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Apuntes desde mi ventana

DESDE mi ventana, a través de dos hojas de vidrio precariamente implantadas, distingo un rincón de esta Universidad, de esta ciudad, de este país caviloso. A lo lejos, las cúpulas del Kremlin, joyas de aristócratas alucinados, envueltas por una bruma helada. La sede de la autoridad temporal y espiritual en su esplendor medieval, recubierta cada año con una nueva capa de oro y equipada con altavoces para el hermano grande Muzak.

Fuera de sus muros de color sepia, el expandido centro de la ciudad, huraño para armonizar con el ambiente y el estado de ánimo. Un paisaje urbano desprovisto de neón y de vida metropolitana, como si muchos kilómetros cuadrados de edificios chatos hubieran sido abandonados al primer atisbo de las nevadas de noviembre. No se oyen estridencias de aviones ni de tránsito, sino sólo una canción popular norteña que aúlla allá dentro, en mi mente. Una tristeza y una fuerza abrumadoras en medio del silencio subyugador de la inmensidad rusa.

Una ancha arteria, un rayo de la rueda del centro urbano, conduce, en esta dirección, hacia el único puente del río Moscova, y cuatro camiones solitarios de la industria de la construcción y cinco autobuses se deslizan a lo largo de su curso nevado, pasando frente a bocacalles vacías y a claudicantes cartelones que proclaman «Gloria a Lenin». El río está quieto y resignado, como las cafeterías de verano ya tapiadas que se levantan sobre sus márgenes en el Parque Gorki, como las ancianas que, suspendidas en el tiempo y el espacio, montan guardia junto a los portones de dicho parque. De los témpanos del río se desprende un vapor congelado que flota, se oscurece y se posa sobre los terrenos nevados del estadio Lenin desierto. Uno de los mayores del mundo, se haya perdido en este continente blanco. «En el alma rusa —dijo Berdiaiev—, hay algo que se conjuga con la inmensidad, la vaguedad, la infinitud de la tierra rusa». Esta convicción me remonta a las alturas y me echa a pique.

Sobre esta margen del río todo ha cambiado y al mismo tiempo permanece igual.t Campos llanos, finas banderas rojas, edificios de apartamentos prefabricados; y una dispersión de figuras furtivas que se encorvan debajo de sus solapas deshilachadas y de los abrigos que les cuelgan hasta los tobillos. Esta sección de la ciudad es un escaparate destinado a exhibir la arquitectura soviética de posguerra, pero el invierno hace estragos en los nuevos edificios de ladrillo y bloques de cemento tan implacablemente como en cualquier cabaña del Volga. Los ladrillos se desprenden de las hoscas fachadas y caen sobre las redes tendidas con urgencia para proteger a los transeúntes. Las junturas se parten, las aceras se disgregan entre la nieve. Se gasta una fortuna en la reparación de ubicuas grietas, y de paredes desconchadas y hendidas, y muchos remiendos quedan inconclusos cuando los grupos de trabajadores reciben la orden de atender emergencias más apremiantes y abandonan a mitad lo que estaban haciendo. Incluso el nuevo Palacio de los Pioneros, astro de mil notas periodísticas, ha perdido la batalla contra el invierno, y se desmenuza antes de estar cabalmente equipado. Pero los niños a los que les corren los mocos, y que, a fuerza de envolverse en pieles parecen casi esféricos, ululan como indios mientras se deslizan con sus trineos caseros sobre las montañas de arena y grava, cubiertas de nieve, que han dejado atrás los albañiles.

Debajo de mí, un espléndido bulevar perpendicular a la arteria central separa la Universidad de sus campos deportivos, más distantes. Recto, ancho, olímpico, pertenece al Gran Futuro Radiante de este país, para el cual se rehacen regularmente planes refinados. Pero ahora está vacío y ya deteriorado: llora el presente y se burla del porvenir. Un grupo de mujeres ataviadas con chales negros barren la nieve fresca, y blanden sus escobas con el ancestral movimiento de las guadañas. Incluso los abetos y abedules que flanquean el bulevar están contrahechos por el efecto de la climatología.

Estoy en las alturas de la torre de la Universidad de Moscú, torre construida en el estilo que impuso Stalin, y contemplo este panorama, mirando hacia el Norte, bajo la luz mortecina de la media mañana. Impera el gris: una sólida masa de nubes espesas oprime la tierra y los hombros con una inexorabilidad que gruñe: «invierno ruso». Y hace frío: los carámbanos cuelgan de las cornisas ornamentales de los rascacielos, a pesar de que éste es el primer día de diciembre, apenas el comienzo del suplicio anual — Y reina el silencio: desde el patio situado doce plantas más abajo me llega el impacto de los zapatos de un estudiante contra una pelota de fútbol de superficie irregular. (¡Esos zapatos! Y muchos deben durar otro invierno.) Un viento inclemente se filtra hasta mi dormitorio a pesar del doble ventanal, habitual en todas las casas rusas, y a pesar de que en octubre vinieron los obreros para rellenar con algodón los intersticios de los marcos combados.

Dentro, las luces están encendidas a pesar de la hora, y las lamparillas emiten un zumbido. Este colosal complejo edificio, orgullo de la educación soviética, es un Logro Socialista que en una década ha quedado reducido a la rústica miseria de una salita provinciana. Soy un Pinocho desprovisto de vida: el peso de todo atrofia mis miembros. El ruso que oigo hablar en el pasillo se parece a un idioma aprendido en otra vida y no a los sonidos que escuché por primera vez como estudiante avanzado de Harvard, durante mi típica carrera en pos de la belleza y la verdad, esta vez en las clases de ruso al cabo de los tres prosaicos años del curso de introducción al Derecho. A pesar de que es tan vulgar que produce jaqueca, aunque con la promesa de algo ennoblecedor en el extremo, el pasillo en cuestión parece más próximo al espíritu de mi vida interior que mi propia marcha de Manhattan a Orange County, en compañía de mi familia, y luego a Cambridge como esperanza fulgurante de los míos. Sus gastadas alfombras orientales exhalan un olor de moho y polvo; en la sala común, los rechonchos ficus disputan el espacio a los enormes sofás cuyo cuero ha comenzado ya a desintegrarse. Para alardear friegan los suelos todas las semanas... con un líquido cáustico que corroe la madera otrora preciosa.

Un mecánico está reparando nuevamente el ascensor. Llegó al despuntar la mañana, tiznado y de buen humor, y pasó las tres primeras horas flirteando con una encargada de limpieza de enormes tetas y tratando de conseguir herramientas prestadas. El ascensor volverá a averiarse mañana, pero nadie perderá el tiempo realizando una queja por escrito. Incluso en los buenos días interrumpen el servicio antes de medianoche para ahorrar electricidad en aras del Plan Quinquenal vigente.

Anastasia se aleja de mí y yo no podré evitarlo a menos que de alguna manera me convierta en un hombre mejor de lo que soy. Hoy no la llamaré, y Aliosha no ha vuelto, de modo que no tengo mucho que hacer. Fue necesario este momento de cavilación para comprender hasta qué punto mi vida aquí se ha circunscrito exclusivamente a estas dos personas. Quizá más tarde iré a la biblioteca... o saldré a comprar libros en la ciudad. Esta es la excursión que realizo habitualmente para simular que estoy atareado con algo útil. Hasta ese momento, me quedaré en mi ventana contemplando el partido de fútbol y a las estudiantes entusiastas que, vestidas con sus trajes de gimnasia, practican el trote matutino en medio de la nieve. Sencillamente permaneceré aquí, soñando y descansando. Deseo fusionarme con la atmósfera de este recinto: el hule de la mesita que me identifica con la cocina de mi abuela en el ghetto; mi compañera, la lámpara de madera colocada sobre el escritorio. Con esta pesadez, tristeza, resignación.

La habitación huele a grasa ligeramente rancia. Mi compañero de cuarto, Viktor, está friendo patatas en el viejo hornillo de su rincón. Dos veces al día, después del desayuno y de la cena, vuelve a verter la grasa en un frasco de encurtidos, para que se coagule, gris, sobre el alféizar de la ventana, y volverá a utilizarla nuevamente hasta que se consuma por completo. La sartén carece de mango, y Viktor soporta estoicamente todas las quemaduras de sus dedos regordetes. Mi propuesta de que compre otra sólo le produce asombro.

—¡Caray, pero no puedo desperdiciar la parte que es útil, el metal!

Las patatas proceden de su huerta, un tesoro prodigioso del venerado predio familiar. Antes de cortar cada minúsculo tubérculo en rodajas para dejarlo caer en la sartén, lo aprieta tierna y posesivamente por un instante.

Viktor tiene dinero suficiente para desayunar en la cafetería, porque en comparación con el resto de los estudiantes soviéticos, es rico. Pero también es tenazmente frugal: lee los diarios ajenos para ahorrar los dos kopeks cotidianos; plancha personalmente los pantalones de su único traje, de aspecto fúnebre (que nunca ha pasado por la tintorería); vierte cien gramos de la salsa de ajo de baja calidad en las patatas de su cena. Siempre va solo al cine (veinte kopeks, en una de las salas de la planta principal), por temor a que, en un grupo, le corresponda el lugar más próximo a la taquilla, lo cual, en virtud de la flexible costumbre rusa, le obligaría a pagar las entradas de todos. Ahora está ahorrando dinero para invertirlo en el predio familiar, ese precioso cuarto de hectárea asignado para dachas y huertos. Pero economizaría de igual forma aunque no tuviera una meta específica: lleva la compulsión metida en los huesos.

Cuando le azuzan con preguntas detonantes, es capaz de exhumar citas de sus tres décadas de educación y entrenamiento socialistas intensivos, recitando extrapolaciones de Engels sobre los peligros psicológicos, sociológicos y familiares de la propiedad privada, todo ello aprendido en cursos acelerados. Pero nunca ha asociado ni por un momento ese sólido compromiso ideológico con su propia idiosincrasia o su propio tesoro, su pequeño terreno legamoso. Así como los males políticos están allá lejos, en el Occidente burgués, su esclarecimiento político se detiene también en la frontera —la frontera soviética, sobre el Elba— y en un compartimiento escolar de su cerebro. Sus actitudes auténticas, las operantes, las mamó con la leche materna —en las fotografías, su madre es ligeramente demasiado baja y hosca para ser la imagen de la campesina rusa— y ama lo suyo con tanta vehemencia como cualquier tendero bretón.

Viktor es un hombre regordete, de aspecto mongol, con un torso desarrollado en exceso (guarda debajo del lecho su equipo de levantador de pesas), y luce sobre la mejilla tiesa un lunar que tiene la forma de Córcega. La sonrisa es su rasgo más cautivador: una sonrisa apocada, cordial, que parece decir que todo esto es demasiado para él. Tener que asistir a esa Universidad de primera categoría es excesivo; la idea de convertirse en Juez Popular —cargo para el cual será «elegido» poco después de haberse graduado— es excesiva; y sobre todo, alojarse con un extranjero —un norteamericano— es algo que nunca había entrado en sus cálculos. Nacido en una aldea, esperaba vivir una existencia apacible. Las oportunidades y las aventuras que se le han presentado puramente por azar le perturban en lugar de estimularle. ¿Quién habría podido prever que su misma vulgaridad le recompensaría con semejante progreso? Pero los cuadros superiores reclutan precisamente a individuos como él, laboriosos y poco imaginativos, para forjar las «clases dirigentes» del país.

Viktor es el único comunista —o sea miembro del Partido— que se aloja en nuestro pabellón de este piso de la residencia universitaria. Otros estudiantes se sumarán a él cuando llegue, la hora, unos pocos por convicción, los más porque ése es un requisito previo para conseguir privilegios o ascensos. Pero aún son demasiado jóvenes. Víktor tiene treinta y un años. Fue tractorista, después subjefe de brigada de una granja colectiva, y más tarde soldado de infantería antes de convertirse en estudiante. (La afiliación al Partido, buenos antecedentes como soldado y trabajador, y un excelente linaje de campesinos y proletarios le ayudaron a ingresar en la Universidad, no obstante la baja calificación que obtuvo en su examen de ingreso.) Fue en el ejército donde el obediente miembro de la Juventud Comunista, de veintisiete años, se incorporó al Partido propiamente dicho. Los funcionarios políticos del ejército le escogieron por su actitud «positiva», su lealtad estólida y, nuevamente, su encomiable origen social.

Durante los ocho primeros meses de milicia no recibió un solo pase para salidas nocturnas, cosa que no le sorprendió porque tampoco esperaba que se lo dieran. Después del entrenamiento básico, estuvo acantonado durante casi tres años en una guarnición fronteriza, situada a unos noventa kilómetros al noroeste de Vladivostok, y no obtuvo autorización para pasar un solo día en la ciudad, y mucho menos una semana de permiso en su casa. Los emolumentos que cobró durante sus tres años en el ejército ascendieron, en total, a ciento treinta y cinco rublos, el precio de su traje de sarga negra. Pero está orgulloso de las penurias del servicio militar.

—Nuestro ejército es pujante —explica adustamente—. No mimamos a nuestros hombres, y por eso triunfamos.

Además, pretende que sus adversarios estén a la altura de la reputación que se les atribuye a ellos. Alimentado con historias de espías que parecen extraídas de los comics, y con increíbles folletines de televisión que muestran a la intrépida policía secreta, exige que los perversos y taimados agentes imperialistas luchen denodadamente antes de capitular. La cobardía de Gary Powers, que confesó tan abyectamente, le hizo quedar muy desilusionado de los belicistas norteamericanos. Me ofreció sus condolencias por la humillación que se remontaba a diez años atrás, y de igual modo me felicita cortésmente cada vez que un equipo norteamericano derrota a otro soviético en un concurso deportivo.

He entablado discusiones políticas feroces, cordiales, absurdas y dolorosamente ilustrativas con muchos otros estudiantes rusos del pensionado. A menudo empiezan durante la cena y continúan hasta altas horas de la noche. Pero nunca hablo de temas políticos con Viktor. Sus ideas acerca de la naturaleza del hombre y la sociedad se limitan a los párrafos iniciales del editorial matutino del Pravda.

Después de ojear el ejemplar de hoy —ahorrando sus dos kopeks— vuelve a mi mesa.

—La lucha entre las dos ideologías antagónicas, la socialista y la burguesa, representa la batalla más portentosa que se ha librado entre distintas ideas en el curso de toda la historia. Ha adquirido una naturaleza genuinamente omnímoda, y ésta es la principal característica de la etapa contemporánea de la lucha ideológica.

Este es el tipo de aserto que acostumbraba a repetir, peor aún, a leerme tercamente, durante nuestras primeras semanas exasperantes, antes de que hubiéramos fijado las condiciones de nuestra coexistencia: la tregua política fundada sobre el silencio político. En el curso de las escaramuzas iniciales sus reseñas de hechos concretos entraban en la misma categoría: Finlandia atacó a Rusia en 1939 y (puesto que la Rusia soviética nunca ha tomado la iniciativa en las actividades bélicas) Japón también la invadió en 1945. Franklin Roosevelt era judío. (La prueba decisiva de Viktor sobre este extremo consistía en que Roosevelt había prestado ayuda a su correligionario judío Trotski para que éste pudiera continuar la subversión antisoviética desde México.) Los partidos comunistas de Gran Bretaña y Estados Unidos, aunque proscritos y reprimidos, son los auténticos portavoces del pueblo... porque todos los partidos comunistas son, por definición, los depositarios de la verdad y la virtud, y todos quienes saben, como lo sabía él, de qué manera funciona el mundo, son automáticamente comunistas. En síntesis, sus «fichas» se ordenaban alrededor de un poderoso campo magnético. La Madre Rusia tiene razón, sus adversarios están equivocados.

Desesperado por el hecho de que nuestras discusiones terminaban habitualmente en un punto muerto, un día le pregunté si el gobierno soviético había cometido alguna vez una injusticia en la conducción de su política exterior. Durante un rato analizó realmente esta pregunta inesperada y respondió con ojos refulgentes y sinceridad patética:

—Hubo algunas antes de la Revolución.

Viktor es la encamación viviente del apotegma de Emerson —«Nacemos creyendo. El hombre produce creencias tal como el árbol produce manzanas»—, pero a pesar de ello sabe menos de marxismo o de leninismo, para no hablar de cualquier otra idea social, que algunos barberos de Greenwich Village. No encuentro una forma más delicada para expresarlo: mi compañero de cuarto pertenece al sector del Partido Comunista cuya característica sobresaliente no es la crueldad, la ambición de poder o la rigidez ideológica, sino la más absoluta estolidez, reforzada por la envidia plebeya de los mejores.

—No todos los más necios e ignorantes están afiliados —decía un humorista que vivía del otro lado del pasillo—. Pero cuanto menos sepa uno, mejor. Las dotes intelectuales del viejo Vik le convierten en un candidato ideal.

Aunque en cierto sentido esto carece de importancia, porque Viktor no está realmente interesado en Marx. Ni, en verdad, en ningún otro tema con siquiera vagas connotaciones políticas. Y a menos que lo provoque yo, que soy la corporación del enemigo ideológico, prefiere no simular. Le preocupan tres cosas: la suerte del Dínamo de Moscú, que es su equipo de fútbol favorito; las condiciones para la pesca, comparadas con las de la misma estación el año pasado; y, una vez más, la parcela de su familia. El solar está situado en una pequeña aldea de cabañas campesinas, sin pintar y destartaladas, a unos sesenta kilómetros al este de Moscú. Inmediatamente después de su última clase del sábado por la mañana, Viktor envuelve en papel de diario su mono —el mismo que viste en el cuarto para no gastar los pantalones exclusivamente reservados para las clases— y se marcha deprisa a la estación de ferrocarril. Un electrichka suburbano y una rápida caminata por senderos erosionados le llevan a su destino en un lapso de dos horas, para un fin de semana que dedicará a los conciliábulos familiares y al trabajo. Con su padre, su hermano y sus cuñados, están agregando a la dacha una segunda habitación en beneficio de las esposas que son las cocineras, encargadas de limpieza y promotoras de la movilidad ascendente del dan), y de los niños, esos venerados herederos. Para los hombres, en el otro extremo de la aldea hay un estanque de aguas lodosas pero rico en lucios de carne tierna.

Obsesionado por el proyecto de edificación de cuatro metros por cinco, Viktor aborrece la intromisión de las obligaciones académicas y partidarias en sus pensamientos y su tiempo. (Aunque asiste a todas las clases y a todas las reuniones de su grupo del Partido, nunca le he visto abrir un libro de texto, excepto cuando se aproximan los exámenes. Pero a veces lee una novela de espionaje o su revista favorita de deportes antes de echarse a dormir a las diez de la noche.) Alaba las virtudes de una casa de campo, despotrica contra el precio atroz de la madera, describe el mejor sistema para sobornar a un electricista e inducirle a faltar por un día a su trabajo legal. (En la última sesión del Partido se lanzaron furiosas invectivas contra semejante corrupción.) También puede divagar acerca de las complicaciones de las tuberías y los pozos negros... ¡porque la nueva «ala» de la casa incluye una letrina interior!

