Abner Marsh llevaba más de veinte años sin remar en una yola de sondeo. Al ser sólo él y Toby quienes remaban, resultaba una dura tarea, aun a favor de la corriente. A la media hora le dolían ferozmente los brazos y la espalda. Marsh gruñó y siguió remando. El Sueño del Fevre estaba fuera de la vista, perdido a sus espaldas. El sol ascendía en el firmamento y el río se había hecho muy ancho. Parecía medir más de un kilómetro.
—Me duele —dijo Valerie.
—Tápate —le aconsejó Joshua.
—Estoy ardiendo —añadió ella—. Nunca creí que fuera así.
Alzó la vista al sol y se guareció de inmediato, como si la hubiese herido. Marsh se quedó asombrado por el tono rojo de su piel.
Joshua intentó acercarse a ella, pero se detuvo de repente, tambaleándose. Se llevó una mano a la frente y respiró a profundidad. Después, con precaución, se acercó.
—Siéntate en mi sombra —le dijo—. Bájate el sombrero.
Valerie se enroscó en el fondo de la yola, prácticamente en el regazo de Joshua. Este alargó la mano y le cerró el cuello de la chaqueta con un extraña ternura, y luego la apoyó en la nuca de la muchacha.
Marsh advirtió que, más abajo, las riberas carecían de árboles, excepto ocasionales ringlas de pequeños retoños ornamentales. En cambio, habían campos cuidadosamente cultivados a ambos lados del río, llanos e inmensos, interrumpidos aquí y allá por el esplendor de una gran mansión al estilo griego actualizado, con su cúpula mirando al ancho y tranquilo río. Delante, en la ribera occidental, una pila de humeante bagazo, los restos de los troncos de caña de azúcar, levantaba una columna de acre humo gris. La pila era grande como una casa, y el humo se extendía en una nube por el río. Marsh no apreció llamas.
—Quizás sería mejor que atracáramos —le dijo a Joshua—. Hay plantaciones por todas partes.
Joshua tenía los ojos cerrados. Los abrió al escuchar a Marsh.
—No —dijo—. Estamos demasiado cerca. Debemos poner más distancia entre ellos y nosotros. Billy puede estar siguiéndonos a pie por la orilla y, cuando caiga la noche…
Dejó el resto en el aire. Abner Marsh gruñó y protestó. Joshua cerró de nuevo los ojos y bajó aún más su sombrero blanco de ala ancha.
Durante más de una hora bajaron por el río en silencio, con el ruido de los remos contra el agua y el canto esporádico de algún pájaro. Toby Lanyard y Abner Marsh remaban mientras Joshua y Valerie permanecían acurrucados juntos como si durmieran, y Karl Framm seguía tendido bajo una sábana. El sol seguía subiendo. Era un día frío y ventoso, pero despejado. Marsh se sintió agradecido a los plantadores y sus grandes pilas de bagazos humeantes alineados junto a la ribera, pues el humo que despedían era la única sombra para los seres de la noche.
Una vez, Valerie gritó, como si fuera presa de un intenso dolor. Joshua abrió los ojos y se inclinó sobre ella, acariciando su cabello largo y susurrándole. Valerie gimió.
—Pensaba que tú eras él, Joshua —decía—. El rey pálido. Creí que ibas a llevarnos a casa, que lo cambiarías todo —su cuerpo entero temblaba cuando intentaba hablar—. La ciudad; mi padre me habló de la ciudad. ¿Existe, Joshua, la ciudad oscura?
—Tranquilízate —respondió Joshua York—. Tranquilizate. Te debilitas si hablas.
—¿Pero existe? Creí que nos llevarías allí, querido Joshua. Lo soñaba. Estaba tan harta de todo esto. Creí que habías venido a salvarnos.
—Tranquilízate —repitió Joshua. Intentaba parecer lleno de fuerza y determinación, pero su voz se oía triste y cansada.
—El rey pálido —susurró ella—. Venido para salvarnos. Creí que habías venido a salvarnos.
Joshua York la besó suavemente en los labios hinchados y llenos de ampollas.
—Y así debía ser —dijo con amargura. Luego puso los dedos sobre sus labios para que se callara, y volvió a cerrar los ojos.
