7

El Grupo A celebraba su primera reunión en una de las salas de conferencias más pequeñas del enorme complejo de edificios que alberga a la policía, situado en un rectángulo formado por las calles Kungsholmsgatan, Polhemsgatan, Bergsgatan y Agnegatan. En esta última, el edificio original, cuya construcción se inició en 1903, saca su amarillento pecho alimentando aún sueños de grandeza. Aquí está ahora el cuartel general de la policía de Estocolmo. El lado directamente opuesto de este rectángulo da a la calle Polhemsgatan y refleja otro ideal arquitectónico igual de absurdo: el de los años setenta. En este lugar se encuentra la Dirección General de Policía. Y por aquí entró Paul Hjelm a las tres menos unos pocos minutos. Lo estaban esperando. Un vigilante le indicó el camino hasta la pequeña sala de conferencias sobre un plano que colgaba en la pared junto a la entrada. Como no entendió nada, llegó con un poco de retraso. En la sala ya había cinco personas sentadas en torno a una mesa y todas ellas parecían estar casi tan desconcertadas como Hjelm. Éste se sentó en una de las sillas libres de la manera más discreta que pudo. En ese mismo instante, como por arte de magia, apareció un hombre rubio, con aire serio y de unos cincuenta años, enfundado en un elegante traje. Se colocó al final de la mesa, dejó descansar la mano derecha sobre el brazo telescópico del retroproyector y recorrió la estancia con la mirada buscando un rostro que al parecer no encontró. Abandonó la sala con un carraspeo. Justo cuando cerró la puerta, se abrió otra en la pared opuesta por la que entró el comisario de la policía criminal, Jan-Olov Hultin. Recorrió la estancia con la mirada buscando un rostro que al parecer no encontró.

– ¿Dónde está Mörner? -preguntó.

Cada uno de los integrantes del que probablemente era el proyectado Grupo A se quedó mirando con desconcierto a los demás.

– ¿Quién es Mörner? -preguntó Hjelm en un intento de ayuda poco útil.

– Había un hombre aquí hace un momento -intervino el único miembro femenino del grupo, una mujer de Gotemburgo que acababa de encajar sus primeras arrugas, algo que parecía importarle un bledo-. Pero ha salido hace nada.

– Seguro que era él -dijo Hultin en tono neutro; se sentó pesadamente y se ajustó unas pequeñas gafas de leer sobre su imponente nariz-. Es Waldemar Mörner, jefe de departamento en la DGP y formalmente el jefe de nuestro equipo. Tenía previsto pronunciar un pequeño discurso de introducción. Bueno, vamos a ver si vuelve.

A Hjelm le costaba imaginarse a aquel distinguido y eficaz hombre de tono de voz neutro actuando como un futbolista despiadado. Éste continuó:

– De acuerdo, ya sabéis de qué va esto. Sois, a falta de otro nombre mejor -y a falta de otras cosas también, por cierto-, lo que se va a denominar Grupo A. Dependéis directamente de la policía criminal nacional, pero vais a trabajar en estrecha colaboración con la policía de Estocolmo, y sobre todo, por supuesto, con su departamento de policía criminal, cuyas oficinas están aquí, a la vuelta de la esquina; ya que, Estocolmo, al menos de momento, es el lugar del crimen. En cualquier caso, lo importante es que, con independencia del rango que tengáis, sois formalmente superiores a los que os ayuden, sea la policía de Estocolmo o la nacional. Este caso tiene máxima prioridad, como se suele decir en las series de televisión. Como os hemos reclutado en diferentes distritos repartidos por todo el país no creo que os conozcáis todavía, así que propongo que empecemos con una presentación. Como ya sabéis yo me llamo…

La puerta se abrió de golpe y el hombre que ya había estado hacía un momento volvió a aparecer, jadeando y estresado.

– Pero si estás aquí, Hultin. Estaba buscándote por todas partes.

– Bueno -dijo Hultin-. Aquí tienes a tu Grupo A.

