25

Transcurrió una semana sin que apenas ocurriera nada. Luego sucedió algo que debería haber sido decisivo.

La brigada criminal de la policía de Estocolmo realizó una redada rutinaria en un club clandestino de juego situado en el centro de la ciudad.

Un espabilado agente de nombre Åkesson reconoció a uno de los jugadores, a pesar de que el tipo se había dejado una moderna perilla, llevaba gafas con montura de pasta y se había afeitado la cabeza.

El jugador era Alexander Brjusov, la mitad más delgada del dúo Igor e Igor.

Acabó en el calabozo, mudo, y los miembros del Grupo A fueron desfilando para echar un vistazo por la mirilla, como curiosos colegiales de excursión.

Hultin se dirigió al agente que detuvo a Brjusov. Åkesson parecía bastante cansado y deseoso de marcharse a casa.

– ¿Ni una palabra?

Åkesson negó con la cabeza.

– He estado intentando sonsacarle algo toda la noche. Juega al sordomudo.

– De acuerdo-dijo Hultin-. De todas formas, ha hecho un trabajo cojonudo, Åkesson. Ahora váyase a casa a descansar.

Åkesson se marchó. Esperaba que no cogiera el coche para volver a casa.

Los colegiales del Grupo A se quedaron rondando por el pasillo de los calabozos. El oficial de guardia los miraba con cierta indulgencia.

– Yo entro con Söderstedt -dijo Hultin, y dejó que el oficial de guardia le abriera la puerta de acero de la celda-. Los demás os podéis ir -añadió, y se metió para dentro.

Söderstedt dirigió un gesto exculpatorio a sus compañeros y le siguió.

No se marchó nadie. Se turnaron para observar por la mirilla. La mirada del oficial de guardia se iba haciendo cada vez menos indulgente.

Hultin y Söderstedt se sentaron en frente de Alexander Brjusov. No se parecía mucho al retrato robot.

Fue Söderstedt quien habló. Repetía cada pregunta dos veces, primero en sueco, luego en ruso. Sin embargo, fue una conversación bastante unilateral.

Brjusov empezó por exigir la presencia de un abogado, petición que fue rechazada con difusas referencias a la seguridad del reino; un método infalible. El resto de las preguntas, incluida la de la cinta de Monk, las respondió Brjusov con una sonrisa irónica. En una ocasión dijo a Söderstedt:

– Yo a ti te conozco.

Por lo demás, permaneció callado hasta la pregunta:

– ¿Dónde está Valerij Trepljov?

Entonces, Alexander Brjusov soltó unas ruidosas carcajadas y dijo en perfecto sueco:

– Eso, señores míos, es una cuestión profundamente religiosa.

Después no dijo nada más.


El fiscal jefe no tuvo nada fácil la vista preliminar.

La falta de pruebas resultaba ya de por sí abrumadora, pero expresada a través de los elaborados y retóricos sarcasmos del abogado estrella, Reynold Rangsmyhr, se convertía en algo ridículo.

A los integrantes del Grupo A, desarmados y repartidos entre los espectadores de la sala, les preocupaba menos la posible puesta en libertad de la mitad del dúo Igor e Igor que la cuestión de cómo el mejor abogado del país, al menos el más caro, había llegado a defender a un simple contrabandista ruso de vodka.

Fueron testigos de un sangriento combate -como Mike Tyson contra el pobre púgil Lillen Eklund-; una batalla que sólo podía terminar de una manera: con el juez echando una enorme bronca al ministerio fiscal y a las autoridades policiales por hacer perder tiempo y recursos al sistema judicial con una causa cuyo fallo estaba tan claro de antemano. Para más inri, el absuelto Alexander Brjusov consiguió desaparecer del mapa dentro todavía de los juzgados. Nadie le vio abandonar el edificio.

– ¿Qué ha pasado? -se atrevió a preguntar Gunnar Nyberg en la reunión de la tarde en el centro de mando. La niebla de la decepción se cernía sobre ellos y a través de ella se veía difusamente, junto a su mesa, al general Hultin gravemente herido, aunque no caído en batalla. Decidido, hacía rodar la partida lanza del lápiz entre los dedos, y sin apartar la vista de ese entretenimiento, digno de Sísifo, dijo adusto:

– La pregunta es bastante sencilla. ¿Tiene el grupo de Viktor X suficientes recursos y contactos dentro del sistema judicial sueco como para sacar a Brjusov con esa facilidad? ¿O contra quién nos enfrentamos?

Se convirtió en una pregunta retórica; aunque no era ésa la idea.


El Grupo A había intentado, en la medida de lo posible, eximir a la policía de Estocolmo de la vigilancia nocturna de los miembros del consejo de administración del Grupo Lovisedal, asumiéndola ellos mismos.