Se siente igualmente fascinado por mi neceser —las hojitas de afeitar de acero inoxidable le hicieron desconfiar por primera vez de la superioridad intrínseca de la economía socialista— y uno de sus juegos furtivos consiste en vaciar mis aerosoles de espuma de afeitar. Después de una larga pugna con su orgullo, me pidió en voz baja que le regalara uno para el cumpleaños de su padre. También le seducen la cinta adhesiva, los bolígrafos y mi calentador de inmersión para hervir el agua destinada al café instantáneo, pero mira despectivamente el papel higiénico que obtengo en la tienda de aprovisionamiento de la embajada norteamericana.

—Excesivamente delicado —se quejó, mientras volvía al producto de uso común en la Universidad: trozos arrancados del Pravda del día anterior.

Por otro lado, el dibujo marcadamente impresionista que le compré a mi amigo Yenia, un pintor en la clandestinidad, le deja mudo.

Viktor tiene mucho cuidado en que yo no esté presente cuando, más o menos cada diez días, trae una muchacha al cuarto para fornicar con ella. No quiere que me forme una mala opinión de la moral comunista, de la cual él es, presuntamente, un modelo. O quizá lo que pasa es que prefiere que no tropiece con las muchachas. He visto a varias de ellas cuando, después del acontecimiento, las empujaba por el corredor en dirección a la escalera de emergencia, alejándolas ansiosamente del ascensor, que podía traer a uno de sus conocidos. Estas jóvenes se cuentan entre las menos agraciadas de la Universidad, y nunca proceden de nuestro departamento (que recibe el nombre de Facultad Jurídica). Raramente las ve por segunda vez, y nunca las invita a cenar. Después de despachar sin problemas a su enamorada, vuelve a la habitación, hace una serie de suaves ejercicios del Ejército Rojo y se relaja bajo la ducha, repitiendo para sus adentros la lista de tareas que debe ejecutar.

Mis amigos me advierten que Viktor informa semanalmente a las autoridades correspondientes sobre mis visitantes, mis actividades y mis tendencias ideológicas, así como antes denunciaba a sus compañeros de regimiento cumpliendo con su papel de soplón. Esto no me inquieta. Me dicen, asimismo, que probablemente me describe como un individuo lelo e inofensivo, porque esto es lo más rápido y fácil para él. Desea ahorrarse el trabajo de escribir los informes suplementarios que implica la denuncia de cualquier transgresión y, sobre todo, quiere evitar que le encomienden una vigilancia más intensiva que podría obligarle a restar tiempo a los fines de semana que pasa con su familia. Por otro lado, a veces me parece que está un poco desilusionado porque no soy el astuto subversivo ideológico contra el que le han prevenido.

Esta mañana, se levantó como de costumbre antes de las siete para lustrar sus zapatos de paseo y para zurcir un par de calcetines de color caqui. Al comprobar que no me sentía muy bien, me ofreció un plato con la deliciosa mermelada de manzana que prepara su madre, utilizando los frutos de un árbol próximo al huerto familiar. Y luego un segundo platito con un vaso de té.

—Caray —dijo, cuando alabé la mermelada. Sí, lo que más me agrada de él es su sonrisa . Y él me estima porque sabe que soy indiferente, por lo cual no necesita fingir interés por sus estudios de Derecho.

Enciendo la radio y escucho un momento, tendido sobre mi sofá cama y mirando la foto de Gagarin, con un ribete negro, que cuelga sobre el escritorio de Viktor. (Es extraño que este baratísimo y apelotonado mueble se haya convertido en mi mejor amigo, como todas las camas por las que he pasado, a pesar de que cuando llegué, la funda grasienta del colchón me produjo náuseas, y a pesar de que apenas pude tocarla antes, y menos aún después, de espolvorearla con insecticida durante la limpieza general previa al comienzo del semestre.) La radio transforma todas las voces en un zumbido gangoso, en razón de lo cual resulta difícil entender incluso las noticias, cuyo texto conozco de memoria.

En realidad, no se trata de una radio verdadera sino de un altavoz que difunde las audiciones de Radio Moscú desde un enchufe embutido en la pared. Al igual que la mayoría de los hoteles, restaurantes, oficinas y casas de apartamentos, la Universidad está poblada de puntos de retransmisión, merced a los cuales la Auténtica Verdad se escucha en todas las habitaciones. Gimen los violines y la voz del locutor se engola: el programa gira en torno del amor de un mecánico jubilado por su viejo torno, y a través del torno por su fábrica, y a través de la fábrica por su Madre Patria soviética y por Lenin, «nuestro eterno Vladimir Ilich, que está más auténticamente vivo que los vivos». El locutor de Radio Moscú simula sentir gran emoción por el patriotismo del veterano trabajador, y se emiten fragmentos de la entrevista, groseramente montados e intercalados con aclamaciones. Se trata de una copia servil de den entrevistas que se transmiten desde la mañana hasta la noche, todos los días, para tratar de incrementar la productividad, y que están matizadas con comentarios por si a alguien se le escapa su intención: «Nuestra fábrica ostenta el sagrado nombre de Lenin; no podíamos descuidar nuestro deber socialista... La jornada más feliz de mi vida fue aquélla en que nos juzgaron dignos del título de Brigada del Trabajo Comunista... El hombre de bien quiere a su fábrica como a su familia, a su Patria...»

La música armoniza con los estereotipos ceremoniosos. El locutor finge que no puede controlar su entusiasmo, y vocifera:

«¡Camaradas! Consagremos nuestros mayores esfuerzos a recibir el Nuevo Año de nuestra amada Madre Patria socialista tal como nos lo ha enseñado Lenin, ¡con una nueva dedicación y nuevos éxitos en todos los frentes de la productividad laboral! Así expresamos nuestra sincera gratitud a nuestra Patria leninista, el primer estado socialista del mundo... y a nuestro querido Partido Comunista soviético, que sirve de ejemplo a todos los pueblos progresistas. Lenin nos inspira a todos para que nos esmeremos...». Lo que ha anestesiado una parte de mi corazón no es tanto el mensaje en sí como el hecho de que lo entonen desde la mañana hasta la medianoche. Éste no es un país, sino una cripta. Todos sus habitantes son derviches, que aprenden a ser abnegados mediante la flagelación.

El caso siguiente gira en torno del capitán de un barco pesquero del mar del Norte que ha aumentado voluntariamente el nivel del rendimiento que le exige el socialismo, en homenaje al segundo año «decisivo» del nuevo e «histórico» Plan Quinquenal... y que ha conseguido en sus redes el mayor botín de pesca de todos los tiempos, «como si Vladimir Ilich en persona estuviera guiando a la tripulación». A continuación, un breve cuadro dramático acerca de las costureras de una fábrica de prendas de vestir que ponen a contribución toda su imaginación para aumentar la productividad y que lamentan no haber podido coser camisas para el amado Vladimir Ilich mientras éste vivía. Es una lástima que Viktor, devoto de los folletines proselitistas, me pida que apague la radio. Ha terminado de desayunar y se ha quitado toda la ropa menos los calzoncillos negros —el modelo soviético estándar, sin bragueta, de acetato avinagrado—, listo para lavarse. Anoche interrumpió nuestra conversación deshilvanada para anunciar que está buscando esposa, empresa harto difícil cuando uno vive rodeado de muchachas modernas, habituadas a la ciudad, que no saben nada acerca de la administración de un hogar austero.

—Las estudiantes universitarias no saben siquiera abrir una lata por sí solas y se creen demasiado importantes para aprender a hacerlo. Sin embargo, soy partidario de que las mujeres trabajen. ¿Qué hacer, entonces? Debe imperar la igualdad y todos deben colaborar en la construcción del comunismo. Pero las mujeres son más felices en la cocina que en la oficina. Alejarlas de su función natural podría traer complicaciones.

La camarilla que reside en el extremo del pasillo no oculta su indiferencia por Viktor, ese «aguafiestas irrecuperable». Aunque un poco desconcertado por esta circunstancia —su edad y su militancia en el Partido deberían convertirle en el líder moral de nuestro pabellón— se ha resignado a su impopularidad, que además tiene compensaciones: le dolería cruelmente tener que competir con la camarilla en gastos de tabaco y bebida. Los gustos refinadamente anacrónicos de esa gente, que cita a oscuros propagandistas de los peores períodos del stalinismo y que fuma los papirosi más baratos imitando a los vagabundos de las embarcaciones del Volga, le inducen a menear la cabeza con atónita expresión compungida. Ni siquiera entiende su lenguaje, una recargada mezcla de las jergas del jazz, del hampa y de los campos de trabajo, tal como se hablan en los medios estudiantiles y clandestinos. Ese es el lenguaje de moda, que obliga a comenzar cada parlamento con una pronunciación exageradamente arrastrada de la frase «hablando en términos personales». «Hablando en términos personales, me gustaría tomar una taza de té»... o «ir a mear». «Hablando en términos personales, Charles de Gaulle fue presidente de Francia». Aunque ahora mi dominio del idioma ruso me permite participar en la mayoría de las conversaciones, a menudo no consigo captar el meollo de sus pláticas aparentemente incoherentes, y se divierten mucho cuando pueden prolongar esa cháchara durante varios minutos sin que yo consiga entender una sola palabra. Pero he aprendido algunos de los términos más inteligibles: un «martillo» es un gran tipo; una «vieja pantufla» es una muchacha sin prejuicios; una «galera bullente» es un chico avispado.

Los miembros de esta camarilla parecen haberse occidentalizado si se les juzga desde el punto de vista iconoclasta de los estudiantes y por ello mismo demuestran hasta qué punto carecen de valor, aplicadas a este país, muchas categorías y cálculos importados, categorías y cálculos que yo también utilizaba al pensar. Incluso estos bohemios modernos obedecen a las leyes de la lógica rusa, rectificando las hipótesis occidentales acerca de la forma en que deberían razonar. Seis o siete de ellos, que no son realmente idénticos entre sí pero que parecen serlo debido a su común empeño en estar actualizados, forman este grupo compacto. Son muchachos campesinos cuyos brazos desmañados sobresalen varios centímetros de sus desteñidas mangas de franela. Todos tienen veinte o veintidós años, y son hijos de patanes semianalfabetos. Pero, a pesar de estos antecedentes, ganaron medallas de oro en sus escuelas aldeanas, y bajo su tumultuoso desapego están patentemente nerviosos por el éxito y el encumbramiento sorprendentes que seccionaron con tanta rapidez sus raíces. En Inglaterra, los personajes de esa categoría —los jóvenes de origen obrero, procedentes del Yorkshire, que triunfan en Londres— han servido de tema a buena parte de la literatura, contemporánea. Se trata de la ostentosa élite en ciernes, que cada vez tiene menos puntos en común con sus padres aldeanos, pero que tampoco los tiene con la auténtica intelligentsia de Moscú y Leningrado.

Ellos ignoran, sin embargo, que están nerviosos. Espabilados e inteligentes, han explotado sus modales provincianos para convertirse en los sabihondos y los caciques de la residencia. Toman la Universidad como una larga bacanal urbana, y devoran impresiones y descubrimientos —de teatros, muchachas, conocidos que trabajan en el ámbito cultural— con un apetito que es compatible con su enjuta contextura. Atraviesan volando los mejores años de la vida, impulsados por su energía y su ingenio. En otros lugares siempre he eludido con más fortuna que aquí a los fulanos con idiosincrasia de fraternidad universitaria. La camarilla consigue avergonzarme y obligarme a devolver las palmadas en la espalda y a responder a sus chistes sobre Rusia con otros sobre los Estados Unidos.

En la última etapa de los cinco años que deben pasar aquí, los miembros de la camarilla se dedican a escribir tesis en lugar de asistir a clase. Estos ensayos, de aproximadamente cien páginas, son los primeros trabajos que deben ejecutar por sus propios medios en el curso de la carrera universitaria, pero la actitud complaciente que tolera un bajo nivel de investigación y redacción determina que pueden disponer de la mayor parte del día para holgazanear. (El cabecilla del grupo, un joven cáustico de pelo sucio y mirada demencial, escribe acerca de Vsevolod Meierhold, el brillante innovador teatral, quizás más importante que Stanislavki, que «desapareció» en 1937, en la época de Stalin. Acorralado entre la imposibilidad de escribir una tesis sincera, porque las teorías vanguardistas de Meierhold siguen siendo tabú y porque su preceptor no quiere que mencione a Stalin, y la píldora amarga de escribir otra falsa, porque se siente cada vez más cautivado por el genio del personaje que le sirve de tema, el Número Uno ha optado por un creciente histrionismo «a la manera de Vsevolod».) Se despiertan tarde en sus habitaciones mal ventiladas, y se gritan los unos a los otros, a través de las paredes, la famosa consigna: «¡Levantaos, trabajadores; avanzad y remontaos a las alturas!» Luego abandonan no sin desgana sus lechos, se sientan hacinados y vestidos con la ropa interior que ya llevan encima desde hace una semana, se desayunan fumando unos cigarrillos que parecen fabricados con paja, e intercambian chistes políticos.

Los chistes son variaciones de tres o cuatro viejos clisés que ilustran, por un lado, la distancia que existe entre la retórica y la realidad soviéticas, y por otro, el desatino de intensificar las campañas de propaganda en lugar de emprender trabajos concretos que tal vez ayudarían a acortar esa distancia.

Dos miembros de una granja colectiva se encuentran en la calle lodosa de su aldea. «¡Eh, Petia! —grita Iván—. ¿Qué es esto de lo que habla la radio? Algo llamado comunismo... ¿sabes qué significa?» «Claro que sí —responde Petia—. Es un sistema en el cual todos obtienen lo que desean». «¡Caramba! ¿Qué pedirías tú en el sistema comunista?» «Un avioncito». «¿Para qué diablos necesitas un avión?» «Para volar a los Estados Unidos y comprarme un saco de patatas».

Pregunta de «Radio Armenia»: «¿Una verga puede ser miembro de una Brigada de Trabajo Comunista?» Respuesta: «No... por tres razones. No puede trabajar siete horas al día. Cambia frecuentemente de lugar de empleo. Tiene fama de escupir sobre sus compañeros de trabajo.»

En una comarca de Egipto que pronto quedará inundada por las aguas de una nueva presa se realizan urgentes exploraciones arqueológicas. Un equipo italiano descubre una tumba milagrosamente conservada, pero su júbilo se transforma en consternación cuando nadie puede descifrar los jeroglíficos, ni siquiera para determinar el nombre del monarca enterrado. Los italianos convocan a un equipo inglés que trabaja en la vecindad, pero los expertos de Oxford y Cambridge no tienen mejor suerte. Llaman a un equipo francés, y después a otro alemán, pero nadie consigue interpretar los signos. Cuando cunde la desesperación, a alguien se le ocurre llamar al profesor Stukaivich, el destacado egiptólogo soviético. El académico aparece diez días más tarde, en respuesta a un telegrama enviado a Moscú y, por supuesto, llega escoltado por dos agentes de la KGB. Stukaivich estrecha la mano de sus colegas, a quienes conoce a través de las publicaciones especializadas, e ingresa en la tumba. Esa noche el grupo no reaparece. Trascurren otro largo día y una noche llena de suspenso sin que haya señales de los rusos. Finalmente los tres hombres salen a la tercera noche, macilentos y con barba, y anuncian lacónicamente: «Se trata de Ramsés III». Los científicos atónitos lanzan gritos de felicitación. «¡Estos rusos son formidables!» ¿Pero cómo resolvieron el misterio? «No pido que revelen secretos —dice un italiano, mientras saltan los corchos—. ¿Pero cómo identificaron a Ramsés?» «El bastardo confesó», responde uno de los agentes de la KGB.

Más las reacciones desagradables me han enseñado a no sacar conclusiones «obvias» de estos rasgos humorísticos. Detrás de los sarcasmos de la camarilla acecha un patriotismo insular del cual hasta el Bastión Bíblico de Texas podría tomar lecciones. Cuando festejo con risas demasiado ruidosas sus historias sobre los fracasos del socialismo, o cuando intercambio una observación personal, se vuelven hacia mí y me fulminan con la mirada. Ellos pueden burlarse, pero es aconsejable que el extranjero cierre el pico. De lo contrario, es posible que le ocurra lo mismo que le sucedió a ese extravagante árabe deslenguado, que recibió una paliza en un campo nevado, donde unos muchachos más violentos le encontraron solo.

En el fondo, están convencidos de que el régimen soviético es el mejor del mundo. Aceptan los axiomas que sustentan el sistema, en parte porque es más fácil creer que dudar, y en parte porque, como dijo E. M. Forster, la propaganda «no es una droga mágica; debe apelar a algo que ya existe en la mente de los hombres, porque de lo contrario resulta impotente».

El atractivo que su propio sistema social ejerce sobre la camarilla no reside tanto en el hecho de que es soviético o socialista (algunos de sus chistes favoritos nos recuerdan que Marx era un boche barbado... no, un judío roñoso y barbado), como sobre el hecho de que es ruso. Y lo que es ruso es nuestro. El Ejército Rojo es nuestro, Lenin es nuestro, los sputniks y el materialismo dialéctico, el agitprop e incluso la escasez de carne son nuestros. Quizá Rusia no es realmente lo mejor*, tal vez, para ser plenamente sinceros, es tosca y atrasada. ¡Pero no es débil! Las fuerzas armadas, portentosas y mejores, lo son cada día más. ¡Que Occidente se ría de eso! Además, el atraso constituye una razón adicional para defender a la Madre Patria contra el Occidente más rico y despectivo. Motivo adicional para trabajar por el triunfo de nuestro pueblo. En consecuencia, al tiempo que hacen mofa de sus lecciones políticas, piensan que son realmente necesarias.

Lo que la camarilla hará dos o tres años después de graduarse será, precisamente, trabajar por la Unión Soviética. Suponiendo que sus miembros triunfen en los primeros empleos, como maestros y ayudantes de los secretarios de redacción, sin que las amonestaciones ocasionales por embriaguez estropeen sus hojas de servicios esencialmente lisonjeras, los reclutarán para que manejen la maquinaria del Estado. No la maquinaria pesada de la KGB, ni el apparat del Partido —desde el punto de vista del Partido son demasiado inteligentes y sardónicos para confiarles el poder político directo— sino los escritorios de las oficinas visibles, que exigen una educación superior y los refinamientos afines: el servicio diplomático, las redacciones de los diarios y las emisoras de radio, los puestos de control en los medios culturales y educacionales. Otros estudiantes se graduarán con más distinciones, pero el linaje campesino-proletario de la camarilla la hará acreedora a los cargos administrativos. Aquí no es el pedigrí de clase trabajadora, por sí solo, el que determina que la gente sea confiable, sino las actitudes forjadas durante la educación en las comunidades laborales, no contaminadas por el cosmopolitismo... precisamente la mentalidad de Hegemonía Rusa que caracteriza a los advenedizos. El Partido sabe, porque así lo ha programado, que, si bien se trata de individuos inteligentes, su educación no contribuirá a socavar ese patriotismo fanático. Como ellos mismos lo confiesan, siempre pertenecerán a sus aldeas.

—Progresaremos —me dijo recientemente el Número Dos de la camarilla—, porque estamos sintonizados con el país. Moscú es la fachada. Siempre hemos necesitado fachadas. Pero la verdad continúa siendo la aldea. Todo proviene de la aldea y es el espíritu de la aldea. Y ésta es la razón por la cual los hijos de los sagaces intelectuales moscovitas trabajarán para nosotros.

