CAPITULO QUINTO

A bordo del vapor SUEÑO DEL FEVRE, río Ohio,
julio de 1857

Con o sin dolor de cabeza, Abner Marsh era un marino demasiado bueno para pasar todo el día durmiendo, sobre todo un día tan importante como aquél. Hacia las once se incorporó en la cama, tras unas cuantas horas de sueño, se lavó la cara con un poco de agua tibia de la jofaina que tenía junto a la mesilla de noche, y se vistió. Había mucho trabajo que hacer y York no iba a levantarse hasta que anocheciera. Marsh se puso la gorra, masculló algo frente al espejo y se crespó un poco la barba. Después, tomó el bastón y bajó tambaleándose de la cubierta superior a la de calderas. Primero visitó los servicios y luego se encaminó a la cocina.

—Me he perdido el desayuno, Toby —le dijo al cocinero, que ya estaba preparando la comida—. Haz que uno de tus pinches me prepare media docena de huevos y una loncha de jamón y envíamelo todo a la cubierta superior, ¿quieres? Y café también. Litros de café.

En el gran salón, Marsh tomó un par de tragos rápidos que le hicieron sentirse algo mejor. Murmuró algunas palabras amables a pasajeros y camareros, y regresó a la cubierta superior para esperar el desayuno. Cuando hubo comido, Abner empezó a sentirse nuevamente él mismo.

Después de desayunar, subió a la cabina del piloto. Había cambiado el turno y ahora estaba al timón el otro, a quien solo hacía compañía uno de los pilotos que viajaban en el barco.

—Buenos días, señor Kitch —le dijo Marsh al piloto—. ¿Cómo va el barco?

—No me quejo —replicó Kitch, al tiempo que miraba a Marsh—. Este barco suyo es muy retozón. Si lo va a utilizar en la zona de Nueva Orleans, será mejor que se busque unos buenos pilotos. Necesita una mano fuerte al timón, vaya que sí.

Marsh asintió. No le tomaba por sorpresa; con frecuencia, los barcos rápidos eran difíciles de manejar. No le preocupaba. Ningún piloto que no supiera lo que se traía entre manos iba a acercarse siquiera al timón del Sueño del Fevre.

—¿Qué tiempos estamos haciendo?—preguntó Marsh.

—Bastante buenos —replicó el piloto, encogiéndose de hombros—. Podemos ir más rápidos, pero el señor Daly dijo que no teníamos prisa, así que vamos tranquilos.

—Atraque en Paducah cuando lleguemos —le ordenó Marsh—. Tenemos que desembarcar un par de pasajeros y parte de la carga.

Siguieron charlando unos minutos y, por último, bajó otra vez a la cubierta de calderas.

La cabina principal estaba dispuesta para el almuerzo. El brillante sol del mediodía entraba por las claraboyas en una cascada de colores, y bajo ellas una larga hilera de mesas se extendía en toda la longitud del salón. Los camareros disponían la plata y la porcelana; los vasos de cristal brillaban a la luz. Marsh captó, procedentes de la cocina, unos aromas maravillosos que hacían la boca agua. Se detuvo y encontró un menú, lo repasó y decidió que seguía hambriento. Además, York todavía no estaba por allí, y quedaba muy bien que uno de los capitanes compartiera el almuerzo con los pasajeros de camarote y los demás oficiales.

La comida resultó excelente, según Marsh, quien había dado cuenta de un gran plato de cordero asado con salsa de perejil, un pichón, un montón de patatas irlandesas, maíz verde y remolacha, y dos trozos del famoso pastel de pacana de Toby. Cuando terminó el almuerzo, Marsh se sentía de lo más amable. Incluso le dio permiso al predicador para que pronunciara unas palabras sobre la evangelización de los indios, aunque habitualmente no permitía sermones en sus barcos. Consideró que debía mantener entretenidos a los pasajeros y que incluso el escenario más maravilloso se hacía aburrido con el tiempo.

