2. Douglas

Douglas estaba atado a la silla azul de la cocina con varios trozos de cuerda. Lo habían degollado y el corte le llegaba hasta la nuca, lo que hacía que la cabeza le colgase a un lado del cuello. Manchas y salpicaduras de sangre empezaban a secarse por toda la moqueta. Un largo salpicón rojo se extendía un metro y medio en diagonal desde la silla, atravesaba el brazo del sofá y llegaba casi a la cenefa de la lejana pared.

Maureen no podía moverse. Tenía mucho calor. Volvía hacia el recibidor casi corriendo, después de hacer una visita al baño, cuando le llamó la atención el chubasquero manchado de sangre colgado en la puerta del salón. Un rastro de pisadas ensangrentadas conducía hasta Douglas, atado a la silla en el centro de la habitación. Las pisadas eran pequeñas y regulares, como las de un diagrama de pasos de baile.

No recordaba haberse deslizado por la pared hasta acurrucarse en una posición fetal. Debía de llevar un tiempo allí porque tenía el trasero dormido. Ahora no alcanzaba a verle, sólo atisbaba el chubasquero y dos de las pisadas, pero el olor dulce y fuerte de la sangre flotaba como la niebla en el calor asfixiante del recibidor. El chubasquero de plástico amarillo estaba manchado de sangre. La capucha estaba subida; las manchas de sangre de los bordes seguían un patrón desigual e irregular.

Douglas podía llevar ahí toda la noche, pensó Maureen. Al llegar, se había ido directa a la cama. Había dormido en la misma casa donde había ocurrido todo eso.

Al fin, se levantó y llamó a la policía.

– Hay un muerto en mi salón. Es mi novio.


Todavía estaba junto al teléfono, sudando y mirando el pomo de la puerta de entrada, sin osar moverse por si sus ojos se desviaban hacia el salón, cuando oyó las sirenas de unos coches que se detenían en la calle y gente que subía las escaleras corriendo. Aporrearon la puerta. Oyó como la echaban abajo con dos fuertes golpes antes de que ella pudiera ir a abrirla. Estaba temblando.

La hicieron salir al rellano y le preguntaron en qué partes de la casa había estado desde su llegada. Un hombre sacaba fotografías de todo.

Su vecino, Jim Maliano, salió a ver qué era aquel ruido. Oía como ametrallaba a los policías a preguntas con su acento italiano pero no podía descifrar lo que decía. A Maureen le resultaba difícil pronunciar las palabras de forma comprensible. Se sentía como si flotara. Todo se movía lentamente. Jim sacó una silla para que se sentara, una taza de té y galletas. No podía levantar la taza del plato porque tenía las galletas en la otra mano. Dejó la taza y el plato en el suelo, debajo de la silla para que nadie los tirara, y mantuvo las galletas en equilibrio sobre las piernas.

Los vecinos de abajo se habían reunido como si tal cosa en el rellano entre el piso de Maureen y el de abajo, con los brazos cruzados, y les contaban a los que iban llegando que no sabían qué había pasado, que alguien había muerto o algo así.

Un policía de paisano de unos treinta y pocos, con bigote a lo Freddy Mercury y mirada hambrienta, le leía sus derechos a Maureen.

– No hace falta que me lea mis derechos -susurró levantándose, y las galletas cayeron al suelo-. No he hecho nada.

– Sólo es el procedimiento habitual -dijo-. Bien, dígame, ¿qué ha pasado aquí?

El policía decía que sí a todo lo que Maureen le contaba sobre Douglas, como si ya lo supiera y la estuviera poniendo a prueba. La interrumpió cuando intentó explicar quién era ella.

– Ustedes -gruñó al grupo de vecinos-, están alterando las pruebas. Vuelvan a sus casas y esperen a que la agente vaya a verles. Denle su nombre y dirección.

Hizo un gesto a una policía uniformada y se giró hacia Maureen. Ella devolvió e intentó no mancharle la cara, pero el vómito le alcanzó de lleno en el pecho. Maureen se desmayó.


Tardó un minuto en reconocer dónde estaba. La cama era grande, un mueble barnizado de negro con dos mesas pequeñas a los lados. Parecía el lecho del demonio. Jim Maliano pertenecía a la tercera generación de una familia de inmigrantes italianos y estaba orgulloso de ello. Su casa era un santuario dedicado al fútbol italiano y a los muebles de diseño. En la pared, encima de la cama, colgaba con reverencia la camiseta negra y azul del Inter de Milán aplastada contra el cristal de un elegante marco de plata. Estaba arrugada e iba perdiendo su esplendor como una reliquia sagrada en decadencia.

Winnie, la madre de Maureen, estaba sentada a sus pies y los golpeaba teatralmente. Lo primero que le gustaba hacer a Winnie cuando se levantaba por la mañana era beber whisky en una taza de café. La mayoría de sus días eran un drama de principio a fin. Dejó escapar un suspiro cuando vio que Maureen abría los ojos.

– Cariño, no puedo creerlo.

Se deslizó hasta Maureen, le cogió la cara entre las manos y le dio un beso en la frente.

– ¿Estás bien?

Maureen asintió con la cabeza.

– ¿Seguro?

El aliento de Winnie apestaba a whisky.

– Sí.

