23

Fort Irwin abarcaba tanta extensión del Mojave que podía ser un convincente doble de los inmensos desiertos de Oriente Medio o, si no tenemos en cuenta el calor y la arena, de las interminables estepas del este de Europa. Lo cual significaba que, antes de haber recorrido una décima parte del trayecto hasta el Sheridan, me hallaba ya hacía rato fuera del campo visual de los principales edificios de la base. A mi alrededor sólo había terreno vacío. El Humvee era algo insignificante. Estábamos en enero, por lo que no había reflejo trémulo debido al calor, pero aun así la temperatura era bastante alta. Apliqué lo que en el manual extraoficial del Humvee se conocía como aire acondicionado 2-60, esto es, abrir las dos ventanillas y conducir a sesenta por hora. Así se conseguía una ventilación aceptable. En general, debido a su volumen, ir a sesenta en un Humvee parece bastante, pero en aquella inmensidad parecía parado.

Al cabo de una hora iba aún a sesenta y aún no había encontrado la caseta. El campo de tiro era interminable. Aquélla era una de las grandes zonas militares del mundo. Eso seguro. Quizá los soviéticos tenían algún sitio más grande, pero me extrañaría. Willard seguramente lo sabía. Sonreí para mis adentros y seguí conduciendo. Superé una loma y ante mí apareció una llanura vacía. Un punto en el horizonte acaso fuera la caseta. Una nube de polvo a unos ocho kilómetros al oeste, tal vez tanques en movimiento.

Seguí por el camino. A sesenta. Detrás de mí se levantaba una cola de polvo. El aire que entraba por las ventanillas era caliente. El llano tendría unos cinco kilómetros de ancho. El punto del horizonte se convirtió en una mota y a medida que me acercaba fue haciéndose más grande. Al cabo de un kilómetro y medio distinguí dos formas diferentes. El viejo tanque a la izquierda, la caseta de observación a la derecha, y el propio Humvee de Marshall en medio, aparcado a la sombra de la construcción, que era un simple cuadrado de bloques con logos y estrechos orificios horizontales por ventanas. El tanque era un viejo M551, un trozo de aluminio blindado, ligero, que había iniciado su andadura como vehículo de reconocimiento. Pesaba aproximadamente cuatro veces menos que un Abrams y era exactamente una de esas cosas de las que, según gente como el teniente coronel Simon, dependía el futuro. Había prestado servicio en algunas divisiones aerotransportadas. No era una mala máquina. Sin embargo, ese ejemplar estaba demasiado deteriorado. Llevaba protecciones inferiores de contrachapado para simular una especie de blindado soviético de una generación anterior.

Seguí por la pista y me deslicé con el motor al ralentí hasta detenerme a unos cincuenta metros de la caseta. Abrí la puerta y salí al calor. Supuse que la temperatura era inferior a veinticinco grados, pero después de haber estado en Carolina del Norte, Francfort y París, me sentí como en Arabia Saudí.

Vi a Marshall observándome por un orificio.

Yo sólo le había visto una vez y no cara a cara. El día de Año Nuevo, en el Grand Marquis, frente al cuartel de Fort Bird, en la oscuridad, tras un cristal teñido de verde. Entonces lo había clasificado como tipo alto, lo que luego corroboró su expediente. Ahora parecía igual. Alto, robusto, piel cetrina. Pelo negro grueso y abundante, muy corto. Llevaba uniforme de camuflaje para el desierto y estaba algo encorvado para mirar por el orificio.

Me quedé de pie junto al Humvee. Él me observaba en silencio.

– ¡Marshall! -grité.

Nada.

– ¿Está usted solo? -pregunté.

Nada.

– ¡Policía Militar! -grité más fuerte-. Que todo el personal salga inmediatamente de esa estructura.

Nada. Marshall seguía observándome. Supuse que estaba solo. Si hubiera habido alguien más habría salido. Nadie más tenía por qué temer nada de mí.

