Maureen se dio la vuelta incómoda y sintió que tenía contracturas y moratones por todo el cuerpo como resultado de haber pasado otra noche durmiendo en el suelo. Siobhain la vigilaba de cerca y la miraba desde arriba como un coloso.
– Siobhain -la llamó Leslie con voz dulce desde la puerta de la cocina-. Sal de ahí, cielo. Le vas a dar un susto de muerte.
Siobhain se dio la vuelta y se fue andando como un pato a la cocina. Maureen se frotó la cara y se incorporó. Tenía los ojos llenísimos de legañas. Leslie le trajo un café y se sentó en el sofá a ver cómo se lo bebía.
– Bueno, ¿cuál es el plan para hoy, cariño?
– Quédate aquí con Siobhain y no abras la puerta sin mirar antes quién es. Cuando lleguemos a Millport, lo único que tendrás que hacer será quedarte sentadita y yo me ocuparé de todo.
– De acuerdo -dijo Leslie en voz baja-. Maureen, no vas a apuñalarle, ¿verdad?
– Qué va -contestó Maureen. Salió del saco de dormir y lo enrolló-. Si todo va bien, ni tendré que tocarle.
Leslie asintió con sobriedad y se dio una palmada en las rodillas.
– ¿Te estás acojonando, Leslie?
– Sí -contestó-. Para serte sincera, creo que sí.
– ¿Porqué?
– No lo sé. Sólo es que ahora mismo no me apetece atacar a nadie. ¿Tú no estás acojonada?
– No -contestó Maureen con seguridad-. No lo estoy. Estoy enfadada.
– Maureen, ¿qué vas a hacerle?
No quería contárselo. Sería mejor que nadie lo supiera y, aparte, no quería tener un debate ético al respecto.
– Voy a detenerle -dijo, y cogió la guía telefónica.
– Pues antes, limpíate los dientes, ¿vale?
Maureen encontró el número que buscaba y llamó a la Oficina de Turismo de la isla de Cumbrae para pedir información sobre apartamentos para tres personas en Millport. El hombre que le contestó tenía un acento raro, como norteamericano, y hablaba lenta y pesadamente. Intentó llevar la conversación al terreno personal y le preguntó si había estado allí antes. Maureen, en un intento por cortar la conversación, le contestó que no, pero el hombre le soltó un discurso sobre los sitios que podía visitar en la isla. Al final consiguió que le diera los números de contacto de cinco apartamentos. Dos de ellos estaban en el mismo bloque de pisos en donde se habían quedado la última vez que estuvieron en Millport, cuando Liam y Leslie la llevaron allí, cuando le sacaron la fotografía que había aparecido en el periódico. Sería mejor alquilar dos pisos que estuvieran en el mismo edificio por si él las encontraba antes de que Maureen le encontrara a él.
Llamó a uno de los números de contacto y alquiló uno de los pisos durante una semana a partir del día siguiente. No lo tenía planeado pero cuando la joven que contestó al teléfono le preguntó el nombre y un número de contacto, Maureen se los inventó. Mintió con tanta fluidez que sintió que controlaba perfectamente la situación. Ni tan siquiera vaciló cuando la mujer le pidió que deletreara el apellido falso. Luego llamó a Liam, le dio el teléfono del otro piso y le pidió que lo alquilara por ella.
– ¿Para qué es? -le preguntó él-. ¿Quieres alejarte de la policía unos días?
– Sí.
Unos minutos después, Liam la llamó para decirle que ya estaba.
– Me pidió el teléfono. Me lo inventé sobre la marcha, ¿he hecho bien?
– Supongo que sí -dijo ella-. A no ser que llamen para comprobarlo.
Maureen quería que Liam le hablara de algo, de lo que fuera que le contara una historia larga para poder oír su voz un rato porque cabía la posibilidad de que no regresara de Millport.
– ¿Benny se ha puesto en contacto contigo?
– No. Al final tuve que llamarle yo. Me dijo que la policía le había interrogado y que le habían tomado las huellas. Quiso saber si me habían preguntado por él.
– ¿Qué le dijiste?
– Que no. Oye, ¿sabes que Marie va a estar aquí esta semana?
– Sí, Una me lo dijo el otro día.
Liam se quedó callado.
– ¿La viste?
– Sí.
– Joder, Mauri. Te dije que no te acercaras a ellas. Te dije que…
– Lo sé, lo sé. No voy a hacerlo.
Alguien llamó al timbre de casa de Liam y su hermano tenía que dejarla.
– Aléjate de ellas.
– Lo haré, cielo, lo haré -le dijo Maureen-. Cuídate. Adiós.
El timbre de Liam volvió a sonar con insistencia.
– Oye, Maureen -le dijo Liam, desconcertado por el tono solemne de la voz de su hermana-. Cuídate tú también.
Maureen se duchó y utilizó el cepillo de dientes mojado de Leslie. Se lavó los dientes restregando con fuerza y se hizo sangre en las encías. Se miró en el espejo. Tenía un aspecto duro: la piel grisácea, los ojos rosados y ojeras malvas.
Fue a la cocina y Leslie le dio un plato de tostadas con mantequilla y otro café.
– ¿Adonde vas a ir hoy? -le preguntó.
– A la South Side. Mañana nos vamos a Millport. ¿Podrás cogerte los días libres sin problemas?
– Sí, sí, tranquila. ¿Es ahí dónde va a pasar todo?
– Sí.
– Bien -dijo Leslie, y asintió seria con la cabeza-. Bien.
Siobhain estaba sentada en la terraza, mirando las colinas peladas al fondo.
– Aún no la he oído hablar -dijo Leslie.
– Tiene una voz preciosa -dijo Maureen-. Algún día la oirás.
Maureen salió a la terraza y se sentó en una tumbona al lado de Siobhain. Le cogió la mano y le contó a qué estaban jugando los niños de abajo. Llovía y llevaban chaquetas y gorros y botas de agua. Algo que recordaba del hospital era lo importante que había sido para ella que la gente se tomara un tiempo para hablarle. Le contó que iban a irse a Millport al día siguiente y, aunque no podía asegurarlo, creyó que Siobhain le había apretado un poco la mano.
