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ALIOSHA

Las siete de una mañana de febrero: la hora más inclemente que he conocido sobre la Tierra. Un frío tan prodigioso que el continente parece paralizado, exprimiéndome un cántico que se remonta hacia las fuerzas cósmicas. El viento gime como si soplara por los bosques árticos y la nieve refleja el fulgor fantasmagórico de las estrellas mientras un espectro tantea el horizonte oriental: aún no ha llegado la aurora, es simplemente la promesa de que concluirá la noche mortal. Hay escarcha sobre mis cejas y sobre el mitón que cubre la mano, cogida de la mía, de una muchacha llamada Alia, mientras nos abrimos camino entre neviscas y escombros hacia la carretera, o sea dos huellas de neumáticos que zigzaguean en el horizonte. (Cuando lleguemos allí, ¿veremos la cúspide del mundo?) La fatiga me hace palpitar la cabeza y mis sentidos laten al compás de esa tétrica belleza... y con una premonición de peligro. Las actividades que estoy llevando a cabo enfurecerían tanto a las autoridades norteamericanas como a las soviéticas.

Estamos en algún punto de los suburbios occidentales de la ciudad, en una nueva urbanización que tiene el aspecto de un conglomerado industrial siberiano arrancado del bosque. Los edificios pelados —concluidos, tal como se concluye aquí la construcción, con las tuberías desconectadas y las puertas que no se abren— están totalmente ocupados por inquilinos y agradecidos, aunque un laberinto de sucios senderos practicados sobre la nieve debe hacer las veces de aceras, desperdigadas a la manera rusa y sembradas de botellas y ladrillos rotos. Pero en medio de la vastedad de tundra que devora los edificios de doce plantas, ¿qué importancia tiene un desorden tan insignificante como éste?

Alrededor de nosotros, figuras silenciosas enfundadas en abrigos negros marchan rumbo a sus trabajos avanzando a tientas por los senderos y entre la blanca bruma, como si las guiaran las señales de radio de un Ministerio del Trabajo extraído de la obra de Orwell. Al igual que nosotros, enfilan oblicuamente hacia el camino distante. En la curva más próxima, un destartalado camión de materiales de construcción avanza dando tumbos con las luces encendidas, gruñendo y traqueteando, dejando una estela de gases de escape, congelados, y de nieve fresca. Los peatones que caminan por el borde se dispersan automáticamente al oír el estrépito, sin el menor deseo de levantar el rostro del amparo de sus solapas. A lo lejos, un grupo se ha arracimado alrededor de la solitaria parada del tranvía, apiñándose como lo hacían, en los cruces de ferrocarril, los campesinos que huían del avance nazi.

Alia y yo no hemos dicho nada desde que salimos del apartamento. Nos enmudece el choque que supone pasar directamente de aquel mundo a este otro. Ahora ella camina con grandes zancadas delante de mí, con la cabeza gacha y castañeteando los dientes. Sigo sus pasos intrépidos, guiado por los sentimientos que ella me inspira: una inexplicable combinación de camaradería y concupiscencia, de incesto e inocencia pastoral. ¿O es mi temor reverente ante las fuerzas naturales lo que agranda su imagen? Sé que la aventura de la que soy protagonista me impulsa a delirar, pero incluso aquella parte rutinaria de mi personalidad que mantengo en reserva no puede separar los efectos de un universo de frío paralizante, por un lado, y de los instintos de autoconservación que nos llevan a atravesarlo, por otro. De la silenciosa blancura que subyuga a todo lo que hay debajo, por un lado, y del calor corporal de los muslos y las piernas de Alia, por otro. Si idealizo la carne, lo hago a impulsos de la misma percepción que descubre algo trascendente en la crueldad de este clima: el júbilo de sentirme puesto a prueba y de sobrevivir. Los instintos animales del sexo y la vida forman el vínculo que une la lujuria de la noche con la marcha hacia adelante de la mañana.

El crujido de la costra de nieve debajo de sus botas se acelera gradualmente. Alia trabaja como fisioterapeuta en una clínica próxima a San Basilio, y debe estar allí, uniformada, a las ocho. Yo me iré a dormir a mi cuarto. Acabamos de salir de otra orgía durante la cual nos hemos amado tanto, con tanta libertad y furia, que el espeso café matutino de Aliosha me ha descompuesto un poco.

Anoche éramos cinco: Alia y yo, Aliosha Aksionov y dos muchachas reclutadas a una hora más temprana de la noche, camino de «fiesta»: dos dependientas de tienda, de pelo opaco, que no dieron sus apellidos y a quienes nadie se los preguntó, pero que se entregaron de cuerpo y alma a la ceremonia pagana. Vírgenes esenciales (exceptuando una o dos escaramuzas en los sótanos con muchachos rusos ebrios), que enmudecieron cuando Alia bebió súbitamente el último trago de vino y se quitó toda la ropa excepto las bragas.

Nuevamente, lo que más me fascinó fue la reacción de las chicas. Tantas nuevas parejas que repetían la pauta ya habitual, y que sin embargo me desconcertaban siempre hasta el extremo de preguntarme si debía dar crédito a mis ojos. Los otros personajes del pequeño elenco, si bien más extraordinarios, me sorprendieron menos, porque sabía lo que debía esperar de ellos. La «eficiente» Alia, de veintitrés años, con porte de azafata, que se reúne con Aliosha desde hace varias semanas, y que ayer debió quedarse en casa —y organizar la fiesta en su apartamento— porque esperaba una llamada telefónica de su marido viajero. Mayor y más refinada que las participantes habituales, también es más lacónica y aparentemente más autónoma. Y Alexei Aksionov, el fabuloso, célebre, adorado y muy imitado Aliosha que vive la vida prodigiosa del playboy y del pícaro universal, y que se ha convertido en mi mejor amigo, después de que pesé demasiado tiempo sin tener ninguno. Mi tutor, protector y abastecedor indulgente, todo ello sintetizado en la palabra muchacho, nombre con el que me ha apodado y que pronuncia como si yo fuera un sobrino recién descubierto.

Cuando Aliosha abordó por primera vez a las chicas, en la calle Kirov, en sus mejillas encendidas por el frío aparecieron unas nerviosas manchas de rubor. Eran dos jóvenes altas, robustas, con abrigos raídos y botas rústicas, que atrajeron su mirada de lince en medio de la multitud cada vez más escasa de la calle comercial. Marchaban hacia sus casas después de trabajar, tomadas del brazo, con los labios despintados muy cerca de sus respectivas orejeras espesas para transmitirse el chismorreo femenino, con el aspecto evidente de estar ociosas, sin dinero para gastar, y de tener muy pocos recuerdos para evocar, sobre todo de buenos ratos con pretendientes galantes. Hijas del proletariado moscovita y soñadoras de romances, y que habían empezado a entender que pasarían sus vidas detrás de los mostradores de venta de quesos o, cuando resultaran atrapadas, junto a esposos que preferirían el vodka.

Un reflejo de neón les pinchó el rostro cuando cruzaron la calzada, por lo demás sombría. Aliosha, que las espiaba desde detrás del volante, frenó, aparcó y se apeó, todo con un solo movimiento. Entre las infinitas cosas que venero en él, la gran constante es la forma en que contrasta con todo lo que le rodea: su agilidad en calles irremisiblemente pesadas, su destreza en la patria de la estolidez y la pachorra, su ingenio espontáneo donde la solemnidad es una institución nacional. Aliosha, el duende encanecido en el país de los armatostes y la fatiga. Su hechizo empieza por sus movimientos, cuya fluidez hace sonreír incluso a los agobiados circunstantes, que recuerdan las horas despreocupadas de la infancia. Cuando le alcancé, ya se había presentado a las muchachas —«Les ruego que me disculpen, estimadas damas. ¿Puedo hacerles perder un momento?»— y les había arrancado la primera risa.

—Algunos piensan que «dama» es un grosero insulto burgués. En cuyo caso, retiro la palabra, camaradas. ¿Qué importa un pequeño solecismo entre amigos?

Su imploración fingidamente circunspecta constituía una burla a su propia ansiedad y también a la condición humana y soviética.

El acto de reclutamiento, que le sirve para conquistar rápidamente la confianza de nuevas mujeres, y para llevarlas a su cama, siempre les inspira a sus amigos un cabeceo afectuoso. «Mirad a Aliosha. A los cincuenta años sigue siendo un niño travieso. Nunca cambiará.»

Esta cacería particular siguió el rumbo previsto. En tanto el decoro femenino inducía a las «queridas amigas» a seguir caminando vagamente con el mismo rumbo que traían, argumentando que no podían aceptar la invitación de un extraño, sus sonrisas abiertas indicaban que la de Aliosha, cautivante, había logrado su objetivo. Aun cuando Aliosha se mofe de ellas, las nuevas muchachas entienden que sus maliciosos requiebros encubren un sentimiento noble, y que el peligro sexual no les causará otros perjuicios.

—Ciertamente nadie que se haya educado en los preceptos humanitarios que recibieron ustedes puede ser tan despiadado. ¿Por qué no dicen a dónde van? ¿Lo confesarán si yo lo adivino?

Como una figura estereotipada del cine mudo, la muchacha más alta intentó ocultar su complacencia con una expresión de adusta indignación. Convencida de que ya habían protestado bastante, la otra traicionó el temor de que Aliosha se desalentara. Eso no ocurrió.

—¿Van a alguna cita? ¿Al conservatorio, quizá? ¿Tocan... déjenme pensar... el contrabajo? Lo sé: perderán el último avión para Camerún. Este país se irá a la ruina: África negra devora nuestras mejores exportaciones. Suban al coche, yo las llevaré volando al aeropuerto.

Ahora reían francamente, porque se sentían halagadas y no porque valoraran la cháchara. Ninguna de ellas había oído hablar de Camerún o de contrabajos. Al fin se dejaron guiar hasta el coche. Bajo una capa de aire refrigerado, sus abrigos olían a años de uso. Porque sabíamos qué era lo que nos esperaba, Aliosha y yo percibimos la fragancia del sexo en su aliento, que exhalaba el vestigio de una marca económica de vino con la que habían almorzado. Él estiró la mano hacia el asiento posterior para apretar a las chicas en un fuerte abrazo de bienvenida, y después detuvo el coche para acomodar la manta encima de los elásticos desnudos sobre los que viajaban, mientras pedía disculpas por esas molestias con una aparatosidad digna de Fernandel. En ese solo instante les brindó más afecto y cortesía, y más solaz, que los que habían conocido en toda la vida real.

Pero la copulación, aunque segura, sólo se produciría después de los ritos preliminares. El apartamento de Alia, disponible mientras su marido inspecciona fábricas de provincia, se encuentra cerca del centro de la urbanización inconclusa, con sus aceras de botellas y ladrillos rotos. Cuando llegamos, estaba friendo las patatas y cortando la carne tierna que había descubierto Aliosha para cocinarla a lo Stroganoff. Las chicas usaban las faldas rectas y los suéters que estaban de moda entre las gentes pobres de mi escuela de segunda enseñanza, veinte años atrás. Alia las recibió como si fueran viejas amigas, aunque nos esperaba sólo a Aliosha y a mí, y les ofreció un baño e hizo correr el agua.

Salieron sonrosadas y locuaces, y experimentaron con los cosméticos que Alia había comprado en el mercado negro. A esta proeza siguió el examen de la nueva revista Amerika, también de Alia, mientras nosotros tres completábamos los preparativos para la cena. Ocasionalmente Aliosha brincaba fuera de la cocina para encenderles los cigarrillos que sostenían torpemente, empleando para ello un encendedor francés de butano cuyo solo brillo halagaba el orgullo de ambas. Mientras tanto, nos entretuvo a todos con comentarios sobre por qué los científicos rusos marchaban a la cabeza de los estudios internacionales sobre el cálculo de probabilidades y la desviación matemática, y terminó con un chiste casero que mezclaba la insinuación y la parodia, al sugerir que todo era sublimación, porque en la vida real soviética nadie podía desviarse. Luego se caló las gafas oscuras para reforzar su teoría de que los seres humanos pueden creer cualquier disparate... en este caso, que Moscú es la Ciudad Sol.

Fue una velada como otras cien. Una mesa provista con las provisiones de vodka, vino y entremeses que había traído Aliosha. Brindis que parecían hacerse progresivamente más jocosos; risas que aumentaban inconfundiblemente de volumen; un torrente de conversación desordenada para competir con el consumo de comida y para realzar la sensación de bienestar robado que se trocaba en sensualidad. Viejas cintas, grabadas de discos del mercado negro, con los Cream y Diana Ross, en un magnetófono cansado y palpitante. Bailes desenfrenados, con energía y resistencia que iban en proporción inversa a la falta de refinamiento. Y Aliosha que nos hacía levantar nuevamente para otro meneo, empinando la botella para beber otro trago, recordando otro chiste —acerca del vendedor de Biblias que fingía ser un filólogo servio— para congeniar con el espíritu del momento.

Las chicas entendían poco, al margen de la extravagancia de la juega. Ya estaban mareadas por el salame húngaro y por el lápiz para labios Revlon e incluso por el paseo en el coche de Aliosha, y sucumbieron a su afortunado destino, rechazando el vodka, sólo para guardar las apariencias, con los lugares comunes de siempre. Mientras saboreaban sus tabletas individuales de chocolate y sorbían el último resto de vino, divagaban sobre sus preferencias en materia de actores de cine y planes de veraneo.

Entonces le llegó el tumo a la fornicación, después de la conmoción pasajera que causó Alia al desvestirse y de las rutinarias protestas de las chicas. Al principio fue «individualista» (mientras Alia esperaba pacientemente), pero pronto los cinco cuerpos se entrelazaron, rieron, gruñeron, se intercambiaron, jugaron con un maltratado oso panda relleno. Liberadas de todo, menos del asombro que se producían a sí mismas, las nuevas chicas acercaron orgullosamente sus muslos a nuestros rostros. Alia, más refinada, y también más experimentada en veladas colectivas, porque hacía varias semanas que conocía a Aliosha, utilizó una hoja del ficus para realizar una encuesta anatómica.

A la mañana, las chicas le imploraron a Aliosha que inventara una excusa para librarlas del trabajo.

—Alioshka, por favor, Alioshinka... ¿no podemos pasar contigo aunque sólo sea el día de hoy?

Detrás de la fachada de hielo y mojigatería, de irritabilidad y sordidez, este hedonismo florece como el follaje de la jungla. He visto a menudo una lujuria parecida, pero no semejante consagración a ella: la sexualidad hasta el límite del apetito humano, como en la legendaria —y auténtica— capacidad rusa para comer y beber.

El recuerdo de la primera velada que pasé con Aliosha sobresale entre la confusión de todas las posteriores. Aunque sólo me conocía como el nuevo amante de Anastasia, con quien únicamente había intercambiado unos pocos saludos burlones cuando nos prestaba el apartamento para nuestros acoplamientos, me invitó a una fiesta y me agasajó con caviar y anécdotas. Las chicas, más equilibradas y elegantes que casi todas las que habrían de seguir, eran una actriz ambiciosa y dos modelos que lucían trajes con pantalones que habían comprado a turistas. En Moscú nunca había visto antes pestañas postizas, ni tanta prestancia femenina.

El festejo era para celebrar el cumpleaños de la actriz, que se celebraba en noviembre, y en razón del cariño que le guardaba Aliosha, porque en otra época habían mantenido una estrecha relación. Durante la cena en un costoso restaurante del Intourist las manos de él permanecieron constantemente ocupadas, llenando los vasos y agregando vituallas a los platos desbordantes. Su mesa era un refugio contra todas las zozobras del mundo, incluida mi primera fricción con Anastasia. Sólo se exceptuaban las que provenían de la distensión de los estómagos y las vejigas. A medianoche, volvimos a su apartamento para beber unas copas y bailar durante una hora.

Una chica dijo que estaba cansada y otra comentó que en la habitación hacía calor... y súbita, pero despreocupadamente, las tres empezaron a desvestirse. Sin exhibirse ni cubrirse, y sin decirme nada en particular —como tampoco lo habían hecho durante toda la velada— se quitaron la ropa interior, deslizaron la mano sobre sus abdómenes lisos y cogieron unos cigarrillos, mientras yo las admiraba, las temía, las envidiaba y las deseaba.

Como en una evocación de mi filme sexual favorito, mi ojo interior ya había empezado a rememorar el milagro de su progresiva desnudez. Sujetadores desechados como guantes y pechos que cobraban vida en cámara lenta a medida que los liberaban... sin un atisbo de sorpresa, y menos aún de vergüenza, en los tres rostros eslavos. Pechos de sílfides, que me hicieron recordar que, en mi adolescencia, yo solía preguntarme si en algún momento de mi vida llegaría a tocar algo tan perfecto. La sorpresa me congestionó los ojos y la ingle. Tres prodigios de tez blanca y piernas largas, de una belleza que no tenía paralelo en ninguna otra que yo hubiera visto, estaban delante de mí, frente al espejo, cepillándose el pelo por turno. Sus pezones se erguían. Eran níspolas rosadas. Había conocido a esas Afroditas pocas horas antes.

El miedo a lo desconocido remató mi asombro. Pensé en perversiones, en mi actuación, en una provocación política y en los otros peligros que podía correr, solo, en un apartamento ruso. Traté de imaginar lo que Aliosha planeaba para nosotros dos y para esas maravillosas tres. ¿Y por qué tanta generosidad conmigo, un extranjero mucho más joven y menos interesante? Aliosha estaba en la cocina, lavando los vasos para el té. Sin saber qué podía hacer yo, a solas con ellas, le llevé unos platos sucios.

—Mi Dios, ¿lo hacen en serio? ¿Qué sucederá a continuación?

Me cortó una gruesa tajada de tarta.

—La costumbre ortodoxa estipula el descanso después de la cena. Eso se ha convertido en una suerte de ritual. Pero tal vez tú eres militantemente anticlerical, muchacho. ¿Qué te parece si transigimos con un sueñecito?

Las modelos entraron ondulando en la cocina, dos primas de fina cintura con pómulos de Veruschka. Mientras aguardaban junto a mí que Aliosha completara la bandeja, me ciñeron las caderas con los brazos, como si estuviéramos en la barra de una pista de patinaje. (Con un rápido movimiento Aliosha corrió las cortinas de la cocina. Todos los demás peligros ocupaban mi imaginación, pero el de que los vecinos pudieran ver semejante espectáculo era muy concreto.) Yo anhelaba, y temía, besar sus labios... primero los de su cara, y luego los otros, los que estaban cubiertos por el vello rojizo. Rogaba que no oyeran los redobles de mi corazón. Aún no me había atrevido a tomar la iniciativa, cuando la actriz les gritó a sus amigas, que ahora flanqueaban la nevera.

—No es justo que os divirtáis ahí. Es mi cumpleaños —protestó desde la cama.

