12

Eran las 9.03 horas del 3 de abril. El mismo día en que Gustavo IV Adolfo fue coronado rey de Suecia en el año 1800, en Norrköping, pensó alguien, desviándose así de las líneas de pensamiento cada vez más sincronizadas del grupo.

Aunque a decir verdad, en ese momento los razonamientos eran inusualmente dispares, por no decir perezosos.

Jan-Olov Hultin, sin embargo, parecía concentrado. Ni rastro de los contratiempos de la noche anterior. Se sujetó con mucho esmero las gafas en el lomo de la nariz y se puso a hojear un enorme taco de papeles.

Hjelm recorrió la grandiosa cocina con la mirada. Los integrantes del Grupo A habían quedado, en mayor o menor medida, marcados por lo acontecido la noche anterior. Gunnar Nyberg estornudó ruidosamente mientras pensaba en el coro y en sus inflamadas cuerdas vocales. Viggo Norlander tenía cara de malhumor. Kerstin Holm, como quien se las sabe todas, oculta tras la mano en la que apoyaba la cabeza, estaba echándose lo que luego -después de sorprender a varios políticos durmiendo en el pleno del Riksdag- llegaría a denominarse «microsueño», o sea, lo que antes no era más que una simple cabezadita clandestina. Arto Söderstedt se hallaba, sin lugar a dudas, en otro planeta; estaba de pie ante la ventana de la cocina mirando al exterior mientras pensaba en las misteriosas correspondencias.

El día del primer asesinato coincidía con el aniversario de la muerte de Emanuel Swedenborg [17] en Londres en 1772.

Söderstedt dejó que el pensamiento se evaporara y se perdiera en el éter del cielo claro de abril.

Los únicos que mostraban alguna actividad dentro del chalé eran un médico forense, un par de técnicos de la policía científica y Jorge Chávez, que parecía estar registrando cada milímetro de la casa. De vez en cuando los técnicos le echaban del salón, pero Chávez, como un delincuente tonto, volvía una y otra vez al lugar del crimen.

Los agentes que se personaron los primeros en el lugar del crimen ya habían regresado a la comisaría de su distrito, en Golfvägen. Un par de agentes de la policía criminal nacional vestidos de paisano vigilaban la zona acordonada delante de la casa. Por raro que pudiera parecer, los medios de comunicación aún no se habían enterado de lo sucedido; de modo que, excepto por la presencia de los efectivos de la policía científica que hurgaban en el salón, los integrantes del Grupo A se encontraban muy tranquilos dentro del chalé.

Hasta que dos fornidos caballeros de unos cuarenta años, enfundados en idénticas cazadoras de cuero, irrumpieron en la cocina.

– No digas nada -dijo el más rubio de los dos dirigiéndose a Hultin-. Sólo queríamos ver el lugar del crimen con nuestros propios ojos.

– Os enviaré mi informe en cuanto esté redactado, como siempre -dijo Hultin de todos modos. Y en contra de la voluntad de los visitantes, Hultin los presentó:

– Gillis Döös y Max Grahn, de la Säpo.

– Policía de seguridad -dijo el que habló primero y que al parecer era Döös-. No queremos molestar.

Se fueron al salón, donde conversaron en voz baja con el médico forense y el técnico jefe. Luego dieron una vuelta por la casa registrando cada recoveco y rincón para luego, de repente, esfumarse. Oyeron derrapar al coche cuando arrancaba.

– Es posible que tengamos que ver más a esos dos después de esto -comentó Hultin en tono neutro.

Nadie se preocupó de intentar averiguar el significado de ese comentario.

Chávez entró en la cocina y se sentó al lado de Hjelm.

– Exactamente igual -concluyó.

– No del todo -replicó Hultin-. Vamos a ver lo que nos dicen los técnicos. Al parecer hay una bala.

Estaban sentados en la cocina de un enorme chalé del elegante barrio de Djursholm, a sólo unas manzanas de la casa del juez retirado Eric Blomgren, donde el igualmente retirado juez Rickard Franzén había pasado una tranquila velada sin incidentes en torno a un tablero de ajedrez y una botella de coñac. Chávez y Norlander se habían pasado toda la noche vigilando desde el coche; algo que ahora, naturalmente, les hacía sentir mal.

