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Al principio sólo son los extravagantes recorridos arriba y abajo sobre las teclas del piano, acompañados por el suave tintineo del hi hat y quizá de un platillo; posiblemente, las escobillas también rozan el redoblante. A veces, los dedos se desvían un poco del camino señalado para su ascenso, hacia unos tonos más azules, sin romper el espasmódico y entrecortado ritmo del compás de dos tiempos. Después una breve pausa, el saxofón se une al mismo esquema y luego todo cambia. Se incorpora el bajo, caminando pausadamente arriba y abajo, y entonces el saxo toma el mando mientras el piano despliega acordes aislados muy al fondo del cuadro sonoro, interrumpidos por algún que otro fugaz paseo detrás de las improvisaciones del saxo, de una ilusoria pereza.

Las pinzas se hunden en el agujero y tiran y vuelven a tirar. El saxofón gorjea algo alejado de la tonalidad, pero enseguida vuelve a recuperar la melodía. El piano ha desaparecido, por un breve instante está tan quieto que se oye al público de fondo. Las pinzas consiguen sacar lo que buscaban. El saxofonista dice yeah un par de veces entre unos rápidos paseos. El público responde yeah. Tonos largos. El piano sigue sin aparecer. Aplausos dispersos.

El piano toma el relevo. Los mismos recorridos que al principio, digresiones sucesivas, acordes que gimen, carreras cada vez más libres. Sólo el piano, el bajo y la batería. Las pinzas se hunden en el segundo agujero. Esta vez resulta más fácil. Deja caer los dos trocitos en el bolsillo. Se sienta en el sofá.

El piano ha vuelto al punto de partida. El bajo ha desaparecido, pero regresa enseguida junto al saxo. Ahora los cuatro se unen en un paseo envuelto en la niebla. Luego los aplausos. Yeah.

Pulsa el botón del mando a distancia. Un profundo silencio lo invade todo.

Se levanta despacio. Permanece un momento inmóvil, de pie en medio del salón. Algunas inesperadas motas de polvo flotan en el aire en torno a la lámpara de araña que cuelga allí arriba, en lo alto. El apagado metal aerodinámico del equipo de música no refleja la tenue luz. Bang & Olufsen.

«Bang, bang», piensa. «Olufsen», piensa. Luego no piensa en nada más.

Pasa suavemente la enguantada mano sobre la superficie brillante del sofá de piel antes de echar a andar con flexibilidad y sumo cuidado sobre el suelo de parquet, que cruje apacible. Esquiva la alfombra paquistaní de veinticinco metros cuadrados, anudada a mano durante un mes entero por niños paquistaníes esclavizados, y se dirige al pasillo que conduce a la terraza. Abre la puerta y permanece un rato allí, justo al lado del sofá-balancín. Se llena los pulmones con el suave y fresco aire nocturno de primavera y deja descansar su mirada sobre las hileras de manzanos: Astrakan, Åkerö, Ingrid Marie, Lobo, Transparente Blanche y Canónigo. Cada manzano lleva un pequeño letrero, se fijó al llegar. Aunque las únicas manzanas que hay son las de las fotos, exuberantes, coloridas, mucho antes de que ni siquiera hayan florecido los manzanos. Manzanas sucedáneas de papel.

Se intenta convencer de que es el canto de los grillos lo que oye; si no, es su cabeza. «Un bang supersónico», piensa. «Y Olufsen», piensa.

Aunque tampoco le ha parecido que el bang fuera tan ruidoso.

Cierra la puerta de la terraza y regresa por el pasillo hasta el inmenso salón. Esquiva de nuevo los rojos frescos de la alfombra anudada a mano, se acerca al equipo de música y pulsa el botón de eject. Despacio, y dibujando una órbita ligeramente elíptica, el equipo expulsa la cinta de casete. La coge y se la guarda en el bolsillo. Apaga el equipo.

Recorre la estancia con la mirada. «El ambiente», piensa. Incluso las motas de polvo parecen haber sido especialmente encargadas para que hagan juego con la araña de cristal, en torno a la cual se arremolinan con gran elegancia.

En su interior visualiza una lista. Tacha algo mentalmente.

«Kuno -piensa, y en sus labios se dibuja una sonrisa-. ¿No es eso un juego de mesa?»

Al abandonar el espacioso salón se va por otro camino. La mesa de teca con las cuatro sillas de respaldo alto a juego está colocada sobre otra alfombra anudada a mano. Sin duda persa, imagina. Es de un tono beige, a diferencia de la roja paquistaní.

Aunque ahora se parecen bastante.

Justo al lado de la mesa, se ve obligado a esquivar aquello que colorea de rojo la alfombra persa. Levanta la pierna por encima de otro par de piernas.

Fuera, en el jardín, una luna llena que acaba de despertar se asoma entre el plumaje de su capa de nubes, dejando que un velado baile de hadas roce los manzanos desnudos.

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