22. Colombo

Era un día de otoño soleado. El rojo de los edificios de arenisca desentonaba con el azul pálido del cielo y por las ventanillas del autobús, a lo lejos y bien perfiladas, Maureen veía las cimas nevadas de las escarpadas montañas de Campsie. Bajó del autobús y entró por la puerta lateral hacia la cantina del personal. Sabía, que se estaba arriesgando y que no debería de preguntar por él; tendría que echar sólo un vistazo rápido. Pensó en ir a su lugar secreto y esperarle allí, pero quizá no aparecería. Estaba pidiendo una taza de té en el mostrador cuando se acordó de que él sólo trabajaba un sábado cada quince días. Quizá ni le tocaba trabajar hoy.

Se sentó a una mesa sola y se bebió el té mientras examinaba las mesas y miraba la puerta. No le veía. Maureen llevaba el abrigo gris y la bufanda de cuadros escoceses. Todo el personal iba vestido con los uniformes blancos. Vio que la miraban y supo que tenía que quitarse el abrigo para pasar desapercibida entre la multitud, pero entonces tendría que quitarse también la bufanda y dejaría al descubierto los arañazos de la nuca y todo el mundo sabría que era una paciente. Puede que la doctora Paton entrara y la reconociera. No tendría que haber venido. Un enfermero que tenía los mismos ojos que Michael la miró y le sonrió con una expresión de preocupación interrogadora. Maureen cambió de opinión y se levantó para irse de allí a toda prisa. Casi se chocó con Martin en la salida.

– Por Dios, ¿qué haces aquí? -le dijo enfadado.

La agarró del codo y se la llevó con firmeza hacia un pasillo donde cogieron el montacargas. Apretó con el puño el botón del piso inferior y no habló hasta que se cerraron las puertas.

– ¿Por qué has vuelto? Ya te lo conté todo.

– Martin, necesito hacerte algunas preguntas más. Lo siento mucho, de verdad. No quería telefonearte. Pensé que no llamaría tanto la atención si aparecía por aquí y te encontraba.

– Por Dios. ¿Sentada en la cantina con el abrigo puesto y esperándome?

Martin caminaba dando pasos grandes y enérgicos por el pasillo. El fluorescente estropeado parpadeaba despacio, como el pulso de un moribundo. Maureen siguió a Martin a través de la puerta del cuarto en forma de L y hacia la esquina donde estaba su refugio. Martin encendió la luz y cerró la puerta después de que Maureen entrara.

– Muy bien, ¿qué quieres? -la espetó.

– No hace falta que me trates con tanta sequedad -le dijo Maureen.

– No, Maureen, sí que hace falta. Supongo que ayer te creíste una lumbrera al conseguir que Frank te diera la lista. Llamó después para comprobar que te había llegado. Cuando descubrió que no existías avisó a la policía. Le han suspendido y se ha corrido la voz por todo el hospital. El tipo de la Jorge I tendría que ser sordo y ciego para no haberse enterado.

Martin se sentó en la silla de metal y la miró con solemnidad.

– Dios mío, lo siento -dijo Maureen, apartó las cosas del té de la cajonera caoba y se sentó en ella.

– Te creíste muy lista, ¿verdad?

Maureen se frotó las piernas con rapidez y lo confesó.

– Sí -dijo.

– Pues no lo fuiste. Fue una estupidez. A ver, ¿por qué has vuelto?

– Quiero que me des los nombres del personal que trabajaba aquí entonces.

– ¿No es lo que te dio Frank?

– No. Fue lo que le pedí, pero me dio una información equivocada.

– ¿Qué te dio?-preguntó Martin.

– Una lista de números de la Seguridad Social.

Martin pensó en ello unos segundos. Su rostro esbozó una sonrisa contenida y se echó a reír. Su risa fue en aumento hasta que se quedó doblado en la silla. Emitía unas carcajadas agudas y estúpidas y le lloraban los ojos. Maureen sonrió a su pesar. Martin le dio unas palmaditas en la rodilla y ella también se echó a reír.

Cuando Martin consiguió calmarse se inclinó hacia adelante y encendió la tetera eléctrica, que estaba en el suelo.

– Ostras -dijo entre risas-, ese Frank es un imbécil.