Hjelm pasó una noche en casa de un hombre llamado Bertilsson y otra en casa de un tal Schrödenius. Además de eso, incluso pasó un par de noches en su propia casa de Norsborg.

No tenía ningún contacto con Cilla, que estaba todavía en la casa de campo en Dalarö. No le quedaba otra opción que dejar que siguiera siendo un misterio femenino. Sin duda, lo peor que podría hacer era insistir. Había visto la soledad en sus ojos. Y Danne y Tova seguían con sus vidas, cada uno por su lado: Danne casi siempre solo en su habitación, y Tova a menudo en casa de su amiga Milla, cuyos padres prometieron con gran entusiasmo cuidar de Tova, aunque -al menos eso le pareció a Hjelm- no sin lanzar miradas de reproche al mismo tiempo. Llenaba la nevera de comida y se preguntaba a quién en realidad había que reprocharle algo y qué.

Una noche Tova dijo que el grano de la mejilla de Hjelm parecía un signo astrológico, pero no se le ocurrió cuál. A la mañana siguiente, cuando Hjelm estaba a punto de marcharse al trabajo, Tova dijo que era Plutón, una P con una pequeña línea horizontal que enlazaba con el semicírculo de la grafía. Él preguntó qué significaba; ella, jovial e inocente, contestó que no tenía ni idea.

– ¿Vienes a la fiesta de fin de curso? -siguió ella-. Mamá va a venir.

– Lo intentaré -dijo él sintiendo una punzada en el corazón.

En el coche, de camino al centro, reflexionó sobre qué podía significar Plutón para Tova: el planeta más alejado del sistema solar, un arcaico dios de la muerte, o Pluto, el simpático perro de Disney.

Cuando entró en el despacho, Chávez ni siquiera había encendido el ordenador. Era algo muy raro. Estaba dando vueltas a la manivela del molinillo del café.

– Dentro de poco ya estaremos en junio -dijo cansado.

– ¿Algún plan de verano que se te ha fastidiado? -preguntó Hjelm mientras se sentaba.

– Bueno, fastidiado, tanto como fastidiado… -empezó Chávez mirando por la pequeña ventana del despacho, desde donde el cielo azul claro se asomaba por la esquina superior derecha. De repente le vino algo a la memoria:

– Por cierto -continuó, reuniendo sus archivos miméticos, que ya casi parecían estar de vacaciones-. Te llamó un tipo. Dijo que volvería a llamar.

– ¿Quién?

– No sé. Se me olvidó preguntar.

Hjelm intentó no pensar en la fundamental falta de Chávez en el ejercicio de sus funciones profesionales.

– ¿Cómo sonaba?

– ¿Qué cómo sonaba? De Gotemburgo, creo.

– Ajá -dijo Hjelm con renovada esperanza, marcó un largo número y esperó.

– ¿Hackzell? -vociferó al auricular-. Aquí Hjelm.

– Creo que he recordado algo -crepitó Roger Hackzell desde el restaurante Hal & Mal en Växjö-. Pasó algo hace unos años cuando puse la cinta de jazz en el restaurante.

– No te muevas -dijo Hjelm saliendo al pasillo-. Voy para allá.

A Chávez le dijo:

– Dile a Hultin que Kerstin y yo nos vamos a Växjö. Estaremos en contacto.

– ¡Espera! -gritó Chávez tras él.

Hjelm irrumpió en el despacho 303. Gunnar Nyberg y Kerstin Holm estaban cantando un complejo canto gregoriano. Se los quedó mirando asombrado. Continuaron cantando sin al parecer advertir su presencia. Chávez abrió la puerta detrás de Hjelm y también se detuvo. Cuando terminaron de cantar, Hjelm y Chávez aplaudieron. Luego Hjelm dijo:

– Creo que han mordido el anzuelo de la cinta en Växjö. ¿Vienes?

Kerstin Holm le contempló sin mediar palabra mientras se enfundaba una pequeña cazadora de cuero negra.

– ¿Tenéis sitio para mí? -preguntó Chávez.


Los tres cogieron un vuelo a Växjö. La presencia de Jorge impidió cualquier conversación íntima entre Paul y Kerstin, cosa que no pareció molestar a ninguno de los dos. La visión del túnel se había activado.

Roger Hackzell se encontraba en el restaurante, que acababa de abrir para los primeros comensales. Eran poco más de las once.

Hackzell les invitó a pasar a su despacho dejando a una sola camarera a cargo del negocio. En el despacho sonaba Misterioso. Hackzell apagó el equipo de música, que estaba programado en repetición.