Abner Marsh remó y remó mientras el río avanzaba a su alrededor y el sol caía sobre ellos, y el viento llevaba el humo y las cenizas por el río. En una ocasión le entró carbonilla en el ojo y Marsh se puso a maldecir y a frotarse hasta que lo tuvo enrojecido e hinchado y dejaron de caerle las lágrimas. Por entonces, todo su cuerpo era una enorme masa dolorida.
Cuando llevaban más de dos horas en el agua, Joshua empezó a hablar, sin abrir nunca los ojos, con una voz enronquecida por el dolor.
—Está loco, ¿sabe? De verdad. Tomó mi sangre una y otra vez, noche tras noche. Sí, el rey pálido… Creí serlo de verdad, lo creí… pero Julian me derrotó, cada vez, y yo me sometí a él. Sus ojos, Abner, usted conoce sus ojos. Son la oscuridad, la oscuridad total. Y son viejos. Pensé que Julian sería perverso, fuerte y listo, pero descubrí que no era así. Julian no es… Abner, está loco, en serio. Alguna vez debió ser tal como yo lo había imaginado, pero ahora… es como si estuviera dormido. A veces se despierta, brevemente, y entonces se puede apreciar lo que debió ser. Usted pudo verlo, Abner, aquella noche durante la cena. Entonces vio al Julian despierto, en plenas facultades. Sin embargo, la mayor parte del tiempo… no muestra interés por el barco, el río, la gente o los acontecimientos que se suceden en torno a él. Sour Billy gobierna el barco y hace lo necesario para mantener segura a mi gente. Julian apenas da órdenes y, cuando lo hace, éstas son arbitrarias, estúpidas incluso. No lee, no conversa, no juega al ajedrez. Come con indiferencia. No creo que llegue a saborear la comida. Desde que se apropió del Sueño del Fevre, Julian ha descendido a algún extraño sueño y se pasa la mayor parte del tiempo en el camarote, sólo y a oscuras. Fue Billy quien descubrió el vapor que nos seguía, y no Julian.
“Al principio pensé en él como en el mal, un rey oscuro que llevaba a su pueblo a la ruina, pero observándole me di cuenta de que… él está arruinado ya, hundido y vacío. Se regala con la vida de los humanos porque carece de vida propia, hasta de un nombre que pueda considerar verdaderamente el suyo. En cierta ocasión me pregunté en qué pensaría durante todos esos días y noches solitario y a oscuras. Ahora sé que no piensa en nada. Quizás sueñe y, si es así, creo que sueña con la muerte, con un final. Permanece en ese camarote negro y vacío como si fuera una tumba, y despierta de ella sólo al olor de la sangre. Y cualquiera de sus actos… es algo más que una temeridad. Busca que lo destruyan, que lo descubran. Debe perseguir, creo yo, un final, un descanso. Es tan viejo… ¡Qué cansado debe estar!
—Me ofreció un trato —dijo Abner Marsh. Sin interrumpir su laborioso remar, Marsh le resumió su conversación con Damon Julian.
—Sólo le dijo la verdad a medias, Abner —dijo Joshua después de escucharle—. Sí, le hubiera gustado corromperle para ver si eso me afectaba, pero hay algo más. Pudo usted acceder sin intención de cumplir su parte. Pudo acceder a sus pretensiones y aguardar la oportunidad propicia para intentar acabar con él. Creo que Julian tenía en cuenta esa posibilidad. Al llevarle a usted a bordo, Julian jugueteaba con su propia muerte.
—Si de veras quiere morir, podría colaborar un poco más —soltó Abner.
Joshua abrió los ojos, ahora muy pequeños y apagados.
—Cuando el peligro es real y está próximo, despierta de sus fantasías. La parte de bestia que tiene dentro… es vieja, estúpida y hastiada, pero cuando despierta lucha desesperadamente por sobrevivir. Y es fuerte, Abner. Y vieja —Joshua rió débilmente, con una risa amarga y desprovista de alegría—. Después de aquella noche en que todo salió mal, me pregunté una y mil veces cómo pudo haber sucedido. Julian había apurado todo un vaso de… de mi pócima… Debería haber bastado, debería haberle eliminado la sed roja, debería… no lo podía comprender… Hasta entonces siempre había dado resultado, siempre, pero no lo dio con Julian… no lo dio con él. Al principio pensé que se debía a su fuerza, a su poder, a su perversidad. Después… la noche que vio en mis ojos la pregunta, se echó a reír y me lo contó todo. Abner, ¿recuerda usted… cuando le expliqué mi vida… que cuando era pequeño la sed no me afectaba? ¿Lo recuerda?
