18

Las manos tendidas de la soleada mañana primaveral no llegaban hasta el centro de mando. Hasta allí sólo llegaban las manos del Grupo A. Que de momento estaban bastante atadas.

Alguien se tiró un pedo.

Nadie se responsabilizó.

Todos miraron a su alrededor mientras los vapores se iban diluyendo.

Hultin hizo una entrada fiel a su estilo a través de la misteriosa puerta reservada a los jefes y dejó caer de golpe un teléfono móvil sobre la mesa.

– Por si Norlander llamase desde Tallin -dijo para adelantarse a las preguntas.

Alguien eructó.

Había laxitud en el ambiente. Hultin lo percibió.

– De acuerdo. La investigación se ha estancado. Estamos acostumbrados a este tipo de cosas, ¿verdad?, sois todos policías elegidos a dedo con mucha experiencia. Keep your spirits up [38]

El día anterior había estado marcado por una especie de resaca. Toda actividad se había ido apagando, todo el mundo se movía como a cámara lenta; a excepción de Norlander, claro está, que había hecho todo lo contrario.

– ¿Señor Chávez? -Hultin empezó su distribución de intervenciones.

Chávez enderezó la espalda.

– Sigo trabajando con la pista MEMAB. Si es que se puede llamar pista. Pero estoy bastante seguro de que es allí…

Sonó el móvil. Hultin levantó una mano y contestó:

– ¿Viggo? ¿Eres tú?

Un ligero murmullo se extendió por la sala.

– ¿Cómo es cantar en la iglesia de María Magdalena? -preguntó Kerstin Holm a Nyberg.

– Magnífica acústica -dijo Gunnar Nyberg-. Missa papae Marcelli.

– Divino -reflexionó Holm soñadora.

– ¿Qué diablos tienes en la mejilla? -preguntó Chávez.

– Un forúnculo -replicó Hjelm, que había estado ensayando esa palabra.

– Yes -dijo Hultin al auricular moviendo la mano libre con vehemencia.

Se hizo el silencio en el cuartel general del alto mando. Hultin se dio la vuelta y miró la pared mientras repetía «yes» una vez más. Luego se quedó mudo durante varios minutos. Notaron en su espalda, quizá por la inclinación, por la curvatura, que algo había pasado. Se quedaron completamente quietos. Al final, Hultin dijo «yes» una tercera vez y dejó el móvil. Al mismo tiempo, el pequeño fax que estaba encima de la mesa hizo clic y empezó a escupir un papel. Mientras sujetaba la hoja, esperando que la máquina lo soltara, Hultin puso un gesto concentrado aunque neutro. Leyó el documento y luego cerró los ojos durante un instante. Algo se había desmoronado. Habló:

– Viggo Norlander ha sido crucificado.

La voz le flaqueó durante un segundo. Luego siguió:

– La mafia ruso-estonia le clavó en el suelo de una casa abandonada en el barrio más inmundo de Tallin.

Se miraron unos a otros. Les faltaba la información más importante. Enseguida llegó:

– Está vivo -continuó Hultin-. El que llamaba era el comisario Kalj Laikmaa, de la policía de Tallin. Por lo visto, Norlander se lanzó a una auténtica vendetta solitaria contra la mafia. Terminó clavado en el suelo. Laikmaa le había puesto bajo vigilancia, ya que sospechaba algo así. Cuando sus hombres -el llamado Comando K- entraron en el edificio, Viggo llevaba más de una hora clavado de pies y manos en el suelo. Afortunadamente, estaba inconsciente. Uno de los clavos que le atravesaban las manos llevaba este mensaje, redactado en sueco: «Al jefe del inspector Viggo Norlander, Estocolmo. Somos la organización conocida como el grupo de Viktor X. No tenemos nada que ver con los asesinatos de empresarios en Estocolmo. Los delitos graves de violencia los mantenemos, como puede ver, dentro de los límites de nuestro país. Les devolvemos a su Vengador Solitario sin un solo hueso roto. Sólo clavado en la carne». Firmado Viktor X y luego una posdata: «Si es así como actúan sus hombres, entendemos que el caso siga sin esclarecerse. Pero buena suerte. Es de nuestro interés que resuelvan el caso cuanto antes».

– ¿En qué diablos estaba pensando? -exclamó Chávez.

Hultin meneó la cabeza y continuó:

– Al parecer, pudo conseguir por lo menos un par de pistas. Sigue extenuado, pero ha mandado el mensaje a través de Laikmaa de que una empresa mediática sueca que se hace llamar GrimeBear Publishing Inc., está siendo extorsionada por Viktor X y otros, y que un par de contrabandistas de alcohol del propio Viktor X, Igor e Igor, están operando en Suecia. Intentad dar con esos individuos y averiguad qué tipo de empresa es esa maldita GrimeBear.

Hjelm miró a Nyberg. Nyberg miró a Hjelm. Igor e Igor. Esos nombres les sonaban.

Hultin terminó el resumen de lo acontecido:

– Y luego dijo que ya ha dejado de jugar a Rambo.

De nuevo se intercambiaron miradas desconcertadas.

– No tenía ni idea de que hubiera empezado siquiera -dijo Kerstin Holm.


Hjelm se fue con Nyberg al barrio de Södermalm, hasta un pequeño restaurante en Södermannagatan y el apartamento que estaba justo encima. Ya habían estado antes. Llamaron al timbre doce veces hasta que asomó una cabeza medio dormida que despertó en cuestión de una décima de segundo al ver a Gunnar Nyberg.

– No me mates -rogó el hombre sumiso.

Hjelm pensó en cómo su compañero metía miedo en el cuerpo a la gente, y a la vez le imaginaba cantando con la voz de bajo más profunda la Missa papae Marcelli en la iglesia de María Magdalena.

– No te hagas el tonto, Bert -dijo Nyberg-. Necesitamos más información sobre Igor e Igor. ¿Qué fue lo que les compraste?

– Pero si ya te lo conté la última vez -se oyó débilmente desde la puerta entreabierta.

– Pues cuéntanoslo otra vez.

– Vodka estonio de sesenta grados desde Liviko. Cuatro lotes en diferentes ocasiones durante el invierno pasado.

– ¿Cuándo y cuánto?

– La primera vez fue en… noviembre, creo; y la última a principios de febrero. Desde entonces no sé nada de ellos.

– ¿Deberías haber sabido algo?

– Llegaron en noviembre, diciembre, enero, febrero. En marzo, no. Y en cada ocasión les compré unas cajas. Hay mucha demanda; y se puede rebajar bastante sin que se nadie se dé cuenta. Se ha convertido en la marca favorita de los clientes habituales… un poco original ese vodka estonio, ¿sabes? Ya no me queda nada y no sé nada de ellos. Una pena. No estaba mal de precio.