– Bueno -empezó, y les invitó a sentarse en el sofá-. Desde hace un par de días tengo la sensación de que hay algo especial en este tema; lo he estado escuchando como un poseso. Y al final se me ocurrió. Fue hace unos años, por la noche, muy tarde. Llevábamos un año más o menos en la ciudad y éramos el único local que abría hasta las tres de la madrugada. Podía llegar a organizarse bastante jaleo, pues todos los noctámbulos acababan aquí. Luego nos retiraron el permiso; ahora sólo abrimos hasta medianoche. La verdad es que aquella noche había muy poca gente, estábamos a punto de cerrar. Sólo quedaban dos clientes. Uno de ellos, Anton, un tipo grande como una casa, pidió precisamente esa cinta. Cuando terminó, cambié a música rock. Pero Anton quería escuchar el jazz, y tenía algo salvaje en su mirada. Así que puse de nuevo la cinta, y estoy bastante seguro de que era este tema. Entonces se puso a gritar como un loco, se lanzó encima del otro tipo que estaba en el local y empezó a molerlo a palos. Ahora me acuerdo perfectamente, fue de lo más desagradable; no paraba de gritar una y otra vez lo mismo, no me acuerdo qué decía, era algo bastante confuso, estaba borracho como una cuba y yo acojonado como nunca. Primero le propinó un par de golpes en el estómago, una patada en la rodilla y otra en la entrepierna y luego le dejó fuera de combate con un tremendo puñetazo en todos los morros que hizo que le salieran volando los dientes. Cayó al suelo todo lo largo que era y el tal Anton empezó a darle patadas; aun así, el tipo seguía consciente y no hacía más que mirarle con ojos extraños. Entonces Anton se dispuso a asestarle un monumental puntapié que sin duda le habría matado. Recuerdo que pegué un grito al cielo. Anton se frenó, cogió una botella, la tiró a la pared y se marchó. Ayudé al otro cliente a levantarse del suelo; estaba completamente destrozado. Tenía los dientes debajo de la lengua -los iba escupiendo uno tras otro-, uno de los brazos le colgaba retorcido en un ángulo rarísimo y le dolían mucho el estómago y la entrepierna. «Ahora mismo llamo a la policía -le dije- y a una ambulancia.» «No -me contestó-, él tenía toda la razón del mundo.» Parece mentira pero eso fue lo que dijo hablando del loco que le acababa de dar la paliza del siglo: «él tenía toda la razón del mundo». De acuerdo, pensé, mejor no involucrar a la policía, seguro que nos quitaría el permiso. Le ayudé a cortar la peor hemorragia y luego se marchó, sin más. Eso fue todo.

– Es más que suficiente -dijo Hjelm-. Ese Anton, ¿quién era?

– Se llama Anton Rudström. Había montado un gimnasio por aquí, por el centro; debió de ser en 1990. Pero cuando ocurrió esto -si mal no recuerdo fue el año siguiente, en primavera- el gimnasio acababa de irse a pique y Anton había empezado a beber. Le dieron un crédito sin fianza ni aval -ya sabéis cómo se hacían las cosas en aquel entonces- y no pudo devolverlo. Ahora es un alcohólico perdido, uno de esos tipos que suelen rondar por el Systembolaget.

– Aunque sigue pareciendo un culturista -dijo Hjelm lentamente mientras reflexionaba sobre el juego del azar.

Roger Hackzell, Kerstin Holm y Jorge Chávez lo contemplaron asombrados.

– Así es -reconoció Hackzell-. Parece como si se siguiera entrenando.

– ¿Y el otro? -inquirió Chávez-. ¿La víctima? ¿Quién era?

– No lo sé. Nunca lo había visto antes y tampoco lo he vuelto a ver después. No sería de por aquí. Pero era un genio con los dardos, de eso sí me acuerdo; estuvo horas lanzando.

– ¿Dardos? -preguntó Kerstin Holm.

– Sí, el juego de los dardos -confirmó Roger Hackzell.


Estaba sentado con un grupo que se iba pasando una botella de vino dulce Rosita. Era el más joven y corpulento de todos.

– Yo pensaba que era el vodka lo que te gustaba -se extrañó Hjelm.

Anton Rudström lo reconoció enseguida.

– Vaya, vaya -dijo jovialmente-. El catador de vodka de Estocolmo. Señores, os presento al hombre que me compró una botella de vodka para que probara luego otra botella de vodka.

– Joder, macho, estaba convencido de que te lo habías inventado -reconoció un viejo y desdentado individuo mientras tendía la mano a Hjelm-. A mí tampoco me importaría ayudarte con una cata.

– Esta vez me temo que no -repuso Hjelm enseñando su placa-. Dispérsense.

Rudström también intentó dispersarse, pero sin mucho éxito.

– Ahora queremos que nos cuentes un poco la pelea en el restaurante Hal & Mal una noche durante la primavera de 1991 -preguntó Hjelm, y se sentó al lado de Rudström.

Chávez y Holm permanecieron de pie. Ninguno de los tres se sentía particularmente impresionante al lado del enorme Rudström.

– No sé nada de eso -respondió arisco.