Maureen recogió el busca, se puso el abrigo, tomó prestado el gorro de lana de Leslie y bajó las escaleras para coger el autobús hacia Levanglen.
Maureen se bajó el gorro hasta la frente y siguió los carteles, que la guiaron directamente al dispensario. Era un pequeño agujero en la pared con ventanas correderas de cristal esmerilado y un timbre junto a un cartel escrito a mano que decía que había que llamar para que les atendieran. Maureen lo hizo y retrocedió. Abrió la ventana una enfermera rubia que llevaba un uniforme blanco y los labios pintados de color cereza.
– ¿En qué puedo ayudarla? -le preguntó, y esbozó la sonrisa más sencilla que Maureen había visto en años.
– Sí, espero que pueda. Busco a Shan Ryan.
– Shan está almorzando.
La enfermera se apartó para que Maureen le viera. Estaba sentado a una mesa con los pies apoyados en ella y llevaba una chaqueta de enfermero blanca y con botones, y del bolsillo a la altura del pecho le colgaba una placa identificativa. Estaba comiendo una ensalada de una fiambrera. Por el nombre, Maureen había supuesto que Shan sería medio hindú y no se había equivocado. Tenía la piel oscura y el pelo negro y brillante, pero sus ojos almendrados eran de un color verde aceituna. Cuando se levantó para ir hacia la ventana, Maureen vio que, por lo menos, medía un metro ochenta Se quedó dubitativo detrás de la enfermera rubia y miró a Maureen expectante. Tenía los dientes de delante grandes, bien alineados y blancos, y los labios anchos y de un color rojo poco habitual.
– Mm, oiga, sólo quería preguntarle si conocía a Douglas Brady.
Shan no hizo caso a la pregunta de Maureen y dejó que fuera la enfermera quien contestara.
– ¿El tipo al que mataron? -preguntó.
– Sí. Era psiquiatra en la parte de arriba.
– He oído hablar de él. Su madre es eurodiputada, ¿verdad?
– Sí -dijo Maureen-. ¿Le conocía?
– No -contestó la enfermera-. No llegué a conocerle, acabo de empezar a trabajar aquí, pero…
Se volvió hacia Shan Ryan.
– Yo tampoco -dijo él, y se dio la vuelta y volvió a su silla junto a la mesa. Cogió un tomate cherry de la ensalada, se sentó y miró a Maureen fijamente mientras lo mordía con los incisivos y lo partía en dos.
Maureen se lo quedó mirando.
– ¿Conocía a Iona McKinnon?
Shan bajó la vista hacia la fiambrera, enfadado.
– Lo siento -dijo la enfermera rompiendo así el silencio-. Tampoco la conocía. ¿Y tú, Shan?
Shan parecía ligeramente sorprendido y negó con la cabeza. La enfermera se dirigió de nuevo a Maureen.
– Lo siento -dijo con su sonrisa deliciosa-. ¿Es usted policía?
– Creo que la respuesta a esa pregunta es obvia-dijo Maureen.
La enfermera sonrió, fuera cual fuera la respuesta obvia que había interpretado.
Maureen miró otra vez a Shan antes de darle las gracias y alejarse de la ventana. Shan tenía una mirada perspicaz, como si la conociera de algo e intentara recordar de qué.
Sólo eran las dos: más valía que volviera a casa de Leslie. Había supuesto que su visita a Levanglen le llevaría más tiempo. Lo único que le quedaba por hacer era comprar algo y, aparte de eso, el resto del día lo dedicaría a esperar tranquilamente a que llegara la mañana siguiente. Entonces llamaría a Benny y tomarían el tren hacia Largs.
El autobús tardó en llegar. Maureen esperó debajo de la marquesina mirando la carretera, al igual que el resto de pasajeros mojados. La lluvia calaba hondo y se le metía por el cuello y las mangas del abrigo. El viento cortante pasó por debajo del cristal de la marquesina y le heló los tobillos. Cuando por fin llegó el 47, Maureen subió, compró el billete, fue al piso de arriba y se sentó al fondo del autobús. Hacía un poco de calor. La humedad salía de los abrigos gruesos y mojados y hacía que el ambiente fuera bochornoso y molesto. Para cuando llegaron a Linthouse, el piso de arriba apestaba.
Un Mini Clubman azul salió de su plaza de aparcamiento en el Hospital Levanglen, cruzó la verja y siguió al autobús a través de Linthouse, por el centro de la ciudad y subió la Great Western Road hasta Anniesland.
En Anniesland, Maureen tenía que cambiar de autobús y coger el 62 para ir a Drum. Se levantó cuando el autobús pasó por debajo del puente del tren y descendió las escaleras con cuidado hasta la puerta de salida.
El conductor del Clubman vio que Maureen se levantaba y se esforzaba por llegar a la puerta. Paró el coche debajo del puente, esperó a que el semáforo se pusiera en verde, torció bruscamente a la izquierda y aparcó en una calle secundaria.
El olor a ropa vieja y húmeda permaneció en la nariz de Maureen, que no podía soportar la idea de subir directamente a otro autobús. Entró en una tienda de café importado y compró ciento cincuenta gramos de café de Colombia molido. El local era acogedor y olía a chocolate. Al fondo de la tienda estaba el molinillo de café, que se alzaba como un enorme monstruo de latón; hacía que la dependienta pareciera enana. Esta tuvo que subir una escalera de tres peldaños para poner los granos del café que había pedido Maureen en él embudo. Maureen cogió la bolsa de papel, pagó y salió de nuevo a la humedad de la calle.