Un minuto más tarde, estábamos todos entrelazados en el lecho. Las modelos ronroneaban y gemían.

Me desperté una docena de veces antes del amanecer, dando y cogiendo lo que quería de las piernas y los brazos sedosos. Debajo del edredón, se sentía una calidez que olía a colonia y sexo. Me fastidiaba que la imagen de una provocación política me siguiera rondando, pero si esas iban a ser mis últimas horas antes de que me arrestara la KGB, sólo podía sentirme agradecido por el cambio. Después de muchos cantos de sirena y ecos, el centro de mi pasión fue acometido por un dulce malestar, más como dice la canción rusa, abracé por «última vez» a la modelo alta, mientras la más joven se acurrucaba contra nosotros, arrullando en su entresueño. Entonces —¡prodigio final!— la actriz nos dio las gracias a todos y cada uno por su «deliciosa» noche de amor.

«Nadie puede contar lo incontable», dice un viejo proverbio ruso. Aunque es imposible hablar de Aliosha sin empezar por las muchachas, tampoco es posible dar una idea de su número sin recurrir a un frío cómputo o a una imagen mecánica. (Hace años, él mismo intentó hacer un balance para refutar historias que juzgaba exageradas. La madre de una «lolita» le había sorprendido con las manos en la masa, y antes de que pudiera apaciguarla, se vio enfrentado a una amenaza de querella, con la consiguiente necesidad de reunir datos, por si debía comparecer ante la justicia. Pero después de compilar listas sobre fragmentos de servilletas y hojas de anotadores, renunció a la empresa, calculando que habían sido tres mil.) Sólo es posible decir que sus conquistas —otra equívoca imagen mecánica, que despoja a sus relaciones de una comunicación compartida a través del desenfreno y la risa, para no hablar del orgullo potente de la «víctima»— son un mar de carne eslava. Una multitud bíblica de rostros rústicos y cuerpos cimbreantes copiados del modelo de Masha, la de la residencia. Raramente vuelvo a su coche, después de demorarme durante cinco minutos en la compra de una botella o de unos billetes, sin encontrar una nueva muchacha, o dos, esperando vergonzosamente en el asiento posterior, para ser llevadas al lugar donde serán agasajadas y seducidas.

Aunque ningún kremlinólogo oirá jamás hablar de él, las adolescentes moscovitas de clase trabajadora le conocen mejor que a Podgorny o Suslov. La cuarta parte de aquéllas a quienes aborda reconocen el apellido «Aksionov», consagrado por los rumores de Moscú, y al oírlo reaccionan con ávida predisposición. Incluso las obreras de las fábricas de los arrabales conocen su reputación: sus amigas o las amigas de sus amigas han disfrutado de unos días con él, o le han visto cuando se lo señalaron en el vestíbulo de un cine o en una playa.

Se sorprenden, sin embargo, cuando Aliosha dice que ese apellido es el suyo. Aunque tiene cincuenta años juveniles y cuenta con una melena suave y una bella configuración de las mejillas, su nariz, como él dice, «no es perfecta». Demasiado grande, también tiende a enrojecerse. En general, el público juvenil ha asociado su fama con un porte más alto y ostentoso.

—¿Tú eres Aksionov? No te creo.

—Es mejor así —suspira—. En Moscú pululan quienes-tú— sabes, ansiosos por remedar al proletariado. Susúrrame tu número de teléfono, y prometo no creerte a ti.

A la escultural morena, de boca carnosa y atractiva, no más inteligente que el promedio, sólo se le ocurre contestar con una terca reiteración de su duda. El diálogo se desarrolla en una pescadería a la que ha acudido presurosamente Aliosha en busca de elementos para «festejar» a otra recluta, una rubia de aspecto nórdico, a quien ha engatusado trabajosamente diez minutos antes, consiguiendo sacarla de un minibús. La rubia, que sólo dispone del tiempo justo que le conceden en la oficina para ir a almorzar, le espera impacientemente en el coche.

Una de las apremiantes preocupaciones de Aliosha, y no la menor, consiste en descubrir cómo podrá complacerla con una carpa fresca sin perder un cuarto de hora en la cola que se ha formado para comprarlas. Como pretende que no se le escape la morena, aunque sin abandonar la pescadería con ella —porque en ese caso la orgullosa rubia descubriría su juego y le abandonaría instantáneamente a su suerte—, Aliosha no puede dedicar más que ocasionales carreras de diez segundos a la tarea de seducir a la robusta pescadera que pesa y envuelve las carpas en el fondo de la tienda. Al mismo tiempo, mientras calculamos mentalmente los precios y contamos nuestro dinero (volviendo fugazmente la espalda, para no «ofender la dignidad de nuestra flamante amiga con operaciones mercenarias», como explica Aliosha) porque queremos saber si la vuelta nos bastará para comprar cerveza, descubrimos que hay que marcar un comprobante de compra en la punta de otra cola formada frente a la ventanilla de la cajera, esta vez cerca de la puerta. Aliosha trata de colarse en esa segunda fila, y entonces ve a una Juez del Pueblo, en la persona de una matrona de mandíbula cuadrada y cuerpo rollizo en cuyo tribunal, una sala donde se pronuncian fallos sobre los deberes y obligaciones morales de la ciudadanía soviética, él ha comparecido en algunas oportunidades.

—Oh... eh... muy buenos días, camarada —canturrea Aliosha, abandonando la tentativa de colarse y tratando de ocultar simultáneamente a la atónita morena... pero sin perderla—. Es un invento extraordinario, ¿no le parece? —agrega, señalando el ábaco de la cajera, para explicar así su conducta a la adusta magistrada, y librarse de ella—. Siempre me fascina la pericia de las manos soviéticas.

Después de maniobrar con la morena, la pescadera, la juez, la cajera y una ex amiga que entra en el negocio en un último momento de desconcierto —Aliosha no tiene ningún interés en esta antigua amante pero tampoco quiere agraviarla con la exhibición de su nueva conquista— correrá de vuelta al coche en el preciso momento en que la impaciente rubia se estará apeando, y la llevará a su apartamento para comer un bocado rápido. No quedará tiempo para hacer justicia a la carpa. A continuación la rubia deberá partir: a ella le tocará el tumo al día siguiente, cuando salga de trabajar. Pero la morena, que creía haber acudido a la pescadería para comprar arenque salado, estará libre esa misma tarde... y Aliosha debe lanzar la última ofensiva, mientras los segundos preciosos se deslizan implacablemente.

—¿Podrás reunirte conmigo a las dos? ¿Ni en sueños? Respetaré tus principios, desde Digamos, entonces.» ¿a las tres?

Aliosha sabe que ella acudirá a la cita a menos que aparezca una causa de fuerza mayor, y que al cabo de una bota o dos estará despatarrada sobre su cama. Está igualmente segara de que a menos que tenga alguna característica tsuxpáofui —como sucede en el caso de la rubia, que hace gala de un insólito sentido del humor— desaparecerá de su vida, desde el punto de vista sexual, hacia el fin de semana. Sin analizar su problema en profundidad —aunque reserva sus sarcasmos más mordaces para hablar de sí mismo, no es proclive a la introspección— confiesa que su propensión donjuanesca es reflejo de un desequilibrio fundamental.

—Si no lo has notado, te diré que los síntomas son la preferencia por las parejas, las jóvenes y los encuentros fugaces —explicó en una oportunidad—. La cantidad hechiza, la calidad enerva. Las baño a todas, y yo me río astutamente.

Al relatar cómo descubrió por primera vez su obsesión, la autocrítica convierte su voz, habitualmente versátil, en atiplada. «Por lo que concierne a la libido», dice, tuvo una juventud y una adolescencia normales. Incluso fue fiel a una muchacha durante toda la guerra... lo cual ahora le parece increíble. Pero una noche, varias semanas después de la boda, estaba en el lecho con su amada esposa —de la cual se ha divorciado hace un cuarto de siglo, aunque la amistad que los une sigue reconfortándolos a ambos— cuando se dio cuenta de que ella no desempeñaba ningún papel en la aparición de su erección.

—Se levantaba —me explicó en la jerga vernácula rusa—, pero no por ella.

Fingió dormir junto a ella durante otro mes torturante, a punto de estallar por obra de una erección que su esposa no podía aliviar. Aunque eso le indujo a buscar compulsivamente otros cuerpos, su primera sesión fugaz con una adolescente a la que había conquistado le produjo una especie de apaciguamiento Pronto necesitó desahogos cotidianos.

—Lamento sinceramente interrumpir tus meditaciones particulares, ¿pero puedes concederme un momento? ¿Nos atreveremos a romper la absurda barrera de desconocimiento que nos separa?

La repetición infinita ha pulido sus requiebros hasta tal punto que ya deberían estar rancios. Cualquiera podría suponer que él está harto, quizás incluso fastidiado, de la compulsión de hacer nuevas conquistas. Sin embargo, para ser sinceros, cada vez que pone en marcha la cacería —aunque sea la tercera vez en la mañana y la vigésima en la semana, aunque esté agotado después de días de furiosa actividad y de noches de poco sueño le rejuvenece una oleada de nuevas energías. Cada nueva chica representa un desafío, un trofeo, un mundo flamante y seductor, sin que importen los miles de mundos idénticos ya explorados. Además, no obstante su incapacidad para profundizar, se siente auténticamente cautivado por las muchachas a primera vista, y ellas intuyen su afecto aun antes de que aparezcan los síntomas de apetito sexual. La curiosa combinación de deseo rapaz y ternura paternal se traduce en sus vocales redondeadas y su sonrisa de Clark Gable.

Un determinado porcentaje de amantes duran semanas. Otras, como la eficiente Alia, protagonizan encuentros periódicos cuando sus maridos viajan o cuando otras circunstancias determinan que se hallen temporalmente libres. Con unas pocas amigas especiales se «une», como a él le gusta decir, durante meses, y en los casos más raros, durante un año. Y a veces, coaccionando la vanidad herida, Aliosha puede «cohabitar», como también dice (al igual que los escritores, evita repetir una palabra, en este caso el lascivo término ruso que significa «fornicar», en oraciones consecutivas), con viejas amigas de hace muchos años. Pero en la mayoría de los casos, pierde interés, y por tanto no soporta copular, después de haberlo hecho tres o cuatro veces. «Un naipe jugado», dice con un poco de melancolía. Por otra parte, los «naipes viejos» son las mujeres mayores de veinticinco años, a las que generalmente elude.

La chica exhibía pantalones de esquiar importados y una expresión estupefacta que realzaba su encanto en esa tarde gélida. Pero la existencia de algo extraño enturbiaba su relación con Aliosha desde el momento en que se habían encontrado, dos horas atrás, en la alegre pista de patinaje vecina al estadio Lenin. Ella aceptó recatadamente la invitación al apartamento de Aliosha, y mientras sorbía una descongelada medida de vodka y mordisqueaba el shashlik de su anfitrión, conservó su desapego propio de alguien que sabía algo importante. Sólo revela su secreto cuando Aliosha se introduce entre sus piernas alzadas.

—No me recuerdas —dice fríamente desde debajo de él—. Hace cuatro años, aquí, sobre el diván. Yo era una tonta chiquilla de la escuela secundaria.

La sorpresa, la preocupación y un júbilo perverso dilatan los ojos de Aliosha, pero cuando responde su expresión es indescifrable.

—Claro que lo recuerdo, cariño. ¿Cómo podría haber olvidado esa noche única, imborrable?

Sin embargo, la rememoración del encuentro previo le ablanda. Cuando ella se apea del coche, Aliosha recurre a mí en busca de consuelo.

—Dios mío, ¿por qué las mujeres hablarán tanto? ¿Y qué puedo decir de mí? La vejez es el azote de las células de la memoria.

La necesidad de nuevas compañeras mantiene a Aliosha en un estado de búsqueda constante, y complica implacablemente sus jomadas ya de por sí extraordinariamente activas. Sus amigos artistas lamentan a veces que no haya canalizado hacia una empresa constructiva las energías que derrocha en las labores que se ha impuesto. ¡Qué hombre! Puede conversar con los turistas alemanes gracias a lo que aprendió hace treinta y cinco años en un curso de dos horas semanales al que asistió durante un año en una escuela secundaria de los arrabales, y en cualquier velada se convierte en el centro de la atención general, eclipsando a los grandes ingenios de Moscú. Es una tragedia que, por falta de metas creativas, todas estas virtudes se desperdicien en sus juergas.

Su plática, dicen estos amigos, es por sí sola un testimonio de insólitas dotes intelectuales. El ruso permite medir, mejor que muchos otros idiomas, la inteligencia del individuo, porque su complejidad y su inflexión hacen que aún los nativos cultos cometan errores gramaticales. Sin embargo, es singularmente rico y flexible cuando está al servicio de mentes imaginativas y rigurosas. El lenguaje cotidiano de Aliosha se parece al inglés que habla un diplomático irlandés: aun cuando la sustancia sea intrascendente, el flujo de palabras produce por sí mismo un placer estético. Su conversación es a veces demasiado untuosa y pulida, pero nunca es vulgar, sino que está llena de vivaces alusiones originales y de frases premeditadamente obsoletas, así como otras ultramodernas. En el curso de su campaña encaminada a conservar la fecundidad y precisión del lenguaje, discute con sus amigos literatos acerca de las acepciones, las desinencias y las conjugaciones de oscuros sustantivos y verbos irregulares. ¿«Extrañar», en el sentido de «sentir la ausencia de», exige siempre el caso preposicional, o en determinadas circunstancias puede emplearse con objetos inanimados? ¿Es posible que no sólo una persona sino también un objeto esté odievat (vestido), o el único término correcto es nadievañ Después de un acalorado debate, buscan la prueba en alguno de sus diccionarios de palabras rusas y extranjeras, colección dominada por el clásico Dahl en doce volúmenes que siempre está listo, a menudo debajo de uno o dos pares de bragas, en un arcón contiguo a la cama.

Aunque otros amigos niegan que tenga un notable potencial creativo —la especialidad de Aliosha, dicen, es aquella a la que se consagra ahora: exhibirse ante impresionables auditorios femeninos— la mayoría de ellos admiten que en algún recoveco de su persona están latentes los gérmenes de la genialidad, que se atrofian día a día. Sin embargo, cada jomada es también testimonio de su vigor apabullante. Le he visto levantarse a las seis; clavetear el asiento rajado de su inodoro; cambiar el líquido del freno y martillear un poco su parachoques abollado (para evitar la multa por conducir un adefesio por las calles de Moscú); planchar la camisa que lavó para comparecer ante la Justicia; comprar y preparar un desayuno para cuatro; conducir a sus tres invitados a distintos lugares de la ciudad y llegar él mismo, con enorme retraso, a su audiencia judicial de las diez; pasar todo el día en el tribunal, elaborando y pronunciando un enérgico —e inútil— alegato en defensa de un cliente al que le impusieron una severa condena por comprar las corbatas de su propia fábrica para luego revenderlas en el mercado negro; aprovechar la pausa del almuerzo para sobornar al amigo de un amigo que le conseguirá un pasaje de avión a Odesa, por el que en otras circunstancias debería hacer cola durante horas; patrullar por entre las multitudes de la primera hora de la tarde en busca de nuevas conquistas; maniobrar nuevamente entre las muchedumbres de las tiendas para comprar provisiones para la cena; llevarle el televisor de un amigo a un técnico «clandestino» que se ocupará de repararlo; comprarle a una ex amiga un par de zapatos apenas usados que le regalará a otra en el día de su cumpleaños; volver al apartamento y atender media docena de llamadas telefónicas de colegas del foro y de amigos que le proponen planes para esa noche, mientras él descama sobre una tabla de cocina dos kilos de sollo; termina la preparación de la cena mientras distrae a sus nuevos invitados con anécdotas «caseras» contadas desde la cocina; consultar en los comentarios del Código Penal una interpretación controvertida mientras los otros se divierten; extraer de debajo de una pila de trastos acumulada en un rincón las cintas magnetofónicas que le han pedido para animar la velada; iniciar el baile con su mezcla singular de jitterbug y frug; y finalmente, gozar con la nueva chica, o las nuevas chicas, aunque una parte de él habría prescindido gustosamente de la consumación sexual.

(Cuando añoro a Anastasia, le interrogo acerca del tiempo que pasaron juntos, y Aliosha destaca la fascinación de ella por el lenguaje y la naturaleza especial de su atractivo. Al decirle a Masha, en La gaviota de Chejov, «Cierra la ventana, tebe naduiet», uno de los personajes incurrió involuntariamente en un juego de palabras que podía significar tanto «te preñarán» como «te llega una corriente de aire». Cuando en todo el Teatro de Arte de Moscú sólo dos personas rieron en voz alta, él comprendió que debía seguir acosándola.)

Postrado después del orgasmo —al que ya no llega fácilmente, ni siquiera cuando se esmera para poder cumplir con la norma de la casa, «No Dejes Nada Inconcluso», y concurrir luego a una cita tardía— vuelve a levantarse porque ha recordado que debe ejecutar una última tarea. Se pone sobre el torso desnudo y los calzoncillos una zamarra finlandesa, que es una de las últimas reliquias de sus tiempos de joven calavera, y sale a la fría intemperie de las dos de la mañana para desaguar el radiador del coche. Como hace casi un mes que no consigue líquido anticongelante, y como no quiere utilizar alcohol porque éste corroería las tuberías ya supurantes (los repuestos de caucho son aún más difíciles de conseguir que el anticongelante), todas las noches debe llevar a cabo este cometido, antes de acostarse, durante los meses más rigurosos del invierno. Es un toque de simbolismo: aquí nada se puede dar por supuesto; nada se obtiene fácilmente.

Hace diez años, Aliosha era una celebridad en el embrionario jet set moscovita de músicos de jazz, mujeres hermosas y propietarios de automóviles: los varios centenares de figurones que se conocían entre sí, de vista o por su reputación, y a quienes algunos conserjes hacían avanzar hasta la cabeza de la cola, abriéndoles los portales. Aunque eran muy pocos para una ciudad de estas dimensiones, su alta condición emanaba, mutatis mutandis, de las mismas fuentes que encumbraban a los personajes de Chelsea o del frívolo East Side. Belleza, padres ricos, una colección de discos de los Beatles, contactos con los organizadores de buenas fiestas y con los individuos que sabían dónde era posible comprar perfume francés. A menudo bastaba descollar, como Aliosha descollaba notablemente, por el porte, la energía o el savoir faire, de la opaca mayoría de los moscovitas. Aliosha era el animador de todas las reuniones y el tejedor de las ilusiones del mañana apocalíptico, y le invitaban a las mesas de los productores teatrales, de los proveedores clandestinos de iconos y de los hijos de los generales. También tenía su propia reserva de divisas extranjeras, y este hecho, sumado a su vivacidad, determinaba que en Moscú y en el Mar Negro le consideraran un gran derrochador. Y era un petimetre, cuyas prendas occidentales, entonces pavorosamente caras, abarcaban desde los calcetines hasta el abrigo.

