8

La mañana del 2 de abril, Paul Hjelm, sentado a la mesa del desayuno, contemplaba a su familia con nuevos ojos. El desayuno del día anterior había sido ingerido por una persona aniquilada; esta mañana era él, resucitado, quien comunicaba a la familia su renovada situación vital. Recibieron con moderado entusiasmo la noticia de su traslado al centro de la ciudad.

– Normal -dijo Danne observándolo con la misma mirada, o eso le pareció a Hjelm, que había fijado en la sangre de la menstruación de su madre unos días antes-. Eres el héroe de Hallunda.

– Está claro que es un premio que te saquen de este gueto -dijo Tova, y desapareció antes de que pudiera preguntarle de dónde había sacado esa palabra.

¿De él?

¿Había estado esparciendo un montón de mierda a su alrededor sin ser consciente de ello? ¿Había ofuscado la mente de una futura generación que tenía muchas y mejores posibilidades que la suya de convivir con lo extraño? ¿De tomar parte de lo extraño? ¿De no temer a lo extraño?

Mire dentro de su corazón, Hjelm.

Y su corazón le había sido desvelado por un segundo, sólo por un segundo, y ahora intentaría olvidarse de esa visión con un cúmulo de trabajo. Y ningún miembro de su familia tendría nunca la menor idea de lo cerca que había estado del abismo. Ellos vieron al héroe; él vio al cadáver.

A salvo, pero también trasladado. Quizá un policía de origen extranjero ocuparía su plaza en Fittja, y quizá, gracias a ese cambio, la policía del distrito de Huddinge saldría ganando.

Los niños habían desaparecido y cuando estaba a punto de sacar el tema con Cilla ella también desapareció.

Cuando se levantó para marcharse al centro de la ciudad se sintió más solo que nunca. Pero también preparado. Para convertirse en otro.

Quizá intuyera ya que ese caso iba a ser diferente a todo lo que él había conocido hasta el momento.

Extraño.

Levantó el periódico y echó un rápido vistazo a los principales titulares: «Doble asesinato de destacados empresarios suecos. ¿La mafia italiana en Estocolmo?».

Suspiró pesadamente y se fue.


Una fría brisa que no llegaba a decidir del todo si pertenecía a los poderes del invierno o a los de la primavera encrespaba ligeramente la superficie del agua. Unas olas un poco más densas daban, de vez en cuando, un empujón a alguna de las pequeñas yolas, que se desplazaban unos pocos metros. Una decena de estas pequeñas embarcaciones se mecían de un lado a otro sobre los hombros de Neptuno en la bahía de Stora Värtan, dejando su huella en casi todo el recorrido hasta el horizonte en forma de pequeños puntos de diferentes tamaños.

– ¡Qué historia más terrible! -dijo de nuevo el hombre con gorra de marinero-. Y los dos. Dos de nuestros miembros más destacados. Si uno no puede estar seguro ni siquiera en su propia casa, entonces ¿qué se puede hacer? ¿Es que las personas honradas vamos a tener que contratar a una empresa de seguridad?

Hjelm y el hombre de la gorra de marinero estaban en uno de los seis embarcaderos que se extendían en paralelo desde la playa hacia el rompeolas y enmarcaban el puerto deportivo de Viggbyholm. Sólo había unos pocos barcos en el agua, pero en tierra tenía lugar una febril actividad de preparación de las embarcaciones para la temporada. La gente corría de un lado a otro con algo que supuestamente debía parecerse a una indumentaria de trabajo, y un denso y sofocante hedor a epoxi y barniz se desprendía de las ruidosas lijadoras.

– ¿Así que éste es el lugar donde iba a amarrar el barco de Bernhard Strand-Julén? -preguntó Hjelm señalando un punto en el agua.

– Sí, y el de Daggfeldt aquí, en el embarcadero número tres. Aún no ha llegado el momento de botarlos. Tengo que reconocer que tuve un verdadero shock esta mañana cuando leí el periódico.

– Yo también -dijo Hjelm.

– ¡Qué titulares! ¿Es verdad que ha venido un sicario de la mafia siciliana para eliminar a toda la industria sueca? ¿O, como decía el otro periódico, que ha resucitado la Baader-Meinhoff? Parece increíble. ¿Y qué hace la policía?

– Esto -replicó el policía, y echó a andar hacia tierra.

– Bueno, no tenía ninguna intención de criticar -se apresuró a aclarar el hombre siguiendo servilmente a Hjelm con pequeños pasos-. Más bien quería decir: ¿qué puede hacer la policía contra fuerzas así?

– Esto -repitió el policía.

Entraron en el imponente edificio del club náutico en Hamnvägen. El hombre invitó a Hjelm a entrar en su despacho; luego se sentó tras la mesa con aire distraído, como si estuviera pensando en otros asuntos. Sacó un abrecartas y se puso a abrir un sobre. Hjelm carraspeó.

– Perdóneme -dijo el hombre dejando el abrecartas y la carta-. No me encuentro muy bien.

– ¿De modo que usted los conocía?

– Bueno, no, en realidad no, sólo como se conoce a los socios, ya sabe. Charlábamos un poco sobre barios, superficie de velamen, vientos, pronóstico del tiempo. Cosas así.

– ¿Ellos se conocían? ¿Se relacionaban aquí en el club?

– La verdad es que no lo sé. Eran bastante diferentes como navegantes, así que no lo creo. A Daggfeldt le gustaba navegar con su familia, siempre se llevaba a Ninni y a los niños en el Maxi. La hija mayor, que tendrá unos dieciocho o diecinueve años, empezaba a cansarse un poco, creo recordar; y al chaval, con un par de años menos, tampoco le entusiasmaba que digamos. Y Ninni, su mujer, se mareaba nada más pisar el embarcadero. Aun así siempre se mostraba contenta y entusiasmada. Mucha ilusión pero mucho mareo, como todas, solía decir Daggfeldt riéndose. De todos modos, era importante para él llevarse a toda la familia. Supongo que no había muchos momentos en los que pudieran estar juntos de verdad, aunque seguro que también se caldeaba bastante el ambiente allí fuera, entre los islotes del archipiélago. Me daba esa sensación.

Hjelm se asombró de la cantidad de información que se podía sacar charlando un poco sobre la superficie de velamen y el pronóstico del tiempo.

– ¿Y Bernhard Strand-Julén? -preguntó para alimentar la locuacidad del otro.