– Muy bien, estupendo -dijo Waldemar Mörner, acelerado, y dio un paso hacia adelante para colocarse igual que antes, con la mano apoyada en la parte saliente del retroproyector-. Bueno, caballeros. Y señora. Como ya sabéis, formáis parte de una unidad, elegida a dedo, compuesta por seis hombres, esto es, cinco hombres y una mujer, y doy por descontado que el comisario Hultin os ha informado de vuestras responsabilidades. A por ellos. Es de suma importancia para la seguridad del reino que paréis los pies a ese loco asesino en serie antes de que el país pierda a todos los nombres más destacados de nuestra industria. Vosotros y sólo vosotros sois los únicos capaces de interponeros en su carrera triunfal por las calles del país. Eh… Sí. Eso es… A lo que iba. Veo que sois jóvenes, ambiciosos y preparados para la gran misión. Sabéis lo que está en juego. Que empiece la partida. Que el ángel guardián de los policías os ampare.

Abandonó la sala al mismo ritmo con el que había entrado. Alguna que otra boca que se había abierto durante el discurso volvió a cerrarse. Jan-Olov Hultin entornó los ojos y se rascó los dos lagrimales por encima de las gafas como conteniendo algo.

– Bueno, entonces creo que ha quedado perfectamente claro para todos lo que hay que hacer -dijo con tranquilidad, y pasó un rato antes de que las sonrisas empezaran a extenderse alrededor de la mesa. Iba a tener que pasar bastante más tiempo antes de que aprendieran a interpretar del todo la ironía apenas perceptible de Jan-Olov Hultin-. Sigamos por donde íbamos. Como ya sabéis, me llamo Jan-Olov Hultin y llevo trabajando aquí bastantes años, casi siempre bajo las órdenes directas del anterior, y ampliamente conocido, jefe de la policía criminal nacional, cuyo nombre ya no se puede mencionar. Están a punto de nombrar a un nuevo jefe, con el flamante título de director de la policía criminal nacional, cargo con estatus de director general en la administración del Estado. Pero nada de títulos policiales ahora. Presentaos en el sentido de las agujas del reloj.

El abrupto paso de un tema a otro dio lugar a cierto desconcierto. Al final reaccionó un hombre calvo, algo obeso, de unos cincuenta años, que estaba sentado a la derecha en la desnuda sala de conferencias. Movía ligeramente el bolígrafo mientras hablaba.

– Bueno. Yo me llamo Viggo Norlander y llevo trabajando en este caso desde el principio. O sea, me han traído desde la policía criminal de Estocolmo, aquí, a la vuelta de la esquina. Sin duda soy el que menos camino ha recorrido para llegar. También veo que con toda probabilidad soy el mayor de todos. A excepción del maestro Jan-Olov, por supuesto.

Hultin asintió con la cabeza imperceptiblemente, sin inmutarse. Resultaba obvio que los dos se conocían bastante bien.

Al lado de Viggo Norlander estaba la mujer.

– Me llamo Kerstin Holm. Como seguramente ya habréis notado, me han importado desde la costa del Mar del Norte. He trabajado en la policía criminal de Gotemburgo toda mi vida adulta, aunque, ahora que lo pienso, también desde bastante antes.

Luego le tocó el turno al más joven y menudo de todos, un chaval moreno que no tendría más de treinta años. Hablaba con voz clara y nítida.

– Me llamo Jorge Chávez y hasta ayer fui el único poli sudaca de todo el distrito de Sundsvall. Dejo un gran vacío, os lo puedo asegurar. Al parecer, aquí hay representantes de todas las minorías; incluso la de los héroes, por lo que veo.

Lanzó una mirada cargada de significado a Hjelm, que estaba sentado a su lado. Hjelm parpadeó un par de veces antes de aventurarse a hablar. Vio asomar una sonrisa a los labios de Hultin desde algún sitio muy en el fondo.

– Yo he llegado aquí por una estupidez, no por heroísmo, y el tiempo dirá si se trata de un castigo o de una recompensa. Me llamo Paul Hjelm y vengo de la policía de Huddinge. Seguro que durante los últimos días habéis visto desfilar mi encantadora fotografía juvenil por los medios de comunicación.