El chalé pertenecía a un hombre llamado Nils-Emil Carlberger, cuyo cadáver fue descubierto en el salón poco después de las ocho y media de la mañana, cuando llegó la señora de la limpieza. Ella avisó a la policía y luego se marchó. Nadie sabía quién era ni dónde se encontraba en esos momentos. Con toda probabilidad se trataba de una refugiada política con sentencia de expulsión que permanecía clandestinamente en el país y se ganaba la vida limpiando casas a cambio de muy poco dinero. La familia Carlberger estaba compuesta por el fallecido, su mujer y dos hijos que ya no vivían con sus padres. Dentro de poco, se les iba a comunicar a todos lo sucedido. La mujer se hallaba en su casa de campo cerca de Halmstad, preparándola para la temporada. Los hijos vivían en Landvetter y en Lund, respectivamente. Ninguno de ellos participaba del imperio empresarial de Nils-Emil Carlberger. Uno era controlador aéreo y el otro doctorando en Sociología. La esposa, Nancy, había sido secretaria en una de las empresas del Grupo Carlberger antes de que éste le retirara para que se dedicara tranquilamente a sus labores; no era la madre de los dos hijos.

Eso era a grandes rasgos lo que sabían.

El médico forense, un hombre mayor, entró en la cocina rascándose la nuca con insistencia.

– Al menos desde mi punto de vista, todo parece idéntico -aseguró-. Dos tiros le atraviesan el cerebro. La muerte parece haber sido instantánea. Volveré con más detalles después de la autopsia, pero no creo que debáis esperar grandes hazañas de mí.

– Descuida, no lo haremos, Sigvard -dijo Hultin con sosiego-. ¿Le queda mucho a Svenhagen?

El médico forense Sigvard Qvarfordt se encogió de hombros y dijo:

– Me llevo al honorable Nils-Emil, si no queréis su cabeza para colgarla en la pared de la comisaría.

Los chistes macabros de Qvarfordt habían dejado de tener gracia hacía un cuarto de siglo. El hombre llevaba ya décadas con el piloto automático puesto.

Seguían esperando. Las persianas perdían la batalla contra el sol, colmado de pasión primaveral, y su luz dibujaba finas rayas sobre la mesa de la cocina. Hjelm abrió la puerta que daba a la terraza. Salió y Chávez le siguió.

– ¿Ves esa chimenea de allí, la más grande de todas? -preguntó Chávez señalando con el dedo mientras entornaba los ojos por encima de los dos grandes jardines vecinos-. Es la casa de Blomgren. Allí estuvimos anoche, pasando frío dentro del Volvo de Norlander. Mientras tanto, él estuvo aquí, justo a nuestro lado. Quizá nos viera y se riera para sus adentros.

Hjelm se encogió de hombros.

– Quizá debiéramos haber adivinado su presencia -murmuró Chávez lamiendo ávidamente el sol-. Como en mi tierra -añadió en español, sumergido en el placer.

– ¿Como en tu tierra? -replicó Paul-. ¿Dónde?

– Rågsved -dijo Chávez y entró-. Nací aquí -añadió también en español.

En la cocina estaba el técnico jefe de la policía científica, Brynolf Svenhagen, mirando un cuaderno mientras pronunciaba unas frases estándar que con toda probabilidad no llevaba apuntadas.

– Naturalmente, vamos a peinar la casa de cabo a rabo a lo largo del día. Sin embargo, como viene siendo habitual, no parece haber ni rastro. A excepción de la bala. Ha extraído una pero ha dejado la otra; de modo que ahí tenéis algo a lo que hincar el diente. Vamos a analizarla en cuanto podamos. Lo que puedo decir ya es que no la reconozco. No está entre las seis o siete marcas más comunes.

Volvió al salón, donde sus dos súbditos seguían moviéndose a cuatro patas de un lado para otro por el suelo y en el sofá. Hjelm vio pasar la camilla por el recibidor envuelta en tela negra bajo la supervisión del doctor Qvarfordt.

En la cocina reinaba un ambiente más soñoliento que resignado. Habían probado suerte y habían perdido. Cosas que pasan. Una pena que también las cejas de Rickard Franzén junior hubieran perdido cuando Nyberg le golpeó para inmovilizarlo en el suelo. El jefe Waldemar Mörner ya había abierto una cuenta del presupuesto destinada a las demandas de indemnización que sin duda no tardarían en llegar.