Martin le golpeó suavemente el tobillo para que Maureen apartara la pierna y abrió uno de los pequeños cajones del mueble caoba. Dentro había un montón de vasos de plástico. Todavía riéndose, sacó dos vasos, puso una bolsa de té en cada uno y abrió otro cajón, que tenía un Tupperware con leche en polvo. Sin preguntarle nada, puso la leche en los dos vasos. Maureen no quiso frenarle por si interrumpía su buen humor. Guardó el recipiente y sacó un paquete abierto de galletas Bourbon de otro cajón.

– No has tenido ningún problema, ¿verdad, Martin?

– No -dijo todavía riéndose-. Sé cómo cuidar de mí mismo. -Vio que Maureen miraba los pósters del Thistle-. Mañana jugamos en Francia. Contra el Metz.

– ¿Vas al partido?

– No -dijo Martin-. El autocar sale hoy, dos horas antes de que acabe mi turno. Es una lástima. Van todos mis amiguetes.

Martin cogió la tetera, puso agua en los vasos y le pasó uno a Maureen. Ella lo cogió con cuidado por la parte superior hasta que se dio cuenta de que casi ni estaba caliente: el agua no había tenido tiempo de hervir. La bolsa de té flotaba inútilmente en el agua clara y grasienta.

– ¿Crees que ganaréis? -le preguntó Maureen.

– No tienes ni idea de fútbol, ¿verdad, cielo? No, perderemos.

Maureen intentó beber un poco de té pero no pudo. Dejó el vaso en el suelo irregular y cogió una galleta del paquete. Sus dientes no tuvieron ninguna dificultad para partir la galleta blanda, que se desmenuzó en su boca. Tenía un sabor pasado, como a tiza. Se la puso a un lado de la boca para alejarla de la lengua.

– ¿No puedes decirme nada sobre el personal, Martin?

– ¿Y por qué tendría que hacerlo? -dijo, y su rostro se puso serio otra vez-. En cuanto lo haga empezarás a hacer preguntas sobre ellos e irás a verles, ¿verdad?

Martin hundió la bolsa de té en el vaso.

– Bueno, sí -dijo Maureen.

– Y probablemente serás tan torpe como lo fuiste con Frank. Todo el mundo sabrá que fui yo quien te lo dijo. Podría tener muchos problemas. Puede que incluso fuera peligroso.

– Todo el mundo pensará que fue Frank quien me lo dijo.

Martin bebió un poco de té y pensó en ello.

– Sí -dijo-. Sí, es verdad. Pero, ¿por qué tendría que darte una información que haría que llamaras la atención?

Maureen dejó de fingir y puso la galleta junto al té imbebible.

– Martin, ¿has pensado alguna vez que puede ser que siga haciéndolo?

– No -dijo con rotundidad-. Lo sabríamos. Ya le habrían pillado.

– No si sus víctimas son muy vulnerables. Quizá de lo ocurrido en la Jorge I haya aprendido a ser más cuidadoso y a no dejar marcas en aquellas mujeres a quienes baña otra persona o algo así.

Martin emitió un gruñido mientras masticaba una galleta y consideró esa posibilidad. Su rostro se ensombreció.

– No vas a olvidarte de este asunto, ¿verdad?-dijo Martin-. No pararás hasta que le encuentres.

– No.

– Podría matarte.

– O podría matarle yo a él -dijo Maureen.

Martin sonrió.

– Recuerdo cuando te asustabas por el ruido que hacía el carrito de la comida.

– Por favor, Martin, dame los nombres.

– ¿Por qué haces todo esto? ¿Por qué no se lo cuentas a la policía?

– Bueno, ellos creen que lo hizo mi hermano y Siobhain McCloud también está involucrada. No puedo hablarles de ella -Maureen sintió que perdía el hilo-. De todas formas, la policía no me escucharía. Saben que estuve ingresada aquí. Piensan que estoy loca.

– Recuerdo bien a Siobhain -dijo Martin-. Era del norte. ¿Qué pasaría si le contaras a la policía todo lo que has descubierto hasta ahora?

Maureen pensó en ello.

– Obligarían a Siobhain a contarles lo que pasó en la sala Jorge I. No sé cómo le afectaría eso. Casi no puede ni decir el nombre de la sala.

Maureen tenía la cabeza inclinada sobre sus rodillas y, aunque el pelo oscuro le tapaba la cara, Martin vio que tenía los ojos tristes. Se dio una palmada en los muslos.