– Tendrás que acompañarnos a comisaría y ayudarnos con el retrato robot de los hermanos Igor -dijo Nyberg.

Y un trío poco heroico se desplazó desde el barrio de Södermalm hasta el de Kungsholmen.


Hultin golpeó la mesa con los nudillos un par de veces para luego sostener en el aire dos típicos retratos robot policiales. El de la derecha representaba a un hombre delgado con inconfundibles rasgos eslavos y bigote inconfundiblemente ruso. El individuo de la izquierda estaba bien afeitado, era gordo y fuerte, con cierto parecido a Nyberg.

– Éstos son dos de los contrabandistas de alcohol de Viktor X que operan en Suecia -empezó Hultin la reunión de las 15-. Se hacen llamar Igor e Igor. Los retratos robot fotográficos no salieron bien (ya sabéis, tipo asesino de Olof Palme), de modo que tuvimos que rescatar al viejo dibujante de las galerías del museo. Los dibujos han sido hechos a partir de la descripción de un tal Bert Gunnarsson, propietario de un restaurante en el barrio de Södermalm, que les ha comprado vodka de contrabando en varias ocasiones este año y el año pasado. He vuelto a contactar con Tallin y Kalju Laikmaa. Los identificaron enseguida. Ninguno se llama Igor. El flaco es Alexander Brjusov y el gordo Valerij Trepljov. Son dos gánsters rusos de pacotilla que se movían por Estonia hasta hace seis meses, cuando, al parecer, fueron enviados a Suecia al servicio de Viktor X. El hecho de que interrumpieran el contacto con Gunnarsson en marzo puede que tenga cierta importancia.

– Entonces, ¿se supone que debemos pasar del desmentido clavado en los estigmas de Norlander? -preguntó Söderstedt.

– ¿Estigmas? -dijo Billy Pettersson.

– Heridas que salen en los mismos lugares que en el cuerpo de Jesucristo -explicó Kerstin Holm didácticamente.

– Por lo menos no podemos dejar que ese comunicado dirija nuestra investigación -repuso Hultin-. Debemos ignorarlo, aunque creamos en él. Así que, venga, intentemos buscar a estos dos señores Igor. Son nuestro único vínculo concreto con Viktor X.


El tiempo adoptó entonces otra forma más tranquila, más dilatada, más meticulosa. Se publicaron los retratos robot de Igor e Igor en todos los periódicos, aunque sin resultado alguno. Los señores Alexander Brjusov y Valerij Trepljov seguían siendo meros dibujos.

Las hipótesis permanecían inalteradas: 1) Daggfeldt como la verdadera víctima, mientras los demás constituían falsas pistas; 2) Strand-Julén como la verdadera víctima, mientras los demás constituían falsas pistas; 3) Carlberger como la verdadera víctima, mientras los demás constituían falsas pistas; 4) Daggfeldt y Strand-Julén como las verdaderas víctimas, mientras Carlberger constituía una pista falsa; 5) Strand-Julén y Carlberger como las verdaderas víctimas, mientras Daggfeldt constituía una pista falsa; 6) Daggfeldt y Carlberger como las verdaderas víctimas, mientras Strand-Julén constituía una pista falsa; 7) los tres, verdaderas víctimas.

En la nueva pista GrimeBear se aplicaba la hipótesis número seis. La empresa mediática que en el extranjero se llamaba GrimeBear Publishing Inc. no era otra que la grande, poderosa y noble Lovisedal AB, que al parecer se había topado ahora con problemas de mafia en la antigua Unión Soviética. Daggfeldt y Carlberger habían coincidido en la junta directiva de Lovisedal entre los años 1991 y 1993; no Strand-Julén, sin embargo, que por ello podría considerarse una probable pista falsa. Era posible pensar, por ejemplo, que Daggfeldt y Carlberger habían sido ejecutados porque Viktor X quería dar ejemplo al Grupo Lovisedal, debido a la actitud negativa de éste a aceptar la actividad protectora que ofrecía en Rusia y los Países Bálticos. Suecia se le había quedado pequeña a la gran fábrica mediática Lovisedal, que ya había fundado un diario económico en ruso y estaba tanteando el terreno, al igual que muchas otras empresas suecas, en los Países Bálticos. El mercado libre se topó con otro mercado aún más libre. Fueron objeto a diario de amenazas y destrozos, y se vieron obligados a contratar a empresas de seguridad privadas compuestas por viejos combatientes antimafia entrenados en la Unión Soviética de antaño. Así, las empresas suecas financiaban una pequeña guerra civil entre empresarios ex soviéticos. Podría denominarse «ayuda al desarrollo».

Chávez trabajó la pista de Lovisedal en paralelo con la de MEMAB, por lo que habló con todos los miembros de las juntas directivas de los períodos en cuestión, intentando dar con potenciales sospechosos. No obtuvo muchos resultados. A menudo le acompañaba Hjelm en el coche.

En cuanto a Hjelm, había ido a parar a un auténtico vacío. Su existencia giraba más bien en torno al grano rojo de su mejilla izquierda, que crecía lenta pero implacablemente. Cilla, que era enfermera, lo ignoraba con una risa ambigua. Ya tenía más de un centímetro cuadrado y Paul empezaba en serio a pensar en la palabra mágica. Cáncer. Melanoma maligno. Pero rechazaba cualquier sugerencia de ir al médico.

Kerstin Holm apenas había hablado con él desde la extraña conversación que habían mantenido en el restaurante. Ella se ocupaba de sus cintas; las catalogaba y las coordinaba con aquellas entrevistas con vecinos y empleados que había sacado a contrata entre la poco entusiasta policía de Estocolmo.

George Hummelstrand, el principal adversario de la fragmentación que se había producido en la Orden de Mimer, parecía adoptar, al contrario de lo que había dicho el juez Franzén, una actitud bastante irónica hacia la rebelde Orden de Skidbladner. Consideraba que toda esa historia resultaba ridícula. Hablaba más o menos como su esposa Anna-Clara, salpicando la conversación con galicismos bastante pésimos y sin perder la ocasión para insinuar picantes relaciones eróticas con otras mujeres. Insistía todo el tiempo en lo Libre y lo Francesa que era la relación con su mujer Anna-Clara. Al principio, Holm pensó que quería ligar con ella, pero luego llegó a la conclusión de que era impotente. Lo tachó de su lista con sensación de alivio, pero a la vez con una cierta fascinación por el matrimonio Hummelstrand.