«No ha estado tan mal considerando las circunstancias», pensó Hjelm, que por culpa de los sudores que le entraron tras el gran esfuerzo se perdió parte de la siguiente presentación. En cualquier caso, el hombre sentado a su izquierda tenía un aspecto bastante finlandés y daba la impresión de ser algunos años mayor que Hjelm. Era larguirucho, muy rubio y de piel casi blanca. A Hjelm le hizo recordar a Martti Vainio, el dopado corredor finlandés de larga distancia que se convirtió en político conservador. Su acento era mínimo pero, en comparación con el de Chávez, muy evidente.

– Arto Söderstedt, finés de pura cepa -dijo lacónicamente-. O más bien finlandés suecoparlante con nombre finés; las consecuencias de tener una madre diplomática. Me han traído esta madrugada desde Västerås en el jet privado del jefe de la DGP.

Ya sólo quedaba un hombre, un verdadero gigante vestido con ropa bastante descuidada, musculoso, pero también con esos michelines que dejan los anabolizantes cuando no se combinan con el ejercicio regular. Hjelm intentó no sacar ninguna conclusión definitiva basándose en esas vagas observaciones.

– Soy Gunnar Nyberg, de la policía de Nacka -dijo Gunnar Nyberg de la policía de Nacka.

La continuación que todo el mundo estaba esperando no llegó. En su lugar, Hultin retomó la palabra.

– Tenemos cinco espacios a nuestra disposición: mi despacho, esta… ¿cómo lo llamamos, sala de conferencias?… donde celebraremos nuestras reuniones, y otras tres estancias más. Tres significa dos personas en cada sala, de modo que organizaremos el trabajo un poco por parejas. En fin, como siempre. Propongo las siguientes parejas: Norlander y Söderstedt, despacho 302; Holm y Nyberg, 303; Hjelm y Chávez, 304. En cada uno de los despachos hay dos mesas de trabajo, dos teléfonos, un interfono, dos teléfonos móviles y un equipo informático completo. Yo estoy en el despacho 301, y esta sala tiene el número 300. En cada una de vuestras mesas encontraréis un dossier con un informe completo del caso. Bueno, una vez zanjadas estas pequeñas cuestiones administrativas quiero pedirle a Norlander que nos haga una presentación general de los detalles realmente importantes, es decir, de los policiales. Después repartiré las tareas. Adelante, Viggo.

Norlander se levantó y se sentó en el borde de la mesa, al lado de Hultin. Cogió el rotulador de la pizarra blanca que tenía a su espalda y lo estuvo manoseando mientras hablaba:

– De momento no hay nada que hacer respecto al tema forense. El asesino no ha dejado huella alguna, ni un solo pelo. Precisamente esta falta de huellas es lo que nos ha llevado a sospechar que existe alguna especie de implicación profesional. Así que, por ahora, olvidaos de pruebas forenses. El arma es una nueve milímetros normal, pero con un impacto muy potente. Las balas han atravesado limpiamente las cabezas y luego las han extraído de la pared con alguna especie de pinza. En los dos casos, el asesino estaba sentado en el sofá del salón cuando la víctima llegó a casa, y desde esa posición disparó dos balas. A pesar de que ambas víctimas tenían esposa, y en el caso de Daggfelt incluso un hijo que vive en el mismo domicilio, parece ser que el asesino sabía que la víctima volvería sola y tarde. Os dibujaré los dos salones para daros una idea de la simetría en el modus operandi.

Norlander dibujó dos cuadrados azules en la pizarra blanca, que a su vez rellenó con unos cuantos cuadrados y rectángulos más pequeños. Al final, trazó una línea corta que se extendía en diagonal partiendo del mismo punto en los dos cuadrados.

– La puerta del salón -aclaró-. Como podéis apreciar, los dos salones son prácticamente cuadrados. Además, tanto el mobiliario como el diseño son casi idénticos. El asesino estaba sentado aquí, en este sofá situado en la pared y lejos de la puerta. Aguardó hasta que la víctima se desplazó un poco hacia un lado, para que las balas se incrustaran en la pared y no salieran volando por la puerta hacia un destino incierto en el exterior, y acto seguido disparó dos tiros que atravesaron la cabeza de la víctima.