– Nada que ver. Un capitán serio cien por cien. Tenía un barco Swann de los más pequeños, pero que aun así apenas cabía en el puerto. Siempre con tripulaciones que daban la impresión de ser muy profesionales; dos o tres chavales jóvenes con el mejor equipamiento y siempre diferentes. Ropa flamante de las mejores marcas.

– ¿Siempre diferentes?

– O sea, la tripulación. Solía cambiar la tripulación; sin embargo, siempre parecía muy bien preparada. Profesional. El tipo de chicos que participan en regatas como Whitbread Round the World Race, para entendernos. Aunque más jóvenes, claro. Tienen un aspecto característico. Como los nadadores; todos tienen la misma constitución física.

– ¿En este caso muy jóvenes, rubios y bronceados? ¿Con un nuevo equipamiento en cada ocasión?

El hombre parpadeó unas cuantas veces y algo le hizo fruncir un instante la nariz; posiblemente su propia indiscreción, pero ¿no era una reacción exagerada para ser sólo eso? «Aquí se esconde algo más -pensó Hjelm-. A por ello.»

– Vale -se arriesgó Hjelm-. Me importa una mierda si Bernhard Strand-Julén era pedófilo y le ponía tener a treinta y cinco chavales a la vez en… cómo se llama, el camarote. ¿No sabe dónde podría contactar con alguno de esos chicos? El caballero está ahora, por decirlo de alguna manera, por encima de la ley. Intocable.

– Pero su reputación no es intocable… Todo muere menos la reputación del hombre muerto, [11] ya sabe… Además, tiene esposa…

– Es posible -se arriesgó Hjelm de nuevo- que usted no haya participado personalmente como proxeneta en aquellas navegaciones tan serias y profesionales de Bernhard y sus guapos grumetes. Pero si no está dispuesto a darme más información me encargaré de que este asunto se investigue meticulosamente. Proxenetismo homosexual, es posible que con menores de edad implicados, en uno de los clubs náuticos más prestigiosos del país. Vamos, señor Lindviken. Ya sabe usted que un rumor es suficiente para… El capitán ya no está, deme a sus grumetes. Por lo menos a uno de ellos.

El hombre se estaba mordiendo los nudillos. La conversación había dado un giro radical, y muy rápido. Aprovéchate del desconcierto, pensó Hjelm; en algún lugar, allá en el fondo, se esconde un complejo de culpabilidad.

Por un instante le pareció que estaba hablando consigo mismo.

– Diez segundos, luego me lo llevaré a comisaría para un interrogatorio en condiciones.

– ¡Dios mío, pero si yo no he hecho nada! Sólo callar lo que he visto; una gran parte de mi trabajo aquí consiste en no ver ni hablar.

– De momento, a mí me parece más bien que usted, Arthur Lindviken, es la cabeza de una gran red de pedofilia aquí en Viggbyholm. Cuantos más nombres y direcciones sea capaz de pronunciar en los próximos diez segundos, más probabilidades hay de que no tenga que enfrentarse a esa terrible sospecha en las miradas de todos los miembros del club. Por no hablar del juez. Siete segundos. Cinco.

– ¡Espere! -gritó Arthur Lindviken-. Tengo que buscar…

Se acercó, casi tambaleándose por las prisas, hasta un cuadro de la pared y lo descolgó. Giró tan rápido como pudo la cerradura de una caja fuerte, la abrió, sacó un grueso archivador y se puso a hurgar en el apartado de la letra S. Consiguió dar con una tarjeta postal con una estatua de Dioniso, varonil en todos los sentidos de la palabra. Una deidad con porte verdaderamente viril. En la tarjeta estaba escrito a lápiz muy fino: «Strand-Julén» y con bolígrafo «Ahora nos largamos. Siempre puedes llamar. 641 12 12. PD ¿Te acuerdas del cuento de los tres machos cabríos? Tú eres el más grande de ellos».

– Se le cayó aquí mismo, en el despacho. Guardo objetos perdidos en esta caja fuerte. Y los marco por si alguien los reclama.

– Objetos perdidos en la caja fuerte… ¿No tendrá por casualidad algún objeto perdido en la letra D?

– ¿Daggfeldt? No.

– Mire a ver.

Lindviken clavó la mirada en Hjelm.

– ¿No cree que sé exactamente lo que tengo aquí?

Abrió el compartimento de la D mostrándoselo a Hjelm. Estaba vacío.

Hjelm se levantó y agitó en el aire la postal de Dioniso.

– Yo me quedo con ésta. Supongo que ya no le sirve de gran cosa. Y conserve el archivador. Puede que vuelva a necesitarlo.

Cuando pasó por delante de la ventana, Arthur Lindviken permanecía sentado tras su mesa. El archivador temblaba sobre sus rodillas.

Por un momento se preguntó si no había sido demasiado duro. Estaba habituado a tratar con individuos curtidos en mil batallas que se sabían el reglamento de memoria, que conocían todos los trucos y todas las salidas, cuándo callar y cuándo mentir.

El viento había arreciado bastante. En la bahía, las pequeñas yolas ya no estaban. Como si se las hubiese llevado el viento.


Era todavía por la mañana cuando Hjelm aparcó su anónimo Mazda de empresa delante del campo de golf de Kevinge. Un desconcertante número de personas dedicaba esa mañana de comienzos de abril a lanzar pelotas, cubo tras cubo. Sacó el móvil y marcó un número.

– Información telefónica -contestó una mujer.

– 08-641 12 12, por favor.

– Un momento -dijo la voz femenina, que dejó que transcurriera ese momento y volvió-: Jörgen Lindén, Timmermansgatan 34.

– Gracias -dijo Hjelm mientras apuntaba el nombre. Delante escribió un cuatro. Seguramente podría hacer esa gestión también antes de la reunión a las tres.

Dejó el coche y echó a andar subiendo la escalera en dirección a la entrada del club de golf. En la recepción había una chica joven.

– Hola -le saludó la chica.

– Hola -respondió Hjelm, y le enseñó la placa-. Policía criminal. Se trata de dos ex socios.

– Creo que sé a quiénes se refiere -dijo ella haciendo un gesto con la cabeza en dirección al ejemplar matutino del Svenska Dagbladet que se hallaba sobre el mostrador.

Hjelm asintió.

– Eran socios de aquí, ¿verdad?

– Sí. Y creo que jugaban bastante. Los dos me solían saludar y se quedaban un rato a charlar cuando venían.

– ¿Sabe si jugaban juntos? ¿Los vio juntos en alguna ocasión?