– ¡Marshall! -grité de nuevo.

De pronto desapareció. Retrocedió y se confundió con las sombras del interior. Empuñé la pistola prestada, una Beretta M9 nueva. En mi cabeza sonaba un viejo mantra de la instrucción: «Jamás confíes en un arma que no has probado personalmente.» La amartillé. Un fuerte chasquido en la quietud del desierto. Advertí la nube de polvo al oeste, quizás un poco más grande y algo más cerca que antes. Quité el seguro a la Beretta.

– ¡Marshall! -chillé.

Oí muy débilmente una voz baja y a continuación una chirriante ráfaga de interferencias de radio. En el techo de la caseta no había ninguna antena. Marshall tenía una radio portátil de campaña.

«¿A quién pretendes llamar, Marshall? -le dije mentalmente-. ¿A la Caballería?» Y luego pensé: «La Caballería. Un regimiento de Caballería blindada.» Me volví hacia la nube de polvo y comprendí cómo estaban las cosas. Me hallaba solo en el quinto pino con un asesino probado. Él se encontraba en una caseta y yo al descubierto. Mi compañera era una mujer de cuarenta y cinco kilos que en ese momento estaba a unos ochenta kilómetros. Y los camaradas de él avanzaban en tanques de setenta toneladas justo por debajo del horizonte visible.

Me aparté del camino y rodeé la caseta hacia el este. Volví a ver a Marshall. Él se había desplazado de un orificio a otro y me observaba. Sólo eso.

– Salga, comandante -grité.

Hubo un largo silencio. Luego él gritó a su vez:

– No pienso hacerlo.

– Salga, comandante. Ya sabe por qué estoy aquí.

Se escondió en la oscuridad.

– Desde este momento se está resistiendo a ser detenido -le advertí.

No hubo respuesta. Ningún sonido. Seguí andando. Circundé la caseta. En la pared norte no había orificios, sólo una puerta de hierro. Cerrada. Supuse que no tenía cerradura. ¿Quién querría entrar allí para robar qué? Podía ir y abrir. ¿Iba él armado? Pensé que en condiciones normales iría desarmado. ¿Qué clase de enemigo mortal podía esperar encontrarse en ese lugar un observador de artillería? Pero también pensé que, en su situación, un tipo listo como Marshall tomaría todas las precauciones.

Me quedé a unos diez metros de la puerta. Una buena posición. Quizá mejor eso que entrar directamente y arriesgarme a alguna sorpresa. Podía esperar allí todo el día. No había problema. Estábamos en enero. El sol del mediodía no iba a chamuscarme. Podía aguardar hasta que Marshall se diera por vencido o muriese de inanición. Yo había comido hacía menos rato que él. Y si decidía salir disparando, yo podía disparar primero. En eso tampoco había problema.

El problema residía en los orificios de las otras paredes. No eran tan estrechos como para que un hombre no pudiese escurrirse por ellos. Incluso un hombre grande como Marshall. Podía salir por la pared oeste y llegar a su Humvee. O salir por la pared sur y llegar al mío. Los vehículos militares no tienen llave de contacto, sino grandes botones de encendido precisamente para que los tíos puedan lanzarse dentro y salir pitando del fregado. Y yo no podía ver al mismo tiempo la pared sur y la pared oeste. Al menos no desde esa posición que me permitía estar a cubierto.

¿Necesitaba estar a cubierto?

¿Iba él armado?

Se me ocurrió algo para averiguarlo.

«Jamás confíes en un arma que no has probado personalmente.»

Apunté al centro de la puerta de hierro y disparé. La Beretta funcionó muy bien. La bala dejó un pequeño hoyo brillante en la puerta, a diez metros. Esperé a que el eco se desvaneciera.

– ¡Marshall! -chillé-. Se está resistiendo a la detención. Así que empezaré a disparar por los orificios. Le matarán las balas o le dejarán herido los rebotes. Si en algún momento quiere que pare, simplemente salga con las manos sobre la cabeza.

