CAPITULO OCHO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE,
río Mississippi,
julio de 1857

Abner Marsh cortó un trozo del queso que había sobre la mesa, la colocó con cuidado sobre lo que quedaba de su pastel de manzana y atravesó ambas cosas con el tenedor con un gesto rápido de su roja manaza. Eructó, se limpió la boca con una servilleta, se sacudió unas cuantas migas de la barba y se recostó en el asiento con una sonrisa en el rostro.

—¿Era bueno el pastel?—le preguntó York, sonriéndole por encima de una copa de coñac.

—Como todos los que hace Toby —contestó Marsh—. Debería probar un poco —dijo, al tiempo que se retiraba de la mesa y se ponía en pie—. Bien, Joshua, termine esa copa. Ya es hora.

—¿Hora?

—dijo que quería conocer el rio, ¿verdad? Pues no lo conocerá nunca sentado a una mesa, de eso puede estar seguro.

York terminó el coñac y ambos subieron a la cabina del piloto. Estaba de servicio Karl Framm quien, tumbado en el sofá, contemplaba el humo que surgía de su pipa mientras su aprendiz, un muchacho alto de lacios cabellos rubios que le colgaban hasta los hombros, se ocupaba del timón.

—Capitán Marsh —dijo Framm, inclinando un poco la cabeza—. Y usted debe ser el misterioso capitán York. Encantado de conocerle. Nunca hasta ahora había estado en un vapor con dos capitanes —añadió con una sonrisa, una mueca ladeada en la que brilló un diente de oro—. Este barco tiene casi tantos capitanes como yo esposas. Naturalmente, es muy razonable. Si en este barco hay más calderas, más espejos y más plata que en cualquier otro barco que haya visto, supongo que también es lógico que tenga más capitanes.

El largirucho piloto se inclinó hacia adelante y dio unos golpecitos con la pipa en el gran recipiente de hierro de la estufa para sacudir las cenizas. La noche era fría y oscura allí arriba, aunque abajo la atmósfera era cálida y densa.

—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Framm.

—Enseñarnos el río —contestó Marsh. Framm alzó las cejas.

—¿Enseñarles el río? Ya tengo un aprendiz, ¿no es cierto, Jody?

—Desde luego, señor Framm.

Este sonrió y se encogió de hombros.

—Bien, me ocupo de enseñar a Jody, y ya tengo un trato con él. Con los primeros salarios que gane me pagará seiscientos dólares, una vez obtenido el permiso e ingresado en la asociación. Y lo hago por un precio tan bajo porque conozco a su familia. En cambio, no puedo decir que conozca a las suyas, caballeros; no puedo decirlo de ninguna manera.

Joshua York se desabrochó los botones de su abrigo gris oscuro. Llevaba un cinturón monedero. Sacó una pieza de oro de veinte dólares y la colocó sobre la estufa; el oro relució suavemente contra el hierro negro.

—Veinte —dijo York. Puso otra moneda de oro sobre la anterior—. Cuarenta —dijo. Y una tercera—. Sesenta.

Cuando la cuenta llegó a trescientos, York volvió a abrocharse el abrigo.

—Me temo que eso es todo lo que llevaba encima, señor Framm, pero le aseguro que no estoy escaso de recursos. Fijemos la cantidad en setecientos dólares para usted, y otra cantidad igual para el señor Albright, si ambos acceden a instruirme en los rudimentos del pilotáje, y si le refrescan al capitán Marsh sus conocimientos para que también pueda pilotar su propio barco. El dinero lo pagaría de inmediato, no a partir de futuros salarios. ¿Qué me dice?

Marsh pensó que Framm había reaccionado con extrema frialdad a la proposición. Aspiró la pipa un instante, pensativo, como si estuviera considerando la propuesta, y por último tendió la mano y tomó las monedas de oro.

—No puedo hablar por el señor Albright pero, por lo que a mí respecta siempre me ha atraído el color del oro. Está bien, le enseñaré. ¿Qué le parece si viene mañana, durante el día, al principio de mi turno?

—Esa será una buena hora para el capitán Marsh —dijo York—, pero yo prefiero empezar inmediatamente.

—Diablos —dijo Framm, mirando a su alrededor— ¿Es que no lo ve? Es de noche… Jody lleva ya un año aprendiendo conmigo, y sólo hace un mes que le dejo llevar el timón de noche. Pilotar de noche nunca es fácil. No —insistió en tono firme—. Primero le enseñaré de día, cuando uno puede ver por dónde pasa.