– Bueno, no era una pareja de jugadores habitual, no… Tampoco recuerdo haberles visto juntos. Supongo que en alguna ocasión coincidirían en un grupo con más gente, después de la vuelta. Son de ese tipo de jugadores que suelen reunirse al acabar para hablar de otras cosas aparte del golf.

– ¿Qué quiere decir con «ese tipo de jugadores»?

– Los no golfistas.

Hjelm hizo una breve pausa.

– ¿Usted compite, verdad?

– Mmm.

– Y no le caen bien los que sólo vienen aquí para… bueno, para regodearse, hacer amistades y ver a los colegas. Aunque sea una chica de Danderyd de toda la vida no traga del todo a los «no golfistas», pues son ellos los que dan al deporte ese aire de frívolo esnobismo tan difícil de eliminar.

– Muy psicoanalítico -dijo la chica de Danderyd de toda la vida.

– ¿Cuál es el procedimiento habitual? ¿Se puede salir al campo a jugar directamente al llegar o hay que fichar de alguna forma?

– Tenemos un libro de visitas en el que firman todos los que juegan.

– ¿Puedo echar un vistazo?

– Tiene los codos encima. Disculpe, pero llegan clientes.

– No -dijo Hjelm-. Mientras voy hojeando las últimas semanas del libro este, ¿por qué no entra usted un momento en ese estupendo ordenador que tiene ahí para averiguar cuándo se hicieron socios Daggfeldt y Strand-Julén?

– Enseguida estoy con ustedes, disculpen -dijo ella por encima del hombro de Hjelm a un par de canosos caballeros ataviados con sendos jerséis de lana escocesa clásicos a más no poder. Hjelm escuchó con disimulo su conversación mientras repasaba el libro de visitas.

– Bueno, bueno, lo que hay que ver -comentó el mayor de los dos-. ¿Has leído el Svenska Dagbladet, no?

– Sí, ya lo creo que lo he leído. ¿Es que una persona honrada va a tener que contratar una empresa de seguridad hoy en día? Buena gente, te lo digo yo, amigo mío, muy buena gente. Tanto Daggstett como Julén-Strand. Yo los conocía personalmente. ¿Crees que han sido los comunistas?

– Por amor de Dios, la verdad es que ya no sé qué pensar. Pero lo que está claro es que no te puedes fiar nunca de esos cabrones. Dicen que incluso hay uno en la sección cultural del Svenska Dagbladet.

– Pero bueno, ¿qué estás diciendo? ¿Un infiltrado? ¿Una embolia en el mismísimo corazón? De verdad que la pobre patria va de mal en peor.

– Sí, desde luego. No hemos vivido semejante cosa desde que dejaron a ése, ¿cómo se llamaba…? ese comunista al que permitieron escribir crónicas en la página cultural.

– Lundstedt.

– Eso es: Arvid Lundstedt. Por no hablar de aquel redactor jefe rojo que algún pobre diablo, en una especie de ataque de tolerancia malinterpretada, dejó ocupar el mismo trono del periódico.

– ¿Te refieres a Yxkull? ¿Yxkull el Rojo?

– Ese mismo.

Hjelm abandonó a los señores a su suerte, no del lodo difícil de prever, dicho sea de paso, y recibió una nota de la chica antes de que ella, sonriente, se dirigiese a los caballeros. Hjelm la interrumpió.

– Aún no he terminado del todo. El señor D se inscribió en el año ochenta y dos -dijo de modo críptico para evitar la atención de los otros señores-. Y el señor S-J no lo hizo hasta el ochenta y cinco. ¿Guardan todavía los libros de visitas de esos años?

La chica se volvió a disculpar ante los socios, que no dudaron en dejarse seducir por su blanca dentadura.

– Una chica muy simpática -oyó Hjelm a su espalda-. Tengo entendido que está en el número diez del ranking europeo.

– ¿Podemos entrar en el despacho? -preguntó Hjelm.

Entraron en el despacho.

– ¡Diez en el ranking europeo! -exclamó Hjelm una vez dentro.

Ella sonrió.

– Bueno, estos queridos viejos me confunden con Lotta Neumann. Diez años más o menos no significan gran cosa a su edad.

– ¿Conservan los viejos libros de visitas?

– Sí, están en el archivo. Puedo ir a buscarlos.

– Muy bien. Todos desde el año 1982 hacia delante. Me los tengo que llevar, pero los devolveré. También el del mostrador. Tendrán que empezar otro nuevo. En cuanto hayamos acabado con ellos los traeré. Un par de días como mucho.

– No, el de fuera no se lo puedo dar. Lo estamos usando.

Suspiró. Hubiera querido no verse obligado a recurrir al lenguaje del poder.

– Escúcheme. Se trata de un doble asesinato, y puede haber muchos más. Dentro de poco su clientela podría ser borrada de la faz de la tierra. Tengo autoridad para que incluso esos abuelos de ahí fuera se pongan a hablar de estado policial. ¿Vale?

Ella salió cabizbaja.

Nunca dejaba de sorprenderle la cercanía entre el lenguaje normal y el lenguaje del poder. Unas sutiles variaciones, hágase la acción y… la acción se hizo. Bastante útil en boca de la persona adecuada. Bastante terrible en boca de la persona equivocada.

Salió a un radiante sol primaveral cargado con una enorme caja llena de viejos libros de visita. No hacía nada de viento. Un tiempo perfecto para el golf. Creyó Hjelm. El único indicio de que había llegado bien era un viejo y amarillento letrero al lado del timbre con la inscripción «Mimer», medio arrancado y escrito a mano. Ese timbre era uno entre la decena de botones que había junto a una puerta situada en el subsuelo, medio tramo de escaleras por debajo de un callejón del casco viejo de nombre Stallgränd. Pulsó el botón y, a través de una pequeña y oxidada reja que ocultaba un telefonillo, resonó una voz estentórea.

– ¿Sí?

– No sé si he llegado bien. Busco la Orden de Mimer.

– Ésta es la Orden de Mimer. ¿En qué puedo servirle?

– Policía criminal. Es sobre un asunto que concierne a dos de sus socios.

– Pase.

La cerradura produjo un breve zumbido y Hjelm empujó la vieja y destartalada puerta. Tuvo que agacharse para pasar. El recibidor era pequeño y tenebroso, el ambiente polvoriento y húmedo; se encontraba en un edificio medieval que no parecía haberse reformado nunca. Se quedó parado un momento para acostumbrar los ojos a la oscuridad. Por una puerta apareció un hombre viejo, alto y nervudo, envuelto en una extraña capa de color lila. Le tendió la mano a Hjelm y, si no hubiese sido porque había estudiado la naturaleza del fenómeno de las órdenes, sin duda habría intentado dislocarle el brazo a aquel individuo y habría procurado, a la vez, no dejar al descubierto su cuello.

