30

Jan Olov Hultin atravesó los pasillos del edificio de la policía con paso firme. Tenía dos asuntos en mente y en ambos casos pensaba hablar claro, sin pelos en la lengua. Los dos miembros del Grupo A que quedaban, Söderstedt y Norlander, le iban siguiendo. Como el bueno, el feo y el malo, avanzaron por la desecada cuenca del río de Bergsgatan con las manos apoyadas en la culata de las pistolas mientras al fondo se oía a las serpientes de cascabel. La cuestión sobre quién era el bueno, quién el malo y quién el feo resultaba imposible de determinar.

En una apartada sala de interrogatorios se hallaba Jacob Lidner, presidente de la junta directiva de Lovisedal. Se levantó bruscamente cuando el heroico trío entró en la sala:

– ¿Qué coño pretende, señor subinspector, trayéndome aquí en contra de mi voluntad, en medio de mi desayuno? ¡Y encima metiéndome en una maldita celda! ¿Es consciente de quién soy?

– Siéntese y cierre el pico -dijo Hultin de forma neutra, y se sentó.

Jacob Lidner se quedó sin aliento y tuvo que hacer esfuerzos para respirar.

– ¡Cómo se atreve…! -consiguió pronunciar jadeando.

– ¡Siéntese! -gritó Hultin, que estaba en su terreno.

Lidner se dejó caer en la silla. Hultin continuó:

– Cuando afirmó que Lovisedal había resistido todas las coacciones de la mafia rusa eso no era del todo verdad, ¿a que no?

– Claro que era verdad. No hemos aceptado la protección de nadie -aseguró Lidner con la cabeza alta.

Hultin respiró hondo armándose de paciencia.

– ¿Qué diablos hacía Alexander Brjusov, miembro de la mafia rusa, delante de su casa anoche?

– No sé nada sobre eso -insistió Lidner.

– ¡Disparó a uno de mis hombres!

– Lo lamento de verdad, pero no tiene nada que ver conmigo. Estoy agradecido por su protección. Sin duda iba a por mí. Ya tienen a su asesino mafioso.

Hultin clavó la mirada en Lidner con un profundo e intenso odio. Söderstedt y Norlander se miraron desconcertados. Lidner parecía ligeramente tocado, pero mantuvo su bien ensayada estrategia defensiva.

– Permítame que le cuente lo que ha ocurrido -dijo Hultin con los dientes apretados-. Usted admitió nuestra teoría sobre los riesgos que corrían los integrantes de la junta directiva del Grupo Lovisedal, a pesar de que sabía que la mafia rusa no era culpable, por la sencilla razón de que mantienen una estrecha relación con ella. Desconfía de la capacidad de mis hombres de velar por su seguridad, de modo que se agenció un seguro de vida extra apostando a un guardaespaldas mafioso en el jardín. Además, Brjusov tenía deudas con usted, pues le pagó al abogado estrella Reynold Rangsmyhr para que le defendiera y se asegurara luego de que desaparecería en los mismísimos pasillos del juzgado. Brjusov estaba escondido en el jardín con orden de disparar contra todo lo que pareciera sospechoso y eliminar luego cualquier rastro. Él sabía que Söderstedt se hallaba dentro de la casa, pero cuando entró otro individuo en el jardín, un hombre gigantesco con cierto parecido con el difunto colega de Brjusov, Valerij Trepljov, abrió fuego cumpliendo sus órdenes. Afortunadamente, si es que cabe emplear una palabra así, era Gunnar Nyberg a quien disparó, así que no fue suficiente con un tiro para abatirlo. La bala le atravesó el cuello, pero eso no le impidió a Nyberg parar los pies a Brjusov. ¿Entiende lo que le estoy diciendo? ¡Su jodida vigilancia ilegal ha estado a punto de costarle la vida a uno de mis hombres!

Lidner se lo quedó mirando un momento. Luego se rió en las mismas narices de Hultin. Cosa que no debería haber hecho.

Norlander y Söderstedt, desde su posición privilegiada, pudieron ver algo que iba a provocar la envidia de Hjelm y Chávez para el resto de sus vidas.

Un auténtico cabezazo firmado por Hultin.

Se concentró en las tupidas cejas blancas de Jacob Lidner y le propinó un cabezazo bien dirigido. La ceja izquierda de Lidner se rompió en el acto. Se quedó mirando perplejo la sangre que goteaba sobre la mesa delante de él.

– Dios mío -fue lo único que dijo.

– ¡No se da cuenta de que Alexander Brjusov ha cantado! -rugió Hultin-. ¿Cree que estoy aquí charlando con usted para pasar el rato? ¿Para ampliar mi red de contactos sociales? El bueno de Igor nos ha contado todo acerca de los estrechos lazos que unen a Lovisedal y a usted con esa rama de la mafia ruso-estonia que lidera Viktor X. Espera convertirse en testigo protegido, y sin duda así será. ¡Sus malditas argucias han estado a punto de costarme uno de los mejores policías de Suecia!

Lidner se presionaba con la mano el manantial en que se había convertido su ceja. Ahora era otra persona.

– No debieron personarse dos policías -dijo apagado-. Siempre era sólo uno.

Hultin se levantó.

– Como comprenderá, le vamos a trasladar directamente a los calabozos -le informó mientras abría la puerta-. Va a ser detenido por intento de homicidio de un agente de la policía, pero la acusación formal incluirá bastantes más cargos. No creo que sea necesario que le recuerde la conveniencia de que contrate a un buen abogado.