El olor agradable a chocolate de la tienda le llenaba la cabeza y Maureen no quería que esa sensación desapareciera. Miró la calle y vio el letrero de la tienda de productos excedentes del ejército. Necesitaría un termo y quizás allí los vendieran baratos. Se subió el cuello del abrigo y se dirigió a la tienda. De los estantes pegados a la pared colgaba ropa de camuflaje y de deporte del ejército. Una estantería circular con artículos rebajados estaba justo al lado de la puerta, como si estuvieran desesperados por librarse de ellos.
Una mujer rolliza de unos cuarenta y cinco años estaba detrás del mostrador. En los estantes que tenía detrás se encontraban los artículos más pequeños, los que prefieren los ladronzuelos: gorros, guantes, manoplas y mini bombonas de camping gas.
– ¿Qué desea? -le preguntó en un acento áspero y nasal propio de la zona del río Kelvin. Su voz sonaba como la de Elsbeth.
– Quiero un termo barato -dijo Maureen, y sacudió las gotas de lluvia del gorro de lana.
La mujer dobló las piernas y se inclinó para coger los termos del fondo del mostrador.
– Me temo que ahora sólo tenemos dos modelos. Éste -dijo, y puso un termo de plástico rojo sobre el mostrador-, y este otro.
El segundo era de un color plateado mate y tenía la base y el asa de plástico negro. Maureen desenroscó la taza y la tapa y miró dentro. El borde era suave. Metió el dedo en el termo y golpeó las paredes con la uña. Parecía bastante resistente.
– ¿Cuánto vale?
– Ocho libras.
– Vale, sí, me lo quedo.
Mientras la mujer metía el termo en su caja, Maureen echó un vistazo a la calle llena de coches. Shan Ryan estaba detrás del escaparate, mirándola. Llevaba un abrigo de piel negro largo hasta los pies. Le hizo una señal con la mano y desapareció.
– Ocho libras.
– Oh, sí -dijo Maureen, y le dio a la dependienta un billete de diez.
La mujer le devolvió el cambio y le entregó una bolsa con el termo.
– Gracias por la compra -le dijo mientras Maureen salía.
Shan cogió una calle secundaria. Maureen se quedó un momento en la puerta de la tienda y se tocó el bolsillo para comprobar que llevaba el busca. Metió el termo en la mochila y sus dedos se encontraron con el mango metálico y frío de su peine-navaja. Se relajó un poco. Deslizó el arma en el bolsillo de su abrigo con la punta afilada hacia abajo. Quizá tendría que sacarla rápido y utilizarla.
Cuando llegó a la esquina, Maureen se detuvo y miró a su alrededor. Las luces de un Mini Clubman se encendieron dos veces. Se dirigió hacia él. Shan se inclinó sobre el asiento del pasajero y abrió la puerta. En la radio del coche sonaba bajito una cinta de bebop. Maureen se encorvó y miró a Shan. Él miraba el salpicadero con el ceño fruncido.
Se había quitado la bata blanca y llevaba unos vaqueros azules gastados y un jersey negro de algodón de cuello redondo sin nada debajo. Maureen vio la marca del vello de su pecho aplastado contra el jersey y que del cuello le salían pelos negros rizados como la ola de Hokusai.
Shan se inclinó sobre el asiento del pasajero y alzó la vista para mirarla.
– Entra -le dijo.
Maureen soltó un suspiro y dio una palmadita en el techo del coche.
– ¿Vas a entrar? -le preguntó Shan como si pareciera no entender su reticencia.
– ¿Por qué iba a subirme a un coche con un hombre al que no conozco? -dijo Maureen.
Shan frunció el entrecejo. Parecía dolido.
– No intento raptarte. Creía que querías hablar conmigo. Me marcharé si es eso lo que quieres, no quería asustarte -le dijo, y se inclinó para cerrar la puerta pero Maureen la sujetó con el pie-. No, en serio. Preferiría que no entraras si te he asustado -dijo con firmeza.
– No pasa nada -dijo Maureen, que sentía que le había ofendido-. Entraré.
– He salido del trabajo para hablar contigo. No quiero hacerte daño.
Maureen abrió la puerta y subió al coche. Shan fue a ponerlo en marcha pero se detuvo.
– Todavía puedes bajarte si quieres -dijo, y miró el desfile lento del tráfico que circulaba delante de ellos.
– No -dijo Maureen apretando el peine de su bolsillo-. De verdad.
Shan se adentró en el tráfico y el Clubman avanzó despacio por la calle principal. Se paraban en los semáforos cada trescientos metros. Shan torció a la izquierda en dirección a la autopista.
– ¿Adonde vamos?-preguntó Maureen.
– Lejos de aquí -dijo Shan-. Donde nadie nos vea juntos.
– ¿Por qué?
Shan le dirigió una mirada como diciendo «ya sabes por qué».
– ¿Crees que soy policía?
– Sé exactamente quién eres -dijo, y subió el volumen de la música.
Estaban en la autopista en dirección a la llanura de Renfrew y al aeropuerto. Había dejado de llover y se estaba haciendo de noche rápido, como ocurre a mediados de otoño en Escocia. De repente, el cielo se había convertido en una gran mancha rosada.
Pasaron por delante de la fábrica de bombillas, el edificio de Glasgow que más le gustaba a Maureen. La base y las primeras plantas no prometen mucho: son de hormigón y rectangulares y las ventanas, cuadradas y anchas. Pero luego, la construcción se eleva hacia un ático de ladrillos de cristal y termina en una torre. Muchas de las ventanas están rotas pero aun así es un edificio bonito, como si se tratara de un secreto místico de la geometría. Shan vio que Maureen miraba la fábrica cuando pasaron por delante.
– ¿Te gusta? -dijo sonriendo como si fuera suya.
– Sí -contestó Maureen.
– A mí también.
Más adelante, Shan tomó el desvío hacia el aeropuerto, pasó por debajo del puente de la autopista y entró en un aparcamiento enorme y vacío. Aparcó en un espacio que estaba justo delante de las puertas de la terminal.
– ¿Por qué hemos venido hasta aquí? -le preguntó Maureen.
– ¿Un paki de ojos verdes con una blanca? No hay muchos sitios en Glasgow donde pasaríamos desapercibidos.