– Buenos días -dijo el hombre con unos recursos de voz que, al igual que el propio individuo, no parecían de este mundo-. Soy David Clöfwenhielm, guardián de la Orden de Mimer.

– Paul Hjelm -dijo Paul Hjelm estrechándole la mano. Como cabía esperar, el apretón de manos del hombre le resultó bastante firme-. No es precisamente la sede de los masones, si me permite la comparación.

– Aún no ha visto el interior -resonó la garganta dorada de David Clöfwenhielm-. Y tal vez tampoco va a tener el gusto. Eso dependerá de la naturaleza de su visita.

– Guardián… -quiso saber Hjelm-. ¿Es algo así como un gran maestro?

– Evitamos ese tipo de títulos ya que entonces nuestra orden correría el riesgo de ser considerada una variante menor de la Masonería. Por cierto, ¿sabe usted quién es el gran maestro de los masones?

Hjelm negó con la cabeza.

– El Príncipe Bertil -dijo Clöfwenhielm.

– ¿Pero el Príncipe Bertil sigue vivo? -preguntó Hjelm. Clöfwenhielm dejó escapar un ruido atronador que no pudo identificarse con la risa hasta que el eco alcanzó la décima reverberación. Al parecer, existía cierta animosidad entre órdenes.

– Pase, señor comisario.

– Gracias -dijo Hjelm sin la menor intención de corregirlo; sin duda, cualquier ascenso podría serle útil en este ambiente.

Bajaron despacio por una larga y serpenteante escalera. Las sólidas paredes de piedra rezumaban humedad y el techo era tan bajo que el larguirucho Clöfwenhielm parecía doblado por la mitad. A lo largo de la pared, colgaban antorchas resistentes a la humedad. Al final llegaron a una minúscula habitación con unos escudos repartidos por los muros, una gruesa cortina aterciopelada que cubría la pared del fondo y un enorme escritorio de roble. Encima del escritorio había dos queseras, con unas pequeñas marcas de humedad que aparecían y desaparecían de las opacas y empañadas superficies de plástico. Clöfwenhielm levantó una de las queseras y puso en marcha un pequeño y ultramoderno ordenador portátil, un milagro del anacronismo. Se sentó tras el escritorio.

– Doy por descontado que usted, de una u otra forma, querrá consultar nuestros registros -tronó con esa voz que en el ambiente relativamente luminoso de arriba le había parecido fuera de lugar, pero que ahora se encontraba en su elemento-. Por favor, siéntese, señor comisario jefe.

A este ritmo llegaré a director general de la policía dentro de nada, pensó Hjelm, y se sentó en una pequeña silla frente al guardián.

– Su suposición no resulta de ninguna manera errónea, señor guardián -dijo Hjelm zalamero-. Se trata de dos miembros de su orden. Los dos han sido asesinados en el transcurso de unos pocos días.

Clöfwenhielm no pareció precisamente conmocionado; quizá un poco pensativo. Se ajustó la capa por el cuello.

– Los hermanos de la Orden de Mimer ocupan normalmente posiciones sociales en un nivel en el que apenas existen actos violentos. ¿Insinúa usted que esto tiene algo que ver con la orden?

– En absoluto. Estamos investigando los ámbitos en los que puede haber vínculos entre las dos víctimas para, ante todo, impedir más crímenes. La filiación de ambos a esta exclusiva orden es uno de esos vínculos.

– Entiendo. ¿De qué personas se trata?

– ¿El señor guardián no lee la prensa?

– Llevo mucho tiempo sin hacerlo -aclaró Clöfwenhielm-. Para poder ofrecer a la orden una dedicación completa, no sólo me he jubilado de mi trabajo sino también de esas prácticas del mundo exterior que encuentro repugnantes. Cuando se alcanza cierta edad, uno se lo puede permitir.

– Y cierto estatus económico.

– Naturalmente -replicó Clöfwenhielm con tono neutro.

– ¿Cuántos miembros tiene la Orden de Mimer?

– Sesenta y tres -contestó Clöfwenhielm, y añadió-, elegidos con criterios muy rigurosos. Por consiguiente, ahora sesenta y uno -se corrigió.

– Naturalmente -replicó Hjelm con tono neutro-. ¿Los conoce en persona?

– Lo que ocurre dentro de la orden tiene muy poco que ver con lo personal. Nos ocupamos de lo suprapersonal y lo transpersonal. Además, en los rituales acostumbramos a llevar capas, más o menos como esta que llevo ahora, y máscaras que representan a los dioses nórdicos. Raramente veo las caras. Pero ya estamos entrando en información clasificada.

– Top secret.

– Eso es -dijo Clöfwenhielm sin poner en duda por un segundo la curiosa elección de palabras.

– Hay una cosa que me despierta mucha curiosidad -dijo Hjelm-. Para alguien no iniciado en absoluto: ¿qué es lo que hace de las órdenes algo tan atractivo para ciertos grupos sociales?

– Podría idealizarlo y decir que nos une el deseo de ampliar la consciencia, abrir el camino a zonas inexploradas del alma, pero no sería del todo acorde con la realidad. No puedo negar que gran parte de la escoria propia del mundo que yo he abandonado acompaña a los hermanos de la Orden cuando entran aquí: el prestigio, el sentirse elegido y superior, la necesidad de hacer contactos, el deseo de librarse de las mujeres, un sentimiento a menudo artificial de la tradición. Nuestra Orden de Mimer se remonta al goticismo de Geijer, un movimiento romántico y patriota de principios del siglo XIX; algo de lo que el noventa por ciento de los miembros no tiene ni idea. Si yo exigiera de los hermanos la misma pureza y el mismo entusiasmo que me exijo a mí mismo, me quedaría aquí solo sermoneando. Algo que, ahora que lo pienso, quizá no estaría del todo mal. -Clöfwenhielm suspiró un poco y retomó su habitual y atronador tono de voz-. Bueno, ¿cómo se llamaban los dos hermanos que han abandonado el mundo de los vivos?

– Kuno Daggfeldt y Bernhard Strand-Julén.

El Guardián de la Orden de Mimer dejó que los dedos recorrieran el teclado.