—Aprenderé de noche. Yo llevo un horario bastante extraño, señor Framm, pero no tiene de qué preocuparse. Tengo una excelente visión nocturna, mucho mejor que la suya, sospecho.

El piloto desplegó sus largas piernas, se puso en pie, avanzó unos pasos y tomó la rueda del timón.

—Ve abajo, Jody —le dijo a su aprendiz. Cuando el joven se hubo marchado, prosiguió—: No hay nadie que vea lo suficiente para atravesar un tramo difícil del río en la oscuridad.

Se quedó de espaldas a ellos, concentrado en las negras aguas rieladas de estrellas que tenía delante. Río arriba, a lo lejos, se veían las luces de otro vapor.

—Hoy hace una buena noche, muy clara y sin nubes, con una media luna decente y mucha calma en el río. Mire esas aguas de ahí delante. Son como un cristal negro. Mire las orillas. Resulta fácil saber dónde están, ¿verdad?

—Sí —contestó York. Marsh, sonriente, no dijo nada.

—Bien —continuó Framm—, no siempre es así. A veces no hay luna y las nubes lo cubren todo. Entonces, la oscuridad se hace terrible. Cuando sucede esto nadie puede ver nada. Las orillas se difuminan hasta el punto de que es imposible saber dónde están, y si uno no domina lo que está haciendo es muy fácil encallar contra ellas. Otras veces, las sombras forman unas siluetas que parecen tierra firme, y uno debe saber cuándo son una cosa u otra, pues de lo contrario puede perderse media noche evitando algo que no existe en realidad. ¿Cómo supone usted que un piloto llega a conocer estas cosas, capitán York?—Framm no le dio tiempo a contestar. Se llevó el dedo a la sien y continuó—: De memoria, naturalmente. Uno observa el maldito río durante el día y lo aprende de memoria, todo él, cada curva y cada casa de la ribera, cada puesto de leña, los puntos donde el curso es profundo y donde no lo es, y por donde debe pasar. Uno pilota un vapor con lo que sabe, capitán York, y no con lo que ve. Pero para conocerlo es necesario verlo primero, y uno no puede ver bien en plena noche.

—Eso es cierto, Joshua —asintió Abner Marsh, colocando una mano sobre el hombro de York. Este habló entonces en tono tranquilo.

—Ese barco de ahí delante es un vapor de palas laterales, con lo que parece ser una gran K adornada entre las chimeneas y una cabina de pilotaje de techo curvo. Ahora mismo pasa ante un puesto de leña. Ahí hay un viejo muelle medio podrido en cuyo extremo está sentado un negro, contemplando el río.

Marsh había quitado la mano del hombro de York y avanzó hacia la ventana, oteando el exterior. El otro barco quedaba todavía a mucha distancia. Llegaba a apreciar que se trataba de un vapor con palas laterales, efectivamente, pero aquel adorno entre las chimeneas… Estas eran negras contra un cielo negro; apenas podía distinguirlas, a no ser por las chispas que surgían de ellas.

—Maldita sea —dijo.

Framm se quedó mirando a York con la sorpresa en los ojos.

—Yo no podría distinguir ni la mitad de lo que dice —murmuró—, pero creo que tiene razón.

Poco después, el Sueño del Fevre pasaba ante el puesto de leña y allí estaba el negro, tal como York había dicho.

—Está fumando en pipa —dijo Framm con una sonrisa—. Se le olvidó mencionarlo.

—Lo siento —contestó Joshua York.

—Bien, bien —dijo Framm, pensativo. Mordisqueó la pipa, con los ojos puestos en el río, y continuó—: Desde luego que tiene usted una vista aguda para la noche, lo admito. Pero sigo sin estar seguro. No es difícil ver un puesto de leña en una noche clara. Descubrir a un negro sentado en un muelle es un poco más difícil pero, aún así, una cosa es ver eso y otra muy distinta es recorrer el río. Hay muchísimos detalles que el piloto debe ver y que pasarían totalmente desapercibidos a los pasajeros de los camarotes. El aspecto del agua cuando debajo se esconde un tocón hundido o un tronco, los árboles muertos que le indican a uno el estado del río cien millas más adelante, el método para distinguir la ola producida por el viento de la producida por una roca sumergida. Uno debe ser capaz de leer en el río como si fuera un libro, y las palabras son simples remolinos y ondas, a veces tan leves que no se pueden distinguir con precisión, y entonces debe uno fiarse de lo que recuerde de la última ocasión en que leyó esa página. Y no se pondría usted a leer un libro en la oscuridad, ¿no es cierto?…

York no contestó a su pregunta.