– En fin, volvamos a la carga -dijo Hultin sobriamente-. En realidad, supongo que el director Carlberger encaja mejor con las pautas que el insobornable juez. Creo que ya ha quedado claro que debe de tratarse, de una u otra forma, de negocios. Hjelm comprobará si esto castra definitivamente a Mimer y, en caso de que sea así, centrará su atención en el más viril Dioniso. Y que no se te olviden tampoco los libros de visita del club de golf. En general, la carga de trabajo va a aumentar para los que os ocupáis de las pistas relacionadas con los negocios. Creo que debemos reforzar estas tareas; Nyberg, tú te vas con ellos. Holm, tú sigues dedicándote al nivel personal. Norlander, sigue con el tema internacional; es posible que se puedan interpretar las palabras del bueno de Svenhagen como que la bala es extranjera. Y luego nos queda el irresoluble misterio de por qué ha dejado una bala en la pared. ¿Alguien le interrumpió? ¿Dejó la pista intencionadamente? Y en tal caso: ¿para despistarnos, para jugar con nosotros o porque, de una u otra manera, quiere que le cojamos? ¿O cometió su primer error, cosa que no me parece muy verosímil? Sin duda, habrá alguna razón por la que esa bala va ahora camino del laboratorio. Reflexionad sobre eso. En resumen: Norlander, tema internacional; Holm, personal; Chávez, Söderstedt y Nyberg, negocios; Hjelm, asuntos sexuales. En cuanto tenga la más mínima señal de vida del señor jefe técnico Brynolf Svenhagen, os convocaré a una reunión. ¿Preguntas?

No hubo preguntas.

O no de las que Hultin era capaz de contestar.

Abandonaron el magnífico chalé al cuidado de los técnicos de la policía científica.


Hultin tuvo señales de vida del señor jefe técnico Brynolf Svenhagen a las 11.22 del 3 de abril. A las 11.51, el grupo ya estaba reunido en la sala bautizada por Chávez -y conocida por todos- como «el cuartel general del alto mando». Waldemar Mörner dio su visto bueno al nombre «absoluta e incondicionalmente», en sus propias palabras. A las 11.23, cuando Hultin les convocó a la reunión por el interfono, todos estaban en sus despachos. Todos menos uno.

Hjelm se hallaba en ese momento en un sótano de Stallgränd, en el casco viejo. Hasta allí no llegaba ni la red de telefonía móvil. El guardián Clöfwenhielm tecleó el nombre de Carlberger, Nils-Emil, en su pequeño ordenador, el que guardaba bajo una quesera, sin obtener resultado alguno. Nils-Emil Carlberger no era, ni había sido nunca, miembro de la Orden de Skidbladner ni de la de Mimer. Y, dicho sea de paso, de ninguna otra orden.

A las 11.35, Clöfwenhielm descorrió la pesada cortina que tapaba la entrada a lo más sagrado de la orden. A las 11.41, Paul Hjelm salió jurando solemnemente no revelar nunca nada de lo que había visto allí dentro. Cumplió su palabra. A las 11.42 accedió al estrecho callejón y recibió el mensaje de Hultin en el móvil. A las 11.51 entraba en el denominado Cuartel general del alto mando con C mayúscula. A las 13.09 soltó una carcajada al enterarse de este nombre, que Chávez, también entre risas, le confirmó.

Antes había ocurrido otra cosa en el Cuartel general del alto mando para la unidad especial A de la policía criminal nacional, la denominación completa de esta pequeña sala de reuniones.

La noticia sobre el asesinato del director Nils-Emil Carlberger, líder del Grupo Carlberger, aún no había llegado a los medios de comunicación, informó Jan-Olov Hultin. Al parecer, y para su gran alivio, tal y como Hultin dijo sin inmutarse, la filtración a los medios no provenía del Grupo A.

– Como sospechaba -dijo Hultin modestamente-, la bala que quedó incrustada en la pared tenía unas características bastante especiales. Svenhagen ha realizado algún tipo de incomprensible pero indiscutible análisis químico del destrozado pedazo de plomo y ha llegado a la conclusión de que tiene una composición química muy particular. Para abreviar lo que luego sin duda será un informe más que completo del laboratorio forense, se trata de un tipo de plomo no puro de composición única. En resumen: son unas balas de muy mala calidad que, en concreto, proceden de una pequeña fábrica de armas de segunda situada en una ciudad llamada Pavlodar, en el actual Kazajstán. El país de Vladimir Smirnov, ya sabéis. Esta mañana Svenhagen lo ha consultado con la Interpol y le han comunicado lo siguiente: la fábrica de armas en cuestión tuvo problemas tras la caída de la Unión Soviética y se vieron obligados a cerrarla cuando la economía de mercado hizo acto de presencia para llevar a cabo, cito a Svenhagen, «su infalible selección natural». No había mercado para la pésima munición que producía la fábrica. Sin embargo, cuando la fábrica quebró quedó, por lo visto, una enorme cantidad de existencias que nadie sabe adónde ha ido a parar. No obstante, la Interpol afirma de manera bastante contundente que está en manos de la mafia.