– Entiendo -dijo dubitativo-. Hemos vuelto a traspasar ligeramente la frontera mágica del silencio.

– ¿Quiere decir que se trata de temas confidenciales?

– Por lo menos nos hallamos en una zona fronteriza. Déjeme pensar.

Paul concedió a David Clöfwenhielm tiempo para pensar.

– No -concluyó al final-. Asistir a las fuerzas del orden en la investigación por el homicidio de dos de nuestros hermanos debe tener prioridad. Acérquese, Hjelm.

Eso hizo. Contempló la pantalla por encima del hombro de Clöfwenhielm.

– Como puede ver, dejo que los nombres pasen de manera relativamente rápida por la pantalla para que no se sienta tentado a retener demasiados. A veces verá un pequeño asterisco, una estrella. Eso ocurre delante de los dos nombres que usted ha mencionado, por ejemplo. Aquí tenemos a Daggfeldt y Strand-Julén. Asterisco en los dos. En total hay una decena. Puede volver a sentarse, Hjelm.

Hjelm hizo lo que Clöfwenhielm le ordenó. Se sentía como un colegial. Al parecer, su carrera de ascensos era ya historia.

– El asterisco significa, dicho de modo sencillo, que ya no son miembros de la Orden de Mimer.

– ¿Quiere decir que no han pagado la cuota anual?

Retumbaron unas ensordecedoras carcajadas.

– Esto es una orden, amigo mío, no un club de golf. No, los asteriscos los he añadido por razones bien distintas. Los miembros señalados eligieron establecer una suborden dentro de la Orden de Mimer, la llamada Orden de Skidbladner. [12] Dicho vulgarmente, actúa como una filial, de manera independiente, pero al final siempre debe responder ante la casa matriz. Querían desarrollar ciertas ideas rituales que no encontraron eco dentro de la Orden de Mimer, o sea en mí, pero aun así no querían abandonarla. Quiero puntualizar que la fundación de la Orden de Skidbladner no responde a ningún conflicto.

– ¿Nada de rumores de descontento por los pasillos?

– Aquí no hay pasillos ni rumores. Si de alguna forma han surgido divergencias ha sido a nivel más bien personal y, como queda dicho, ese nivel a mí no me interesa.

– ¿Se acuerda de quién o quiénes fueron los impulsores de esa ruptura?

– Cuando me plantearon el tema, hará unos seis meses o así, llevábamos todos máscara tras celebrar una intensa ceremonia. No sé quién o quiénes lideraron todo aquello, pero acepté su propuesta, pues yo no dirijo ningún reformatorio. La estructura administrativa me pareció aceptable; sin embargo, esperaba algún informe respecto a sus avances y temas por el estilo, y no me ha llegado ninguno.

– ¿En qué radica la diferencia entre la Orden de Mimer y la de Skidbladner? ¿Qué era lo que querían desarrollar?

– No me puede forzar a entrar más en los dominios vedados por el voto de silencio, agente. Se trata de detalles rituales. Nada radical. Una voluntad de desarrollar más ciertos aspectos ceremoniales.

– Pero estoy seguro de que me puede proporcionar una lista de los nombres con asterisco -dijo el policía ahora degradado a agente.

Sólo dos pulsaciones, un traqueteo debajo de la quesera número dos y el guardián de la Orden de Mimer, David Clöfwenhielm, la levantó y esperó a que una microscópica impresora de inyección de tinta expulsara dos hojas tamaño A-4.

– Doy por descontado que estos papeles van a ser objeto de la misma discreción y delicadeza que ha mostrado hoy hacia nuestra orden, Hjelm. Me produciría mucha indignación si los medios de comunicación les echaran el guante.

– A mí también -dijo Hjelm.

Se levantaron los dos y se estrecharon la mano.

– Se lo agradezco mucho, señor guardián -dijo Hjelm y continuó-. Sólo una pequeña pregunta más: ¿cuáles son realmente los objetivos que se pretenden conseguir en una orden?

– ¿Objetivos? -replicó Clöfwenhielm asombrado. Acto seguido estalló en atronadoras carcajadas.

Las repetidas ondas expansivas de su risa parecían empujar a Hjelm escalera arriba y expulsarlo por la puerta a Stallgränd.


«En abril aguas mil», pensó Hjelm contemplando los chorros de agua que resbalaban por el ventanal de la cafetería. En abril el tiempo es caprichoso como el destino. Alguna que otra persona cruzaba Västerlånggatan con el cuello del abrigo subido y corría pegada a las fachadas de los edificios, buscando refugio bajo unos balcones que no existían. La lluvia azotaba los grandes ventanales del Café Gråmunken y la luz brillaba por su ausencia. Entornó los ojos intentando fijar el texto impreso en las hojas de la Orden de Mimer. De repente, un rayo iluminó la cafetería con una luz lila que por un momento le bloqueó la retina. No veía nada.

– Muchas gracias, maldita sea -dijo Hjelm en voz alta dirigiéndose al rayo.

– Muchas de nadas, maldita sea -contestó la chica con el delantal blanco antes de servirle otro café.

Hjelm la contempló sorprendido. No era más que una silueta lila.

Cuando recuperó la visión siguió ojeando la lista. Allí estaban las direcciones de casa y trabajo de los hermanos pertenecientes a la extraña facción rebelde denominada Orden de Skidbladner. Encontró dos direcciones que estaban por el casco viejo, cerca de allí, una de un domicilio en Prästgatan y otra de un lugar de trabajo. Teniendo en cuenta que sólo eran las doce y pico, optó por el lugar de trabajo: una empresa de informática situada en Österlånggatan. No tenía tiempo para esperar a que escampara, de modo que apuró de un trago lo que le quedaba de café y salió corriendo, cogió Västerlånggatan hasta Järntorget, cruzó la plaza y entró por la calle gemela: Österlånggatan. Delante de la dirección correcta, pulsó el telefonillo de la empresa ComData y una flemática voz de secretaria le abrió la puerta con desgana. Subió dos tramos de escalera hasta un piso de cinco habitaciones convertido en oficina. La secretaria era una señora excesivamente maquillada y con el pelo recogido en un moño. Le acercó tanto la placa que las gotas de agua arrugaron sus ordenados papeles.

– Aparte eso de aquí -dijo indignada.

– Policía criminal. Quiero hablar con Axel Strandelius.

– El director está ocupado en este momento. Supongo que no ha reservado cita.

– Tiene medio minuto para anunciar mi visita. Luego entro en su despacho.