Söderstedt, Pettersson y Florén se adentraban cada vez más en su propio mundo, que consistía en auditorías de cuentas y stock options, sociedades fantasma y pseudonegocios, dividendos ocultos y aumentos de capital. Cuando Söderstedt, incluso en el restaurante, se ponía a hablar de pagarés convertibles como si diera una conferencia, daba muestras de un tedio muy manifiesto. Los integrantes de ese grupo financiero se presentaban en las reuniones con diagramas y gráficos cada vez más incomprensibles, que hacían que los enredados garabatos de Hultin en la pizarra parecieran un milagro de precisión y claridad. Söderstedt empezaba a sentirse alienado ante el evidente entusiasmo que mostraban los dos policías financieros al analizar la vida empresarial de los reyes magos Daggfeldt, Strand-Julén y Carlberger. Quería volver a ser un madero de verdad. O por lo menos volver a pensar.

Nyberg se abría camino por los bajos fondos como un topo. Sin embargo, a pesar de su refinado método, no lograba resultado alguno. Fue la primera persona que empezó a dudar de la investigación. O hacían algo esencialmente mal, o se hallaban ante un caso igual de complicado que el asesinato de Olof Palme. Nadie en el tenebroso mundo de los maleantes y rufianes, habitualmente lleno de rumores y chismorreos, sabía lo más mínimo ni de las víctimas ni de unos posibles ejecutores; ambas categorías parecían, en este caso, encontrarse muy lejos del mundo del hampa en el sentido clásico. Por otra parte, ese mundo en el sentido clásico de la palabra empezaba a quedarse anticuado. La violencia más grave la ejercían ya otros grupos, sobre todo dentro de la familia, verdadero caldo de cultivo criminal de la sociedad y eterno receptor de las frustraciones del mundo adulto. Los hurtos y robos los cometían casi exclusivamente los drogadictos; los atracos, extrañas organizaciones paramilitares, a menudo con un carácter racista, para financiar sus actividades; y el fraude era ya una rama del sector de servicios como cualquier otra. Los viejos maleantes de toda la vida se quedaron viendo el espectáculo y sintiéndose, al fin y al cabo, bastante honrados. La desesperación y la frustración prosperaban como nunca en una sociedad donde multitud de jóvenes quedaban excluidos del mercado de trabajo sin ni siquiera haber podido olerlo. Nyberg quería vacaciones.

Lo que hacía y pensaba Hultin era igual de misterioso que su puerta en el centro de mando, que siempre estaba cerrada cuando se le ocurría a alguien seguirle. Si se lo preguntaban, Hultin sólo se reía.

Una tarde, Chávez y Hjelm se acercaron en secreto al campo de fútbol de hierba artificial del estadio de Stadshagen para ver a escondidas un partido entre los veteranos del club deportivo de la policía de Estocolmo y los de la Alianza de Rågsved.

Cuando Hultin destrozó las cejas del padre de Chávez de un cabezazo se marcharon de allí.


Hjelm, que se había lanzado al trabajo día y noche para aplazar esa crisis en la que acababa de caer, entró de repente en un tiempo bastante vacío: contempló su solitaria imagen ante el espejo y odió el creciente grano de su mejilla.

«¿Quién es este hombre?», intentaba no pensar, así que no hacía más que pensar en ello.

A finales de abril, se entregó a una sorprendente atención a su familia. A Danne le resultaba repugnante, Tove parecía más que nada sorprendida y lo que pensaba Cilla no había forma de saberlo. La extraña experiencia de la cocina seguía allí como una herida abierta entre ellos; ¿se estaba curando o inflamando?

A principios de mayo, la familia se medio trasladó a la pequeña casa de campo que habían conseguido alquilar en Dalarö, la isla que no era una isla sino más bien un conjunto de islas. Cilla pasaba allí casi todo el tiempo, aunque tenía que seguir yendo al hospital de Huddinge por las mañanas hasta junio, mes en que empezaba las largas vacaciones que había ido acumulando y que se prolongarían todo el verano. Los niños iban allí los fines de semana. Danne, al parecer, había pensado refugiarse de la realidad durante su último verano de la infancia. Paul consiguió agenciarse un fin de semana libre a principios de mayo y pudo disfrutar, en un principio, de un par de días de una felicidad inusual en el seno del sol primaveral, de la familia y de Cilla. El tiempo pasado en el seno de esta última ocurrió sobre una manta, en un muelle desierto a la luz intensamente roja del anochecer mientras una botella de vino vacía rodaba junto a ellos. Después, ella se quedó callada y triste. Inaccesible. La irracional belleza del crepúsculo la absorbía. Una capa de un carmesí profundo se desplegaba sobre la superficie del mar inmóvil, los rojos contornos se perfilaban con nitidez contra la negrura que los encerraba y se contraían despacio: un charco de sangre que se evaporaba sobre un abismo. Y dentro de poco sólo quedaría el abismo. Cilla tembló: un escalofrío profundo, sin fondo. Él la contempló durante un buen rato a través de la creciente oscuridad; intentó compartir su experiencia, ver lo que ella veía, vivir lo que ella vivía. No pudo. El rojo ya no estaba. Sólo quedaba la negrura. Intentó convencerla para que lo acompañara a casa, pero ella se mostraba inaccesible. Se vio obligado a dejarla allí en el muelle, sola, con una experiencia de soledad que no podía compartir con nadie más. Él se fue a la cama, pero pasó toda la noche sin dormir. De madrugada, bajó al muelle. Ella seguía allí, envuelta en la manta. Él volvió a la casa sin dejarse ver.

Antes del traslado de su familia a la isla de Dalarö no sucedió gran cosa en lo que respecta al trabajo. La investigación se hallaba en fase de confirmaciones y comprobaciones de detalles. Aparte de la colaboración, sobre todo con Chávez y Nyberg, en las altas esferas y en los bajos fondos respectivamente, Hjelm dio forma a dos viejas ideas, la segunda más importante que la primera.

Empezó llamando a una línea erótica y probó un poco de sexo telefónico. Una mujer le contó, entre gemidos y con manifiestas dificultades de lectura, lo que quería hacer con el órgano sexual de Hjelm. Ya que dicho órgano no dejaba de estar bastante flácido, habría sido bastante difícil realizar todos esos ejercicios acrobáticos. Luego llamó al registro de la propiedad industrial y comercial, pero no había ninguna otra dirección de la gimiente empresa JSHB, además de aquel apartado de correos en Bromma que figuraba en el anuncio del periódico. Así que tuvo que coger el coche para ir a la oficina de correos de Bromma y esperar. Se sentó en un lugar desde donde podía divisar los buzones a través de la ventana y, mientras aguardaba, se fumó un par de cigarrillos bajo el perseverante calor estival, que sin duda había sido robado de los meses de julio y agosto. Durante casi tres horas no desvió la mirada del apartado 1414, hasta que un menudo y zorrero individuo de unos cuarenta años introdujo la llave en ese apartado y lo abrió. A esas alturas, Hjelm ya se encontraba bastante cansado y no tenía fuerzas para llevar a cabo su plan inicial de seguir a Johan Stake y ver si la sede de su línea erótica constituía un burdel en toda regla. De modo que se acercó al hombre sin más y le preguntó:

– ¿Stake?