Shan cerró el coche y cruzaron el paso de cebra de la carretera vacía hasta la terminal del aeropuerto. Las puertas automáticas se abrieron y ellos entraron. Los carteles y señales luminosos daban al edificio un aspecto omnipresente de melancolía amarillenta. Justo delante de ellos estaban los mostradores de facturación, atendidos por azafatas que iban muy pintadas y llevaban unos gorritos estúpidos. Por encima de sus cabezas, había pantallas que indicaban el número y el destino del siguiente vuelo. Un grupo de chicos altos que llevaban mochilas con pegatinas de Scandinavian Airlines esperaban, sin saber muy bien a qué, delante de uno de los mostradores. Un hombre gordo que llevaba un mono de trabajo pasó conduciendo un carro eléctrico de la limpieza muy ruidoso.
Maureen siguió a Shan, que giró a la izquierda y cogió las escaleras mecánicas hacia la primera planta, donde estaba la cafetería. Era un local grande con unas cincuenta mesas dispuestas en torno a un área bien provista que estaba en el medio. Las mesas estaban separadas en cómodos espacios por mamparas de cristal de las que colgaban parras de plástico. En el centro había un mostrador de autoservicio de forma oval que ofrecía desayuno, almuerzo y cena a la vez. El local estaba casi desierto.
Shan pagó el café de Maureen y se compró una lata de soda. Ella se fijó en que Shan no había mirado a la mujer de la caja.
Se sentaron a una mesa junto a la ventana que daba al aparcamiento y al puente de la autopista. Shan abrió la lata y bebió un trago.
– Me llamó Jill McLaughlin -dijo.
– Ya -dijo Maureen.
– Me contó que la habías llamado el domingo.
– Sí.
Maureen sopló el café. Lo habían hervido y olía a plástico quemado. Por los altavoces se anunció la salida del vuelo, a París, Orly.
– Siento lo de Douglas -dijo Shan.
– Gracias.
Shan se reclinó en su asiento y la miró mientras se rascaba con suavidad el antebrazo peludo. Tenía las uñas largas y amarillentas y los dedos callosos. Debía de tocar la guitarra acústica.
– ¿No quieres que hablemos del tema? -dijo con brusquedad, torció el cuello para mirarla y consiguió que Maureen levantara la vista hacia sus ojos-. Sólo estoy aquí porque tenía la impresión de que era lo que querías.
– Sí -dijo Maureen, educada, y se preguntó quién coño era ese tío-. Lo siento. ¿Sabéis tú o Jill quién mató a Douglas?
– No voy a soltártelo todo así como así -dijo con dureza-. Esto es algo muy gordo y quiero saber quién eres.
– Creía que ya lo sabías -dijo Maureen-. Es lo que me has dicho en el coche.
– Sí. Sé cómo te llamas y ya está. Quiero que me cuentes qué sabes de este asunto antes de empezar a contarte nada.
– De acuerdo. ¿Qué es lo que quieres saber?
Shan chascó la lengua en un gesto de desaprobación y respiró hondo.
– Joder, he salido del trabajo para venir a hablar contigo, ¿vale? No tenía por qué hacerlo.
– Pero lo has hecho.
– Sí -dijo indignado-. Lo he hecho.
– Porque he preguntado por Iona.
Shan asintió con la cabeza, triste.
– Por Iona.
Shan podría haberla llevado a un lugar apartado y haberle cortado el cuello. No les había visto nadie y no tenía por qué haberla traído al aeropuerto, donde podían verles juntos. No tenía por qué hablar con ella y había sido muy dulce cuando ella no había querido subir al coche.
– Sé que Iona estuvo en el Northern -dijo Maureen-. Sé que estuvo en la sala Jorge I cuando se produjeron los incidentes…
– Fueron violaciones -dijo Shan con firmeza-, no incidentes.
– De acuerdo, no estaba segura de ello. Sé que tenía una aventura con alguien de la Clínica Rainbow. Y sé que luego se suicidó.
Shan se quedó callado esperando más información. Cuando se dio cuenta de que no había nada más, dejó la lata ruidosamente sobre la mesa.
– ¿Eso es todo lo que sabes?
– Sí -dijo Maureen tras una larga pausa-. Eso es todo lo que sé.
Shan observaba la lata mientras la hacía girar con las yemas de los dedos y daba golpecitos con las uñas largas en la fina superficie de aluminio. Le dirigió una sonrisa desagradable.
– ¿Y quieres saber con quién tenía una aventura? ¿Estabas celosa por si se trataba de Douglas?
– No. Me importa una mierda con quién se veía -dijo Maureen, cabreada porque Shan hubiera sugerido que sus motivos podían ser tan pueriles-. Sólo pensé que quizá la habían violado en el Northern y parece que hay gente que la conocía. Pensé que quizás habría dicho algo, que le habría dado a alguien una pista sobre quién era el violador. El resto de las mujeres parece incapaz de hablar.
Shan alzó la vista de repente.
– ¿El resto? -dijo con voz suave-. ¿Las has visto?
Maureen sintió que un escalofrío le subía por la nuca. No podía decirles sus nombres, no sabía quién era Shan, quizá fuera el violador, eso explicaría por qué se había tomado tiempo para hablar con ella, querría descubrir a qué mujeres había visto. Había sido dulce para que ella subiera al coche, por eso actuaba de esa forma, ya lo había hecho antes. Maureen se quedó en blanco, no se le ocurría ninguna mentira. Metió la mano en el bolsillo para tocar el busca. McEwan le había dicho que tardarían unos minutos en llegar. Quizá ya estuviera muerta para entonces. Deslizó la mano en el otro bolsillo en busca del peine-navaja. Lo encontró y miró detrás de Shan. Examinó el recinto para localizar las salidas de la cafetería y del aeropuerto. No, se quedaría allí, joder. Estaba en la oscura y solitaria llanura de Renfrew, sin coche, con poco dinero y un peine para defenderse. Miró fuera, a los coches indefinidos que pasaban a toda velocidad por el puente de la autopista y cuyas luces molestas dejaban un rastro brillante en la oscuridad de la noche. Agarró el peine con fuerza dentro del bolsillo. Sintió que una de las púas penetraba en la palma de su mano. Shan la miraba.