—Sí —dijo Marsh.
Joshua asintió débilmente. La piel de su rostro estaba tirante, enrojecida e irritada.
—Julian es muy viejo, Abner, muy viejo. La sed… no la ha sentido en años… en cientos o miles de… años… Fue por eso que la pócima… no surtió efecto. Yo no lo sospechaba, ninguno de nosotros. Se puede sobrevivir a la sed y él… aún sin sed… seguía bebiendo sangre porque así lo había decidido, por todas esas cosas que dijo aquella noche, ¿recuerda?, sobre la fuerza y la debilidad, los amos y los esclavos, todo aquello. A veces pienso… que su aspecto actual es falso, una máscara… Sólo es un animal viejo, tanto que ha perdido incluso el gusto por la comida, pero que sigue cazando porque es lo único que recuerda, es todo lo que él es, la bestia. Las leyendas que ustedes cuentan sobre vampiros, muertos vivientes, seres inmortales. . . nosotros tenemos esos nombres en sus relatos. Julian… creo que en el caso de Julian son ciertos. Incluso la sed le ha abandonado. Es inmortal. Frío, vacío e inmortal.
Abner Marsh estaba tratando de elaborar un comentario respecto a que él se disponía a tachar el prefijo in- de la descripción que Joshua acababa de hacer sobre Julian, cuando Valerie se irguió de repente en el fondo de la barca. Marsh le dirigió una mirada y se quedó helado, con un remo en alto. Debajo del sombrero gacho, la piel de Valerie era una herida en carne viva, tirante y llena de ampollas, con un color que iba más allá del rojo, hasta el violáceo con manchas negras. Tenía los labios partidos y tensos como en una loca sonrisa que dejaba ver sus dientes blancos y largos. Los blancos de sus ojos se habían tragado todo el resto y parecía ciega y loca.
—¡Me duele! —gritaba, alzando unas manos rojas como pinzas de langosta por encima de la cabeza, en un intento de apagar el sol. Luego, sus ojos vagaron por la barca y se iluminaron un poco al ver la silueta de Karl Framm respirando débilmente. Se le acercó gateando con la boca abierta.
—¡No!—gritó entonces Joshua York. Se lanzó sobre ella y la apartó a un lado antes de que cerrara los dientes sobre la garganta de Framm. Valerie luchó salvajemente por desasirse y gritó. Joshua la mantuvo inmóvil. Los dientes de Valerie mordieron el aire una y otra vez, hasta que se cerraron sobre sus propios labios. De su boca manó un reguero de sangre y saliva. Sin embargo, por mucho que luchaba, Joshua York era más fuerte que ella. Por fin, pareció agotarse su afán de lucha. Se dejó caer hacia atrás pesadamente, mirando al sol con sus ojos blancos y ciegos. Joshua la sostuvo entre sus brazos, desesperado.
—Abner —dijo—. Mire debajo de la plomada. Lo escondí ahí anoche, cuando salieron a buscarle a usted. Por favor, Abner.
Marsh dejó de remar y acudió donde estaba la plomada, la cuerda de once metros utilizada para los sondeos de profundidad, que llevaba en el extremo un recipiente lleno de plomo. Bajo la cuerda, Marsh encontró lo que Joshua buscaba, una botella de vino ya abierta, llena en sus tres cuartas partes. Se la pasó a York, quien sacó el corcho y la introdujo a la fuerza entre los labios hinchados y partidos de Valerie. El licor le rezumó por la barbilla y la mayor parte fue a empapar su camisa, pero Joshua consiguió introducir un poco en su boca. Valerie pareció recuperarse. De repente, empezó a chupar ansiosamente de la botella, como un niño de pecho mamando de su madre.
—Tranquilízate —decía Joshua York.
Abner Marsh removió la cuerda de la plomada y en su rostro apareció una sombra de preocupación.