– No estamos aquí para detenerte. Ni siquiera se puso una denuncia. Sólo intenta contestar lo mejor que puedas a nuestras preguntas y habrá más que media botella de vodka, te lo aseguro. Primero queremos saber por qué insistías en que fuera precisamente Misterioso, de Thelonius Monk, el tema que sonara mientras propinabas una monumental paliza a aquel pobre hombre.

Anton Rudström reflexionó. Tuvo que zambullirse y bucear entre metros cúbicos de etanol hasta encontrar la orilla del otro lado del río, donde buscaba a tientas entre la volátil arena.

– Guardo un vago recuerdo de que estuve a punto de matar a golpes a una persona. Después de eso se me fue la olla de verdad.

– ¿Tenías un gimnasio…? -empezó Hjelm.

– El Apollo -zanjó Rudström sin dudarlo un instante-. ¡El Apollo Gym! ¡Joder!

– Cuéntanos.

– Bueno. A ver… Siempre me entrenaba en el de Carlos y al final me dio trabajo allí. Un día pasé por un bonito local que se alquilaba, en pleno centro de la ciudad, un poco caro, cierto, una antigua tienda de no sé qué. Bueno, pues se me ocurrió entrar en el primer banco que vi para preguntar si me prestarían el dinero para montar un gimnasio allí -era sólo una idea, no tenía ni avales ni nada- y de repente me vi saliendo con un enorme crédito en el bolsillo. En esa época era así, te daban todo lo que pedías. Compré el mejor equipamiento que había y monté un verdadero gimnasio de lujo. Obviamente, estaba escrito que eso no iba a funcionar en un sitio tan pequeño como Växjö. Sólo fue cuestión de unos seis meses más o menos, luego todo se fue a la mierda; y de repente allí estaba, con el culo al aire y unas putas deudas millonarias sin saber muy bien qué había pasado. Me lo quitaron todo, así sin más.

Rudström chasqueó los dedos y se transportó a sí mismo a otra época. Hjelm le devolvió a la realidad.

– Fue en aquel tiempo cuando fuiste una noche a Hal & Mal. Sólo tú, el dueño y otra persona más. Era casi la hora de cerrar. De madrugada. ¿Te acuerdas?

– Vagamente -dijo Rudström-. Joder, necesito un trago.

– Después te daremos todos los tragos que quieras. Intenta hacer memoria.

Anton Rudström volvió a zambullirse en las aguas profundas de su mente.

– Estaba en un rincón tirando a los dardos. ¿Fue entonces, no? No me acuerdo…

– Sí, fue entonces. Sigue.

– Bueno… Ese tipo ya se encontraba allí tirando sus malditos dardos cuando yo llegué. El local estaba lleno, pero él seguía allí, en el rincón, tirando una hora tras otra. Empezó a mosquearme.

– ¿Por qué?

– Alguien me había dicho algo… Algo que hizo que me fijara en él, pues era un tipo bastante normal, si mal no recuerdo… Si no me hubieran comentado nada… Pero alguien me dijo que ese tipo… que él…

Rudström estaba a punto de volatilizarse e írseles de las manos. Los tres se dieron cuenta.

– ¿Fue algo que dijo o que hizo? -intervino Chávez-. ¿Algo en su comportamiento que te resultó irritante? ¿O algo que representaba? ¿Alguna característica? ¿Un tipo de persona especial? ¿Un inmigrante?

– Algo que representaba… -repitió Rudström mirando asombrado a Chávez-. Es verdad, el tipo representaba algo que me cabreó a lo bestia, y cuantas más cervezas me tomaba más me cabreaba. Le eché la culpa de toda la mierda que me habían echado encima.

– ¿Por qué él? -insistió Hjelm.

– Trabajaba en un banco -dijo Rudström claramente-. Eso es. Alguien dijo que trabajaba en un banco. Al final me desquició.

– ¿En la ciudad?

– No, en algún pueblo, creo. No sé. No era de Växjö ciudad, de eso estoy bastante seguro. No tengo ni idea de quién era. Pero por lo visto era un hacha con los dardos. Espero que no sufriera demasiados daños…

Se miraron los cuatro.

– Es posible que acabara bastante mal -dijo Hjelm-. Aunque no como tú piensas.

Puso dos billetes de cien en la mano de Rudström, que parecía ahogado en unos recuerdos que creía borrados para siempre.

– Joder, menuda paliza le di -se lamentó mientras un par de lágrimas resbalaban despacio por su mejilla, picada de cicatrices de los anabolizantes-. Joder.

Estaban a punto de marcharse cuando Kerstin Holm se acurrucó a su lado.

– Tengo que preguntarte una cosa, Anton. ¿Por qué querías escuchar Misterioso mientras le pegabas?

Él la miró a los ojos.

– Es que es la hostia de bueno ese tema -dijo-. Aunque ahora se me ha olvidado cómo era.

