Liz estaba encantada con todo aquel drama. El policía del bigote había ido a la taquilla y la había interrogado. Le había pedido que firmara una declaración para atestiguar que el día anterior Maureen no había dejado su puesto durante más de cinco minutos. Maureen tardaba diez minutos en llegar al trabajo. Había estado en el servicio quince minutos pero Audrey había hablado con Liz. Ésta le comentó a Maureen que si no era una suerte que Audrey fuera una fumadora compulsiva.
A lo largo del día Maureen alzó la vista un par de veces y sorprendió a Liz mirándola sin disimular una expresión de miedo respetuoso. Le preguntó tres veces por su visita a la comisaría. Maureen no quería hablar del tema. Cuando se había despertado en el sofá de Benny le temblaban las manos, tenía un dolor de cabeza atroz y una sensación terrible de que lo peor aún estaba por venir. Se sentía como cuando tenía miedos nocturnos. Quería trabajar y fingir que era un día como cualquier otro, pero Liz se moría por formar parte del espectáculo.
– Creo que los amigos deberían tenerse confianza -dijo durante la comida.
– Tengo que ir a mear -se excusó Maureen como sólo una dama podría hacerlo.
El señor Scobie parecía estar más traumatizado que nadie. Cuando Maureen fue a esconderse en los servicios esa mañana, le vio caminando hacia ella en el pasillo. Parecía que estaba muerto de miedo y se metió en el guardarropía para no cruzarse con ella. Maureen pensó en ir tras él, sólo por maldad, pero al final decidió no hacerlo.
Por la tarde, Scobie entró nervioso en la taquilla y, con la espalda pegada a la pared, les entregó el sueldo. Maureen vio que le habían rebajado los impuestos. El sobre marrón contenía 150 libras en billetes de diez y de veinte.
– Siento que tengas problemas, querida -dijo Scobie.
– Gracias, señor Scobie.
– ¿Te cogerás más días libres? -cambió el tono de voz a mitad de frase-. ¿O puedo dejar los turnos como están?
– Puede dejarlos como están.
– Bien.
Se fue deprisa. Liz se echó a reír después de asegurarse de que Scobie no podía oírla.
Winnie la llamó por la tarde.
– Ven a verme, por favor -dijo-. Por favor. Sólo para que me sienta mejor. Estoy preocupada por ti.
Maureen le dijo que se pasaría después del trabajo.
– Y prométeme que no cogerás el autobús, que vendrás en taxi. Yo lo pagaré cuando llegues.
– No hace falta. Yo lo pagaré.
– Insisto -dijo Winnie. No parecía que estuviera nada borracha.
Maureen no quería ir. La Winnie Sobria daba casi tanto trabajo como la Winnie Muy Borracha y la Winnie Muy Borracha daba mucho trabajo. Se enfadaba y era vengativa. Profería insultos personalizados a cualquiera que tuviera enfrente, vomitando cualquier fracaso o humillación que, aunque fueran insignificantes, siempre iban directos a la yugular. Tenía un gran talento para ello, sabía encontrar el punto flaco de cualquiera en pocos minutos. La Winnie Sobria era una sanguijuela emocional, exigía que la quisieran y la reconfortasen; les intimidaba con sus necesidades ilimitadas y lloraba patéticamente cuando no conseguía lo que quería. Creaba malos rollos entre sus hijos, levantando rumores y distorsionando sus comentarios. Cuando alguien intentaba hacerle frente se hacía la víctima y reunía a sus otros hijos para que la apoyasen, lo que sembraba la discordia entre ellos. Liam decía que Winnie tenía una lista en algún sitio y que los iba castigando por turnos. Cuando eran pequeños, le había funcionado mejor: ahora, Maureen y Liam sólo fingían creérselo todo: aparentaban sorpresa ante los comentarios desagradables qué Una hacía sobre Maggie, o fingían una gran preocupación cuando Marie dijo que Maureen nunca se repondría de su internamiento en el hospital. Pero Una todavía le seguía la corriente en todo y si Maureen no iba a ver hoy a Winnie, entonces, mañana, tan claro como el agua, recibiría una llamada preocupada de Una para preguntarle por qué estaba evitando a mamá, qué había hecho mamá, es que Maureen no se daba cuenta de que la estaba disgustando.