A primera hora de la tarde, el Sueño del Fevre atracó en Paducah, situada en el lado del río en que se encuentra Kentucky, donde el Tennessee desembocaba en el Ohio. Era la tercera parada del viaje, pero la primera de cierta duración. Durante la noche habían parado un momento en Rossborough para desembarcar tres pasajeros, y subieron leña y un poco de carga en Evansville mientras Marsh dormía. Sin embargo, en Paducah tenían que desembarcar doce toneladas de barras de hierro, así como algunos sacos de harina, azúcar y libros, y les aguardaban cuarenta o cincuenta toneladas de leña para cargar. Paducah era una buena ciudad maderera y a ella bajaban almadías de troncos procedentes del Tennessee, que llegaban a invadir el río y a obstaculizar el paso de los vapores. Como a la mayoría de los marineros del río, a Marsh le desagradaban mucho las almadías. La mayoría de las veces no llevaban luces nocturnas y en muchas ocasiones eran abordadas por algún infortunado vapor, y aún tenían las narices de maldecir y arrojar cosas.

Por fortuna, no habían almadías de troncos en las cercanías cuando arribaron a Paducah y tendieron amarras. Marsh echó una mirada a la carga que aguardaba en la ribera, entre la que se veía varias pilas enormes de cajas y varias balas de tabaco, y decidió que no costaría gran cosa acomodar un poco más de carga en la cubierta principal. Sería una vergüenza, pensó, zarpar de Paducah y dejarle todos aquellos bultos a otro barco.

Pronto el Sueño del Fevre estuvo amarrado y un enjambre de mozos de cuerda bajaron las planchas y empezaron a descargar. Hairy Mike se movía entre ellos gritando:

—Vamos, rápido, que no sois pasajeros de camarote incapaces de trabajar. Tú, chico, si se te cae eso, a mí se me va a caer encima de tu cabeza esta barra de hierro…

La pasarela tocó el suelo del muelle y unos cuantos pasajeros empezaron a desembarcar.

Marsh se decidió. Se dirigió a la oficina del sobrecargo, donde encontró a Jonathon Jeffers comprobando unos conocimientos de embarque.

—¿Tiene que hacer eso ahora, señor Jeffers? —le dijo.

—En absoluto, capitán Marsh —repuso Jeffers, al tiempo que se quitaba las gafas y las limpiaba con un pañuelo—. Son para Cairo.

—Bien —dijo Marsh—. Venga conmigo. Vamos a bajar a tierra y encontrar al amo de esa carga que está ahí al sol. Así sabremos para dónde va. Me imagino que irá camino de San Luis, o algún punto intermedio, y quizá podamos sacar algún dinero llevándola.

—Excelente —respondió Jeffers. Se levantó de su taburete, se enderezó su cuidada chaqueta negra, comprobó que su gran barra de acero estaba bien guardaba y cogió un bastón de estoque.

—Conozco una buena taberna en Paducah —añadió mientras salían.

La decisión de Marsh mereció la pena. Encontraron con bastante facilidad al propietario del tabaco, le llevaron a la taberna y allí Marsh le convenció de que consignara sus bienes al Sueño del Fevre, al tiempo que Jeffers conseguía arrancarle un buen precio. Llevó tres horas convencerlo, pero Marsh se sintió muy complacido de aquel pequeño esfuerzo cuando regresó paseando junto al río con Jeffers. Hairy Mike estaba descansando junto al muelle, frente al Sueño del Fevre, fumando un cigarro negro y charlando con el sobrecargo de otro barco.

—Esa carga es nuestra ahora —le dijo Marsh apuntando al tabaco con el bastón—. Haz que los muchachos la suban pronto y partamos en seguida.

Marsh se inclinó sobre la barandilla de la cubierta de calderas, cansado pero contento, y los observó mientras reunían y subían a bordo las balas de tabaco y Whitey preparaba el vapor para zarpar. También observó otra cosa: una fila de faetones tirados a caballo procedentes de algún hotel aguardaban en el camino, justo al lado del embarcadero de los vapores. Marsh se quedó mirándolos un instante con curiosidad, mesándose el mostacho, y luego entró en la cabina del piloto, quien estaba dando cuenta de un trozo de pastel y una taza de café.

—Señor Kitch —le dijo Marsh—, no suelte amarras hasta que yo le diga.