—Puedo ver los remolinos en el agua con la misma claridad con que reconozco los puestos de leña, si sé lo que busco. Señor Framm, si usted no puede enseñarme el río, encontraré otro piloto que pueda. Le recuerdo que soy el amo y señor del Sueño del Fevre.

Framm echó una mirada en derredor, esta vez con el ceño Fruncido.

—Más trabajo nocturno —murmuró—. Si quiere aprender de noche, le costará ochocientos.

La expresión de York se mudó en una leve sonrisa.

—Hecho —contestó—. Y ahora, vamos a empezar.

Karl Framm se echó para atrás su sombrero gacho hasta que lo tuvo en la mismísima nuca y exhaló un profundo suspiro, como si estuviera tremendamente agobiado.

—Muy bien —dijo al fin—, se trata de su dinero, y también de su barco. Después no me venga con cuentos si le rompe el casco. Y ahora, escuche. El río baja muy recto desde San Luis hasta Cairo, antes de que desemboque el Ohio. Pero tiene que saber algo de entrada: esa extensión de ahí se denomina “el cementerio”, por la cantidad de barcos que se han hundido en ella. De algunos, todavía pueden verse las chimeneas sobresaliendo del agua o, cuando el río tiene poca agua, incluso todo el maldito casco recostado en el fango; sin embargo, de los que quedan permanentemente bajo la superficie, más vale que sepa usted la situación exacta, o el próximo barco que baje detrás habrá de aprenderse también dónde ha quedado el nuestro. Además debe conocer sus marcas, y cómo manejar el barco. Venga, pase aquí y tome la rueda. Tome contacto con ella. Aquí no hay peligro, no podría tocar el fondo ni con un campanario de iglesia puesto del revés —York y Framm cambiaron sus posiciones—. Bien, el primer punto debajo de San Luis…—empezó Framm.

Abner Marsh se sentó en el sofá, atento al piloto mientras éste seguía charlando de mil cosas, desde las marcas o los trucos con el timón a largos relatos sobre los vapores que yacían hundidos en el cementerio por el que estaban pasando. Era un narrador colorista, pero después de cada anécdota recuperaba el hilo de las explicaciones y volvía a repasar las marcas. York absorbía todas sus palabras apaciblemente. Parecía aprender con rapidez el manejo del timón y, cada vez que Framm se detenía y le pedía que repitiera alguna de sus informaciones, Joshua se las contestaba palabra por palabra.

Al cabo de un rato, una vez hubieron alcanzado y superado el vapor que tenían delante, Marsh se descubrió en pleno bostezo. Sin embargo, era una noche perfecta y no tenía deseos de irse a la cama. Se animó a levantarse y bajó a la cubierta inmediatamente inferior, regresando con un pote de café caliente y una bandeja de pastas. Al entrar de nuevo en la cabina, Karl Framm estaba en pleno relato sobre el naufragio del Drennan Whyte, perdido aguas arriba de Natchez el año cincuenta con un tesoro a bordo. El Evermonde había intentado levantarlo del fondo, pero un incendio a bordo motivó que también él se hundiera. El Ellen Adams un vapor de rescate, intentó encontrar el tesoro en el año 51, pero fue a dar contra un obstáculo y quedó semihundido.

—Ese tesoro está maldito, ¿sabe usted? —decía Framm—; o eso, o este diablo de río no quiere entregarlo a nadie.

Marsh sonrió y sirvió el café.

—Joshua —dijo entonces—, esa anécdota es bastante cierta, pero no vaya a creerse todo lo que le cuente. Este hombre es el mentiroso más notable de todo el río.

—¡Vamos, capitán! —replicó Framm con una sonrisa. Luego volvió a concentrarse en el río—. ¿Ve esa cabaña de ahí, con el porche medio derruido? —dijo—. Bien, porque debe usted recordarla…—y volvió a obsequiarle con una retahíla de consejos. Pasaron más de veinte minutos antes de que iniciara la historia del E. Jenkins, el vapor que medía más de treinta millas de largo, y que tenía unas bisagras en medio para poder seguir las curvas del río. Esta vez, hasta el propio Joshua York le dedicó a Framm una mirada de incredulidad. Sin embargo, la mirada iba acompañada de una sonrisa.