Hubo un tiempo en que la Winnie Muy Borracha era la elección menos mala para Maureen: era un cara a cara y podía hacerle frente porque Winnie no sabía nada de ella. Había tenido cuidado y nunca habló de aquello que le preocupaba con la familia, excepto con Liam. Decía a sus amigos que no tenía teléfono y no llevaba a sus novios a casa. Mentía sobre adonde iba por las noches, incluso mentía sobre sus notas en el instituto. Así que cuando Winnie quiso hacerle daño, se metió con costumbres, amigos y sucesos inexistentes. Lo ocurrido entre ellas en el hospital cambió todo eso. Ahora Winnie tenía más cosas que reprocharle que al resto.
Winnie se comportaba de un modo extraño cuando, iba a visitarla al hospital. Le llevaba una serie interminable de regalos inapropiados como pendientes, maquillaje y revistas de moda. Hablaba ella sola de los cotilleos del barrio, de quién había muerto, o sobre lo que había visto en la tele la noche anterior. No quería ni reconocer que estaban en un hospital psiquiátrico ni hablar con el personal médico. Pero en esa época, Maureen estaba ida y había muchas cosas que le parecían raras. Leslie había leído sobre cómo reaccionaban los parientes cuando se descubría un caso de abusos sexuales en la familia, y le había dicho que era normal que el progenitor no abusador se sintiera extremamente culpable y que quizás eso era lo que le sucedía a Winnie.
Maureen no tenía mucho tiempo para pensar en ello: los recuerdos de los años olvidados volvían a su mente de manera rápida y confusa, a través de sueños y de visiones mientras tomaba el té con otros pacientes. Sentía la necesidad compulsiva de contárselo a todo el mundo. La imagen de ella mirando el empapelado de la pared encima del cabezal de su cama con sus ramos de flores descoloridas y ella, que los iba contando y contando y contando hasta que aquello, acababa.
En el baño esperando para salir y Michael, su padre, inclinándose con la toalla y mirándola fijamente. Había cerrado la puerta tras de sí.
Su padre sentado en la cama después, llorando, y Maureen acariciándole la mano para consolarlo mientras el pipí le escocía en las piernas. Las manos de su padre eran del tamaño de la cara de Maureen.
En la caravana en St. Andrews, con el mar rozándole las zapatillas negras. El resto de la familia estaba en la playa, detrás de una roca y no les veían. Michael iba tras ella. Ella trepaba por las rocas a gatas, intentando escapar, intentando que no pareciera que estaba huyendo, lastimándose las rodillas con los cantos de las rocas.
El pánico cuando Michael vio la sangre goteando por las piernas delgadas de Maureen. Le dio una bofetada y, levantándola por el brazo, la metió en el armario, la encerró y se llevó la llave. Sentada en el armario oscuro, olía la sangre y sabía lo que era. Deseó morirse antes de qué él regresara. La uña de Michael la había cortado, había sido su uña.
Winnie haciendo palanca para abrir la puerta del armario y tirando del tobillo de Maureen para arrastrarla hacia fuera. Marie de pie a su lado, tenía doce años y lloraba sin emitir ningún sonido; callaba porque sabía que nadie la escuchaba.
Maureen intentaba juntar todas las piezas pero algunos elementos de la historia eran confusos: no recordaba cuándo les abandonó Michael o por qué determinados olores motivaban sus ataques de pánico o si alguno de sus hermanos había mostrado señales de abusos. La doctora Paton sugirió preguntárselo a Winnie pero a Maureen le incomodaba la idea. La psiquíatra dijo que podrían preguntárselo en una situación controlada, que quizá podrían preparar una sesión conjunta.
Winnie asistió sobria y aparentemente de buena gana. Se reunieron las tres en un despacho acogedor del anexo prefabricado en los jardines del hospital, se sentaron en unos sillones grandes y tomaron té. La doctora Paton dijo que Maureen tenía que preguntarle algo a su madre, que había algunos detalles problemáticos relativos a los abusos y que si Winnie estaría dispuesta a ayudar.
Winnie sonreía mientras escuchaba la primera pregunta: Maureen recordaba que Winnie la había sacado del armario y también que Marie estaba allí pero, ¿estaba Michael en casa en ese momento? Winnie dijo que no lo sabía, que no podía ayudarlas en eso. Maureen preguntó por Michael, ¿cuándo se marchó? Winnie tampoco lo sabía. La doctora Paton le preguntó por qué no lo sabía y Winnie rompió a llorar y dijo que lo había hecho lo mejor que había podido. Maureen le frotó la espalda con la mano y le dijo que no pasaba nada, que todos sabían que lo había hecho lo mejor que había podido. Era una buena madre.