—¿Cómo es eso, capitán? La carga ya casi está arriba, y tenemos vapor suficiente.

—Mire ahí —respondió Marsh, alzando el bastón—. Esos faetones traen pasajeros al puerto, o aguardan a que lleguen. Pero no nuestros pasajeros, y me parecen demasiados carricoches para esperar un barco pequeño de palas en popa. Tengo un presentimiento.

Momentos después, su presentimiento se hizo realidad. Humeando y soltando chispas Ohio abajo, rápido como el diablo, apareció un vapor de gran tamaño, de ruedas en los costados y aspecto señorial. Marsh lo reconoció al instante, antes de poder leer su nombre: era el Sureño, de la “Cincinnati Louisville Packet Company”.

—¡Lo sabía! —gritó—. Debe haber salido de Louisville medio día después de nosotros, y ha hecho mejor tiempo hasta aquí.

Corrió a una ventana lateral, apartó las lujosas cortinas que impedían la entrada de los abrasadores rayos solares de la tarde y observó al otro vapor entrar en el embarcadero, amarrar y empezar a desembarcar pasajeros.

—No estarán ahí mucho rato —le dijo Marsh a su piloto—. No lleva carga, sino sólo pasajeros. Déjele que parta primero, ¿comprende? Déjele que se adentre un poco en el río, y luego vaya a por él.

El piloto terminó el último resto de pastel y se limpió de merengue la comisura de los labios con un pañuelo.

—¿Dice usted que dejemos que se adelante el Sureño y luego intentemos darle alcance? Capitán, vamos a estar respirando sus gases desde aquí hasta Cairo. Después, le perderemos de vista.

Abner Marsh se ensombreció como una tormenta antes de desatarse.

—¿Pero qué está usted diciendo, señor Kitch? No quiero oír nada semejante. Si no es usted lo bastante piloto para hacerlo, dígalo y sacaré al señor Daly de la cama a empujones y le haré que lleve el timón.

—Pero ese es el Sureño…—insistió el piloto.

—Y éste es el Sueño del Fevre, no lo olvide —aulló Marsh. Se volvió y salió de la cabina hecho una furia, gruñendo. Todos aquellos malditos pilotos se creían los reyes del río. Naturalmente que lo eran, cuando el barco estaba navegando, pero eso no les daba derecho a tantas lamentaciones por una pequeña carrera, ni a dudar de la capacidad de su propio barco.

Su furia se aplacó cuando vio que el Sureño ya estaba embarcando pasajeros. Llevaba esperando algo parecido desde que descubriera al Sureño en la otra ribera del río, allá en Louisville, pero no había osado mantener su esperanza. Si el Sueño del Fevre conseguía alcanzar al Sureño, su fama ya estaría conseguida a medias cuando llegara a los oídos de los tipos del río. Aquel barco y su gemelo, el Norteño, eran el orgullo de su compañía. Eran barcos especialmente construidos, en el año 53, para la velocidad pura. Más pequeños que el Sueño del Fevre, eran los únicos vapores que Marsh conocía que no transportaban carga, sino sólo pasajeros. No tenía la menor idea de cómo podían tener beneficios, pero eso no le importaba. Lo importante era su fama de veloces. El Norteño había marcado un nuevo record para el trayecto de Louisville a San Luis el año 54. El Sureño lo batió a su vez al año siguiente, y todavía ostentaba el mejor tiempo, un día y diecinueve horas. Arriba, en la cabina del piloto, lucía las cuernas brillantes que lo significaban como el barco más rápido del Ohio.

Cuanto más pensaba en la posibilidad de superarlo, más excitado se sentía Marsh. De repente, se le ocurrió que era algo que Joshua York no querría perderse, por mucho sueño que tuviera. Marsh se encaminó al camarote de York, dispuesto a despertarle. Golpeó la puerta perentoriamente con la empuñadura de su bastón.

No hubo respuesta. Marsh volvió a llamar, más fuerte y con más insistencia.

—¡Venga, hombre!—gritó—. Levántese de la cama, Joshua, ¡vamos a hacer una carrera!