El cinismo, una faceta de la falta de honestidad esencial de la camarilla, contribuye a distanciarme de sus miembros. Pero quizá, por el contrario, son admirablemente honestos cuando reconocen sus ventajas. Quizá lo que me fastidia es sólo el hecho de ser más viejo, o estoy resentido porque, como Viktor, soy demasiado formal para competir con ellos.

Hace dos noches, la camarilla organizó su juerga mensual en una de las habitaciones dobles. La mesa estaba cargada de salchichas, pescado en lata, queso rezumante y mantequilla auténtica para sus frescas hogazas de pan blanco. La atmósfera del cuarto era tan asfixiante como la de un establo en invierno. El vodka era consumido en vasos de agua que bebían zalpom, es decir, doscientos centilitros en un solo y osado trago. A medida que vociferaban brindis rituales y trasegaban implacablemente el alcohol, las facciones de los muchachos empezaron a espesarse junto con sus voces. El sudor cubría sus rostros, que de alguna manera parecían más estrafalarios por contraste con la fría noche exterior. No tenían veintiún años, sino cincuenta; no tenían cincuenta, sino que eran intemporales. Después de haber bromeado, reñido, gritado, cantado, maldecido a la Madre Rusia y jurado morir por Ella, a las diez de la noche ya se tambaleaban, sensiblemente borrachos. Hacia media noche terminaron de manchar los azulejos de los retretes con varias capas de vómito, y se dejaron caer sobre los jergones como troncos, en brazos de sus compañeros y del olvido. El estudiante chino que se aloja en el cuarto vecino, y cuya presencia es un misterio puesto que todos sus compatriotas partieron hace diez años, estaba ostensiblemente asqueado. «Rusos salvajes. No cambiarán nunca. Y se nos dice que nosotros debemos aprender de ellos.»

En Rusia hay muchas cosas opacas, ambientales, impregnadas por su gran literatura, pero no hay ningún enigma en los olores de la camarilla. Los calcetines usados durante todo el invierno dentro de un solo par de zapatos contaminan ahora el suelo como charcas fétidas. Los mismos zapatos, cuyo sudor y cieno no se han secado jamás, despiden su propio hedor característico. Olores corporales destilados del repollo y del salchichón con ajo; alquitrán de tabaco profundamente infiltrado en la piel de invierno; el Clorex rancio de los dormitorios para varones flotando por todas partes, reforzado por la ropa interior pocas veces lavada y por la lana nunca aseada. Y por la mañana, después de la jarana, los vapores del vómito adolescente, la fetidez universal de la borrachera pasada, que no es de ninguna manera más interesante o agradable aquí, en la enigmática Rusia.

Las bacanales nunca se celebran menos de un vez por mes, cuando alguien cumple años, en una efemérides nacional o universitaria, o en el día de pago de los estipendios estudiantiles. Siempre que cuenta con unos pocos rublos disponibles, la camarilla busca un acontecimiento digno de ser festejado: el Día del Minero o el aniversario de la Revolución Mongola. Esa tarde, se asigna el dinero para las comidas y las bebidas, se planifica la logística de las compras con tanta solemnidad como si se tratara del día festivo de la nación Móhawk, y se colocan las mesas y las sillas en la habitación escogida. El programa de la fiesta no varía mucho. Los muchachos mordisquean las salchichas y los pepinos salados, hacen chocar los vasos y los vacían, se emocionan, desnudan sus almas, se tornan irremisiblemente sentimentales, y después se vuelven salvajes antes de desvanecerse. Es una celebración pagana, un rito religioso: la búsqueda de evasión periódica, de salvación, que emprende el campesino ruso para emanciparse de este mundo sórdido y elevarse a otro más sublime y omnímodo.

Los manjares como el queso y la salchicha de marca «Doctor», por no hablar de vodka, representan el colmo de despilfarro. La fiesta les cuesta por lo menos la mitad de su estipendio mensual, y durante los últimos diez días del mes se alimentarán exclusivamente con patatas hervidas y té de las «noches blancas»... agua caliente sin ningún agregado. («El té es yidok —dicen, repitiendo ritualmente su gastado retruécano—, pero el anfitrión es ruso». En este caso, yidok significa tanto «aguado» como «judío».) Mas esto no hace sino intensificar el anhelo de organizar la juerga siguiente, y les ensancha las sonrisas cuando piensan cuántas latas de bacalao marinado y cuántas botellas van a comprar. Cuando un estudiante holandés sugirió que podrían vivir más sanos y felices con un presupuesto más realista, le miraron con desprecio. «¿Qué crees que somos... los amanuenses de una maldita oficina?

Ahorra tu dinero y cómprate una biblioteca. Los rusos sabemos vivir.»

A los miembros de la camarilla se suma, a menudo, un estudiante un poco más joven, tan distinto de ellos, por su aspecto y su linaje, como Isaac Babel lo era de sus amados cosacos, Leonid, de espaldas estrechas, luce un traje limpio y gafas de cristales claros, y ya ha empezado a perder el pelo aun antes de haber cambiado totalmente la voz. Es un cosmopolita ciudadano de Moscú, hijo de prósperos intelectuales judíos. Su padre es miembro correspondiente de la Academia de Medicina, su madre es una distinguida especialista en literatura clásica, su hermana mayor es violoncelista y estudia en el Conservatorio. El mismo Leonid está, casi a regañadientes, cerca de la cúspide académica de su Facultad. Lee una docena de libros por semana, en tres idiomas, y su habitación en el confortable apartamento familiar es una verdadera biblioteca.

Cuando empieza en serio el consumo de bebidas, durante las juergas, un feroz chovinismo gran ruso invade el alma de los muchachos, como si el vodka fuera un ácido que produce gas en contacto con el metal blando de los prejuicios. Y el odio profundo contra los yidi, los sucios judíos, es un elemento inseparable del chovinismo. Las primeras bromas son relativamente suaves. «Me dijeron que el verano pasado el clima fue espantoso en el Mar Negro». «Sí, esos cochinos judíos...» Los fragmentos desprendidos de una fachada golpean en la cabeza a un anciano judío que marcha por la calle Arbat. «Maldición, en este país no cae en ninguna parte un ladrillo sano». Pero pronto se descartan estas agudezas para manifestar con mayor franqueza la sabiduría que el alcohol comunica a la camarilla.

«Los judíos son una escoria, infectan a Rusia con su cobardía lloriqueante y su codicia.» Para enderezar a nuestro país de un día para otro, habría que apartar de los mejores empleos a los chupasangres judíos y enviarlos al frente. No, le besarían el culo al enemigo y nos venderían a cambio de unas joyas.» Leonid baja la vista y juega con el hule. Cuando formula un comentario acerca de alguno de los temas en discusión, le ordenan que se calle. Es un hecho admitido que la opinión de un judío carece de valor, porque ellos sólo entienden de dinero y acaparamiento... pero no de lo que concierne a Rusia o a los rusos. «Te consultaremos cuando deseemos saber algo acerca de Moisés.»

Una mañana, cuando Leonid descansaba en mi cuarto después de una juerga particularmente encarnizada, le pregunté por qué soportaba todas esas humillaciones. El sionismo de algunos— estudiantes judíos, engendrado por la victoria en la Guerra de los Seis Días, y estimulado por la esperanza de que una colosal columna de emigrantes se traslade a Israel, es vehemente. Niños cuyos padres mantuvieron durante décadas hogares tenazmente «asimilados» y que negaron su judaísmo en aras de la causa más sublime —el socialismo haría del judaísmo y de todo «nacionalismo minúsculo» algo obsoleto— se cuentan entre los patriotas israelíes más implacables, que descubren el antisemitismo incluso allí donde no lo hay (cosa muy rara en la Rusia contemporánea) y que hacen escarnio de todos los aspectos del régimen soviético. Muchos judíos de Moscú no dejan trascurrir una hora sin cavilar, calcular y reflexionar angustiados sobre la posibilidad de dar los pasos necesarios e irreversibles para partir, y sin formularme preguntas y más preguntas, pensando que yo, como occidental, tengo que saber cuánto gana un dentista de Tel-Aviv, en relación con lo que cuesta un kilogramo de carne.

Leonid pertenece precisamente a esta categoría. Algunos de sus amigos se han ido, e incluso sus acomodados padres afrontan el dilema inquietante: ¿deben renunciar a todo y resignarse a la persecución que recae sobre quienes solicitan permiso para emigrar? Pero el tímido joven ha jurado no «capitular» jamás. Lo último que quiere ser, dice, es un intelectual israelí desocupado.

—Ya tienen un superávit, en tanto que Rusia pasa penurias.

—¿Pero por qué soportas los insultos de quienes valen mucho menos que tú? —insistí—. no te dejas engañar por la historia de la innata sabiduría proletaria. ¿Es acaso masoquismo?

Volvió a titubear y sentí haberle presionado. Día tras día era triturado entre la arrogancia «anticosmopolita» de la camarilla y el creciente tribalismo judío.

—Lo hago porque quiero ser escritor —respondió al fin—. Quiero escribir acerca del pueblo ruso, y sus genuinos representantes son estos muchachos', no los individuos refinados con los’ que siempre ha convivido mi familia. La verdad asusta a mis padres, sobre todo porque siempre la han rehuido, enmascarándola con ensueños políticos... Además, yo aprecio a estos mutiladlos. Interiormente, ellos me estiman a mí. Son mis mejores amigos.

Y lo son: la camarilla no siente sino respeto y afecto por Leonid, personalmente. Sufren cuando Lenia, como le llaman, pasa la noche en su casa en lugar de encogerse para compartir uno de sus jergones. En una oportunidad llegaron al extremo de suspender una de sus juergas, porque Leonid estaba en cama, aquejado de gripe.

En lo que concierne a la capacidad para asimilar el alcohol, Leonid sólo es débil cuando se le compara con los miembros más resistentes de la camarilla. El muchacho intelectual empezó a beber para conseguir que le aceptaran y para demostrar su afinidad con los mujiks, pero ahora disfruta de la ebriedad por ella misma.

—Si vivieras aquí tú también beberías. No es tanto algo para hacer como algo que se debe hacer. El vodka es esencial para todo.

Para cultivar su interés por los «rusos auténticos», Leonid preferiría vivir con la camarilla antes que en el lujoso apartamento familiar, pero sólo consigue compartir de vez en cuando uno de los estrechos jergones. Los estudiantes cuyas familias residen a cincuenta kilómetros de la Universidad deben vivir en sus hogares aunque prefieren la residencia (así como los moscovitas no pueden ocupar una habitación en un hotel de Moscú). Esta restricción responde a necesidades prácticas además de políticas. Aun sin el contingente de estudiantes moscovitas, en las residencias reina el hacinamiento. El número de estudiantes inscritos en la Universidad, y en casi todos los institutos soviéticos, colma el espíritu físico.

En el cuarto contiguo, que tiene capacidad para dos personas, residen tres muchachas: Raia, Ira y Masha. Más toscas que las Tres Hermanas de Chejov, hacen pensar en ellas empero, de forma ocasional, sobre todo por el placer que les produce vivir en Moscú después de haber pasado toda la infancia en un ambiente provinciano. Raia e Ira, que exhiben la misma vulgaridad y las mismas configuraciones de pecas, pasan su tiempo libre bordando cortinas, tapetillos y diversos ornamentos para su cuarto de baño, que ellas consideran hermosos. (¿Por qué no bonitos vestidos para ellas?) Con las novelas de Stendhal abiertas, escuchan a Tchaikovsky en el tocadiscos portátil que compraron con los ahorros de todo el año anterior.

A veces acuden a uno de los bailes de los sábados que se celebran en homenaje al Día de la Amistad Soviético-Birmana, al quincuagesimoquinto aniversario de la Liga de la Juventud Comunista y a otras efemérides análogas de connotación revolucionaria o pacifista y amistosa. La velada comienza en el auditorio principal con discursos políticos, manifestaciones de gratitud de los estudiantes asiáticos y africanos por la magnanimidad de la política exterior soviética, discursos de académicos que citan las últimas metas de producción —¡hacia 1977 se triplicará la fabricación de cemento!— y la repetición de las consignas políticas vigentes, que corre por cuenta de un profesor de literatura. Después llega el plato fuerte, programado en el salón central del edificio, que con sus columnas y su suelo astillado me recuerda la descripción que hacían mis padres de sus bailes de los años 30: una numerosa y torpe orquesta estudiantil que interpreta fox-trots antiguos, muchachos y chicas que exhiben su mejor vestuario dominguero —vestidos purpúreos y corbatas con hilos metálicos— y centenares de parejas que se mecen casi al compás de la música mientras multitudes de jóvenes solitarios intercambian miradas de un extremo al otro del recinto.

—No está mal, la del cinto.

—¿Lo dices en serio? Es más espantosa que la guerra.

—Y complaciente. Le encanta entregarse.

Después de pasar toda la tarde planchando sus blusas y lavándose el pelo, Raia e Ira aparecen menos atractivas que la mayoría de sus compañeras, y se trasladan rápidamente a un rincón. Allí conversan animadamente acerca de los mismos temas que las ocupan durante todo el día, y durante toda la semana, y el tono que emplean también es el mismo. Después de bailar la una con la otra media docena de veces, salen juntas, tomadas del brazo. ¿En los Estados Unidos hay todavía muchachas cómo estás? ¿Jóvenes feas pero afables, que mientras esperan encontrar marido no pronuncian una sola palabra de desaliento, ni se quejan, ni dan, por supuesto, muestras de agresividad? Siempre me siento excesivamente turbado para agradecerles, como me gustaría hacerlo, que muestren su verdadera personalidad, sin afeites.

El hecho de que Masha se entienda maravillosamente con ellas demuestra claramente que los polos opuestos se atraen entre sí. Raia e Ira salen temprano para asistir a clase, tomadas de la mano, y hacen un alto en el camino para desayunar en la cafetería un bollo y un vaso de café lodoso. Masha, en cambio, duerme, si puede, hasta las once (a pesar de que una regla estricta, reforzada por complejos mecanismos destinados a hacerla cumplir al pie de la letra, estipula como obligatoria la asistencia a todas las clases). A continuación Masha golpea mi puerta, bostezando y con la cara abotargada por haber dormido demasiado, y cuando Viktor está en clase entra a desayunar con Nescafé y un cigarrillo norteamericano. Despide un olor fuerte, agrio, que proclama quién es ella en verdad —la hija de un minero— y qué tipo de comidas, muy condimentadas, son las que le gustan ingerir. Se trata de un aroma desconcertante para una persona criada entre el Colgate y el Arrid. Sus pechos, rematados por anchos pezones purpúreos, oscilan pesadamente bajo la gasa del camisón. Masha estudia Geología y es mi amiga rusa más antigua. Dice que cuando era joven le encantaba hacer el amor. Ahora le resulta indiferente hacerlo o no, sin ninguna preferencia personal. El mes que viene cumplirá veinte años.

El día en que Masha y yo rompimos el hielo como vecinos, me habló de su primer amor. Muy desarrollada desde el punto de vista físico, era por lo demás una escolar de uniforme y trenzas, cuyos conocimientos provenían de las novelas castas y de las fantasías de sus condiscípulas. Soñaba con los romances, pero más aún con la Ulanova y la Plisetskaia, porque asistía a una escuela superior especializada en ballet. (¿Masha bailarina? ¿Con esas nalgas caídas y los muslos rusos haciendo juego? Sus fotografías de los dieciséis años, o sea de la época en que sucedió eso, muestran que ya había adquirido su turgencia femenina y que poseía unos miembros inferiores más aptos para esquiar a campo través que para aparecer en escena. Sin embargo, sus profesores le aseguraban que tenía condiciones.)

Estudiaba en Perm, su ciudad natal, centro fabril de los Urales centrales que está vedado a los extranjeros debido a la existencia de industrias bélicas e instalaciones militares. En estas ciudades «prohibidas», la policía secreta desempeñaba un papel mucho más importante que en el resto de Rusia, lo cual equivale a decir que dicho papel es realmente de primera magnitud. La KGB vigila atentamente todos los aspectos de la vida municipal: los caminos que conducen a la ciudad, los aeropuertos, calles y plazas, y todas las instituciones de esas mismas calles y plazas. El cuartel central para el numeroso personal que debe ocuparse de estas actividades polifacéticas se hallaba instalado en un enorme edificio, a unos cincuenta metros de la escuela de Masha.

Contaba con una cafetería para el personal, desde luego. Todas las instituciones soviéticas tienen una cafetería en el subsuelo, y ésta es una de las muchas razones por las que las ciudades están tan desprovistas de restaurantes para los ciudadanos particulares. Cuando la cafetería del cuartel central fue clausurada porque había llegado el momento de repararla y pintarla, varios agentes de menor jerarquía se dirigieron, para almorzar, al edificio vecino, o sea a la cantina del teatro de ópera. Un día, la clase de Masha, que había estado ensayando para un recital en el escenario del teatro, también se quedó a comer allí. Y cuando la adolescente lozana, con el rostro congestionado por las piruetas, formaba fila frente al mostrador, se le aproximó un hombre joven que, empero, no le pareció en absoluto joven a la muchacha de dieciséis años. Era el más guapo de los agentes.

—Tienes un formidable par de tetas, chiquilla... y un culo divino. ¿Quieres que esta tarde probemos cómo funciona?

No era la primera vez que Masha oía semejantes palabras. Como la mayoría de las muchachas criadas en la ciudad, se había acostumbrado muy pronto a las propuestas y las obscenidades que siseaban los gandules instalados en los patios y callejones. Pero ningún hombre le había mirado jamás a los ojos mientras mencionaba sus partes pudendas. ¡Y menos un hombre tan simpático, de pelo rubio y bien peinado y de rostro franco! ¿Por qué le hablaba así? ¿Acaso suponía que ya había dejado de ser virgen?

Masha se ruborizó violentamente y se preguntó dónde podría esconderse. Pero entonces sucedió algo totalmente inesperado y aún más agradable: él se sonrojó igual que ella. Era obvio (le explicó él más tarde) que se había equivocado al juzgarla, y lamentaba su insulto. Al principio ni siquiera había estudiado su rostro... sólo el cuerpo, que ciertamente parecía con edad y experiencia suficiente para ensayar actividades en la cama.

Siempre intrigado, él adoptó una estrategia totalmente distinta. Le llevó la bandeja hasta la mesa, y se retiró inmediatamente para no abochornarla delante de sus amigos. Se apartó de sus amigos, la esperó fuera de la cantina y la persuadió para que se reuniera con él después de dase. La acompañó hasta la casa de ella, y la hizo reír en el trayecto. Trascurrió una semana antes de que se acostaran juntos: siete días y tardes de flirteo plácido, de incitaciones, de apaciguamientos y buenos ratos, poblados de todos los filmes y comidas en común para los que encontraron tiempo. Para entonces él sentía ya gran aprecio por ella, y ella, es superfino aclararlo, le amaba apasionadamente. Era un individuo muy sociable, apreciado por los jóvenes prósperos de la ciudad, entre otras cosas porque tenía un nutrido repertorio de anécdotas políticas. (¿Un agente de la KGB que bromeaba acerca del sistema soviético? Sí, y menos improbable que las ambiciones de danzarina que alimentaba Masha.) De carácter cautivador y excepcionalmente enérgico, bebía poco, gastaba con prodigalidad y trataba a Masha con ternura y respeto.

