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De un modo no demasiado delicado, Jari Malinen fue detenido en medio del funeral de su madre. La policía finlandesa entró sin más en la iglesia en pleno oficio y se lo llevó. Le metieron en los calabozos de Helsinki a pasar la noche. Lo contó todo.

Había entrado en contacto con la mafia rusa ya a finales de los años setenta; cometió un error fiscal, por llamarlo de alguna manera, cumplió condena y luego se marchó a Suecia, en parte para librarse de la mafia, pues, en su caída en desgracia, había arrastrado consigo a uno de los rusos, un tal Vladimir Ragin, y no sabía si el clan se la tenía guardada. No quiso arriesgarse.

Se fue a Gotemburgo, pidió prestado dinero y abrió un pequeño restaurante; así entró en contacto con sus compañeros restauradores Guido Cassola y Roger Hackzell. Cassola y Hackzell no tardaron en enemistarse y terminaron su colaboración. Hackzell se unió a Malinen y abrieron Hal & Mal en Växjö a finales de los años ochenta.

Un día la mafia, ahora ruso-estonia, le encontró, y como hacía años había arrastrado a uno de ellos en su caída, se sintió aterrorizado y accedió a todo. Es cierto que durante el juicio en Vasa, tanto él como el ruso habían contado con la ayuda de un joven y brillante abogado defensor, del que no recordaba el nombre, de forma que salieron mejor parados de lo que Malinen nunca pensó que sería posible en un estado de derecho; pero aun así, no se podía quitar el miedo de encima. Y se presentaron Igor e Igor para venderles vodka estonio. Eso era todo.

Hjelm estudió a Söderstedt mientras Norlander relataba lo acontecido. El finés blanco como la nieve no desviaba en ningún momento la mirada de la mesa.

– Excelente trabajo de Hjelm en Växjö -concluyó Norlander.

Era un nuevo Viggo Norlander el que tenían delante. Una persona curada. Ya no llevaba muletas ni vendas en las manos. Las heridas habían sanado y el rosa de las desnudas cicatrices resplandecía como pequeñas flores que brotaban en medio de sus peludas manos. Las movía con una nueva ligereza. Recuperado y renacido, pensó Hjelm. Estigmatizado, recuperado y renacido.

Kerstin Holm no había tenido ningún éxito en Malmö. El difunto Robert Granskog, el quinto cliente de White Jim, carecía de herederos y lo que el destino había deparado a la cinta de Misterioso era una incógnita. Sin duda alguien la habría tirado.

Hjelm y Holm intercambiaron alguna que otra mirada sin que ninguno de los dos supiera interpretarlas.

Hultin carraspeó ruidosamente mientras ampliaba los dibujos de la pizarra blanca, cada vez más grotescos y laberínticos, con otra flecha más. Apuntaba a Växjö.

– ¿Estamos todos de acuerdo en que ahora hay que dar prioridad al Grupo Lovisedal? -preguntó.

Sonó como una pregunta de verdad, no retórica. Incluso parecía estar esperando una respuesta. Quizá el despiadado defensa estuviera subiendo hacia la mitad del campo.

No hubo ninguna contestación muy bien articulada, pero sí un murmullo unánime. Hultin continuó:

– De acuerdo, es donde se cruzan los caminos del criminal y las víctimas, excepto en el caso de Strand-Julén. Los otros tres, Daggfeldt, Carlberger y Brandberg, coincidieron en la junta directiva de Lovisedal durante un tiempo. De modo que nos podemos imaginar el siguiente escenario: el Grupo Lovisedal intenta establecerse en el mercado de la prensa tabloide de Tallin, igual que ya han hecho en San Petersburgo. Reciben advertencias de Viktor X, se niegan a aceptar su «protección», son amenazados, siguen negándose y, al final, las amenazas adoptan la forma de ejecución de los miembros de la junta directiva por parte de Igor e Igor, alias Alexander Brjusov y Valerij Trepljov. Se toman un descanso después de tres asesinatos, dos auténticos -Daggfeldt y Carlberger- y uno falso -Strand-Julén-, para ver si los de Lovisedal reaccionan. No lo hacen. Siguen negándose porfiadamente. Entonces Igor e Igor vuelven a la carga, bajo las órdenes directas de Viktor X. Puede que Enar Brandberg sea la primera víctima de una nueva serie. ¿Es razonable?

