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Lo primero que pensó Paul Hjelm fue que hacía mucho tiempo que no iba en un coche patrulla con las luces azules centelleando y la sirena en pleno aullido. Estaba apretujado en el asiento de atrás, entre dos agentes uniformados y un inspector vestido de paisano que se parecía mucho a él. Se inclinó hacia delante y puso la mano en el hombro del conductor justo cuando el coche derrapó en un violento giro a la izquierda, quemando los neumáticos para enfilar la carretera a Botkyrka.

– Creo que es mejor apagar la sirena -dijo Paul Hjelm con tranquilidad.

El conductor estiró la mano y la apagó, aunque no se recuperó el silencio; el rechinar de las ruedas y el estruendo del motor al máximo de revoluciones mantuvieron constante el nivel de ruido.

Hjelm contempló a su colega vestido de paisano. Svante Ernstsson se agarraba convulsivamente a la pequeña anilla que colgaba del techo. «¿Existen todavía anillas de esas que cuelgan del techo en los modernos coches patrulla?», pensó Hjelm, aunque sabía que no era en eso precisamente en lo que debiera estar pensando.

Luego se dio cuenta de que eso de dar vueltas a cosas en las que no debería pensar le pasaba a menudo.

Y llegó a la conclusión de que le ocurría cada vez más.

Hacía sólo un mes que Svante Ernstsson había salido ileso de un coche patrulla que quedó siniestro total en la carretera de Tegelängen, tras una absurda persecución por la zona industrial de Fittja. Ernstsson se rió forzadamente cuando el coche, a la altura de Fittjamotet, se lanzó en medio de un intenso tráfico a través de la autopista, inclinándose a la izquierda en la larga curva en dirección a Slagsta y pasando el cruce a toda velocidad. Mientras la carretera a Tegelängen se abría a la derecha, la mirada algo tensa de Svante Ernstsson se dirigía marcadamente a la izquierda. Luego se relajó un poco.

A Hjelm le pareció ver justo lo que Ernstsson estaba viendo y sentir lo que estaba sintiendo. Tras casi siete años de estrecha colaboración en uno de los distritos policiales más duros del país, ambos se conocían a fondo. Al mismo tiempo, Hjelm sabía que lo que conocían sólo eran pequeños fragmentos del otro.

Hjelm se sentía vacío del todo. Por eso había penetrado en el fugaz terror de su colega. Para librarse un tiempo de sí mismo.

El día había empezado de la peor manera posible. Hacía bochorno en el dormitorio, un temprano sol de primavera llevaba incidiendo sobre las persianas desde hacía un buen rato, conteniendo el aire viciado. Con una perseverante erección matutina, se había arrimado a Cilla, quien, de la forma más sutil que pudo, se alejó de él deslizándose hacia el otro lado de la cama. Él no se dio cuenta, no quiso darse cuenta, y siguió aproximándose con su tenaz y ardiente excitación. Pero ella se iba separando centímetro a centímetro hasta que, de repente, al rozar el borde de la cama, se cayó al suelo. Él se sobresaltó y se incorporó de golpe, despierto del todo, mientras perdía la erección bruscamente. Ella se levantó despacio del suelo meneando la cabeza y con rabia contenida se metió la mano en las bragas y sacó una compresa empapada en sangre, que sostuvo ante los ojos de él. Él hizo una pequeña mueca de asco y disculpa a la vez. Entonces descubrieron a Danne en la puerta, con su cara de adolescente llena de granos invadida por un horror evidente. Se fue de allí a toda prisa. Acto seguido oyeron cerrarse una puerta y el rap de Public Enemy a todo volumen. Intercambiaron miradas. De pronto se encontraban unidos de nuevo por una confusa culpa. Cilla salió corriendo del dormitorio, pero sus golpeteos en la puerta de Danne resultaron infructuosos.

Estaban sentados alrededor de la mesa del desayuno.

Tova y Danne se habían ido al colegio. Danne no había desayunado ni pronunciado palabra alguna, ni siquiera había intercambiado una sola mirada con ninguno de ellos. Dándole la espalda a su marido, Cilla Hjelm se dirigió a los gorriones posados en el comedero para pájaros que había al otro lado de la ventana del chalet adosado en Norsborg y dijo:

– Has asistido a dos partos. ¿Cómo coño es posible que te sigan dando asco las funciones corporales femeninas?