Aun antes de que se agotara su fuente de fortuna, empezó a retirarse del ambiente de los cafés y a maniobrar, como un solitario. Cuando descubrió que prefería las dependientas de tienda a las estrellitas, se cansó de perseguir a las elegantes —que a veces son más estridentes aquí, en proporción a la mayor cotización esnobista de las botas italianas— y manifestó una creciente preferencia por las veladas con sus admiradoras anónimas. Aunque todavía era bienvenido cuando hacía ocasionales incursiones públicas por los lugares de moda, como el Club para el Personal Cinematográfico, se replegó a una vida más sencilla, y no se molestó en sustituir sus gastados trajes hechos a medida. Todo es casero y provisional, para evitar las obligaciones vacías.

Para ejercitarse, a veces nada en la piscina descubierta próxima al Kremlin, o visita un bania para disfrutar de una hora de vapor y de zurras con ramas de abedul. Pero su deporte favorito es el badminton sin red, improvisado en un campo sobre un metro veinte de nieve. Una vez al mes, una limpieza a fondo pone un poco de orden en su apartamento. Sus amigos propietarios de coches le visitan para que les asesore sobre los problemas de las bujías y les dé los nombres de mecánicos sobornables. También trabaja ocasionalmente como abogado honorario de una comisión de control financiero: éste es su «seguro», que asume la forma de un testimonio de su «probidad soviética» para el caso de que un día le procesen por su estilo de vida patentemente poco bolchevique.

Su automóvil merece un cronista especial. Es imposible encontrar tiempo para practicar la compostura total que cada una de las piezas reclama a gritos: el objetivo es hacerlo funcionar boy, y para esto hace falta una singular combinación de conocimiento, paciencia y sensibilidad. El Volga de doce años de antigüedad, que tiene una palanca de cambios hecha a mano, un techo tapizado con tela de vestidos, y las características de marcha de un carro de combate dado de baja del ejército, no conserva una sola de sus piezas recambiables originales. Transporta prácticamente cualquier cosa. Por ejemplo, una bañera nueva desde una barraca hasta su apartamento. (A la vieja le habían abierto un agujero durante una fiesta.) La forma en que Aliosha conduce por las heladas calles suburbanas —obedeciendo las indicaciones de los carteles viales de Moscú, siempre a oscuras, y varios volúmenes de reglas— está a la altura del «ingenio yanqui» de sus reparaciones de emergencia. Incluso después de consumir grandes cantidades de vodka, conserva suficientes reflejos para esquivar los atroces baches de las calles penumbrosas sin realizar virajes bruscos, así como para embaucar a los policías que detienen conductores al azar y arrestan a todos los que dan el menor indicio de estar borrachos. Cuando dobla velozmente por los callejones laterales para verificar si nos sigue un coche de la KGB, lo hace con tanta naturalidad que nadie desconfía de la maniobra.

En medio de todos estos trajines, su cacería sexual, que parece alimentada por una fuente autónoma de energía, ilustra el viejo adagio según el cual sólo los hombres atareados tienen tiempo para abordar cosas nuevas. El vivir a la pesca de catas bonitas es un hábito incurable en él, lo mismo que la técnica de «registrar» para juergas futuras a aquellos hallazgos que no acceden a acompañarle inmediatamente. Los caprichos de la comunicación local —muchas chicas sin teléfono particular, a las que sólo se puede encontrar en sus empleos; otras que se han cambiado de domicilio o que se equivocan al dar sus nuevas señas— exigen una cuidadosa compilación de «coordenadas». Aliosha ejecuta este trabajo con una minuciosidad atípicamente diligente y patentemente poco rusa, anotando nombres, números telefónicos y —cuando las jóvenes tienen maridos o padres quisquillosos— las señas de los intermediarios. En dos semanas, una agenda de bolsillo se llena desde la primera hasta la última página con datos de esta naturaleza, volcados en una grafía cuidadosamente comprimida, y complementados con descripciones de cada chica, en tres palabras, para evitar olvidos —aunque éstos son raros: recuerda con pasmosa nitidez a mil Natashas distintas—, y también con bosquejos de cabañas y casas, y, cuando ello es indispensable, timbrazos en clave, descripciones de vecinos hostiles que conviene eludir en los apartamentos comunitarios y diagramas de callejuelas que ni siquiera figuran en el mapa de Moscú, por lo pequeñas.

Para facilitar la identificación, inscribe a los «cuadros» con apodos. El ruso, tan rico en vocabulario, es desproporcionadamente pobre en materia de nombres propios contemporáneos: de cada diez muchachas adolescentes, siete se llaman Galia, Natasha, Tania o Svetlana. Nosotros, por consiguiente, las llamamos «Tamaño gigante», así como «Hermano-rabioso», «Tetas gordas» y «Everest» Natasha; en tanto que «Eficiente», «Dedos de los pies», «Dos-en-uno» y «Superveloz», distinguen a una Alia de las otras. (El mundo se vino abajo una noche —esa fue la rara excepción a la regla de la camaradería que impera en el harén de Aliosha— cuando dos Galias, «Comisario» y «Ala izquierda», se encontraron en el mismo lecho.)

Sin embargo, la vida de estas agendas atestadas de nombres es tan limitada como las de los códigos ultrasecretos. Cuando inaugura una nueva, desecha despreocupadamente la anterior. Al pasar frente a un cubo de basura, Aliosha deja caer la libretita negra sin detenerse, y sigue caminando deprisa.

—Caray, mira lo que has hecho —protesté la primera vez que le vi desprenderse de esa manera de uno de sus inventarios—. Por suerte tengo guantes.

La agenda, que había desaparecido en el interior de un cubo de la oficina de correos donde se acumulaba un amasijo pringoso de colillas y saliva, contenía las «coordenadas» de dos o tres docenas de muchachas tan apasionadas, amables y bien predispuestas, que no me cupo duda de que había cometido un error involuntario.

—Algunas personas opinan que debería quemar estos catálogos —dijo, con la intención de explicar el «error»—. Pero éste es un país libre. Aquí no necesitamos la paranoia del Pentágono, que exige permanecer constantemente alertas a las cuestiones de seguridad. Vivimos lo suficientemente seguros como para arrojar los trastos viejos.

La eliminación de estos archivos «fastidiosos» ayuda a explicar la paradoja de la penuria en medio de la opulencia, en razón de la cual Aliosha se encuentra ocasionalmente sin un alma a quién dirigirse. Esto sucede generalmente los fines de semana después de las siete de la tarde, cuando las calles están casi vacías de posibles presas, y muchas chicas bonitas, que ya han salido de sus casas, no atienden el teléfono. El último de estos trances nos sorprendió a Aliosha y a mí encerrados en una solitaria cabina telefónica, en una calle desolada, sin edificios ni árboles. Mientras el viento nos azotaba a través de los vidrios rotos, él se devanaba los sesos en busca de una candidata prometedora.

—Por el amor de Dios —rogué, sacando una voluminosa agenda del bolsillo de su antigua zamarra—. Deja tus melindres para la próxima vez. Llama a una de éstas.

—No —murmuró—, ésta es una libreta desechada.

Y volvió a repasar sus movimientos recientes para encontrar la cara nueva que salvaría la velada.

Hay que aclarar que generalmente vuelca a la nueva libreta los nombres excepcionales de la antigua... y también que la memoria de Aliosha le permite reanudar el contacto con «cuadros» registrados en agendas de las que se desprendió muchos meses atrás. Sin embargo, esto sigue implicando una pérdida de materiales de investigación semejante a la que se produciría si un estudiante graduado destruyera las notas que ha acumulado durante un mes para su tesis. Aliosha hace una comparación muy distinta.

—Naipes viejos —dice, en respuesta a mi persistente mirada de asombro—. ¿Tienes apetito? ¿Quieres comer algo sólido?

Su dirección, por el contrario, ocupa un lugar destacado en un millar de libros de citas, por lo demás en blanco, que ocupan las carteras vacías de las adolescentes. Un registro inagotable de «ex amantes», lo utilizan como cicerone para orientarse en el Moscú alegre, y algo más. Aunque la mayoría de ellas admiten enseguida que tienen muy pocas probabilidades de repetir el festín sexual con él, y menos probabilidades aún de entablar una relación romántica, continúan presentándole una multitud de problemas personales, dignos de un tribunal para litigios domésticos. Llevado por su propia compulsión, agobiado por una docena de tribulaciones diarias que van desde la búsqueda de un lugar donde adquirir un eje de levas hasta la forma de saldar su deuda más antigua, agrega estoicamente otras delicadas obligaciones a su lista cada vez más recargada. Una chica —a quien no ve desde hace tres años— desea saber cómo podrá conservar sus derechos de ocupante precaria en el apartamento de su madre moribunda; a otra la descubrieron en la fábrica robando golosinas (ocultaba los bombones entre su pelo) y está desesperada por conservar el empleo; una tercera tiene un jefe que le descuenta, para su propio peculio, una parte del sueldo... y, además, vive atormentada por las ladillas. (Cuando el ungüento de Aliosha las elimina, trae a dos amigas con el mismo problema... y él las «ensarta» después de haber verificado la curación con una lente de aumento especialmente destinada a ese fin.) Pero el caso que tiene prioridad es el de la chica que trata de conseguir que el padre de su bebé le preste asistencia, después de que un funcionario de justicia atolondrado le libró de la obligación de pasarle una cuota para alimentos. Aliosha es el hombre a quien se puede recurrir cuando uno se halla en tales apuros: si es posible sobornar a alguien, sacarle una información a una burocracia congénitamente muda, obtener un medicamento costoso que no está al alcance del público común, él es el hombre indicado para hacerlo.

Otras ex amantes vienen sólo para verle, para encontrar un sitio en algún lugar de su sala de estar-dormitorio-comedor-cabaret, hojear la deslumbrante pila de Lijes y Elles mugrientos y disfrutar de la atmósfera electrizada que sus movimientos generan en cualquier recinto: la fisión de emoción y acción en una ciudad desprovista de vida nocturna. El atractivo de Aliosha no reside exclusivamente en las provisiones de su cocina y su repertorio de chistes, más vasto que su selección de comentarios caprichosos pero superintencionados acerca de los acontecimientos del día. Puede aportar el «amor a la vida» que todos los periódicos reclaman diariamente para el aturdido pueblo soviético («jubilosos y enamorados de la vida, seguimos el derrotero de Lenin...») pero que está tan ausente de las calles nocturnas como lo está todo aquello que se sustituye con la propaganda.

En algún rincón de su intimidad Aliosha también es una persona muy triste. En la víspera de Año Nuevo, la única vez que le vi conspicuamente borracho, me confesó que los libertinos y los payasos viejos son repulsivos para todos, incluso para sí mismos. (Esa fue, también, la única vez que por debajo de su capa de frivolidad y sarcasmo afloró una amargura descamada. «Odio a estos bastardos del Kremlin —dijo—. Bestias estúpidas que nos han hecho esto a todos nosotros... Me gustaría ir allí con una ametralladora y prestarle un servicio al mundo.») Sin embargo disfruta de la vida, cosechando e impartiendo alegría con elementos de Cándido, Tom Jones y Puck. Sólo los clisés —la «pasión vital» de los occidentales y la «afirmación vital» de los soviéticos— pueden sugerir cuál es el efecto que produce sobre quienes le rodean, porque está más próximo a un jocundo héroe de ficción que a un hombre de carne y hueso. Cuanto más me esfuerzo por identificar la fuente de su atractivo, tanto más me alejo de su escurridiza vivacidad, porque todo lo que hay de más cautivante en él —la cháchara espontánea, el vagabundeo a tontas y a locas, los ojos cargados con toda la gama de las emociones humanas— es lo menos descriptible. Los miembros de su audiencia continúan sonriendo aun entre una historia y otra, convencidos de que ellos también pueden amar la vida y ser felices.

Esto es lo que induce a las chicas a pasar sus veladas libres sentadas, sencillamente, como espectadoras, en el cuarto de Aliosha, heroicamente atestado. En grupo de dos o tres se encaminan hacia su apartada casa de apartamentos y encuentran el camino, sin que nadie las invite, hasta su destartalada puerta, a veces varios años después de haber pasado unas pocas horas con él. En una oportunidad, cinco parejas de mujeres llegaron aisladamente, por su propia cuenta, entre las siete y las doce de la noche. Cuando sus actividades le demoran en el centro, se encuentra, al volver por la noche, con pequeños grupos que acampan sobre el banco de troncos de su patio de aldea, al que han limpiado de nieve.

Para pasar las horas de espera, las trémulas ex amantes intercambian presentaciones y chismes, costumbre que ha servido para forjar media docena de excelentes amistades al margen de Aliosha. Este, que arriba a su casa con los bolsillos atestados de botellas y con una montaña de provisiones envueltas en papel que se sostiene milagrosamente entre sus brazos, hace las presentaciones entre las chicas que le esperan y las otras, nuevas, que le acompañan, y todos suben la escalera en una silenciosa fila india. Él vuelve a bajar corriendo, a su coche, en busca de las carteras que, junto con la nariz, constituye su archiconocida marca de fábrica. El cuero ajado de éstas se halla tan atiborrado de latas, tarros, botellas y paquetes de huesos para la sopa —nunca de papeles burocráticos, los cuales llenan sus bolsillos— que muchas chicas ni siquiera pueden levantarlas. Después de la comida y el baile, que es para todos, las viejas amigas ven la televisión u hojean revistas mientras Aliosha, a poca distancia de allí, en el pequeño cuarto iluminado, «cohabita» con las nuevas.

Aliosha, que es muy imaginativo en cuestiones de copulación —aunque esta imagen es un poco imprecisa, porque todas las posibilidades de experimentación se agotaron muchos miles de cuerpos atrás— acaricia y besa el sexo de su nueva amada, poniéndose a menudo en cuclillas debajo de ésta, que le monta sobre la cama desvencijada. Mientras la satisfacción de la lujuria llena la habitación de olores linfáticos, sólo las más tímidas de las ex amantes se trasladan a la cocina o el cuarto de baño. La mayoría de ellas continúan abstraídas en sus revistas o su conversación, sin mirar ni desviar la vista, sin protestar ni hacer mención de marcharse. Muchas jóvenes rusas —¿o acaso sólo sucede con las devotas de Aliosha?— se pusieron escarlatas cuando él las detuvo por primera vez en sus caminatas sin destino, pero ahora miran copular a sus semejantes como si sólo estuvieran pasando el aspirador a la alfombra.

Cualquiera sea la explicación de esto, jamás vi que Aliosha despidiera a una visitante.

—Cristo, qué frío hace afuera —dice, como si se disculpara ante mí por abrir la puerta a otra chica que llega sin aviso previo—. Probablemente las pobrecitas han venido en un autobús desprovisto de calefacción. Démosles algo de comer...

En muy raras ocasiones —por ejemplo, en los últimos momentos de la «trepanación» de una nueva chica— se niega a contestar todo lo que no sea la última versión (cha cha cha-cha-cha) de los golpes en clave de sus amigas más íntimas. Pero una vez que abre la puerta, su rostro aparece surcado por arrugas de pícaro asombro, y le da a su visitante una bienvenida más calurosa con la fisonomía que con sus a veces exageradas salutaciones.

Dentro, la comida tiene prioridad. Un psiquiatra podría aportar varias explicaciones a su empeño en alimentar mucho y bien a todos sus huéspedes. ¿Acaso pasó hambre en su infancia? (No precisamente, según lo que yo sé acerca de la etapa más difícil de sus primeros años.) No obstante su jocunda insistencia en el hecho de que la actividad sexual tiene tanta importancia emocional como la ingestión de una uva, ¿siente remordimientos por las viñas de sus conquistas? Entre todo el colosal Niágara de teorías sociales socialistas-bolcheviques-marxistas-leninistas, sólo le entusiasma el famoso aserto de Alexandra Kollantai —luego repudiado por Lenin— según el cual «en la sociedad comunista la satisfacción de los deseos sexuales será tan simple e intrascendente como beber un vaso de agua». ¿O, como afirma un viejo amigo, su inusitada libido es una maternidad sublimada, y Aliosha desea ser madre de todas las muchachas del mundo? Cualquiera sea la verdad íntima, se muestra tan solícito con los apetitos de sus huéspedes que cuando las últimas visitantes de la noche se encuentran con una nevera que ya ha sido vaciada por quienes ya se han acogido a la hospitalidad de la casa, Aliosha sale en busca de nuevas vituallas... aunque haya consagrado una buena parte del día a la compra de provisiones y a la elaboración de los platos ya consumidos. Es cliente asiduo de los cinco o seis mejores mercados campesinos de la ciudad; pequeñas concesiones a la propiedad privada, hechas a regañadientes, donde los agricultores severamente vigilados, y obligados a pagar gabelas punitivas, pueden vender, a precios exorbitantes, una porción de los productos de su trabajo personal, siempre muy superiores a las mercaderías raquíticas de las tiendas comunes administradas por el Estado. Gracias a sus pagos regulares —y, cosa rarísima en los lugares públicos, gracias también a su sonrisa afable— le conocen asimismo los supervisores y dependientes de mostradores estratégicamente situados en un puñado de las tiendas mejor provistas de carne, pescado, salami y queso. Si existe alguna posibilidad de rescatar de manos de estos servidores públicos una cantidad de la última partida de lomo o perca, que en general queda automáticamente reservada para los familiares y amigos, el favorecido es Aliosha.

Estas extravagancias cotidianas tienen algo en común con la actitud de algunos aristócratas rusos, que pedían préstamos cada vez mayores para financiar bailes deslumbrantes con los que trataban de borrar el recuerdo de sus deudas. Sobre todo en la estación fría, cuando cuatro tomates de invernadero cuestan el sueldo diario de un ingeniero y medio kilo de carne de ternera es sólo un tema de conversación, Aliosha se deja una fortuna en cada incursión al mercado o a una tienda. La fuente de origen de sus ingresos es una historia aparte, que no conozco íntegramente. También lo es la forma en que nutre la perseverancia necesaria para sus expediciones de compra: para atraer la atención de las asediadas vendedoras, para correr de sus colas a las que se extienden delante de la ventanilla de la caja, para explorar una docena de establecimientos atestados —como un zoco marroquí a mediodía— de compradores que curiosean, charlan, empujan y esperan un milagro. En diez minutos, entra y sale gallardamente de esos establecimientos donde pululan enjambres de seres pisoteados, y lo hace con las carteras abultadas por un botín que muchos no podrían cosechar en una tarde íntegra.