– No lo sé -dijo, y. apretó los dientes-. No lo sé.
Shan frunció el ceño y las cejas negras formaron una sombra oscura sobre sus ojos de mirada penetrante.
– No quieres decírmelo -dijo Shan-. ¿No quieres decirme sus nombres?
Maureen negó con la cabeza, apretó el peine y se clavó otra púa en la piel de la mano. Por los altavoces anunciaron la salida del puente aéreo a Manchester. Shan se apoyó en la mesa y acercó su cara a la de Maureen. Ella se habría apartado para distanciarse de él pero estaba tan tensa que no sabía si habría sido capaz de reclinarse con naturalidad en su silla; podría parecer que iba a largarse.
– Iona no tenía ninguna aventura -dijo Shan en voz baja-. Te lo dijo la mujer de la limpieza, ¿verdad? ¿Susan, la bocazas?
Maureen asintió. Era mentira, pero si intentaba hablar su voz sonaría alta y temblorosa y no quería que él supiera lo asustada que estaba.
– Susan vio cómo violaban a Iona. Lo vio por la ranura de la persiana. La estaban violando en el despacho de uno de los psiquiatras y sólo porque no le golpeaba ni gritaba, Susan decidió que tenían una aventura -le aclaró Shan, y todavía con el ceño fruncido, se llevó la lata a la boca, bebió un trago largo de soda y la volvió a dejar sobre la mesa-. No fumarás por casualidad, ¿verdad?
– Sí -su voz sonaba como la de una ardilla.
– ¿Tienes un cigarrillo?
– Sí.
Tuvo que soltar el peine para coger el bolso con la mano izquierda. Su palma rehuyó la superficie metálica del peine como lo harían unos muslos desnudos al sentarse en el asiento de un coche expuesto al sol. Cogió la mochila con manos temblorosas por la descarga de adrenalina que le había provocado el escalofrío. Sacó el paquete y prefirió echarlo sobre la mesa que pasárselo a Shan por si notaba que le temblaban las manos. La cajetilla se deslizó por la superficie pulida y chocó contra la taza de café, lo que hizo que el líquido marrón se vertiera sobre la mesa blanca. Shan alargó la mano rápidamente, con tranquilidad, y apartó el paquete del café derramado. Cogió un cigarrillo y lo encendió con un Zippo de latón nuevo que había sacado del bolsillo.
Los que fuman sólo de vez en cuando no tienen encendedores Zippo porque son caros e incómodos de llevar. Shan debía de tener tabaco. Quizá había visto que Maureen cogía el peine de la bolsa, quizá le había pedido un cigarrillo para que ella lo soltara y se quedara indefensa. Acercó la mano temblorosa al paquete y lo cogió otra vez. Él la miraba.
Shan le dio la primera calada al cigarrillo y retuvo el humo en los pulmones. Echó la ceniza debajo de la mesa con un gesto afectado y miró el pitillo. Shan tenía un Zippo porque fumaba mucho hachís. La miró y relajó el semblante.
– No tienes por qué tenerme miedo -le dijo-. Voy a contarte todo lo que sé y luego puedes marcharte antes que yo, después, o venirte conmigo. Lo que te haga sentir más segura.
– Bien -dijo Maureen.
– Lo siento si te he asustado, olvidé lo que te ha pasado. Ni siquiera sabes quién soy. Supongo que para ti podría ser cualquiera.
– No sé si se puede fumar aquí -dijo Maureen cambiando de tema.
– Sí, bueno, a la mierda -dijo Shan sin alterarse.
Maureen cogió el paquete y sacó un cigarrillo para ella. Shan le dio fuego con su Zippo.
– Venga, sigue.
– Sí, vale -dijo Shan, volvió la cabeza hacia la ventana para mirar la autopista y siguió con la mirada las luces de los coches que pasaban-. Lo de Iona y las violaciones de la sala Jorge I, lo hizo la misma persona…
Lo dijo en voz baja pero Maureen oyó el nombre. Hizo un esfuerzo por respirar y absorbió el humo del tabaco tan profundamente que le dolió.
– ¿Estás seguro?
– Sí -dijo Shan, y echó la ceniza del cigarrillo debajo de la mesa con tranquilidad-. ¿Me crees?
– Por Dios, ¿por qué crees que fue él?
– Es una larga historia.
Maureen apagó el cigarrillo, aplastándolo bien, y se levantó.
– Necesito un trago -dijo ella-. Voy a por una cerveza. ¿Quieres una?
Shan levantó la cabeza y la miró.
– ¿Qué? ¿Algo con alcohol?
– Sí.
Shan metió la mano en el bolsillo de su chaqueta.
– No, no, yo pago -dijo Maureen-. ¿Qué quieres?
– ¿Whisky? Vaya, no, mejor no, tengo que conducir.
Maureen se encogió de hombros.
– Tú decides. Uno sí que podrás tomar, ¿no?
– Bueno -dijo, se notaba que le apetecía-. Bueno, venga, tráeme un whisky si hay.
Maureen serpenteó entre las mesas, dio la vuelta a las mamparas de cristal y se dirigió a la zona de comida desierta del centro de la cafetería. Compró una mini botella de whisky y una lata fría de Kerslin, una cerveza extra fuerte de sabor amargo debido a la dosis de alcohol aumentado artificialmente. Cuando pasó por la caja, cogió dos tazas de plástico y cuatro sobres de azúcar y se los metió en el fondo del bolsillo, debajo del busca.
Shan estaba apoyado pesadamente en la mesa, con la barbilla sobre una mano, mirando el tráfico de la autopista. Le cogió la botellita de whisky, se lo sirvió en la taza de plástico y tomó un sorbo con cuidado. Maureen sonrió y se sentó.