El hombre no dudó ni un instante. Intentó escabullirse de Hjelm pasando por su lado y echando a correr, pero Hjelm le tumbó con una elegante zancadilla y Stake cayó de cabeza empotrándose la cara contra la puerta de cristal, a los pies de un pequeño y bien esquilado caniche que estaba atado a la puerta y que se puso a aullar como loco. Hjelm levantó al hombre, que se había roto el labio superior, mientras la sangre goteaba sobre el pelaje leonino del caniche aullador.

– Mira para lo que te ha servido -dijo Hjelm al tiempo que esposaba al hombre y lo arrastraba hasta el coche. Esperaba que Stake no lo manchara de sangre ahora que había empezado a cogerle gusto al Mazda.


Jorge Chávez estaba presente cuando Hjelm interrogó a Johan Stake. Lo hicieron en el despacho, de manera un poco informal.

– Hay muchas cosas que no entiendo de esos anuncios de las líneas eróticas que durante épocas más prósperas podían llenar páginas enteras de los periódicos -dijo Hjelm tanteando un poco el tema-. ¿Por qué se indica la dirección en el anuncio? ¿Es así como se organizan el proxenetismo y la prostitución hoy en día?

– Hay una ley que obliga a hacerlo -espetó Johan Stake con insolencia mientras se toqueteaba con los dedos el labio parcheado-. ¿No conocen la ley? Por cierto, ¿qué coño hago yo aquí? No tienen ningún derecho…

– Formalmente, está detenido por resistencia a la autoridad.

– En ese caso, tengo derecho a un abogado. Previamente al interrogatorio debe designarse al detenido un abogado defensor.

– Vaya, tenemos a un experto no sólo en el sistema judicial sino también en la aliteración. El problema es que hay una acusación bastante más grave de fondo. Proxenetismo. Chulo de chicos menores de edad.

Stake pareció desinflarse.

– En tal caso, insisto de verdad en un abogado.

– Entonces solicitaremos al fiscal que lo detenga y le ponga a disposición judicial. Pero hay una alternativa.

– Espere un momento. No hay pruebas contra mí. Tienen que soltarme.

– ¿Cómo sabe que no disponemos de pruebas?

Stake se calló. Hjelm continuó tranquilamente:

– Esta mañana temprano detuvimos a un chico de nombre Jörgen Lindén cuando se subía en el primer tren para Gotemburgo. Cargaba con una enorme maleta, como si huyera de alguien, y no creo que fuese de la policía. En estos momentos se encuentra aquí abajo, en los calabozos, y no hace ni diez minutos que afirmó de repente que estaba preparado para prestar declaración ante el juez. El inspector Chávez aquí presente realizó el interrogatorio con brillantez, pero no sin… como diría… cierta dureza.

Chávez, en un intento de disimular su cara de perplejidad, se dirigió a la cafetera y se sirvió una taza de café. Esto le dio unos segundos para recomponer sus facciones y volver con un gesto de dureza grabado en el rostro. Buen trabajo, pensó Hjelm.

Las grandes mentiras deben detallarse siempre lo máximo posible. Entonces convencen a quien sea.

Johan Stake pareció convencido. Calló y meditó. Al parecer, la idea no le resultaba en absoluto inverosímil.

– Pero -repitió Hjelm- existe una alternativa.

Stake permaneció callado. Ya no insistía en ver a un abogado. Paul remató su ataque:

– Primer paso hacia una inmediata puesta en libertad: cuéntenos todo lo que sabe sobre Bernhard Strand-Julén.

Johan Stake carraspeó mientras se rebullía inquieto en la silla.

– ¿Me garantiza que luego me podré ir?

– Nadie aparte de nosotros sabe que está aquí. No existe ninguna denuncia formal. Puede marcharse en cuanto haya escupido lo que queremos saber. Nos preocupan cosas bastante más importantes que sus burdeles. Le soltaremos tanto a usted como a Jörgen si colabora. O sea, el primer paso…

– Strand-Julén… Le conseguía chicos. Tripulación para el barco, como él se empeñaba en llamarlos. Chavales rubios, sanos y saludables, de unos dieciséis años y con aspecto atlético. Dos o tres a la vez. Siempre nuevos. De abril a septiembre, más o menos cada dos fines de semana. Nunca durante el resto del año. Entonces hibernaba.

– Segundo paso: ¿alguna vez han contratado sus servicios Kuno Daggfeldt o Nils-Emil Carlberger?

– Carlberger -dijo Stake, y dio la impresión de que estaba esperando esa pregunta-. Strand-Julén le había dado mi número. Hacía seis meses. Parecía muy nervioso y pidió que le enviara un chico. Me dio la impresión de que era la primera vez. Un intento de ampliar horizontes, quizá, un poco de amor socrático… Yo qué sé…

– ¿Sabe cómo fue?

– Hablé con el chaval después. Le di unas pocas… anfetas. Se rió a carcajadas. Carlberger se había comportado como un crío, como alguien sin ninguna experiencia, o cien por cien hetero o cien por cien impotente. Pero pagó bien.

– ¿Y eso fue todo? ¿Y Daggfeldt?

– No.

– ¿Y no tiene nada más que contarnos sobre Strand-Julén o Carlberger? Piénseselo bien.

Stake se lo pensó y dijo:

– No, lo lamento. Eso es todo.

Le dejaron irse.

– Podrías haberme avisado -dijo Chávez, y se tomó un poco de café.

– ¿Y habrías estado de acuerdo?

– No.

Durante un rato se rieron de las rarezas de cada uno. Luego Hjelm tachó a Johan Stake de la investigación; pero con una cruz transparente.

Dos horas más tarde, Johan Stake lo llamó para felicitarle. Fue muy raro. Stake acababa de hablar con Jörgen Lindén, quien no tenía ni idea de nada. Elogió a Hjelm por su impresionante mentira y colgó. Paul se quedó un buen rato mirando al teléfono.


Cuando, entrado el mes de mayo, a Paul Hjelm le pareció que había llegado el momento de reconocer, de manera más o menos definitiva, que el número de víctimas no superaría las tres, decidió dar forma a su segunda vieja idea. Se fue al campo de golf de Kevinge. Era por la mañana y, por primera vez en ese prematuro verano, se puso a llover. El campo de golf estaba vacío. También el club. A excepción de Lena Hansson, que se encontraba en su puesto de la recepción.