No hubo respuesta alguna en el camarote. Marsh asió el picaporte y vio que la puerta estaba cerrada con llave. La golpeó nuevamente, llamó a la ventana, gritó; fue inútil.

—¡Maldita sea, York! —gruñó—. Levántese o se lo perderá.

Se le ocurrió una idea. Regresó a la cabina del piloto.

—Señor Kitch —gritó. Abner Marsh tenía un vozarrón imponente cuando vaciaba los pulmones. Kitch sacó la cabeza de la cabina y le miró—. Haga sonar la sirena —le dijo Marsh— y manténgala sonando hasta que yo le diga, ¿entendido ?

Regresó a la puerta del camarote de York y empezó a golpear otra vez, y de repente empezó a aullar la sirena a vapor. Una vez, dos veces, tres… Unos aullidos largos y lastimeros. Marsh mandó parar con un gesto del bastón.

La puerta del camarote de York se abrió.

Marsh echó una mirada a los ojos de York y su boca se abrió, a punto de gritar. La sirena volvió a sonar y se apresuró a gesticular al piloto para que se detuviera. Se hizo el silencio.

—¡Entre aquí! —dijo Joshua York con un frío susurro Marsh entró y York cerró la puerta tras él de un golpe. Marsh le oyó echar la llave. Una vez cerrada la puerta, el camarote permaneció totalmente a oscuras. Por las ventanas, cubiertas de gruesas cortinas, no penetraba ni una pizca de luz. Marsh se sentía como si se hubiera quedado ciego. Sin embargo, en su mente quedó la imagen de lo último que viera antes de que se cerrara sobre él la oscuridad; Joshua York, de pie junto a la puerta, desnudo como el día que llegó al mundo, con su piel de un blanco como el alabastro, pálido como un muerto, con los labios fruncidos en ademán furioso y los ojos como dos rendijas grises, humeantes como la entrada del infierno.

—Joshua —dijo Marsh—, ¿puede encender una lámpara o correr las cortinas? No veo nada.

—Yo veo lo suficiente —replicó la voz de York desde algún punto de la oscuridad. Marsh no le había oído moverse. Se volvió y tropezó con algo—. ¡Quédese quieto!—le ordernó York, con tal dureza e ira en la voz que Marsh no tuvo más remedio que obedecer—. Quieto. Voy a encender una luz antes de que me destroce el camarote.

Una cerilla brilló en un rincón y York encendió con ella la lámpara de cabecera, sentándose a continuación en el borde de su revuelta cama. Se había puesto unos pantalones pero su rostro seguía teniendo el mismo aspecto frío y terrible.

—Siéntese —dijo York —. Y ahora, ¿por qué ha venido? Le advertí que no lo hiciera, y más vale que tenga una buena razón.

Marsh empezó a enfurecerse. Nadie podía hablarle en aquel tono, absolutamente nadie.

—Tenemos el Sureño al lado, York —le contestó—.Es el barco más rápido del río, consigue superar a todos. Me dispongo a que nuestro barco le persiga y pensé que querría usted verlo. Si no cree que esto es razón suficiente para hacerle levantarse de la cama, no es usted un hombre de río y nunca lo será. Y cuide sus modales conmigo, ¿me oye?

Algo refulgió en los ojos de York, quien hizo ademán de incorporarse, pero al instante se detuvo y volvió a dejarse caer en su asiento.

—Abner —dijo. Hizo una pausa y frunció el ceño—. Lo siento. No pretendía faltarle al respeto ni atemorizarle. Su intención era buena.

Marsh se sorprendió al ver que el puño de York se cerraba con violencia; después se relajó. York cruzó el camarote en tres pasos rápidos y resueltos. Sobre el escritorio descansaba la botella de aquella bebida suya, la que Marsh le había hecho abrir la noche anterior. Se sirvió una copa entera, echó atrás la cabeza y la apuró de un solo trago.

—¡Ah! —dijo en un suspiro. Se volvió y se quedó de nuevo frente a Marsh—. Abner, le he dado su barco soñado, pero no es un regalo. Hicimos un trato. Tiene usted que cumplir mis condiciones, respetar mis excentricidades y no hacer preguntas. ¿Pretende usted saltarse su parte de nuestro trato?