Ella le acarició suavemente el brazo.

– Pero a él seguro que no se le ha olvidado -repuso Kerstin Holm.


En su distracción, fueron a parar a lo que creían era un café hasta que les pusieron sus hamburguesas con M mayúscula en los envases. Estaban sentados en la terraza de McDonald's, en la amplia calle peatonal que atravesaba todo el centro de Växjö. Era ya por la tarde.

– Misterioso -dijo Kerstin-. Es el típico juego de palabras de Monk. Hay una especie de niebla en el título que no se oye. Detrás del mystery, misterio, está mist, niebla. Al pronunciar la palabra no se oye la niebla. Está oculta en el misterio más explícito. Aun así, está e influye. En la música también. El misterio es inmediato, intangible, desde luego, pero aun así físicamente palpable. La niebla de dentro resulta más difícil de apreciar, pero es en ella donde nos perdemos.

Hjelm se había perdido. Había algo en algún sitio que se le había escapado, que se le había pasado por alto, pero que había estado allí de manera… de manera «físicamente palpable», eso es, pensó. Alguien había dicho algo. Le estaba sacando de quicio.

– ¿Se te ha ocurrido ya? -preguntó Chávez, y dio un mordisco a su Cuarto de Libra con Queso.

– Está allí, justo debajo de la superficie -dijo Hjelm.

-I know how you feel [53] -masticó Chávez-. Como dijo Basil en Fawlty Towers. Tienen un cliente muy molesto en el restaurante y al servirle se equivocan de plato tres veces. Al final, la mujer de Basil, ¿cómo se llama?… Sybil, le sirve un plato equivocado a propósito. Y Basil dice entre dientes: I know how she feels [54].

– ¿Y qué tiene que ver con todo esto? -preguntó Holm perpleja.

– Ni una mierda. Conversación, creo que se llama…

Banco, pensó Hjelm hurgando en su banco de memoria. Nada, ni un extracto de la cuenta.

– ¿Qué hacemos si no se te ocurre nada? -dijo Chávez-. ¿Haremos desfilar a todos los empleados de banca de la provincia de Småland ante los ojos del señor Alcohólico Perdido?

– Deben de haberle reconstruido la dentadura y la fractura del brazo, si es que se lo rompió -comentó Holm.

– Sigue siendo demasiado rebuscado -dijo Chávez-. Nada que podamos presentar a Hultin. Al menos, todavía no. El tipo recibió una paliza mientras sonaba la cinta Misterioso de Hackzell, vale; pero de ahí a que tenga la cinta en su poder hay un paso largo.

– Hay una conexión -insistió Hjelm concentrado.

– De acuerdo -reconoció Chávez-. ¿Esa conexión tiene que ver con Igor e Igor? Debe ser así. La cinta es el único vínculo entre la agresión que tuvo lugar en un restaurante de Växjö durante la primavera de 1991 y las balas soviéticas incrustadas en la pared de las casas de las personas asesinadas en Estocolmo. Y el camino de la cinta desde el restaurante hasta el chalet en Saltsjöbaden donde la encontramos es igual al itinerario de Igor e Igor. Porque cogieron la cinta como parte del pago por el vodka estonio el 15 de febrero.

Hjelm meneó la cabeza. Todo resultaba confuso. Misterioso.

– Intentemos verlo desde el punto de vista del maltrecho empleado de banca -dijo Kerstin Holm-. Según Hackzell, justo después del ataque, mientras escupe los dientes, dice: «tenía toda la razón del mundo». ¡Refiriéndose al tipo que le acaba de destrozar! Un poco raro, ¿no os parece? Los años pasan, las heridas se curan, pero al mismo tiempo crecen la desconfianza, el desconcierto, la impotencia…

– ¡Wrede! -gritó Hjelm levantándose bruscamente.

– ¿Qué? -preguntó Holm mirándole sorprendida.

– Jonas Wrede, el policía de Växjö. Me dijo algo sobre un incidente en un banco. Me perdí entre todos sus malditos «incidentes». En Albertsboda o algo así. Joder, ¿qué hora es?

– Las tres y media -contestó Chávez-. ¿Qué te pasa?

– Vamos a la comisaría de Växjö -dijo Hjelm antes de salir a toda prisa.


El inspector de la policía criminal Jonás Wrede se irguió tres veces, una por cada miembro del equipo especial de la policía criminal nacional que entró a su pequeño despacho. Al final estaba tan estirado que el botón de arriba de la camisa salió volando.

– Relájese -dijo Hjelm-. Siéntese.

Wrede obedeció la orden. Relajado por orden, se quedó sentado en su silla como un saco de patatas.