Una vez más, la pura energía física —una rumba a través de la muchedumbre para flirtear con la vendedora, un ágil repliegue hasta la entrada para sonreírle a la rolliza cajera, una carrera hasta el teléfono más próximo, y luego hasta el que funciona (para llamar a la Alegre Galia, como estaba convenido, a las tres en punto) mientras le envuelven el jaiva— le permite atravesar y superar la multitud de obstáculos que separan a los moscovitas de los privilegios que alegran la vida cotidiana. A veces comenta, suspirando, que envejece rápidamente, aunque por envejecer entiende caer enfermo. Convertido en un cascarón de lo que era antes, se siente infectado por una extraña lasitud (pero el hábito le mantiene en movimiento). En una oportunidad esto pareció salir de los límites de su habitual autoescarnio y habló de visitar una clínica. Sin embargo, hace casi treinta años que no le examina ningún médico, desde la última revisión superficial a que le sometieron en el ejército. En ese lapso no ha estado enfermo... o mejor dicho, ha puesto en juego toda su fuerza de voluntad para no estarlo. Cuando le atacó una hepatitis infecciosa, hace varios años, tragó varias aspirinas, renunció temporalmente al vodka, y después de pasar tres días en cama volvió a lo que para él era la vida normal.

La enfermedad y Aliosha son dos aspectos de la vida totalmente desvinculados entre sí, como pueden serlo la pobreza y la familia real británica. Mentalmente, le imagino bronceado, con la tez lisa y convertido en el paradigma de la salud. Músculos flexibles, una ligera curva de gordura invernal, un cuerpo que no es demasiado robusto, ni está muy mimado, ni es visiblemente vigoroso, pero que disfruta de una indestructibilidad hechizada que le protege incluso de los resfriados y la gripe que postran desde octubre hasta mayo a una buena parte de Rusia, víctima de falta de vitaminas. Es el único adulto, entre todos los que conozco, que prescinde del sombrero, excepto durante los peores momentos de frío, y su hirsuta cabellera de color salpimentado ofrece un extraño espectáculo, porque las otras cabezas descubiertas pertenecen a adolescentes que quieren demostrar su vigor. Y si su resistencia juvenil se está agotando, realmente, lo cierto es que todavía le bastan cuatro o cinco horas de sueño por la noche, incluso después del más demencial de sus días sobrecargados.

A los visitantes espontáneos que llegan a última hora, les resulta mucho más difícil encontrar vituallas. Después de las nueve, Aliosha debe trasladarse en coche a una de las pocas tiendas con horario nocturno, tiendas cuya ubicación, mercaderías y especialidades circunstanciales él conoce mejor que cualquiera de los funcionarios de la corporación de tiendas al por menor de la ciudad de Moscú. Hay que subir por una calle lóbrega, atravesar unos callejones desiertos (en uno de los cuales habitan tres hermanas adolescentes, ex amantes consecutivas de una tórrida semana del verano pasado), marchar a pie por un último atajo hasta una tienda cuyo principal objetivo parece consistir en ocultarse del público.

—Claro que es difícil encontrarla —suspira, formulando su comentario favorito acerca del precepto rector del régimen soviético—. De lo contrario la vida podría ser ligeramente más fácil para el pueblo.

Esta particular «Gastronomía», como se autodenomina modestamente, es una reliquia de preguerra, con un letrero chisporroteante y dependientas malhumoradas, vestidas con guardapolvos sucios. Pero su monumental anonimato encierra, por contraposición, una ventaja. Aliosha sabe que aunque a esta hora se han agotado los quesos comestibles y las escasas latas de cangrejos, es posible que haya un poco de carne tierna, que quedará maravillosamente adobada con su salsa de eneldo. Además, a veces puede persuadir a la administradora de una tienda más pequeña, situada a sólo cinco minutos de allí, para que se desprenda de algunos de los artículos que birló para su hijo recién casado.

Cuando todas estas tiendas nocturnas están cerradas, Aliosha corre a la que tiene la encargada de limpieza más fácil de sobornar. Golpea la puerta cerrada con cerrojo, blande un puñado de rublos —aunque ocultándolos de la policía y de la vista del público— e interpreta una llamativa polca y recita un torrente de zalamerías interrumpidas por las risas ahogadas con que se burla de sí mismo por haberse reducido una vez a esa ridícula postura, y entona sus halagos más cautivantes para suplicar a una bruja armada con una escoba que le suministre algunos artículos. Fracasada esta maniobra, se traslada al restaurante más próximo y Se introduce en la cocina durante los estrepitosos minutos que preceden al cierre. En realidad, no se trata de un restaurante sino de un café relativamente nuevo, cuyas molduras de aluminio ya han empezado a desprenderse del cristal empañado: un refugio —para las maldiciones proletarias, las carcajadas alcohólicas y el desahogo invernal— que pocos miembros de la intelligentsia moscovita, y menos aún los forasteros, tendrían razones para visitar. Para terminar de desalentarlos, bastan las escenas que se desarrollan en las mesas y los retretes, en tanto que el intercambio de injurias y de ultimátums que tiene por escenario la cocina, junto con el colmo de desorganización que impera en el equipo y el personal, hacen que parezca imposible que el establecimiento pueda abrir sus puertas al día siguiente... o algún otro día. Sólo las masas rusas, que nunca han conocido el más elemental bienestar mundano, pueden disfrutar en medio de tanta sordidez. Siento deseos de reír y de llorar por ellas cuando las veo sumidas en su alegre inconsciencia.

Aquí, Aliosha se siente simultáneamente cómodo y totalmente ajeno, como un misionero entre sus cariñosos aborígenes. En medio de los bufidos del cocinero, de los alaridos indignados de los lavaplatos campesinos y de los rezongos de un comensal borracho que trata de volver a unir una manga a su chaqueta, Aliosha cierra el trato con un camarero venal y con el administrador de turno. (Años atrás, cuando era director de un restaurante de mejor categoría, en el que eran bienvenidos los extranjeros, ese administrador acostumbraba a realizar una buena parte de sus transacciones clandestinas con Aliosha, quien a su vez tenía acceso a más altas esferas. Luego, fue destituido por organizar el robo de un cargamento relativamente modesto de vinagre.) A cambio de una ligera prima sobre los precios de la lista, el amigo en desgracia de Aliosha le abastece con varias porciones de cocido de gallina sobrante y con un volumen suficiente de vino (aguado). Victorioso al fin, elude cuidadosamente las mesas cargadas de sobras y los charcos del suelo, y vuela a casa con su botín para los comensales que le aguardan. Después contempla cómo comen sus invitadas, se lava, las enamora y fornica con ellas hasta el agotamiento.

La historia de Svetlana «Gamuza». Descubierta el domingo, en la taquilla del cine Metropole. (Su abrigo de gamuza, aunque francamente inadecuado para la temperatura reinante, le resulta tan querido que no puede dejar de exhibirlo.) Renuente a acompañarnos porque tiene una entrada para la próxima función, se presenta en el apartamento el martes, bebe media botella de vino de postre y se desviste. Sus dimensiones se avienen con su oficio: pertenece al gremio de la construcción. El miércoles, cuando Aliosha y yo volvemos en el coche, nos aguarda impacientemente. El jueves propone tomar fotos pornográficas, posa vehementemente, pero se retira ofendida cuando llegan otras chicas. El viernes, la reconozco bajo su gruesa chaqueta acolchada: es la mezcladora de cemento del nuevo edificio de la Universidad, situado en el trayecto al metro... la misma que vi por casualidad hace varias semanas, cuando venía de la residencia con Masha. Esta vez está un piso más arriba en el esqueleto del edificio, y le grito:

—¡Hola, Svetlana! Ven a almorzar conmigo, en la cafetería. —Ahora no puedo. Tengo que continuar con el trabajo.

El lunes no está en la obra y no vuelvo a verla.

Aliosha no se conforma con suministrar comida... incluso comida buena o variada, que, para los rusos que no tienen moneda extranjera o cupones del Intourist, es muy escasa. Tanto, que los occidentales interpretarían los detalles de las carencias y de la decreciente calidad como una forma grosera de propaganda anticomunista.

—Naturalmente, el caviar es demasiado sustancioso para la sangre rusa —suspira—. Pero antes conseguíamos esturión, salmón ahumado y, con cuentagotas, brema o anguila. Veinte variedades de pescado dignas de un huésped. Ahora eres afortunado (y entiendes bien que yo no me puedo quejar) si encuentras un arenque salado con suficiente grasa para mantener húmedas sus espinas.

Sin embargo, recorre kilómetros en busca del trofeo que le servirá para preparar la comida. Juzga rápidamente la carne por el color, la textura y el olor, y le basta una mirada para distinguir los pollos congelados búlgaros de los polacos. Vuelve deprisa a casa, busca un lugar donde guardar las piezas del molinillo de café —hace semanas que necesita una reparación— y pone manos a la obra, desplumando el pollo, descamando el pescado o trinchando el asado con su cuchilla de carnicero.

Sus manazas son tan hábiles para ejecutar estas operaciones como para componer motores eléctricos y —dado el pésimo servicio profesional— realizar sus propios trabajos de fontanería. Es capaz de probarlo todo: carpa horneada con salsa agria, tabak de pollo con salsa caliente casera, escalopas crudas con su condimento exclusivo de mayonesa de limón, mostaza y eneldo. Las hierbas frescas, tan raras y costosas en invierno como los ejemplares de Penthouse, desempeñan un papel capital en sus especialidades. Como un prestidigitador, despeja un lugar para servirlas, y busca los cubiertos de la comida anterior para lavarlos y dejarlos listos para la próxima.

A Aliosha también le complace satisfacer los caprichos de su visitante. Incluso a última hora, cuando el noventa y nueve por ciento de los rusos reprimen instintivamente su hambre porque saben que cualquier expedición en busca de sopa o pan será inútil... él acepta pedidos. Cuando, en medio del silencio que reina en Moscú a medianoche, una obrera textil provinciana, de ojos tristes, a la que acaba de reclutar en la estación de ferrocarril, insinúa que le gustan los huevos, él cambia de rumbo y enfila hacia una aldea que hiberna al norte de la ciudad, despierta al ocupante de una ruinosa cabaña y regatea la compra de todo lo que las encolerizadas gallinas se resignan a entregar a esa hora. (A consecuencia de uno de los periódicos fallos en el abastecimiento de Moscú, hace varias semanas que nosotros no comemos huevos.) Veinte minutos más tarde, la famélica huérfana devora media docena de ellos, fritos en manteca, y ligeramente espolvoreados con petrushka, un aromático perejil. Probablemente porque conoce pocos caballeros entre los capataces y mujiks borrachos —y, entre paréntesis, tampoco habrá saboreado a menudo huevos sur le plat en toda una vida de pan, kasha y patatas— busca un cubo y una bayeta para fregar el empañado suelo de la sala y expresar así su gratitud.

—Mañana será otro día, querida Evguenia —le regaña dulcemente Aliosha, mientras la sienta sobre el lecho para quitarle los zapatos.

Cuando la dependienta de una tienda de inferior categoría comenta que nunca ha probado el voblia, ese pequeño pescado salado del Volga que los paladares rusos reverencian (y que, como muchos manjares tradicionales, está desapareciendo incluso del vocabulario cotidiano), Aliosha consulta a los contactos que tiene en los almacenes y en su próxima visita le sirve un cubo lleno, regado con cerveza fresca Yigulovskoie... la marca que nos encanta pronunciar.

—Qué diablos, que la chica pruebe algo excepcional antes de que importemos Coca Cola —explica, mientras vamos a buscar su ración de voblia (y simultáneamente apresura el paso para interceptar a una morena con unos soberbios labios carnosos)—. ¿Con qué otra cosa puede soñar? ¿Con el día que sirven macarrones en la cafetería? Y cuando nuestro Partido Leninista, en su infinita sabiduría, compra pasta, se trata de material de desecho que los sicilianos o los sirios nos vendieron muy contentos.

Este es su argumento habitual para explicar el fanatismo con que se consagra a la idea de que todos deben sacar el mayor provecho de sus banquetes. Pero cuanto más le conozco, mejor entiendo —renuentemente, porque no deseo participar de su tristeza— las causas profundas de su preocupación. El anhelo vehemente de satisfacer el apetito también forma parte de la ficción con que el hedonista intenta convencerse a sí mismo de que la vida es corta y absurda, y de que toda lucha por un mayor progreso social o intelectual está condenada al fracaso desde el comienzo mismo. Esto, a la vez, le sirve para probar que la búsqueda de valores artísticos o humanísticos es un pomposo autoengaño: cuanto más se aleja la gente de las necesidades animales, tanto mayor es su perturbación emocional y la probabilidad de que sus buenas intenciones sean nocivas. Mucho más honesto y constructivo, argumenta, es encontrar y preparar una pata de cordero en lugar de perfeccionar la mente componiendo odas a los pastores de las granjas colectivas o un nuevo panegírico acerca de la felicidad de los borregos socialistas,

—Las reglas concretas, operantes, del país, son aviesas y brutales —dice—. No conoceremos ningún cambio significativo en las fuentes de opresión. Quizá la tentativa de realizar algo honesto y digno beneficie a alguien, pero también es probable que no haga sino aumentar el padecimiento de los seres vivos. La responsabilidad más madura consiste en mitigar la pesadumbre de unos pocos amigos.

Al ocupar su día con mil diligencias en el mercado, Aliosha demuestra dos cosas al mismo tiempo: que su teoría es parcialmente correcta y que necesita creer que es la síntesis y la sustancia de la vida.

El punto débil en su cinismo reside en su propia devoción por el racionalismo —y por la poesía—, que aflora cuando tiene la guardia baja. No importa lo que diga acerca del destino de Rusia y las penurias de su juventud, su profunda necesidad de mantener las manos y la mente ocupadas con diversas tareas constituye ciertamente una forma de eludir la comprobación inconsciente de que está dilapidando sus dones. En este sentido, la gula se une a la sexualidad como un medio para eludir verdades hirientes acerca del derroche de energía y talento: es su aportación a la tragedia del país y a la insensatez de la condición humana.

Pero estas especulaciones dan una imagen totalmente falsa de nuestro regocijo cotidiano y de la autenticidad de su desprendimiento. Mientras hace repicar las cacerolas de hierro en la cocina —donde uno sólo puede alcanzar el fregadero si se estira por encima de la nevera y del calentador de gas eternamente averiado— Aliosha deshuesa los pescados y condimenta el asado porque le encanta hartar a sus amigos en medio del hambre gastronómica general. Nunca he visto una prodigalidad tan dichosa, y su ansiedad subyacente no hace más que aumentar su alegría. El elemento triste consiste en que él, personalmente, es en gran parte indiferente a la comida, excepto cuando se trata de sabores nuevos —le encanta probar las alcachofas y las ostras— o de ocasiones especiales. No obstante su propensión a beber promiscuamente («El agua jamás puede saciar la sed, / antaño cuando era pobre la probé por primera vez») a menudo pasa un día íntegro sin comer: es un cocinero a quien no le tientan sus propias salsas. O se desayuna muy temprano con pan y café y se conforma con esto hasta la hora de la cena, cuando come unas salchichas hervidas. Si siente hambre, se conforma con las sobras. A veces, por la noche, me despierta un ruido, y al espiar por encima de los hombros de la joven que duerme entre los dos, en la cama, le veo frente a la mesa sembrada de botellas, hurgando con la cuchara dentro del cocido frío que alguien dejó en un plato lleno de huesos pelados.

Cuando entablamos relación con Nadia, ésta viste el guardapolvo de su uniforme escolar, cerrado por un casto cuello blanco, y nos dice que tiene diecisiete años, pero confiesa que puede «haberse agregado más o menos un año». Semejante a un vástago de las estampas de Norman Rockwell, con rodillas huesudas y ojos que pestañean constantemente, devora un cuarto de kilo de tarta de manzana que se lleva a los labios como una ardilla, y después ejecuta un strip tease sorprendentemente ingenioso, y hace una reverencia cuando la aplaudimos. Con las piernas extendidas, se examina delante del espejo, y se regocija cuando le decimos que nos parece estupenda por ahí abajo.

De pronto salta fuera de la cama, se viste apresuradamente y se desliza por el hielo hasta una cabina telefónica. (El teléfono de Aliosha está nuevamente incomunicado, probablemente hasta que los encargados del turno matutino cambien la cinta magnetofónica.) Vuelve con las mejillas arreboladas y anuncia que ha invitado a su mejor amiga.

—No quiero que Verochka se pierda esto... Y tal vez no lo creería si se lo contara, sin ofrecerle ninguna prueba.

En su muy inocente entusiasmo hay algo que nos produce la escalofriante sospecha de que no ha llamado a una amiga, sino a sus padres... o a la policía. Al fin y al cabo, es una Chiquilla imprevisible. Pero Vera llega al cabo de una hora: una joven aún más bella, de nariz respingona y curvas más desarrolladas. Las dos comparten el mismo pupitre en el aula.

Nuevamente desnuda, Nadia saluda a Vera como si se hubieran encontrado en una esquina para marchar rumbo a la escuela. Vera se desviste en el cuarto de baño, y aparece cubierta con una toalla. Al oír los elogios que hacemos a sus pechos, revela que ella y Nadia tienen quince años. Antes de dormirse, alternan los jubilosos descubrimientos con una competencia amistosa para resucitar nuestras erecciones.

—No, ahora me toca el tumo a mí... Házmelo a mí como acaba de intentarlo ella... Verochka, acuéstate aquí y deja que te muestre esto.

A la mañana siguiente, mientras Aliosha se ocupa del coche, les pregunto a las condiscípulas, a falta de una conversación más esclarecedora, si en otras oportunidades han hecho esto mismo juntas. No, esta es la primera vez. ¿Entonces cómo es que habéis enfrentado los nuevos... eh... juegos, con tanto aplomo?

—Oh, no somos tan jóvenes como piensas. Deseábamos conocer a algunos hombres interesantes. Lo deseábamos y lo esperábamos.

Aliosha debe sus sustanciosos aunque irregulares ingresos, y su aún más apreciada libertad para disponer de su tiempo, a una excepción parcial a las reglas económicas soviéticas. Es uno de los treinta abogados que integran una cooperativa denominada

Oficina de Consultas Jurídicas, que, no obstante las restricciones políticas y profesionales que impone el control estatal, podría pasar, ante los ojos occidentales, por un bufete jurídico. Las listas de honorarios permitidos y las fuertes tasas fiscales no impiden que quienes se amparan en este refugio legítimo de la empresa semiprivada trabajen fundamentalmente en beneficio propio, gobernando sus tareas personales y sus horarios por sí mismos... gracias a lo cual, si son excepcionalmente activos y competentes, pueden ganar en pocas horas lo que un maestro de escuela gana en una semana. Además, los litigantes experimentados pagan en secreto a todos los abogados el doble de lo que indican las tarifas máximas oficiales, con la esperanza de que sus alegatos estén mejor confeccionados y de que sus pleitos tengan un desenlace más feliz. Lo cual explica la relativa riqueza de Aliosha.