Se sentía completamente vacío. El coche dejó la colonia de parcelas de Slagsta a la derecha y el colegio de Brunna a la izquierda. Enseguida llegaron a Tomtbergavägen, una calle cuya enorme herradura comprendía toda esa zona fronteriza de difícil definición entre Hallunda y Norsborg, casi cuatrocientos portales que formaban una lazada desde Hallundavägen hasta Hallundavägen. El coche hizo un giro cerrado a la izquierda al bajar hacia la plaza de Hallunda; por un momento, tuvo a Svante Ernstsson en sus rodillas. Intercambiaron miradas cansadas mientras veían desfilar al otro lado de la ventanilla, abriéndose paso entre los interminables bloques de pisos, los cortos aunque populosos callejones del Lino, del Maíz, del Cáñamo y de la Avena. Nombres como sacados de un tratado de agricultura. Sin embargo, por todas partes se alzaba justo lo opuesto a una sociedad agraria: la brutal falta de imaginación de los altos y uniformes edificios construidos en los años sesenta y setenta. «Caldo de cultivo», pensó Paul Hjelm sin entender lo que le llevó a pensar eso. Las voces muertas de la sociedad agraria resonaban fantasmagóricas en su interior.

En la plaza había tres coches patrulla con las puertas abiertas; y, agazapados detrás, unos agentes uniformados con las armas reglamentarias en alto apuntando en varias direcciones. El resto de los policías daban vueltas por los alrededores alejando a los curiosos, a los cochecitos de bebé y a los dueños de perros que rondaban por la zona.

Su coche se unió a los demás. Los agentes se bajaron y ayudaron a sus colegas en lo que más tarde se denominaría «evacuación de la zona». Hjelm se quedó en el coche, aunque con parte del cuerpo ya fuera, mientras Ernstsson salía y se acercaba al vehículo contiguo, del cual descendió con mucho esfuerzo la encorvada figura de Johan Bringman. Estiró con dificultad su maltrecha espalda.

– La oficina de inmigración -dijo fatigosamente en pleno estiramiento-. Tres rehenes.

– De acuerdo, ¿qué sabemos? -preguntó Ernstsson, bajando los ojos desde su elevada altura hasta el cuerpo contrahecho de Bringman y desabrochándose la cazadora de cuero bajo el sol del final de invierno.

– Escopeta de perdigones, segunda planta. La mayor parte del edificio está evacuado. Estamos esperando a la unidad especial de intervención.

– ¿De Kungsholmen? -dijo Hjelm desde el coche-. Van a tardar mucho. ¿Has visto el tráfico que hay en la E 4?

– ¿Dónde está Bruun? -preguntó Ernstsson.

Bringman negó con la cabeza.

– No lo sé. Supongo que esperando a los distinguidos invitados. De todos modos, una empleada de la oficina ha conseguido salir. Ven, Johanna. Ésta es Johanna Nilsson, trabaja ahí dentro.

Una mujer rubia de unos cuarenta años bajó del coche patrulla y se colocó delante de Ernstsson con una mano en la frente y todas las uñas de la otra entre los dientes. Svante Ernstsson le puso una mano tranquilizadora en el hombro y dijo con su voz más calmada:

– Intente calmarse. Vamos a resolver esto. ¿Sabe quién es?

– Se llama Dritëro Frakulla -dijo Johanna Nilsson con la voz rota y la cabeza despejada-. Albanokosovar. La familia lleva una buena temporada aquí en el país, pero se han visto arrastrados por la ola general de extradiciones que hay últimamente. Pensaban que ya estaba todo resuelto y sólo quedaban a la espera de los papeles, pero de repente les llegó la noticia contraria. Se le fue la olla, supongo. Si el mundo se tambalea bajo tus pies… Conozco muy bien esa sensación.

– ¿Lo conoce?

– ¿Que si lo conozco? Pero, por Dios, ¡es mi amigo! El asunto lo llevé yo. Conozco a sus hijos, a su mujer, a sus malditos gatos. Seguro que en realidad va a por mí. Un hombre reservado, incapaz de matar una mosca. Le he mentido.

Ella elevó la voz:

– ¡Sin saberlo le he estado mintiendo todo este tiempo, maldita sea! Las reglas cambian, cambian y cambian. ¿Cómo coño vamos a poder hacer nuestro trabajo cuando todo lo que decimos se convierte en mentiras una y otra vez?

Paul Hjelm se levantó pesadamente. Se quitó la cazadora vaquera forrada con cuello de piel de oveja, se desabrochó la funda que llevaba al hombro y la echó al interior del coche; luego se metió el arma reglamentaria por dentro de la cinturilla en la parte de atrás del pantalón y volvió a ponerse la cazadora.

Se sintió completamente vacío.

– ¿Qué coño estás haciendo? -exclamaron al unísono Svante Ernstsson y Johan Bringman.

– Voy a entrar.

– Joder, si la unidad especial llegará en cualquier momento -gritó Ernstsson mientras Hjelm cruzaba Tomtbergavägen.

