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Estaba atrapado en una pringosa pasta marrón. Intentó levantarse, pero no pudo; intentó salir de allí gateando, pero tampoco pudo; intentó arrastrarse y ni aun así. Cuantos más esfuerzos hacía moviéndose y zafándose, más se le pegaba al cuerpo esa sustancia pegajosa y más le clavaba al suelo. Abrió la boca y estuvo a punto de pegar un grito, pero aquella masa marrón le inundó la boca. Justo cuando se le hundió la nariz en ella, se le taparon los orificios nasales y sólo le quedaba ese horrible minuto que se tarda en morir ahogado, percibió por primera vez la pestilencia.


– Vaya mierda… -empezó a decir Nyberg en medio de un estornudo.

Hjelm se sobresaltó con una violencia desproporcionada.

– Intenta mantenerte despierto -le aconsejó Hultin.

– No estaba dormido -desvarió Hjelm.

Nyberg se sonó e intentó hablar de nuevo:

– Vaya mierda de tiempo -dijo desde la ventana del recibidor que, castigada por la tormenta de abril que entraba desde el lago Mälaren, vibraba ominosamente-. Uno agradece la vigilancia desde el interior.

– Nos podrían acusar de nepotismo -advirtió Hjelm-. Allí fuera, sentados en un coche, están el poli criminal de Estocolmo y el sudaca de Sundsvall tiritando de frío; y escondidos entre los arbustos, sin duda tiritando aún más, el finés de Västerås y la mujer de Gotemburgo. Y aquí dentro, los que somos de los barrios del sur, tomando tranquilamente un café al calor del hogar. Ahí sí que hay una conexión.

– La paranoia es nuestra peor enfermedad profesional -dijo Hultin, y apuró de un trago el exquisito espresso de Birgitta Franzén-. ¡Joder, qué café más fuerte!

– Es espresso -aclaró Nyberg-. Se debe disfrutar en sorbitos muy muy pequeños.

– Por eso la taza es tan pequeña -añadió Hjelm servicialmente.

– Tengo otras cosas en las que pensar -murmuró Hultin mientras se acercaba su walkie talkie al oído. Todos llevaban uno colgado sobre el pecho-. Atención, ¿unidad uno en su puesto?

Durante un momento sólo se oyó un chisporroteo, luego la voz de Chávez.

– Hemos aparcado en Gubbkärrsvägen, justo al otro lado de la iglesia. Esperando. ¿Estáis cómodos ahí dentro?

– El taxi está reservado para las 18.40 horas -dijo Hultin secamente-. ¿Y qué tal entre los arbustos? Os recuerdo una vez más la importancia de llevar el auricular en el oído y mantener todos los ruidos y movimientos a un nivel mínimo.

– Vaya -chisporroteó la voz de Söderstedt-. Y yo que estaba colgado de las rodillas en una rama de peral lanzando el grito de la selva.

– Seguro que sería mejor que esto -tiritó Holm-. No creo que sea capaz de quedarme agachada entre estos arbustos durante muchas más horas. Ahora mismo el viento es tremendo.

– Si no quieres que a una tercera parte de tu equipo le den la baja por pulmonía, creo que deberías hacer algo -dijo Söderstedt.

– Tenéis razón; esto no está bien. Los dioses del tiempo no nos acompañan. Vais a tener que entrar a escondidas de vez en cuando para calentaros, de uno en uno, y poneos toda la ropa de abrigo que encontréis en esta casa.

Rickard y Birgitta Franzén bajaron por las escaleras. Él llevaba un traje a rayas completo, antediluviano aunque todavía elegante, con chaleco y reloj de bolsillo. Se ajustó la corbata y tuvo que inclinarse a un lado para poder mirar hacia fuera esquivando la corpulenta figura de Nyberg.