—¡Soy un hombre de palabra! —respondió Marsh al instante.

—Bien —dijo York—. Ahora, atienda: su intención era buena, pero se equivocó al despertarme como lo ha hecho. No vuelva a repetirlo. Nunca, por ninguna razón.

—¿Y si salta la caldera y el barco se incendia? ¿Prefiere usted que le deje asarse ahí?

Los ojos de York brillaron a la media luz de la lámpara.

—No —admitió—. Pero casi sería más seguro para usted si lo, hiciera. Cuando me despiertan de repente pierdo el control, y no soy el mismo. En ocasiones así, he llegado a hacer cosas de las que después me he arrepentido. Por esto me he portado tan rudamente con usted. Le ruego que me disculpe, pero podría suceder otra vez, o algo aún peor. ¿Me comprende, Abner? Nunca entre aquí si tengo la llave echada.

Marsh frunció el ceño, pero no supo qué decir. Después de todo, había roto el pacto; si York se ponía de aquella manera simplemente porque lo había despertado, era problema suyo.

—Le comprendo —contestó—. Acepto sus disculpas, y le presento las mías, si sirve de algo. Y ahora, ¿quiere usted subir conmigo y ver cómo pasamos al Sureño? Ya está usted despierto y…

—No —contestó York con rostro irritado—. No se trata de que no me interese, Abner, al contrario. Sin embargo, quiero que lo comprenda, el descanso durante el día es vital para mí. No soporto la luz del sol. Me quema, me resulta insoportable. ¿Se ha quemado usted alguna vez? Ya ha visto lo blanco que soy, el sol y yo somos incompatibles. Se trata de un asunto médico, Abner. Y no quiero hablar más del tema.

—Muy bien —contestó Marsh. Bajo sus pies, la cubierta empezó a vibrar ligeramente.-La sirena del vapor emitió de nuevo su agudo pitido.

—Salimos del embarcadero —dijo Marsh—. Tengo que irme, Joshua. Lamento haberle molestado, de veras.

York asintió, se volvió y empezó a servirse otra copa de su horrible bebida.

—De acuerdo —murmuró, dando esta vez un pequeño sorbo—. Váyase, nos veremos esta noche, en la cena.

Marsh avanzó hacia la puerta, pero la voz de York le hizo detenerse antes de abrirla.

—Abner.

—¿Sí?

Joshua York le dirigió una leve y pálida sonrisa.

—¡Vénzale, Abner, vénzale!

Marsh sonrió y abandonó el camarote.

Cuando llegó a la cabina del piloto, el Sueño del Fevre había retrocedido hasta salir del embarcadero y estaba invirtiendo la marcha de las palas. El Sureño ya se había distanciado bastante, río abajo. En la cabina del piloto había media docena de pilotos sin trabajo, charlando y mascando tabaco, y cruzando apuestas sobre si alcanzarían o no al otro vapor. Incluso el señor Daly había interrumpido su descanso para subir a observar. Todos los pasajeros se dieron cuenta de que se preparaba algo; la cubierta inferior estaba repleta de gente sentada sobre la barandilla y toda la parte de proa llena a rebosar. Todos querían verlo bien.

Kitch hizo girar el gran timón negro y plateado y el barco se encaminó hacia el canal principal, deslizándose en la brava corriente en pos de su rival. El piloto pidió más vapor. Whitey puso más leña en los hornos y obsequió a la gente de la orilla con unas grandes nubes de humo negro y denso, al tiempo que aceleraban. Abner Marsh se situó tras el piloto, apoyado en su bastón, y oteó el horizonte. El sol de la tarde brillaba sobre las claras aguas azules, emitiendo reflejos cegadores que bailaban y temblaban hasta lastimar los ojos, excepto en la estela que dejaba el paso del Sureño, cuyas palas rompían la superficie del agua en mil fragmentos.