Hultin hizo una pausa. Quizá esperara que sus palabras surtiesen algún efecto, algo que no ocurrió. Quizá sólo quería recuperar el aliento. Al cabo de un rato continuó:

– La mafia rusa es, como sabéis, una organización muy heterogénea. En realidad, sabemos muy poco de ella, demasiado poco teniendo en cuenta que, en cierta medida, ha cruzado el Báltico. Ya domina una gran parte del mundo del hampa en Helsinki y hay signos de que Estocolmo va a ser el próximo gran mercado. En su mayor parte, consiste en un montón de bandas de chalados que han llevado hasta las últimas consecuencias los principios de la economía del mercado: gana el más fuerte. Pero también existen agrupaciones más sofisticadas cuyas ramificaciones se extienden hasta el más absoluto poder nacional en Rusia y en los países bálticos, y que además tienen íntimos contactos con importantes capos mafiosos de Italia y Estados Unidos. La presencia de esta munición en la casa del tercer destacado capitalista sueco asesinado en serie en el transcurso de unos pocos días nos abre unas perspectivas aterradoras que nosotros, claro está, no hemos sido los primeros en descubrir. Ya vimos la curiosa manifestación de la Säpo en el chalet de Djursholm, como si de repente quisieran salir de la oscuridad para mostrar su existencia; y en cuevas aún más profundas -en Lidingövägen y en otros lugares- los servicios de seguridad militar sin duda también estarán trabajando a pleno rendimiento con el asunto.

Hultin suspiró, se tomó un trago de agua mineral y siguió con la misma voz monótona:

– Si combinamos esta munición con el método de ejecución, se nos presenta un verdadero motivo de preocupación. Como supimos ayer, Norlander ha localizado tres organizaciones internacionales que siempre ejecutan a sus víctimas con tiros en la cabeza. Una de estas organizaciones es, como se dijo, un pequeño clan criminal de origen ruso-estonio, bajo el mando de un jefe anónimo conocido -o más bien desconocido- como Viktor X. La naturaleza exacta de sus vínculos con la mafia no está del todo clara. Tenemos que investigar este tema más a fondo. Esto va a modificar el reparto de tareas. Poco antes de venir aquí me he cruzado con Mörner en el pasillo. Me informó de que «debido a la aterradora conexión con la mafia estatal rusa» ha designado a otros dos policías a nuestra unidad. Ambos son de la policía financiera. Nos van a echar una mano en la parte de finanzas, porque es ahí donde tenemos que ampliar y profundizar las indagaciones para averiguar -y esto es importante- posibles relaciones comerciales con la mafia rusa. Con estos refuerzos espero poder liberar de vez en cuando a los que estáis trabajando en este tema y encargaros también otras tareas, más al estilo de Hjelm. No debemos de ninguna manera obsesionarnos con esta pista rusa. Aun así, te mando a ti, Nyberg, con Norlander, para que le apoyes en el estudio de la banda de Viktor X. Es decir, vamos a trabajar en dos flancos: el ex soviético y el sueco. En algún sitio, ambos flancos deberán coincidir para ponerse en formación ante la batalla final.

– Te relacionas demasiado con Mörner -dijo Hjelm.

– Totalmente -admitió Hultin.

Llamaron a la puerta y asomaron dos caras: un hombre alto y rubio con la piel casi transparente que debía de tener como mucho treinta años y una mujer morena, igual de joven, de estatura muy por debajo de la media. Hacían, en definitiva, una pareja bastante rara.

– Bien, pasad -dijo Hultin-. Sentaos. Estamos a punto de empezar con el repaso de la vida y milagros de Carlberger. Os presento a los nuevos miembros del Grupo A: Billy Pettersson y Tanja Florén. Hemos conseguido vaciar el despacho 305 para que se instalen allí. Ahora, ¿hay alguien que tenga algo sobre Carlberger, aparte del tema de los negocios? ¿Algo que no sepamos todavía? ¿Kerstin?

Kerstin Holm negó con la cabeza y dijo:

– La esposa y los hijos llegarán a Estocolmo dentro de poco. En cuanto estén aquí les tomaré declaración.

– ¿Actividades de ocio? ¿Hjelm?