Marsh se retiró una hora después, cuando hubieron terminado la última de las pastas. Framm resultaba bastante entretenido, pero Marsh prefería tomar las lecciones durante el día, cuando pudiera apreciar bien las malditas marcas de que estaba hablando el piloto.

Al despertar, ya era de día y el Sueño del Fevre estaba en Cape Girardeau, cargando suministros. Framm había elegido aquel punto para fondear durante la noche, según se enteró Marsh, debido a una niebla que se cerró sobre ellos. Cape Girardeau era una ciudad colgada de unos riscos, a unas 150 millas de San Luis. Marsh hizo sus cálculos y se sintió complacido con el tiempo efectuado. No era una plusmarca, pero estaba bastante bien.

Al cabo de una hora, el Sueño del Fevre volvía a estar en el río, navegando corriente abajo. El sol de julio caía a plomo sobre sus cabezas y el aire era denso, lleno de calor, humedad e insectos. Sin embargo, en la cubierta superior el aire era frío y sereno. Las paradas se hicieron frecuentes. El barco, con dieciocho calderas que mantener calientes, tragaba leña a marchas forzadas; sin embargo, el combustible no fue problema en ningún momento, pues las orillas estaban salpicadas de puntos de leña en ambas orillas. Cuando bajaban las existencias, el primer oficial hacía una señal al piloto y se detenían cerca de alguna cabaña de leñador, rodeada de grandes montones de leña partida de roble o castaño; Marsh y Jonathon Jeffers bajaban entonces a tierra y llegaban a un trato con el leñador. Después, a una señal suya, los estibadores bajaban también a tierra, se acercaban a los montones de leña y, en un abrir y cerrar de ojos apilaban ésta sobre la cubierta principal. Los pasajeros dé camarote contemplaban siempre las operaciones de carga desde las barandillas de la cubierta de calderas. Los pasajeros de cubierta, en cambio, intentaban en todo momento ponerse en medio y estorbar.

Se detuvieron también en poblaciones de todo tipo, provocando un sin fin de revuelos. Pararon en un lugar no marcado para dejar a un pasajero, y también en un embarcadero privado para recoger a otro. Hacia el mediodía, se detuvieron a esperar a una mujer y su hijo que les habían hecho señas desde la orilla, y cerca de las cuatro tuvieron que aminorar la marcha para que tres hombres en una barca de remos pudieran llegar hasta ellos y subir a bordo. Aquel día el Sueño del Fevre no recorrió gran distancia, ni avanzó con mucha rapidez. Para cuando el sol se puso, tiñendo las amplias aguas de un rojo profundo, se encontraban ya a la vista de Cairo, donde Dan Albright decidió amarrar para pasar la noche.

Al sur de Cairo, el Ohio confluía en el Misissippi, y ambos ríos formaban una extraña combinación. Al principio, sus aguas no se mezclaban en absoluto, sino que cada curso seguía por su cuenta: las aguas azul claro del Ohio formaban una cinta brillante por la ribera oriental, mientras que las aguas sucias y enlodadas del Mississippi ocupaban el resto del lecho. En aquel punto era, también, donde la parte baja del río tomaba su carácter peculiar; desde Cairo hasta Nueva Orleans y el Golfo, en un recorrido de más de 1.600 kilómetros el Mississippi se enroscaba en meandros y vueltas como una serpiente, cambiando de curso al menor obstáculo, erosionando el blando lecho de manera imprevista, dejando a veces los muelles a decenas de metros del agua, o engullendo en otras poblaciones enteras. Los pilotos afirmaban que el río nunca era el mismo. El tramo superior del Mississippi, donde Abner Marsh había nacido y había aprendido a navegar, era un lugar completamente distinto, confinado entre altos acantilados y corriendo siempre con parecida fuerza. Marsh es quedó en la cubierta superior durante un largo rato, contemplando el paisaje e intentando notar la diferencia entre ambas partes del río, y lo que tal diferencia significaría en su futuro. Pensó que había cruzado del curso alto al curso bajo, y que con ello había iniciado una nueva página de su vida.