—¿Es la única botella? —preguntó.
Joshua asintió. También su cara había sufrido transformaciones y a Marsh le recordó la de un segundo oficial que estaba demasiado próximo a una tubería de vapor cuando ésta reventó. También aparecían en la piel de Joshua ampollas y grietas.
—Julian se quedó con el suministro en su camarote, y me daba sólo una botella de vez en cuando. Yo no me atreví a protestar, pues con frecuencia me amenazaba con destruirlas todas —apartó la botella de los labios de Valerie. Ahora estaba a menos de la mitad de capacidad—. Creí… creí que tendría bastante, al menos hasta que pudiera preparar más. No pensaba que fuera a venir Valerie.
Le tembló la mano. Suspiró y se llevó la botella a los labios, tomando un largo trago.
—Me duele —murmuró Valerie. Ahora estaba enroscada pacíficamente, con el cuerpo tembloroso. El ataque había cesado. Joshua le devolvió la botella a Marsh.
—Guárdela, Abner. Tiene que durar, debemos racionarla.
Toby Lanyard había dejado de remar y les estaba observando. Karl Framm se agitó débilmente en el fondo de la yola. La barca se deslizaba en la corriente y Marsh divisó delante el humo de un vapor que se acercaba contra la corriente. Tomó el remo.
—A la orilla, Toby —le dijo—. Vamos. Voy a parar ese maldito vapor que se acerca. Necesitamos un camarote.
—Sí, capitán —dijo Toby.
Joshua se llevó la mano a la frente y parpadeó.
—No —dijo en voz queda—. No, Abner, no lo haga. Habrán preguntas —intentó ponerse en pie y se tambaleó, mareado, cayendo de rodillas—. Estoy ardiendo —murmuró—. No. Escuche, Abner, el barco no. Una ciudad. Lleguemos hasta una ciudad. Por la noche… ¿Abner?
—Diablos —contestó él—, sólo llevan cuatro horas a la luz y mire ya cómo están. Mire a Valerie. Y todavía no ha llegado al mediodía. Los dos estarán asados dentro de nada si no encontramos una buena sombra.
—No, Abner. Harán preguntas, no puede usted…
—Cierre la boca de una vez —le interrumpió Marsh, poniendo de nuevo su dolorida espalda a remar. La yola cruzó el río. El vapor subía hacia ellos con los penachos de humo al viento y unos cuantos pasajeros paseando por la cubierta. Era un paquebote de Nueva Orleans, según apreció Marsh cuando lo tuvo cerca, un barco de tamaño medio y ruedas a los costados llamado H. E. Edwards. Alzó un remo hacia el barco y gritó, mientras Toby seguía remando y la barca daba vueltas sobre sí misma. En las cubiertas del vapor, los pasajeros miraban hacia ellos y hacían señales. El barco lanzó un breve e impaciente silbido, y Abner Marsh volvió la cabeza hacia el río, y vio otro vapor, todavía apenas un punto blanco en la lejanía. Se le cayó el alma a los pies, pues comprendió al instante que los dos barcos estaban haciendo una carrera, y no había vapor en el mundo que parara ante una señal de auxilio en mitad de una apuesta.
El H. E. Edwards pasó junto a ellos a toda velocidad, con las palas batiendo con tal fuerza que la estela les hizo saltar como si se encontraran en unos rápidos. Abner Marsh soltó una maldición, gritó contra el barco y alzó un remo amenazadoramente. El segundo barco se aproximó y les pasó aún más deprisa, con las chimeneas soltando chispas. Quedaron a la deriva en mitad del río, sin más que campos vacíos a su alrededor, con el sol encima y una pila de bagazos río abajo que enviaba hacia ellos una columna de humo gris.
—A tierra —le dijo Marsh a Toby. Se dirigieron a la ribera occidental. Cuando llegaron a tierra, Abner saltó de la yola y tiró de ella hacia tierra firme, con el barro hasta las rodillas. Ni siquiera en la orilla había una sombra, un árbol donde refugiarse del sol inmisericorde, observó Marsh al echar un vistazo a su alrededor.
—Quedémonos aquí —le gritó Marsh a Toby—. Tenemos que llevarles a tierra, y después arrastraremos la maldita barca y la volcaremos del revés. Ellos podrán ponerse debajo.