– Resulta difícil ver alguna otra cosa que lo sea más -dijo Gunnar Nyberg.

– Hay otro pero, aparte del de Strand-Julén -intervino Jorge Chávez-. Daggfeldt, Carlberger y Brandberg sólo participaron simultáneamente en la junta directiva de Lovisedal durante un período de tiempo muy breve en el año 1991. Daggfeldt de 1989 a 1993, Carlberger desde 1991 hasta su muerte y Brandberg de 1985 a 1991, año en que se convirtió en diputado. El único año en común es 1991. Y en las fechas de los asesinatos sólo Carlberger seguía en la junta. Uno de cuatro.

– Ya, pero fue en 1991 cuando empezaron a sondear el terreno estonio -dijo Hultin-. Van a por la junta directiva de ese año. Quizá tengan una lista antigua, quizá sea un aviso: en aquel año, 1991, cometisteis el error de vuestra vida al intentar entrar en territorio vedado. De todos modos, ésta es la mejor pista que tenemos.

– Hay otro pero -intervino Viggo Norlander-. Juri Maarja y Viktor X me dejaron con vida para probar su inocencia. Ya habéis leído la carta… adjunta, por decirlo de alguna manera.

– Eso ni prueba ni refuta nada -replicó Hultin.

– Yo vi la sorpresa en el rostro de Maarja cuando les lancé la acusación. Era auténtica.

– Tu Jüri Maarja es traficante de refugiados. Es posible que no esté al tanto de todo lo que hace Viktor X. Él se sorprendió, vale, ¿pero se sorprendió Viktor X? Nunca viste su cara, si es que era él. Igor e Igor quizá estén actuando bajo órdenes directas de Viktor X, sin mediadores. Por lo menos sería muy posible.

Viggo Norlander asintió con la cabeza no muy convencido.

– Chávez tiene una lista de la junta directiva de Lovisedal del año 1991 -continuó Hultin-. ¿Cuántos siguen con vida?

– Seis. Debemos vigilar a los seis.

Hultin echó un vistazo a sus papeles y siguió:

– Yo me encargo del presidente de la junta, tanto entonces como ahora, Jacob Lidner. Os quedan cinco para repartir entre vosotros. Presionadles un poco, intentad sacarles algo: si tienen miedo, si quieren protección… algo que se les va a proporcionar quieran o no. A partir de esta noche los miembros de la junta directiva de Lovisedal contarán con vigilancia veinticuatro horas al día. Y luego, claro está, hemos emitido una orden nacional de busca y captura de Igor e Igor. Con toda probabilidad son nuestro Asesino del Poder. Venga, a por ellos.

Hultin abandonó la habitación a través de su misteriosa puerta y el Grupo A se reunió en torno a la mesa para repartirse a los miembros de la junta. El antiguo calendario de un asesinato cada dos noches, evidentemente, ya no era válido. En ese caso, ya la noche anterior, entre el 19 y el 20 de mayo, la que Hjelm pasó sumido en un extraño y agitado sueño en una pequeña habitación en el edifico de la policía, habría dejado otro cadáver. La vieja teoría de la simetría cayó como un castillo de naipes; la única constante que quedaba era que los asesinatos se cometían durante la noche, de modo que les quedaba tiempo de sobra para realizar las entrevistas a los miembros de la junta. Se trataba de dar con la siguiente víctima antes de que fuera demasiado tarde.

– Me pregunto si existe algún método en la selección -dijo Söderstedt-. Si quitamos a Strand-Julén, nos quedan, en orden: Daggfeldt, Carlberger, Brandberg. D-C-B. ¿Alguno empieza por A?

No había ninguno. Se repartieron los nombres sin más. Uno se libró. Nadie quería librarse. Al final acordaron que Söderstedt y Hjelm compartieran a uno de los miembros de la junta.