– Al igual que Daggfeldt y Strand-Julén, Carlberger jugaba al golf y le gustaban los barcos; en su caso, sin embargo, los barcos de motor. Al parecer tiene un verdadero yate de lujo atracado en un puerto deportivo de Lidingö; y no me preguntes por qué. La conexión del golf, no obstante, está clara: al igual que los otros dos, era miembro del Club de Golf de Estocolmo y jugaba normalmente en el campo de Kevinge. Pero no era miembro de la Orden de Mimer ni de ninguna otra, por lo que he podido averiguar.

– Entonces creo que podemos poner esa pista entre paréntesis -dijo Hultin, y se puso a dibujar cuadros en la pizarra.

El pequeño contratiempo de la noche anterior brilló por su ausencia en todo lo que decía, y en ese silencio había una orden tácita. Siguió dirigiéndose a los nuevos:

– Arto Söderstedt se encarga del tema empresarial. ¿Söderstedt?

Arto Söderstedt carraspeó mientras se erguía y se recomponía, como si se preparara para dar una conferencia o un sermón. Por un momento, Hjelm pensó que la delgada y pálida figura de Söderstedt no casaba con la imagen de un oficial de policía. El hombre equivocado en el sitio equivocado. Un lobo con piel de oveja. Los tópicos le vinieron a la mente en tropel mientras Söderstedt tomaba la palabra.

– Se trata, por lo tanto, de tres personas, cada una dueña de un grupo empresarial que casi constituye un auténtico imperio sin llegar a serlo del todo. Nuestras víctimas son, eran, acaudalados y poderosos pero no pertenecían al habitual club de famosos. Las estructuras de sus empresas se parecen. En el centro se hallan una o dos firmas financieras propias y en la periferia toda una serie de firmas también financieras en las que hay participaciones conjuntas y tenencia accionarial cruzada. No debemos olvidar que nuestros tres cadáveres son de esa nueva clase de empresarios que no entró en juego de verdad hasta los años ochenta, es decir, representantes de la economía no productiva. Jugadores cuya prosperidad nunca llega más allá de ellos mismos, ni en forma de puestos de trabajo ni como ingresos a Hacienda. Una actividad que hace sólo unos pocos años era dominio de auténticos bandidos: lavar dinero, mover dinero, prestarlo a intereses de usurero y hacerlo desaparecer; durante los ochenta se convirtió en un negocio limpio. Con la liberalización de Feldt, de repente fue posible sacar dinero del país a punta pala. Toda la prosperidad de los ochenta fue una burbuja inflada y vacía que explotó y nos condujo a unos años de grave desconcierto. El poder estatal malinterpretó el balance positivo, leyó las cifras bajo la vieja óptica de la industrialización y lanzó gritos de júbilo. Eso hicieron también los tiburones financieros, aunque por razones muy distintas: exprimir hasta la médula las masoquistas finanzas del Estado que no hacían más que gemir de placer.

Söderstedt se calló. El Grupo A le observaba desconcertado. Una presentación bastante extraña de los negocios de Carlberger.

– Debemos, desde luego, mantener los puntos de vista políticos en un nivel mínimo -advirtió Hultin de modo neutro.

Söderstedt miró alrededor. Era como si de repente recordara dónde se encontraba. Hjelm estaba casi seguro de haber visto salir humo del cuello de la camisa de su excitado colega. Éste volvió en sí y continuó hablando con su habitual y sonoro sueco, propio de los suecoparlantes de Finlandia.

– A lo que iba. Dos cosas: primero, el vínculo general entre ese clima social y lo que decía antes acerca del auge de los asesinatos en serie en Estados Unidos, el convertir en héroes a aquellos marginados absolutos que se han despedido de un sistema de normas que, de forma cada vez más clara, muestra sus fisuras y desvela un abismo oculto de fondo consistente en una sola cosa: dinero. Estamos sentados encima de un polvorín. Segundo: el vínculo concreto con nuestro caso. Imaginaos que se trata de un individuo que ha revelado, o por lo menos eso cree, todo el maldito engaño del sistema, que ha descubierto las fisuras en el muro y se ha dejado llevar por el vertiginoso vacío del otro lado. Os lo voy a exponer de la siguiente forma: una persona que está convencida de haber visto el verdadero rostro del poder invisible y se ha obsesionado con arrancarlo y mostrárselo a la gente. Una persona inteligente y loca, la peor combinación que existe. Ha visto las conexiones, las correspondencias más o menos misteriosas, y comienza a destaparlas, seguramente por pura casualidad, el día de la muerte de Swedenborg.