– La última vez que estuve aquí, me contó algo sobre un antiguo contacto con la policía criminal nacional. Se trataba de un incidente en un banco en algún sitio…

– Eso es -dijo Wrede esperanzador-. El incidente del banco de Algotsmåla. Pero sin duda ya están al tanto. La policía criminal envió un hombre aquí. Nunca nos dijo su nombre, por razones de secreto profesional. Lo encubrió todo. No llegó nada a los medios de comunicación. De eso estoy bastante orgulloso: no se filtró nada desde aquí. Incluso los empleados del banco mantuvieron la boca cerrada. Instinto de supervivencia, supongo.

– ¿Qué pasó?

– Como los papeles fueron confiscados por su compañero, no me cabe duda de que ya lo saben todo…

– No importa; sólo cuéntenos lo que recuerde.

Wrede parecía algo desorientado cuando no podía usar el ordenador.

– Muy bien, vamos a ver. Ocurrió el 15 de febrero de este año. Cuando los empleados llegaron a la sucursal bancaria por la mañana y abrieron la cámara acorazada encontraron dentro una persona muerta. También faltaba bastante dinero. Contactamos inmediatamente con Estocolmo; aquello era un verdadero misterio. Su colega llegó y se encargó de la investigación. Eso fue todo.

– Nuestro colega… -empezó Chávez.

– El 15 de febrero… -intervino Holm.

– Háblenos del muerto -pidió Hjelm.

– Yo fui el primer oficial que llegó al lugar de los hechos. Fui el que contactó con Estocolmo. Consideré que era mi deber mantener allí a todo el personal hasta que llegó su compañero. Él elogió mi decisión y ordenó a todos los presentes el total secreto profesional. Fui, por tanto, la primera persona que examinó el cadáver. Se trataba de un hombre de constitución fuerte, corpulento. Algún tipo de objeto puntiagudo, posiblemente un fino estilete, le había penetrado el ojo y alcanzado el cerebro. Un espectáculo desagradable.

Wrede parecía más excitado que torturado por el recuerdo.

– Pero todo eso ya lo sabrán, claro -insistió.

– De acuerdo -dijo Hjelm-. ¿Puede ayudarnos a reunir a los empleados que estaban presentes en aquella ocasión en el banco de Algotsboda? Nosotros vamos para allá enseguida.

– Algotsmåla -le corrigió Wrede, y llamó a la sucursal del banco.


El propio Jonas Wrede condujo el coche patrulla los casi cincuenta kilómetros que había desde Växjö hasta el pueblo de Algotsmåla. El sol empezaba a aproximarse al horizonte.

A Wrede le desbordaba el entusiasmo e intentaba de una forma sutil, o sea especialmente torpe, sonsacarles qué estaban tramando. Permanecieron en silencio. No veían más que un túnel muy muy estrecho ante sí. El túnel que conducía a un asesino en serie.

Wrede golpeó con brusquedad la puerta del banco cerrada. Una pequeña y tímida mujer de mediana edad se acercó a abrirla. Aparte de ella, sólo había una persona más en la minúscula sucursal bancaria: un señor mayor vestido con un traje a rayas.

– Éste es el director del banco, el señor Albert Josephsson, y la cajera Lisbeth Heed.

Contemplaron a los dos no sin un cierto escepticismo.

– ¿Es ésta toda la plantilla? -preguntó Chávez.

Lisbeth Heed les trajo café recién hecho. Cogieron las tazas sin apenas darse cuenta.

Josephsson carraspeó y, con una voz tenue y algo pedante, tomó la palabra:

– Sufrimos las consecuencias de una serie de reducciones de plantilla en el mes de febrero de este año; unas medidas de ahorro que incluían asimismo una reducción del horario de apertura. Formaba parte de la política de austeridad del banco como consecuencia de los lamentables años a finales de la década anterior y principios de ésta.

– Lo que quiere decir es que los simples empleados se vieron forzados a pagar el precio de las fracasadas especulaciones y la absurda política de créditos llevada a cabo por unos peces gordos que luego se despidieron cobrando unos suculentos contratos blindados… -dijo Hjelm sintiéndose como Söderstedt.

– Una manera no del todo ilógica de ver la situación -comentó Josephsson impasible-. La verdad es que ese… -miró a Wrede- incidente… sucedió el mismo día en que entró en vigor el nuevo horario. Y el mismo día en que la plantilla se redujo a la mitad. Yo mismo abrí la cámara y encontré al… cegado…

«El cegado», pensó Hjelm.

– Aquí está la cámara -dijo Josephsson señalando con la mano la cámara acorazada abierta.

Entraron. Allí no había nada.

– O sea, ¿lo encontraron dentro de una cámara acorazada cerrada? -preguntó Chávez.

– Sí. Imagínense la conmoción -dijo Josephsson sin dar la impresión de estar demasiado conmocionado.

– ¿Se acuerdan del aspecto que tenía el… cegado? -preguntó Hjelm.

– Grande -dijo Josephsson-. Diría que incluso enorme.