Y le hizo el amor ferozmente. Nunca, exultó, había conocido tanta pasión. Ciertamente no con su esposa, una rubia atractiva y elegante a la cual, sin embargo, no había amado ni siquiera antes, y que ahora se convertía en una fuente de culpa y resentimiento. Porque por mucho que él se esforzara por seguir comportándose como un marido, y como un buen padre para sus hijos, estaba cada vez más fascinado por Masha y pronto llegó a aborrecer el tiempo que pasaba en su hogar. Aunque era igualmente infiel a Masha y a su esposa —le explicó que no podía evitarlo— sus otras conquistas no pasaban de ser aventuras pasajeras. Para colmo, su economía familiar quedó virtualmente desquiciada, absorbida por las diversiones y por los regalos que le hacía a Masha. No le daba nada a su esposa, que hasta entonces había administrado la totalidad de su sueldo mensual.

El mayor problema lo constituían sus superiores. Para garantizar la imagen pública del funcionario de la KGB como un laborioso y honesto Constructor del Comunismo que marcha a la vanguardia de las campañas políticas e ideológicas, todas las borracheras, los chistes y las fornicaciones se circunscriben escrupulosamente al ámbito privado. El comportamiento del amante de Masha provocó un disgusto cada vez mayor en el cuartel central. La pareja había sido vista en los escasos restaurantes de la ciudad. Su relación era demasiado pública. Se multiplicaban las murmuraciones acerca de su incapacidad para salvaguardar los principios del hombre de familia... y acerca de la edad de Masha. Ni siquiera hizo caso a quienes le aconsejaron afablemente, de forma oficiosa, que la abandonara. El divorcio estaba descartado: el agente que abandona a su esposa, sobre todo para cambiarla por una mujer más joven, es una deshonra para la institución. Había que hacer algo.

A un funcionario menos considerado y competente le habrían destituido. Al amante de Masha le ofrecieron dos alternativas: aceptar el traslado a una ciudad lejana, o renunciar. Masha le suplicó que pensara en su familia y en su carrera... y él aceptó. La última noche que pasaron juntos fue un fracaso. A la mañana siguiente, él partió rumbo a su nuevo puesto, a dos mil kilómetros de Perm, y Masha no volvió a tener noticias suyas. Un año más tarde hubo un epílogo. Masha estuvo en aprietos por haberse vinculado con un joven químico que leía y hacía circular Sobre el realismo socialista, de Andrei Siniavski. Movido por el afecto que le inspiraba su ex protegido, el capitán de la KGB que dirigía la investigación sobreseyó a Masha con una simple advertencia. En su expediente no asentaron nada incriminatorio.

Yo no me había propuesto explayarme tanto acerca de la KGB. Este es el estilo del mundillo diplomático, que machaca sobre sus ideas fijas. (Mi mayor inquina contra la embajada se remonta a la disertación sobre cuestiones de seguridad que me endilgaron al día siguiente de mi llegada, disertación cuyo énfasis en los peligros de la «confraternización sexual» me produjo semanas de frustración y una hora mortificante de impotencia durante mi primera tentativa seria con una atónita muchacha rusa.) Aun ahora, gran parte de la colonia norteamericana permanece constantemente ALERTA, y se niega a pisar un apartamento ruso. En verdad se montan provocaciones, ¿pero qué cosas realmente terribles pueden sucederle a una persona que tiene inmunidad diplomática? Paradójicamente, esta preocupación refleja una verdad parcial acerca de la policía secreta. El mismo aislamiento que resguarda a los funcionarios de la embajada del lado «humano» de la institución —al fin y al cabo los agentes de la KGB son personas; por ejemplo, el amante de Masha— también les impide comprobar directamente hasta qué punto la policía se infiltra en la vida cotidiana.

La semana pasada, una ex condiscípula de Raía pasó por Moscú, en viaje desde su ciudad natal, y le relató la historia del infortunio de una familia vecina. Empezó cuando su cabaña ardió hasta los cimientos, de manera tal que el fuego consumió hasta el último libro y la última cuchara de madera. Desesperada, la madre viuda de tres criaturas solicitó asistencia a la Cruz Roja local, y su tenacidad fue recompensada con quince rublos: alimentos para una semana. «Pero se supone que la Cruz Roja debe ayudar; se supone que ha sido creada para los casos como el mío», escribió en tono de apacible protesta... y en una petición dirigida al Soviet local agregó que durante los doce años como miembro voluntario de tal institución en su fábrica, su aportación excedía tan mezquina donación. El resultado fue una visita de la KGB y la advertencia de que si continuaba intentando «provocar disturbios», su actitud sería considerada como un acto antisocial. «¿Qué provecho obtendrán sus hijos si usted va a la cárcel?», le preguntó el funcionario de turno.

Mi error consistía en pensar que la KGB sólo actuaba para sofocar la disconformidad política, pero lo cierto es que cualquier exhibición insignificante de independencia basta para irritarla. Al mismo tiempo, existe un área de duda y una capacidad de maniobra mayores de lo que yo había pensado. Cuando se la conoce es menos siniestra y más deprimente.

Es cómodo tener en la residencia estudiantes de sexo femenino. Los cuartos se distribuyen al azar muy en el estilo ruso, y a menudo los varones y las mujeres ocupan habitaciones contiguas. En la década de 1960, durante cuatro años, las mujeres vivieron segregadas en un pabellón especialmente custodiado del edificio principal. Ahora que nuevamente conviven ambos sexos, como corresponde, se especula acerca de las causas que determinaron su separación y el posterior cambio de política. Predominan tres teorías. Se dice que los estudiantes extranjeros, que empezaron a llegar en masa a fines de los años 50, no podían aceptar con naturalidad los alojamientos mixtos: sus travesuras y risas advirtieron a las autoridades que la reputación de la Universidad estaba amenazada. Asimismo se alega que una cantidad alarmante de abortos (gratuitos y legales) demostró la necesidad de adoptar medidas correctivas. Pero más tarde se comprobó que la segregación no había reducido notablemente el trabajo de la clínica de la Universidad, quizá porque centenares de alumnos varones se las ingeniaban para dormir todas las noches en el pabellón de las mujeres. (Desde luego, para impedir estas transgresiones existía otro sistema complejo de control de entradas y salidas, con guardianas que se apostaban en las puertas y con patrullas nocturnas que registraban los cuartos. ¿Pero en qué otro país es más fácil engañar o sobornar a los guardianes, ya sea distrayendo su atención, cambiando los documentos o deslizando una barra de chocolate en el bolsillo de una matrona? ¿Y dónde es más fácil zafarse con súplicas —«Me pongo a su merced, por favor, por favor no sea cruel conmigo»— cuando a uno lo atrapan? Las autoridades soviéticas de rango inferior son a menudo babushkas campesinas, de convicciones políticas inexorables e impermeables a la lógica, pero con un corazón que anhela ser conmovido para poder perdonar a los pupilos descarriados. Sea como fuere, se llegó a la conclusión de que la perturbación que causaban las hordas de hombres al entrar en la sección femenina era mayor que la que había que sufrir bajo el sistema anterior.)

Pero ahora empieza a predominar una nueva teoría que concierne al primer secretario de la organización del Partido en la Universidad. Georgiano y obsesionado, como la mayoría de sus compatriotas de sexo masculino, por el tema de la virtud femenina en su familia, se angustió cuando su propia hijita querida tenía que ingresar en la Universidad. Obviamente, la organización tradicional del pensionado no era apropiada para ella. Con un solemne preámbulo acerca de la moral comunista, promulgó el decreto de segregación. Fue en vano que la Liga de Jóvenes Comunistas de la Universidad protestara por razones de humanitarismo, y que varios decanos lo hicieran por razones burocráticas: la dispersión de alumnos de las mismas Facultades recargaba el papeleo. Trascurrieron unos años desdichados, que concluyeron finalmente con el feliz descubrimiento de que el georgiano había estado robando y revendiendo libros de texto y artículos de oficina (o, según otra versión, con el descubrimiento de que insistía en hablar bien de Krushchev). Destituido después de una investigación confidencial del Partido, fue enviado para ocupar un oscuro puesto en Siberia, mientras se reimplantaba discretamente el antiguo sistema. Sic in Muscovy res geruntur. Sic, al menos, es la naturaleza de los rumores.

Anoche volví a oír una de las historias más populares de la Universidad. Un joven estudiante de Derecho, desaseado y sin afeitar, asiste en persona a una de las tediosas clases en un amplio anfiteatro. Su atención divaga (como la de sus condiscípulos, que hacen garabatos, charlan y leen novelas; es muy raro que los alumnos escuchen a un profesor, aunque sólo sea porque la mayoría de éstos se limitan a repetir el contenido de los pesados libracos). Tres filas más abajo, y una docena de asientos hada la derecha, descubre a una muchacha bonita a la que nunca ha visto antes. Le escribe una nota y se la envía, haciéndola circular de mano en mano. «Me gustas. Ven esta noche a mi cuarto, a las siete, y fornicaremos juntos». La joven atildada escribe su respuesta sobre el margen y devuelve el papel por la misma vía. «Estaré allí a las siete. Entendí tu insinuación».

El viejo chiste siempre arranca carcajadas... porque, dicen los estudiantes, es muy veraz. Les sorprende enterarse de que incluso después de todos los recientes progresos de la permisividad, la vida sexual en Harvard es menos profusa e informal. Y todavía me maravilla lo que se puede obtener aquí con sólo pedirlo.

Aparentemente, a algunos profesores les resulta tan difícil como a mí concentrarse en su trabajo. Los estudiantes cuentan, por ejemplo, que el «patrón» de las lenguas escandinavas tiene más aptitudes para los amoríos que para la Filología. Después de invitar a las alumnas no graduadas a su apartamento, les comunica que tienen calificaciones dudosas, y «nos posee como un loco», en palabras de una de sus víctimas confesas. Otros profesores también son famosos por sus aventuras, y sus conquistas, que además son muy fáciles, se multiplican por la afluencia de alumnas hacia ellos... Juro que todo esto es cierto, pero no lo es la implicación sobre mi fortuna personal. Incluso aquí —sobre todo aquí, donde me rodea por todas partes una sexualidad vigorosa— consigo estropear las cosas en el último momento, y saco menos provecho que el que debería sacar. Cuando me siento melancólico, ansio sepultarme en el bálsamo de la pasión. La feminidad rusa parece brotar directamente de la tierra, como los espárragos. Los brazos fuertes, ligeros, y la tenue protuberancia de las vulvas a través de las faldas, me atraen con la fascinación de todas las alumnas avanzadas de la escuela superior que alimentaban antaño mis fantasías. La carne parece tan dúctil.

Masha, la hija del minero, tiene la personalidad femenina más vigorosa de nuestra planta, pero la muchacha más bonita —la más encantadora que conocí en todo Moscú hasta que encontré a mi propia Anastasia— es Natasha, que parece una sílfide. Es posible, empero, que sus trenzas distorsionen mi juicio. Es la única muchacha que aún las usa: las tradicionales trenzas rubias que le caen hasta la cintura, ornamentadas con cintas en los extremos. A veces las hace revolotear alrededor de la cabeza, dejando al descubierto su cuello lechoso. Tiene un rostro redondeado, ojos transparentes y rasgos eslavos clásicos. Su boca es casi demasiado perfecta para los besos. Cuando se sienta en la sala común, con la cabeza inclinada, tarareando para sus adentros, creo estar contemplando a la modelo de un Renoir ruso.

Natasha oscila sobre el filo de graves problemas académicos. Dice que su mente divaga... superfinamente, porque así lo proclama su expresión más característica. Se desliza por el corredor, mientras sueña despierta con su futuro. Cada pocos días viene a mi cuarto y, si estoy solo, se sienta sobre mi litera, estrujándose las manos y suspirando. Es tan hermosa y está tan ajena a ello que yo siento deseos de que nos enamoremos y vivamos eternamente felices. De vez en cuando habla de su hermana casada que vive en Moscú... quien, según descubrí un día, cuando intenté seguir sus pasos no existe: en ese número no hay ningún edificio. La idea de convertirse en maestra, profesión a la que está destinada, la abruma. No siente el menor interés por la historia soviética, que es el tema de su tesis, ni, en verdad, por la historia en general.

—¿Qué anhelas ser, Natasha? —estipula el juego que jugamos diariamente en nuestro piso.

—Actriz.

—¿De cine o de teatro?

—De teatro —suspira—. Pienso que mi lugar está ahí.

Corre a la litera de cualquiera que le diga que tiene condiciones innatas de actriz, pero estalla en sollozos cuando descubre que la han engañado. (No ha actuado nunca, excepto en una obra teatral de la escuela secundaria, hace tres años.) Su llanto partía a menudo de diversos cuartos, pero últimamente varios muchachos mayores han asumido el papel de protectores suyos, y a su vez han dejado de acostarse con ella, porque, dicen, no es divertido aprovecharse de una criatura.

El muchacho que más ama a Natasha es Kemal, pero ella ni siquiera quiere cenar con él. Al igual que muchas jóvenes de este país, siente una repugnancia visceral por la piel «negra». En verdad, el color de Kemal es delicadamente parduzco, y a la altura de sus tobillos, el tono es el de un bronceado solar por contraste con el blanco de sus adoradas pantuflas de badanax compradas en Harrods. Va y viene por el corredor, estudiando como un gurú mientras camina, y cada vez que se encuentra con alguien que habla inglés le invita a su cuarto.

—¿Quieres que tomemos una taza de té? —pregunta en inglés la voz de cadencias indias, con un toque de acento ruso.

—Disculpa, Kemal. Llegaré tarde al cine. No puedo entretenerme.

—Estás demasiado pálido. Necesitas un poco de buen té.

Kemal vive junto a la cocina, en una habitación que ocupa desde hace cuatro años. (Jura que en el primer invierno encontró un micrófono debajo de la cama, y si esto es cierto, se trata del único descubrimiento tangible de esa vigilancia electrónica de las habitaciones de extranjeros que los rusos dan por supuesta.) Hijo de un rico industrial de Nueva Delhi, fue enviado a estudiar a Moscú y no a su amado Oxford por «infortunadas razones políticas», según dice. No se explaya sobre el tema, pero está dispuesto a explicar cómo enfrenta otro problema heredado. Al igual que su opulento padre, Kemal es bajo y esmirriado, de pelo renegrido y está dotado de un pene inusitadamente pequeño. Esta insuficiencia le inquietó mucho hasta que un sabio que vivía cerca de la residencia de verano de su familia le enseñó los rudimentos del hipnotismo. Utilizaba este poder principalmente para convencer a sus conquistas de que el miembro del que disfrutaban era «muy voluminoso y grueso», y ahora insiste en que las muchachas rusas son sus mejores sujetos.

—Son susceptibles a eso, ¿entiendes? Porque siempre están atosigadas con estadísticas para convencerlas de que tienen tres veces más de lo que en realidad tienen. Cifras de producción, datos de producción... en última instancia es lo mismo, ¿sabes? Es un clima favorable para mi pequeña impostura.

Kemal me interroga durante horas acerca de las probabilidades de que llegue a materializarse su sueño: realizar estudios como graduado en el Massachusetts Institute of Technology, tomando como base su título de Moscú. (Cuando llegaron las solicitudes de ingreso —¡imaginaos los problemas que causaron a los intrigados censores postales!— pasé días interpretando las preguntas y ayudándole a redactar las respuestas. Kemal veía significados ocultos y corregía las respuestas como lo habría hecho un reo empeñado en la tarea de obtener la suspensión de su ajusticiamiento.) Además, cada año en el mes de setiembre trata de fundar algo semejante a una Unión de Habla Inglesa con la nueva camada de estudiantes de intercambios norteamericanos e ingleses. Pero sus amigos más íntimos son los dos miembros de una pareja rusa que se vincularon con él durante la primera semana de su estancia en Moscú, doscientas treinta y tres semanas atrás, «sin contar los días». La pareja convive oficiosamente dos pisos más abajo, y ha batido una especie de récord universitario en materia de durabilidad de las relaciones amorosas. Conozco relativamente a la joven, Anna, de ojos castaños, una bielorrusa con toda la vehemencia de una alumna de Radcliffe que imagina ser poco atractiva. Pero Serguei, la dínamo humana, me elude: proyecta llegar a ser funcionario público, de ser posible en el servicio diplomático, y la confraternización con un norteamericano podría perjudicarle. Según Anna y Kemal, Serguei, vástago de una familia pobre, no se detendrá ante nada con tal de abrirse camino.

Ahora Kemal sufre por Anna. La relación de cuatro años ha concluido. En verdad, Anna y Serguei acaban de casarse con otras personas, aunque todavía pasan ocasionalmente una noche juntos.

—En los cuatro años que conviví con él —dice Anna—, no supe que existían otros hombres. Nunca dormí con otro, antes o después. No puedo acostarme con ese hombre a quien llamo marido. Pertenezco a Serguei.

El final fue desagradable. A pesar de la infidelidad de él y el erizado resentimiento de ella, su matrimonio de fado resultó sorprendentemente sólido... hasta octubre, cuando Serguei empezó a temer. Dado que ni él ni Anna eran moscovitas, ambos serían enviados, después de graduarse en junio, a una aldea o a una ciudad pequeña, donde deberían cumplir con sus obligaciones en los empleos asignados por una comisión estatal. La perspectiva de una «sentencia» por tres años en provincias era espantosa, y aún peor era la escasa posibilidad de llegar a obtener algún día el sello de residencia que les permitiera volver a establecerse en la capital. Serguei propuso el subterfugio habitual: él se casaría con la primera Maskvichka potable que se cruzara en su camino; y Anna con el primer Moskvich soltero. De esa manera podrían permanecer en Moscú, libres para continuar viviendo casi como antes. Después de un lapso razonable —no menos de dos años, porque la policía había empezado a revocar los permisos de residencia obtenidos mediante matrimonios obviamente contraídos por interés— les pagarían lo indispensable a sus cónyuges, se divorciarían de ellos y se unirían oficialmente.

Anna accedió a regañadientes cuando comprendió que, dadas las circunstancias, eso era lo más parecido posible a una propuesta de matrimonio. Pero cuando Serguei concretó su elección de compañera —una muchacha tímida a la que conoció, en la biblioteca y a la que se declaró inmediatamente— Anna perdió el control de sus actos. Sin dejar de llorar, de maldecir, de suplicar, agredió a la mortificada novia con los puños y las uñas. Esta crisis de histeria afianzó la determinación de Serguei, que siguió adelante con su plan.

Para vengarse, Anna también se casó con el primer hombre que manifestó interés —un funcionario insignificante de cincuenta años— a cambio de su propio permiso de residencia en Moscú. Pero Serguei fue feliz con su dócil desposada y lo único que logró Anna fue acrecentar su desdicha al comprobar que él ni siquiera manifestaba celos. Ahora ella trata de cultivar amistades en las altas esferas, porque está decidida a tener más éxito que «ese necio trepador al que en otro tiempo creí amar».