Al principio ella no le reconoció, pero cuando se dio cuenta le cambió la cara; justo de la manera que Hjelm esperaba.

Enseguida decidió tirarse un farol de artillería pesada.

– ¿Por qué ocultaste que fuiste caddie de los tres cadáveres el 7 de septiembre de 1990?

Ella le lanzó una mirada bastante desnuda; era evidente que le había estado esperando. Durante un mes. Dijo despacio:

– No eran cadáveres. Al contrario. Supongo que se podría definir como una especie de vida… superacelerada. Como por encima de todo y de todos.

– No sin ingredientes de los instintos más bajos, ¿verdad?

– Sí, también con algún ingrediente carnal, sí.

– ¿Nos sentamos un rato? Los clientes parecen brillar por su ausencia.

– Y ése es un brillo divino -dijo Lena Hansson, y pareció más mayor de lo que era.

Entró en el restaurante del club, que estaba cerrado, y se sentó ante una mesa. Hjelm la siguió.

Lena Hansson se puso a toquetear una gastada vela de té que había dentro de un pequeño farol. Hjelm dijo:

– Erais tres caddies, ¿verdad?

– Sí. Habían hecho la reserva. Un chico que se llamaba Carl-Gustaf de no sé qué, no me acuerdo muy bien, puedo buscarlo, y mi amiga Lotta. Lotta Bergström. A ella le afectó mucho. Por ella no he querido contar nada.

– ¿Qué quieres decir?

Hjelm se permitió un cigarrillo sentado en ese sofisticado ambiente; o quizá fue más bien el letrero que prohibía fumar lo que hizo que le apeteciera.

– Lotta ya estaba… algo desequilibrada antes. Una infancia complicada. Una adolescencia aún peor. Yo le conseguí el trabajo. Teníamos diecisiete años entonces. Fuimos compañeras de instituto. Me sentí culpable. Ella… bueno, ella se quitó la vida en 1992. La verdad es que no sé si tuvo algo que ver con todo esto. Probablemente no. Pero yo siento como si fuera culpa mía.

– ¿Qué pasó?

– Bueno, ese chico, Carl Gustaf de no sé qué, no se lo podía creer. Él venía de una familia de esas de rancio abolengo, ya sabes, en las que la buena educación y la etiqueta siguen siendo fundamentales, no sólo como una máscara que uno se pone en determinadas cenas elegantes y situaciones así, sino como algo que realmente lo es todo también en la vida diaria y en los negocios. Es como si lo llevaran inyectado en las venas: no sólo la educación y la etiqueta sino también esa anticuada moral que tienen. A menudo es gente agradable. Carl-Gustaf de lo que sea, también. Él se rió, avergonzado pero cortés, durante los cuatro primeros hoyos, luego se calló; dejó que ese Strand-Julén le incordiara durante otros cuatro, y luego plantó la bolsa en medio del green del noveno, de modo que el put de Strand-Julén chocó contra ella. Y acto seguido se marchó de allí, así sin más. No le he vuelto a ver. Si hubiese sido un verdadero caballero nos habría llevado a las dos con él.

Carl-Gustaf de no sé qué, apuntó Hjelm en su cuaderno mental.

– ¿Pero Lotta y Lena se quedaron? -preguntó.

– Diecisiete años, bien educadas, inseguras, claro que nos quedamos. Cuando Carl-Gustaf se marchó, se hartaron de soltar chistes sobre la degenerada y rancia nobleza. La típica envidia hacia quienes lo han heredado todo, y a quienes esos nuevos ricos se pasan la vida entera intentando alcanzar de una manera artificial. Cuando ven a la nobleza, ven su propia artificialidad. Mi padre es así.

– ¿Puedes ser un poco más concreta? ¿Qué hacían?

– Habían bebido bastante en el restaurante antes de salir. Parecían, no sé cómo explicarlo… acelerados, casi como si se hubieran metido una raya de coca en el baño o algo así.

– O en el taxi de camino -comentó Hjelm de modo poco profesional.

– En fin, todo empezó con chistes verdes e insinuaciones, pero en un nivel lo suficientemente controlado como para que Carl-Gustaf fuera capaz de unirse a las risas. Nosotras sólo pasamos vergüenza. El campo estaba casi vacío, así que pudieron soltarse todo lo que quisieron. Al cabo de un rato, la tomaron con Carl-Gustaf, en especial Strand-Julén, y nosotras nos libramos de los chistes durante un rato. Se enzarzaron sobre todo con el tamaño del noble órgano genital de Carl-Gustaf. Pero cuando él protagonizó su heroico éxodo, fuimos nosotras las que acabamos en la línea de tiro. Nunca en mi vida me han tratado tan mal y nunca más se repetirá. Lo prometo.

– Vale, lo prometes, ¿pero qué haces?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Les pegas un tiro?

Ella se rió alto, estridentemente y de modo muy poco natural.

– Bueno, bueno -dijo al final mientras se secaba las lágrimas-. No puedo decir que lo lamentara mucho cuando vi que habían sido asesinados a tiros. Los tres, uno tras otro, justo esos tres. Qué quieres que te diga, fue maravilloso. Mágico, como en un cuento de hadas. El vengador anónimo. Pero Dios mío, si en la vida he tenido un arma en mis manos.

– Pero puede haber gente en tu entorno que sí.

Permaneció callada un rato, pensando.

– No creo -dijo bastante tranquila-. Tal vez en el de Lotta. Sería más probable. Yo sólo me cabreé, me cabreé que no veas, y es una rabia que no va a desaparecer nunca, aunque no me hicieron daño de verdad. A Lotta, sí. Ella ya estaba tocada y desde entonces más.

– Vale, ¿y qué pasó?

– Empezaron a tocarnos un poco, a la altura del hoyo diez u once o algo así. Pero al llegar al linde del bosque la cosa se puso seria. Estaban tremendamente excitados (ahora que lo pienso, seguro que habían tomado alguna droga) y empezaron a meternos mano en serio. Le quitaron el jersey a Lotta y uno se tumbó encima de ella, Daggfeldt, creo. Carlberger se sentó al lado a mirar mientras Strand-Julén me sujetaba a mí. Conseguí librarme y hacerme con un palo, con el que golpeé en toda la nuca a Daggfeldt. Cayó al lado de Lotta y pude ocuparme de ella; intenté consolarla. Daggfeldt se revolvía en el suelo, creo que sangraba por la coronilla. Los otros dos ni se movieron; se quedaron quietos reflexionando, como pensando en qué hacer para resolver el problema. Se les pasó la borrachera de golpe. Empezaron a disculparse y a lamentarse, y a ofrecernos dinero para que nos calláramos. Y les vendimos nuestro silencio. Un dineral. Miles y miles de coronas. Además, queríamos conservar el trabajo. En fin. De todos modos, a Lotta acabaron despidiéndola poco después. Dos semanas más tarde intentó suicidarse por tercera vez; ya lo había intentado dos veces. Un par de años después, en su séptimo intento, lo consiguió. No sé si era su intención de verdad; y no sé hasta qué punto influyó esto. Pero he pensado mucho en lo que pasó. ¡Hijos de puta! Me alegro de que estén muertos.