Esto explica, también, que conozca a fondo el complejo aparato del Estado y de los intereses particulares. La información y la experiencia acumuladas durante muchos años de trabajo en los estrados de la justicia, el acceso a rumores confidenciales y la relación estrecha con especuladores y otros ex clientes, complementan un marcado espíritu práctico innato, perfectamente afinado para triunfar sobre el sistema mediante el soborno y el manejo de datos secretos. Y se protege a sí mismo merced a un estudio exhaustivo de los peligros burocráticos, legales y políticos, lo cual le concede un margen de maniobra máximo con un mínimo de riesgos.

Sin embargo, lo que ignora es casi tan revelador como lo que sabe. Si bien está familiarizado con muchos secretos —a quién debe entrevistar para obtener la asignación de un apartamento nuevo en un edificio de trabajadores del ferrocarril, qué personaje del mercado negro puede suministrar una estilográfica Parker o una nevera yugoslava, cuánto hay que pagar por un permiso de residencia en Moscú—, no sabe casi nada acerca de los temas sociopolíticos que se abordan en las veladas de Nueva York... o incluso en los círculos más refinados de Moscú. Esta ignorancia también es un recurso deliberado.

—¿Por qué habría de preocuparme por la persecución contra este intelectual descarriado, o por averiguar el nombre del asilo psiquiátrico donde languidece aquel disidente?

Estos detalles, dice, no le revelan nada nuevo acerca de la naturaleza del régimen soviético o del lugar que él ocupa en su seno, porque hace mucho tiempo que aprendió ambas cosas, y sólo sirven para descubrir los nombres de los nuevos mártires: hoy Fainberg, mañana Gorbanievskaia. Tampoco los diarios informan, y él afirma que sólo se venden para envolver contrabando o remendar las paredes.

—¿Qué contienen mil números de Pravda, que no sepamos ya? ¿O que tenga la menor influencia sobre nuestras vidas, sobre lo que nos interesa a nosotros?

Lo que nos interesa es exclusivamente la actividad que reporta comodidad y placer a nuestra vida cotidiana. La incesante avalancha de hosannas, cifras de producción y consignas de adoctrinamiento político nos sirve de tan poco cuando salimos a buscar limones, dice, como lo que les puede servir a los insectos que horadan la madera. Todo el mundo oficial es un gigantesco andamiaje de mentiras y fantasías, y lo mejor que podemos hacer es rechazarlo conscientemente, en lugar de conformamos con ignorarlo. Puesto que la versión soviética de los acontecimientos extranjeros los convierte en disparates farsescos, Aliosha tampoco sabe nada acerca de ellos, ni se preocupa por averiguarlo. Sólo ocasionalmente formula una pregunta, pensando que mis fuentes occidentales le suministrarán una respuesta fácil. ¿Los terroristas árabes han matado a civiles neutrales en aeropuertos europeos? ¿Los refugiados campesinos huyen del Vietcong? ¿Los norteamericanos reaccionaron violentamente contra el «tributo por educación» que los soviéticos impusieron a los potenciales emigrantes judíos? Estas indagaciones van dirigidas a confirmar sus conjeturas acerca de determinados acontecimientos, conjeturas que infirió de la misma naturaleza falaz de la explicación soviética.

Pero su interés es ocasional, y generalmente elude algo más que el aspecto político del pensamiento social. Rehuye igualmente los filmes, piezas teatrales, novelas y conversaciones «ponderables», y todo lo que huele a «cultura» y cavilaciones sobre el sentido de la vida.

—¿Tiene un final estilo Hollywood? —pregunta, cuando le sugiero que vaya a ver una obra de teatro—. ¿En algún momento bailan un buen cancán?... Cosas deslumbrantes y estridentes... lindas piernas... tú sabes qué es lo que necesita la gente como nosotros.

Afirma que «y Dios creó a la mujer», de Brigitte Bardot, que ha visto en una función privada para personal de la industria cinematográfica, ha sido más útil para la humanidad que Hamlet; sostiene que Peter Ustinov es más humanitario que Dostoievski, porque brinda más distracción a las masas; y argumenta que la gente que gasta dinero, y peor aún su valioso tiempo libre, presenciando obras de teatro llenas de amargura, está desequilibrada. El novelista y el dramaturgo tienen el deber de rescatar a la psique, durante dos horas, de las injusticias, las penurias y la trágica futilidad que conforman la sustancia de la vida soviética.

—No necesitamos que el arte estimule la meditación morbosa. La buena y vieja vida se encarga de eso. No, señor., lo importante es la evasión: una linda melodía en la banda de sonido, aventuras en la pantalla.

Pero entre todas sus tentativas de autoengaño, ésta es la más trasparente. La fingida preferencia por los pasatiempos que «alegran el corazón», refleja nítidamente hasta qué punto respeta la auténtica función del arte. Si finge desdeñar el «teatro del masoquismo», y si, cuando me entrega los volúmenes amarillentos de sus novelas y sus poemas en prosa favoritos, simula que le produce placer librarse de esos viejos trastos, lo hace para evitar las verdades a medias y las falsificaciones del teatro soviético, que priva incluso a los atormentados de una catarsis para sus padecimientos inexplicables.

Esto también tiene un sentido más íntimo. El lema en virtud del cual «la evasión es lo que importa», me aproxima a él y me libera de la obligación de obedecer las reglas y las normas rutinarias. La diferencia que nos separa en nuestros pasadizos privados hacia cámaras subterráneas y en el mundo exterior por el cual nos deslizamos como conspiradores, es tan real como la fantasía de un niño. Pero aunque nos perdamos totalmente en nuestras diversiones y frivolidades, nuestro propio escapismo determina que las condiciones y los pensamientos que excluimos de nuestra conversación sean aún más agudos y personales. La desdicha está a un paso de distancia, contenida por las barreras que nosotros mismos levantamos.

Transitamos a mediodía por Moscú en el fiel Volga, preocupándonos únicamente por el efecto que los baches de invierno, profundos como trincheras, producirán sobre los muelles rotos. Mis botas han dejado charcos sobre el piso de acero desnudo del coche —hace mucho que desaparecieron las alfombrillas de goma, y hace una semana robaron el linóleo con que fueron sustituidas— y mi ventanilla rajada y abierta deja entrar el dulce aire húmedo. La mano izquierda de Aliosha, despojada de su guante, aferra la parte superior del volante al estilo cowboy, en tanto la derecha sintoniza un programa de jazz checoslovaco en la radio recién reparada... Estoy sumido en una especie de trance apaciguador, y miro perezosamente todo lo que desfila delante de mis ojos. No escucho las llamadas al espíritu académico, a mi conciencia o a mi deber de progresar en el mundo, y ni siquiera enfoco la visión en los edificios importantes. Convencido de que ningún ruso goza de tanta libertad como Aliosha para vagar, ni conoce tan bien como él los tejemanejes de Moscú, siento que acompañarle constituye un privilegio excepcional, pero no tengo la posibilidad ni el deseo de comunicárselo a terceros. Los laberintos de la ciudad, y sus vastas fachadas incrustadas, y sus multitudes compactas, aún exudan suficiente exotismo —y el dominio que Aliosha ejerce sobre el tiempo aún comunica suficiente determinación— como para que me conforme con estar aquí, regodeándome en la pasividad cual en mi fantasía infantil de inspeccionar la Casba desde una alfombra mágica.

Es miércoles, y la tibieza de la atmósfera transforma el hielo en cieno. Aliosha me ha sacado de la Universidad para que le acompañe en su trajín: el programa habitual de citas y diligencias. Hacemos la primera parada en casa de un metalista, a quien le dejamos un antiguo samovar para que lo lustre. Lo ha comprado durante su última campaña de redecoración, y sin duda no tardará en venderlo para pagar la orgía de un día lluvioso.

(En este momento, empero, somos abominablemente ricos, gracias a un afortunado golpe profesional. Dos meses atrás, los opulentos padres de un fanfarrón georgiano condenado por violación, solicitaron los servicios de Aliosha. Si bien conocían su reputación en esos casos, no podían imaginar la coincidencia que habría de salvar a su hijo: la víctima resultó ser una muy estimada «ex amante». Aliosha la convenció de que el dinero contante y sonante de los padres le resultaría más útil que el encarcelamiento de su agresor, le hizo memorizar la historia de que todo había sido el producto de una pesadilla, y organizó el pago de los sobornos, que fue verdaderamente importante porque el hijo pródigo ya estaba en un campo de trabajo. Por fin, hace sólo una semana consiguió que el prisionero saliera en libertad, y se embolsó una importante comisión por todas sus intervenciones.)

Durante diez minutos viajamos en silencio, lo cual es más fácil de lograr con Aliosha que con cualquier otra persona que yo conozca. El recuerdo de la incomodidad que yo experimentaba en nuestras primeras salidas —producto de mi habitual embarazo frente a la generosidad que no me he ganado— no hace más que aumentar mi actual sensación de bienestar. Antes me preguntaba cuál era el factor determinante de su afecto. Con las chicas se explicaba, ¿pero por qué un hombre de su edad y posición social corría al mercado a buscar hortalizas frescas para cena? Sin embargo, es precisamente su afecto el que me ha enseñado que no siempre es necesario formular semejantes preguntas. He acabado por convencerme de que sencillamente le gusta mi compañía, sobre todo cuando paseamos en el coche, y de que no debo hacer nada para recompensarle. Ciertamente no debo proporcionarle el estímulo intelectual —la búsqueda de un territorio común mediante discusiones serias sobre El Problema Juvenil o Las Novedades del Arte Occidental— que muchos rusos y extranjeros que buscan una relación amistosa ponen como condición previa. Transcurrieron semanas antes de que Aliosha y yo mencionáramos por primera vez la política o la literatura. Por algún motivo simpatizó conmigo a primera vista, y lo demostró abierta y francamente, como el tío a quien más quise y que muño en la batalla de Anzin, cuando contaba la misma edad de Aliosha...

La primera parada. Bajamos por una destartalada escalera posterior, cargando el samovar punzón, hasta el taller del metalista, situado en un subsuelo que parece extraído de una película sobre científicos disparatados. El viejo judío, refugiado de un ghetto del siglo XIX, que interpreta cada ruidito exterior como la primera señal de un pogrom, espía por una rendija de la puerta herméticamente cerrada de su taller clandestino. Al ver a Aliosha, que es la única excepción a su regla de no comerciar con gentiles, se serena, y su expresión de desconfianza y terror se transforma en otra de simple tragedia y paranoia. La hecatombe ha quedado pospuesta hasta la próxima llamada.

La transacción concluye en un minuto: el samovar estará listo la semana próxima y Aliosha pagará entonces. A él no le pide ningún depósito. Cuando nos vamos, el «abuelo» nos mira a los ojos y esboza una sonrisa, como si los tres hubiéramos concertado una alianza contra la humanidad merodeadora.

Al volver al coche, Aliosha se muestra locuaz.

—No es casual —dice, parodiando a los historiadores marxistas—, que me haya prendado de un yanqui y un hijo de Israel —tomo sus palabras como una nueva forma de hacerme un cumplido, pero en verdad se trata de un pretexto para divagar sobre sus relaciones con los judíos. En cuestiones relacionadas con el mercado negro, su preferencia por ellos es de índole practica—. Con los comerciantes judíos, negocios son negocios. Son circunspectos y responsables... y suficientemente maduros para confiar en ellos —cuando se trata de rusos, en cambio, e incluso de la minoría que conoce su profesión u oficio, el vodka o la indolencia hace que generalmente no se cumplan los acuerdos. No entregan el artículo prometido, y el proveedor se convierte en soplón, desaparece, o te maldice a ti porque le has molestado—. El ruso con dinero en el bolsillo piensa primeramente en gastarlo, generalmente en una juerga. Raramente se preocupa por ejecutar bien su trabajo, ni tan siquiera por salvaguardar su reputación.

¿Pero cómo se explica la afinidad que siente Aliosha por los judíos, como acompañantes? No existe para ello ninguna razón sociológica concreta. Sencillamente se siente menos ligado a los rusos, incluidos aquellos que comparten sus instintos cosmopolitas. Esto le intriga, y se pregunta si su padre, a quien nunca vio —un estudiante universitario expulsado por la familia después de la seducción que sirvió para engendrar al propio Aliosha—, era judío.

La siguiente parada es en la sección de bebidas alcohólicas de una tienda de comestibles, para devolver las botellas sanas de vino y vodka que encontró entre las aproximadamente sesenta que se habían estado rajando y rompiendo en el arcón. Luego pasamos a una librería de segunda mano donde una antigua ex amante le ha prometido vigilar la posible aparición de un diccionario pre— revolucionario que yo podré vender en Harvard por una pequeña fortuna. De allí pasamos a una tienda de prendas usadas que ha aceptado en depósito, a nombre de Aliosha, un par de viejas botas mías. Cuando se concrete la venta —aún no, según le informan a Aliosha en el despacho— nos repartiremos los veinte rublos. Esta es una simple formalidad, porque entre nosotros el dinero cambia de mano como si estuviera en el mismo bolsillo. A continuación, visitamos una tienda para mujeres, rica en cristales y tubos fluorescentes, donde nos habían dicho que liquidan bufandas de mohair para celebrar la gran inauguración. Es inútil. La mercadería no estuvo jamás allí, como afirma el gerente, o fue escamoteada de los escaparates, como insiste una vendedora, para evitar que las nuevas instalaciones sufrieran daños. Luego vamos al taller de un camisero privado, que está confeccionando para — Aliosha diez pares de calzoncillos copiados de los míos, que provienen de Macy’s. Esto le entusiasma, porque todos los modelos locales carecen de aberturas.

—Después de cincuenta y cinco años de régimen soviético, estamos en camino de diseñar una bragueta para nuestros calzoncillos. Como dicen ellos, las cosas importantes de la vida necesitan tiempo. Mientras tanto, cuando deben cumplimentar sus necesidades naturales, den millones de rusos tratan de movilizar sus dedos masculinos en torno de quinientos millones de botones —presumiblemente, los cierres de cremalleras son una fea treta burguesa— o deben meter la mano así para sacar sus vergas por un agujero de la pernera. Dios mío, en este país mear es un trauma... ¡Epa! —(Señala el techo del Volga, donde podría estar oculto un micrófono de la KGB. Aunque piensa que es más probable que hayan instalado «orejas» en su apartamento y no en su coche, tratamos de limitar todas nuestras conversaciones presuntamente incriminatorias a los espacios abiertos)—. Caray, pero no linchamos a los negros, ¿no es cierto?, ni bombardeamos a los asiáticos. Toda la humanidad progresista está complacida por el inteligente liderazgo de la Unión Soviética. Y tú y yo, muchacho, debemos comprometemos una vez más a intensificar nuestra lucha contra la sucia guerra imperialista de Vietnam.

Bajamos por la Lenin Prospekt, con su creciente afluencia de automóviles y luces, y volvemos hacia el centro de la ciudad, Como siempre, Aliosha lleva la americana abierta y sus delgados zapatos soviéticos están empapados en lodo. Inmune al invierno, rechaza las botas con la misma espontaneidad con que desprecia los sombreros. No recuerdo al Moscú anterior a estos paseos, aunque el de ese día no ha sido típico: sólo descubrimos dos chicas, inalcanzables en medio del tráfico. Incluso la conversación acerca de ellas se ha limitado a la pregunta informal de Aliosha sobre lo que pienso hacer esa noche. Contesto que no me disgustaría invitar a María la Peluda, refiriéndome a una adolescente con ojos de gacela que nos ha proporcionado una placer excepcional.

—Pero si la poseíste ayer —suspira Aliosha, fingiendo sentirse desconcertado por mí «perversidad»... y, pienso, delicadamente empeñado en contagiarme sus preferencias sexuales. Ya estamos muy próximos, ¿por qué no ser hermanos?

Un bocado de chebureji grasiento que compramos en un puesto ambulante. Una breve visita al Tribunal Supremo de la República Rusa. Aliosha debe ojear unas nuevas normas, accesibles al personal jurídico pero no al público profano, que han sido dictadas en el curso de la nueva campaña contra los desfalcos al Estado. Luego una visita más prolongada a una flamante empresa que equivale a una agencia de publicidad, donde Aliosha trata de conseguir empleo para una ex amante, por medio de un amigo que tiene allí. Finalmente una visita a su propia Oficina de Consultas Jurídicas.

Durante las últimas semanas, he perdido la aprensión a entrar con él allí. Esta vez echo una buena mirada mientras él recoge sus mensajes y conversa con un colega. Los abogados comparten, a manera de despachos, nueve cubículos pequeños como retretes, donde se turnan durante la mañana y la tarde. Cada uno de ellos cuenta con un pequeño escritorio y dos sillas, una para el cliente. Todos apestan a orina porque los ebrios parroquianos de la cervecería vecina mean todas las noches contra la pared exterior. En el corredor hay dos teléfonos para los treinta abogados, y en los casos de gran urgencia se puede utilizar un tercero, que está en el despacho del presidente. Algunos clientes llaman literalmente durante todo el día, sin poder comunicarse, y generalmente los abogados mejor dotados físicamente que deben hacer llamadas urgentes corren unos pocos centenares de metros calle abajo, hasta la cabina telefónica más próxima.

¿Cómo es posible que ellos, que se cuentan entre los mejores de Moscú, trabajen en semejantes condiciones? Aliosha reaparece en el pasillo y comenta, riéndose:

—Fe y dedicación... somos gente heroica. E inspirada: cada despacho está presidido por un retrato de Lenin.

En la acera contigua a la oficina, que recuerda un tanto al Bowery con su corte de borrachos, Aliosha interroga brevemente a un testigo con respecto a un caso que se ventilará dentro de poco tiempo. Después hacemos una larga expedición hasta un inmenso garaje de taxis situado en un barrio industrial de la ciudad. Aliosha entra y pide que llamen a su actual mecánico. Cuando sale el joven pelirrubio, lo llevamos hasta un campo de nieve profunda y húmeda, situado varios centenares de metros por detrás del garaje. Allí hay que colocarle un nuevo muelle al coche, en condiciones tan críticas como las de un campo de batalla. El alegre muchacho no tarda en empaparse, pero ejecuta el trabajo rápidamente y bien, y acepta jubilosamente la generosa recompensa que le da Aliosha y el trago obligado de la botella de vodka. Cuando le dejamos, reanudamos nuestro camino, y se me ocurre preguntar por qué no hace las reparaciones en el garaje mismo.

Porque si le pescan, explica Aliosha, el empleo de dependencias estatales para lucrarse con piezas robadas agravaría el delito del mecánico. En cambio, en estas condiciones, su trabajo es «tolerablemente» ilegal.