– Un auténtico toro -intervino Lizbeth Heed sorprendentemente.

– Que el matador ya había liquidado -añadió Chávez de forma aún más sorprendente.

Kerstin Holm hurgó en su bolso y sacó el retrato robot de Igor e Igor.

Un momento decisivo.

– ¿Era uno de estos hombres? -preguntó Holm.

Hjelm no reconoció su voz. Voz de túnel, pensó.

– ¡Por eso reconocí ese retrato, claro! -gritó Lizbeth Heed-. Salió en el periódico durante varios días.

Jonás Wrede se quedó de piedra. ¡Qué negligencia por su parte! Adiós, policía criminal nacional.

– ¡Sabía que había visto esa cara en algún sitio! -continuó Lisbeth Heed-. Pero no se me ocurrió que pudiera ser el hombre de la cámara. Claro, como he hecho todo lo posible por olvidarlo… Fue horrible.

– Está claro que se trata de ese individuo -asintió Josephsson señalando el retrato robot de Trepljov-. Aunque la cara, naturalmente, tenía un aspecto un poco diferente.

– ¿Wrede? -dijo Holm con malicia sosteniendo el retrato delante del pálido policía, quien asintió mudo con la cabeza mientras, por dentro, se despedía del curso de comisario.

Hjelm, Holm y Chávez se miraron larga y profundamente. Todavía faltaba una pieza importante. Hjelm entró hasta el fondo del banco, hacia la parte que estaba tras el tabique y separaba la parte pública.

Se detuvo.

Hizo señas a Holm y a Chávez.

Se quedaron mirando mucho tiempo la diana de los dardos.

Wrede, Josephsson y Heed le siguieron.

– Sí, cuelga ahí todavía -explicó Lisbeth Heed-. No he podido quitarla.

Fue Chávez el que hizo la pregunta:

– ¿Quiénes fueron despedidos el 15 de febrero?

– Mia Lindström -dijo Heed.

– Y Göran Andersson -añadió Josephsson.

Göran Andersson, pensaron tres personas.

– ¿Era Andersson el que jugaba a los dardos? -preguntó Chávez.

– Sí -confirmó Lisbeth Heed-. Era muy bueno. Llegaba siempre el primero por la mañana para empezar el día con un… ¿cómo se llamaba?

– 501 -precisó Josepsson-. Hay que bajar de 501 puntos hasta cero.

– ¿Qué pasó con Göran Andersson después de que lo despidieran? -preguntó Hjelm-. ¿Se quedó en el pueblo?

– No -dijo Lisbeth Heed con semblante triste-. Abandonó a la novia a su suerte y desapareció. Creo que ni siquiera Lena sabe dónde fue.

– ¿Lena?

– Lena Lundberg. Vivían en una pequeña casa al otro lado de Algotsmåla. Ahora ella sigue allí, pero sola. Y está embarazada, la pobre. No creo que Göran sepa siquiera que va a ser padre.

– ¿Recuerdan si Göran sufrió alguna lesión durante la primavera de 1991?

– Sí -dijo Josephsson evocando la lista del personal en su mente-. Estuvo de baja durante un par de meses por aquel entonces. Algo con los dientes…

– Por lo visto tuvieron que hacerle un puente o algo así -aclaró Heed-. Durante ese período se quedó en casa la mayor parte del tiempo. Nunca quiso contarnos lo que había ocurrido. Pero le vi con un brazo escayolado también. Creo que fue un accidente de tráfico.

– Otra cosa -dijo Holm-. ¿Ha devuelto las llaves del banco?

– Creo que todavía no le ha dado tiempo -dijo el director del banco Albert Josephsson, por primera vez con cierta inseguridad.

Los tres integrantes del Grupo A volvieron a mirarse. Las piezas iban encajando; se iban atando los cabos sueltos.

Göran Andersson.

No había gran cosa que añadir.

Hjelm se dirigió a Wrede:

– ¿Tienen dibujante en Växjö?

– ¿Para hacer retratos robot? -preguntó Wrede todavía bastante pálido-. Hay un artista al que solemos contratar de vez en cuando, sí.

– Los tres tendrán que ayudarnos a conseguir un retrato de ese colega nuestro que estuvo aquí y se encargó del caso. Sean meticulosos. Pero primero deben llevarnos a casa de Lena Lundberg.


El otro lado de Algotsmåla no quedaba muy lejos. Aun así, a los tres les dio tiempo a organizar en sus mentes la información y formarse una imagen global del curso de los acontecimientos.