– No bebes mucho, ¿verdad? Yo me lo habría bebido de un solo trago.
Shan miró la lata de cerveza de Maureen.
– ¿Cómo coño puedes beberte esa mierda? Sabe a etanol.
– Sí -dijo Maureen-. Por eso me gusta. ¿Cómo sabes todo esto, Shan?
– Como te he dicho, es una larga historia -dijo él, y bajó la cabeza hacia el vaso de whisky, disfrutando del aroma. Soltó un suspiro y miró por la ventana-. Fue hace poco, fui a trabajar un día y antes de ponerme el uniforme, una de las limpiadoras entró corriendo en la sala de personal. Alguien estaba llorando en los servicios. Entré. -Shan hablaba deprisa y en voz baja como si estuviera haciendo el informe de un caso-. Era Iona. Estaba en uno de los servicios. No pude hacerla salir. Trepé por la pared. Estaba sentada en el suelo con las bragas bajadas hasta los tobillos. Se estaba rascando, se rascaba el coño. Conseguí que parara y le dije que iba a llevarla arriba a que la viera un médico. Empezó a rascarse otra vez.
Shan cogió otro de los cigarrillos de Maureen sin pedírselo, lo encendió y se acabó lo que le quedaba de whisky antes de sacar el humo.
– ¿Cuándo fue eso? -le preguntó Maureen.
– Hace ocho… -dijo, y se rascó la frente mientras pensaba en ello-. ¿Ocho? No, hace nueve semanas.
– ¿Siete semanas antes de que mataran a Douglas? -dijo Maureen.
– Sí. Conocía a Iona del Northern. Yo trabajaba en la sala Jorge I cuando se produjeron las misteriosas violaciones. Nos trasladaron a todos, incluso al personal femenino. A los que estaban contratados a través de una oficina de empleo los mandaron a sus casas y no volvieron a trabajar más. Ése fue el caso de Jill McLaughlin. Iban a darle un trabajo de jornada completa en el Northern y no volvió a trabajar.
– Por eso se puso tan nerviosa cuando la llamé.
– Sí. Sólo se quedó el personal con más antigüedad, ellos no quedaron estigmatizados. No sabíamos que habían violado a Iona. No tenía marcas de cuerdas, nadie sospechó nada. Supongo que sabes a qué me refiero cuando hablo de marcas de cuerdas.
– Yvonne Urquhart todavía tiene una en el tobillo.
– ¿Yvonne? -dijo, y se le iluminó la cara-. ¿Cómo está? ¿La has visto?
– Será mejor que no te cuente cómo está Yvonne…
Shan la miró atentamente.
– Ya, de todas formas puedo imaginármelo -dijo, y su voz se volvió un susurro-. Yvonne tuvo una apoplejía… después… Así que, bueno, Iona no quiso subir conmigo. Me dijo que quería irse a casa, sólo decía eso, que quería irse a casa. Decidí llevarla a su casa, y quedarme con ella hasta que le pasara el ataque de pánico, limitar el dolor. No hablaba. Cuando llegamos a su casa, me dijo que él le había hecho daño. Ella sabía a qué se refería y yo sabía lo que me estaba contando. Le pregunté si quería que fuéramos a la policía y empezó a rascarse la piel otra vez, así que la llevé a la Clínica Dowling a que la viera Jane Scoular. Allí todo son mujeres y la ingresaron de urgencia. Al día siguiente, se colgó en los servicios del personal.
– ¿Se lo contaste a la policía?
Shan parecía desesperado.
– ¿Contarles qué? Por Dios. Alguien es acusado de una violación asquerosa por una mujer que se ha suicidado y que además tenía antecedentes psiquiátricos de toda la vida. No era lo que se dice precisamente una buena testigo.
– Sí -dijo Maureen-. Sí, ya lo sé. ¿Hablaste con Douglas?
– No, eso vino después. No sabía qué coño hacer.
– ¿Cuántas mujeres teníais allí?
– Cuatro que nosotros supiéramos. Cinco, si contamos a Iona.
– ¿Seguro que ninguna de ellas testificaría?
– Maureen -dijo Shan, llamándola por su nombre por primera vez-, después de que Douglas consiguiera la lista de las oficinas del Northern fuimos a verlas a todas. Incluso fuimos a ver a algunas que sólo habían estado allí cuando sucedió. O no pueden hablar de ello o se mueren de miedo cuando oyen su nombre. La mayoría de ellas no pueden ni pronunciarlo.
– ¿Sabía Douglas que había sido él?
– Sí. Se lo conté un par de semanas después de que Iona se suicidara -continuó Shan-. Yo estaba en el bar Variety y vi a Douglas, ciego perdido, que subía del baño y le llamé. Joder, iba muy borracho, casi no podía ni respirar. ¿Sabes esa forma fatigosa de respirar? -le preguntó, e imitó a alguien respirando con dificultad-. ¿Sabes?
– Sí -contestó Maureen, sin saberlo muy bien.
– Douglas quería que le pidiera una copa porque el camarero se negaba a servirle. Se comportaba de un modo raro, no dejaba de llorar y de reír y cuando le pregunté dónde vivía mé señaló varias direcciones y no me lo dijo, así que le llevé a mi casa a que durmiera la mona. De camino, en el coche, empezó a pasársele un poco la borrachera y para cuando llegamos estaba más o menos lúcido. Nos quedamos despiertos bebiendo. Se comportaba como un loco, tenía cambios de humor, y luego me contó que Iona se había suicidado. Era la paciente de un compañero suyo y Douglas sabía que tenían una aventura. Él lo sabía y no había hecho nada y ella se había suicidado. Me contó que siempre le había parecido que Iona estaba bien, que pensaba que le iba bien. La había estado vigilando.
– Y se sentía culpable porque él lo sabía y no había hecho nada -dijo Maureen, y cogió un cigarrillo y lo encendió con el mechero de Shan-. ¿Sabía Douglas que no se trataba de una aventura?
