18. El señor Peluca

Liam no quería hablar de lo que había ocurrido en la comisaría de policía. Sólo le dijo que Paulsa, el tipo al que había ido a ver a casa de Tonsa la tarde que mataron a Douglas, había confirmado su coartada. Liam dijo que estaba seguro de que no le permitirían que volviera a ver a Maggie. McEwan había llamado a sus padres para que confirmaran su coartada para la noche.

– Entonces, ¿te preguntaron por la noche? -preguntó Maureen.

– Sí.

– A mí también. Paulsa ha sido muy amable al ayudarte.

– Paulsa necesita tener muchos amigos en estos momentos. Acaba de perder mucho dinero.

– ¿Cómo?

– Compró una partida de ácidos en mal estado. Se dejó todo el dinero que tenía sin probarlos antes.

– ¿Y qué tiene eso de malo?

– Que no los puede vender. Un mal viaje y se entera todo el mundo.

Liam aparcó delante de la casa de Benny pero no hizo ningún movimiento para salir del coche. La calle estaba en silencio, bañada por las luces anaranjadas de las farolas, como si fuera un plato de cine.

Maureen se apartó el pelo de la cara.

– Pareces triste.

– No estoy triste -dijo Liam mordiéndose el labio-. Tengo miedo.

Era la primera vez que le oía admitirlo y eso la asustó.

– Oh, Liam -dijo Maureen soltando un gemido patético-, no quiero que tengas miedo.

Liam miró por la ventanilla.

– Si escapamos de ésta, venderé la casa y volveré a la universidad.

– Eso está bien -dijo Maureen con dulzura-. ¿Y si no escapamos?

– Entonces ya veré lo que hago. Nunca volveré a pasar por algo parecido.

– Siento haberte metido en todo esto -dijo Maureen y le pareció que hablaba como Siobhain.

Liam le dijo que no quería hablar del tema y que sabía que Benny insistiría en hacerlo.

– Sólo dile que hemos estado en casa de mamá, ¿vale?


Un Volkswagen blanco estaba aparcado en Maryhill Road al otro lado de las farolas que daban a Scaramouch Street. Los dos policías observaron a Maureen y a Liam salir del Triumph y entrar en el portal número doce. El que conducía cogió la radio y habló con alguien.


La calefacción estaba encendida y en el piso se estaba caliente.

– Llevo horas esperándoos -dijo Benny. En un derroche de dinero había comprado tres filetes de carne de ciervo para cenar. Les prohibió entrar a la cocina.

Se sentaron en el sofá a ver la tele hasta que Benny trajo la cena. La carne estaba dulce y tierna e iba acompañada de puré de patatas con cebollas glaseadas y puerros al vapor. Cuando la comida estuvo un poco digerida, con la ayuda de un café bien cargado, Maureen fue al Ambassador a comprar helado.

La cafetería/bar Ambassador de Maryhill Road era famosa por sus helados artesanales. Su otro reclamo era el enorme acuario: en una de las paredes de madera contrachapada habían hecho un agujero en forma de ameba e instalado, detrás de un cristal, una pecera enorme. Ahora estaba vacía; una capa de guijarros descansaba en el fondo del acuario seco, cubierta por una alfombra verde de algas.

Parecía que nadie comía nunca en la cafetería: las mesas siempre estaban vacías. Abrían hasta tarde y vendían cigarrillos y chocolate caliente a la gente del barrio. En la pared de detrás de la barra había una estantería de madera que llegaba hasta el techo alto: una escalera con ruedas estaba encajada en la última repisa y todos los estantes se habían ido deformando por el peso de los tarros de caramelos de colores.

El hombre de detrás de la barra era una especie de celebridad en el barrio: aparte de organizar la liga de fútbol para los chavales, llevaba el bisoñe más evidente de Maryhill y, posiblemente, de toda la costa oeste. El peluquín le sobresalía tanto de la cabeza que parecía como si debajo de él llevara un sandwich. Formaba parte de un rito de iniciación: los chicos mayores les decían a los más pequeños que el hombre se llamaba «señor Peluca» y les hacían entrar en el local y llamarle por ese nombre.

Intentando no mirarle el pelo, Maureen pidió una tarrina grande de helado artesano y una botella de soda. El señor Peluca se inclinó para coger el helado del congelador y Maureen se encontró cara a cara con su espeso peluquín. Debajo de los gruesos cabellos del bisoñe, el tejido estaba sucio. Desvió la mirada hacia los tarros de caramelos. Cuando eran muy pequeños, los domingos después de misa, Winnie los llevaba a las tiendas de golosinas. Cada uno podía pedir un bolsa de cien gramos. Maureen no recordaba cuáles eran sus caramelos favoritos, siempre estaba cambiando, pero Liam siempre escogía los de ruibarbo, nunca variaba. Pidió cien gramos de los que le gustaban a su hermano. El señor Peluca pesó los caramelos, los metió en una bolsa de papel y le dio unas vueltas para cerrarla.

De vuelta en el piso le dio la bolsa de caramelos a Liam, que los abrió al momento y se los pasó para que también cogieran.

– Vaya -dijo-, hacía años que no comía estos caramelos.

Maureen se fue a la cocina a preparar el postre. Llenó unos vasos altos con la soda efervescente y le puso a cada uno una cucharada de helado, que se fue mezclando con la bebida, dejando un rastro a lo largo del vaso, hasta que se posó en el fondo poco a poco a medida que Maureen añadía más soda. La cocina olía igual que debe de oler el paraíso para un goloso. Se lo comieron como no debe hacerse, como glotones torpes, a cucharadas, a sorbos y a lengüetadas. Benny había ido al videoclub para alquilar La piel que brilla pero no estaba, así que cogió L'Atalante, una película francesa de los años treinta sobre un capitán de barco y su última esposa.

Se pasaron la noche arropados por el bienestar cálido de los viejos amigos, casi sin hablar y preocupándose sólo de estar tranquilos. Iban a recordarla como la última noche feliz que pasarían juntos, como un momento de calma en medio de la tempestad.

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