Hjelm, con la cazadora puesta y ya listo para salir, acompañó a Söderstedt al despacho que éste ocupaba junto a Norlander. Norlander se disponía, ansioso, a marcharse a su primera misión desde Tallin, vivito aunque quizá no coleando: cojeaba un poco al caminar sobre sus pies estigmatizados.

Cuando Söderstedt estiró la mano para coger su cazadora, que colgaba de una percha al lado de la puerta, Hjelm le detuvo y cerró la puerta.

– Hay una cosa que me intriga -dijo mirando fijamente a A. Söderstedt, ex abogado estrella en Finlandia, defensor de Jari Malinen, contratado por la mafia en febrero de 1970-. ¿Por qué la policía?

Arto Söderstedt le lanzó una mirada firme mientras cogía la cazadora.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó sin que pareciera una pregunta.

Se fue poniendo la cazadora, despacio.

– ¿Y por qué Suecia?

Söderstedt se resignó. Se dejó caer en su silla con un suspiro y dijo apagado:

– Porque Suecia es muy fácil. Yo ya estaba fichado en Finlandia, mi nombre era conocido y etiquetado: el joven abogado estrella que sacaba de los peores aprietos a ciudadanos con carteras abultadas. No tenía salida allí.

Se tomó una pequeña pausa y contempló a Hjelm. Era la primera vez que Hjelm veía al flaco finlandés del todo serio. Hizo una pequeña mueca amarga y continuó:

– El por qué policía resulta más difícil de explicar. En 1980 tenía veintisiete años y acababa de hacerme socio del bufete. Koivonen, Krantz & Söderstedt. Todo muy bonito. Todas las cosas a las que había aspirado en mi corta y extremadamente ambiciosa vida se habían cumplido. Y tuve un caso con un tipo malvado de verdad. En realidad, no era nada nuevo; siempre había defendido a ese tipo de gente. Pero esta vez me pasó algo. Detrás de la respetable fachada de aquel individuo tenía lugar la actividad más repugnante que te puedes imaginar: una especie de trata de blancas, de esclavitud, no se puede describir… Hasta la hermética Finlandia, un país que apenas acoge inmigrantes, iban llegando en una corriente sin fin mujeres asiáticas, drogadas, que luego se vendían en una especie de… subastas. Naturalmente, conseguí librarle para que pudiera seguir con su sucio trapicheo, pero algo se rompió dentro de mí. En ese hombre correcto de elegante fachada y repugnante actitud hacia la vida humana vi reflejado mi futuro. El defensor de fachadas. Toda la mierda me cayó encima. Me marché a Suecia, me hice ciudadano sueco e intenté pasar desapercibido. Viví un par de años perros antes de que me diera por hacerme policía, supongo que para intentar cambiar el sistema desde dentro, ese sistema que creí conocer de fondo. Pero, como suele pasar, las cosas no se dejan cambiar desde dentro. Durante mi época en Estocolmo me di a conocer como un madero bastante controvertido, me destinaron a Västerås y allí me quedé. Una vez más, me volví a esconder del mundo: el trabajo policial se convirtió en rutina, formé una familia grande y, en vez de entregarme al trabajo, me dediqué a leer; fue algo que pasó sin más. De alguna manera, Hultin consiguió dar conmigo, no me preguntes cómo. The end.

Söderstedt se levantó; pesada o ligeramente, esa era la cuestión. Había pasado por una completa transformación a los ojos de Hjelm.

En lugar del payaso, asomaba un hombre que había asumido las consecuencias de una convicción moral, alguien que se había despedido de muchos millones fáciles en honorarios, que reconoció el hecho de que había tirado por la borda toda su vida. Un hombre que, como consecuencia de esa convicción, cambió de país, de lengua y de vida. Estatura moral, pensó Hjelm.

– El último que llegue al coche es una rana sin ancas -gritó el hombre de estatura moral, y echó a correr.