– ¿Siguieron los tres jugando aquí en el club?

– Sí. Supongo que de otra forma hubieran perdido contactos demasiado importantes. Pero no volvieron a jugar juntos nunca más.

– La última vez que hablamos dijiste algo acerca de Daggfeldt y Strand-Julén, cito: «Los dos me solían saludar y se quedaban un rato a charlar cuando venían.» ¿Supongo que eso no es verdad?

– No. Mentí. No creo que ninguno de los tres me volviera a dirigir una sola mirada. Les noté un poco preocupados cuando empecé a trabajar en la recepción. Pero creo que, en el fondo, estaban convencidos de haber comprado mi silencio.

– ¿Y fue así? ¿No se lo has contado a nadie? ¿A tu amante, por ejemplo?, ¿cómo se llamaba?, el secretario del club, ¿Axel Wifstrand?

– Widstrand. No, a él no. Se lo hubiera tomado… de mala manera.

– ¿De manera violenta?

– No, al contrario, creo. Hubiera pensado que yo mentía. No, no se lo he contado a nadie. Compraron mi silencio. En cambio, en lo que respecta al de Lotta, no sé.

– ¿Tenía ella novio, algún hermano o padre?

– Si no recuerdo mal, creo que su viejo, Bengt-Egil, era la raíz de todos sus problemas. Jamás se lo habría contado a él, ni él se hubiera vengado de haberlo sabido. Y nunca tuvo ningún novio; ése fue otro de sus problemas. Pero se llevaba bien con su hermano, Gusten. Gusten y Lotta, inseparables.

– ¿Crees que él lo sabía?

– Perdimos el contacto cuando ella enfermó de verdad. No lo sé. Pero si Gusten está detrás de esto, se lo agradezco. Iré a verlo a la cárcel.

– ¿Se llama Gusten de verdad o es un apodo?

– Me temo que se llama así de verdad.

Hjelm reflexionó un momento. Gusten Bergström.

– ¿Vamos a echar un vistazo al apellido del Carl-Gustaf de no sé qué? Luego te dejaré en paz para siempre. Creo.

Lena Hansson se levantó y se desperezó. Vio en ella un orgullo que no había visto antes. Antes, una posible testigo; ahora, una persona entera y completa.

– Mantén viva la rabia -se le ocurrió decir.

Ella le miró con ironía.


El conde Carl-Gustaf af Silfverbladh se había mudado en 1992 a la residencia familiar de Dorset, Inglaterra, para, después de sentar la cabeza y recibir una sólida educación en Oxford, al igual que su padre y su abuelo. No había vuelto a pisar Suecia desde entonces y probablemente no volvería nunca.

Hjelm se preguntó cómo pronunciarían su nombre los ingleses.

Gusten Bergström tenía veintiocho años, algunos más que su hermana Lotta si ésta hubiera sobrevivido. Vivía en un apartamento de Gamla Brogatan, en pleno centro de la ciudad, y trabajaba de informático en las oficinas de los trenes de larga distancia, situadas en la estación central.

«Por lo menos no le queda muy lejos del trabajo», pensó Hjelm mientras llamaba a la puerta del piso un par de escaleras encima de la vieja zapatería de moda Sko-Uno.

Vio cómo se oscurecía la mirilla de la puerta. No es muy inteligente colocar una mirilla tan cerca de una ventana, pensó.

– ¡Policía! -gritó golpeando la puerta con el puño.

El hombre que abrió era delgado como un palillo, llevaba cortado el pelo como un peluquín, aunque seguramente era suyo, y lucía unas gafas de cristales muy gruesos. Parecía una mezcla de hacker adolescente y contable de mediana edad.

Hjelm miró decepcionado a Gusten Bergström. No era ningún asesino, apostaría lo que fuera.

– Policía criminal -se presentó Hjelm, y le enseñó su placa.

Gusten Bergström le dejó entrar sin pronunciar palabra. El apartamento resultaba llamativo por su austeridad. Las paredes estaban del todo desnudas y en medio de la única estancia había un ordenador encendido. Antes de que a Gusten Bergström le diera tiempo a llegar para bajar la luz, Hjelm entrevió una mujer desnuda en la pantalla, una imagen muy fiel a la realidad. «¿Existe el porno de ordenador?», pensó, y se sintió muy viejo.

– Siéntese, por favor -dijo Gusten Bergström cortés.

Hjelm se sentó en un sofá que imitaba un modelo antiguo y Bergström en un sillón a juego, si es que se puede hablar de hacer juego.

– Me gustaría hablar con usted sobre su hermana -dijo Hjelm del modo más delicado que pudo.

Bergström se levantó enseguida y se acercó a la librería, donde se encontraba el ordenador encajado. Cogió una foto con marco dorado y se la dio a Hjelm. Una chica en plena edad adolescente mostraba una amplia sonrisa. Tenía un asombroso parecido a su hermano.

– Ésta es Lotta antes de que se pusiera enferma -explicó Gusten Bergström con tristeza-. El día de su diecisiete cumpleaños.

– Muy guapa -dijo Hjelm sintiéndose fatal; la foto databa más o menos de la época del incidente en el club de golf.

– ¿De qué se trata? -inquirió Bergström ajustándose las gafas contra la frente.

– Cuando tenía esa edad trabajaba de caddie en el club de golf de Kevinge. ¿Lo recuerda?

Gusten Bergström asintió con la cabeza.

– ¿En alguna ocasión le habló de su trabajo allí? -preguntó Hjelm.

– No -suspiró Bergström.

Había algo resquebrajado dentro de él.

– ¿Nada de nada?

Bergström le miró a los ojos por primera vez. Los dos buscaban algo en el otro.

– ¿De qué se trata? -insistió Bergström-. Mi hermana murió hace un par de años. ¿Por qué viene aquí y habla de ella como si viviera? Acabo de acostumbrarme a la idea de que está muerta. Muerta y desaparecida para siempre.

– La despidieron del club de golf durante el otoño de 1990. ¿Se acuerda de eso?