El empleado de banco Göran Andersson, de Algotsmåla, fue víctima de una brutal paliza en un restaurante de Växjö durante la primavera de 1991, como consecuencia de la grotesca política de créditos de la banca sueca durante los últimos años de la década de los ochenta, política que no sólo contribuyó a la crisis bancaria y, en última instancia, a la crisis económica de todo el país durante los primeros años de los noventa, sino también a una serie de quiebras personales. Una de ellas afectó a Anton Rudström, quién al coincidir por casualidad con un empleado de banco fue preso de un arrebato de cólera y le propinó una tremenda paliza. La víctima resultó ser Göran Andersson. Andersson, al parecer, ya había empezado a sospechar que algo iba mal con la política de los bancos, porque, a pesar de la agresión que sufrió, dio la razón a Rudström. Aun así, siguió trabajando en el banco, quizá por lealtad, quizá porque no pudo conseguir otro trabajo. Cuando, para colmo, y precisamente a consecuencia de esos absurdos negocios de la banca, le despidieron, perdió los estribos. A pesar de que estaba despedido, se fue al banco como siempre, un poco antes de la hora de apertura. Entró por la puerta del personal con las llaves que aún no había devuelto con el objetivo de robar el banco. Sería su venganza. Pero, por razones desconocidas, siguió la rutina habitual y abrió las puertas del banco, pese a que el horario se había modificado, había sido despedido y estaba robando. Quizá fue por el poder de la costumbre, quizá por la distracción que le proporcionaba su habitual partida de dardos. El 501. En ese preciso instante, para más inri, entraron a robar en medio de su propio robo. Un cruel mafioso ruso de nombre Valerij Trepljov llegó al banco en medio de otro robo en curso y en plena partida de dardos. Una situación grotesca. A Göran Andersson se le cayó el mundo encima. Al otro lado del mostrador había un gigante igual de fornido que aquel que le había maltratado un par de años antes. Quizá ya llevaba el dardo en la mano. En cualquier caso, lo lanzó con infalible precisión en todo el ojo de Valerij Trepljov. Había matado a una persona, bien es cierto que en defensa propia, pero, aun así, allí estaba, con un cadáver a sus pies dentro de su antiguo banco, al que estaba robando. Arrastró el cadáver hasta la cámara y la cerró con llave. Posiblemente preso de la confusión, cogió la pistola de Trepljov, le vació los bolsillos y encontró, aparte de bastante munición de la famosa fábrica de Kazajstán, una cinta de música. Cogió el dinero, echó el cerrojo a las puertas del banco y se marchó por la misma puerta por la que había entrado, la de atrás, o sea, la del personal. Delante del banco estaba el camión con el vodka estonio, listo para ser entregado en otras partes del país. En el camión se hallaba el cómplice de Trepljov, el otro Igor, Alexander Brjusov, esperando en vano a su compañero. Quizá salió al cabo de algún tiempo y se encontró las puertas cerradas y el banco vacío. Un misterio. Para entonces, Göran Andersson ya se había marchado en su coche, que estaba en el aparcamiento del personal, en la parte de atrás. Quizá ya en ese momento introdujo el casete en el estéreo del coche y escuchó la melodía de aquel tema de jazz al ritmo del cual había sufrido una gravísima agresión unos años antes: el inescrutable juego del azar. Era como si por detrás hubiera un poder superior y ajeno a él mismo. Como un inesperado pase lanzado desde la banda al que sólo había que poner la cabeza para marcar gol. Ese ruso absurdo que entró en su banco justo cuando él mismo había roto radicalmente con todo en lo que había creído le proveyó no sólo de un arma sino también de motivación en forma de esa música. Fue demasiado. Se transformó en la herramienta de unos poderes superiores; la herramienta de una venganza social más grande y, al mismo tiempo, de su venganza personal y la de Anton Rudström. Decidió ir a por la junta directiva del banco, formada el mismo año -1990- en que Rudström consiguió su crédito tan fácilmente; un crédito que motivó la violencia en el restaurante Hal & Mal en la primavera de 1991. El banco, en ambos casos, era Sydbanken, pero podría haber sido cualquier otro banco sueco. Con toda probabilidad, Göran Andersson se fue a Estocolmo el 15 de febrero de este mismo año, justo después del incidente del banco de Algotsmåla, planificó y preparó los tres primeros asesinatos durante poco más de un mes, e inició su carrera de ángel vengador la noche del 29 al 30 de marzo. Tras los tres primeros asesinatos, volvió a meterse en su cueva para planificar la siguiente serie. La que estaba llevando a cabo en esos momentos. Göran Andersson era un hombre muy determinado, muy certero, muy perturbado y muy peligroso. Estaba más allá de la desesperación.

El misterio había desaparecido. Pero la niebla permanecía.

Misterioso.

Bajaron del coche patrulla delante de una pequeña casa a las afueras del pueblo. Una casa que permanecía tranquila y quieta bebiendo a lametazos sorbos el sol de la tarde. El coche se fue alejando despacio.

Ninguno de ellos quería ser el primero en ver a la mujer que estaba esperando el hijo del Asesino del Poder.

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