– Para aclararnos -interrumpió Hultin-. ¿Crees entonces que son asesinatos políticos? ¿Terrorismo de izquierdas?

– No, terrorismo no. No creo. Pero políticos de alguna forma, sí. Alguien que de una u otra manera ha sido víctima y ha reflexionado mucho, sacando ciertas conclusiones, bastante acertadas en lo que se refiere al análisis, pero completamente erróneas en cuanto a la acción. Reflexionemos. Nos hemos recuperado de la peor fase de la crisis. Ha afectado a mucha gente, pero quizá hasta ahora no habíamos sido capaces de ver las cosas con claridad.

Permanecieron en silencio durante un buen rato. La verborrea de Söderstedt contenía, sin duda, ciertas ideas interesantes. Los dos nuevos, Billy Pettersson y Tanja Florén, se habían quedado boquiabiertos, preguntándose a dónde habían ido a parar, ¿a un aula de la universidad? ¿A una terapia de grupo para personas obsesionadas con teorías conspiratorias? ¿O a la presentación de un policía cuya obstinada inteligencia siempre le había impedido subir de categoría en el cuerpo?

Hjelm intentó seguirle el juego:

– Tres representantes del nuevo capitalismo -resumió-. Distintas posibilidades. Los indicios señalan en una determinada dirección: el Este de Europa. ¿Problemas con la mafia al intentar establecerse en los países bálticos? Aunque ninguno de los tres tiene mucha relación con el Este. ¿Motivos puramente políticos? ¿Venganza de algún tipo, personal o profesional? ¿Qué más?

Silencio. Nada más, al parecer. ¿Habían pasado por alto algo? La pista de la orden secreta, ese viejo ingrediente clásico de la novela de misterio al estilo de Agatha Christie, se había esfumado. Ese tipo de intriga-rompecabezas, al parecer, pertenecía irremediablemente al pasado y, en su lugar, se habían topado con la realidad actual: el capitalismo postindustrial, la mafia del Este, el colapso de las finanzas suecas en los años noventa.

Paul Hjelm prefería las órdenes secretas.

– ¿Vamos con el grupo empresarial de Carlberger? -sugirió Hultin para calmar el ánimo del colega finlandés.

Söderstedt cambió enseguida de registro: de la desbordante profusión pasó a la parquedad y a la precisión. A Hjelm le dio la sensación de que esos cambios tan drásticos estaban profundamente arraigados en la esencia de Söderstedt. En el segundo caso, existía una respuesta, una solución, y había que dar cuenta de ella de la forma más clara y nítida posible; en el caso anterior no había ninguna respuesta, ninguna solución, «la verdad» se filtraba por las grietas de las palabras, en las terribles conexiones. Así era la sociedad, la sociedad postindustrial, a los ojos del elocuente finés suecoparlante.

– El Grupo Carlberger -empezó-. En el centro se halla la empresa financiera Spiran. En torno a Spiran, en círculos concéntricos cada vez más débiles y cada vez de más difícil acceso, hay filiales, filiales de filiales y filiales de filiales de filiales. Sólo en la hora y pico que tuve a mi disposición descubrí una conexión con otra de las víctimas, de modo que, con ayuda profesional -Söderstedt hizo un gesto hacia Pettersson y Florén-, sin duda van a salir a flote unas cuantas más; Strand-Julén era copropietario de una de las filiales de Carlberger, Alruna Holding S. A.

Dejó de hablar. Nadie sabía si había terminado o no. Tenía aspecto, sin embargo, de estar algo quemado, así que Hultin rompió el silencio:

– Vale, demos las gracias a Söderstedt por su inspirada aportación. ¿Chávez?

Chávez sonrió ligeramente antes de tomar la palabra:

– Voy a ser breve. Carlberger participó en tres de los consejos de administración de los que también formaban parte Daggfeldt y Strand-Julén. Así, nuestras tres víctimas coincidieron en el mismo consejo en Ericsson, entre 1986 y 1987; en Sydbanken, entre 1989 y 1991, y en MEMAB, en 1990. Ahí tenéis las únicas conexiones que hay entre nuestros tres muertos en lo que se refiere al ámbito de los consejos de administración.

– ¿Qué es MEMAB? -preguntó Kerstin Holm.

– Ni idea -replicó Chávez.

– Yo sí lo sé -intervino Tanja Florén con una profunda voz de soprano-. A ver, ¿qué creéis?

– Una empresa financiera -dijo una voz muy cansada con acento finlandés.

– Eso es -confirmó Tanja Florén.

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