Ernstsson corrió tras él y le agarró del brazo.

– Espera, Palle, no hagas una estupidez. No es necesario. Déjaselo a los expertos.

Cruzó la mirada con Hjelm. Advirtió la vacía determinación que había en sus ojos y le soltó el brazo.

Nos conocemos demasiado bien, pensó Ernstsson, y asintió con la cabeza.

Paul Hjelm subió despacio las escaleras que conducían a la oficina de inmigración. No se veía nada, no se oía nada. El aire no se movía en el desierto edificio evacuado. Todo era hormigón. Hormigón cubierto de una pintura densa, como plastificada, que al margen de cuál fuera su color siempre parecía gris y que estaba adornado con manchas, en un mediocre intento decorativo. Un extraño calor flotaba como suspendido en el ambiente, igual que en el desierto, y absorbía el olor a orina, sudor y alcohol. Olor a Suecia, pensó Paul Hjelm al llegar arriba.

Avanzó despacio por el vacío y tedioso pasillo hasta que llegó ante la puerta cerrada. Inspiró profundamente y gritó:

– ¡Frakulla!

Reinó el silencio más absoluto. Para que no tuviera tiempo de pensárselo dos veces, siguió:

– Me llamo Paul Hjelm y soy policía. Estoy solo y no voy armado. Me gustaría hablar contigo.

Se oyó a alguien trajinando al otro lado de la puerta. Luego una voz oscura dijo de manera casi inaudible:

– Entra.

Inspiró de nuevo profundamente y abrió la puerta.

Sentados en el suelo de la oficina y con las manos en la cabeza había dos mujeres y un hombre. Junto a ellos, de pie contra una pared sin ventanas, se hallaba un hombre bajo y moreno ataviado con un traje marrón completo: chaleco, corbata y escopeta. Esta última apuntando a las mismas narices de Paul Hjelm.

Cerró la puerta tras de sí y levantó las manos.

– Sé lo que te ha pasado, Frakulla -afirmó tranquilo-. Tenemos que resolver esta situación sin que nadie sufra ningún daño. Si te entregas ahora, todavía podrás recurrir la decisión; en caso contrario te mandarán a la cárcel y luego te expulsarán del país. Mírame, no llevo armas -dijo para, acto seguido, quitarse despacio la cazadora y dejarla caer en el suelo.

Dritëro Frakulla parpadeaba sin parar. Apuntaba alternativamente con la escopeta a Hjelm y a los tres funcionarios en el suelo.

«Que no me pida que me dé la vuelta -pensó Hjelm-, tengo que seguir hablando. La atención en la comprensión. Tengo que usar palabras que provoquen la reflexión. Desviar la atención.»

– Piensa en tu familia -consiguió decir-. ¿Qué van a hacer tus hijos sin alguien que mantenga a la familia? Y tu mujer, ¿trabaja? ¿Quién le va a dar trabajo, Frakulla? ¿Qué cualificación tiene?

Ahora la escopeta no se desviaba de Hjelm; era lo que él quería. De pronto, Frakulla habló, casi recitó en un sueco nítido:

– Cuanto más grave sea el delito que cometa más tiempo podremos quedarnos. ¿Has pensado en eso? No van a expulsar a mi familia sin mí. Me sacrifico por ellos. ¿No pueden verlo así?

– Te equivocas, Frakulla. En ese caso los expulsarán enseguida, directamente a los serbios sin defensa alguna. ¿Qué crees que les harán los serbios a una mujer y un par de niños que han intentado huir? ¿Y qué piensas que va a ocurrir contigo en la prisión si matas a un policía, a un policía desarmado?

Por un instante, el hombre bajó la escopeta unos centímetros con gesto de total desconcierto. Eso fue suficiente para Hjelm. Buscó a tientas en su espalda, sacó el arma de un fuerte tirón y disparó.

Una voz calló en su interior: «¿Cómo coño es posible que te sigan dando asco las funciones corporales femeninas?».

Durante unos segundos que parecieron arrancados del tiempo todo permaneció absolutamente quieto. Frakulla, rígido, sostenía todavía su escopeta entre las manos. Su mirada indefinible penetró en la de Hjelm. Podía pasar cualquier cosa.

– Ay -se quejó Dritëro Frakulla. Dejó caer el arma y se desplomó hacia delante.

«Todo cambio pasa por el camino de la acción», pensó Hjelm. Y sintió náuseas.

El funcionario varón le arrancó la escopeta y la apretó fuerte contra la cabeza del hombre que yacía en el suelo. Una mancha de sangre iba creciendo bajo el hombro derecho.

– ¡Suelta el arma, idiota! -gritó Hjelm antes de vomitar.

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