Winnie se levantó y se marchó enfurecida al baño y cuando volvió el aliento le apestaba a vodka puro. Les dijo que Una había informado mal a Maureen; que Una se acordaba muy bien e iría a hablar con ellas si querían. Winnie dijo que nunca había pasado nada y luego perdió los papeles: se ponía a gritarles a Maureen y a la doctora cuando intentaban hablar con ella, las interrumpía con detalles irrelevantes y lloraba cuando no le funcionaba todo lo demás. Maureen siempre había sido rara, siempre estaba inventando historias. Mickey no la había tocado nunca, ni siquiera le gustaba. Era un hombre muy apasionado y quería a Winnie con devoción. Se puso a llorar otra vez y dijo que ella todavía quería a Maureen y que qué había hecho para que Maureen la hubiera dejado de querer.
Maureen escuchaba impasible.
– Te quiero, mamá -dijo con un tono indiferente, y le acarició la espalda-. Claro que te quiero.
Las palabras de Winnie hicieron mella en Maureen. Lo que era un atisbo de duda se convirtió en una posible verdad. Los recuerdos parecían tan tangibles y despertaban en ella emociones tan intensas y abrumadoras, que las sufría como si fueran un dolor físico agudo. Si Maureen recordaba mal lo sucedido, entonces es que estaba como una puta cabra.
Nunca se había avergonzado tanto de sí misma. Se habría suicidado pero no lo hizo por el efecto que eso habría tenido en Leslie y Pauline, su amiga de las clases de terapia ocupacional. Había metido a todo el mundo en este lío por una chorrada de mierda.
No podía hablar de ello. Sus sesiones con la doctora Paton acabaron siendo horas muertas en las que, mirando siempre al suelo, derramaba lágrimas que se deslizaban por su rostro inmóvil. La doctora intentó hacer que hablara, pero no lo consiguió. Las dos sabían que era por culpa de Winnie. La doctora Paton se sentaba a su lado, le cogía la mano y le secaba la cara con un pañuelo. Maureen volvió a perder peso. Revisaron su fecha de salida y la retrasaron un mes.
Leslie sabía que algo iba mal. No hacía más que preguntarle pero Maureen no podía decirlo en voz alta. Al fin, después de pasarse dos semanas acribillándola a preguntas, Leslie logró que Maureen le contara qué había sucedido. Se puso furiosa. Se fue a casa de Winnie en su moto, la dejó en el precioso jardín de George, irrumpió en la cocina donde en ese momento almorzaban Una y Winnie y le rugió que si volvía a negar los abusos, incluso en sus oraciones, ella misma le patearía la cabeza. Después de eso, a Winnie dejó de gustarle Leslie.
Leslie hizo que Maureen escribiera una lista de los hechos que probaban los abusos sufridos y le trajo libros donde víctimas de éstos relataban sus experiencias y cómo habían reaccionado sus familiares al saberlo. Parecía que los daños físicos, las pruebas de ADN, incluso las condenas a prisión podían quedar a un lado si la familia no quería creer y Winnie no quería creer.
El día en que Maureen salió por fin del hospital, la doctora Paton se la llevó aparte.
– Quiero que sepas que no tengo la más mínima duda de qué ocurrió -dijo-. Y, a un nivel estrictamente no profesional, creo que tu madre es una cabrona egoísta.
Maureen y Winnie no volvieron a hablar del tema, pero gracias a la visita de Leslie, su madre sabía cuál era el talón de Aquiles de Maureen, y siempre cabía la posibilidad de que lo sacara a relucir cuando la borrachera despertara su crueldad.
Maureen se despidió de Liz y salió de trabajar con un nudo en el estómago y haciendo verdaderos esfuerzos para caminar. Daría lo que fuera para salir a emborracharse con Leslie en lugar de tener que ir a pelearse con Winnie.
La familia se había mudado a aquella casa cuando George y Winnie sé casaron. Estaba en un pequeño barrio de viviendas de protección oficial. Las casas eran modestas, de hormigón, y tenían dos pisos. Delante de la casa había un jardín simbólico de reducidas dimensiones que George cuidaba con meticulosidad y, delante, la acera ancha que llevaba a la calle tranquila, donde los niños jugaban hasta la hora de cenar. Era un barrio bonito, poblado por familias pobres pero que vivían bien y que planeaban un gran futuro para sus hijos. Los vecinos sabían que Winnie era una borracha y compadecían a los niños de la familia O'Donnell por ello.