Norlander trazó una diagonal sobre cada cuadrado indicando el trayecto de las balas desde el sofá hasta la pared que había justo al lado de la puerta.

– La simetría puede tener dos funciones. O una función ritual, es decir, que se trate de una especie de método de ejecución aprendido para que alguien lo reconozca y se sienta amenazado. O que se trate de un farol: dirigido a nosotros para que esperemos el mismo procedimiento otra vez y para que, en caso de que se rompa la simetría, podamos pensar que no se trata del mismo asesino en serie. De todos modos, creo que alguien debería comprobar el modus operandi con la Interpol, la unidad de coordinación de la UE y con el resto de la red internacional de contactos que tenemos, para ver si se trata de un método de ejecución habitual dentro de alguna organización terrorista o mafiosa. Pero nuestro trabajo más importante ahora mismo, por supuesto, es intentar prever la próxima víctima. No va a ser fácil; como seguramente comprenderéis, hay toda una serie de vínculos entre Kuno Daggfeldt, de Danderyd, y Bernhard Strand-Julén, de Östermalm. Podemos dividirlos en cinco, uno por pareja: enemigos comunes, amigos comunes, actividades de ocio comunes, intereses comerciales comunes y cargos en juntas directivas comunes. Estas categorías naturalmente se van a solapar unas con otras, y la única intención es que nos sirvan de líneas directrices aproximadas.

Norlander volvió a su sitio y se sentó. Hultin le hizo un gesto con la cabeza y tomó la palabra:

– De acuerdo, suponiendo que esa simetría se aplique también a la fecha, entonces esta noche no debería pasar nada, pues el primer asesinato tuvo lugar la noche del 29 al 30 de marzo; el segundo entre el 31 de marzo y el 1 de abril, el mismo Día de los Inocentes. Hoy es 1 de abril (creo que el señor director Mörner ha dejado esto perfectamente claro hace un momento); si esta simetría, que obviamente se basa en unas premisas demasiado vagas, se mantiene, entonces el tercer asesinato se producirá mañana por la noche. Identificar a una presunta víctima y ponerla bajo vigilancia en tan poco tiempo resulta, por supuesto, imposible. Pero estaría bien si por lo menos consiguiéramos centrarnos en un círculo aproximado, de modo que, confiando en la grata ayuda de la policía de Estocolmo, pudiésemos poner bajo vigilancia a, tal vez, los cinco o seis candidatos más probables. Tened en cuenta también que deben volver solos y llegar tarde a casa. Propongo la siguiente distribución de tareas: Viggo se encarga de Interpol y del tema del modus operandi; Nyberg intenta encontrar a los enemigos comunes, por qué no en el remoto pasado, en la Escuela de Economía de Estocolmo, por ejemplo, o durante el camino hacia el éxito; Holm procura identificar el círculo de amistades personales y averiguar si hay amantes secretas o algo así; Hjelm se dedica a las actividades de ocio, club náutico, golf, órdenes, y tal vez algo más si es que lo hay; Söderstedt se centra en los negocios (solicita a la policía financiera toda la ayuda que te puedan prestar, pues este tema es quizá el más complicado de todos); y Chávez estudia los cargos que han tenido las dos víctimas en las juntas directivas de distintas empresas. Personalmente, voy a estar trabajando en los aspectos generales, estructuras, coordinación y cosas así. Quiero que esta maldita pizarra blanca se llene hasta arriba de diagramas de flujos. Son casi las cuatro. Propongo que sigamos un par de horas más hasta que podamos establecer una buena organización del trabajo para mañana.

Hultin se calló y se quedó pensativo. Luego hizo un pequeño gesto con la cabeza que insinuaba que todo estaba dicho. Justo cuando se disponía a levantarse se oyó el carraspeo de Arto Söderstedt, y Hultin se dejó caer en la silla de nuevo.

– ¿Podrías explicarnos lo del horario de trabajo? -preguntó Söderstedt.