Poco después, Marsh se hallaba en plena conversación con Jeffers en el despacho de éste cuando escuchó tañer la campana por tres veces, señal de que iban a amarrar. Marsh frunció el ceño y observó con atención por la ventana. No se veía nada, salvo las riberas rebosantes de vegetación.

—Me pregunto por qué fondeamos aquí —dijo Marsh—. La próxima parada es Nueva Madrid. Quizás no conozca mucho esta parte del río, pero puedo asegurar que esto no es Nueva Madrid.

—Quizás alguien nos ha hecho señales desde la orilla —contestó Jeffers, encogiéndose de hombros.

Marsh se disculpó y salió a toda prisa hacia la cabina del piloto. Dan Albright estaba al timón.

—¿Nos ha llamado alguien? —preguntó de inmediato Marsh.

—No, señor —fue la respuesta del piloto. Era un tipo lacónico, que apenas respondía a lo que le preguntaban.

—¿Dónde nos detenemos?

—En un puesto de leña, capitán.

Marsh observó que, realmente, había frente a ellos uno de tales puestos en la ribera occidental.

—Señor Albright, pensaba que habíamos cargado leña hace menos de una hora. No podemos haberla agotado ya. ¿Le ha pedido Hairy Mike que se detenga?

El sobrecargo era el encargado de vigilar cuándo necesitaba más leña el barco.

—No, señor. Ha sido orden del capitán York. Me ha llegado la orden de fondear en este puesto precisamente, tanto si necesitábamos leña como si no.

El piloto volvió la vista hacia Marsh. Albright era un tipejo aseado, con un bigotito fino, corbata roja de seda y magníficas botas de cuero.

—¿Me está pidiendo que incumpla la orden?

—No —respondió precipitadamente Abner. Pensó que York debería haberle advertido, pero el pacto que mantenían le daba a Joshua el derecho de impartir las órdenes más excéntricas—. ¿Sabe cuánto tiempo tenemos que permanecer aquí?

—He oído que York tiene asuntos que atender en tierra y, si no se levanta hasta que oscurece, tendremos que quedarnos todo el día.

—Demonios. Nuestro plan de horario… Los pasajeros no pararán de hacernos preguntas molestas —murmuró Marsh frunciendo el ceño—. Bueno, supongo que no hay nada que hacer. Aprovechemos para cargar un poco más de leña, ya que estamos aquí. Me encargaré de ello.

Marsh llegó a un trato con el muchacho que se ocupaba del puesto de leña, un esbelto negro vestido con una delgada camiseta de algodón. El muchacho no tenía idea de regatear; Marsh le sacó madera de haya al precio de otra muy inferior, y además le obligó a añadir algunos troncos de pino. Mientras llegaban los estibadores para transportarla a bordo, Marsh se quedó mirando al negro con el rabillo del ojo, sonrió y le dijo:

—Tú eres nuevo en esto, ¿verdad?

—Sí, capitán —asintió el muchacho. Marsh asintió a su vez, e iniciaba ya el regreso al vapor cuando el muchacho añadió—: Sólo llevo una semana aquí, capitán. El anciano blanco que estaba al cuidado de esto murió devorado por los lobos.

Marsh miró de frente al muchacho.

—Estamos sólo a unos tres kilómetros al norte de Nueva Madrid, ¿no es eso, muchacho?

—Sí, capitán.

De vuelta en el Sueño del Fevre, Abner Marsh se sintió muy agitado. Aquel maldito Joshua York, se dijo. ¿Qué se proponía y por qué tenían que perder toda una jornada en aquel estúpido puesto de leña? Marsh tenía la suficiente memoria como para no volver a irrumpir en el camarote de York y empezar a discutir con él. Le pasó la idea por la cabeza un instante y luego la desechó. No era asunto suyo, se obligó a aceptar Marsh. Se dispuso, pues, a continuar esperando.

Las horas transcurrieron con lentitud mientras el Sueño del Fevre se mecía suavemente en las aguas, frente al pequeño embarcadero. Una docena de vapores pasó sin esfuerzo río abajo, para desesperación de Abner Marsh. Otra cantidad semejante pasó con esfuerzo río arriba. Una breve pelea a navajazos entre dos pasajeros de cubierta, en la que nadie resultó herido, proporcionó los momentos de máximo entretenimiento de la jornada. La mayor parte del pasaje y la tripulación del barco holgazaneaba en las cubiertas, con las sillas colocadas hacia el sol, fumando y mascando o discutiendo de política. Jeffers y Albright jugaron una partida de ajedrez en la cabina del piloto, Framm relató sus historias en el gran salón. Algunas mujeres empezaron a hablar de organizar un baile. Y Abner Marsh se fue impacientando cada vez más.

