38. Angus

Siobhain había ido de compras con el fajo de dinero de Douglas y había comprado un televisor de treinta y dos pulgadas. Llevaba incorporado un reproductor de vídeo, altavoces desmontables con sonido estéreo y su propio mueble color negro mate a juego. Empequeñecía el resto de cosas que había en su salón. Incluso la estufa de gas que estaba junto a la pared parecía un juguete al lado de la gigantesca tele. Leslie desenrolló el cable y la enchufó. Maureen dio un paso hacia, adelante para encenderla.

– No -dijo Siohain-. Mira.

Sacó el mando a distancia de una bolsa de plástico, puso las pilas y apretó un botón. El enorme televisor despertó a la vida. Retrocedieron y se quedaron mirándolo.

– Guau -dijo Leslie-. No es que la tele me vuelva loca pero es la hostia.

– No digas palabrotas -dijo Siobhain, que leía las instrucciones del mando a distancia.

– ¿Cómo?

– He dicho que no digas palabrotas, no en mi casa. No hace falta hablar mal.

Siobhain se puso a jugar con el mando, haciendo zapping y subiendo y bajando el volumen y el color en cada canal, inconsciente de que Leslie le estaba haciendo muecas de burla detrás de ella.

– Y va rápido como un cohete -dijo Maureen, intentando que se calmaran los ánimos. Miró a Siobhain sin saber si era el momento adecuado. Metió la mano en su bolso y sacó la esquina de una cinta de vídeo para que Leslie la viera. Leslie asintió con la cabeza.

– Me voy un ratito -dijo alegre, y desapareció tras la puerta del baño.

– Siobhain -dijo Maureen-, quiero que veas una cinta. Es algo que grabé anoche de la tele. ¿Quieres verlo?

– Vale.

Maureen sacó la cinta y la introdujo en el vídeo.

– Son imágenes de Angus -le dijo Maureen.

– ¿Qué Angus? -preguntó Siobhain, todavía absorta en el mando.

– Angus Farrell.

– Oh.

Maureen había esperado una reacción mayor como lágrimas o un silencio completo, pero no aquel signo de indiferencia. De todas formas, puso la cinta.

– ¿Está rebobinada? -preguntó Siobhain.

– Sí, sólo tienes que ponerla en funcionamiento.

Siobhain puso el canal del vídeo y le dio al botón de reproducción. En la enorme pantalla, la mujer de las noticias parecía recién salida de la década de los ochenta. Las imágenes mostraban, a cámara lenta, el momento en que Angus era trasladado de un gran portal de piedra a una furgoneta de la policía que le estaba esperando. Iba esposado a un policía. Tenía la nariz aplastada hacia un lado como la de un boxeador y no llevaba las gafas. La boca le colgaba. La voz en off dijo que le habían acusado de la muerte de Douglas Brady y de otro hombre. Iban a recluirle en el Hospital Psiquiátrico Sunnyfield por un tiempo para que recibiera tratamiento. Carol Brady apareció en la pantalla y dijo llorando que agradecía a la policía su excelente labor y que ahora quería que la dejaran a solas con su familia. El reportaje acabó y una línea negra cruzó rápidamente la pantalla, borrando la imagen.

– Está rota -dijo Siobhain, y golpeó el mando contra la palma de su mano, lo que hizo que el canal cambiara a un documental sobre esquí.

– No, Siobhain -dijo Maureen-. Eso ha sido todo. Dejé de grabar ahí.

Siobhain tardó un minuto en comprender la información.

– Oh -dijo Siobhain-. ¿Eso es todo lo que hay en la cinta?

– Sí. Ése es el final de la historia.

– Pero si pongo otra cinta, ¿funcionará?

– Sí.

– Perfecto.

Sacó el libro de instrucciones de una caja grande y se puso a leerlo. Maureen tosió. Siobhain se miró los pies y continuó leyendo. Durante un instante largo e incierto Maureen creyó que se había equivocado de hombre.

– Bueno -dijo-. ¿Cómo te sientes ahora respecto a Angus?

Siobhain se encogió de hombros.

– Ya no puede hacerme daño.

Maureen soltó un suspiro de alivio.

– Así es -dijo, y sonrió animosamente-. Ya no puede hacerte daño porque está en un hospital penitenciario y se quedará allí mucho tiempo.

– No -dijo Siobhain disconforme, y miró a Maureen como si ésta fuera estúpida-. Ya no puede hacerme daño porque ahora tengo amigas, porque tú y Leslie vais a cuidar de mí.

– Bueno, sí -y Maureen asintió con la cabeza-, sí. Eso también.

Siobhain se puso a leer otra vez.

– Eh, Mauri -la llamó Leslie desde el recibidor-. Larguémonos de aquí o nos perderemos el cambio de turnos de la policía.

– Sí -dijo, y se levantó-. Nos vamos.

Siobhain les dijo adiós sin levantar la vista.

Cuando salieron a la calle, Leslie le pasó el casco a Maureen.

– ¿Has cogido el agua? -le preguntó.

– Sí, está en el cubo -dijo Maureen, y le dio unas palmaditas al bote de pasta que estaba en el compartimiento abierto. Junto a él estaban los pósters.

– Este papel es una mierda -dijo Leslie-. Si llueve se deshará como si fuera papel de váter.

– Sí, pero es baratísimo y no tiene que durar para siempre.

– No interpretes mal lo que voy a decir -dijo Leslie, y se puso el casco-, pero Siobhain es una gilipollas.

Maureen se rascó la cabeza con tristeza.

– Leslie, tienes razón -dijo, y se ató el casco debajo de la barbilla.

– Para serte sincera -dijo Leslie-, me gustaba más cuando estaba acojonada y no hablaba.

– Ahora cree que somos sus mejores amigas. Me ha dicho que sabe que estará a salvo porque nosotras cuidaremos de ella.

– Joder -dijo Leslie, y se mordió el labio.

Maureen soltó un suspiro.

– Yo sólo quería hacer algo heroico. No quería convertirme en su madre.

Leslie se echó a reír, pasó la pierna por encima del asiento, retiró el caballete con el talón, arrancó la moto con el pedal y aceleró.

– Annie me enseñó una técnica efectiva para tratar con personas necesitadas como Siobhain.

– ¿Sí? -dijo Maureen, gratamente sorprendida por la actitud tolerante de Leslie-. ¿Cuál? -le preguntó, y se deslizó en la parte de atrás de la moto y se agarró con los brazos a la cintura de Leslie.

– Decirles que se vayan a la mierda -dijo Leslie, y se incorporó al torrente de tráfico de Duke Street.

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