Oí otra vez un frenesí de parásitos de radio.

Me desplacé hacia el oeste. Rápido y en silencio. Si él estaba armado dispararía, pero seguro que fallaba. Si puedo elegir quién me ha de disparar, siempre preferiré un estratega de despacho. Sin embargo, Marshall no se había mostrado del todo inepto con Carbone y Brubaker. Así que amplié mi radio de acción para tener la posibilidad de parapetarme tras su Humvee. O tras el tanque Sheridan.

A mitad de camino me detuve y disparé. No era aceptable hacer una promesa y luego no cumplirla. Pero apunté al grosor del orificio para que, si la bala le alcanzaba, tuviera que tocar primero dos paredes y el techo. Se perdería la mayor parte del impulso y no le lastimaría demasiado. La 9 mm Parabellum era una buena bala, pero no tenía propiedades mágicas.

Me situé detrás de su Humvee. Apoyé el arma en el metal caliente. La pintura de camuflaje era áspera, con arena adherida. Apunté a la caseta. Yo estaba ahora en una pequeña hondonada, y la diana quedaba por encima de mí. Disparé, esta vez al otro lado del grosor del orificio.

– ¿Marshall? -dije-. Si quiere suicidarse a manos de un PM, me parece bien.

No hubo respuesta. Había utilizado tres balas. Me quedaban doce. Un tipo listo se limitaría a tumbarse en el suelo y dejaría que yo siguiera disparando. Como me hallaba en una hondonada, todas mis trayectorias irían hacia arriba con respecto a él. Podía intentar que las balas dieran primero en el techo y la pared más alejada, pero los rebotes no funcionaban necesariamente como en el billar. No eran predecibles ni fiables.

Advertí movimiento en el orificio.

Marshall iba armado.

Y no con una pistola. Vi asomar hacia mí un ancho cañón de escopeta. Negro. Su tamaño recordaba a un canalón de agua de lluvia. Parecía una Ithaca Mag-10, una pieza muy buena. Si alguien quería una escopeta, no había nada mejor que la Mag-10. La apodaban «bloqueador de carreteras» porque era eficaz contra vehículos de chapa delgada. Me agaché detrás del motor del Humvee.

Luego oí la radio de nuevo. Era una transmisión débil y llena de interferencias, y no logré captar ninguna palabra, pero el ritmo y la inflexión de la ráfaga de parásitos sonaban como una pregunta de cinco sílabas. Quizá «¿puede repetir?». Como cuando uno acaba de dar una orden poco clara.

Oí una nueva transmisión. «¿Puede repetir?» Luego oí la voz de Marshall, apenas distinguible. Cinco sílabas. Al principio alguna consonante suave. Tal vez «afirmativo».

¿Con quién estaba hablando y qué órdenes estaba dando?

– Entréguese, Marshall -grité-. ¿Hasta dónde quiere que le llegue la mierda?

Era lo que un negociador de la policía habría llamado una pregunta de presión. Cabía suponer que tuviera un efecto psicológico negativo en el secuestrador. De todos modos, desde un punto de vista legal no tenía sentido. Si me mataba, Marshall pasaría en Leavenworth cuatrocientos años. Si no, trescientos. En la práctica no había diferencia. Un hombre sensato no me haría caso.

No me lo hizo. Era un hombre sensato. En su lugar disparó su enorme Ithaca, lo que también habría hecho yo.

En teoría, ése era el momento que yo estaba esperando. Disparar un arma larga que exige un esfuerzo físico deja al tirador vulnerable tras apretar el gatillo. Yo debería haber abandonado inmediatamente mi refugio y haber devuelto fuego mortífero. Sin embargo, la violenta detonación del cartucho del calibre 10 me inmovilizó medio segundo. El tiro no me dio pero alcanzó la rueda del Humvee. El neumático reventó y la esquina frontal del vehículo se hundió tres centímetros en la arena. Se veía humo y polvo por todas partes. Cuando miré medio segundo después, la escopeta ya no estaba. Disparé a la parte superior del grosor del orificio. Quería que un rebote preciso bajara vertical y le atravesara la cabeza.

