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Vinieron desde el sótano.

Brotaron en abundancia de una furgoneta gris y se abalanzaron en silencio sobre la escalera. En sus manos, minúsculas ametralladoras manejadas con gran pericia.

Abrieron la puerta y subieron por la escalera de caracol de piedra. Se deslizaban en absoluto silencio.

El primer hombre que llegaba a cada planta atrancaba la puerta que daba al pasillo de los apartamentos. En algún lugar se puso en marcha el ascensor.

En el rellano de la séptima planta se detuvieron un instante para reunirse. El hombre que estaba junto a la puerta la abrió de golpe y los demás salieron como agua que mana de una fuente hasta el pasillo donde estaban las puertas de los apartamentos de la séptima planta.

Llamaron a una puerta en cuya placa ponía el nombre de Nilsson.

Nadie abrió. No se oía nada.

Sacaron un grueso cilindro de hormigón. Terminaba en una plancha metálica y tenía dos manillares a cada lado. Dos hombres agarraron los manillares y, obedeciendo la señal, arrojaron el cilindro contra la puerta.

Ésta se partió en pedazos alrededor de la cerradura.

Irrumpieron en el piso, moviéndose todavía con sigilo. Estaba a oscuras, todas las persianas bajadas.

En la cama más cercana a la entrada de ese apartamento de un solo dormitorio había tres niños negros pequeños que acababan de despertarse con el golpe. En los colchones del suelo dormían cuatro niños más. Cinco de los niños ya estaban llorando.

Entraron en la otra estancia. Repartidos en camas y colchones había cuatro adultos negros mirándoles boquiabiertos. La mitad del equipo se quedó allí con las armas en ristre, el resto continuó hasta la cocina.

En la mesa de la cocina había un hombre negro y un pastor blanco sentados delante de una taza de café. Observaron hechizados las pequeñas ametralladoras que les apuntaban.

– ¡Qué diablos! -exclamó el sacerdote.

Por lo demás, silencio.

Dos hombres fornidos de unos cuarenta años con idénticas cazadoras de cuero entraron en la cocina con pasos pesados y ruidosos, lanzaron una rápida mirada al sacerdote y al hombre sentados en la cocina y siguieron hasta el dormitorio.

– ¿Sonya Shermarke? -dijo el más rubio de los dos sin dirigirse a nadie en particular.

Una de las mujeres que estaba tumbada en los colchones del suelo se incorporó y se le quedó mirando aterrada.

– Buscad armas -ordenó Gillis Döös a sus hombres.

– Y drogas -añadió Max Grahn.

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