Por un instante, pareció cosa fácil. El Sueño del Fevre se lanzó hacia adelante, lanzando vapor y humo, con las banderas americanas ondeando como diablos a popa y a proa y los motores rugiendo bajo la cubierta. La distancia entre los dos barcos empezó a disminuir visiblemente. Sin embargo, el Sureño no era el Mary Kaye; no era un vapor de ruedas en popa del tres al cuarto, al que se pudiera adelantar a voluntad. No transcurrió mucho tiempo antes de que su capitán y su piloto advirtieran de qué iba la cosa, y su respuesta fue un burlón cambio de velocidad. Su humo se hizo más denso y llegó casi hasta el rostro de Marsh. La estela que dejaba en el agua se hizo también más violenta, y Kitch tuvo que apartar un poco el barco de su línea para evitarla, perdiendo así buena parte del impulso que le daba la corriente. La distancia entre ambos volvió a agrandarse, y luego se mantuvo estable.

—Siga tras él —le dijo Marsh al piloto cuando quedó claro que ambos barcos mantenían sus posiciones. Salió de la cabina y fue en busca de Hairy Mike Dunne, a quien localizó por fin en el castillo de proa de la cubierta principal con las botas sobre una gran caja y un cigarro en la boca.

—Reúna a los mozos de cuerda y a los marineros de cubierta —le dijo al primer oficial—. Quiero que estén atentos para equilibrar el barco.

Hairy Mike asintió, se levantó, apagó el cigarro y empezó a gritar órdenes.

En unos instantes, la mayor parte de la tripulación se reunió a babor y popa, para compensar en parte el peso de los pasajeros, la mayoría de los cuales se apretujaba a proa y estribor para observar la carrera.

—Malditos pasajeros —murmuró Marsh. El Sueño de Fevre, ya un poco mejor equilibrado, empezó a acercarse a Sureño una vez más. Marsh regresó a la cabina del piloto.

Ambos barcos estaban ahora a pleno rendimiento, y avanzaban muy igualados. Abner Marsh pensaba que el Sueño de Fevre tenía más potencia, pero no la suficiente. Iba muy cargado y surcaba el agua muy hundido, tras la estela del Sureño, de modo que el oleaje pasaba ligeramente por encima del casco, frenándolo. El Sureño, en cambio, avanzaba ligero de peso, sin nada a bordo, salvo pasajeros, ni nada delante, salvo el río despejado y tranquilo. Ahora, si no surgían accidentes o imprevistos, el asunto estaba en manos de los pilotos. Kitch estaba atento al timón, manejándolo con facilidad y haciendo todo lo posible para ganar unos minutos en cada ocasión propicia. Tras él, Daly y los pilotos vagabundos parloteaban, dando consejos sobre el río, su peligros y cómo recorrerlo mejor.

Durante más de una hora, el Sueño del Fevre persiguió al Sureño, perdiéndolo de vista en un par de ocasiones tras los recodos del río, pero acercándose de nuevo cada vez que Kitch conseguía un buen tramo en línea recta. En una ocasión, se situaron tan cerca que Marsh logró distinguir los rostros de los pasajeros que se agolpaban en las barandilla de popa del otro vapor, pero el Sureño volvió a acelerar y restableció la distancia entre ambos.

—Apuesto a que acaban de cambiar de piloto —dijo Kitch, escupiendo una hebra de tabaco en una escupidera próxima—. ¿Ve cómo se anima?

—Lo he visto —gruñó Marsh—. Ahora quiero ver cómo nosotros nos animamos también un poco.

Entonces les llegó el gran momento. El Sureño se mantenía a una distancia estable frente a ellos, expandiendo a su alrededor un denso humo de leña. Entonces de un modo súbito, empezó a sonar su sirena y disminuyó la velocidad con un temblor, mientras sus palas empezaban a invertir la marcha.

—Cuidado —le gritó Daly a Kitch. Kitch escupió otra vez y movió el timón con precaución. El Sueño del Fevre metió la proa en la estela turbulenta del Sureño para cruzarla y colocarse a estribor del mismo. Cuando estaban a media maniobra, vieron la causa del problema; otro gran vapor, con la cubierta casi invisible bajo un montón de balas de tabaco, había embarrancado en un banco de arena. El primer oficial y la tripulación estaban aplicados con las perchas y bastones, tratando de hacerlo pasar sobre el obstáculo. El Sureño casi se le había echado encima.