Hay problemas peores que los de Anna. El mes pasado una joven se ahorcó en una habitación del corredor contiguo. Hizo un lazo con una cinta a través del picaporte de un armario empotrado sobre la puerta, y la madera soportó su peso durante el tiempo necesario para que ella lograra estrangularse. Dicen que en las residencias estudiantiles se registra una docena de suicidios por semestre. La mayoría de las víctimas saltan desde las ventanas del piso alto después de prolongados accesos de melancolía invernal. Estos episodios no se divulgan nunca. Por el contrario, la administración de la Universidad los acalla con grandes esfuerzos. En consecuencia, un bullir de rumores constantes rodea las circunstancias de cada suicidio. ¿El muchacho que murió en octubre era hijo de un determinado ministro?

La víctima del mes pasado había sido hallada culpable de robar a una compañera de cuarto: rublos sueltos, de los bolsillos, de vez en cuando, y algunas prendas de vestir que después vendía. La compañera de cuarto comunicó sus sospechas y, en la mañana en que debía presentarse la comisión investigadora, bajó a esperar a sus miembros en el vestíbulo principal. Cuando veinte minutos más tarde acudieron a la habitación para interrogar a la sospechosa, encontraron su cadáver sobre el suelo. Había dejado una nota: «No puedo enfrentar mi culpa ni soportar el bochorno de comparecer ante el Tribunal de Camaradas. Les ruego que me disculpen. Algo falló.»

Chinguiz vino a contármelo. La joven muerta había sido su amante. Se sentó en el suelo, acariciando los libros que ella le había dejado la noche anterior, y dijo con voz entrecortada:

—Galia robaba porque tenía necesidad de afecto. Es la reacción psicológica más elemental. Necesitaba más que lo que le dábamos, y mañana, cuando se hayan disipado nuestros remordimientos, seremos tan egoístas como antes. ¿Por qué fingimos «sentimientos fraternos» cuando estamos todos solos? Malditas sean las mentiras que vivimos.

No fue el primer suicidio del que Chinguiz tuvo noticia. Es un individuo —desdichado a su vez, pero sólido— a quien recurren las personas que se sienten al límite de sus fuerzas. Aunque sea una tonta premonición, estoy convencido de que nuestras propias malas noticias nos harán converger.

Chinguiz y yo no habíamos intimado antes de esa mañana, pero intuíamos que llegaría ese momento. Al cruzarnos en el corredor siempre nos sonreíamos afablemente, complacidos de poder tomarnos nuestro tiempo. Cuando descubrieron el suicidio, fue lógico que acudiera a mí. También fue lógico que se metiera en un cine, en lugar de hacer una exhibición formal de duelo.

Soñador, libertino y ex trabajador, Chinguiz tiene el aspecto exacto de lo que ha sido y de lo que es. Es alto y delgado, tiene porte de cowboy y luce una melena oscura que ensombrece su rostro de indio apache asiático. Exceptuando sus ojos, que a menudo son impenetrables, me recuerda a un Jack Balance menos anguloso. Por la libertad de su espíritu se parece a un Aliosha más joven, si bien él, Aliosha, mi amigo entre los amigos, nunca se muestra mohíno.

Chinguiz, el de los ojos negros, nació en la vasta estepa semiárida situada al norte del Cáucaso. Sus compatriotas son una mezcla de rusos y calmucos: budistas seminómadas que hablan mongol y se dedican a la cría de ovejas. La primera emoción que recuerda es la sensación de algo muy próximo y muy placentero: su madre, que cabalgaba llevándole atado a la espalda. La segunda es la pasión por la vida errante. Su madre y su padre le adoraban y lo consintieron, puesto que era el joven querubín de la colonia, pero cuando, con el trascurso del tiempo, aprendió a dominar un caballo brioso, llegó a la convicción de que debía explorar. Después de media docena de tentativas adolescentes encaminadas a fugarse, y después de abordar media docena de trabajos temporales en camiones y campamentos de edificación, se dirigió a Odesa y se empleó como marinero. Luego fue tripulante de primera, a continuación fue oficial, y finalmente oficial de barcos de ultramar.

No importaba que la tripulación estuviera constantemente vigilada para evitar deserciones y que el comisario político de a bordo le asqueara. Chinguiz había descubierto su vocación. El movimiento y el aire libre le serenaban, al tiempo que su trabajo silencioso y esmerado le hacía acreedor a ascensos regulares. Ingresó en la Universidad hace dos años porque alimenta la ambición de ser capitán de su propio barco —o sea, de ser su propio jefe— y para obtener la licencia soviética se necesita un título universitario... en cualquier especialidad. Y a falta de otras inclinaciones intelectuales, Chinguiz optó por la literatura rusa. Ahora, el mar tiene un temible competidor: Chinguiz ha descubierto que la poesía le ayuda a comulgar con el Vasto Mundo, tanto como la contemplación de un amanecer desde el puente de una nave solitaria.

Su héroe es Maiakovsky. («Ale confeccionaré pantalones negros con el terciopelo de mi voz.») Chinguiz sabe de memoria sus largos poemas y le encanta recitar «La nube en pantalones».

Con una tajada sanguinolenta de corazón me burlaré

de tu pensamiento

que cavila en un cerebro empapado

como un lacayo hinchado sobre un sofá grasiento;

y saciaré mi desprecio insolente, cáustico.

No sé con exactitud qué es lo que admiro en Chinguiz. Aún no nos hemos sincerado plenamente, aunque sé que le preocupan ciertos problemas políticos «delicados» y que lleva en la médula de sus huesos el odio a la represión. (¿Sabes por qué se suicidó realmente Maiakovsky?, me preguntó en una oportunidad. ¿Por qué todos los auténticos poetas revolucionarios se habían suicidado hacia 1935?) En verdad, es raro que discutamos un tema en profundidad. El domingo pasado, durante una «caminata» por los suburbios de Moscú, una marcha de seis horas por aldeas destartaladas y bosques desconsolados, apenas intercambiamos una frase. Nos bastaba absorber la corriente balsámica de la campiña, transmitida a través del silencio inmenso, estimulante, y de los carámbanos de sol. Chinguiz nunca habla de sus muchachas, que son legión, ni explica cómo gana las competiciones de natación sin entrenarse. Reflexiona, bebe, disfruta del bien ganado privilegio de no tener que soportar a la camarilla ni a los activistas del Komsomol que tratan de reclutar «voluntarios» para el último proyecto encaminado a despertar la conciencia política.

Su programa se adecúa a la pauta general. Asiste a las clases y seminarios durante todo el día: cuarenta largas horas de clases por semana, porque los pedagogos soviéticos prefieren el estudio colectivo y el saqueo de los textos antes que la lectura y la investigación independientes. El sistema educacional, lo mismo que las escuelas del servicio militar, concede certificados sobre la base de las horas de asistencia a cursos y no en razón de los méritos individuales. Por las tardes, Chinguiz juega al dominó en la sala común, pasea por la ciudad, o recibe a una chica en su cuarto. Lo novedoso no es lo que hace, sino cómo lo hace. Incluso cuando lee en la cama está más solo y es más vehemente que los otros, y sin embargo toda la gama de actividades de la Universidad parece no ser otra cosa que una distracción para él, como si estuviera a la espera de algo más importante.

Leonid me contó que el padre de Chinguiz fue uno de los primeros comunistas calmucos, un Robin Hood a quien los pastores locales admiraban con la misma intensidad que despreciaban a los crueles comisarios enviados desde Moscú. Víctima de una de las primeras purgas, una mañana se lo llevaron de su casa antes de que amaneciera, después de haber sostenido la frente de Chinguiz durante un acceso de vómito que había sufrido esa misma noche. Chinguiz nunca volvió a verle, ni tuvo noticias de lo que le había sucedido. Ni una palabra en treinta años, hasta que en 1958 su madre recibió una carta con la noticia de que su marido había sido rehabilitado en forma póstuma. Los autores de la carta compartían su dolor por el infortunado error y prometían que el Partido jamás volvería a tolerar las «violaciones aisladas de la legalidad socialista» que habían sido permitidas durante el «culto de la personalidad». Su madre arrojó el papel. Alguien que evocaba las expectativas de la época de Krushchev elogió en una oportunidad al Partido por haber rehabilitado a los comunistas purgados. Chinguiz se puso en pie y salió de la sala, poniendo fin a la discusión con su ira silenciosa.

Otro estudiante me contó que Chinguiz había hablado recientemente, por primera vez, en una asamblea del Komsomol. El debate giraba en torno de un alborotador indisciplinado a quien el Presidium había aconsejado que se expulsara. Los activistas se sintieron asombrados, y luego irritados, por el discurso extemporáneo que Chinguiz pronunció en defensa del reo. Semejante desafío a la autoridad en una asamblea pública era insolente. (Sin embargo, no carecía de precedentes: durante los días osados de la liberalización de Krushchev se habían ensayado análogos tanteos democráticos.) Cuando se votó y la recomendación fue rechazada, varios jefezuelos sucumbieron a la ira. Chinguiz se retiró discretamente, y reapareció con un gran emblema de Lenin abrochado a su suéter negro de cuello cisne.

Evidentemente, su hipótesis de que el retomo a los principios revolucionarios auténticos salvaría al país, es producto de la veneración que su padre tributaba a Lenin. En otras palabras, su «oposición» es incorruptiblemente leninista. Por el contrario, los estudiantes más lúcidos, como Leonid, han llegado al convencimiento de que la mayor tragedia de Rusia fue precisamente este leninismo, dogmático, intolerante y pronto a reprimir las discrepancias, y nacido de la mezquina insensibilidad del líder mismo, que trocó siglos de sabiduría por las «respuestas» marxistas para todo. ¿Es una ley de la naturaleza la que estipula que Leonid sepa más y sin embargo haga menos para enmendar los errores presentes? ¿Qué su mayor comprensión sólo sirva para inhibirlo, a diferencia de lo que ocurre con el testarudo Chinguiz?

¿Responde a alguna otra ley que el único estudiante que ha participado realmente en una forma de disidencia política, entre todos los que yo conozco, se cuenta entre los menos simpáticos desde el punto de vista personal? El zancudo Piotr nunca ha dicho claramente qué es lo que hace, y por supuesto yo no se lo pregunto. Pero en contacto con un norteamericano, está dispuesto a insinuar que en una oportunidad ayudó a reunir materiales del samizdat que documentaban la persecución política. O sea que fue un auténtico miembro del «movimiento democrático» hoy casi desaparecido, uno de los pocos defensores «clandestinos» de los derechos civiles, cuya persecución, narrada por la prensa de Occidente, les ha hecho acreedores a una portentosa admiración internacional.

Y Piotr es obviamente valeroso. Sus principios políticos, por los que es muy probable que obtenga el campo de trabajo y una vida desquiciada, son ejemplares. Pero hay cuestiones de personalidad que dificultan el análisis de las razones por las cuales él y sus compañeros despiertan tan escasa simpatía en el pueblo ruso, en cuyo beneficio se sacrifican voluntariamente. No obstante su desinterés social, Piotr es un tiranuelo farisaico, bastante parecido a algunos revolucionarios de salón norteamericanos. La perversa resistencia de los rusos a aceptar los esfuerzos esclarecidos de quienes pretenden mejorar la condición del país y sus habitantes, no es en absoluto nueva. Pero por lo menos en este caso, hay justificantes para que pocas personas sientan deseos de estrechar la mano de Piotr el pedante. No debo revelar nada más acerca de él. Sin embargo, si bien es posible decir de los villanos soviéticos muchas cosas que no figuran en las crónicas periodísticas, también es posible examinar más a fondo a aquéllos que otrora yo aceptaba, ipso facto, como héroes impolutos.

Cuando Chinguiz se pone locuaz, a veces cuenta anécdotas de la Universidad y la ciudad que no oigo en otra parte, a pesar de que teóricamente estoy introducido en la vida local, puesto que comparto la genuina experiencia rusa. Estudiantes expulsados de la Universidad y deportados de Moscú por haber negado algunos de los mitos más falaces de la versión según la cual El Partido salvó a Rusia, mitos éstos que se enseñan en el curso (obligatorio) de Historia del Partido Comunista; varios profesores que fueron destituidos —y a quienes les fueron confiscados manuscritos en los que trabajaban desde hacía muchos años— por haber firmado peticiones contra la sentencia de doce años impuesta a Vladimir Bukovski; diversos intelectuales degradados o incluidos en listas negras por haber confraternizado con occidentales que más tarde publicaron artículos «denigrando la realidad soviética». (En algunos casos, habían obtenido discretamente autorización para invitar a los occidentales a sus apartamentos, pero los funcionarios policiales se mostraron luego disconformes con el mal uso que habían hecho de este privilegio: evidentemente los anfitriones no habían sabido ejercer el debido control sobre sus huéspedes.) Chinguiz dice que la actuación de la KGB en la Universidad es casi tan activa como en las fuerzas armadas y en el Partido mismo, y que este organismo ejerce prácticamente tanta autoridad como en los otros dos ámbitos. Uno de sus amigos más íntimos, un díscolo estudiante de Historia, fue expulsado por haber puesto a un profesor en la tesitura de reconocer que Trotski había sido el padre del Ejército Rojo.

—¿Por qué ninguna otra persona me cuenta estas cosas? —le pregunto.

—¿Quién podría contártelas? A los disidentes les eliminan silenciosamente, para evitar la publicidad. Quienes conocen un caso concreto saben que les sucederá lo mismo si lo divulgan. Es una mafia de la protección: las víctimas callan porque tienen miedo. A los extraños como tú les resulta difícil descubrir cómo funcionan realmente las cosas.

Chinguiz se siente casi tan enojado con los extraños que interpretan erróneamente la vida soviética como con los apparatchiks de la KGB que, según dice a veces, constituyen el verdadero Gobierno del país. Piensa que la ingenuidad de los izquierdistas occidentales es tan desmesurada como la hipocresía de la dictadura: «ambos se refuerzan recíprocamente». Cuando navegaba, aproximadamente una tercera parte de los tripulantes estaban autorizados a desembarcar en los puertos de los países capitalistas. Los restantes no inspiraban suficiente confianza, o sea que no eran ideológicamente intachables y genealógicamente puros. (Ni siquiera se admitía a quienes tenían parientes en el mundo occidental o a quienes mantenían relaciones con extranjeros en Rusia.) Quienes obtenían el codiciado permiso no podían abandonar la nave durante más de cuatro horas seguidas, debían bajar en grupo, sólo podían transitar por las calles céntricas, y en todo momento estaban custodiados por un supervisor de la KGB. Los supervisores también eran vigilados por un informador secreto que formaba parte del grupo, y por el personal de la KGB incorporado a las misiones comerciales soviéticas que actuaban en los puertos en cuestión.

—Una buena parte del tiempo libre transcurría en recepciones organizadas por organizaciones de amistad con la Unión Soviética. Unos caballeros vestidos con trajes de tweed nos daban la mano, complacidos consigo mismos. Les gustaba fingir que todo marchaba normalmente: sólo unos muchachos soviéticos en tierras extrañas, sabes, como si fueran simples marineros, pero mejores, por supuesto. Hablaban de la cultura y las realizaciones soviéticas.

Si uno les hubiera explicado que los dos tercios de la tripulación no podían desembarcar en la ciudad, no lo habrían creído. Pero lo importante es que nadie trataba de explicárselo. Los matones de oídos aguzados estaban muy activos, circulando por el bullicioso salón, y habría bastado una palabra suya para que el indiscreto se sumara a quienes no podían bajar a tierra.

A Chinguiz, empero, hay que verle también en el contexto ruso, y no en el del liberalismo occidental. Para empezar, desconfía del liberalismo y de las sociedades que lo nutren.

—Rusia está sometida a tremendas influencias occidentales —dice—. Por desgracia, la mayoría de ellas son nocivas. El noventa por ciento de lo que nuestro pueblo anhela es lo más barato, lo más vulgar del brillo capitalista. Esto es válido sobre todo para nuestra generación de la escuela de segunda enseñanza, cuyos ideales están a la altura del cromo y de la goma de mascar. Y lo mismo sucede con los artistas: sus ciegas imitaciones de las espúreas tendencias occidentales pueden producir náuseas. Tantos individuos «listos» que adulan, posan, plagian, que hacen pasar por obras de arte sus copias sin valor por el mero hecho de que se podrían vender en San Francisco... La paradoja consiste en que nuestras campañas contra el mercantilismo occidental estimulan nuevas imitaciones vacías. Las prohibiciones no hacen sino debilitamos y ponernos a merced de un envilecimiento y una desmoralización mayores, cuyos vehículos son las basuras occidentales más triviales.

En síntesis, Chinguiz es un neoeslavófilo, convencido de que Rusia debe desarrollarse siguiendo su propia vía y evitando los excesos occidentales. No comprende que precisamente esta actitud, caracterizada por un idealismo poco realista y por la renuencia a aceptar los defectos —y también las virtudes— de la libertad es a su vez un reflejo de los perennes problemas de Rusia. Al igual que Solyenitsin, es mucho más apto para diagnosticar los males que para confeccionar remedios caseros.

De todos modos, esto es secundario. Lo que más preocupa a Chinguiz es la situación del campesinado soviético. Dos veces al año visita a su madre, quien después de la guerra se trasladó a una granja colectiva situada al norte de Moscú. Como no puede subsistir más de una semana con su insignificante pensión, ha vuelto a trabajar —por un saco mensual de harina y unos pocos rublos en metálico— a los setenta y tres años. Así consigue el pan que necesita para llenar el estómago, pero pasa meses sin ver una patata (y ni pensar en carne, con excepción de la de sus propias gallinas), hasta que asoma Chinguiz.

—Yo le llevo un saco de patatas a ella, a la granja. Esa es la vida del campesino. En su granja quedan pocos hombres capaces. Todos han huido, aun sin documentos. Trabajan las mujeres, los niños y los pensionados. Incluso los animales deberían comer mejor de lo que lo hacen ellos.

Aunque Chinguiz parece resignado cuando habla de estos asuntos, temo que un día estalle y vaya a reunirse enseguida con su amigo que ha sido expulsado y deportado. La semana pasada, seguramente para sublimar su protesta contra la autoridad, se presentó en el apartamento de un profesor de Historia que recibe a Natasha y a otras muchachas bonitas con problemas de estudio. Durante la feroz discusión que se produjo cuando Chinguiz le exigió que dejara de aprovecharse de las jóvenes, ambos amenazaron con arruinarse recíprocamente. Al fin, Natasha quedó en libertad. Como si fuera la heroína de un drama de la vida real, a la que acabaran de rescatar, espera frente a la puerta de Chinguiz, con la adoración reflejada en los ojos.

Dos docenas de suicidios cada año. Pero algunos dicen que son muchos más. Raramente el motivo superficial es la plaga de Harvard: el temor al fracaso académico. En algunas mentes, la sucesión de días invernales produce una depresión cósmica que antes recibía el nombre de «histeria ártica». Los vapores de la impotencia descienden, tan espesos como la bruma matinal congelada, y ocultan todo rastro de sendero o refugio. Cuando no hay una meta hacia la cual encaminarse ni un objetivo en el cual fijar la mirada, los lastres del país se tornan personales, y por tanto intolerables. La nostalgia de los trabajadores desharrapados por el difunto verdugo —«En tiempos de Stalin se podía conseguir un pichel de cerveza auténtica; él se preocupaba por la gente»— refleja la naturaleza absurda de sus pretensiones. El frío anestesia misericordiosamente el dolor. Uno sólo siente que el infinito vacío exterior se ha posesionado de sus entrañas, y que la muerte puede ser un medio adecuado para evadirse de la hegemonía de las fuerzas grises.