El mismo lenguaje le había funcionado esa misma mañana. Y volvió a funcionar ahora. Se abrió una puerta y un hombre impecablemente vestido de unos cincuenta años, tipo ejecutivo modelo A, le invitó a entrar en su despacho sin pronunciar palabra.

– Me ha dicho Sara que es de la policía -dijo acomodándose tras su mesa-. ¿En qué puedo servirle?

– ¿Es usted Axel Strandelius? -preguntó Hjelm.

– Sí -confirmó el hombre-. Es correcto.

– ¿Es usted miembro de la Orden de Skidbladner?

Strandelius se quedó callado un instante.

– Ahora entramos en un terreno que roza el secreto y el voto de silencio -dijo al final.

Esas palabras le resultaron familiares a Hjelm.

– Conozco las reglas. Lo único secreto son los rituales. La filiación en sí es oficial.

– Aunque la orden en cuestión, en realidad, no es oficial todavía…

– Ya sabe por qué estoy aquí. Veo que tiene el Svenska Dagbladet, el Dagens Nyheter y el Dagens Industri. En los tres aparece en portada, o sea que esto no es ningún juego ni acoso policial sino una cuestión de vida o muerte. Su vida y su muerte. Daggfeldt y Strand-Julén formaban parte de ese pequeño grupo rebelde que hace unos seis meses se escindió de la Orden de Mimer. Eso quiere decir que usted mismo se encuentra en peligro.

Al parecer, la reflexión de Strandelius no había llegado hasta esos extremos. Se encogió, literalmente, unos veinte centímetros en su silla.

– Pero por Dios, la Orden de Mimer es de lo más pacífico que se pueda imaginar. No creo que haya nadie que…

– La conexión más evidente que hemos encontrado entre los dos hombres, asesinados exactamente de la misma manera y en un intervalo de dos días, es esa pequeña Orden de Skidbladner. Resulta que ambos eran dos de los doce afiliados. Eso es suficiente para mí. Quiero que me conteste a dos preguntas. Primero: ¿quiénes fueron los impulsores de la escisión de la Orden de Mimer? Segundo: ¿quiénes fueron los opositores más enconados a la ruptura?

Strandelius reflexionó. Era un hombre del mundo de la informática, así que estuvo un rato estructurando y analizando el tema. Luego contestó de modo tan numérico como Hjelm había formulado las preguntas.

– Primero: Daggfeldt y Strand-Julén estaban, efectivamente, entre los que lideraron la iniciativa, pero la idea partió de Rickard Franzén. Creo que él también fue el más activo a la hora de ponerlo en marcha. En un nivel más o menos parecido al de Daggfeldt y Strand-Julén estaba Johannes Norrvik. Arriba del todo Franzén, luego Daggfeldt, Strand-Julén y Norrvik. A los demás, más que nada nos pareció una idea interesante y nos apuntamos. Segundo: me temo que respecto a ese tema no le puedo servir de gran ayuda. Había una corriente general de oposición subyacente que se le escapó por completo al etéreo Clöfwenhielm. Creo que fue Franzén el que más críticas tuvo que aguantar; en cualquier caso, él debería saber quién le atacó más duramente. Si, y enfatizo el «si», resulta que es esto lo que se esconde detrás de los asesinatos, entonces yo diría que, por lógica, la siguiente víctima sería Franzén.

– Muy bien resumido -reconoció Hjelm, y se despidió.


La lluvia había desaparecido como si se la hubiese llevado el viento. O, mejor dicho, el viento se había llevado la lluvia. En la bahía, los fuertes vientos primaverales moldeaban fugaces esculturas de espuma sobre la superficie del mar.

«En abril aguas mil», pensó Hjelm de nuevo.

Estaba parado ante un semáforo en rojo cerca de la plaza de Södermalmstorg con la vista puesta en la figura colgante del restaurante La góndola, al otro lado de Slussen; aunque más que una góndola parecía un vagón de metro atado a un potro de tortura.

«Los jardines colgantes de Babilonia», pensó Paul Hjelm, y el semáforo se puso en verde.

Enfiló su Mazda por Hornsgatan, pasó los recién levantados bloques de oficinas que flotaban como cajas de zapatos por encima del túnel de Söderleden y volvió a toparse con un semáforo en rojo.

«Los jardines colgantes de Babilonia», pensó Paul Hjelm otra vez, y el semáforo se puso en verde.

Dejó la joroba de Hornsgatan a un lado y la iglesia de María Magdalena al otro y volvió a encontrar un semáforo en rojo. Los peatones cruzaban por el paso de cebra en peculiares diagonales empujados por el viento que levantaba sus ropas. Observó a dos hombres que jugaban a la petanca en la plaza Mariatorget, en el camino de grava al lado del Café Tivoli, y con el rabillo del ojo le pareció ver cómo una ráfaga de viento se llevaba una de las pesadas bolas de metal, que le dio en todo el trasero al pequeño perro faldero que paseaba una señora por la plaza.

En ese momento el semáforo se puso en verde. Cambió al carril de la izquierda y no respetó del todo el del siguiente cruce, donde enfiló la calle Timmermansgatan.

El portal tenía una cerradura con código. Irritado, fue pulsando al azar los botones. Estuvo así durante dos minutos, probando con centenares de códigos. Sin éxito. Dio un paso atrás y de repente se encontró al lado de una chica joven con pelo negro y despeinado, enfundada en una cazadora de cuero. Le observó desconfiada.

– Policía -dijo Hjelm.

– ¿Es así como resolvéis vuestros casos? -quiso saber la chica.

Se la quedó mirando durante un buen rato mientras ella desaparecía caminando despreocupadamente hacia Maria Prästgårdsgata.

– Sí -dijo Paul Hjelm, y siguió pulsando con rabia los números de la cerradura codificada. Al final, el pequeño piloto rojo se iluminó y sonó un débil clic en la puerta. «Eso resume bien mi día hasta el momento», pensó justo cuando entraba. Buscó el nombre en el tablón que colgaba de la pared al otro lado de la puerta y subió los cuatro tramos de escalera.

En el buzón ponía Lindén. Llamó al timbre. Una vez. Dos veces. Tres veces. Cuatro veces. Después del cuarto timbrazo oyó unos ruidos sordos dentro de la casa y acto seguido un chico rubio de unos dieciocho años se asomó a la puerta. Un chándal Champion prendido con desgana a su cuerpo apenas le cubría, y el pelo apuntaba en todas direcciones.