– No, él creía de verdad que era algo consensuado. Lo adiviné por cómo hablaba de ello -dijo Shan, y sonrió incómodo-. Cuando leí sobre ti en los periódicos, todo tuvo mucho más sentido. Por eso Douglas no había informado sobre la aventura que tenían ellos dos.
– Pero yo no era su paciente -dijo Maureen, y bajó la mirada-. Iba a la Clínica Rainbow pero era paciente de Angus. No tenía una relación profesional con Douglas.
– Ésa es una excusa poco convincente -dijo Shan-. Follarse a una paciente es follarse a una paciente, lo mires como lo mires.
Maureen respiró hondo y mantuvo la mirada sobre la mesa.
Necesitaba creer que ella no era una víctima tanto como lo había necesitado Douglas.
– Quizás sea poco convincente… pero aun así es distinto, ¿no crees?
– No -negó Shan con la cabeza de forma tajante-. No es distinto. Los médicos y los enfermeros no deberían follarse a los pacientes. Es fundamental. Todos lo sabemos. Douglas lo sabía, todos lo sabemos.
Maureen bebió un buen trago de su cerveza amarga.
– De acuerdo, hay una pequeña diferencia -dijo ella-. Pero aun así es una diferencia.
– Joder -dijo Shan-. No follarse a los pacientes. ¿Tan complicado es? O te los follas o no te los follas.
Shan tenía razón y Maureen lo sabía.
– La gente que hace esas cosas -dijo Shan- siempre se dice, «Esto es distinto porque bla, bla, bla, porque ahora no soy su psiquiatra, porque ella está mejor…».
– Porque lleva un sombrero grande.
– Exacto, se justifican. No se dicen, «soy un cabrón y estoy haciendo algo horrible». Es lo que hacen los violadores, también los pederastas. Se dicen, «lo querían. Lo pedían a gritos».
Maureen se rascó la cabeza. Imaginarse a Douglas en el mismo grupo que un pederasta hacía que le dolieran los ojos.
– No creo que él se viera en el mismo grupo que esa gente -dijo con voz triste y disgustada-. Siempre ponía énfasis en el hecho de que yo no era su paciente. Creo que él se lo creía. ¿Cuándo os encontrasteis? ¿Qué día fue?
– Un lunes -dijo Shan-. Los lunes es la noche country en el Variety. Fue un lunes hace cinco semanas.
– Dejó de tocarme después de ese día -susurró Maureen.
– ¿Te refieres a tocarte sexualmente?
– Sí. No volvimos a hacerlo -dijo, y levantó la lata de cerveza-. Nunca más.
Maureen bebió un buen trago y Shan se reclinó en su asiento y soltó un suspiró.
– Bueno, quizá dejó de justificar su comportamiento después de que yo se lo contara. Quizá lloraba más por sí mismo que por cualquier otra cosa.
Maureen alzó la vista y miró a Shan.
– ¿Douglas lloró?
– Sí, mucho -dijo Shan-. Se echó a llorar cuando le conté lo de Iona, sollozaba. Se encerró en el baño de mi casa. Se quedó allí dentro una hora. Le oía llorar.
– Joder -dijo Maureen-. Salí con él ocho meses y nunca le vi llorar.
– Bueno, estaba tan angustiado como si Iona fuera su hija.
Maureen dejó caer el cigarrillo en el suelo y lo aplastó con el pie para apagarlo.
– Retiró todo el dinero de su cuenta -dijo Maureen- y pagó las mensualidades de la clínica de Yvonne. Creo que lo hizo para tranquilizar su conciencia. A mí también me dio dinero.
– ¿Cuánto?
– Demasiado. Siento como si fuera dinero manchado de sangre -dijo Maureen, y cogió los cigarrillos-. ¿Quieres uno?
– Sí -dijo Shan encantado.
– Sigue.
– Bueno -continuó Shan una vez que hubo encendido los pitillos de ambos-, le dije a Douglas quién lo había hecho y le conté lo sucedido en el Northern.
– ¿Qué dijo él? -preguntó Maureen con la esperanza de que Shan reprodujera las palabras de Douglas o las dijera tal como las hubiera dicho él y poder así volver a oír su voz.
– No dijo nada. A la mañana siguiente estaba muy serio y hablamos del tema. Me dijo que intentaría que el caso llegara a los tribunales, que lo haría por las víctimas que quizá nunca íbamos a encontrar. Lo verían por televisión y sabrían que estaban a salvo. Consiguió la lista en las oficinas del Northern y empezamos a visitar a todas las mujeres.
– Pero, ¿por qué fue tan torpe a la hora de obtener la lista? -preguntó Maureen.
– Para serte sincero, pensamos que nadie le prestaría la más mínima atención.
– Pues en el Northern todo el mundo lo sabía -dijo Maureen.
Shan se encogió.
– ¿En serio?
– Sí.
– Dios mío -dijo, y cerró los ojos con fuerza-. Joder, nosotros creímos que habíamos sido muy astutos.
– Quizá por lo de la lista, él pensó que Douglas era el único implicado. Tú no estabas con él cuando la consiguió, ¿verdad?
– No. A mí no me la habrían dado.
– Por eso le mataron, porque estaba descubriendo lo sucedido en el Northern.
– De hecho -dijo Shan, y levantó la mano para interrumpirla-. Sé que él no mató a Douglas. Estoy seguro.
– ¿Cómo lo sabes?
– Bueno, cuando la policía vino a vernos, nos preguntaron por la mañana y por la tarde. Yo estaba trabajando y él se pasó todo el día en su despacho. No se marchó hasta las seis y media y luego llevó a una de las secretarias a su casa, a Bothwell, y eso está muy lejos, en el South Side. Ni siquiera salió del despacho para almorzar…
Maureen le interrumpió.
– Ahora la policía también pregunta por la noche.
Shan se quedó pasmado.
– ¿Que preguntan qué?
– Parece que ahora creen que ocurrió por la noche. Eso de la hora de la muerte es una especie de mito mediático. Sólo es una buena hipótesis.