Maureen no tenía intención de dejar que Winnie pagara. Pensaba hacerlo ella misma y dejar que el taxi se fuera antes de entrar en la casa, pero Winnie estaba mirando por la ventana y salió corriendo de la casa cuando vio que el taxi se acercaba. Metió un billete de diez por la ventanilla del taxista.
– Cóbrese de aquí -dijo.
– Hola -dijo Maureen, intentando que su voz sonara alegre.
Winnie parecía tener una resaca espantosa. Acercó la mano a la cara de Maureen.
– Hola, cariño -dijo y pareció que iba a llorar.
Maureen la siguió y entraron en la casa. Winnie y George pertenecían a una generación que creía en el valor y la longevidad de los materiales sintéticos. La casa estaba decorada con moquetas marrones y amarillas y con cortinas y muebles que habían sobrevivido a los años setenta.
George estaba dormido en el sofá del salón a oscuras; la televisión sin sonido parpadeaba en una esquina. George bebía tanto y tan a menudo como Winnie pero era un borracho encantador y melancólico cuyos mayores defectos eran quedarse dormido en momentos raros y una tendencia a recitar poesía sensiblera sobre Irlanda.
Maureen sintió el calor de los fogones antes de entrar por la puerta de la cocina.
– He estado todo el día cocinando -dijo Winnie. Abrió el horno con un movimiento exagerado y sacó una bandeja. Cortó una rebanada gruesa de pan de jengibre, la untó con mantequilla y se la dio a Maureen acompañada de una taza de café.
El pan de jengibre sabía igual que el de McCall's, una panadería famosa de Rutherglen donde siempre cocían demasiado la canela. Pero era una farsa agradable, diseñada para hacer que Maureen sintiera que Winnie se preocupaba por ella.
– Gracias, mamá -dijo-. Está riquísimo.
Winnie se sentó a su lado. Sujetaba entre sus manos una taza opaca recubierta de un esmalte oscuro en el interior. Maureen intentaba husmear el aire disimuladamente para descubrir qué estaba bebiendo Winnie. De todas formas, no era café. Winnie no suspiraba después de cada trago, así que no era licor. Puede que fuera vino. No tenía la lengua roja. Vino blanco. Había bebido lo suficiente como para estar de mal humor pero aún no lo suficiente como para ponerse agresiva. Unas dos copas. Maureen supuso que disponía de al menos media hora antes de que Winnie empezara a ponerse imposible.
Winnie estaba sentada a la mesa junto a ella y le ofreció a Maureen su antigua habitación.
– Podrías quedarte el tiempo que quisieras -dijo. Maureen le dijo que en casa de Benny estaría bien. Winnie preguntó si el número estaba en la guía.
– Sí -contestó antes de tomarse un tiempo para pensar en ello. Se puso a maldecir su estupidez mientras Winnie intentaba darle algo de dinero.
– Estoy bien, mamá, de verdad. No necesito nada.
– Tengo queso en la nevera. Se lo compré a un mayorista. Es de las islas Orkney.
– No quiero queso, mamá. Gracias.
– Te cortaré un trozo para que te lo lleves a casa -se levantó, abrió la puerta de la nevera y sacó con gran esfuerzo una bola de queso Cheddar naranja de tres quilos y la puso sobre la encimera.
– No quiero queso, mamá. Gracias.
Winnie no le hizo caso. Abrió el cajón de los cubiertos, sacó un cuchillo largo del pan y empezó a cortar un trozo que pesaría medio quilo. Se detuvo y se desplomó sobre el queso.
– ¿Estás bien, mamá?
– Me preocupo por ti -dijo Winnie, volviéndose hacia Maureen. Estaba al borde de las lágrimas-. Me preocupo tanto por ti.
– Pues no tienes por qué, mamá.
– Pero eres… Nunca sé… Si sólo pudieras… -Dejó el enorme trozo de queso y volvió a sentarse a la mesa, levantó la taza y tomó un trago-. Creo que tengo gripe -susurró entre lágrimas.
– Entonces tendrías que ir al médico.
Winnie parecía desamparada.
– Estoy un poco deprimida -dijo con énfasis.
Maureen suspiró.
– Mamá -dijo-, ahora no puedo consolarte.