Al anochecer. Marsh estaba sentado en el porche de la cubierta superior, bebiendo café y ahuyentando mosquitos, cuando se le ocurrió mirar hacia la orilla a tiempo de ver a Joshua York abandonando el barco. Con él iba Simon. Ambos se detuvieron en la cabaña y cambiaron cuatro palabras con el muchacho encargado de la leña, esfumándose luego por un camino enfangado y lleno de raíces que se internaba en el bosque.

—¡Pero bueno! —exclamó Marsh, levantándose—. Se van sin decir adiós, ni cuándo volverán —frunció el ceño—. Así que tampoco cenaremos…

Sin embargo, estas palabras le recordaron que estaba hambriento y se encaminó a la cabina principal para comer algo.

Llegó la noche y el pasaje y la tripulación se pusieron aún más nerviosos. En el bar se bebía mucho. Un plantador empezó a organizar un juego de naipes, y otros empezaron a cantar. Un joven muy estirado recibió un golpe por haberse mostrado a favor de la abolición de la esclavitud.

Cerca de medianoche, Simon regresó solo. Abner Marsh estaba en el salón cuando Hairy Mike le dio unos golpecitos en el hombro; Marsh había dado orden de que le avisaran en cuanto regresara York.

—Haga que suban los marineros y dígale a Whitey que prepare el vapor —le dijo al sobrecargo—. Tenemos que recuperar muchas horas.

Tras esto, se encaminó a ver a York. Sin embargo, York no había regresado.

—Joshua desea que siga usted adelante —le informó Simon—. El viajará por tierra y se reunirá con usted en Nueva Madrid. Aguárdele allí.

Las irritadas preguntas de Abner no consiguieron sacarle nada más; Simón se limitó a fijar en Marsh sus ojos pequeños y fríos y repitió el mensaje de que el Sueño del Fevre esperara a York en Nueva Madrid.

En cuanto hubo suficiente vapor, el viaje se reanudó con tranquilidad durante el breve trayecto. Nueva Madrid estaba a escasa distancia río abajo de donde habían permanecido fondeadas el día entero. Marsh se despidió contento del desolado lugar mientras avanzaban en la oscuridad de la noche.

—Maldito Joshua… —murmuró.

En Nueva Madrid, perdieron casi dos días enteros.

—Está muerto —fue la opinión de Jonathon Jeffers cuando ya llevaban día y medio fondeados. Nueva Madrid tenía hoteles, salones de billar, iglesias y lugares de recreo, inexistentes en los puestos de leña, por lo que el tiempo que pasaron allí no resultó tan aburrido. Sin embargo, todo el mundo estaba ansioso por reanudar la marcha. Media docena de pasajeros, impacientes con el retraso ante el magnífico tiempo que hacía, lo bien que parecía funcionar el barco y el elevado precio que habían tenido que pagar, acudieron a Marsh y le exigieron que les devolvieran el importe del pasaje. Marsh se negó, indignado, pero aun así estaba furioso y no cesaba de preguntarse en voz alta dónde diablos se habría metido aquel Joshua York.

—No está muerto —repetía—. Y con eso no quiero decir que no vaya a desear estarlo cuando lo tenga en mis manos; pero de momento no está muerto.

Detrás de sus gafas de montura de oro, Jeffers enarcó las cejas.

—¿No? ¿Cómo puede estar seguro, capitán? Estaba solo y atravesaba a pie y de noche esos bosques. Por ahí merodean muchos canallas, y también muchos animales. Me parece haber oído que durante los últimos años se han producido varias muertes en los alrededores de Nueva Madrid.

—¿Qué quiere decir? —le preguntó Marsh, encarándose con él—. ¿Qué sabe usted de eso?

—Bueno, leo los periódicos… —contestó Jeffers. Marsh se quedó pensativo.

—Eso no quiere decir nada. York no está muerto, lo sé. Podría jurarlo.

—¿Se ha perdido, entonces?—apuntó Jeffers con una fría sonrisa—. ¿Quiere que organicemos una partida y salgamos en su busca, capitán?

—Lo pensaré —contestó Marsh.