– ¿Estabas durmiendo? -preguntó Paul Hjelm enseñándole su placa-. ¿Eres Jörgen Lindén, verdad?

El chaval asintió con la cabeza mientras intentaba en vano fijar la mirada en la placa, que no paraba de moverse de un lado para otro ante sus ojos.

– ¿De qué se trata? -preguntó Jörgen Lindén con voz de recién levantado.

– De un asesino en serie -dijo Hjelm, y entró en el piso abriéndose paso junto al chico.

– ¿Qué diablos está diciendo? -exclamó éste, y le siguió mientras se remetía la camiseta en los pantalones del chándal.

En el sofá de una de las dos estancias del apartamento había una manta arrugada. Al lado del sofá, un montón de ropa coronada por una gorra que Hjelm tuvo la sensación de que estaba del revés. Una gorra del revés al lado del sofá. En la otra habitación, la cama estaba hecha con primor. Las dos caras de la misma moneda, pensó Paul aún consciente de que era un tópico, y se acercó a abrir la ventana para que pasara un poco de aire desde un bonito patio con árboles agrupados y bancos de madera.

– Es la una -dijo-. ¿Siempre duermes hasta tan tarde?

– Tampoco es para tanto. Es que llegué tarde anoche.

– ¿En qué trabajas?

Lindén dobló la manta concienzudamente y se sentó en el sofá.

– Estoy en el paro.

– No parece que te vaya del todo mal viviendo del paro.

– ¿Qué quiere?

– ¿Supongo que no has leído el periódico de esta mañana?

– No.

– Bernhard Strand-Julén ha sido asesinado.

Jörgen Lindén, pese a su juventud, era la persona más acostumbrada a tratar con la policía de todas las que había visto Hjelm a lo largo del día. Consiguió conservar ese aire de vago e inocente desconcierto sin modificarlo de manera manifiesta. Posiblemente se le aclaró algo la mirada, pues detrás de ella el cerebro ya había empezado a trabajar.

– ¿Quién? -dijo.

– El director Bernhard Strand-Julén, ya sabes.

– No, no lo sé.

Hjelm sacó del bolsillo de su cazadora vaquera la tarjeta postal del sumamente viril Dioniso y la sostuvo delante de Lindén.

– Menuda potencia en esa polla, ¿no?

Jörgen Lindén observó la tarjeta sin pronunciar palabra. Hjelm continuó:

– ¿Es tu marca registrada o algo así? ¿Marketing? ¿Las vas repartiendo en el metro?

Lindén seguía callado. Miró por la ventana. El vendaval hacía que los cúmulos pasaran volando a toda velocidad. Hjelm siguió pertinaz:

– Y al darle la vuelta ¿qué nos encontramos aquí? «Ahora nos largamos. Siempre puedes llamar.» Y luego el número de este teléfono, no cualquier otro. -Hjelm señaló un teléfono inalámbrico que colgaba de la pared junto a la ventana-. Pero espera, ¿qué es esto? Hay más. Una pequeña PD: «¿Te acuerdas del cuento de los tres machos cabríos? Tú eres el más grande de ellos». Y creo que un pequeño análisis de la caligrafía, comparándola con ese cuaderno al lado de tu teléfono, revelaría sin duda cosas muy interesantes.

Hjelm se sentó en el sillón frente a Lindén.

– «Y el más grande de los machos cabríos atacó al trol, le corneó y le lanzó al aire tan lejos que desapareció para siempre. Luego la cabra se fue corriendo al prado. Allí había tanta hierba y tan buena que las cabras casi no pudieron volver a casa de lo que engordaron. Y si no han adelgazado, pues allí continuarán».

Jörgen Lindén seguía sin pronunciar palabra. Hjelm añadió:

– Ay, la infancia. Yo leía ese cuento a mis niños hace ya casi diez años. Todas las noches. Se me ha quedado grabado entero, palabra por palabra. ¿Qué trol salió volando por el aire y desapareció para siempre en ese barco Swann? ¿El trol de la pobreza? ¿El trol de la abstinencia? ¿Sigues pastando en el prado?

Lindén cerró los ojos, pero permaneció callado.

– Mi hijo es sólo un poquito más joven que tú. Al menos, espero que así sea. Puedes contestar ahora o en comisaría: ¿a qué trol espantó el más grande de los machos cabríos?

– En cualquier caso, al de la pobreza no -suspiró Lindén pesadamente-. No quería repetir. No quería vernos nunca más. Me las arreglé un par de meses con la pasta que me dio, pero no más. Y de drogas nada. Estoy limpio.

– ¿Nada de fiestas rave ni éxtasis como anoche?

– Eso es otra cosa. No crean adicción.

– No, claro que no -Hjelm se reclinó en el sillón-. Si sigues prostituyéndote no tardarás en necesitar sustancias más adictivas. Pero bueno, no tengo tiempo para una charla ahora. La pregunta más importante es: ¿alguna vez has realizado algún servicio para un ejecutivo de nombre Kuno Daggfeldt que vive en Danderyd?

– No siempre dicen su nombre…

– Éste es su aspecto -dijo Hjelm sacando una foto de un hombre apuesto que luchaba por llevar sus cincuenta y pico años con dignidad, lucha que había fracasado estrepitosamente hacía unos días. Nada como la muerte para dejar en evidencia a la vanidad, pensó Paul con el convencimiento de estar citando a alguien.

– No -dijo Jörgen Lindén-. No lo conozco.

– ¿Estás cien por cien seguro? Hurga en los archivos internos.

– Me acuerdo de ellos, créame. Me acuerdo de todos.

– De todo el rebaño de cabras… Vale, nombre y dirección de tu chulo.

– Por favor…

– En otro momento sin duda habría intentado sacarte de la calle, cogerte por el cuello, levantarte como a un gatito y luego arrojarte a casa de tus padres…

– Eso sería difícil.

– …pero ahora tengo otras cosas en las que pensar. Lo que estoy buscando es la máxima información posible acerca de Daggfeldt y Strand-Julén. Por lo tanto, necesito el nombre y la dirección de tu chulo y lo necesito ya.

– ¿Sabe lo que hará conmigo si se entera de quién se ha chivado?

– Por mí no sabrá nada, te lo garantizo.

– Johan Stake. [13] No sé si es su verdadero nombre o no, y no tengo su dirección. Sólo un número de teléfono.

Lindén apuntó el teléfono en un papelito y se lo dio a Hjelm.