Shan se quedó blanco.
– Estaba convencido de que no había sido él porque sólo salió de su despacho para utilizar el teléfono público del vestíbulo.
A Maureen empezó a palpitarle el corazón.
– ¿Por qué llamaría desde el teléfono público? ¿No tiene uno en su despacho?
– Sí, pero sólo acepta llamadas nacionales -dijo Shan-. Shirley dijo que llamaba al extranjero o algo así.
– ¿A qué hora fue eso?
– ¿Por qué quieres saberlo?
– Es sólo que… -Maureen sacudió la cabeza.
Shan se encogió de hombros.
– No tengo ni idea.
– Intenta recordarlo.
Shan pensó en ello.
– Antes del almuerzo, sobre las once o las doce, la primera vez. Luego, después de comer. Pronto, a primera hora de la tarde.
– ¿Cuántas veces más? -le preguntó Maureen.
– Que yo sepa, sólo dos. Las hizo antes de las dos porque a esa hora había una reunión en su despacho y asistió a ella, seguro.
Maureen pasó el dedo por el café derramado sobre la mesa y dibujó una serpiente.
– ¿A quién llamó? -le preguntó Shan.
– A mí -contestó Maureen-. Al trabajo. Quería comprobar que estaba allí. Mi compañera le dijo que no estaba. Él pensó que iba a pasar el día fuera.
– ¿Por qué llamaría para ver si estabas ahí?
– Necesitaba que no hubiera nadie en mi casa durante el día. Lo hizo por la noche y lo arregló para que pareciera que había sucedido mucho antes. Intentó incriminarme, pero hizo una chapuza. También preparó pisadas cerca del cuerpo con mis zapatillas. Incluso consiguió información sobre mí y dispuso la escena del crimen para que recordara a algo que yo ya había hecho antes…
Maureen cerró los ojos y se los frotó con fuerza. Si el violador del Northern había matado a Douglas para que dejara de encontrar pruebas, querría que la policía pensara que Douglas había muerto por la tarde. De esa forma, la policía no intentaría seguir los movimientos de Douglas durante el día y pasaría por alto a Siobhain. Ella conducía directamente a las violaciones del Northern. Y explicaría por qué Maureen tenía una coartada sólida; el asesino quería una casa vacía donde poder esconder a Douglas todo el día. Incriminar a Maureen de una forma tan torpe no era un error sino pura indiferencia porque no le importaba. Lo que realmente le preocupaba era joder la hora de la muerte y dejar a Siobhain fuera de todo aquello.
Maureen abrió los ojos, mientras Shan fruncía el ceño para intentar ocultar su evidente preocupación.
– ¿Hizo que el asesinato recordara a algo que ya habías hecho antes? -preguntó despacio.
– No -contestó Maureen, y sonrió-. No he matado a nadie. Me escondí en un armario. Estuve allí varios días y tuvieron que sacarme y llevarme al hospital. No es importante pero sólo lo sabía cierta gente. Él dejó algo de Douglas en el armario después de matarle. Creo que pensó que la policía descubriría lo mío y lo relacionaría conmigo de alguna manera.
Shan parecía aliviado.
– Bien, creía que se trataba de algo malo -dijo, y sacudió la cabeza y retomó la historia-. Sólo preguntaba. ¿Qué era lo que querías saber?
– ¿Por qué Douglas creía que tenían una aventura?
– Oh, porque ya les había visto antes, hace tiempo: Les vio en North Lanarkshire. Estaban dentro de un coche y él le tocaba el cuello a Iona y sonreía.
Se miraron y Maureen vio que la tristeza se insinuaba en los ojos verdes de Shan. Eso no se podía fingir, pensó Maureen, ese nivel de empatia. Ni De Niro podría hacerlo.
– ¿E Iona no sonreía?
– No -dijo Shan en voz baja, y apoyó el codo en la mesa y descansó la frente sobre ella-. Iona no sonreía.
– ¿Cuándo fue eso?
– Hace dos o tres años.
Shan estaba encorvado sobre la mesa con la cabeza apoyada en la mano y se separaba los mechones gruesos de su pelo negro con las uñas de los dedos. Douglas tenía el cabello grueso y castaño oscuro con mechas rojizas. Al final, Shan se reclinó en su asiento.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a contárselo a la policía?
– No -dijo Maureen-. No se lo voy a contar. Ya han interrogado a una de las mujeres y casi le dejan el cerebro hecho una mierda.
Shan asintió con la cabeza.
– ¿En qué piensas? -le preguntó Maureen.
– He hablado con las mujeres a las que violó y me gustaría darle una paliza pero creo que no debería hacerlo.
– ¿Porqué?
– No sé si podría parar.
Shan cogió la primera salida de la autopista y se detuvo frente a la fábrica de bombillas. Se bajaron del coche, se sentaron en silencio en un bloque de hormigón al otro lado de la carretera, bajo el puente, y miraron el edificio de cristal, iluminado intensamente por los focos de la autopista. Rayas rojas recorrían a toda velocidad el cristal reluciente; eran el reflejo de las luces traseras de los coches que pasaban sobre sus cabezas. Maureen encendió un cigarrillo. Le ofreció uno a Shan pero éste rehusó con un gesto.
– ¿Le echas de menos? -le preguntó.
– No me hagas de psiquiatra -dijo Maureen sin ningún tipo de entonación.
Volvieron a mirar un rato el edificio.
– Salgamos una noche a coger un buen pedo -le dijo Maureen.
– Estaría muy bien -dijo él-. Voy al Variety casi todos los lunes.
– Quizá cuando volvamos a vernos tenga noticias magníficas acerca de nuestro amigo común -dijo en voz baja, y levantó la vista para mirar con inocencia la torre de ladrillos de cristal.
Shan volvió la cabeza hacia ella y examinó su rostro unos segundos.
– Me encantaría tener noticias magníficas acerca de ese cabrón -dijo suavemente.