Durante largos minutos, el río fue un caos. Los hombres del barco encallado gritaban y hacían señales, el Sureño retrocedía como el demonio, y el Sueño del Fevre navegaba hacia las aguas tranquilas. Luego, el Sureño volvió a marchar hacia delante, giró la proa y dio la impresión de que intentaba cruzar justo frente al Sueño del Fevre.

—Maldito idiota —rugió Kitch, girando el timón un poco más al tiempo que ordenaba a Whitey que diera más potencia a la rueda de babor. Sin embargo, en ningún instante dio marcha atrás o intentó detener el avance del barco. Los dos grandes vapores se aproximaron más y más el uno al otro. Marsh escuchó a los pasajeros que gritaban alarmados en las cubiertas inferiores, y por un segundo hasta él pensó que iban a colisionar.

Sin embargo, el Sureño recuperó la línea recta y su piloto lo enderezó de nuevo corriente abajo; el Sueño del Fevre lo adelantó casi rozándolo; apenas había entre ellos unos palmos de separación. Abajo, alguien empezó a dar vítores.

—Mantenga la marcha —murmuró Marsh, en voz tan baja que nadie llegó a oírle. El Sureño levantaba espuma con las palas y corría a toda velocidad, pero se había quedado atrás. No por mucho, apenas la eslora de un barco, pero detrás del Sueño del Fevre.

Naturalmente, todos los malditos pasajeros del barco corrieron a popa y toda la tripulación hubo de correr a proa, de modo que el vapor se puso a temblar bajo las rápidas pisadas.

El Sureño volvía a la carga. Corría a babor, paralelo a ellos y justo detrás. Su proa llegaba ahora hasta la popa del Sueño del Fevre y le remontaba centímetro a centímetro. Los costados de ambos barcos estaban tan próximos que los pasajeros hubieran podido saltar de uno a otro si se les hubiera ocurrido, aunque el casco del Sueño del Fevre era más alto.

—Maldita sea —dijo Marsh, cuando el otro vapor estuvo casi a su altura—. Ya tengo suficiente. Kitch, llame a Whitey y dígale que utilice mi sebo de cerdo.

El piloto le dirigió una mirada, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Sebo, capitán? ¡Vaya un tipo astuto que es usted! —gritó una orden por el conducto de comunicación con la sala de máquinas.

Los dos vapores corrían emparejados. El puño de Marsh, apretado en el bastón, era todo sudor. Abajo, probablemente, los marineros estarían discutiendo con algunos malditos pasajeros que se habrían subido a los toneles de grasa y que tenían que bajarse para que los marineros pudieran trasladarlos a la sala de máquinas. Marsh ardía de impaciencia, con el mismo calor que iba a producir aquella grasa. El buen sebo resultaba caro, pero era de gran utilidad en un vapor. Podía usarlo el cocinero, y producía un calor endemoniado, que era precisamente lo que ahora necesitaban: una buena cantidad de calor que les diera un vapor a alta presión, algo que la leña por sí sola no podía conseguir.

Cuando el sebo comenzó a hacer efecto, no hubo ya ninguna duda en la cabina del piloto. Largas columnas de humo blanco surgieron silbando de las válvulas de escape, se alzaron imponentes desde las altas chimeneas. El Sueño del Fevre vomitó fuego, se estremeció ligeramente, y empezó a echar chispas, chunkchunkchunka, rápido como una locomotora, con un impulso que hizo temblar la cubierta. Se despegó del Sureño y, cuando ya estuvo a una distancia considerable de éste, Kitch dio un golpe de timón a la derecha, colocándose frente a la proa del otro vapor y obligándole a surcar su estela. Todos aquellos pilotos sin valor y sin trabajo se reían, se pasaban cigarros y gritaban que vaya barco era el Sueño del Fevre, mientras el Sureño se perdía a sus espaldas y Abner Marsh se reía como un loco.

Le llevaban ya más de diez minutos de distancia al Sureño cuando divisaron Cairo, donde las anchas y claras aguas del Ohio se fundían con las del fangoso Mississippi. Por entonces, Abner Marsh ya casi se había olvidado de su pequeño incidente con Joshua York.

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