Lanzado en su «flamante artefacto», Aliosha se mete por callejones laterales y travesías, señalando, al pasar, las curiosidades históricas: el lugar donde los mongoles congregaban su botín anual de vírgenes; el edificio de oficinas que se derrumbó durante su construcción, en los años 30, incidente que desembocó en la ejecución de una docena de arquitectos e ingenieros; la casa desvencijada de una tal Tania y el apartamento prefabricado de una tal Galia a quien en una oportunidad llevó hasta allí en su coche y que creía haber olvidado. En esta dudad-estepa, cuyos interminables laberintos enfurecen a los taxistas, él se orienta merced a un instinto que no emana sólo de la memoria y el conocimiento, Ama a Moscú con un curioso cariño de propietario. Sus cubiles favoritos son los pocos locales que sobreviven de la época en que las calles tenían personalidad: una cervecería, la menos deteriorada entre las muy pocas que quedan en la dudad, poblada desde la puerta al mostrador con individuos chocantes y roñosos; un restaurante miserable instalado en una barcaza y frecuentado por los cabecillas de pequeñas bandas de especuladores; un apartamento situado en uno de los rascacielos de estilo staliniano, donde uno puede incorporarse a una partida de poker a casi cualquier hora del día o de la noche.

Lo que menos le gusta es la sovietización que continúa borrando estos vestigios de color local, sofocando el tráfago de la vida urbana, homogeneizándolo todo en una sola hilera de bloques de apartamentos prefabricados. Y que cambia implacablemente los nombres de calles cargadas de tradición: cada nuevo cartel que anuncia la aparición de otro «Proletario rojo», «Lenin», «Leninista» o «Marx» en lugar de un nombre descriptivo o con antiguas connotaciones eslavas, constituye una herida personal.

—Magníficas noticias: la plaza Kaluzhskaia se convierte en la querida «Octubre». Por supuesto, había que tomar medidas: «Kaluzhskaia representaba algo en la vida del viejo Moscú, y producía una sensación reconfortante. Además, millones de personas sabían dónde estaba y no perdían horas extraviándose o caminando hasta una de las otras treinta Octubres. Demasiado agradable, demasiado cómodo...

Según su cómputo personal, actualmente once calles de Moscú se llaman «Leningrado», y aún sospecha que se le han pasado por alto algunas. Al igual que el resto de la gente, dice, los encargados de bautizar las calles prefieren pisar terreno seguro —o sea, algo en lo que figure Lenin— en lugar de arriesgarse con «calle del Roble» o algo que aún no ha sido ensayado. Y cada vez que pasamos frente a la famosa piscina al aire libre, situada un kilómetro y medio al este del Kremlin, un chiste mordaz me recuerda que antes de que Lazar Kaganovich y Stalin la llenaran de dinamita, allí se levantaba la tercera iglesia de la cristiandad en magnitud, erigida para conmemorar la victoria sobre Napoleón. Lo único que le produce alguna satisfacción es que las academias e institutos que se llamaban «Stalin» han sido rebautizados «Lenin», y ello en razón de que el primer nombre deriva de «acero», en tanto que el segundo tiene, «con justicia», la misma raíz que la palabra rusa que significa «holgazanería».

Otras dos diligencias menores, en relación con un bañador francés y una vieja deuda. Luego, una rápida incursión en una tienda de especialidades alimenticias para preguntar por un faisán, mientras esperamos fuera de una estación de metro a la Fantástica Natasha... que no aparece.

—¿Y bien, chico? —pregunta, mientras se encienden los faroles callejeros de luz mortecina.

—Vayamos al cine.

Durante el delirante filme acerca de los héroes del contraespionaje soviético nos quedamos profundamente dormidos, y resucitamos al salir para echar una rápida mirada a las señoritas 1 de la Oficina Central de Correos, en la calle Gorki, pero en el trayecto hacia allí descubrimos que casi no nos queda combustible. Por ello, enfilamos directamente hacia un sector antiguo de la ciudad, lleno de casas de troncos y raíles de tranvías. Una de las tres gasolineras de la ciudad que permanecen abiertas basta última hora se encuentra allí, frente a un antiguo monasterio despojado de sus campanas.

Son las once y media, pero con excepción de la gasolinera nada permanece iluminado y nada se mueve. Estamos sumergidos en la atmósfera de aldea embrujada que tanto me fascina: la luna proyecta largas sombras sobre la nieve y el ulular del viento entre los cables de la electricidad sugiere que las viejas casas están abandonadas. La gasolinera misma ocupa un edificio decrépito con un solo surtidor, y me recuerda a una vieja granja de Maine No tienen gasolina. Esto lo anuncia, con jubiloso desprecio, la encargada del servicio nocturno, una robusta mujer vestida con botas y con una grasienta chaqueta acolchada. Mientras nos escupe las semillas de girasol casi en la cara, gruñe que es posible que a la una de la mañana llegue el abastecimiento para sus tanques. Y también es posible, je, je, que no llegue.

Aliosha no quiere esperar y resuelve hacer señas a un camión y concertar el trato habitual con el conductor: un rublo por diez litros de gasolina del Estado. El tercer camión se detiene y nos sigue hasta el callejón oscuro, donde Aliosha retira el confiable tubo de sifón del lugar que ocupa permanentemente en aquel vehículo.

Acabo de leer en el Newsweek un artículo que pone en guardia contra esta práctica. («Quienes tratan de extraer gasolina por el método de sifón, succionándola mediante un tubo de goma, corren un grave riesgo. Cien gramos, tragados, pueden ser fatales, pero incluso dosis mucho menores son suficientes para producir síntomas peligrosos. Si la persona que utiliza dicho sistema vomita después de tragar la gasolina, es muy probable que inhale una fracción de ésta, lo cual puede producirle una neumonía por aspiración, con la seria amenaza de que sus pulmones dejen de funcionar bruscamente por el efecto causado sobre el sistema nervioso central»...) Aunque complacido por mi ruego de que proceda con cautela, Aliosha reacciona como un alcohólico al que le recuerdan que el whisky puede perturbar la actividad cerebral. Lo ha hecho mil veces, y ha corrido riesgos infinitamente mayores para preservar su estilo de vida. Y en verdad, completa la operación con tanta destreza que la gasolina barata, doméstica, sólo le provoca una mueca. A continuación le da al joven conductor campesino una prima de cincuenta kopeks por haber sido tan «listo». Ambos están conformes con su buen negocio.

Cuando salimos de la calle lateral, la luz desapacible de la gasolinera brilla sobre dos chicas que pasan marchando rápidamente. Aliosha lanza su imitación del grito de guerra indio mientras acelera para estudiarlas de cerca, pero le interrumpen antes de que pueda decidirse.

—Holaaa, mira quién está aquí —exclama la más próxima, alegremente sorprendida. Una ex amante de hace tres años, vuelve a casa con una amiga a la salida del circo, donde ambas trabajan. Su casa es el antiguo monasterio desconchado que se levanta frente a la gasolinera, y nos enteramos de que no se trata de una barraca de la época de guerra, como parece en la oscuridad de la medianoche, sino de un alojamiento para el personal del circo.

Las chicas se quejan del aumento de precios y de su mezquino salario, pero no pueden acompañamos a casa porque su troupe saldrá en gira al día siguiente, muy temprano. Pronto describimos un circuito por el viejo Moscú, de madera, y luego a lo largo del río. Ya está muy avanzada la noche. Incluso la muy transitada rambla se encuentra desierta, a no ser por la aparición de algún camión aislado de la industria de la construcción.

Aunque llevamos en el coche desde la mañana, nos empeñamos en quemar la nueva gasolina. Mientras divagamos al azar por los caminos, hablamos de esto y de aquello. Incluso, por supuesto, de la vida nocturna que se desarrolla a esta hora en Occidente.

—¿París? —exclama Aliosha, burlándose de la imposibilidad de acercar la nariz a la frontera soviética—. Necesitaremos otros diez litros. París está... —señala hacia la calle Bolshaia Serpujovskaia—, ahí adelante y hacia la izquierda.

Volvemos al centro y aparcamos frente a las columnas del teatro Bolshoi. Tal vez porque el nuestro es el único automóvil que está a la vista, un agente de policía se acerca a nosotros y, después de escudriñar el carnet de conductor de Aliosha y los documentos de propiedad del Volga, saluda amablemente: es la excepción a la regla de los agentes de tráfico fastidiosos. Cuando nos disponemos a partir nuevamente, vislumbramos a un nombre elegante que avanza trastabillando. Entre la bruma, Aliosha reconoce a un viejo amigo. Hijo de un empresario que fundo un importante teatro de Moscú, está atrozmente borracho y busca más vodka. En el camino hacia casa, trata de contamos la historia del fin de semana que pasó en un albergue para artistas, como si él y Aliosha se hubieran visto haría pocos días y no un año atrás.

Por alguna razón, la nueva residencia para las tripulaciones de Aeroflot, frente a la cual pasamos en nuestro viaje ¿le regreso, me trae el recuerdo de la cantina de Newark, especializada en hamburguesas, donde, mientras materializaba mis fantasías de vagabundo adolescente viviendo en la Asociación Cristiana de Jóvenes, reunía coraje por primera vez para conquistar muchachas. Entonces pienso en mi flamante confianza, en todas las barreras que Aliosha me ha enseñado a cruzar. La exploración de los recovecos íntimos de la vida de Moscú me ha ayudado, de alguna manera, a hacer descubrimientos de mayor envergadura acerca de la vida en general y de mi persona en particular. Por el momento, hay docenas de preguntas que no necesito formular, centenares de problemas por los que no necesito inquietarme. Al fin Anastasia y yo tendremos un final feliz. Hasta tanto eso llegue, María la Peluda vendrá a visitamos mañana, quizá junto con su muy solicitada amiga. Todo está en orden.

Agradablemente exhausto, saboreo mi última ración de historias de Aliosha acerca de los timadores ingeniosos que ha defendido. Lo curioso es que aunque nuestra conversación y nuestras hazañas sólo rozan la superficie de la vida, lo que más contribuye a que me sienta a gusto junto a él es la sustancia de su personalidad interior, acerca de la que casi no se habla.

—Zas —exclama—. Nos olvidamos.

—¿De qué?

—De pedir prestada la caña a mi amigo. ¿Quieres venir a pescar en el hielo cuándo amanezca?

He pasado un día hermoso en mi alfombra mágica.

Las juergas se celebran aproximadamente una noche de cada tres. Además del apartamento de Aliosha, usamos ocasionalmente las residencias de sus amigos: el estudio que un fotógrafo elegante ha montado en un subsuelo; el lujoso apartamento de un matemático, que su hijo nos presta cuando el padre está de viaje; la húmeda habitación de un actor del teatro del Komsomol Leninista, que se ha divorciado recientemente. El escenario varía, pero los decorados y el guión son casi siempre los mismos.

La característica principal es una cena suculenta, que disfrutamos por sí misma, siguiendo la tradición de los festejos rusos, y también como método de preparación de las invitadas. (Muchas de ellas se sienten más impresionadas por las tabletas de chocolate y por mis cajetillas de cigarrillos que por la sopa de pollo de Aliosha o por el feliz hallazgo de unas sardinetas ahumadas. Para las obreritas, los tradicionales entremeses de queso y más aún la provisión sobrante de cosméticos y revistas occidentales, serían suficientemente seductores.) Las bebidas están a la altura de las vituallas: un surtido de vodka o coñac, de vino o cerveza en sus botellas de gollete sucio, todo lo cual se toma sucesiva y desordenadamente, con el mismo desenfado con que se utilizan los cuchillos, las cucharas y las manos. Los chistes son igualmente heterogéneos: muestras de grosero humor escatológico mezcladas con finas selecciones del vasto repertorio de la sátira política. La música —los hits populares del año pasado, grabados de las audiciones de la Voz de América o de discos obtenidos en el mercado negro— se repite una y otra vez, siempre igual, hasta el punto de ejercer un efecto hipnótico: la vibración provocativamente poco soviética de las palpitantes guitarras electrónicas ejerce un hechizo más poderoso que en su contexto autóctono, y fomenta asociaciones con el nacimiento del jazz como vehículo para la liberación de los negros. Estamos sumergidos en el ruido, la gula y los olores de comida-bebida-promiscuidad. Pero aunque el vodka Moscovskaía Osobaia, las naranjas y el nuevo rock hacen que las juergas sean excitantes, es aún más cierto que éstas refuerzan el placer que producen sus componentes.

Ocasionalmente, Aliosha se siente hastiado y vagamente disconforme consigo mismo por haber reincidido en esta diversión ritual, y a veces yo estoy ligeramente nervioso al principio. Pero el vodka acelera nuestra integración al espíritu del festejo y a la lánguida complacencia que invade la habitación calurosa, con reminiscencias de choza. Aunque un observador objetivo podría dictaminar que la chabacanería es el rasgo predominante de las fiestas, lo cierto es que está también presente un elemento enaltecedor, que libera a los participantes de la pesadez del entorno nacional. Comer, beber, bailar, contemplar en la televisión un concurso de patinaje sobre hielo que se celebra en Budapest, volver a bailar. Sin pensar en lo ridículamente andrajosos que parecemos— hacer el amor, cambiar inmediatamente de muchachas para volver a hacerlo, aferrarse a los últimos vasos de vino porque sobre la mesa no queda libre para ellos ni un centímetro cuadrado de espacio, escupir semillas de girasol sobre el suelo, meterse en la bañera para un lavado en masa, pasar por última vez la grabación de «What I Say», de Ray Charles, y luego por última-última vez... Estamos aquí para hacer lo que nos place...ni más ni menos. Nada de profundas discusiones sobre la condición nacional o el estado de la cultura; ni una tentativa de impresionar a nadie con nuestro comportamiento, con el dinero que ganamos, con nuestra capacidad para platicar inteligentemente. Porque no se necesitan simulaciones ni racionalizaciones para justificar nuestra entrega al hedonismo.

A nadie le parece extraño que hayamos conocido a las chicas esa misma tarde. Ni siquiera a ellas. Cada nuevo grupo está unido por la obligación sagrada de pasar esta noche, en la compañía actual, con el mayor regocijo posible. Pasada la primera hora, incluso los más circunspectos, se impregnan en esta camaradería, y se comportan como si ellos, o sus antepasados, hubieran disfrutado de estas jaranas («orgías» tiene una mayor connotación de premeditación y planificación) desde el comienzo de los tiempos. El destino nos ha reunido, la vida es breve y difícil. Estas pocas horas, esta oportunidad auspiciosa, jamás podrán repetirse. Para rendirles homenaje, debemos desechar todos los otros pensamientos.

Pero por la mañana, cuando bajamos la escalera y salimos a la calle con todo el decoro que exigen las normas públicas soviéticas, nos esforzamos por parecer irreprochablemente respetables. El bloque de apartamentos de Aliosha, como todos los otros, es el coto privado de un Estado severo. Los vecinos vigilan, pueden llamar a la policía. No debes hacer —¡no debes dar la impresión de que haces!— algo que pueda ofender al ciudadano obediente, que puede personificarse en una cajera rolliza, una maestra o un ama de casa gazmoña; o al jubilado enclenque que distrae sus años de oro en una ventana que apunta hacia el patio interior. Aliosha saluda a la mujer descomunal cuyas pupilas negras nos siguen como los globos oculares de una mirilla de observación, y se lleva la mano a una chistera imaginaria. ¡El hecho de que desdeñe la convención del sombrero de invierno basta para despertar sus sospechas!

Cogemos los brazos de nuestras damas para ayudarlas a transitar sobre el hielo —actuar de otro modo parecería violar las reglas de la conducta socialista— y las acompañamos hasta sus empleos o hasta una cómoda estación de metro. Nadie menciona las actividades nocturnas. Han concluido, y hablar del sexo a la luz del día resulta procaz. Una vez más se corre la cortina sobre nuestras andanzas privadas. Con el olor de la nieve en las fosas nasales y el temor de que el Volga demore aún más nuestra tardía partida, las reminiscencias de nuestro paganismo parecen saludables.

Y yo permanezco cautivado por el prodigio de las muchachas. Altas y bajas, morenas y rubias cenicientas... todas son prolongaciones de un modelo implantado en mi memoria: el de Olga, mi profesora de natación del campamento de verano, cuyo increíble cuerpo desnudo yo espiaba por un orificio del compartimiento de las duchas cuando tenía catorce años. Estas bellezas de largas piernas pululan por la ciudad, se filtran entre las multitudes, se abren paso a empellones para subir a los autobuses, se baten para entrar en las tiendas y llegar a los mostradores. A menudo van en grupos de dos o tres, manteniendo el reconfortante contacto físico. Enlazan sus brazos, se toman de las manos, se cogen por la cintura... y charlan, canturrean, ríen con un aire de untuoso bienestar, como si esa mañana hubieran transportado agua desde el río y después hubieran ido a sus casas para probar sus primeros lápices de labios.

Han conseguido que Moscú, exteriormente austero, parezca infinitamente provocativo. Recuerdo los anocheceres de julio en Nueva York, cuando el aire bochornoso crepitaba con la actividad sexual de la que no disfrutaba desde hacía varias semanas. Merodeaba por la Tercera Avenida, y mis terminaciones nerviosas pedían a gritos mujeres con hot pants y sujetadores. Cualquiera de las cien que transitaban entre la calle Cincuenta y Ocho y la Cincuenta y Nueve me habría bastado... o todas ellas juntas. Sus nombres y sus caras no me interesaban. Aquí, esta fantasía se ha materializado. Elige la que quieras. Extráela de un helado o de un pastel. Imagínala plenamente corporizada antes de la medianoche. Con esta convicción secreta, el solo hecho de vagabundear por la plaza Maiakovski con el cuerpo afiebrado debajo del abrigo, es un placer prohibido.

Un torrente ilimitado, capturado y encauzado sin esfuerzo, fluye desde el mar de transeúntes silenciosas que inunda las calles céntricas, y corre hacia nuestras mesas y nuestros abrazos. Sólo una querida entre una docena permanece con nosotros el tiempo suficiente para que recordemos su apellido, y sin embargo, en conjunto creo conocerlas mejor que a cualquiera de las muchachas de Nueva York con quienes he pasado mil horas más serias y menos reveladoras. Me han revelado un poco del espíritu y el secreto rusos, algo misterioso y profundo en su mismo anonimato... porque éste es realmente un país de las masas, un inmenso depósito de congoja y fuerza. Esta convocatoria neroniana de Galias, Svetlanas y Natashas tiene un significado que casi alcanzo a aprehender, algo aún más elemental que la lascivia que provocan y sacian. Algo relacionado con la actitud de las madres rusas, tal vez: el pecho está aquí, henchido; cógelo cuando quieras.

Pero cuando intento explorar este significado, se me escurre entre los dedos o se diluye en estereotipos condescendientes. Todo lo que puedo hacer es registrar las imágenes, tan vigorosas que deben de ser simbólicas. Faldas mal cortadas, Holgadas, teñidas de marrón oscuro, como para desalentar, igual que entre las monjas, toda idea vinculada con lo que se oculta debajo. (¿O, en razón de la escasez de medios para la limpieza en seco, y de dinero, para ocultar la mugre de un invierno?) Sujetadores de rayón rosado manchados por la transpiración de las axilas: artículos colosalmente funcionales, totalmente antiestéticos, que nos recuerdan a las obreras de la Segunda Guerra Mundial, en Detroit. Un olor a poros abiertos y esfuerzo físico, como en la puerta del gimnasio para niñas de la escuela secundaria. El aroma, que a veces se enmascara detrás de un agua de colonia repugnantemente dulce, y que generalmente se refuerza con el efecto de las mismas prendas usadas diariamente, está sazonado, a menudo, por el condimento inesperadamente «sureño» del ajo y las cebollas. Y el vodka baja fácilmente después de las protestas habituales.