Ciertamente, son estos fantasmas los que distorsionan mis propias depresiones hasta un extremo grotesco. A veces me siento tan abrumado que sólo me levanto para arrastrarme hasta el retrete. Un temor que hasta ahora nunca había conocido se suma a mi sentimiento habitual de ser inútil y de estar atrapado por rencores minúsculos, y me mantiene postrado entre las sábanas sucias, agradecido, al fin, de que los espesos nubarrones me ayuden a remediar el sueño. Vivo rodeado por aventuras, nuevas impresiones, amigos anhelantes. Me bastaría aguzar mis sentidos para absorber la singular emoción de residir en Moscú. Pero cuando me acometen las dudas acerca de mí mismo, me siento tan débil que ni siquiera soy capaz de atarme los cordones de los zapatos.

¿Qué hago aquí, aislado de todo lo que sé y de todo lo que soy? ¿Privado de mis costumbres burguesas y de las comodidades de Nueva York? Durante toda mi existencia he rehuido los caminos trillados para demostrar que tengo iniciativa, y que no soy únicamente el hijo de un vendedor de zona de prendas de vestir, con buenas calificaciones académicas. He jugado al fútbol contra irlandeses violentos, he criado cerdos en el Canadá, he sido salvavidas en Palm Beach en lugar de encerrarme en un campamento de verano. Mis incursiones en lo que mi familia definía como territorio enemigo respondían a mi deseo de demostrar que tengo valor suficiente como para triunfar sobre la mala vida y el peligro. Algunas batallas me arrancaron lágrimas humillantes, y esta vez temo otra hecatombe. Ruego que me saquen de este sórdido cuarto, y que me salven de la simulación que me hizo dar la vuelta al mundo hasta la nada.

Mi auténtica personalidad no es la de un explorador intrépido sino la de un chiquillo desconcertado que casualmente creció y cobró fuerza... y que en el fondo se sentía tan pequeño que necesitaba materializar las fantasías aventureras de todos los niños judíos. Mi verdadero yo se imaginaba a sí mismo escuchando a Mendelssohn en el Carnegie Hall cuando lo que hacía realmente era trabajar en un aserradero de Oregón, y cuando la melancolía me acomete ahora, mi verdadero yo clama por un comed beef con pan de centeno en alguna cafetería de la Sexta Avenida, en lugar de una ensalada rusa de angustia y visiones delirantes. En una oportunidad soñé despierto que mis padres venían a buscarme, para llevarme a casa.

Aunque parezca demencial, me atrapa parcialmente la pasión por el socialismo. Cualquiera pensaría que el contacto directo con la hipocresía que proclaman cínicamente en su nombre bastaría para inmunizarme contra sus falsas promesas, y casi siempre es así: odio tanto a los gangsters que me gobiernan que rezo porque se produzca el colapso económico. Imagino que una guerra con China generará explosiones de nacionalismo en las repúblicas no rusas, y brotes de sublevación popular, en los cuales yo desempeñaré un audaz papel como orador, como un John Reed a la inversa. Pero en otros momentos, no puedo por menos que capitular ante las verdades esenciales del socialismo y clamo por su triunfo. ¿Ciento setenta y dos millones de toneladas anuales de acero al concluir el Plan Quinquenal? Magnífico, camaradas, ¿cómo puedo colaborar? ¿Dos veces más pares de zapatos per cápita, tres veces más huevos? Sí, este país marcha hacia la abundancia para todos, mientras nosotros rapiñamos y contaminamos, y mientras nuestros negros aún se arrastran por el fango. ¿El representante soviético ha solicitado perseverantemente un desarme total e incondicional en el curso de las negociaciones de Ginebra? Bien, no conozco la respuesta de Kissinger, porque nunca la han publicado. Pero me parece una idea correcta, y me pregunto por qué nuestros militaristas no la aceptan. Entiendo, como jamás lo entendí antes, que el capitalismo, impulsado por el egoísmo, es degradante por su misma naturaleza, en tanto que el socialismo apela cuando menos a los instintos más nobles y en consecuencia representa una etapa más avanzada de la civilización.

Es infame, chocante, que unos individuos poderosos sean dueños del petróleo producido por los procesos geológicos a lo largo de milenios, petróleo que ciertamente es patrimonio común de la nación. Esas manos rapaces determinan la distribución de la riqueza, hacen que la buena gente padezca pobreza mientras unos seres vulgares se hartan por medio del consumo obsceno. Sólo el socialismo puede eliminar las anomalías y las crueles injusticias de la empresa privada, a la cual, antes de que este prolongado contacto con el marxismo, aún pervertido, me abriera los ojos, yo le atribuía origen divino. Sólo el socialismo nos ofrece a todos los medios para amamos y respetarnos a nosotros mismos, trabajando por el bien común y no por nuestros apetitos más despreciables. Aunque todo esto sea utópico, aunque el capitalismo de Estado de la Unión Soviética sea más explotador que nuestra versión empresarial, sé que nunca volveré a ser feliz viviendo y trabajando bajo el sistema norteamericano de codicia legalizada. Los artículos periodísticos que se publican aquí acerca de las tiendas de animales domésticos donde se gasta, en el peinado de un caniche, más dinero del que algunas familias negras pueden invertir en comida, me llenan de vergüenza, a pesar de su hipocresía. Pravda me hace sentir escalofríos frente a problemas de los que antes no había tomado conciencia.

Pero la mayoría de mis depresiones son de índole más personal. Estas breves crisis son expresión de mi crisis profesional. No alcanzo a imaginar cuál es el puesto que me corresponde en los Estados Unidos que he aprendido a menospreciar. No habrá nada para el eterno estudiante que —ahora estoy absolutamente seguro de ello— nunca concretará su promesa.

Ya tengo perfectamente claro que nunca me dedicaré a la enseñanza. Este encuentro con la vida rusa, que teóricamente debería haber completado mi educación, me ha dejado inutilizado para la docencia. Así como los pintores aficionados que viajan a Florencia en busca de inspiración se sienten disuadidos de continuar con sus magros esfuerzos, así también este choque con el espíritu desquiciante de Rusia socava el trabajo académico. Ya no puedo ver al país en términos de paradigmas, infraestructura del Partido y presiones de grupos, que son los conceptos básicos en mi profesión. Al igual que mis amigos rusos, vivo demasiado confundido y oprimido para poder escribir monografías serenas. Me han enseñado a excluir todo lo que no guarda relación con los seres individuales que influyen directamente sobre mi existencia; a trocar la objetividad y la racionalidad —esas concepciones extrañas— por las sensaciones subjetivas. Después de aprender la verdad eslavófila, ¿cómo podré consagrarme a la sabiduría? «A Rusia no se la puede entender mediante procesos intelectuales —dijo Tiutchev—. No es posible tomar sus medidas con un patrón normal. Tiene una forma y una estatura propias».

Ni empleo, ni futuro. Nada para forjar el éxito que aguardan de mí desde hace tanto tiempo. A esta edad, no me quedan esperanzas de aprender otra profesión. Este año que no volverá a repetirse pasa de largo y lo estoy desperdiciando. Nunca viviré otro igual. Es intolerablemente bochornoso no ser nadie manda presuntamente se está en la flor de la edad viril. Me zambullo simultáneamente en un abismo de envilecimiento, como cuando me masturbaba para aliviar la culpa de la masturbación, y me aferro a la dura fachada de la existencia con fantasías en las cuales me veo rescatado mediante la confesión y la autoesclavización. Proclamaré ante el mundo cuán inútil soy. Trabajaré para cualquiera que me suministre el pan cotidiano. ¡Si por lo menos tuviera una aptitud auténtica, la preparación para cualquier oficio honesto, en lugar de las pomposidades de mi educación liberal!

Esta angustia y yo fuimos compañeros hace quince años, durante mi adolescencia normalmente anormal. Y la resurrección de la angustia me sorprende mucho. Cuando no soy capaz de reír, me aborrezco por ella. Hay días en que la idea de enfrentar la melopea de mi fracaso en Nueva York me espanta más aún que la soledad del exilio. Puesto que lo que me sucede aquí me ha incapacitado para ser el triunfador que debería ser allí, quizá será mejor que tome las medidas oportunas para quedarme en Moscú. Me convertiré en traductor, en secretario, en cualquier cosa que me permita sobrevivir.

En este mundo, todavía soy alguien. Al fin y al cabo, «occidental» es, por sí solo, un título. En el nivel más bajo, me da acceso a la goma de mascar y los Camels, que sirven para comprar el mismo tipo de deferencia y de atenciones de la misma categoría de europeos de pesquera que servían a los reclutas norteamericanos. En el más alto, intelectuales mucho más cultos que yo solicitan mi parecer sólo porque provengo de «allá lejos». ¡Es irónico que yo, que experimentaba el habitual desprecio juvenil por el capitalismo, me sienta un plutócrata, por primera vez, en la Madre Patria del Socialismo! Los restaurantes son inferiores, ¿pero en qué otro lugar podría disfrutar de lo mejor, y de los asientos de primera fila para todas las obras en todos los teatros?

En ninguna otra ciudad los lujos están a mi disposición como lo están los de Moscú. En ningún otro lugar me hacen sentir tan próximo a las Grandes Cosas... lo cual es muy importante para mí. Yo, que en mi terruño soy uno entre diez millones, me convierto aquí en un prohombre: una atracción y una celebridad, sin haber alcanzado siquiera el falso éxito. De modo que la tentación de quedarme es muy grande, aunque sé que ningún occidental puede alimentar la esperanza de permanecer en Moscú sin acabar por entrar al servicio de la KGB.

En el nadir de la autocompasión, mis pensamientos bajan desde este nivel hasta las visiones más infames de mí mismo, y gruño contra la almohada. Pero hoy el pánico de lo que será de mí está lejos, y me regodeo en una tregua como la que disfruta un enfermo entre dos accesos de su mal. A veces transcurren semanas durante las cuales vivo dichosamente libre del pánico consciente. («¿Qué harás cuando seas grande, muchacho?» «No lo seré nunca.») Mientras tanto, la tenue pena que es mi mejor amiga envía mensajes palpitantes desde adentro, y sobrenado en un limbo perpetúo. Puesto que conozco la desgracia que me aguarda, floto como el vagabundo que siempre he querido y temido ser, con la esperanza de que este tétrico año concluya pronto para poner fin a mi aprensión, y, simultáneamente, con la esperanza de que el refugio de la indefinición perdure eternamente.

Quizás éste estaba destinado a ser el año de mi ruina, y en cualquier parte me habría sucedido lo mismo. Tal vez era inevitable que al aproximarme al último punto crucial del camino hacia la «madurez» y hacia la cátedra que constituiría la de esta madurez, yo descubriese mi incompetencia y huyera. ¿O acaso Rusia es responsable del derrumbe de la escrupulosidad y los hábitos ordenados que me sustentaban, de todo lo que necesitaba —especialmente un oído sordo respecto de mis angustias más íntimas— para sostenerme en el mundo de alta clase media profesional? Desgraciadamente, la única actividad que desarrollo correctamente aquí —sumergirme en los placeres y en las amarguras paralizantes de la vida cotidiana— es la que me ha demolido. Pero tal vez la misma Madre Rusia encontrará la forma de salvarme. O yo pondré en orden mis relaciones con Anastasia y seremos eternamente felices.

Marusa acaba de abrir la despensa para las ventas vespertinas. Se trata de una simple habitación para una sola persona, situada en el extremo del último corredor, y trasformada en una minúscula tienda de comestibles: un cubículo polvoriento, con estantes forrados en hule, lo que acostumbrábamos a definir como una nevera y arcones de hogazas marrones entregadas dos veces por día. Además de pan, Marusa vende salchichas, queso, leche, yogurt, azúcar y, ocasionalmente, unas manzanas escuálidas, magulladas que cuestan (a precios oficiales, porque su pequeño establecimiento es una sucursal del Trust de Comestibles) el equivalente de 5,50 dólares el kilo. El yogurt es natural, y el pan es agrio, delicioso y lleno de vida. Los otros productos podrían proceder de una remesa de ayuda a las víctimas de las inundaciones. También en la cafetería principal, incluso en la más costosa a la que acuden los profesores y los estudiantes ricos, la comida es cada vez peor. Aparentemente, esto sucede todos los inviernos, cuando desaparecen los productos frescos. Pero los últimos problemas que ha sufrido la agricultura han reducido incluso el kasha y los macarrones a una papilla inmunda.

Marusa es incendiaria: la imagino injuriando, durante la guerra civil, a los banqueros de chistera y a los monopolistas extranjeros. Es una rubia menuda y teñida, bella y provocativa, a pesar de su guardapolvo manchado y del exceso de maquillaje que sólo sirve para subrayar el desgaste de sus facciones. (Ha estado casada tres veces, la última vez con un camionero que, según dice Marusa, no puede competir con ella a la hora de beber.) En ocasiones flirtea con sus clientes, y otras veces les grita en una estridente jerga de dase obrera. Como la mayoría de los rusos de su cuna, es una socialista fanática que odia casi tanto la idea del capitalismo como la realidad del trabajo.

—Dejen de fastidiarme, buitres, y no pierdan el tiempo haciendo cola. No hay más crema agria. Nada. Pueden pudrirse ahí hasta que termine el día, porque no atenderé a nadie más.

Pero a pesar de sus gritos los estudiantes siguen incorporándose a la fila. (Es más corta que la que exige una hora de espera en las cafeterías, donde incluso los que esperan leen novelas para pasar el tiempo. Además, no todos los estudiantes pueden pagar sesenta kopeks por una comida completa.) Saben que si ruegan, suplican, coquetean, azuzan, Marusa acabará atendiéndoles a todos, aunque sea con tarros de crema agria descubiertos por arte de magia. ¿Por qué no puede realizar sencillamente su tarea, sin maldecir primero, reconciliarse después y hacer finalmente una ofrenda de paz? ¿Por qué en este país no es posible completar la transacción más rutinaria sin transformarla en un conflicto? Comprar aquí una lata de arenque supone exponerse a una aventura sociológica. Nunca se trata de ofrecer dinero mudo a cambio de una lata inanimada, sino de entablar un trueque humano en el cual ambas partes deben invertir una parte de sus personalidades: un intercambio que empieza por la frustración adecuada y concluye por la satisfacción.

Marusa la socialista. No lo digo con intención irónica, porque ella está absolutamente convencida de que el socialismo es progresista, ennoblecedor y moralmente irreprochable, en tanto que el capitalismo engendra el envilecimiento y el fraude, además de la explotación. Sus propias trapacerías no invalidan los principios generales. Lo que ocurre, sencillamente, es que las cosas se hacen así.

Marusa pesa espectacularmente todo hasta el último gramo, agregando y quitando una pizca, agregando otra vez, quitando luego el último ápice de salchicha o de queso, para equilibrar la balanza. Sin embargo todos saben que se esmera por desplumar a los clientes y a la casa, o sea, el Estado. La gente acepta que el hurto forma parte de la actividad de todas las vendedoras y dependientas del país. Maniobran con la balanza, pesan los productos con el papel de envolver para aumentar unos gramos, reemplazan el queso por otro más barato, cortan el pan de modo que en ambos extremos queden sendas rebanadas para ellos. El timo es de apenas un kopek en cada compra, pero eso les basta a los culpables para vivir, cosa que do podrían hacer con sus magros sueldos. El robo es tan endémico del sistema como lo son las precauciones extraordinarias que se adoptan para evitarlo —literalmente nada que pueda ser movido carece de un candado gigantesco— y el uno y las otras se explican, en parte, por las mismas razones.

En el caso de Marusa, la sisa no es sólo una empresa lucrativa sino también un hábito profesional. Los artículos que vende en su pobre tienda difícilmente justifican el esfuerzo: no tiene vino para aguar, ni granos de café para esparcir (y recoger luego), ni siquiera limones para hurtar. (Un limón de primera calidad cuesta más de lo que ella gana en una hora. Para muchos trabajadores no especializados de la ciudad, y para casi todos los campesinos que viven en el campo, el hecho de beber té con una rodaja del preciado fruto es un lujo reservado para los días festivos... cuando encuentran uno en venta.) Y las sustracciones de Marusa también son indispensables para el tradicional intercambio de bromas.

—Date prisa, por el amor de Dios —gritan los muchachos hambrientos que están en el final de la cola—. Si dejas de hacer payasadas con la balanza y terminas pronto, te concederemos una bonificación por haber superado tu plan de estafas.

Marusa lanza espumarajos de furia, pero cuando alguien le hace un guiño y pasea los ojos sobre su silueta, finge contener una sonrisa.

—Qué vida tan desgraciada, la mía —gime, mientras limpia el cuchillo mellado contra la cintura de su guardapolvo. Puede sobrevivir a los bombardeos, el hambre y las purgas con heroica impasibilidad, puede luchar en el frente en feroces guerras civiles y nacionales. Pero la rutina diaria de su trabajo en la tienda —teniendo que atenerse a un horario y sirviendo realmente a la gente— supera los límites de lo soportable.

¿Por qué me sorprendió descubrir aquí semejante variedad de personalidades? Posiblemente la gama no es mayor que en otras partes, pero parece más heterogénea porque lo que yo esperaba era la uniformidad, como si los doscientos cincuenta millones pudieran encasillarse en las cuatro o cinco categorías que figuran en mis libros de texto. Y también, pienso, porque las personalidades asumen una envergadura mayor que la de la vida real: se trata de extravagantes personajes teatrales contra el telón gris y opaco de la mise-en-scéne rusa. Así como la prostituta teñida de rubio que veo en un restaurante de Moscú es la quintaesencia de las prostitutas teñidas de rubio, así también el joven estudioso, el militante entusiasta y el fanático del fútbol son modelos de sus tipos respectivos.

Incluso los escasos extranjeros parecen más interesantes en este marco. Las corrientes subterráneas de dramas potenciales agudizan la conciencia que tienen de sí mismos. Por ejemplo, un estudiante búlgaro, corpulento y afable, me estrecha la mano con majestuosa solemnidad cada vez que nos cruzamos en el corredor. Parece intuir que tenemos en común algo profundo y peligroso, y aunque ignoro de qué se trata comparto hasta cierto punto esa sensación. A medida que transcurren los meses, su sonrisa se ensancha. ¿En qué estamos comprometidos los dos juntos?

Naturalmente, la gama de rusos es más amplia. Ahí está el misántropo Igor, que fue miembro de la fuerza aérea hasta que su MIG se estrelló hace diez años, destrozando su espléndido cuerpo. Le hicieron revivir milagrosamente, y le equiparon con piernas ortopédicas, pero su espíritu no se recuperó nunca y su amargura autocompasiva arroja una sombra cuando entra en la sala común. Había sido piloto de aviones de combate, rubio y de ojos azules, miembro de la élite de los guerreros soviéticos, con todo el dinero que necesitaba y una muchacha distinta cada semana. Ahora es un tullido de cara marcada, incapaz de engañarse a sí mismo ni a ningún otro. Bebe su pensión a solas, en su cuarto, y apenas finge estudiar.