– ¿Qué demonios ha pasado?

Maureen le contó que había encontrado el cuerpo de Douglas y que se había desmayado delante de un policía. Winnie la escuchaba con atención. Cuando estuvo segura de que Maureen había acabado de hablar, le dijo que Jim le había dejado un poco de brandy para que se recuperara de la impresión. Levantó de la mesilla de noche lo que para un alcohólico significa un poco de brandy.

– Mamá, acabo de vomitar.

– Vamos -dijo Winnie-, te hará bien.

– No quiero.

– ¿Estás segura?

– No quiero.

Winnie se encogió de hombros, hizo una pausa y tomó un trago.

– Es un buen brandy -dijo, como si la calidad de la bebida hubiese importado alguna vez. Maureen llamaría a Benny para pedirle que viniera. Benny asistía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos y Winnie no soportaba estar en la misma casa que él.

Winnie se bebió el brandy, tomando largos tragos cada vez más rápidos hasta acabárselo mientras Maureen se levantaba y se vestía. Jim le había dejado una camiseta del Celtic y unos pantalones de chándal negros. Se quitó la camiseta ajustada y se puso la ropa de Jim. Justo cuando se estaba atando la cuerda de los pantalones vio su imagen en el espejo de cuerpo entero de la pared. Tenía un ojo morado debido al maquillaje de la noche anterior, y el pelo sucio y pegado a la cabeza. Sólo hacía un día que se lo había lavado. Se pasó el dedo índice por debajo del ojo y se quitó parte del rímel que aún le quedaba.

El policía del bigote echó un vistazo desde la puerta. La parte delantera de su chaqueta y de su camisa estaban mojadas. Había quitado el vómito de Maureen con demasiada energía y, aunque había intentado secarlas, las solapas de la chaqueta se estaban deformando y la pechera de la camisa transparentaba. Maureen pudo ver un pezón erecto pegado a la ropa mojada.

– ¿Está visible? -dijo mirándola de arriba a abajo.

Le seguían la mujer policía y un agente mayor de pelo rojizo y algunas canas. Maureen le había visto dirigiendo el equipo forense. Tenía la cara pálida y llena de pecas naranjas, lo que le daba un aspecto aniñado a su semblante serio. Tenía los dos dientes de delante separados y los ojos de un azul claro. Le recordaba por la cortesía con que la había sacado al rellano.

– Normalmente no me visto así-dijo Maureen, sonriendo incómoda por su indumentaria-. ¿Puedo coger ropa mía?

– ¿Eso es lo que llevaba ayer? -le preguntó el Bigotes, señalando la camiseta que había encima de la cama.

– Sí…

Sacó una bolsa de papel blanca que llevaba doblada en el bolsillo y un bolígrafo de la chaqueta. Lo deslizó por debajo de la camiseta y la introdujo en la bolsa.

– Queremos que nos acompañe, señorita O'Donnell -dijo el Bigotes-. Queremos hablar con usted en la comisaría.

– ¡No pueden detenerla! -gritó Winnie, con un gemido sobrecogedor.

– No es nuestra intención -dijo la mujer policía intentando calmarla-. Sólo le estamos pidiendo que nos cuente lo ocurrido. Si va a la comisaría, será por propia voluntad.

Winnie alargó la mano hacia Maureen en un gesto de protección maternal dramático provocado por el brandy.

– Exijo que se le permita ver a un abogado.

Maureen apartó de su camino la mano de Winnie.

– Déjalo, mamá -dijo, y se volvió hacia los policías-. Les acompañaré.

Jim Maliano observaba desde la puerta del salón mientras la variopinta multitud atravesaba el recibidor oscuro. Cuando Maureen pasó a su lado, alargó la mano y le dio un suave apretón en el hombro. Ese pequeño gesto de empatia la emocionó sobremanera y se juró que no lo olvidaría.

Todo lo demás quedó borroso en su memoria. Recordaba a Winnie llorando desconsoladamente y a un reducido grupo de personas en el rellano apartándose para dejarla pasar. El hombre pelirrojo se sentó en el asiento del pasajero de un Ford azul, la mujer policía ayudó a Maureen a subir al asiento de atrás y se sentó a su lado. El hombre le preguntó si le habían leído sus derechos. Contestó que sí pero que no había prestado mucha atención. Se los leyó de nuevo. Al cabo de pocos minutos llegaron a la comisaría de policía de Stewart Street.

Estaba a la vuelta de la esquina pero Maureen no se había fijado demasiado en ella antes de aquel día. El edificio era de hormigón y tenía tres pisos. Estaba junto a un polígono industrial y la fachada era de cristal reflector. Parecía más un edificio de oficinas que una comisaría de policía. Condujeron hasta la parte trasera y llegaron a un pequeño aparcamiento. Estaba rodeado por un muro alto coronado con alambre en forma de espiral. Desde el aparcamiento alzó la vista hacia la parte trasera del edificio y vio unas ventanas con barrotes pequeñas y mezquinas.

El hombre pelirrojo la ayudó a salir del coche, sujetándole el codo más tiempo del necesario. Debía de parecer asustada.

– No se preocupe -le dijo-. Lo peor ya ha pasado. Sólo vamos a hablar con usted.

Pero Maureen no pensaba en eso. Sólo quería ver a Liam.

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