Rostros que hablan de la robustez campesina, refinada pero no sofocada por la vida urbana: una enigmática combinación de sensualidad e inocencia. Cuerpos cuya musculatura ha sido desarrollada por las caminatas y el trabajo, que están protegidos del frío por una capa de grasa, y que sin embargo son asombrosamente ágiles y esbeltos. Un vello ligero sobre las piernas y el cuerpo, pero raramente la figura baja y rechoncha que Occidente ha popularizado como imagen de la mujer rusa. La mayoría de ellas adquieren esta contextura después de casarse y dar a luz, pero cuando son jóvenes, el estereotipo de las gimnastas olímpicas está más próximo a la verdad. «Frescas, fornidas, vulgares, sonrientes...» tal como escribió Tolstoi refiriéndose a las muchachas campesinas de su lúbrica juventud.

Avergonzadas de sus sujetadores y de las ridículas bragas de lana desteñida, las chicas insisten en desvestirse solas, y rechazan fastidiadas cualquier tentativa nuestra de ayudarlas a desabrochar un botón o correr un cierre de cremallera.

—Esto es asunto mío. Lo haré sola.

Incluso muchas que se han invitado en forma espontánea para una segunda juerga, protestan cuando la mano de un hombre se insinúa debajo de sus faldas. Pero cuando se despojan de sus ropas, cambian radicalmente: exhiben una sorprendente falta de pudor respecto de sus cuerpos desnudos, y sobre todo respecto de sus pechos (que son menudos en comparación con sus caderas y sus muslos). Al cabo de pocos minutos de iniciada la relación, acceden a mostrarlos —a extraerlos ellas mismas de sus blusas para que los admiremos y los acariciemos.

Las contradicciones no cesan aquí. Muchas de nuestras invitadas se abrazan entre sí: no se avergüenzan de sus cuerpos en presencia de las mujeres ni de los hombres. Se besan en la boca, se ahuecan el pelo, se acarician mutuamente los pechos mientras murmuran palabras tiernas en su idioma: una ayuda a la otra a prepararse para la copulación de la que ella misma acaba de disfrutar, a pesar de que no se conocían entre sí hasta que la segunda pulsó el timbre de Aliosha cuarenta y cinco minutos atrás. Esto no parece un síntoma de homosexualidad propiamente dicha, sino una manifestación del «apego» ruso, siempre más intenso dentro de los grupos cohesionados, privados, que se congregan para entregarse al placer. A menudo la actividad sexual misma reviste menos importancia que la gran satisfacción de compartir... de compartir, sobre todo, la frivolidad y el desbordamiento en este marco de sordidez general. Me pregunto si éste es el mismo instinto que impulsa a los prisioneros rusos a compartir sus raciones de comida, o si, como insinúa mi amigo de la Universidad, Leonid, lo que desean repartir es un sentimiento oculto de vergüenza, más que la buena fortuna.

Pero esta falta de inhibiciones está totalmente desvinculada del refinamiento que podría sugerir. Ajenas a los desodorantes y a las técnicas anticonceptivas, muchas chicas también ignoran casi todo lo relacionado con los días peligrosos del ciclo, y se ruborizan cuando las interrogamos. Preferirían no ser sometidas a semejante bochorno, aunque ello implicara una menor seguridad. Y pocas de ellas utilizan las manos, para no hablar de los dedos, antes de llegar al «amor horizontal» —como lo llaman pomposamente—, o después de él. Incluso aquellas que gimen permanecen casi inmóviles, y apenas se menean. Muchas suponen que el orgasmo es un placer masculino, y sólo acceden a buscar el propio por puro espíritu de comedimiento. Les han inculcado muy profundamente que las mujeres no deben mostrarse demasiado activas.

Libres de complejos, con expectativas modestas, son, sobre todo, complacientes, aparentemente adaptadas al espíritu de paciente resignación de las masas rusas. Ojeando la literatura antigua, descubro repetidamente que la mentalidad del siervo explica la juerga de la noche anterior. «Le hice señas a una cosa rosada que desde lejos me pareció muy atractiva —confiesa Tolstoi en su diario—. Abrí la puerta del fondo. La mujer entró.»

Siete de cada diez chicas suben inmediatamente al coche, conquistadas por una invitación afable; una nos manda al demonio y las otras dos prometen reunirse con nosotros más tarde, casi sin sentir remordimientos por la perspectiva de engañar a su flamante marido o de faltar al trabajo. Puesto que el sentimiento de culpa y el superego están tan ausentes como la píldora y las boutiques, muchas chicas pasan las cuarenta y ocho horas siguientes holgazaneando en el apartamento de Aliosha, aisladas del frío exterior. La paradoja —¿o la ley natural?— consiste en que en esta sociedad rígida, las muchachas son personalmente libres.

¿Pero qué me importan las paradojas sociológicas? No debo disculparme por mi vitalidad, ni debo apaciguar a mis profesores con análisis objetivos. No adoro a las bienamadas por su espontaneidad o su inocencia, sino porque son mías. Labios como aguacates, seres tan fáciles de penetrar como cálidos cuando se les estrecha entre los brazos: son mi consuelo y mi dicha. Es maravilloso que todas ellas susurren «mi divino tesoro» cuando se entregan; y cada abrigo bien relleno implica una tentación quemante porque es posible llevarlo directamente al apartamento de Aliosha para sobar aquello que lo abulta desde abajo. Me excito en los lugares más insólitos: espiando una linda carita en un museo, apretado contra un cuerpo juvenil en un autobús chirriante.

—Discúlpeme, señorita. ¿Permite que la moleste un momento? Cebado en este inmenso harén, mi apetito aumenta.

La encuentro en la Oficina Central de Correos una tarde, cuando voy a despachar una carta, y sale conmigo con la mayor naturalidad, convencida de que se acostará donde yo diga. Tiene dieciocho años, acaba de llegar de Irkutsk, carece de un lugar donde alojarse en Moscú, y no sabía a dónde iría cuando la oficina de correos cerrara pocas horas más tarde. En el taxi, su figura me enardece tanto que apenas Aliosha echa llave a la puerta ya deslizo las manos debajo de su vestido. Ella se siente feliz por lo que sucede, pero sin embargo no entiende mi prisa: ¿no dispondremos de toda la noche? Antes de que amanezca, ha encontrado el romance que buscaba. Aliosha y yo somos «mis queridos», «mis queridísimos», «mis amados del alma».

Al enterarse de que no tenemos compromisos permanentes, nos suplica que vayamos a vivir con ella en Irkutsk. Allí tiene una habitación para ella sola. Nos encantará Siberia. Cocinará y limpiará para nosotros, lavará nuestras ropas...

—Soy extranjero —digo, para cortar de raíz sus falsas esperanzas—. No puedo trasladarme a cincuenta kilómetros de Moscú sin permiso, y menos aún a cinco mil...

—Pero nadie tiene por qué saber de dónde vienes —gorjea—. Bastará que subas al tren... yo compraré el billete. Diremos que eres mi novio.

La Dulce Svetlana vive dos días en el apartamento de Aliosha, lavando cortinas y cantando, tentándonos con promesas de la libertad y la diversión siberianas. Luego desaparece y recibimos una tarjeta postal de Irkutsk. Tres semanas más tarde, golpea la puerta. Puesto que no pudimos ir a reunimos con ella, dice, ha vuelto a nosotros. Pero en el avión conoció a un ingeniero muy guapo, y vive con él. No se trata más que de una visita sentimental... ¿y podríamos ayudarle a obtener un permiso de residencia?

Aliosha se va de Moscú por una semana, para comparecer en un juicio que se celebra en la lejana Alma-Ata. (Va a defender a dos acusados de vender marihuana. Este es uno de los muy raros casos de tráfico de drogas de los que he tenido noticias aquí, aunque Aliosha pronostica que dentro de pocos años se registrará un considerable aumento en el consumo y un severo endurecimiento de la legislación que lo castiga.) Durante su ausencia, me corroe la sospecha de que he exagerado su lucidez y su trascendencia, y esto suma a mi soledad una sensación de menosprecio. Cuando él no está, mis cavilaciones acerca de nuestras juergas hacen que parezcan ficticias, como las fanfarronadas sobre la sexualidad a pedido que uno lee en los artículos de revistas consagrados a los deleites míticos de las mujeres suecas. Para poner a prueba mi memoria y mis sentimientos, decido grabar en una cinta magnetofónica la primera orgía que se celebre después de su regreso.

Vuelve, en verdad, un día antes de lo previsto, me llama jubilosamente desde el aeropuerto y sugiere una «juerga de bienvenida» para festejar nuestro reencuentro y la competencia de Aeroflot que le llevó y le ha traído sin sobresaltos. (Se siente auténticamente reconfortado por el regreso: los jueces de Alma-Ata hacen que, por comparación, los de Moscú parezcan esclarecidos; en el hotel había chinches; en la ciudad escaseaba la carne.) En el portal de la Universidad me saluda con un abrazo de oso y propone que invitemos a Ira, a quien hay que llamar antes de que salga del trabajo porque carece de teléfono particular. ¿Tengo algo que objetar?

Ira afirma que vendrá por sus propios medios hasta la casa de Aliosha, pero son las ocho y no ha llegado, a pesar de que quedamos citados a las siete. En el ínterin, estudio el estado natural del apartamento.

Un apartamento de una habitación, estilo «arrabal Jrushch», con cocina y baño incorporados, y decorado con un papel rojo y grasiento que Aliosha aplicó personalmente, y que parece arrancado de un burdel de Barcelona. Entre todo el mobiliario, sólo la biblioteca que sobrevive de sus años inmaduros se destaca entre un sinfín de objetos inclasificables. Sobre la biblioteca oscila una mesita de café con las patas rotas, sostenida por un neumático desgastado y una pila de cacharros preteridos. Esto fija la norma para el caos que impera a la altura del suelo, un metro y medio más abajo.

Juguetes rellenos y despanzurrados, y una multitud de muñecas rusas de madera cubiertas de polvo. Una hilera de pistones y bielas, salpicados de cera de velas. El famoso poster hippy que muestra a una rubia desnuda y a un potrillo en un prado de hierba bien crecida, y cuyo valor, como rareza, equivale al de una litografía de Piccasso vendida en Park Avenue. Una serie de jeringuillas —para tratar las enfermedades venéreas de las chicas— alineadas en una caja de cigarros que hace equilibrios sobre un antiguo caldero. Pilas de tarros de pintura; un abrigo viejo completo transformado en trapo de limpieza; un antiguo aparato para ampliar fotos pornográficas y de picnics; una rica provisión de papel higiénico (en este punto es muy quisquilloso). Y repartidos entre el revoltijo general, un centenar de frascos, botellas, libros, utensilios de carnicería y artefactos que descansan allí donde los dejaron caer: sobre el diván, el televisor y la alfombra chamuscada por las colillas. El abandono del edificio resalta en los peldaños que faltan de las escaleras. Al principio pensé que Aliosha bromeaba cuando me dijo que lo habían construido hacía apenas ocho años... y que había sido obra de un consorcio que lo edificó para los mismos trabajadores que habían intervenido en la construcción.

Los golpes suenan mucho después de las ocho. No se trata, empero, de Ira, sino de una vecina flaca que acude a que se le administre la inyección semanal de vitamina B-ll que Aliosha le ha recetado como cura de invierno. Él esteriliza rápidamente la aguja y consigue que se sobreponga al bochorno de dejarme ver el lugar donde practicará la inoculación. El trasero que se mueve tímidamente excita mis impulsos sexuales, pero es demasiado conocida para despertar el interés de Aliosha. Además, va a llegar tarde a una clase de costura.

Hacia las ocho y media, decidimos que es hora de llamar a una sustituta. Las moskvichki descuidan las citas con la misma informalidad con que las conciertan: después de convenir un encuentro, muchas primerizas no aparecen y se pierden para siempre... o asoman en el apartamento al cabo de varios meses. La última agenda de Aliosha ya está en nuestras manos, cuando oímos los insolentes golpes de Ira.

Ambiciosa, con pretensiones de casarse con un científico o un diplomático, está mejor educada que el término medio y ostenta rasgos de buena crianza. (Su padre es un oficial polaco que estuvo detenido en Rusia mucho después de que finalizara la guerra.) Aunque el trabajo que lleva a cabo en un laboratorio, donde debe analizar la calidad de prendas de vestir, ofende su orgullo, se aferra a su empleo porque le da la oportunidad de conocer a químicos jóvenes.

Ira tiene diecinueve años muy femeninos. Maia, que viene con ella, es un año más joven. Esta última es más baja, más regordeta, a quien jamás habíamos visto antes, con grandes ojos y labios estilo Clara Bow. Se queda en el umbral, diciendo con voz entrecortada que no debería haber venido, que Ira la arrastró... hasta que Aliosha la hace entrar con un ademán festivo.

Le arranca a la tímida Maia el nombre de su bebida favorita, oculta su mueca de disgusto cuando ella menciona la sustancia siruposa conocida por el nombre de oporto, y corre hacia el café más próximo mientras las invitadas atacan el salami. Entre un bocado y otro, describen el viaje inútil que hicieron desde su laboratorio hasta una tienda lejana donde les habían dicho que vendían pantys de Alemania Oriental, episodio que las puso de humor para ser... eh... festejadas. Aliosha vuelve antes de que se haya roto el hielo, y pronuncia un brindis con palabras de doble sentido que confunden la demora (de Ira) con la pillería y las pillas, pero que halagan en lugar de ofender. Venciendo las protestas de Maia, que parpadea incesantemente, Aliosha le quita el vaso y la persuade para que nos muestre «la fuente de tu propio aguamiel, la leche de —Dios lo quiera— una nidada de hijos providenciales». Maia desabrocha sus botones, sin dejar de refunfuñar débilmente, y libera un pecho digno de Renoir. Excitada al ver que Aliosha lo lame, o impulsada por el espíritu de competencia, Ira se encamina hacia el cuarto de baño y vuelve de allí desnuda. Sólo se ha dejado las botas. Dueña de una figura flexible, no obstante su abundancia de carnes, asume en la cama la posición favorita de su visita anterior. Su grafio provocativo es tan superfino que río para mis adentros. Y adoro el inevitable «¿Debes hacer realmente eso?» que Maia murmura mientras deja espacio para mi mano en el interior de sus bragas.

Toco su portentosa jungla. La fornicación empieza a todo vapor. Maia cambia afablemente de pareja, y luego vuelve a cambiar, mientras nos asegura una y otra vez que no sabe muy bien adónde ir a cenar en medio de ese inusitado «pataleo». El magnetófono ha empezado a propalar los leales compases de Ray Charles: impregna el aire de nostalgia y ritualismo, y transforma la habitación en nuestro cabaret privado. Nadie atiende las llamadas telefónicas, pero' el televisor sigue documentando visita de una delegación checa a una planta siderúrgica. Vislumbro la cabeza de Aliosha deferentemente inclinada entre las piernas de Ira, y el espectáculo es tan curioso como el que brindan en la pantalla titilante los hornos de Bessemer. No experimento la repugnancia que me produciría otro hombre, sino que me siento como si estuviera participando en una ablución con toda la familia— Conozco tan bien como el mío su cuerpo liso y limpio, y sospecho, hasta cierto punto, que este episodio de erección conjunta es un testimonio de nuestra camaradería, más que de nuestra concupiscencia. Sin embargo, también amo a Maia, que crispa sus puños regordetes debajo de mí. La dulce Maia, que me confía su cuerpo sin más preámbulos. Mi copa vuelve a rebalsar. Santo cielo.

Aliosha se vuelve boca arriba, saciado. Ira dirige su atención hacia nosotros y nos anima —«¡Más fuerte’»— con tono un poco condescendiente. Cuando lame nuestros pezones, reacciono con una vibración por ella, siempre dentro de Maia. Ahora la vertiginosa alegría dé la carnalidad pura se apodera de mí. Me inmovilizo en los acres abismos de Maia mientras beso la boca de Ira, y después alterno. Nací para esto. Mi cabeza da vueltas y odio la voz que dice que debería tratar de grabar lo que sucede. Entre el bombeo y los remolinos, distingo una pila de libros de cocina que nunca había visto antes.

—Oh, mi guapo —dice alguien... pero el único sonido que oigo plenamente es el chapoteo de nuestro vaivén. Eyaculo. Cambio de pareja, para volver a empezar casi inmediatamente. La descarga me produce un momento de modorra.

—Sí, ha encallado un barco italiano —le oigo decir a Aliosha, desde la cocina—. El ministerio de Comercio Exterior modifica constantemente la posición de nuestros arrecifes submarinos.

Este es el comentario que le inspiran las dos botellas de vermouth italiano que descubrí por la tarde en una tienda céntrica. Y que también le dan tema para las historias que narra durante la cena.

Una mañana a primera hora, cuenta cuando nos sentamos a la mesa, el administrador de una tienda de comestibles se asoma a la puerta para decirles a todos los judíos que están en la cola, que se vayan. A lo largo del día modifica el mensaje para aplicarlo a los calmucos, los kirguises y otras minorías, y cada vez que vuelve a entrar a la tienda cierra herméticamente la puerta a sus espaldas. Cuando se aproxima la noche, les dice a los rusos restantes que también se vayan a sus casas. La tienda está cerrada por inventario y no abrirá.

—¿Te das cuenta? —le dice Kolia o Tolia, que también ha esperado todo el día—. Los cochinos judíos siempre reciben un trato especial.

La cena se parece a un cigarrillo de sobremesa. El coñac es Yenia, una elegante mujer «madura», que llega para conversar con Aliosha acerca de la crisis de su matrimonio. Le fastidia la presencia de Ira y Maia —quien usa un antiguo albornoz que la misma Yenia lució en otros tiempos—, pero se distrae al oír la nueva grabación de los Rolling Stones y hace una demostración de sus movimientos. Luego permite que las chicas más jóvenes admiren también su ropa interior, y de pronto estamos todos nuevamente en celo, y tres pares de muslos apuntan hacia el techo.

El dulce júbilo de la potencia inconsciente me invade mientras Yenia insiste en que no dispone de tiempo para esto, por lo cual debo contentarle a ella primero. Me doy cuenta de que Aliosha se levanta para contestar otra llamada, y de que ha entrado Lev Davidovich, un colega tímido, pero no puedo seguir la conversación que se desarrolla en el pasillo. Lo único que le oigo decir es que desea comprar un Volga casi nuevo a un especulador, por una bicoca, pero teme que la adquisición de otro coche irrite al supervisor del Partido que vigila la Oficina de Consultas Jurídicas. Se va sin echar una mirada a nuestras actividades sexuales.