Y ahí está Serguei Alexandrovich (nadie le llama Seriozha, ni siquiera Serguei), otro hombre adulto (los institutos soviéticos de educación superior aceptan alumnos de hasta treinta y cinco años), que elude a Igor porque le teme y le detesta. Corpulento y fofo, Serguei Alexandrovich es el único homosexual ostensible que he visto en la Universidad, pero la actitud oficial respecto de la homosexualidad lo induce a ser desmedidamente cauteloso. Estudiante graduado de literatura inglesa, prodiga su amor allí donde no corre riesgos, entre los autores muertos de un país lejano. De una era lejana, también porque está convencido de que la literatura inglesa llegó a su apogeo con Dickens, y deplora el envilecimiento posterior que ha experimentado la lengua. Hace algunos meses, satisfice su pedido del diccionario de slang norteamericano, sin el cual los rusos difícilmente logran descifrar las novelas contemporáneas escritas en inglés. Pero aunque me agradeció el obsequio, aborrece lo que éste representa.

—Qué palabras tan abominables. Tan repulsivas, tan innecesarias. Y pensar que se emplean para hacer la literatura, cuya función consiste en ennoblecer. ¡Compilar un diccionario erudito de esos vocablos... qué asco!

Prefiere aprender de memoria un clásico antes que leer por primera vez algo escrito en los últimos cincuenta años, ya se trate de Joyce, de Waugh, de Bellow o de Mailer. Esto hará de él el perfecto profesor de escuela de segunda enseñanza. Por razones políticas —su descripción del capital inglés rapaz y de la clase trabajadora hambrienta— Dickens es la columna vertebral del programa de estudios soviéticos. Cosa extraña, los alumnos de Serguei Alexandrovich sabrán muy poco acerca de la literatura contemporánea, y en este sentido se cumplirán los deseos del Gobierno, pero por razones muy distintas de las que éste esgrime.

Edward también deseaba un diccionario de slang norteamericano, pero no por motivos académicos. Enamorado de todo lo occidental, hace saber que usa ropa interior Eminence o un pañuelo (un poco sucio) para el cuello marca Liberty (la primera se la compró a un estudiante francés, y el segundo lo cambió por un libro ruso agotado), y trata de adoptar un tono informal cuando compara el corte de Brooks Brothers con el de Saville Row. (La joya de su guardarropa es un traje gris de rayas finas que sólo es una talla mayor de la que él usa. Muchos turistas eliminan los rótulos de sus prendas, por precaución, pero este traje lo tenía intacto y su «proveedor» le cobró un fuerte recargo por ello.) El nombre y el aspecto occidentales de Edward —es alto, esbelto, y viste como un alumno atildado de la escuela secundaria— armonizan tristemente. Es el más tenaz y patético de los rusos que rondan a los franceses, los ingleses y, sobre todo, los norteamericanos. Siempre puede hallársele en el cuarto de un occidental, denigrando todo lo ruso. Siempre formula comentarios sagaces sobre críticas de filmes —de filmes que jamás se proyectarán en Rusia— aparecidas en números atrasados de revistas que él ha logrado obtener y examinar. Siempre se esfuerza por manejar con fluidez las últimas modas y el slang. (Evidentemente no le basta conocer el ancho de los pantalones de esta estación y los escándalos de Washington. En una oportunidad trató de enredarme, con su jerga norteamericana, en una discusión acerca del futuro de las acciones de compañías auríferas.) Como un empresario africano recién enriquecido que acaba de regresar de una larga gira por Europa, ha rechazado todos los valores de su propia sociedad. Incluso, y sobre todo, la música y el arte populares rusos, que fascinan a los más determinados disidentes. Puesto que nunca podrá convertirse realmente en uno de nosotros —sus dioses occidentales, ricos y blancos—, su meta más sublime consiste en conquistar testimonios constantes de nuestra aprobación. Como un novato de Harvard que está ansioso por ingresar en un club esnob para estudiantes avanzados, pasa todos los momentos libres del día pisando los talones de algún extranjero.

Incluso Viktor admite, con un «sin comentarios» mascullado entre dientes, que Edward pasa informes a la KGB: de lo contrario, por supuesto, no le permitirían consagrar su vida a la decadencia occidental. Poco después de empezar a visitarme, el mismo Edward me contó cómo le habían reclutado. Como recompensa por sus trabajos de organización en la Juventud Comunista, le eligieron, hace varios años, para participar en un viaje estudiantil a Ginebra. La mañana anterior a la partida con la que jamás se habría atrevido a soñar, le entregaron el pasaporte nuevo y crujiente (nunca había visto uno hasta ese momento) y le convocaron para una entrevista.

—Eres un buen tipo —dijo, para empezar, un funcionario de la KGB que conocía la debilidad de Edward por lo «foráneo» y los viajes «al exterior»—. Nos hemos enterado de que vas a partir en una excursión a Ginebra. Nos parece bien. Los viajes siempre son provechosos... Pienso que sabrás que nos resultaría fácil... eh... postergar tu partida. Podríamos encontrar otro candidato para ocupar tu plaza. Pero estoy seguro de que no surgirán problemas de último momento. Préstanos una ligera ayuda, y te garantizo que continuarás en la lista.

Lo que querían de él, previsiblemente, era que vigilara la conducta de los otros miembros del grupo, incluidos los confidentes que ya estaban incorporados a la delegación. Le concedieron la tarde para pensarlo, y se puso enfermo. Fue la oposición de su amiga, inusitadamente honesta, la que inclinó la balanza y le dio la fortaleza necesaria para renunciar. Lloró en presencia del funcionario, y se arrepintió amargamente de su decisión cuando aún no había terminado de enunciarla. Le quitaron el pasaporte antes de que hubiera concluido su explicación.

La autocompasión de Edward crecía a medida que recordaba el injusto corolario de su digna negativa. Perdida toda esperanza de viajar, se obsesionó por todos los objetos occidentales. Esta desmoralización hizo que fuera más valioso para la KGB, más aún que si hubiese aceptado sus condiciones para el viaje a Ginebra... en cuyo caso podría haber alegado que no había visto nada digno de mención. Cuando un segundo funcionario le ofreció la oportunidad de redimirse «colaborando» en la residencia, nuevas lágrimas —esta vez de alivio, ansiedad y autorreproche— acompañaron su aceptación.

Pero a partir de entonces su autocompasión creció con más intensidad aun que antes. No era sólo una víctima, sino también un soplón, un rufián al servicio de rufianes. No eran sólo los objetos occidentales los que le habían fascinado durante toda su juventud, sino también las ideas occidentales de intimidad y dignidad individual, de las cuales había quedado desconectado para siempre por su servidumbre voluntaria. Para apaciguar sus remordimientos, decidió alertar a los extranjeros contra su propia persona, maldiciendo su debilidad e implorando comprensión, mezclando los mea culpa con tortuosas explicaciones. (Fue Edward quien, pocos días después de mi llegada, me hizo salir al corredor, lejos de los micrófonos ocultos, para formularme la primera advertencia susurrada. «¿Eres el nuevo norteamericano? Cuidado. Vigilarán tus movimientos, grabarán todas tus palabras. Créeme, en tu habitación hay un micrófono. He escuchado las grabaciones. Te digo esto como amigo, como persona que aborrece la traición.»)

A veces el espectáculo de su autoincriminación mueve a los occidentales a consolarle con regalos: discos de rock and roll y ediciones económicas de las novelas de James Bond. Otras veces, los obsequios tienen por objeto conseguir que salga de una vez por todas de sus habitaciones. Alejado de toda mala intención, Edward aclara perfectamente que fue sólo un azar de nacimiento el que me dio el lujo de no tener que ocultarme o mentir. Pero sus lastimosas tentativas de conquistar la aprobación general, confesando sus pecados a las mismas personas contra las cuales los perpetra, son auténticos testimonios de autodestrucción dostoievskiana. Cada confesión le hunde más y más en el vértice de la autoconmiseración y el autodesprecio. Cada vez más envilecido ante los ojos de sus amos y de sus víctimas se esfuerza doblemente por complacerlos a ambos. No tiene escapatoria, sólo le queda el solaz de coleccionar otras prendas de segunda mano, que, al aumentar su deuda, siguen alimentando el círculo vicioso. Destrozada su vida a sus veinticuatro años, sólo le queda esperar que la policía siga explotando su minúscula servidumbre y le permita conservar su botín. Y, a medida que su ánimo decae, puede conseguir mejores trueques, pasando de un London Fog de dos años de antigüedad a un Burberry casi nuevo.

Por contraste, Iuri, el compañero de cuarto de Edward, es tan indiferente a las ropas y a otros bienes mundanos que no puede comprender la degradación de éste. Iuri el Justo: tan circunspecto, bondadoso y desinteresado. Tan devotamente virtuoso que me produce una sensación inquietante, como si perteneciera a otra época. Estoy seguro de que en la nuestra ya no existe tanta rectitud. Iuri, que lleva gafas con armazón metálico y asiste, radiante, a la iglesia; que no puede decir una mentira ni siquiera para librarse de la invitación más aburrida; y que pasa toda una mañana buscando a la vendedora que le cobró diez kopeks de menos. Se parece más a los colemos puritanos que cualquier habitante del Massachusetts de hoy.

Es curioso observar de qué manera, aquí, tanto las virtudes como los vicios parecen exceder las dimensiones de la vida real, ateniéndose fielmente a los modelos bíblicos. Este país es, más que otra cosa, anticuado. Las cualidades fundamentales de las personas y los objetos son tan nítidos como el mobiliario de estilo colonial. La residencia cobija a muchos individuos de la casta de Iuri, tanto mujeres como hombres. De facciones sobrias, moralmente atildados, están en posesión de una nobleza que fulgura doblemente al contrastar con sus camisas y vestidos raídos por el uso. Verdaderamente, ellos se guían por el Código Moral del Constructor del Comunismo... que no difiere, al fin y al cabo, de los Diez Mandamientos, con ligeras modificaciones.

Y si hay una veintena de personalidades antagónicas entre los estudiantes que conozco personalmente, ¿qué decir de los veinticinco mil en conjunto, que van y vienen, en columnas interminables, hacia y desde las estaciones de metro y las paradas de autobuses? La mayoría de ellos parecen extraordinariamente vulgares, y yo sólo he puesto de relieve las personalidades en razón de sus historias. ¡Ambiguos, convencionales, intolerablemente tediosos! Hay días en que el inmenso edificio lanza aullidos de aburrimiento, y si otro ruso aldeano, de pocas luces, me preguntara cuántos caballos de fuerza tiene un Ford, le pegaría un puñetazo en su nariz materialista. Si otro mercachifle se metiera en mi cuarto para ofrecerme un puñado de rublos grasientos por mis corbatas, mi ropa interior, mis calcetines...

Entre los veinticinco mil, sobresalen detalles extravagantes. Uno de ellos consiste en que la proporción de oficiales de las fuerzas armadas es mayor aquí que en el conjunto de la ciudad. Con sus uniformes arrugados, apretando carteras de mano maltrechas, escudriñan sus textos de Física incluso cuando están encerrados en los oscuros ascensores, donde siempre reina un hacinamiento increíble. El ejército nunca pasa inadvertido. Corren rumores de que toda la decimoctava planta del edificio principal —donde nunca se detienen los ascensores y cuyo número ni siquiera figura en los indicadores de plantas— está reservado para los equipos de control electrónico y para la investigación militar.

Los lisiados de la guerra pasada también son muchos, y más deprimentes. Por todas partes veo hombres mancos y cojos, tanto entre los profesores como entre los estudiantes de más edad: mangas vacías y recogidas, muletas gastadas por el tiempo, guantes negros de plástico sobre manos de madera, y piernas ortopédicas que repiquetean. Su proporción también es mayor aquí que en el conjunto de la ciudad. Los veteranos tullidos tienen privilegios en la dura competencia por ocupar las plazas de la Universidad, y a menudo no se les aplica el límite de edad. Los cuerpos baldados y mutilados forman parte de la escena nacional, y son testimonios vivientes de los infortunios de Rusia.

¿Pero por qué se observan tantos pies torcidos y deformaciones óseas entre los estudiantes de mi generación? Aquí, la palabra «raquitismo» —no menos desagradable en ruso: rajit— es de uso común, y el célebre jorobado de la literatura continúa proyectando su sombra sobre la vida cotidiana de la Universidad. Abyectamente parados en la cola de la cafetería, me recuerdan a un tío mío, tuberculoso, y son símbolos de una tristeza particular.

Las privaciones de los estudiantes constituyen una manifestación menor del mismo problema: los austeros carecen no sólo de prendas hermosas para vestirse y de objetos interesantes para comprar, sino incluso, a menudo, de alimentos nutritivos. La pobreza de este país constituye un fenómeno desconcertante. Aun en medio de la relativa opulencia de la Universidad, la escasez parece incurable. No se trata de la pobreza de Oriente: nadie está al borde de la inanición. La situación mejora constantemente. Pero todos, con excepción de los hijos de la burguesía moscovita, viven con dificultades en un nivel próximo al de nuestros barrios bajos. En los armarios, por lo demás vacíos, de los estudiantes varones cuelga un solo traje en buenas condiciones; las muchachas lucen semana tras semana el mismo suéter de lana apelmazada. (Es para conservar el calor del cuerpo y para ahorrar algunos kopeks, y no por razones de elegancia, por lo que algunas usan camisetas en lugar de sujetadores.) Y un profesor ya entrado en años, dueño del prestigio que da la publicación de ensayos en revistas internacionales, pasa horas telefoneando a los amigos para que le ayuden a adquirir como premio un impermeable belga. Pero lo que ambiciona no es la gabardina clásica, sino una imitación en plástico que está de moda.

Ahora llegan ruidos de la cocina comunitaria, añadiéndose a los alaridos de Marusa. Las ollas y marmitas abolladas repican sobre las viejas cocinas negras; un tenor anónimo entona «Strangers in the Night» mientras las manos arrojan patatas al agua; los hijos del personal de mantenimiento suministran ruido de motores a sus cochecitos de juguete. La cocina, un recinto de azulejos blancos, con olor a vaquería, contigua a la sala común, se convierte al mediodía en un centro de actividad en el piso habitualmente silencioso.

Es extraordinaria la facilidad con que se entiende la gente que la comparte, gente de todas las generaciones, sexos y niveles culturales. Estudiantes graduados de porte patricio con desgreñadas enceradoras de pisos, la joven y tímida novia de un lingüista (que comparte ilegalmente el cuarto de éste) con los miembros de la camarilla. No se observa ni condescendencia ni formalidad cuando cada uno se ocupa de su propia olla colocada sobre el fuego, y a nadie le sorprende que una colectividad tan ecléctica, completada con sus hijos y nietos, habite en una residencia universitaria. Los rusos pueden ser tan egoístas y engreídos como el que más, y a menudo la desigualdad de sus fortunas y sus formas de vida es inmensa. Pero cuando la actividad vital les reúne, exhiben un sentido igualitario natural cuyos orígenes deben ser seguramente más antiguos que la propaganda soviética de la cual no hacen caso. En algún nivel, están unidos por una historia y un destino comunes: la vehemente experiencia de ser rusos, que determina que los individuos confluyan como lo hacen los soldados bajo el fuego de las armas. Todos pertenecen a la familia continental nutrida por la tierra rusa.

La matriarca de esta pequeña parcela de dicha tierra es Zaiida Petrovna, criada principal de la zona comprendida entre las plantas doce y catorce. Todos están obligados a sacar de la cocina sus propios desperdicios, y una vez al mes todos nos incorporamos al batallón matutino de limpieza que friega —que teóricamente debe fregar— los quemadores, las mesas y las paredes. Sin embargo, Zaiida Petrovna siempre se encuentra con la cocina sucia (si se presta crédito a sus rezongos), y a la hora del almuerzo exhibe su voluminosa figura para recordar a los usuarios cuáles son sus deberes. No sólo se la ve sino que también se la oye: con su agudo chillido vitupera a todos los presentes, interrumpiendo así su habitual monólogo incesante acerca del desaliño intolerable y la falta de respeto por los ancianos.

—¡Vaya gente! Dejan su basura todos los días para que la limpie una pobre vieja exhausta. Dios mío, es vergonzoso. Nunca hay un momento de reposo para las personas como nosotras.

Sin embargo, lo que hace durante la mayor parte del día, claro está, es descansar. Por lo demás, está atareadísima acaparando cosas: trozos de papel y de cuerda; bandas elásticas y abrelatas... prácticamente todo, guiándose por el principio filosófico que dice que uno-nunca-sabe-cuándo-volverá-a-conseguirlo. Puesto que mi madre lo tiraba casi todo, no pude explicarme mi familiaridad con la actitud de Zaiida Petrovna, hasta que recordé a mi abuela, y la compasión que me inspiraba cuando mi madre censuraba esos hábitos del Viejo Terruño. Me pregunto si ésta es la razón por la cual a veces siento que en este país lejano he vuelto a encontrar mi patria.

Es difícil imaginar de qué manera podría modificarse un solo detalle del talante de la «Tía Zina». Todos los rasgos y protuberancias de esta típica babushka rusa ocupan el lugar preciso, empezando por su rostro redondo, donde la congelación ha dejado cicatrices, y terminando por sus piernas que con el tiempo han adquirido la consistencia de troncos. Es abuela, no sólo en apariencia sino en la realidad, y tres o cuatro veces por semana trae al trabajo a su nieto Shashinka. (Su hija es secretaria en un ministerio, donde los niños no son bien recibidos; y de todos modos los párvulos quedan al cuidado de la abuela y no de la madre durante la jomada de trabajo.)

Shashinka se ha convertido en el primus inter pares entre los niños que entran de contrabando en la residencia y es la mascota de los estudiantes. (Sin embargo, Raia e Ira procuran mantenerle fuera de su cuarto porque prefiere desmantelar sus encajes en lugar de disfrutar de sus mimos.) Se bambolea de un extremo al otro de los corredores y se mete en cualquier habitación, como un bultito de grasa rosada que transpira bajo sus polainas, sus suéters y su gorro tejido. Cuando llega el invierno, a la tía Zina no se le ocurre quitarle una capa de sus ropas, ni siquiera cuando funciona la calefacción de vapor, ni tampoco cuando Sasha se derrite en el calor de la cocina. Cuando está cansado, se duerme sobre el regazo de la encargada de limpieza más próxima: todas son sus babushki, porque ya intuye que pertenece a la inmensa familia rusa.

Zaiida Petrovna también lleva a Shashinka a las conferencias políticas obligatorias para el personal de servicio que se celebran los martes por la tarde, acabada la jomada de trabajo. A ella le gustan esas reuniones porque tienen calor de iglesia y porque le producen la sensación de estar asociada a algo y de hacer el bien, pero no entendería menos si la disertación consistiera en una misa recitada en latín. El niño se sienta sobre el regazo de su abuela mientras ésta trata de tejer, sin escuchar una palabra y sin simular siquiera que presta atención. (Hada el fondo del salón, lejos de las banderas rojas y los bustos de Lenin, los trabajadores se muerden las uñas y se hurgan las narices, y uno bebe disimuladamente de una botella.)

—¿Qué es Shiria? —preguntó el chiquillo un día, cuando los vi salir de la sesión. (Esa tarde el sermón había subrayado que era justo enviar armas a los enemigos de Israel.)

—No lo sé, corazón —respondió ella, mientras le abotonaba el grueso abrigo de piel—. No sé nada.