– No quiero que me consueles -dijo Winnie llorando a moco tendido-. Sólo quiero estar segura de que estás bien.
– Estoy bien.
– Me preocupo tanto -gimoteó.
– No tienes por qué hacerlo.
Winnie se sentó recta, recuperando el control de repente.
– Maureen, soy tu madre.
– Sé quién eres -dijo Maureen, intentando animarse. El vino debía de estar haciéndole efecto: Winnie cambiaba de humor con facilidad. Quizás había tomado más de dos tazas, quizá tres.
– Sólo quiero saberlo -dijo Winnie con suavidad-. ¿Lo hiciste?
– ¿Hacer el qué, madre?
Winnie bajó la cabeza.
– ¿Mataste a ese hombre? -preguntó en voz baja y se mordió el labio.
Maureen se alejó de ella bruscamente. La exasperaba la capacidad para el melodrama de Winnie.
– Vamos, mamá, por el amor de Dios, sabes muy bien que no lo hice.
Winnie se ofendió.
– No lo sé muy bien… -dijo y volvió la cara como si le hubieran dado una bofetada.
– Sí que lo sabes -dijo Maureen-. Sabes que no lo maté. Eres tan teatral. De verdad, eres como una imitadora mala.
– No sé si no lo hiciste -dijo Winnie con solemnidad-. A menudo has hecho cosas de las que no te creía capaz.
Winnie se levantó y se dirigió al fregadero, con la taza entre las manos. Se quedó de espaldas a Maureen como si estuviera recolocando los vasos en el escurridor.
– ¿Como qué?
– Ya lo sabes… -y susurró algo entre suspiros, algo que acababa con «Mickey».
Maureen no la había oído pronunciar ese nombre desde que estuvo internada en el hospital. Notó como iba encogiéndose en su silla.
– No te preocupes -dijo Winnie alzando la taza-. Estaré a tu lado, hayas hecho lo que hayas hecho -se terminó el vino.
Era un golpe bajo haber hecho alusión a los abusos. Era lo más rastrero que podría haber dicho.
– Bebes demasiado, mamá -dijo Maureen para devolverle el cumplido-. No estarías al borde de la histeria si bebieras menos.
Winnie se dio la vuelta y la miró furiosa por haber mencionado su problema con la bebida.
– ¿Cómo te atreves? -dijo con los labios apretados por la rabia-. Te he pagado el taxi.
– No quería que lo hicieras.
– Pero me has dejado.
Maureen sacó diez libras del sobre de su nómina y las puso sobre la mesa dando un golpe.
– Un billete de diez, mamá. Estamos en paz.
– ¡No quiero dinero! -le gritó Winnie.
Maureen entornó los ojos justo en el momento en que George aparecía por la puerta de la cocina.
– Vaya -dijo en voz baja-, no te he oído llegar.
– Hola, George -dijo Maureen.
– Hola, pequeña -dijo George y frunció el ceño-. He oído lo de ayer. Mala suerte.
No hablaba mucho de ello, pero Maureen sospechaba que George no había tenido una adolescencia nada fácil. Tenía un talento encantador para minimizar el dolor y, al vivir con Winnie, a menudo debía usarlo.
– Sí -dijo Maureen, y se sintió cansada de repente-. No ha sido nada bueno.
George le dio unas palmaditas suaves en la nuca y se volvió hacia Winnie.
– ¿Hay pan, muñeca? Las gaviotas vuelven a estar en la ventana.
Winnie le dio algo del pan que quedaba en la bandeja y George se marchó, desmenuzando las rebanadas y dejando migas por todo el recibidor. Winnie volvió a la mesa y alargó el billete de diez a Maureen.
– Quédate el dinero -dijo-. Sólo me he puesto un poco tensa. Siento haberte gritado.
– Bueno, no deberías pagar nada si de verdad no quieres hacerlo.
Winnie se sentó a la mesa.
– Lo sé. Es sólo que… me pongo nerviosa… y ahora todo esto.
– No te preocupes, mamá. La policía les encontrará pronto.
Miró a Maureen y animó la cara.
– ¿Crees que lo harán?
Maureen asintió con la cabeza.
– Sé que sí.
Winnie se sentó derecha y miró la bola enorme de queso que descansaba en la encimera.
– ¿Qué demonios voy a hacer con todo este queso?
Maureen le echó un vistazo y se echó a reír.
– Mamá, ¿por qué diablos lo compraste?
Winnie se encogió de hombros, confusa por su propio comportamiento.