– Sí, desde luego hace un tiempo nefasto para la vigilancia en el exterior -dijo justo cuando llegaba el taxi-. Pues los tres tendrán que relevar a sus colegas de vez en cuando. Tres hombres fornidos aquí dentro y una mujer fuera: menudo espectáculo. Bueno, cuiden de mi mujer, ¿de acuerdo? Es lo más valioso que tengo.

Los dos ancianos se dieron un beso, acto seguido Franzén se puso el abrigo y salió a la intemperie. Ella lo siguió largamente con la mirada.

– El taxi ha llegado antes de hora -informó Hultin por el walkie talkie-. Ahora está dando la vuelta y sale. Un Mercedes negro, matrícula CDP 443.

– Mercedes negro, CDP 443 -repitió Chávez.

Hultin dejó caer el walkie talkie, que se quedó colgando de una cinta de cuero sobre el pecho. Se dirigió a la señora Franzén.

– Bueno, a partir de ahora resulta peligroso quedarse por aquí abajo. Espero que pueda estar a gusto en las plantas superiores; y evite bajar si no resulta necesario.

Birgitta Franzén se quedó mirando a Hultin como si intentara introducir un nombre y un evento en una persona de carne y hueso; luego asintió con un leve movimiento de cabeza y echó a andar escaleras arriba con agilidad. Cuando se encontró fuera del alcance de la vista, Hultin dijo:

– Lo siento, señores, me temo que Franzén lleva razón. Tendréis que relevarles cuando vengan.

Nyberg estornudó y suspiró con pesadez mientras golpeaba ligeramente el cristal de la ventana azotada por el viento. Luego se marchó a la cocina para vigilar la puerta y las ventanas que daban al jardín trasero. A pesar de la tormenta, podría disfrutar de unas buenas vistas de la puesta de sol sobre el lago Mälaren.

Hjelm giró a la izquierda y entró en el despacho de Franzén, comprobó las ventanas para pasar luego a otras dos habitaciones más pequeñas situadas en esa misma zona de la planta baja. Todo le pareció normal.

Hultin se dirigió al salón y se sentó en el sofá de piel. Anunció el inminente relevo de vigilancia a Söderstedt y Holm.

La espera, pensó Hjelm mientras hojeaba un tomo del código penal en el despacho de Franzén. Todo allí dentro daba la impresión de estar todavía en uso. El hombre, al parecer, se negaba a dejar de trabajar. Quizá no hubiera nada al margen del trabajo, sólo un vasto abismo, un enorme Ginnungagap. [16]

Quizá por eso Franzén sentía la necesidad de reformar a cualquier precio la Orden de Mimer.

Hjelm se quedó un rato, apático, leyendo un reglamento sobre las herramientas permitidas y no permitidas para recoger bayas hasta que la luz se hizo demasiado tenue. Dio una vuelta por la cocina, donde sorprendió a Nyberg con una copa de vino blanco en la mano.

– Hay una botella abierta en la nevera -dijo Nyberg levantando la copa en dirección a Hjelm-. Coge, como ha dicho la moza.

– ¿Compensación por perderte el ensayo general? -preguntó Hjelm, y abrió la nevera. Echó un vistazo a la etiqueta. Vino de Mosela, 1974. No le decía nada.

– Y ahora habrá que salir a la intemperie y sentir cómo las cuerdas vocales se contraen hasta quedar en nada -murmuró Nyberg.

– La vida es dura.

– Tú lo has dicho.

Todas las conversaciones estaban marcadas por la espera. Absurdos intercambios de palabras sin sentido que no se habrían pronunciado en otras circunstancias. Conversaciones que se mantenían mientras los pensamientos iban por otro camino. Todo podía ocurrir muy rápido; en cualquier instante era posible que sucediera algo decisivo. Había que estar relajado y concentrado a la vez. Un extraño y fatigoso estado con doble filo.

– ¿Estás casado? -preguntó Hjelm dando un mordisco a un plátano mientras inspeccionaba el resto de la nevera.

– Muy divorciado -dijo Nyberg-. ¿Y tú?

– La última vez que vi a mi mujer estaba casado.