No le di.

– ¡Vuelvo a cargar! -gritó.

Hice una pausa. Probablemente no era verdad. Una Mag-10 tiene tres tiros. Sólo había disparado una vez. Seguramente quería que me pusiera al descubierto y arremetiera contra su posición. Con lo cual él me volaría la tapa de los sesos. Me quedé donde estaba. Había disparado cuatro balas, me quedaban once.

Oí la radio otra vez. Interferencias breves, seis sílabas, escala descendente. «Recibido. Fuera.» Rápido e indiferente, como un trino de piano.

Marshall volvió a disparar y el otro extremo del Humvee bajó tres centímetros. Se hundió sin más. Marshall estaba reventando los neumáticos. Un Humvee puede correr con los neumáticos flojos, eso formaba parte de las exigencias del diseño, pero no sin neumáticos. Y una escopeta con proyectiles de 10 mm no sólo desinfla una rueda, la inutiliza. Arranca la goma de la llanta y esparce sus trozos en un radio de más de seis metros.

Pretendía dejar inservible su Humvee para luego huir con el mío.

Me levanté sobre las rodillas y me acuclillé tras el capó. De hecho, ahora estaba más seguro que antes. El enorme vehículo, al quedar inclinado hacia el lado del acompañante, me proporcionaba una sólida trinchera de metal hasta el suelo. Me apreté contra el guardabarros delantero y me alineé con el motor. Doscientos setenta kilos de hierro fundido entre la escopeta y yo. Olía a gasoil. Había resultado dañado un tubo de combustible. Goteaba rápido. Sin neumáticos y el depósito vacío. Y no había ninguna posibilidad de empapar mi camisa con gasoil, prenderle fuego y arrojarla a la caseta. No tenía cerillas. Y el gasoil no es inflamable como la gasolina, es sólo un líquido grasiento. Para que explote ha de ser vaporizado y sometido a una gran presión. Por eso los Humvee se diseñaron con motor diesel. Por seguridad.

– ¡Ahora vuelvo a cargar! -gritó Marshall.

Aguardé. ¿Era verdad o no? Seguramente sí. Pero me daba igual. No iba a meterle prisa. Tenía una idea mejor. Me arrastré a lo largo del Humvee y me detuve junto al guardabarros trasero. Miré más allá y sopesé el campo visual. Al sur alcanzaba a ver mi propio Humvee. Al norte veía casi toda la extensión hasta la caseta. Un espacio abierto de unos veinticinco metros de ancho, una tierra de nadie. Para ir de la caseta a mi Humvee, Marshall tendría que atravesar veinticinco metros de terreno descubierto y en mi ángulo de tiro. Probablemente correría hacia atrás, disparando al mismo tiempo. Pero su arma sólo cargaba tres balas de una vez. Si las espaciaba, dispararía una cada ocho metros. Si las despilfarraba al principio, quedaría desprotegido el resto del trayecto hasta el vehículo. En ambos casos iba a caer. Eso seguro, maldita sea. Yo tenía once balas Parabellum, una pistola precisa y un guardabarros de acero en el que apoyar la muñeca.

Sonreí.

Esperé.

Hasta que de pronto oí un zumbido en el aire, como si se acercara un obús del tamaño de un Volkswagen. Me volví a tiempo de ver el viejo Sheridan saltar en pedazos como si lo hubiera atropellado un tren. Se levantó un palmo del suelo y las falsas protecciones de contrachapado volaron por los aires y la torreta salió despedida y cayó ruidosamente en la arena a diez metros de mí.

No hubo explosión. Sólo un tremendo golpe de metal contra metal. Y luego un inquietante silencio. Nada más.

