando familiar. ¿Cuántos hermanos, primos y tíos podía tener esa chica? Por tanto, tuve que retirarla.

– ¿Usted la reclutó?

– Ella se presentó voluntaria. Me importunó hasta que le permití colaborar.

– ¿A cuántas personas salvó?

– A ochenta hombres. Era mi mejor correo de París. Un fenómeno. Da miedo sólo de pensar en las consecuencias si la descubrían. Ella vivió durante un año con la peor clase de miedo, pero no me falló ni una sola vez.

Guardamos silencio.

– ¿Cómo empezó usted? -pregunté al cabo.

– Yo era un lisiado de guerra. Uno de tantos. Desde el punto de vista médico, para los alemanes éramos una carga y no nos querían ni como prisioneros. No servíamos para trabajos forzados. Así que nos dejaron en París. Pero yo quería hacer algo. No era físicamente capaz de combatir, pero podía organizar. Para eso no hacen falta aptitudes físicas. Yo sabía que los pilotos de los bombarderos valían su peso en oro. De modo que decidí devolverlos a casa.

– ¿Y por qué mi madre nunca contó nada?

Lamonnier volvió a encogerse de hombros. Cansado, inseguro, aún perplejo tantos años después.

– Supongo que por muchas razones -dijo-. En 1945 Francia era un país dividido. Muchos habían resistido, muchos habían colaborado, muchos no habían hecho nada. La mayoría se inclinó por hacer borrón y cuenta nueva. Y creo que ella se avergonzaba de haber matado a aquel muchacho. Sentía un gran cargo de conciencia. Le dije que no había tenido elección, que no había sido una acción gratuita. En fin, que había hecho lo que debía. Sin embargo, ella prefirió olvidarlo todo. Tuve que suplicarle que aceptara la medalla.

Joe, Summer y yo guardamos silencio.

– Pero yo quería que sus hijos lo supieran -añadió Lamonnier.

Summer y yo regresamos al hotel. Sin hablar. Yo me sentía como alguien que de pronto se entera de que es hijo adoptado. «No eres el hombre que creías ser.» Toda mi vida había dado por sentado que yo era lo que era gracias a mi padre, el marine de carrera. Ahora notaba que se rebullían genes distintos. Mi padre no había matado a un enemigo a los trece años, pero mi madre sí. Ella había vivido tiempos difíciles, se había esforzado y había hecho lo que era necesario. En ese momento empecé a echarla de menos más de lo que hubiera imaginado. En ese momento supe que siempre la echaría en falta. Me sentía vacío. Había perdido algo que jamás supe que tenía.

Bajamos las bolsas al vestíbulo y fuimos al mostrador a pagar. Devolvimos las llaves y la chica políglota nos confeccionó una factura larga y detallada. Tuve que firmarla. En cuanto la vi supe que tendría problemas. Aquel hotel era escandalosamente caro. Imaginé que el ejército pasaría por alto los vales falsos a cambio de algún resultado. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Supuse que los precios del George V modificarían su punto de vista. Era llover sobre mojado. Habíamos estado una noche, pero nos cobraban dos porque abandonamos las habitaciones después de la diez de la mañana. Mi café en la habitación costaba tanto como una cena en un bistro. La llamada a Rock Creek, tanto como una comida de tres platos en el mejor restaurante de la ciudad. La llamada a California, una cena de cinco platos. La que hizo Summer a Joe al piso de mi madre fue facturada como inferior a dos minutos y costaba tanto como el servicio de café de la habitación. Nos cobraban también por llamadas recibidas, la que me hizo Franz y la de Joe a Summer. En conjunto, era la peor factura de hotel que yo había visto en mi vida.

La muchacha políglota imprimió dos copias. Le devolví una firmada y ella dobló la otra, la metió en un sobre que ponía George V estampado en relieve y me lo dio. «Para sus archivos», dijo. «Para mi consejo de guerra», pensé. La guardé en el bolsillo interior de la chaqueta. Volví a sacarla unas seis horas después, cuando por fin me di cuenta de quién había hecho qué, y a quién, y por qué y cómo.

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