Toby asintió. Primero llevaron a la orilla a Framm, y después a Valerie. Cuando Marsh la tomó en sus brazos y la levantó, ella se agitó con fuerza. Su rostro tenía tan mal aspecto que Marsh tuvo miedo de tocarla, no fuera a quedarse con la carne entre sus manos.
Cuando regresó a buscar a Joshua, ésta ya estaba fuera de la barca.
—Ayudaré —dijo—. Esto es pesado.
Se quedó apoyado en el costado de la barca. Marsh le hizo una señal a Toby y los tres sacaron la yola del agua. Realmente, era pesada. Abner Marsh puso todas sus fuerzas en juego. El fango de la orilla luchaba contra ellos con dedos húmedos y pegadizos. Sin Joshua, quizás nunca lo habrían logrado. Por fin, consiguieron sacarla del fango y llevarla a tierra firme. Resultó fácil darle la vuelta. Marsh cogió de nuevo a Valerie por debajo de los brazos y la arrastró bajo la barca.
—Póngase usted también a la sombra, Joshua —le dijo, volviéndose de espaldas a él. Toby estaba con Karl Framm, cuidándole y forzándole a beber un poco de agua del río que llevaba en el hueco de las manos. No se veía a Joshua por ninguna parte. Marsh murmuró algo y dio la vuelta a la yola. Los pantalones, empapados y pesados por el fango, se le pegaban a las piernas.
—Joshua —rugió—, ¿dónde diablos se ha metido…?
Joshua se había desmayado en el suelo, con una mano quemada clavada en el fango.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Toby!
El cocinero se acercó corriendo y entre ambos pusieron a York a la sombra. Tenía los ojos cerrados y Marsh cogió la botella y se la puso en la boca.
—Beba, Joshua, beba. Maldito sea…
Por fin, Joshua empezó a beber. No dejó de tragar hasta que la botella estuvo vacía. Abner la sostuvo en la mano, con gesto preocupado. La volvió del revés. La última gota de la pócima privada de Joshua York cayó sobre las botas enfangadas de Abner.
—Diablos —dijo, al tiempo que tiraba la botella vacía al río—. Quédate con ellos, Toby. Voy a buscar ayuda. Debe haber alguien por aquí.
—Sí, capitán Marsh —asintió Toby.
Marsh empezó a cruzar el campo. La caña de azúcar había sido ya recolectada. Los campos estaban vacíos, pero más allá de una colina Marsh divisó una débil columna de humo. Se encaminó hacia allí con la esperanza de que fuera una casa, y no otra maldita pila de bagazos. Su esperanza fue en vano pero, unos minutos después de pasar la fogata, vio un grupo de esclavos que trabajaban los campos y les llamó, iniciando una carrera. Los esclavos le llevaron a la casa de la plantación, donde relató al capataz la triste historia de la explosión de la caldera que había hundido su vapor y había matado a todos los que iban a bordo, excepto a unos pocos que habían podido escapar en la yola de sondeo. El hombre asintió y le llevó a presencia del plantador.
—Tenemos a un par de personas gravemente quemadas le explicó Marsh—. Tenemos que ir rápidamente.
Unos pocos minutos después, engancharon un par de caballos a una carreta y empezaron a cruzar los campos.
Cuando llegaron a la barca volcada, Karl Framm estaba en pie, con aspecto débil y aturdido. Abner Marsh saltó de la carreta y le hizo un gesto.
—Muévanse rápido —les dijo a los hombres que le acompañaban—. Tenemos que recoger a los quemados de ahí debajo. Llévenles dentro —se volvió hacia Framm y le preguntó—: ¿Se encuentra bien, señor Framm?
El aludido le sonrió débilmente.
—He estado mejor, capitán —le dijo—, pero también he estado muchísimo peor.
Dos hombres transportaron a Joshua a la carreta. Llevaba su traje blanco manchado de fango y vino, y no se movía. El tercer hombre, el hijo menor del plantador, salió arrastrándose de debajo de la barca y se limpió las manos en los pantalones con expresión grave. Parecía un poco mareado.
—Capitán Marsh —dijo—, esa mujer de ahí debajo ha muerto a consecuencia de las quemaduras.