Observé el terreno al descubierto. Marshall seguía en la caseta. A continuación noté una sombra sobre mi cabeza y vi un proyectil en el aire con esa extraña ilusión óptica de movimiento a cámara lenta que uno tiene con la artillería de largo alcance. El obús pasó por encima de mí trazando un arco perfecto y cayó al suelo del desierto cincuenta metros más allá. Levantó un enorme penacho de polvo y arena y quedó sepultado.

Sin explosión.

Estaban haciendo ejercicios de tiro a mi alrededor.

Oí a lo lejos el zumbido de las turbinas. El leve traqueteo de las ruedas dentadas, las cadenas y las orugas. Los tanques se acercaban. Oí el débil estampido de un cañón. Luego un silbido en el aire. Acto seguido más aplastamiento y amasijo de metal cuando el Sheridan fue alcanzado de nuevo. Sin explosión. En los ejercicios se dispara con proyectiles corrientes pero sin explosivo en el morro. El proyectil es sólo un estúpido trozo de metal, como una bala de pistola; salvo que tenía doce centímetros de grosor y más de treinta de largo.

Marshall había cambiado su diana de entrenamiento.

Eso había sido el parloteo por radio. Marshall les había ordenado que dejaran lo que estuvieran haciendo ocho kilómetros al oeste, que se acercaran a él y dispararan contra su posición. Y sus hombres se habían mostrado incrédulos. «¿Puede repetir? ¿Puede repetir?» Marshall había contestado: «Afirmativo.»

Había modificado la diana para cubrir su huida.

¿Cuántos tanques había allí? ¿Cuánto tiempo tenía yo? Si veinte cañones acribillaban el área, no tardarían mucho en alcanzarme. Minutos. Eso estaba claro. La ley de las probabilidades lo avalaba. Y ser alcanzado por una bala de doce centímetros de grosor y más de treinta de largo no tenía ninguna gracia. Podía bastar una que pasara cerca. Un pedazo de metal de más de veinte kilos que cayera sobre el Humvee lo trituraría en pequeños fragmentos supersónicos tan afilados como la hoja de un cuchillo de supervivencia. Sería como si me explotara una granada en las manos.

Oí estruendos irregulares al norte y al oeste. Sonidos débiles, apagados. Dos cañones disparando muy seguido. Estaban más cerca que antes. El aire silbaba. Un obús pasó de largo, pero el otro siguió una trayectoria baja y dio de lleno en un costado del Sheridan. Entró y salió, atravesando el casco de aluminio como haría una bala del calibre 38 con una lata. Si el teniente coronel Simon hubiera estado presente, quizás habría cambiado de opinión sobre el futuro.

Dispararon más cañones. Uno tras otro. Una salva desigual. Sin explosiones. Sin embargo, el brutal y calamitoso ruido quizás era peor. Era una suerte de clamor primigenio. El aire se llenaba de silbidos. Cuando los proyectiles descargados golpeaban la tierra producían un intenso ruido sordo, un estremecedor rechino de metal contra metal, como si viejos gigantes estuvieran cruzando la espada. Enormes trozos del Sheridan saltaban dando volteretas, resonaban y vibraban y se deslizaban por la arena. El aire rebosaba de polvo y tierra. Yo me asfixiaba. Marshall seguía en la caseta. Permanecí en cuclillas y apunté con la Beretta al campo abierto. Esperé. Force la mano para que se estuviera quieta. Miré el espacio vacío. Me limité a mirarlo fijamente, desesperado. No entendía nada. Marshall tenía que saber que no podía esperar mucho más. Había ordenado una granizada de metal. Estábamos siendo atacados por tanques Abrams. Mi Humvee sería alcanzado en cualquier momento. A Marshall se le iba a esfumar su única vía de escape delante de las narices. Iba a saltar por los aires y a caer sobre su tejado. Lo decía la ley de las probabilidades. Si no, la caseta sería alcanzada y se derrumbaría sobre él. Quedaría enterrado bajo los escombros. Pasaría una cosa u otra. Sin duda. No podía ser de otro modo. Entonces ¿qué demonios estaba esperando?