El sol se dejó ver justo al caer tras la agitada superficie del lago Mälaren. Las capas de nubes se desplazaban a distintas velocidades una encima de otra. El juego de los vendavales de abril.

Nyberg encendió un cigarrillo y ofreció uno a Hjelm. Éste lo cogió. Fumaron en la oscuridad.

– En realidad, yo no fumo -dijo Nyberg.

– Yo tampoco -replicó Paul.

Se puso a preparar café a la luz de su pequeña linterna. Había una cafetera eléctrica normal al lado de la máquina de espresso, cuyo tamaño le sorprendió.

– Una máquina tan enorme para una taza tan pequeña -se dijo a sí mismo y a la oscuridad. Nyberg no reaccionó.

Los walkie talkies de los dos empezaron a chisporrotear. Al momento se oyó la voz susurrante de Kerstin Holm:

– Un hombre solitario está pasando. A diez metros de la verja.

Hjelm dejó la jarra que acababa de llenar de agua y salió al recibidor. Dio una calada al cigarrillo y sintió cómo la nicotina le subía a la cabeza. Por la ventana vio al caminante solitario pasar de largo la verja y subir por Grönviksvägen. Al cabo de un rato, se oyó la voz de Söderstedt filtrada por el walkie talkie que colgaba del pecho de Hjelm.

– Me acaba de pasar ahora mismo.

Paul vertió el agua en la cafetera, introdujo el filtro, dosificó el café dejando que los granos cayeran en éste una medida tras otra y al final pulsó el botón rojo. Todo lo hacía lenta y pausadamente. Sin hacer un solo movimiento innecesario. Mientras seguía fumando tranquilo, se acercó hasta el salón por el cuneiforme pasillo. Hultin estaba sentado en la supuesta posición del asesino, en el sofá de piel junto a la pared del fondo. Envolvía el salón una apagada oscuridad.

– Estoy preparando café.

– ¿Normal?

– Sí.

– Bien.

Las horas se desplegaban en largas y espesas oleadas. Los ojos se iban adaptando lentamente a la oscuridad. Pronto se convertirían en animales nocturnos, con los ojos abiertos como platos. Hjelm dio una vuelta por la otra zona de la planta baja. Se iba habituando a maniobrar más con ayuda del tacto que de la vista; se aprendió todos los rincones y recovecos de la casa para poder desplazarse con rapidez y agilidad. A la tenue luz de la linterna, con la bombilla oculta para no alterar la visión nocturna, vació un par de armarios de gruesos jerséis, abrigos, cazadoras, manoplas, gorros y mantas, y lo puso todo encima de la mesa de la cocina.

Después de hora y media yendo de un lado para otro, tomando café y atendiendo seis o siete avisos de fuera sin consecuencias, se oyó la voz de Kerstin Holm:

– Relevo. Voy entrando.

– Yo me encargo -le dijo Hjelm a Nyberg, quien asintió con la cabeza.

Hjelm casi había terminado de abrigarse cuando Kerstin Holm dio unos golpecitos en la puerta trasera. Estaba temblando. Nyberg le alcanzó una taza de café, que ella recibió con avidez, apretó entre sus manos y se acercó a la boca. Cuando comenzó a entrar en calor dijo:

– Empezaba a entumecerme de verdad.

Tras ponerle una manta sobre los hombros a Kerstin Holm, Hjelm se introdujo el auricular en el oído y el enchufe en el walkie talkie, se caló el gorro, metió las manos en un par de ridículas manoplas de lana color violeta y salió a la tormentosa noche.

La noche era negra como la boca del lobo. Se acercó corriendo a los mismos matorrales que ya había ocupado Holm. Descubrió el lugar donde ella había estado acurrucada, entre unos arbustos de escaramujo con una abertura perfecta a la calle. A unos cuantos metros de allí, una farola arrojaba los últimos fragmentos de su haz de luz sobre el trecho de calle que se podía ver por el hueco.