– Bueno, como ya ha quedado dicho, supongo que va a haber bastante trabajo hasta que este caso esté resuelto. De momento, mejor que os olvidéis de cualquier acuerdo sindical y reglamento de derecho laboral; en principio, estaréis a disposición del grupo las veinticuatro horas del día siete días por semana. Vosotros mismos elegís: podéis verlo desde la perspectiva más positiva, que se han puesto recursos extraordinarios a nuestra disposición para permitirnos hacer las máximas horas extra y, si esto se alarga, alcanzar un inesperado bienestar económico; o verlo desde el lado más negativo, que la familia, el matrimonio y cosas por el estilo sin duda sufrirán unos cuantos golpes duros, especialmente si esto se prolonga durante todo el verano.

Hultin hizo amago de levantarse, pero otra vez se vio obligado a permanecer en la silla. Söderstedt continuó:

– Sólo una cosa más: ¿y la Säpo?

Hultin asintió con la cabeza. Resultó imposible interpretar el breve silencio que siguió antes de que contestara.

– Sí, es verdad… Bueno, la policía de seguridad estará implicada. Como siempre, la investigación que ellos realicen va a quedar fuera de cualquier control, pero la idea es que debemos «intercambiar información». -Las comillas de Hultin revolotearon por la sala como pequeñas esfinges de calavera-. Un día de estos, los que se encargan del caso en la Säpo vendrán aquí a presentarse y a hablar de los aspectos de seguridad del caso. He recibido ciertas advertencias, por decirlo de alguna manera, de que el servicio de seguridad militar, a la menor sospecha de implicación militar internacional, también se comprometerá. Así que crucemos los dedos para que esto se pueda mantener a nivel nacional.

La subjetiva observación de Hultin acerca de los servicios de seguridad no se extendió más allá.

Se levantó y salió al pasillo. Los demás le siguieron en una apática fila india, muy conscientes de lo que les esperaba. Desaparecieron de dos en dos en sus respectivos despachos.

Jorge Chávez y Paul Hjelm entraron en el despacho 304. Era tan pequeño que en realidad no cabían más que dos escritorios enfrentados. Allí estaba el ordenador, colocado justo encima de la unión entre las dos mesas, con monitor giratorio de 360 grados. En un rincón había una pequeña mesa con una cafetera eléctrica. La minúscula estancia estaba provista, al menos, de una ventana que daba al patio. Hjelm se acercó enseguida a echar un vistazo; por todas partes se veían distintos anexos del enorme edificio de la policía en torno a un pequeño patio de cemento. Debajo de la ventana había una mesa con una vieja impresora matricial; los cables se extendían por el suelo hasta el ordenador como una trampa de cuerdas.

– Si nos tragamos rápido la decepción de no tener despacho propio, supongo que seremos capaces de adaptarnos a esto -dijo Jorge Chávez-. ¿Qué mesa quieres?

– Más bien parece una sola -dijo Hjelm.

Chávez se sentó en la silla que estaba delante de la mesa más cercana a la puerta y Hjelm se dejó caer en la otra. Los dos probaron las sillas rebulléndose un poco mientras hojeaban distraídamente los informes que tenían delante.

– Mejor que en Sundsvall -dijo Jorge Chávez.

– ¿Qué?

– La silla. Por lo menos la silla.

Hjelm asintió con la cabeza. Tenía la sensación de que había unas cuantas preguntas flotando en el aire entre los dos; imaginó que el otro sentía lo mismo. Chávez rompió el incómodo silencio levantándose de un salto y preguntando:

– ¿Café?

– Tal vez sea mejor, sí.

Chávez levantó la tapa de la lata de café que había encima de la pequeña mesa colocada en el rincón, se inclinó hacia delante y lo olisqueó.

– Ajá -dijo dejando que el polvo de café se filtrara entre sus dedos-. Ajá. ¿Cómo lo llaman: Kungskaffe? ¿Te importa si mañana traigo una mezcla latina?

– Mientras no te lleves el otro…

– No, claro que no -dijo Chávez volviendo a la mesa con la jarra vacía en la mano e inclinándose hacia Hjelm-, pero creo que conseguiré enseñarte a apreciar un auténtico café colombiano molido a mano.

Hjelm observó al pequeño y enérgico individuo.

– ¿Y se puede preparar en una cafetera normal y corriente de Suecia?