Me puse de rodillas y observé la caseta.

Supe por qué.

Suicidio.

Yo le había ofrecido suicidarse a manos de un PM, pero él había preferido que se ocupara de ello un tanque. Me había visto llegar y había adivinado quién era yo. Igual que Vassell y Coomer se habían quedado como paralizados, un día tras otro, esperando lo inevitable. Y ahora por fin le había llegado lo inevitable a Marshall, directamente a través del polvo del desierto en un Humvee. Lo había pensado y decidido, y lo había conseguido gracias a la radio.

Marshall iba a caer pero me llevaría con él.

Ahora oía los tanques bastante cerca, a cuatrocientos o quinientos metros de distancia. Podía oír los chirridos y el estrépito de las orugas. Aún se desplazaban deprisa. Se abrirían en abanico, como dice el manual de campaña. Cabecearían y levantarían nubes de polvo como colas de gallo Formarían un impreciso semicírculo móvil con sus cañones apuntando hacia dentro, como los radios de una rueda.

Retrocedí gateando y miré mi Humvee. Si iba hacia allá, Marshall me dispararía desde la seguridad de la caseta. No cabía duda. A él los veinticinco metros de terreno descubierto le resultarían tan buenos como a mí.

Esperé.

Oí el estampido de un cañón y eché a correr en la dirección contraria. Oí otro. El primer proyectil se estrelló contra el Sheridan y lo deshizo por completo, y el segundo dio en el Humvee de Marshall, haciéndolo añicos. Corrí hacia la pared norte de la caseta y rodé pegado a su base. Oí los fragmentos de metal golpeteando contra el otro lado de la caseta y los chirridos del retorcido y aplastado blindaje del viejo Sheridan.

Ahora los tanques se hallaban muy cerca. Alcanzaba a oír las notas de los motores subiendo y bajando mientras coronaban elevaciones y se metían en hondonadas. Percibía las orugas entrechocar con las protecciones laterales, oía su sistema hidráulico gimotear mientras la torreta giraba para afinar la puntería.

Me levanté y me quité el polvo de los ojos. Me acerqué a la puerta de hierro. Vi el agujero hecho por mi pistola. Marshall estaría en el orificio sur esperando verme correr o en el orificio oeste esperando verme muerto entre los escombros. Sabía que él era alto y diestro. Fijé mentalmente una diana abstracta. Moví la mano izquierda y la posé sobre el pomo de la puerta. Aguardé.

Los siguientes obuses fueron disparados desde tan cerca que oí el estrépito de los cañones y los proyectiles sin intervalo. Empujé la puerta y entré. Marshall estaba allí delante. Mirando hacia fuera, al sur, enmarcado en el luminoso orificio. Apunté a su omóplato derecho, disparé el gatillo y en ese momento un obús arrancó el techo de la caseta. La habitación se llenó al punto de polvo y a mí me cayeron encima vigas, chapa metálica y trozos de hormigón que volaban por los aires. Caí de rodillas y me desplomé de bruces. No veía a Marshall. Volví a ponerme de rodillas a duras penas y agité los brazos para sacudirme los desechos. El polvo era absorbido hacia arriba en una espiral irregular y atisbé el brillante cielo azul. Oía orugas y cadenas de tanques a mi alrededor. A continuación, dos nuevos estruendos se llevaron una esquina de la caseta. Estaba allí y de repente ya no estaba. Una oleada de polvo gris vino hacia mí a la velocidad del sonido, arrastrada por un vendaval de aire polvoriento, y volví a caer.

Forcejeé para levantarme y avancé a rastras. Me abrí paso como pude entre los escombros. Aparté a un lado retorcidas chapas de hierro de la techumbre. Yo era como un arado, como un bulldozer que fuera triturando en su avance, apartando cascotes a derecha e izquierda. Había demasiado polvo para ver nada salvo la luz del sol. Estaba allí mismo, frente a mí. La claridad delante, la oscuridad detrás. Seguí reptando.