– En ese momento me pareció una buena idea. Lo utilizamos para adornar el jardín hasta que comimos el suficiente como para que cupiera por la puerta.
Estaban juntas ahí sentadas y se rieron de la cantidad industrial de queso que había. Maureen miró a su madre. Winnie estaba contenta de reírse de sí misma, no estaba ni triste ni enfadada, no pedía nada: era la vieja Winnie, la Winnie de antes de que la bebida se convirtiera en un problema. Y entonces dejó de reírse y miró la taza vacía y la vieja Winnie desapareció. Levantó la mano y la pasó por el pelo de Maureen pero le apretó tanto la cabeza que algunos cabellos se quedaron enganchados en su anillo de compromiso. Winnie tiró con fuerza. Maureen se aguantó un grito de queja por si Winnie pensaba que estaba rechazando su gesto de cariño.
– ¿Cómo lo estás llevando?
Maureen se frotó la cabeza dolorida.
– Bien.
– Si se te hace una montaña -dijo Winnie-, quiero que me prometas que volverás al hospital.
– Mamá, por el amor de Dios, no soy la persona más loca del mundo. No tienen una cama libre preparada sólo para mí.
– Ya lo sé, pero estoy segura de que te admitirán si dices que ya has estado allí antes.
Maureen se encogió todavía más en su silla.
Cuando se marchó, caminó un par de manzanas y se detuvo en un banco que había enfrente de una iglesia baptista. Estaba nublado y lloviznaba. Al otro lado de la carretera un hombre paseaba a un perro viejo y cansado. El hombre le hablaba, le animaba con susurros, llamándole por su nombre. El perro se detuvo. Jadeaba y las patas casi se le doblaban debido al peso del cuerpo. El hombre le dio unas palmaditas en el lomo y el viejo perro se puso en marcha.
Maureen se fumó un par de cigarrillos y se imaginó en su casa, en su pisito acogedor, antes de que sucediera todo esto. Se metía en la bañera de su cuarto de baño azul y blanco y se sentaba en el sofá sin braguitas a ver la tele y comer galletas mientras dejaba que el contestador cogiera las llamadas.
Le llevó una taza de té a Benny, que estaba en su habitación. Estaba sentado a un lado de la cama y enfrente tenía una mesa baja con todo tipo de libros abiertos. Había sacado punta a algunos lápices en una taza con restos de posos de café. Debía de estar histérico por los exámenes. Benny dejó de leer y le preguntó muy serio si quería hablar de lo ocurrido el día anterior.
– No, ahora no. Ni siquiera puedo pensar en ello.
– De acuerdo -dijo, con una mirada solemne y nerviosa.
– ¿Te sientes bien con todo esto, Benny?
Su rostro pasó a tener una expresión de alivio.
– Dios mío, es un poco raro, ¿no? Uno no piensa que estas cosas le puedan suceder a gente como nosotros, ¿verdad?
– Supongo que no. -Maureen señaló los libros-. ¿Tienes examen mañana?
– No -dijo-. La semana que viene, pero no he estudiado lo suficiente.
– Siempre dices lo mismo y siempre apruebas. Intenta alejar a Douglas de tu mente y concéntrate en los exámenes. -Maureen cogió la taza sucia y con restos de punta de lápiz-. Me llevaré esta guarrada.
Una vez en el recibidor oyó que alguien arañaba silenciosamente la puerta. Se acercó a la mirilla. Era Leslie, que estaba en el rellano con el casco en una mano y se apartaba despacio el pelo de la cara con la otra. Tenía ojeras oscuras y parecía agotada.
– Leslie -dijo Maureen con una sonrisa ancha.
Leslie entró en el recibidor, alargó la mano hacia Maureen y le estrechó el brazo.
– ¿Estás bien, cielo? -le preguntó. Por su voz parecía que había estado fumando mucho y/o que acababa de levantarse-. ¿Cómo va todo?
– Sí -dijo Maureen-. Supongo que Liam te habrá llamado para contártelo.
– No, la policía vino a verme.
Maureen señaló el cuarto de Benny y Leslie le dio una patadita a la puerta para que se abriera un poco y asomó la cabeza.
– ¿Todo bien, Benny?
Maureen oyó el «sí» de Benny al otro lado de la puerta. Leslie la cerró y la señaló con el dedo.
– Está estudiando -dijo-. ¿Por qué cono no me llamaste, Mauri?