– Me da respuestas tan raras a mis preguntas… -se quejó Bergström con cara atormentada.

– Usted a mí también -replicó Hjelm-. Y eso que soy yo el que hace las verdaderas preguntas.

Bergström suspiró profundamente, como si se le quitaran las costras de unas heridas mal curadas. Como si esperara que saliera toda la pus.

– Sí, sí, me acuerdo. La temporada había acabado, el campo de golf iba a cerrar durante el invierno. Ella seguía en el instituto, así que tampoco era para tanto.

– ¿Y no recuerda si le contó algo de su trabajo en el club?

– Consiguió el trabajo a través de una amiga, no me acuerdo cómo se llamaba. No me sentía muy a gusto en Danderyd, sinceramente. No conocía a nadie. Ella tampoco. No fue un periodo muy feliz. No muy feliz, la verdad.

– Poco tiempo después ella intentó quitarse la vida por tercera vez, ¿verdad?

– No es usted muy delicado, que digamos -se quejó Bergström apesadumbrado-. Una hoja de afeitar, por primera y última vez. Luego lo logró con pastillas Alvedon. ¿Sabía que basta con un blíster de Alvedon y un poco de alcohol para aniquilar el hígado y los riñones? Lotta lo sabía. No se trataba de ninguna advertencia, ni de dar un susto o un grito de socorro ni nada de esa mierda. Realmente intentó quitarse la vida siete veces. Era como si se tratara de… un envío equivocado. Como si ella no tuviera que haber nacido. Como si alguien hubiese confundido los pedidos.

– ¿Sabe por qué?

– No sé nada y no entiendo nada -murmuró Bergström con voz apagada-. No entiendo nada y nunca entenderé nada.

– ¿Conoce los asesinatos de los tres empresarios aquí en Estocolmo?

Bergström estaba en otro lugar. Pasó un rato antes de que fuera capaz de regresar.

– ¿Quién no ha oído hablar de eso?

– ¿Los ha matado usted?

Gusten Bergström le miró asombrado. Luego se encendió una extraña chispa en su mirada, como si alguien acabara de insuflar el espíritu de la vida en sus atrofiados pulmones. Porque el espíritu está dispuesto pero la carne es débil, pensó Hjelm blasfemo.

– Sí -contestó Gusten Bergström con orgullo-. Yo los he matado.

Hjelm contempló su figura luminosa. Algo estaba pasando en la vida gris de Gusten Bergström. Su cara iba a cubrir las portadas de los periódicos. Sería el centro de atención por primera y única vez en su vida.

– Déjelo -dijo Paul Hjelm, y el espíritu de la vida se apagó.

Gusten Bergström se hundió en su incómodo sillón. Como si se hubiese convertido en el relleno que el sillón llevaba tanto tiempo echando en falta. Hjelm intentó quitar un poco de hierro a la decepción.

– ¿Y qué motivo tendría usted para matar a Kuno Daggfeldt, Bernhard Strand-Julén y Nils-Emil Carlberger?

– ¿El motivo? -dijo Bergström encogiendo unos hombros que ya estaban encogidos-. Pues porque eran… ricos…

– O sea, que no tiene ni la más remota idea de lo que esos tres caballeros le hicieron a su hermana en el campo de golf de Kevinge el 7 de septiembre de 1990, un mes antes de que intentara suicidarse por tercera vez y de que fuera ingresada a consecuencia de ello en el psiquiátrico de Beckomberga.

– ¿Pero qué coño me está diciendo?

Gusten Bergström se levantó con brusquedad y buscó algo a lo que agarrarse. No había nada. Sus manos se movían por el aire desesperadas.

No había nada a lo que agarrarse. Nada de nada.

– Aquel día, mientras ella hacía de caddie, ese trío de caballeros intentó violar a su hermana.

Las manos de Bergström dejaron de buscar en el aire. De nuevo el desnutrido informático pareció llenarse de al menos una sombra del espíritu de antaño. Permaneció inmóvil, de pie, envuelto por una nube transparente de pequeñas motas de polvo que flotaba a su alrededor en el aire viciado del apartamento, y que allí mismo, donde se hallaba Bergström, recibían y refractaban los rayos diagonales del sol poniente. Había una macabra belleza en su dolor.

– Si lo hubiera sabido -afirmó con voz clara y nítida- les habría matado. Y no habría esperado tanto tiempo, se lo puedo asegurar.

– ¿Y no lo sabía?

– No -admitió, y se sentó para volver a ponerse de pie al instante frente a la luz de la tarde que se filtraba en una ancha banda por la ventana que daba a la calle-. Ahora entiendo -siguió, y se iluminó una última vez-. Ahora lo entiendo todo.

– ¿Qué es lo que entiende?

– ¡Es Lotta! ¡Es la propia Lotta la que se ha vengado! Ella tendió su mano desde el reino de la muerte durante un par de días. Luego regresó al más allá.

Bergström, en un estado de máxima exaltación, se acercó a la estantería y sacó un viejo y desgastado libro, lo levantó en el aire y lo sacudió:

– ¿Conoce a las Erinias? -dijo sin esperar respuesta; Hjelm tampoco habría sabido responderle-. Son las criaturas más terribles de la mitología griega, pero también las más venerables. La mano de la justicia definitiva. Persiguen a su víctima día y noche hasta que la tumba se abre ante ella. Déjeme que le lea un pequeño pasaje: «En el fondo, las Erinias no son más que el espíritu del asesinado, que, al no existir ningún vengador, toma la venganza por su propia mano, implacable e irreconciliable como son los espíritus de los muertos en su ira».

Bergström le clavó una mirada fija y exhortativa. Hjelm no sabía qué decir.

– ¡Es que no lo entiende! -gritó Gusten Bergström-. No había nadie para vengarla, así que tuvo que hacerlo ella misma. Esperaba un vengador pero nadie se presentó. ¡Todo cuadra! Varios años después, eliminó uno tras otro a los tres hombres que le habían hecho daño. ¡Es maravilloso! ¡El asesino que busca es el espíritu del asesinado! ¡Una Erinia!

Hjelm se dejó fascinar un rato por el arrebato de Bergström. Sin duda había unas interesantes coincidencias. La vengadora sin rastro. La divina vengadora póstuma del reino de la muerte.

Pero el recuerdo de una bala sumamente material, procedente de Kazajstán e incrustada en la pared de un chalet en Djursholm, le transportó de vuelta al mundo de la burda realidad:

– Tal vez las Erinias contaron con un intermediario material que apretó el gatillo. ¿Sabe si ella podría haberle contado el incidente del club de golf a alguien?