Encontré la Mag-10. Tenía el cañón aplastado. La aparté a un lado y seguí arando. Vi a Marshall en el suelo, inmóvil. Le quité cosas de encima, lo agarré del cuello de la camisa y tiré de él hasta sentarlo. Lo arrastré hasta llegar a la pared delantera. Me puse de espaldas y me deslicé hacia arriba hasta notar el orificio horizontal. Me ahogaba y escupía polvo. Lo levanté, lo coloqué sobre la repisa y lo eché fuera. Luego me dejé caer yo. Me puse a cuatro patas, lo agarré nuevamente del cuello de la camisa y lo llevé a rastras. Fuera de la caseta se estaba despejando la nube de polvo. Los tanques estaban a unos doscientos metros a derecha e izquierda. Un montón de tanques. Metal caliente bajo el intenso sol. Nos habían rodeado formando un círculo, los motores al ralentí, los cañones horizontales, apuntando a objetivos al descubierto. Oí de nuevo dos detonaciones y un cañón destelló por la sacudida del retroceso. El obús pasó justo por encima de nosotros y se estrelló contra los restos de la caseta. Me llovió más polvo y hormigón sobre la espalda. Me eché boca abajo y me quedé quieto, atrapado en tierra de nadie.

Otro tanque disparó. Vi la sacudida del retroceso. Setenta toneladas meneadas con tanta fuerza que la parte delantera se levantó en el aire. El obús zumbó por encima de nosotros. Empecé a moverme, arrastrando a Marshall y deslizándome por la tierra como si nadara. No tenía ni idea de qué órdenes había dado por radio. Seguramente les había dicho que se iba y que no se preocuparan por los Humvee, que los Humvee valían como objetivo. Tal vez eso era lo que a los otros les resultaba difícil de creer.

Pero ahora no dejarían de disparar, porque no podían vernos. El polvo se dispersaba lentamente, como si fuera humo, y la visión desde el interior de un Abrams no es gran cosa. Es como mirar longitudinalmente a través de un tubo con un pequeño agujero cuadrado en el fondo. Empecé a apartar polvo a toda prisa, tosí y miré al frente con ojos entornados. Estábamos cerca de mi Humvee.

Parecía intacto.

Me puse en pie y arrastré a Marshall hasta el lado del acompañante, abrí la puerta y lo metí. Acto seguido pasé por encima de él y me planté en el asiento del conductor. Pulsé el botón rojo de encendido, metí primera y pisé el acelerador con tanta fuerza que el vehículo dio un brinco y la puerta se cerró de golpe. Encendí las luces largas y arremetí. Summer habría estado orgullosa de mí. Conduje recto hacia la hilera de tanques. Doscientos metros. Cien. Aferré el volante y a más de ciento veinte pasé como un bólido entre dos blindados.


Al cabo de un par de kilómetros aminoré la marcha. Un kilómetro después me paré. Marshall seguía con vida, pero estaba inconsciente y sangraba bastante. Yo había tenido buena puntería. Tenía en el omóplato una fea herida de bala de 9 mm, amén de cortes y magulladuras debidos al desplome del techo. La sangre se mezclaba con polvo de cemento formando una especie de pasta granate. Lo coloqué derecho en el asiento y lo sujeté fuerte con las correas. Después abrí el botiquín y le apliqué vendas de presión alrededor del omóplato y le inyecté morfina. Escribí M en su frente con un lápiz de betún, tal como está mandado en el campo de batalla. Así los médicos no le darían una sobredosis cuando llegara al hospital.

Luego bajé un rato a que me diera el aire. Anduve arriba y abajo por la pista, sin rumbo. Tosí, escupí y me sacudí el polvo todo lo que pude. Iba lleno de magulladuras y heridas debidas a la lluvia de escombros. Aún alcanzaba a oír los tanques disparar a tres kilómetros. Supuse que estarían esperando la orden de alto el fuego. Probablemente se quedarían sin munición antes de recibirla.