– Bueno -dijo Maureen encogiéndose de hombros incómoda-, ya tienes demasiadas cosas en la cabeza.
– Joder, Maureen, no soy la presidenta del mundo.
– Yá lo sé, es sólo que… Estaré bien.
– Eres patológicamente independiente.
– Dejémoslo -dijo Maureen y se dirigió a la cocina-. ¿Quieres una taza de té?
– Café -dijo Leslie y dejó el casco en el sofá-. Necesito un café bien cargado -fue a sentarse pero se detuvo-. Ya lo hago yo -dijo, casi tambaleándose hacia la cocina.
Maureen fue tras ella.
– Joder, Leslie, ve a sentarte.
– No -dijo Leslie sacudiendo la cabeza tajantemente-. Tendría que hacerlo yo.
– No me mataron a mí, Leslie. Ve a sentarte.
Leslie parecía abatida.
– Joder, lo siento mucho, Maureen. No me gustaba Douglas pero lo siento mucho.
– Sí, bueno.
Estaban una frente a la otra, muy cerca, y apartaron la mirada un segundo.
– Siento como si tuviéramos que abrazarnos o algo así -dijo Maureen.
– ¿Quieres que lo hagamos?
– No -contestó Maureen-. La verdad es que no.
– Tendrías que haberme llamado -dijo Leslie en voz baja.
– Si te necesito, te llamaré.
– No esperes a necesitarme. Soy tu amiga, no los bomberos.
Leslie emitió un suspiro sonoro y abrió desmesuradamente los ojos en señal de sorpresa.
– Lo que ha ocurrido es de locos.
– Joder -dijo Maureen-, lo sé.
Leslie le contó que la policía la había interrogado acerca de la relación de Maureen y Douglas. Parecía que les interesaba más eso que saber el tiempo que habían estado cenando en el Pizza Pie Palace. Luego, Leslie le pidió a Maureen que le contara lo que había pasado. Maureen sintió cómo el nudo de su estómago se contraía. Esta noche no podía hablar de ello: eso haría que lo ocurrido se convirtiera en algo real.
– ¿Quieres aferrarte al estado de shock un poco más? -preguntó Leslie comprensiva.
– Sí -dijo Maureen-. El estado de shock está bien.
Leslie le contó que estaba muy cansada porque había estado trabajando en la apelación, tenía que estar lista el martes por la mañana y le costaba entender los libros de Derecho. Le pidió a Maureen que no se lo contara a Benny; insistiría en echarle una mano y tenía que estudiar para los exámenes. Maureen le dijo que era patológicamente independiente.
Se fumaron un cigarrillo. Leslie quitó el filtró al suyo para que fuera más fuerte y así poder despertarse. Cada vez que le daba una calada al pitillo, los dientes y los labios le quedaban cubiertos de trocitos de tabaco. Maureen se rió y se apoyó en la mesa.
– Vete a casa, tonta estúpida.
Leslie se rindió y aplastó el cigarrillo en el cenicero.
– Mauri, cariño, no puedo dejarte.
– Leslie, nos veremos el martes por la tarde. Mi vida todavía será una mierda el martes por la tarde.
Maureen la acompañó a la puerta y le dijo que condujera con cuidado.
– Escucha, llámame si quieres hablar de Douglas antes del martes.
– Vete ya -dijo Maureen, y la echó al rellano.
Sintiéndose extrañamente animada, encendió la televisión y se fue a la cocina a prepararse un bocadillo. Empezaron las noticias de la noche. Carol Brady, eurodiputada por Strathclyde, volvía de una conferencia sobre ecología en Brasil después de conocer la trágica noticia sobre su hijo, Douglas Brady. Maureen asomó la cabeza por la puerta y observó la pantalla. En el aeropuerto, Carol Brady se abría paso rápidamente entre una multitud inmensa de periodistas que no dejaban de ladrar. Caminaba con pasos tan firmes que Maureen tuvo la sensación de que iba a por ella.
El comunicado de su gabinete de prensa decía que la familia estaba consternada por la muerte de Douglas y que agradecerían que la prensa fuera respetuosa en unos momentos tan difíciles. Confiaban plenamente en que la policía encontraría al culpable muy pronto.
Un agente de policía de edad avanzada declaró en la conferencia de prensa que todo estaba bajo control y que cualquier persona que hubiera visto algo, que por favor se pusiera en contacto con la policía. Dio un número especial a tales efectos.