Aquella soleada mañana del 20 de mayo, Jacob Lidner, presidente de la junta directiva de Lovisedal, se hallaba en su casa, situada en el barrio de Lidingö. Jan-Olov Hultin llegó al magnífico chalet conduciendo su Volvo Turbo. Llamó al timbre que, sonoro y ruidoso, retumbó con cierto retraso por todas las habitaciones del chalet hasta el jardín de la parte trasera, desde donde venía Lidner caminando, dando la vuelta a la esquina de la casa. Se trataba de un anciano e imponente caballero con mirada de emperador, embutido en un blanco albornoz con un monograma. Tenía su plateada melena despeinada, como si acabara de salir de la piscina. De cerca olía a cloro.

– Deje ya de una vez de molestarme, que ya está bien -le dijo a Hultin, y siguió sin que el comisario tuviese la más mínima oportunidad de pronunciar palabra-. Ya estoy harto de los reporteros. Soy un pensionista normal y corriente que sólo quiere esperar la muerte con tranquilidad. Deje de hostigarme con el consejo de administración; ya sé que quieren meter a los suyos a cualquier precio, pero lo que estamos llevando es una empresa comercial, y no otra cosa.

Por fin una pausa para recuperar el aliento.

– ¿Parezco un periodista? -consiguió intercalar Hultin, que se puso sus gafas de leer semicirculares.

– Ya lo creo -replicó Lidner-. Aunque no lo es, ¿verdad?

– Soy el comisario Jan-Olov Hultin. Dirijo la investigación del caso que en los medios de comunicación han denominado el Asesino del Poder.

– Ajá -dijo Lidner-. El Grupo A. Una denominación muy acertada.

Hultin perdió el equilibrio, pero lo disimuló bien.

– No creo que ése sea un dato al que la prensa haya tenido acceso…

Jacob Lidner se rió.

– Pero, Dios mío, señor comisario, seguro que comprenderá que semejante información no se puede mantener en secreto. Es nuestra gente la que está amenazada.

– Y no sólo la gente de su círculo en general -dijo Hultin en un intento de recuperar la iniciativa-, sino la junta directiva de Lovisedal del año 1991 en particular.

Lidner volvió a soltar una ligera risa.

– ¿Qué le ha llevado a sacar esa curiosa conclusión? Es cierto que el director Strand-Julén era un buen amigo, pero nunca ha tenido que ver con el Grupo. Creo que más bien deberían buscar en la junta directiva del Sydbanken; allí estuvieron los cuatro durante un tiempo en 1990.

Los conocimientos de Lidner sobre los entresijos de la investigación resultaban asombrosos. Hultin, fiel a su costumbre, se controló y devolvió el golpe:

– Que yo sepa, el Sydbanken nunca ha tenido ese contacto tan íntimo que tiene Lovisedal con la mafia rusa-estonia. ¿Porque supongo que sigue negándose a colaborar con la mafia?

Jacob Lidner le observó con cierto disgusto, como se mira a una mosca que molesta cuando hay trabajo importante que hacer.

– Por supuesto -dijo con sequedad-. Ellos siguen siendo un motivo de irritación. Pero si lo que quiere decir es que la mafia está detrás de todo esto, entonces, de verdad, que no tiene ni idea de nada.

– ¿Cómo lo sabe? -replicó Hultin.

– Por ejemplo, por lo que le pasó a su detective privado en Tallin.

Hultin estaba a punto de explotar. Contempló con avidez las tupidas cejas de Lidner.

– Me veo obligado a preguntarle cómo es posible que tenga tantos conocimientos sobre la investigación, señor Lidenér -dijo del modo más neutro que pudo.

Pronunciar mal un nombre es igual de eficaz que emplear mal un título, pero Lidner no se dejó provocar. Si la mosca caga o no, eso da igual; de cualquier manera es motivo de irritación, hasta que uno encuentra el matamoscas.

Lidner sacó el suyo.

– Usted es libre de preguntar y yo soy libre de responder.

Hultin se rindió.

– Vamos a poner a nuestros hombres y a agentes de la policía de Estocolmo a protegerle las veinticuatro horas al día. Espero que pueda tolerar su presencia durante unos días.

– El dinero de los contribuyentes, como siempre, podría emplearse de una forma considerablemente más eficaz -comentó Jacob Lidner, que dio media vuelta y se marchó.

Jan Olov Hultin tardó casi dos minutos en ser capaz de hacer lo mismo.

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