En el pasillo, Jan-Olov Hultin se permitió el lujo de frotarse las manos. El trío siguió apresurado hacia una de las secciones más apartadas del edificio de la policía. Hultin tenía una tarjeta y un código que le daba acceso a esos pasillos de luz mortecina. Abrió bruscamente la puerta de uno de los despachos. Dos fornidos caballeros de unos cuarenta años, enfundados en sendas cazadoras de cuero, levantaron la mirada de la pantalla del ordenador. Acto seguido, y como por arte de magia, se sacaron de la manga unas gigantescas pistolas con silenciador y apuntaron a Hultin, Söderstedt y Norlander.

– Bonita demostración -comentó Hultin con voz neutra.

– No tienes ningún derecho a pisar esta zona, Hultin -le espetó Gillis Döös áspero-. Fuera de aquí antes de que llame al guardia.

– No nos iremos de aquí hasta que nos digas qué cojones pasó con esa investigación que usted, señor Max Grahn, ocultó sobre el asesinato de Valerij Trepljov, encontrado en una cámara acorazada en el pueblo de Algotsmåla, Småland.

Gillis Döös y Max Grahn se miraron.

– Eso es confidencial -repuso Döös con una voz un poco distinta.

– ¿Desde cuándo tenéis derecho a decir que sois de la policía criminal nacional? ¿Y qué coño pasó con el intercambio de información? ¿Os dais cuenta de hasta qué punto habéis entorpecido esta investigación con vuestro maldito secretismo y esas grotescas intervenciones que hacéis? ¿Os dais cuenta de cuántos de vuestros queridos empresarios han muerto por vuestra culpa? Que vosotros dos habéis matado indirectamente…

Max Grahn carraspeó. Tenía la cara algo más pálida que hacía un minuto.

– Andábamos detrás de Igor e Igor mucho antes de que se les implicara en este caso. Cuando aquel celoso comisario de Växjö llamó comprendimos que era Trepljov a quien habían encontrado en la cámara, y nos encargamos del caso enseguida. Estaban bien establecidos en esa parte de Småland. Nos habíamos dado cuenta de que formaban parte de una maniobra de infiltración soviética en el país, una operación de enormes consecuencias.

– ¿Y luego nos dejáis con toda esta maldita pista mafiosa sin proporcionarnos ni la más mínima ayuda?

– Hemos seguido dos líneas de trabajo -indicó Gillis Döös-. Una: la pista de la mafia rusa. Dos: la pista de Somalia. Ambas investigaciones son alto secreto. Por la seguridad del reino.

– ¿Qué coño es la pista de Somalia? -gritó Hultin.

– ¡Sonya Shermarke, por Dios! -exclamó Döös-. La limpiadora que habéis ignorado por completo. La que «encontró» el cadáver de Carlberger. Pues resulta que ella, junto con todo un grupo de potenciales terroristas somalíes, residía ilegalmente en el país. Se hizo pasar por asistenta para infiltrarse en las familias más importantes del barrio de Djursholm. Llevamos más de un mes interrogándola a ella y sus cómplices. Dentro de nada les pillaremos.

– Ah, sí, ahora me acuerdo -dijo Hultin caústico-. ¡Eso es! Siete niños somalíes, sus cinco madres y padres y un pastor de Spånga. ¡La unidad de élite! Sentenciados a expulsión y aterrorizados, se ocultaban en un pequeño apartamento en Tensta, protegidos por la iglesia del barrio. Menudo triunfo. Siete niños. ¿Habéis interrogado también a los niños durante un mes en vuestros sótanos?

– ¿Sabes para qué utilizan a los niños los terroristas modernos? -preguntó Gillis Döös con el semblante muy serio.

– Dejemos ese tema por el bien de mi úlcera -replicó Hultin con un gesto relativamente conciliador-. ¿Y qué habéis sacado del cegado Trepljov en Algotsmåla?

– Está claro que se trata de un ajuste de cuentas del mundo del hampa -dijo Grahn-. Alguien quería entrar en los dominios de Igor e Igor. Hoy en día las distintas facciones de la mafia se encuentran más o menos en guerra abierta por el dominio del mercado sueco.

– ¿Y el vínculo con el Asesino del Poder? -preguntó Hultin suavemente.

– Estamos investigando las conexiones entre los somalíes y los rusos. Con toda probabilidad se trata de una conspiración entre los dos grupos con cimientos en el viejo comunismo.

Hultin enderezó un poco la espalda, conservando todavía un aspecto bastante apacible. Söderstedt y Norlander temieron los daños colaterales de un cabezazo bien dirigido en una habitación como ésa. Sin embargo, en su lugar, Hultin optó por asestar un cabezazo metafórico; siguió con voz suave:

– Durante más de un mes habéis entendido que localizar a Igor e Igor era de gran importancia para nuestra investigación, al menos habréis visto la orden de busca y captura en los periódicos. Habéis obstaculizado grave y conscientemente una investigación que anoche, en la tele, sin ir más lejos, el jefe de la DGP consideró la más importante desde el asesinato de Olof Palme. Además de eso, habéis empleado el nombre de la policía criminal como tapadera para un encubrimiento no sólo contrario a cualquier norma del cuerpo sino también absolutamente ilegal. Todas estas acciones no sólo son faltas graves en el ejercicio de vuestras funciones, sino también directamente criminales. Ahora mismo voy a ir al jefe de la DGP para informarle de vuestras actividades y calculo que esta tarde ya no estaréis en el cuerpo. Podéis empezar a hacer las maletas ahora mismo.

– ¿Nos estás amenazando? -preguntó Gillis Döös mientras se levantaba.

– Yo diría que más que una amenaza se trata de una promesa -aclaró Hultin mostrando una afable sonrisa.

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