Allí permaneció durante dos horas. Cuando notó que sus sentidos empezaban a embotarse de verdad, habían aparecido una decena de coches y el mismo número de peatones y ciclistas. Había advertido de tres caminantes solitarios, pero todos habían pasado de largo la verja.

Kerstin Holm salió a su encuentro. Parecía bastante más espabilada que antes. Al mismo tiempo, vio la silueta de Söderstedt cruzar a escondidas la otra mitad del jardín.

Nyberg y él llegaron a la cocina al mismo tiempo. Los dos estuvieron más o menos fuera de juego durante unos minutos, y Hjelm maldijo la idea, fuera de quien fuera, de hacer el relevo de ambos turnos a la vez. La cafetera estaba encendida. Consiguieron llenarse cada uno una taza y sorber el contenido. Los dedos y los pies empezaron poco a poco a recuperar el calor, que luego se fue extendiendo por dentro del cuerpo. «¿No solía ser al revés?», pensó Hjelm mientras se iba quitando con dificultad y torpeza el rebelde atuendo. No quería enfrentarse al asesino con aspecto de participar en la expedición al Polo Sur de Amundsen.

Entró al salón. Hultin no se había movido ni un milímetro. Se contemplaron en silencio a través de la oscuridad. Si iba a suceder ocurriría pronto, decían sus miradas. Hjelm salió al recibidor y se colocó junto a la ventana. Miró fijamente la oscuridad. Ya no hacía tanto viento como antes. Allí fuera no había advertido la diferencia.


Camina por la desierta calle. Los chalets están diseminados a bastante distancia unos de otros. Lleva las manos metidas en los bolsillos. Oye el ruido que hacen al chocar la cinta de casete y las dos llaves sueltas en el bolsillo izquierdo. En el derecho lleva la pistola con el silenciador ya colocado. Está muy tranquilo.

– Tengo algo aquí -susurra Kerstin Holm por el walkie talkie-. Un paseante solitario. Varón. Me pasará por delante dentro de un momento.

Sabe exactamente dónde está. Sus pasos son firmes. Aquí empieza la verja. Cruza la calle. El viento le azota la cara. Se ajusta la bolsa que lleva colgada del hombro y pone la mano sobre la verja.

Holm de nuevo:

– Es él. Ha abierto la verja. Ahora.

– Ya llega -susurra Söderstedt casi al mismo tiempo.

Abre la verja despacio, sin ruido. La vuelve a cerrar. Sale del camino y avanza con cuidado por el borde del césped hacia la casa. Saca las llaves y sube por la escalera.

– Ha sacado las llaves -susurra Söderstedt-. Introduce la primera. Ahora.

Mete la primera llave en la cerradura, la gira en silencio. Luego la otra. Con el mismo sigilo. Baja la manija con una mano y sostiene la pistola en la otra.

La puerta se desliza.

Lo cogen.

Hjelm le agarra de las manos y se las retuerce hacia atrás. Nyberg lo tira al suelo y le frota la cara en la alfombra. Hjelm le hace una llave con los brazos en la espalda mientras Hultin enciende la luz y le apunta con su arma reglamentaria. La luz es un relámpago que se ha petrificado. Hjelm ya lo ha esposado. Se acabó.

– ¿Qué diablos…? -dice el hombre perplejo. Luego lanza un grito al cielo.

Holm y Söderstedt irrumpen corriendo con las armas en ristre. Birgitta Franzén aparece en la escalera. Ella les mira boquiabierta.

– Rickard -susurra.

– ¿Rickard? -dicen los cinco al unísono.

– Mamá -consigue pronunciar el hombre antes de desmayarse.

Entra por la puerta y la cierra tras de sí. El chalet está oscuro y silencioso. Se quita los zapatos, los mete en la bolsa y va directo al salón. Se sienta en el sofá de piel del fondo, mirando hacia la puerta, deja la pistola sobre la mesa y se dispone a esperar.

Permanece inmóvil.

Espera la música.

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