– Ah -dijo Chávez-, es que las cafeteras suecas tienen posibilidades inexploradas.

Desapareció por el pasillo y volvió con la jarra llena de agua.

Se acercó a la mesa del rincón y vertió despacio el agua en el recipiente de la cafetera eléctrica.

– Eso que dijiste de que soy un héroe… -comentó Hjelm mientras oía las primeras gotas de agua caer sobre la mesa. Una gota tras otra iban resbalando hasta el suelo. El resto del agua fue a parar donde debía. Chávez pulsó el botón de puesta en marcha de la cafetera, introdujo un filtro en el embudo y dosificó unas cucharadas de café de la marca Kungskaffe. Todavía de espaldas a Hjelm dijo:

– Se me ha escapado. Me suele pasar. Es un viejo mecanismo de defensa.

– ¿Tienes reparos en trabajar conmigo?

– No te conozco -repuso Chávez mirando a la pared.

– Déjate de tonterías -soltó Hjelm.

Chávez se dio la vuelta, se acercó a la mesa, se sentó y se quedó mirando fijamente la superficie.

– No, la verdad es que no te conozco. No sé lo que ocurrió en esa… toma de rehenes. Lo único que conozco es el tipo de reacciones que hubo después.

– ¿En Sundsvall?

– Digamos que estoy contento de estar aquí y no allí.

– ¿Conmigo?

– En una habitación cerrada.

– La imagen que han dado los medios de comunicación no es cierta.

– No importa.

– A mí sí que me importa. Para nuestra relación profesional sí importa.

Se hizo el silencio. Esquivaron sus miradas. Oscurecía dentro del despacho. Hjelm se levantó para encender la lámpara del techo. Un desagradable resplandor de tubos fluorescentes se propagó por la estancia. Paul, espantosamente iluminado, se quedó donde estaba.

– Mañana pediré a Hultin que te asigne un nuevo compañero de despacho -dijo, y salió al pasillo.

El baño se hallaba justo al lado; después de orinar se quedó de pie, inmóvil, un buen rato. Cerró los ojos y se inclinó hacia delante apoyándose en la pared. «No existen acciones aisladas.» Maldito Grundström. Y Hultin. Le había emparejado con Chávez como una prueba, claro. Con la punta del dedo se sacó una mota del lagrimal, que cayó directa al váter. Tiró de la cadena y, mientras se lavaba las manos lenta y metódicamente, evitó el espejo.

– Ahora entiendo -dijo Chávez cuando volvió-. Eres el que quiere cambiar de compañero de despacho. Sacarte de encima al sudaca bocazas de Sundsvall.

– Es mejor ser sudaca bocazas de Sundsvall que exterminador de sudacas de fama mundial -replicó Hjelm sirviendo dos tazas de café.

– Sólo una cosa -insistió Chávez, y cogió la taza-. ¿Habrías entrado si hubiera sido sueco ese Dritëro Frakulla al que disparaste?

– Es sueco -repuso Hjelm.

Se hizo el silencio durante un rato.

– Bueno, Venga, ¿empezamos? -añadió.

Chávez golpeó la carpeta contra la mesa un par de veces y luego la abrió.

– Let's roll -dijo levantando el dedo índice-. And hey…

-… Let's be careful out there [10] -continuaron los dos al unísono bromeando.

– Uno, que se está haciendo mayor -concluyó Chávez con cara de descarada juventud.


Eran casi las siete cuando Hjelm terminó la lista. Tanto Kuno Daggfeldt como Bernhard Strand-Julén habían sido socios de la RCNS. Antes de saber lo que significaba, jugó con la idea de que ambos caballeros habían sido miembros de una banda de punk de los suburbios del sur de la ciudad. Sin embargo, RCNS significaba Real Club Náutico de Suecia, con sede central en Saltsjöbaden. Obviamente, había un montón de suecos aficionados a la navegación que eran socios, por lo que no podía considerarse un vínculo de especial interés. Por otra parte, los barcos de vela de los dos señores, si es que estaban ya botados para la temporada, estarían amarrados en el mismo lugar: el puerto deportivo de Viggbyholm, en Täby, al norte de Estocolmo. Ambos eran también socios del club náutico de Viggbyholm. Se preguntaba por qué Bernhard Strand-Julén, que tenía el puerto deportivo de Djurgården a la vuelta de la esquina, amarraba su barco tan lejos. En cualquier caso, una visita a Viggbyholm formaría parte de las tareas del día siguiente.