– Bueno -dijo-, entonces, no tienes elección. ¿Tienes un boli?

Maureen hurgó en su mochila y encontró uno en medio de un montón de pañuelos y billetes de autobús, y se lo dio a Martin. Éste le volvió a dar un golpecito en el tobillo y abrió otro cajón caoba que contenía un bloc de notas. Tenía una inscripción médica que promocionaba unas pastillas hemo-algo. En la parte superior de la hoja, Martin escribió el nombre de Maureen en mayúsculas y entre dos signos de exclamación y lo subrayó dos veces. La miró sonriente y escribió una lista mientras mordisqueaba el tapón del bolígrafo entre nombre y nombre. Maureen pasó la mirada por el cuarto. No se oía el zumbido del motor al otro lado de la pared. Había un silencio absoluto en la habitación, sólo interrumpido por el roce del bolígrafo contra el papel y el ruido ocasional que provenía de las tuberías a través del desagüe de la pila. Las paredes debían ser bastante gruesas.

Martin acabó la lista y se la pasó a Maureen.

– Éstos son los que recuerdo -dijo-. Habrá más que habré olvidado, pero éstos son los que trabajaban a tiempo completo y a los que trasladaron después del escándalo.

Maureen dobló el papel y lo metió en el bolsillo de sus vaqueros. Martin le alargó el bolígrafo para devolvérselo: estaba todo mordido y babeado.

– Quédatelo -le dijo Maureen.

Martin miró el bolígrafo.

– Vaya -dijo perplejo-. Siempre hago lo mismo.

Martin quería acompañarla a la parada del autobús. Maureen discutió con él mientras volvían al ascensor. Sería más discreto que no lo hiciera, le dijo Maureen. Ella sola ya había cometido suficientes estupideces por los dos.

Martin le estrechó la mano con fuerza mientras el ascensor se elevaba.

– Supongo que no volveré a verte -le dijo con firmeza.

– Te prometo que no, te lo juro -dijo Maureen, y se dio una palmadita en el bolsillo de la cadera. El ascensor se paró con una sacudida-. Gracias -las puertas se abrieron y Maureen salió-. Espero que tu equipo gane -dijo volviéndose hacia él.

– No lo hará -dijo Martin sonriéndole, y las puertas se cerraron delante de él.


Martin había escrito una lista del personal de enfermería y, aparte, una lista de médicos. Maureen la leyó una y otra vez en el autobús. No reconocía ninguno de los nombres.


La recepcionista huraña había sido sustituida por una mujer de mediana edad, diligente y educada, que llevaba una blusa blanca y una rebeca color vino y que le dijo buenas tardes cuando Maureen entró en el vestíbulo. Ella le sonrió y se dirigió a la sala de la televisión. Siobhain estaba sentada en su silla y veía uno de los primeros episodios de Colombo. Las únicas personas que había en la sala eran ella y una viejecita que se había pintado demasiado los labios. La pasta, de un rojo intenso, se había esparcido por las arrugas de su boca y le daba el aspecto de un ano gravemente enfermo. Era sábado y Maureen supuso que la mayoría de asiduos al centro estarían con sus familias. Cuando Maureen entró en la sala, la viejecita se levantó casi perdiendo el equilibrio y la miró expectante.

– ¿Eres tú? -preguntó, y se le despegó la parte superior de la dentadura, que se le quedó en diagonal dentro de la boca, lo que le impedía poder cerrarla. La viejecita intentó sonreír y la dentadura saltó hacia fuera y aterrizó en el suelo de linóleo. Siobhain levantó la vista y sonrió a Maureen.

– Hola, Helen -le dijo.

Llevaba la misma ropa que el miércoles pero estaba impecable. No haría demasiadas cosas para que se le pudiera ensuciar.

– De hecho, me llamo Maureen, Siobhain.

Siobhain estaba confusa.

– ¿He olvidado tu nombre?

– No -le dijo Maureen-. Tanya siempre me lo cambia. Ella nos presentó.

– Ah, sí. Me gusta tu nuevo corte de pelo.

– A mí también -dijo Maureen.