– Y para terminar: las preferencias sexuales de Strand-Julén, lo más detallado posible.

Jörgen Lindén se lo quedó mirando suplicante y de repente se echó a llorar.

El lenguaje del poder, pensó Paul Hjelm, y no supo realmente lo que sentía por dentro.

Una tormenta de granizo azotó el cristal de la ventana durante diez largos segundos. Luego acabó.

«En abril aguas mil», pensó Hjelm, y estornudó con ímpetu.


Eran ya las dos cuando llamó al timbre del chalet de Nockeby. Había oído tres veces los quince primeros tonos de An die Fraude en el interior de la casa y estaba empezando a odiar la sordera de Beethoven. Había malinterpretado un poco el plano y se había perdido por las calles interiores de Brommaplan en vez de coger la carretera de Drottningholm directa hasta el puente de Nockeby. Seguía maldiciendo sus limitaciones sureñas para orientarse por Estocolmo mientras esperaba que alguien le abriera la puerta en Grönviksvägen. Por la parte trasera del chalet, el terreno caía en picado hasta el lago Mälaren en su zona más bella, entre la isla Kärsön y Nockeby, a medio camino entre los municipios de Estocolmo y Ekerö. El chalet tal vez no era de los más lujosos de Nockeby, pero defendía su emplazamiento con dignidad en ese oasis al oeste de la ciudad sobre el cual el sol de abril había optado por desplegar el brillo de sus caprichosos rayos.

Al final, abrió la puerta una señora mayor a la que Hjelm tomó por la asistenta.

– Policía criminal -dijo, y se dio cuenta de que empezaba a estar harto de la palabra-. Busco a Rickard Franzén.

– Está durmiendo la siesta -aclaró la señora-. ¿De qué se trata?

– Es un asunto bastante importante. Si no es demasiada molestia, debo pedirle que lo despierte.

– Eso es cosa suya -dijo la señora misteriosamente.

– ¿El qué?

– Que es cosa suya decidir si supone demasiada molestia pedirme que lo despierte. Posiblemente usted ya ha contestado de manera indirecta a la pregunta indirecta y me ha dicho del mismo modo indirecto que vaya a despertarlo.

Paul se la quedó mirando boquiabierto. Ella le invitó a pasar haciéndole un gesto con la mano mientras sonreía de ese modo que suele llamarse «para sus adentros».

– No se preocupe por mí. Seguiré siendo profesora de Lengua hasta que me muera. Siéntese e iré a por mi marido.

Desapareció escalera arriba con asombrosa agilidad. Hjelm se quedó parado en el recibidor grande probando de nuevo la frase: «Si no es demasiada molestia, debo pedirle que lo despierte». ¿No era correcto decirlo así?

Allí se le esfumó la superioridad del lenguaje del poder.

Al cabo de unos pocos minutos, la señora volvió por la escalera seguida de un individuo mayor, bastante gordo y ataviado con bata y zapatillas. El hombre le tendió la mano.

– Rickard Franzén -dijo-. Mi siesta consiste en un noventa por ciento intentando conciliar el sueño y en un diez intentando aceptar que no lo consigo. En otras palabras, no estaba durmiendo. Es difícil acostumbrarse a ser jubilado tras una vida entera de duro trabajo. Como supongo que ya ha notado, eso también se aplica a mi mujer.

– Paul Hjelm -dijo Paul Hjelm-. De la policía criminal.

– Policía de Estocolmo.

– No. Policía Nacional. -A Hjelm se le había olvidado que el hombre había sido juez.

– ¿Se ha formado alguna unidad especial?

– Sí.

– Ya me lo imaginaba. Y creo que sé por qué está aquí. Un trabajo muy rápido.

– Gracias. ¿Qué cree usted?

– Creo que es perfectamente posible que yo sea la tercera víctima. Esta mañana hablamos del tema mi mujer y yo. Birgitta me dijo que debería llamar a la policía. Yo no estaba tan seguro. Me salí con la mía. Algo que no siempre sucede, debo añadir.

– ¿Cree que puede estar detrás alguien de la Orden de Mimer?

– No me atrevo a especular con eso pero entiendo que, desde el punto de vista policial, sea una conexión interesante.

La disposición de Franzén les podría facilitar las cosas; Hjelm se decidió a utilizar el lenguaje de la claridad en vez del lenguaje del poder.

– Tenemos una importante reunión a las tres. ¿Podría pedirle que me acompañe a comisaría para que le hagamos unas preguntas sobre la Orden de Skidbladner con el fin de tomar luego una decisión sobre su posible vigilancia ya a partir de esta noche?

Franzén se quedó pensativo. Luego dijo:

– Claro: la simetría. Ustedes piensan que la simetría espacial también implica una simetría cronológica y que el tercer asesinato va a tener lugar esta misma noche. Cuarenta y ocho horas entre cada asesinato. Es posible que tengan razón. Sólo deme un par de minutos.

Se fue al baño. Sin duda, el paso de los años había causado una importante pérdida al cuerpo judicial sueco. A los ojos de Hjelm, Franzén parecía ser un buen juez.

Birgitta Franzén se acercó a Paul.

– ¿Cree que corre verdadero peligro?

– Lo cierto es que no lo sé. Pero es posible. ¿Va usted a estar en casa esta noche?

– Raramente algo.

– ¿Y él?

– Iba a ir a casa de un viejo compañero de trabajo. Suelen verse una vez al mes.

Hjelm asintió con la cabeza.

– ¿Volverá tarde?

Ella se rió débilmente.

– Bastante -dijo.

– ¿Su dormitorio está en la primera planta?

– En la segunda.

– ¿Y el salón está aquí abajo?

– Está usted prácticamente en el salón. El recibidor se va estrechando hasta convertirse en una especie de pasillo allí a la derecha y se abre al salón.

Hjelm caminó en esa dirección. Al rato, el recibidor formó una especie de embudo que luego se volvió a ampliar formando el salón. Una disposición muy original que un asesino casi tendría que conocer de antemano para poder controlar. Debajo de la ventana del salón, en la pared de enfrente, había un largo sofá de piel en ángulo. Volvió al recibidor y se encontró con un Rickard Franzén ya vestido y abrigado. Parecía muy resuelto, casi entusiasta.

– ¿Se ha hecho una idea del futuro lugar del crimen? -preguntó con una sonrisa.

Abrazó a su mujer y salió delante de Hjelm en dirección al coche, preparado para su ocasional pero deseado regreso a la maquinaria judicial.

El sol seguía brillando.

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