He bebido una copa de más. O hay una mujer de más. Algo resulta confuso. Implantado dentro de una de ellas, con los dedos insertados en las otras dos... ¿pero por qué me río como un payaso? La primera vez que vi a Yenia en el Club de Periodistas, pensé que era una esnob. Intenta contarme algo interesante acerca de su marido, o dice que me lo contará luego. Creo que le gustaría por detrás. Maia e Ira también sueñan con tener maridos importantes. Mientras tanto, deciden cogerse de la mano para ensayar una fellatio simultánea con Aliosha y conmigo. La erección se me ha subido a la cabeza. Alguien trata de colocar una nueva cinta magnetofónica. El magnetófono se cae, rompiendo los vasos que descansan sobre el suelo. Yenia propone una jodienda de despedida. Ven aquí, nena, le grito en inglés. Eyaculo y me desplomo boca arriba, con todo el abdomen mojado.

Cuando resucito oigo que Yenia le ordena a Aliosha que no se levante de encima de ella para atender una nueva llamada. Él se desespera por acabar, pero el alboroto de una discusión que se desarrolla en el apartamento contiguo —la esposa vitupera al marido borracho, y él la invita a beber también— le hace reír y salir resbalando. Servimos tazas de té fresco, y comemos mermelada búlgara de guindas que sacamos del frasco con cucharas. Mientras buscamos el collar de Ira, improvisamos un juego de eslabonamiento sexual sobre el suelo, con magreos y lengüetazos, pero desprovistos de deseo. Nuevamente vestidos, bailamos al son del tema del doctor Zhivago, que tarareamos nosotros mismos. Afuera el viento arroja espesos torbellinos de nieve contra las ventanas. Partimos sólo cuando Yenia realmente no puede quedarse por más tiempo.

Durante las semanas siguientes, me siento como un científico acometido por el temor de que su nuevo descubrimiento resulte ser un fiasco. Pero la pauta se repite como la versión grabada, telefónica, de una predicción meteorológica. El reclutamiento de una panadera que sólo dispone de una hora para el adulterio porque debe correr a reunirse con el muchacho con quien se casó la semana pasada. El espectáculo que brindan dos pequeñas ninfas, compañeras de trabajo en una imprenta, que compiten para ver cuál de ellas se desviste antes. Aliosha les ha dicho que la primera ganará «un cierto premio corporal»: «¡La competencia socialista en todas las cosas, camaradas!» A la tarde siguiente entro al apartamento y me encuentro con tres nuevas adolescentes que improvisan un ballet nudista. (Una me ayuda a quitarme el abrigo mientras las otras dos corren a esconderse.) La llegada de una chica de Murmansk, a quien Aliosha conoció en el Mar Negro el verano pasado, y que se coloca a mi disposición, acostada, como si esa fuera una de las condiciones para ingresar en el cuarto. Sobre todo, los encuentros, las celebraciones, las copulaciones y el regreso de las inocentes —que, a pesar de todo, seguirán siendo de alguna manera amigas de toda la vida— al seno de la multitud moscovita. Lo más extraño es el vigor que intuyo en esta sumisión, como si nuestras fáciles conquistas tuvieran algo en común con la atracción de los ejércitos francés y alemán hasta el interior de Rusia para allí ser destruidos.

Por la mañana, las chicas se maquillan plácidamente frente al espejo ondulado, como si nos conociéramos de toda la vida. Aunque la aventura comenzó con la tradicional artimaña del disculpe— que-le-haga-perder-un-minuto, algunas de ellas se quedarán aquí, en su nuevo domicilio durante días. No se comunican Con ninguno de los ocupantes de sus antiguos hogares. No hay que hacer ningún arreglo. Aunque tienen tan pocas probabilidades de conocer a un norteamericano en esas circunstancias como de encontrar a un encantador de serpientes en el parque Gorki, la mayoría de ellas aceptan mi presencia con la misma naturalidad con que se resignan a todo lo que les arroja el destino. Todos pertenecemos a la gran familia humana.

A veces salgo solo, y voy en busca de un tranvía que pasa cerca de la Universidad. Vaciado por efecto de la disipación, satisfecho y asqueado de mí mismo, sintiendo el cosquilleo retardado y las secreciones secas sobre la piel, espero junto a las viejas abuelas en una parada situada frente a unas casas amarillas medio derrumbadas, convencido de que estoy tan próximo cómo puedo estar a las visiones místicas purificaderas que reivindicaron algunos partidarios de la sexualidad promiscua. Lo que en otro lugar sería vulgar, incluso degradante, contiene aquí elementos milagrosos. Entiendo por qué el hombre primitivo veneraba los símbolos de la fecundidad.

«Es imposible seducir a todas las muchachas de Moscú. Pero —larga pausa— debemos porfiar por lograrlo.» Aliosha ha resumido su experiencia con las mujeres en estas máximas, que recita en circunstancias adecuadamente incongruentes, utilizando el tono retórico del locutor de radio que cita viejos proverbios rusos para fundamentar las estadísticas de producción. También le gusta dictaminar: «Un cierto número de damiselas se resisten a conceder sus favores inmediatamente. Más o menos el once por ciento. Yo las comprendo. Es una cuestión de principios. ’Por mucho que me guste un hombre —dicen—, sencillamente no sucumbiré el primer día’. ’Por supuesto, querida, te llevaré a tu casa. Supongo que este es el adiós para nosotros... hasta el día de mañana»

En los momentos dichosos, cuando está al volante, rompe a cantar, y bendice a la Madre Patria por concederle orgasmos y orificios en lugar de «unidad orgánica» y una «orquesta de sonidos sociales». Y exhuma coplillas y versos tradicionales para ilustrar, alterando una palabra o una frase, los elementos sobresalientes. Por ejemplo, para describir la plétora de sexualidad instantánea, anónima, modifica ligeramente una balada soviética típicamente empalagosa:

La lila florece en nuestros campos natales como si se regocijara, dulce primavera, de ser siempre la misma;

un jefe de brigada jode como un loco a una doncella...

y le pregunta cómo se llama.

Al pasar frente a una tienda de libros de segunda mano, vemos el famoso retrato de Lenin tocado con una gorra de tela, en medio de una campiña cursi, con el poema que da a entender que el Padre del Partido Comunista, nacido en abril, hizo que los retoños florecieran y los pájaros cantaran. Aliosha lo lee íntegro:

Se derrite la nieve de los campos,

el viento cálido acaricia nuestras sienes,

bandadas de pájaros incontables

vuelan sin temor bajo el sol.

Los arroyos borbotean desbordantes,

los gráciles abedules, resucitados,

nos recuerdan nuestro júbilo sincero,

EL CUMPLEAÑOS DE LENIN significa que ha llegado la primavera.

Y se limita a modificar el último verso: «el cumpleaños de Lenin... disfrutad de una jodienda al aire libre».

El relato que utiliza para ilustrar la sumisión femenina empieza cuando Vanka, el mozo a veces sobrio de la aldea, espía a una bella lechera en el establo.

—Eh, Mashka, sube conmigo al henil, y haremos lo que tú sabes.

—Atrevido. Por supuesto que no subiré.

—¿Por qué no?

—Porque he dicho que no.

—No seas mala, Mashinka. Ven.

El suspiro de Mashka refleja la inutilidad de toda resistencia ulterior.

—Oh, está bien. Me has intimidado, prepotente.

El plato fuerte de su experiencia es el conocimiento de los mejores lugares para hacer conquistas: las bocas de determinadas estaciones de metro cuando uno busca mujeres ligeras de cascos, varias concurridas calles comerciales si lo que se desea son dependientas de tiendas, las cabinas telefónicas de ciertos grandes edificios cuando uno busca secretarias que están programando su velada. Y durante todo el día, la Oficina Central de Correos, de la calle Gorki. Desde allí, las chicas del lugar telefonean a sus amigas para contarles qué han comprado, y las campesinas visitantes —las que se sienten más dichosas de encontrar una cama— telefonean a Sverdlosk o a Jarkov para pedirles a sus padres que envíen un giro telegráfico de treinta rublos. A veces pasamos por allí a las cinco con el único propósito de escuchar lo que se dice en las cabinas y tomar el pulso de la nación.

Los procedimientos prácticos son igualmente importantes. Uno de los axiomas fundamentales dice que las muchachas rusas necesitan un suave empujoncito: hay que estimularlas, tentarlas, acosarlas con vodka o con risas. El ochenta por ciento vuelven en busca de una segunda dosis, afirma Aliosha. Pero debes guiarlas para que atraviesen sus pequeñas barreras.

Otra regla estipula que nunca hay que salir sin una reserva de monedas de dos kopeks. A veces hay que hacer llamadas urgentes —cuando la chica tiene acceso al teléfono de una oficina— o desde un suburbio, y puesto que las monedas de dos kopeks son más escasas que los taxis nocturnos, el hecho de carecer de una de ellas para telefonear desde la cabina más cercana puede convertirse en el factor desencadenante de una catástrofe.

También es aconsejable pedirles a las chicas que reciten en voz alta todas las citas concertadas para el futuro próximo, antes de dejarlas, y no permitir que una damisela recién abordada y renuente a un acuerdo inmediato se vaya antes de que uno haya registrado sus coordenadas. Si no tiene teléfono, debes sonsacarle el número de una amiga que hará las veces de intermediaria, o un domicilio adonde le remitirás telegramas para concertar una cita. Puesto que la promesa de que ella te llamará a ti vale muy poco, nunca es suficiente con dejarle tu número. La gran enemiga, enseña Aliosha, no es la inhibición, sino la despreocupación rusa. Las chicas pierden las hojitas de papel, se distraen, se olvidan.

Por otro lado, el aburrimiento es el gran aliado: la variedad cósmica implicada por el skuka ruso. En una oportunidad exigí una explicación seria de la permisividad. ¿Era producto de la propaganda de algunos antiguos bolcheviques en favor del amor libre? ¿Las actitudes sociales de la Iglesia Ortodoxa habían allanado el camino? Sin negar que la tradicional tolerancia rusa para con el pecado carnal jugaba un papel importante, la explicación de Aliosha se fundaba en influencias más inmediatas, y sobre todo en el gran vacío rutinario de las jóvenes.

—Es una monotonía de tonos monocordes: ni distracciones, ni emociones. Con setenta rublos mensuales, deben resignarse a uno o dos filmes por semana o a su rosquilla diaria con azúcar. En mayor escala, nuestro sistema social las hace arrastrarse por una sórdida pobreza, sin evasiones «burguesas». ¿Entiendes por qué los playboys montados en Jaguars de los países más cuerdos son mucho más pobres que tú y yo?

Sin haber puesto un pie fuera de Rusia (excepto cuando era soldado), Aliosha intuye que en Occidente no podría aspirar a la décima parte de la popularidad que tiene aquí. Está convencido de que la sexualidad espontánea, al igual que las relaciones sociales informales, es una de las ventajas que se derivan de la represión rusa, que deja a las jóvenes en un estado de akuka. Allí donde los restaurantes son escasos y primitivos, la gente está más preocupada por su estómago que por la correcta selección del cuchillo y el tenedor, lo cual explica las escenas poco elegantes —pero llenas de vida— que se desarrollan en las mesas rusas. En un lugar donde los salarios son mezquinos, la televisión espantosa y los grupos de música pop están prohibidos, los convites de Aliosha son festines dignos de reyes. Pero esto es precisamente lo que aumenta el peso de la carga. Una cosa es la compulsión de acostarse con todas las chicas bonitas, pero «la certeza de que puedes hacerlo», suspira, con fingido fastidio, «no te deja en paz. Te repito que un error burocrático me engendró en el país equivocado».

Sin embargo, ya he descubierto que el promedio de conquistas de Aliosha no da una medida totalmente exacta de las actitudes que imperan en Moscú, no sólo en razón de su excepcional talento para desarmar incluso a la minoría inhibida (sería un formidable terapeuta sexual), sino también porque la mayoría de las chicas a las que aborda han dado muestras de este cabal hastío cósmico. Como un ave de rapiña que escoge su presa en el seno del rebaño, Aliosha juzga a las mujeres por su porte y su paso. Las que están cabizbajas en una parada de autobús o marchan sin rumbo son las que recibirán sus atenciones con mayor gratitud, y él las registra en su visión periférica como si fueran gacelas desprevenidas.

Como para ratificar esta tesis, descubrimos a una dulce criatura parada frente a la oficina de la agencia Tass. Sí, acepta venir a nuestro apartamento ahora, pero ¿por qué no «esperamos» un rato? Si «lo hacemos» esta tarde, ¿qué será de ella por la noche?

A primera hora de la mañana bajamos atropelladamente la escalera de Aliosha y atravesamos corriendo el patio, mientras engullimos nuestro desayuno de restos de tarta. Vamos a llegar irremisiblemente tarde a dos citas cruciales: la mía, con mi preceptor académico, un burócrata estalinista que amenaza con denunciarme a la embajada si no trabajo un poco; la de Aliosha, con un funcionario de policía, para evitar que le quiten el carnet de conductor por ebrio, según el testimonio de un agente que nos detuvo a medianoche. Con los zapatos aún desatados, riéndonos del sol y del famélico gato de cloaca que viene a pedirnos las sobras, corremos a través de la nieve hacía el remendado Volga. Después de la juerga de esa noche, nos parece divertido entablar negociaciones serias en el mundo exterior antes de volver a encontrarnos para almorzar juntos.

De pronto recordamos, y experimentamos un sobresalto. El coche no va a arrancar. Tendremos que perder unos minutos preciosos. Aliosha se olvidó de cargar nuevamente el radiador a primera hora de la mañana.

Contando cada segundo, vuelve a volar escaleras arriba, saltando los escalones de a tres, llena ollas y marmitas con agua caliente y, para acelerar la reactivación del motor congelado, las calienta aún más sobre los quemadores ennegrecidos de la cocina. En las mañanas normales se somete con resignación a esta rutina tediosa, como a las otras mil frustraciones cotidianas que toda una vida llena de obstáculos le ha enseñado a soportar de buen talante. Pero esta vez, sus manos están entorpecidas por el frío y la grasa, y al arrastrarse debajo del coche destartalado para volver a cerrar la espita, llena de manchas su único traje respetable. Y ya se ha hecho intolerablemente tarde.

Su rápida conducción nos permite recuperar varios minutos. Mientras los taxis reptan y los conductores particulares se detienen para espolvorear cenizas, él rotura, tritura, gira y resbala sobre el hielo, siguiendo una ingeniosa ruta de callejones. Aunque está citado algunos minutos antes que yo, insiste en llevarme primeramente a mí. Doblamos una esquina, patinando entre un coche aparcado y un montículo de nieve, para atravesar la última calle importante. Allí mi corazón naufraga.

Con la cabeza inclinada, sonriendo para sus adentros, la muchacha balancea una cartera mientras avanza. Aliosha gruñe como un mastín que acaba de divisar a la liebre, y arrima el coche a la acera.

—No, por Dios —imploro—. Ahora no. En cualquier otro momento menos ahora. No la necesitamos.

Podría haber dicho muchas cosas más. El funcionario de policía ha advertido que el caso de Aliosha es muy grave —han puesto en marcha una nueva campaña estridente contra el alcohol— y que sólo podrá entrevistarse con él antes de las nueve. Ya hemos practicado locos rodeos en otras oportunidades, mientras volábamos hacia un juicio o hacia el Bolshoi para adelantarnos a la caída del telón. Pero esta demora es suicida. Aliosha sin su carnet de conductor sería como un cartero sin piernas, y existe un riesgo real de que me expulsen de la Universidad por mi fracaso académico, sobre todo si hago esperar a mi engreído supervisor.

—Te conseguiré a Elizabeth Taylor cuando venga. Olvídate de ésta y pongámonos en marcha.

Luego desisto. Si continúo protestando lo único que lograré será demorar lo inevitable. Antes de apearse con un salto, Aliosha me mira tiernamente y sus ojos me dicen que esto no tiene remedio.

—Fuma un Chesterfield. Sólo tardaré un minuto.

En verdad, tarda tres. A medida que se desgranan los minutos, una ola de afecto lava mi exasperación. Aliosha se hace acreedor a una abierta sonrisa no obstante los esfuerzos de la sorprendida joven por mostrarse recatada: le señala el cacharro con un ademán majestuoso, y se esfuerza por no caer en la grosería de urgiría. Es inimitable, el Villano Peck de nuestra época.

Cuando la joven se ha instalado prudentemente en el asiento trasero y Aliosha me ha presentado con su habitual fanfarria («Este es mi amigo muchacho que ha venido a visitarme desde Nueva York y Miami Beach... tú sabes, junto a Cuba...»), volvemos a partir velozmente, y por milagro no tenemos problemas, porque mi preceptor llega más tarde que yo, y aunque Aliosha debe perder la mayor parte de la mañana en un corredor lleno de inquietos peticionantes, consigue entrevistarse con el jactancioso funcionario de policía y persuadirlo, para lo cual debe ofrecerle sus servicios profesionales gratuitos en una querella que le ha entablado su enardecida esposa. La muchacha, después de esperarnos apaciblemente en el coche, pasa el día en el apartamento, haciendo las veces de ama de casa.

Al día siguiente viajamos raudamente hacia otra reunión importante y nos detenemos en seco y viramos con igual premura en la dirección opuesta para marchar en pos de una cabellera rubia y unas pantorrillas cautivantes. Y dos días después, imaginamos contra toda lógica que llegaremos a tiempo para entrevistar a un hombre que dice tener un icono del siglo XV, pero Aliosha clava los frenos antes de haber recorrido quinientos metros.

—En el portal de la panadería... ¡mira! ¿Aleluya? ¿Has visto alguna vez una mujer más guapa?

—No... desde el mediodía.

En verdad, hemos pasado la mañana retozando con dos camareras, pero Aliosha hace caso omiso de mi alusión al viejo episodio... o finge que yo admito que la nueva muchacha del gorro tejido a mano es realmente más bella que aquellas dos de las que nos despedimos hace cuatro minutos.

—¿No sugerirás que debemos dejarla escapar?

—Estamos entorpeciendo el tráfico. Es posible que algunos ciudadanos... eh... lleguen con atraso a citas importantes.

—Probablemente sabes que en el siglo XV se pintaron miles de iconos. ¿Cuántos seres vivientes calculas que han sido configurados como esta obra de arte?

La chica de la gorra confiesa que tiene que visitar a una amiga que reside en un barrio lejano. Los montículos de nieve y las calles angostas son causa de que lleguemos con cincuenta minutos de atraso a la cita con el misterioso vendedor de iconos, quien, si alguna vez estuvo allí, indudablemente ya se ha ido.

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