Sin embargo, no fue necesario. Aquella noche, una hora después de ponerse el sol, Joshua York apareció caminando por el embarcadero. No tenía el aspecto de un hombre que hubiera pasado dos días fuera, perdido en los bosques. Llevaba las botas y las perneras de los pantalones llenas de polvo pero el resto de sus ropas parecían tan elegantes y limpias como la noche en que había desaparecido. Su paso era apresurado, pero elegante. Subió al barco y sonrió al ver a Jack Ely, el segundo maquinista.

—Busque a Whitey y dígale que prepare el vapor —le dijo—. Nos vamos.

Después, antes de que nadie pudiera preguntarle nada, se encaminó a toda prisa a la escalinata principal.

Marsh, pese a su furia e inquietud, se sintió notablemente aliviado ante el regreso de Joshua.

—Vamos, haga sonar esa maldita campana para que todos los que han bajado a tierra sepan que vamos a zarpar —le dijo a Hairy Mike—. Quiero que estemos en el río lo antes posible.

York estaba ya en su camarote, lavándose las manos en la jofaina de agua situada sobre la cómoda.

—Abner —dijo en tono educado cuando Marsh irrumpió tras unos breves y furiosos golpes en la puerta—. ¿Cree que causaré muchas molestias a Toby si le pido que me prepare algo de cenar a estas horas?

—Antes, le molestaré yo a usted preguntándole a qué se ha debido esta pérdida de tiempo —rugió Marsh—. Maldita sea, Joshua, ya sé que dijo que haría cosas extrañas, pero dos días sin aparecer es demasiado. Así no hay manera de llevar bien un vapor de línea, ¿comprende?

York terminó de secarse meticulosamente sus manos largas y blancas y se volvió.

—Era muy importante. Y le advierto que puedo volver a hacerlo. Tendrá que acostumbrarse a mi manera de actuar, Abner, y procurar no hacerme muchas preguntas.

—Tenemos carga que entregar, y pasajeros que han pagado un billete para llegar a su lugar de destino, y no para pasarse días vagando por la ciudad. ¿Qué he de decirles, Joshua?

—Dígales lo que usted quiera. Tiene usted ingenio, Abner. Escuche, yo puse el dinero en nuestra sociedad ahora, espero que usted ponga las excusas —hablaba en un tono de voz cordial, pero firme—. Si le sirve de consuelo, le diré que este primer viaje es el peor. En el futuro, creo que podré prever algunas de estas misteriosas excursiones. Ya verá cómo consigue esa carrera definitiva sin problemas por mi parte —añadió con una sonrisa—. Espero que se sienta satisfecho con esto. Refrene su impaciencia, amigo mío. Acabaremos por llegar a Nueva Orleans, y todo será más sencillo ¿Puede usted aceptar lo que le digo, Abner? ¿Abner? Sucede algo?

Abner Marsh había estado con la vista muy aguzada, aunque casi sin atender a las palabras de York. Pensó que la expresión de su rostro debía ser bastante extraña.

—No —respondió con presteza—, sólo que hemos perdido dos días, nada más. Pero no importa, no importa en absoluto. Lo que usted diga, Joshua.

York asintió, con gesto satisfecho.

—Voy a cambiarme de ropa y molestaré a Toby para que me haga algo de comer; después subiré a la cabina del piloto para aprender más sobre su río. ¿Quién tiene la guardia nocturna?

—El señor Framm —dijo Marsh.

—Bien —murmuró York—. Karl es un individuo muy divertido.

—Sí que lo es —contestó Marsh—. Perdóneme, Joshua, tengo que bajar a revisarlo todo si queremos partir esta misma noche.

Se dio la vuelta bruscamente y abandonó el camarote. Sin embargo, una vez fuera, al calor de la noche, Abner Marsh se apoyó pesadamente en su bastón y contempló la oscuridad punteada de estrellas, intentando evocar con detalle lo que le había parecido ver en el interior del camarote.

Si su vista hubiera sido más aguda. Si York hubiera encendido las dos lámparas de aceite, en lugar de una sola. Si se hubiera atrevido a acercarse un poco más. Desde la distancia a que se hallaba de la cómoda, le era imposible precisar. Con todo, Marsh no podía quitarse de la cabeza que la toalla en que se había secado las manos su socio estaba llena de manchas. Manchas oscuras, rojizas. Manchas que, maldita sea, tenían todo el aspecto de ser sangre.

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