Los dos señores también jugaban al golf en el mismo club, el Club de Golf de Estocolmo, cuya sede principal se encontraba en el campo de golf de Kevinge, en Danderyd. Y en ese campo solían jugar cuando estaban en la ciudad. También tendría que ir allí.

Finalmente, eran socios de la misma orden: la Orden de Mimer. Como no tenía ni idea del mundo de las órdenes, se vio obligado a estudiar el tema con cierto detenimiento. Al parecer, esa actividad, apenas conocida por la población general, estaba ampliamente extendida entre las clases altas de todo el país. Sólo la orden de los masones tenía más de veinticinco mil miembros distribuidos en ciento veinticinco logias en toda Suecia. Ni siquiera tras haber leído todo el material que pudo encontrar y familiarizarse tanto con las órdenes monásticas como con las militares, estatales y privadas sin ánimo de lucro, grandes y pequeñas; ni siquiera tras aprenderse toda una lista de fundadores de órdenes desde la época medieval hacia delante y conocer una jerarquía y unos sistemas de ascenso cada vez más extraños; ni siquiera entonces entendió lo más mínimo a qué se dedicaban en realidad estas organizaciones, pues sus verdaderas actividades eran secretas y protegidas a los ojos públicos con ayuda de unos peculiares y vetustos párrafos legales; sin embargo, los libros insinuaban que dentro de las ilustres paredes podían tener lugar los ritos más oscuros. En general, las mujeres estaban excluidas.

La Orden de Mimer era una de las más pequeñas y desconocidas, algo que motivó que ese vínculo entre los dos hombres fuera bastante más interesante que si ambos hubiesen sido miembros de los masones o de alguna orden de la Liga Antialcohólica, como la IOGT Internacional (su pertenencia a esta última orden resultaba, por cierto, poco probable teniendo en cuenta la afición etílica de los señores, al parecer muy conocida). Nada pudo leer acerca de la Orden de Mimer, pero consiguió dar con una dirección en un caso de fraude fiscal en el que dicha orden había estado involucrada seis años antes. Bendijo al buscador del ordenador.

No parecían tener en común otras actividades de ocio. Como si tres no fueran suficientes para unos hombres de negocios tan ocupados.

Por lo tanto, Hjelm preparó una pequeña lista de tareas para el día siguiente:


1. Club náutico de Viggbyholm, Hamnvägen 1, Täby.

2. Club de golf de Estocolmo, Kevingestrand 20 A, Danderyd.

3. Orden de Mimer, Stallgränd 2, casco antiguo.


Menudo cambio de círculos sociales…

Se estiró. Habían apagado la lámpara del techo -inútil a no ser que uno fuera un masoquista especializado en dolores de cabeza- y trabajaban a la luz de un viejo flexo con una bombilla de cuarenta vatios. No había oscurecido aún, pero el cielo se negaba a proporcionar demasiada potencia luminosa.

Chávez se había acercado el teclado a su lado y lo estaba machacando que daba gusto.

– ¿Qué tal con las juntas directivas? -preguntó Hjelm mientras se levantaba.

– Espera un momento -dijo Chávez sin dejar de teclear-. Es un lío tremendo.

– Me voy ya. ¿Dónde vives? ¿Vas hacia el sur?

Chávez pulsó la tecla Enter con cierto énfasis y la vieja impresora matricial se puso en marcha chirriando. Tomó un trago de café y torció el gesto.

– Yo vivo aquí -aclaró, y añadió en plan melodramático-, éste es mi dulce hogar.

Hjelm le miró arqueando la ceja izquierda.

– Es verdad -aseguró Chávez-. En una habitación dos pisos más arriba. Van a buscarme una casa mañana. Espero.

– Vale. Te veo mañana.

– Ya lo creo -dijo Jorge Chávez, y se acercó a la impresora saltarina.

Загрузка...