– ¡Pero si no había nadie más que nosotros! ¿No entiende? Sólo ella y yo, sólo Lotta y Gusten. Gusten y Lotta.

– ¿A su padre, a su madre, a alguien del hospital?

– ¿A nuestro padre? ¡Venga, eso sí que sería muy probable, claro! -exclamó Gusten Bergström entre carcajadas; daba la impresión de haber traspasado un umbral-. ¿Nuestra madre? ¿La muda, sorda y ciega? Los tres monos a la vez. ¡Seguro que sí! ¿A alguien de Beckomberga? ¿Donde la gente pasa todo el santo día acurrucada en los rincones haciéndose pajas? ¡Muy probable, sí! ¡Allí tiene a su asesino a sangre fría! ¡El asesino de Beckomberga! ¡El calculador y meticuloso asesino del loquero!

A Hjelm le pareció que ya iba siendo hora de dejar en paz a Gusten Bergström con su deforme y deformadora tristeza.

En otras circunstancias, se habría acercado al ordenador para aumentar la luz de la pantalla y soltar unas sarcásticas risas al ver unos cuerpos que a esas alturas, sin duda, estarían follando como locos. Pero no lo hizo.

Algo que, de alguna confusa manera, consideró como una victoria.


Hjelm pasó los siguientes días intentando llegar al final de la pista del club de golf. Hizo una visita al hospital psiquiátrico de Beckomberga y habló con el personal, en un intento de conocer las amistades de Lotta. No las tenía. El único miembro de la plantilla que quedaba desde principios de los años noventa, un auxiliar muy severo, recordaba a Lotta como solitaria en extremo. Una retraída enfermiza; muy introvertida. La única persona a la que Lotta podría haber comentado el incidente sería al hermano, algo que, con toda probabilidad, no había hecho. En caso contrario, Gusten Bergström era el mejor actor que había visto en su vida. Así que Hjelm se centró en la familia y en el círculo de amigos de Lena Hansson. Tampoco le aportó nada. Realmente había dejado que Daggfeldt y compañía compraran su silencio. La única posibilidad que parecía quedar tras unos días de infructuosas indagaciones era que Lena Hansson hubiera contratado a un sicario profesional; una pista que, de momento, dejó descansar.

Por esa época fue llamado a declarar en el juicio contra Dritëro Frakulla. No le hacía especial ilusión. Un par de semanas después de la toma de rehenes en las oficinas de inmigración en Hallunda, la política oficial de inmigración cambió repentinamente y varios centenares de kosovares con amenaza de expulsión del país pudieron quedarse. Entre ellos, la familia de Dritëro Frakulla, quien, tras su desesperado intento por salvarla, sería obligado a abandonar el país tras cumplir condena. Su intento de evitar la expulsión había tenido el efecto opuesto. Decir «ironía del destino» le pareció a Hjelm un eufemismo que se quedaba muy corto.

Estaba sentado en el banquillo de los testigos. Intentó expresarse de la forma más objetiva y clara que pudo. Consiguió ignorar más o menos la presencia de los medios de comunicación que le acosaron antes, durante y después del juicio, pero no pudo escapar de la oscura mirada de Dritëro Frakulla desde el banquillo de los acusados. Frakulla seguía con el brazo en cabestrillo y no apartó los ojos de Hjelm en ningún momento. No se trataba de una mirada acusatoria, sino más bien rota, abiertamente resquebrajada. Aun así, Hjelm no pudo librarse de una sensación de ser acusado; tal vez sólo existía dentro de él mismo. Le pareció que Frakulla lo acusaba, pero no por haberle disparado, sino por no haberle matado. Si hubiera acabado con su vida, la familia se habría quedado; sin embargo ahora, dentro de unos años, le acompañarían lealmente de vuelta con los serbios. Ésa era la sensación que le inspiraba la mirada rota de Frakulla. Un sentimiento profundamente desagradable que acompañaba e impedía cada palabra que Hjelm pronunciaba y cada respuesta que daba a las preguntas complacientes del fiscal y a las acusatorias del defensor. El abogado de oficio de Frakulla era un señor mayor con aire hastiado que formulaba con gran precisión las preguntas más pertinentes: ¿por qué no esperó la llegada de la unidad de intervención especial?; ¿por qué el caso no ha sido investigado por Asuntos Internos? Al parecer, Bruun, Hultin y Mörner habían conseguido eliminar cualquier rastro de los interrogatorios de Grundström y Mårtensson. Aun así, los ataques del abogado defensor no eran nada en comparación con la insistente mirada de Frakulla.

Cuando bajó del banquillo de los testigos y se dirigió con paso lento hacia la salida de la sala su mirada se cruzó con la de un niño pequeño. Le pareció idéntica a la del padre.

Tuvo que pasar un buen rato antes de que Hjelm se sintiera capaz de volver a la investigación.

Un par de días más tarde, a pesar de que en realidad seguía de baja, Viggo Norlander entró de repente en el centro de mando, en plena reunión matinal. Pasó cojeando, apoyado en unas muletas y con un aspecto bastante apagado. Algo se había extinguido en su mirada, ya de por sí bastante apagada. Tenía las manos vendadas. Le saludaron con mucho cariño y Kerstin Holm salió corriendo a por un ramo de flores que le habían comprado con la idea de dárselo esa misma tarde. Norlander parecía sinceramente conmovido cuando se sentó en su silla de siempre.

Estaba libre. Nadie la había ocupado.

Durante su estancia en el hospital de Tallin y luego en el de Huddinge, se convenció de que Hultin lo había sacado de la investigación y quizá también de que los de Asuntos Internos irían a por él. Cuando se dejó caer en la silla comprendió que estaba… perdonado; no se le ocurrió otra palabra. Lloró sin tapujos.

Dio la impresión de ser un hombre destrozado. Todos se preguntaron si en realidad sería capaz de volver, pero cuando levantó la mirada con los ojos rojos descubrieron que había felicidad en sus lágrimas. Auténtica felicidad.

Cuanto más se conocían, más difícil resultaba comprenderse los unos a los otros. Como siempre.

Mientras salían del centro de mando, Hjelm vio con el rabillo del ojo cómo Söderstedt se acercaba a Norlander, le ponía los brazos sobre los hombros y le decía algo. Viggo Norlander rió alta y efusivamente.

En la reunión no se dijo gran cosa; nadie había hecho ningún avance nuevo. Ahora trabajaban casi de forma exclusiva partiendo de la hipótesis de que la ola de asesinatos había cesado y de que las cifras rojas en los libros de contabilidad del mundo empresarial sueco no llegaría más allá del tres, tres asientos: Kuno Daggfeldt, Bernhard Strand-Julén y Nils-Emil Carlberger.

Estaban equivocados.

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