Durante todo el camino de regreso tuve en marcha el aire acondicionado 2-60. Marshall se despertó a mitad de camino. Vi su barbilla separarse del pecho. Miró al frente y luego a mí, a su izquierda. Iba atiborrado de morfina y tenía el brazo izquierdo inservible, pero aun así fui cauteloso. Si él manoteaba el volante con la mano buena, podía sacar el vehículo del camino. Y a lo mejor pisábamos material sin detonar o atropellábamos una tortuga. Así que con la mano derecha le di un golpe de revés justo entre los ojos. Fue un buen tortazo. Volvió a dormirse. «Anestesia manual.» Permaneció inconsciente el resto del trayecto.


Fui directamente al hospital de la base. Llamé a Franz desde el departamento de las enfermeras y solicité un pelotón de guardias. Aguardé a que llegaran y luego prometí ascensos y medallas a todos los que ayudaran a que Marshall conociera por dentro la sala de un tribunal. Les dije que le leyeran los derechos en cuanto se despertara. Y que estuvieran atentos para impedir un eventual suicidio. A continuación les dejé y conduje hasta la oficina de Franz. Mi uniforme de campaña estaba perdido y acartonado por el polvo, y conjeturé que la cara, las manos y el cabello no tendrían mejor aspecto, pues a Franz se le escapó la risa en cuanto me vio.

– Imagino que es duro detener a un chupatintas -dijo.

– ¿Dónde está Summer? -pregunté.

– Mandando télex al Cuerpo de Auditores Militares. Hablando con gente por teléfono.

– He perdido tu Beretta -dije.

– ¿Dónde?

– En un sitio en el que un grupo de arqueólogos tardaría cien años en encontrarla.

– ¿Qué tal está mi Humvee?

– Mejor que el de Marshall -contesté.

Cogí mi bolsa y encontré una habitación vacía en el Cuartel de Oficiales de Visita, donde tomé una larga ducha caliente. A continuación trasladé todas las cosas de los bolsillos a otro uniforme de campaña limpio y tiré a la basura el viejo. Me senté un rato en la cama; inspirando y espirando lentamente. Después regresé al despacho de Franz. Allí estaba Summer, radiante. Sostenía un nuevo expediente que ya contenía un montón de papeles.

– Vamos por el buen camino -explicó-. El Cuerpo de Auditores dice que las detenciones estaban justificadas.

– ¿Has iniciado el proceso?

– Dicen que necesitan confesiones.

No respondí.

– Mañana nos hemos de reunir con los fiscales del caso -añadió-. En D.C.

– Tendrás que hacerlo tú -señalé-. Yo no estaré.

– ¿Por qué no?

No contesté.

– ¿Te encuentras bien?

– ¿Vassell y Coomer han hablado? -pregunté.

Summer negó con la cabeza.

– No han dicho una palabra. Esta noche el Cuerpo de Auditores Militares los llevará en avión a Washington. Les han asignado abogados.

– Aquí falla algo -dije.

– ¿Qué?

– Ha sido todo demasiado fácil.

Pensé un momento.

– Hemos de regresar a Fort Bird -dije-. Ahora mismo.


Franz me prestó cincuenta pavos y me dio dos bonos de viaje en blanco. Los firmé y Leon Garber los aceptó pese a encontrarse nada menos que en Corea. Después Franz nos acompañó a Los Ángeles. Cogió un vehículo del parque porque su Humvee estaba lleno de sangre de Marshall. Como había tráfico ligero, tardamos poco. Entramos. Canjeé los bonos por asientos en el primer vuelo a Washington. Facturé la bolsa. Esta vez no quería acarrearla. Despegamos a las tres de la tarde. Habíamos estado en California exactamente ocho horas.

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