La viejecita estaba de pie entre ellas, con una sonrisa ancha en la cara, confusa y enseñándoles las encías, con la dentadura en el suelo delante de ella. Maureen la recogió y fue a la pequeña cocina en la parte trasera de la sala. La mujer extendió las manos y fijó los ojos en la dentadura mientras seguía a Maureen hacia la pila. Ésta abrió el grifo del agua fría, sostuvo la dentadura debajo del agua y se la devolvió.

– Gracias -dijo la viejecita de una forma graciosa-. Muchas gracias.

Maureen cogió una silla, la colocó al lado de Siobhain y se sentó. La viejecita la siguió y se quedó de pie entre ellas y la televisión. Siobhain se apoyó en el brazo de la silla y siguió viendo Colombo. La viejecita se puso la dentadura e intentó sonreír a Maureen otra vez, pero se le volvió a caer la dentadura. Maureen se levantó.

– No, déjalo -dijo Siobhain-. No debería ponérsela, la encontró en un cajón. Gurtie -le dijo a la viejecita-, Gurtie, querida, no deberías ponértela en la boca.

Gurtie parecía desorientada.

– ¿Qué estás viendo? -preguntó Maureen.

Colombo. Está muy bien. Me gusta ese hombre.

Maureen echó un vistazo a la parte de atrás de la cabeza de Siobhain: tenía el pelo enredado otra vez. Debía de ser la zona sobre la que descansaba la cabeza al dormir, pensó Maureen, donde la apoya sobre la almohada.

– Hoy tienes el pelo más enredado -le dijo-. ¿Quieres que te peine?

– Sí, por favor.

Maureen puso la silla detrás de Siobhain y sacó su peine-navaja ya afilado. Gurtie se les acercó y les ofreció un ejemplar destrozado de la revista Observer. Le dijeron «no, gracias, Gurtie». Ella se sentó en una silla y se quedó mirando un rato el lateral de la televisión hasta que se marchó a otra sala.

Cuando Maureen acabó de desenredarle el pelo a Siobhain, arrastró la silla y se sentó a su lado. Vieron un rato la televisión mientras comían un paquete de patatas que Maureen había traído. Colombo solucionó el caso y empezaron los anuncios. Siobhain giró la cara para mirar a Maureen.

– Qué malvada era la actriz de Hollywood esa.

– Sí -dijo Maureen.

– Y lo hizo por dinero. Una conducta espantosa.

Siobhain se recostó cómodamente en su asiento.

– Siobhain, quiero preguntarte algo.

– ¿Sobre qué?

– Ya lo sabes.

Siobhain se miró las manos.

– Tengo que decirte que no puedo hablar de ello.

– Ya sé que no puedes y no quiero que me hables de ello. Quiero que me digas los nombres de otras mujeres que estaban contigo en la sala. ¿Podrás hacerlo?

– No me acuerdo muy bien. Pero supongo que… sí.

Maureen sacó la lista de Martin y Siobhain escribió los nombres al final del papel. Sólo recordaba cuatro: Yvonne Urquhart, Marianne McDonald, Iona McKinnon y Edith Menzies. Todos los nombres eran típicos del norte de Escocia.

– Por eso los recuerdo. Me cuesta recordar los nombres que son de otras zonas.

Maureen le dio las gracias.

– No -dijo Siobhain, que se enderezó en su silla-. Me acuerdo -su voz bajó de tono hasta convertirse en un susurro lleno de pánico-. Iona no está… ella murió.

– Vaya -dijo Maureen, sorprendida de lo apenada que estaba Siobhain. Seguro que habría recordado que esa mujer estaba muerta si hubieran tenido una relación tan estrecha-. Lo siento, ¿erais amigas?

– No -dijo Siobhain, que se estaba quedando sin aliento-. Se quitó la vida. Tanya me lo dijo.

– ¿Cómo se enteró Tanya?

– En la Clínica Rainbow. Iona estaba en la Rainbow.

– Respira, Siobhain -le dijo Maureen-. Respira hondo.

Siobhain se esforzó por hacerlo.

– Oye -dijo Maureen-, dime qué programas ves los sábados.

Respirando con dificultad, Siobhain empezó a enumerar la programación televisiva de los sábados. Cuando llegó a las diez, ya se había tranquilizado por completo. Maureen quería marcharse, pero pensó que quizá Siobhain empeoraba otra vez. Se quedó sentada junto a ella hasta que acabó Howard's Way.

– Tendría que irme ya -dijo Maureen.

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