Zaiida Petrovna cree en el comunismo tal como sus mayores creían en Dios, el cielo y las fuerzas defensoras de un bien más portentoso y sublime, fuerzas que eran capaces de garantizar que se haría justicia, en esta vida o en la próxima, a los individuos humildes y sufrientes. A pesar de ello, o quizá precisamente por ello, nunca se le ha ocurrido pensar que ella o alguno de sus seres queridos deberá trabajar tenazmente para alcanzar el comunismo. Siempre me aconseja que proceda con calma, que me acueste y descanse.

—¿Y qué me dice de la construcción del comunismo? —le pregunto. (No es una pregunta totalmente sarcástica. Ella supone que, puesto que estoy aquí, soy, desde luego, miembro del Partido.)

Hace un ademán negativo y busca un lugar donde asentar su corpachón.

—El comunismo puede esperar a mañana para su construcción, muchacho. Los jóvenes no deben matarse trabajando. Deberías divertirte... pensar en tu salud.

Esto, más que su aspecto, es lo que la convierte en un símbolo de su pueblo. Lo que más le preocupa es evitar esfuerzos, ahorrar trabajo. El summum bonum no es el progreso sino la tranquilidad espiritual... y una capa de grasa para protegerse del hambre y el frío.

Estoy nuevamente junto a mi ventana, contemplando mi mundo. El rascacielos central de la Universidad, una monstruosa estalagmita ubicada por error en la tundra residencial, con balizas rojas para alertar a los aviones. Extensos jardines formales donde acecha el espectro de Stalin, conservándolos rígidos y fuera de uso... Allende el río, mi Moscú en camisón: la penumbra a media tarde. Diez mil manchitas de faroles intercaladas en la gran llanura como luces generadas por motores Diesel en un puerto petrolero. Sobre todo, neón en carteles dispersos que proclaman: «¡GLORIA AL PARTIDO COMUNISTA!» «¡GLORIA AL PUEBLO SOVIÉTICO!» «¡GLORIA AL COMUNISMO, FUTURO RADIANTE DE TODA LA HUMANIDAD!» Ahora entiendo el hechizo de la campiña rusa, ¿pero qué es, en este sórdido cuadro urbano, lo que también cautiva mi corazón? ¿Por qué la futilidad de toda la condición humana, y la mía, parecen estar allí, en la desolada inmensidad?

A mis pies, la gran verja de hierro que rodea el campus de la Universidad, y la casamata de piedra que protege el portón: una verdadera fortaleza, como si la Universidad Estatal de Moscú fuera una avanzada zarista que tuviera que sufrir las incursiones de los mongoles. Una tenue brisa hace revolotear la nieve seca entre las rejas de la verja y las ramas de los retoños que, en medio del frío quemante, están tan rígidos y negros como el metal.

Frente a la caseta que ocupa la guardia se agolpa una multitud. Están a punto de empezar las clases vespertinas, y todos los que esperan el momento de ingresar en la Universidad hurgan dentro de sus bolsillos o sus bolsos en busca del salvoconducto, una libretita de cartón con la foto del portador y, claro está, un sello oficial. Las reglas son universales: se necesitan salvoconductos para entrar en la Universidad, y en todas las oficinas e instituciones de este Estado del Pueblo. Ningún ciudadano puede entrar donde no le corresponde. Al trasponer todas las puertas del país socialista, uno encuentra ancianas y ancianos encargados de verificar credenciales e intenciones. ¡Ciudadanos! ¡Presentad vuestros salvoconductos!

En una oportunidad le pregunté a un rector auxiliar si todo eso era necesario en un centro de enseñanza superior. ¿Cómo era posible que no lo entendiera?, respondió vehementemente. La apertura de los claustros al público, a cualquiera que tuviese el capricho de curiosear, crearía un caos intolerable. Era inimaginable que se pudiera manejar una gran Universidad sin salvoconductos. Y es cierto que esta institución, un lujo impresionante en el contexto de la vida rusa, atrae a multitudes de mirones. A pesar de todas las barreras, a menudo aparecen vagabundos instalados en los cuartos de las residencias, después de cada período de vacaciones.

Pero el examen de los salvoconductos es breve. Cada individuo avanza por un estrecho pasillo abierto a través de la sala de guardia y muestra su documento a un equipo de campesinas que lucen abrigos y las inevitables bufandas de lana. Cuando las mujeres están de mal humor y examinan las fotografías, las personas alineadas en la cola, que llegan tarde y tienen frío, mascullan entre dientes. Pero cuando están chismorreando, basta hacer un movimiento en dirección al bolsillo que podría contener el salvoconducto. Y cuando uno ha olvidado el documento o no lo tiene, generalmente puede superar el problema con unas palabras conmovedoras.

Hay que representar una comedia exactamente prevista: diez minutos de súplicas en tono profundamente trágico para demostrar por qué las consideraciones humanas de orden superior justifican esta excepción a las reglas. A la manera del reo de la justicia penal soviética —y dentro de la tradición de la misericordia por el transgresor que caracteriza a la literatura rusa— el individuo debe demostrar que ha sido víctima del cruel destino, debe probar que se siente hondamente arrepentido, y debe ponerse a merced de la inconmensurable compasión de las mujeres.

—Sólo esta vez, nunca volveré a pedirlo, lo prometo. Si no puedo entrar ahora para hacerme con un libro determinado, perderé todo el semestre. Ayer me robaron el salvoconducto, junto con todo mi dinero. Hoy sólo he tomado un vaso de té. Sé que no debería pedírselo. Pero le quedaré eternamente agradecido. Sé que usted tiene un buen hijo de mi edad. Pregúntese cómo le gustaría que mi madre le tratara a él.

Es útil haber regalado a las mujeres una barra de chocolate en el Día de la Mujer o en el Aniversario de la Revolución... mas no en el momento mismo de formular la súplica, porque un soborno directo podría ser insultante o incluso peligroso. Pero aun sin obsequios o sin un mes de sonrisas para obtener un crédito de buena voluntad, un actor con ciertas cualidades conseguirá derretir sus corazones aldeanos. Las lamentaciones de un muchacho humilde valen mucho más que unas reglas que ni siquiera ellas entienden.

Si esto falla, todavía queda un último recurso: un espacio dilatado entre dos barrotes, en la verja situada sobre el lado contrario a la residencia, por donde pueden pasar todos, menos los gordos, tras despojarse del abrigo. Nueve de cada diez personas que necesitan entrar en la Universidad encontrarán la posibilidad de hacerlo. Todo el sistema de salvoconductos, con su papeleo, sus procedimientos y sus turnos de centenares de guardias, implica una gigantesca pérdida de tiempo. La estricta organización se derrumba cuando entra en contacto con el factor humano: el hierro y la disciplina corroídos por la negligencia y la compasión... ésta es la pauta de muchas facetas de la vida de Moscú.

En cada otoño, envían cursos íntegros de estudiantes al campo para cosechar patatas. Es la habitual mano de obra esclava, a la que se presenta como «voluntaria». La campiña de octubre es un mar de cieno, y las condiciones de vida en las granjas colectivas son designadas generosamente con el calificativo de «primitivas»: porquerizas convertidas en barracas o tiendas chorreantes sin letrinas, y comida que sólo pueden ingerir los famélicos. Pero los estudiantes libran batallas con patatas, cantan y hacen el amor al aire libre, y aquellos que aborrecen realmente la perspectiva de pasar todo un mes de frío y humedad pueden fingir que están enfermos o pueden comprar una exención médica. Rusia tiene más restricciones, prohibiciones e imperativos burocráticos que toda Europa en conjunto, pero la mayoría son más fáciles de eludir que en los países donde las normas son sensatas y, por tanto, respetadas. Actúa una ley de compensaciones: cuando el peso de las normas se hace más insoportable, parece más fácil persuadir a los funcionarios de rango menor para que hagan caso omiso de ellas.

Algún día habrá que explicar este aspecto del carácter nacional. La propensión de los rusos a la holgazanería y la anarquía asusta a los gobernantes, que establecen una legión de controles impracticables. Los viejos hábitos del «arreglo» y la «simulación» estimulan al pueblo para que los ignore y los eluda, y éste es un elemento esencial de la forma de vida rusa. Las reglas son reforzadas por otra serie de decretos, complementados por campañas de propaganda en favor de un estricto cumplimiento. Me pregunto si Sus inspiradores toman en serio sus propios decretos y campañas. Nadie parece hacerlo, y sin embargo debe de haber alguien que sí lo hace.

Aparte de Chinguiz, mis amigos son jóvenes simpáticos de clase media. Lev —Dustin Hoffman con barba— estudia realmente por las noches, a pesar de que éste es un pasatiempo monstruoso e insólito cuando los exámenes no son inminentes. Intimidado por la perspectiva de tener que prestar servicios durante tres años en provincias, cuando se haya graduado, está decidido a formar parte de ese cinco por ciento de alumnos más sobresalientes de su curso. Así se eximirá de esa servidumbre y pasará directamente a la escuela para graduados. Estudia en la Facultad de Economía y tiene el proyecto de escribir un libro sobre Robert

McNamara. (Si lo aceptan para realizar trabajos de graduado en el instituto de su preferencia, tendrá acceso a materiales de investigación como ejemplares viejos de la revista Time y el Diario de Sesiones del Congreso.) Para distraerse, juega al Monopoly con el tablero que dejó un miembro norteamericano del programa de intercambio estudiantil. Fascinado por la incongruencia que ello implica en este bastión del saber marxista-leninista, jura que con este juego ha aprendido más acerca del capitalismo que en cuatro años de lectura de textos soviéticos.

Pavel proviene de Tbilisi, donde su padre es un alto funcionario del Pravda de Georgia. Una vez al mes, un hermano le trae de casa un paquete que contiene carne ahumada, tarros de encurtidos y tres botellas de vodka casero, contra el cual todos los diarios soviéticos, incluido el del padre de Pavel, llevan a cabo una campaña encarnizada y permanente. El mayor problema de Pavel consiste en decidir si seguirá los pasos de su padre —y si aprovechará la influencia de éste— para labrarse una carrera en el Partido, o si luchará por sus propios medios para convertirse en el artista que anhela llegar a ser.

Y también está Semion, que no es, empero, un amigo, sino por alguna razón un antagonista y tutor. Semion no tiene amigos. A veces no parece tener consistencia física. Es un cúmulo de ondas cerebrales, tensión nerviosa e irritación: la encarnación de la Ruina de la Intelligentsia.

Creo que le veo tanto como al que más, entre los ocupantes de la residencia, lo cual refleja su terrible soledad, porque se mantiene inalcanzablemente alejado de mí a pesar de las horas que pasamos juntos. Horas de absoluta intimidad, porque apenas se aproxima una tercera persona, ya sea rusa o extranjera, con excepción de Chinguiz, Semion se aleja sin despedirse de mí ni saludar al intruso (pero dedicándome una mirada fulminante). Para evitar estos trances, casi siempre se reúne conmigo después de la medianoche.

La primera vez fue alarmante. Una noche se deslizó en mi cuarto, sin golpear, mientras Viktor estaba en su dacha. Cuando me desperté, las manecillas luminosas de mi reloj marcaban las dos. Semion encendió la luz del techo y se encaminó hacia la biblioteca. Nunca lo había visto antes, ni había visto a nadie tan repulsivo. Tenía un cuerpo de embrión y una frente hinchada; la piel facial estaba fuertemente estirada sobre la parte visible de su cráneo, y el cuero cabelludo depositaba escamas vivas sobre sus hombros patéticos. Era evidentemente mayor que el estudiante medio, como el enano veterano de un circo entre recién llegados. Un tic nervioso le crispaba los labios, dejando al descubierto muñones de dientes clorados.

Sin dirigirme más que una mirada (desdeñosa), paseó la vista sobre mi biblioteca como un ladrón que contempla su nuevo botín Cogió tres o cuatro volúmenes de Trotski y Deutscher (entre los más heréticos, y por tanto los más interesantes y peligrosos, de los cien mil libros prohibidos en el país; yo sólo me había atrevido a introducirlos gracias a los buenos oficios de un diplomático amigo) y los abrió a la altura de las portadas para verificar las fechas de edición. A continuación seleccionó otros varios estudios sobre historia rusa, y los metió debajo del saco de lana y lona en avanzado estado de descomposición que usaba a modo de americana. Finalmente se dio por enterado de mi presencia.

—N-n-necesito un libro ti-titulado Los enemigos agrarios del bólchevivismo, de Radkey, el norteamericano, y la últ-t-tima edición de El p-p-punto crucial de Rusia, de Kerenski, publicada en 1970. Espero que puedas conseguirlos. Volveré para preguntártelo la s-s-semana próxima a es-es-esta hora, cuando te devuelva éstos.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? Esos libros pueden ponerte en aprietos.

Se fue con una mueca —aunque tal vez pretendió ser una sonrisa— y dejó en pos de sí un rastro de cenizas de su cigarrillo tembloroso.

Trascurrieron meses antes de que pudiera averiguar algo acerca de él. Aparentemente, no tiene necesidades naturales: nunca le he visto comer, dormir o usar el retrete, y no puedo imaginarle en la cafetería, codeándose con otros estudiantes. Después de varias horas de conversación, a veces se sirve un poco de agua del grifo del lavabo y bebe unos sorbos. (Luego lavo el vaso con jabón, aunque cuando lo hago me siento disgustado conmigo mismo.) Por lo demás, se alimenta con una marca de tabaco sorprendentemente costosa, libros, y una especie de autotortura nihilista cuyo paradigma se encuentra en las almas condenadas de Los poseídos.

Sólo le he visitado dos veces, la segunda cuando circuló un rumor sensacional acerca de un conflicto dentro del Politburó y yo quise consultar la opinión de la mejor mente analítica de Moscú. El olor de los cubiles de la camarilla después de una noche de borrachera es bastante desagradable, pero el cuarto de Semion despedía el hedor de la celda de un condenado. El sedimento de su cuero cabelludo cubría las sábanas. Los tarros y latas pringosos se acumulaban, como los desechos de un picnic en la playa, sobre las pilas de libros. En un rincón había una montaña de ropa sucia en estado de putrefacción. Esas prendas sin lavar, entre las que se contaban varias camisas blancas, constituían un enigma, porque nunca había visto a Semion vestido con otra cosa distinta de su traje gris de presidiario, totalmente lleno de mugre. Es aún más extraño que la Comisión Sanitaria (designada por las autoridades universitarias para realizar un recorrido semanal por todos los cuartos) tolere la roña de Semion. Tal vez sus miembros desean ahorrarse el espectáculo... ¿O acaso les han ordenado que le dispensen un trato especial? ¿De qué otra manera se explica que le dejen en paz, aunque bajo vigilancia, para vivir su vida asocial, incluso «antisocial»?

Aparece en mi habitación una vez cada semana, después de que he apagado la luz, siempre en busca de nuevos libros cuya posesión podría emplearse como prueba en un juicio criminal, sobre todo a medida que Brezhnev y compañía intensifican la represión contra los discrepantes. Nunca pide esta literatura, sino que la exige como si tuviera derecho a ella.

—T-t-tienes el d-d-deber, como ciudadano del mundo libre, de suministrar el material intelectual que te solicito.

En Semion hay algo más siniestro aún que el cinismo, el desdén y el odio fulminante que irradia su persona. Pero también es el único hombre genuinamente brillante que conozco, y por lo que se refiere a las cuestiones políticas es más erudito y lúcido que todos mis profesores juntos. A través de los turistas y de los estudiantes de los programas de intercambio, de los archivos «clandestinos» y de la red de traficantes moscovitas de libros «raros» (léase «prohibidos»), ha obtenido y absorbido una inmensa cantidad de bibliografía en inglés, alemán, francés y sueco, sobre todos los aspectos de la Historia, la Sociología, la Política y la Filosofía. (Aunque lee muy bien esos idiomas, en los que es autodidacta, apenas puede enunciar una frase inteligible en cualquiera de ellos.) Semion piensa que gran parte de su erudición sólo tiene mérito cuando se la compara con las monsergas soviéticas. La motivación humana, dice, es demasiado compleja para someterla a un análisis exitoso, particularmente cuando éste corre por cuenta de los especialistas en ciencias políticas que viven en Nueva Inglaterra y que no sienten ni a Rusia ni al marxismo, y cuyas interpretaciones se ven influidas por la pedantería académica siempre dispuesta a perpetuarse a sí misma. Para demostrarlo, elige un episodio como la colectivización de la agricultura, incomparablemente más brutal, traumático y significativo para el país, afirma, que las purgas stalinistas que tanto fascinan a los estudiosos de los asuntos soviéticos, y se explaya sobre el tema con cautivante elocuencia, comentando las teorías marxistas, no marxistas y antimarxistas, e incluyendo en su discurso extemporáneo la geografía, el clima, la historia, la psicología, el carácter nacional y la cultura rusos... toda la civilización rusa, con especial énfasis en el papel que desempeña la Iglesia Ortodoxa, al plasmar y reflejar el proceso.

Semion desprecia sobre todo a los científicos sociales occidentales que pronostican una temprana liberalización (¡normalización!) del sistema soviético... lo que demuestra, según él, una extraordinaria ignorancia acerca de las fuerzas nucleares de la mentalidad y la forma de vida rusas. Pero no desdeña mucho menos a los escritores extranjeros que catalogan a todos y cada uno de los miembros muy heterogéneos del «movimiento democrático» clandestino como héroes desinteresados, armados con las banderas de la Virtud, el Bien y la Esperanza de Rusia. Algunos disidentes ensalzados por la prensa occidental, explica Semion, son jactanciosos e intolerantes, además de valientes, y sólo la superficialidad de los analistas occidentales —que consideran una sola dimensión, omitiendo todo lo que no sea la disidencia misma— les impide captar el despotismo potencial de aquellos que combaten la tiranía actual.

—Lenin t-t-también era un disidente en s-s-su época, ¿sabes? ¿Cuántas y-y-veces los analistas occidentales entendieron las cosas mal? ¿Y se tragaron d-d-disparates novelados acerca de los nuevos salvadores de Rusia? ¿Y sacrificaron su inteligencia porque ellos necesitaban héroes p-p-políticos?

El hecho de que los mártires actuales de Rusia sean sometidos a una brutal represión, dice, no basta para hacerles virtuosos, así como la larga opresión a la que fueron sometidos los negros norteamericanos no les ha convertido a ellos en los líderes naturales del país. La aportación de los disidentes y rebeldes soviéticos consiste en tomar conciencia de los graves males de la sociedad... a los cuales ellos tampoco son inmunes. La adulación indiscriminada de Solyenitsin, por ejemplo, responde a una treta publicitaria: una «’solución’ envasada para mentes que no reconocen el negro si no tienen un blanco antagónico». Lo primero que se enseña acerca del leninismo a los estudiantes occidentales, continúa, es que su estrechez se desarrolló como una reacción contra la autocracia a la que se oponía.

—Sin embargo, p-p-por algún motivo los maestros occidentales no pueden aplicar el m-m-mismo concepto analítico a la naturaleza de Solyenitsin, forjada por la sociedad a la cual él se opone. Solyenitsin está entroncado con la tradición rusa: religioso, místico, potencialmente dictatorial. P-p-plus Da, change... P-p-pero no obstante todas las lujosas bibliotecas con que cuentan, ni un solo «estudioso» consentido de P-p-princeton escribe una palabra sobre esto. Y dicho sea entre paréntesis, si lo que anhelan realmente p-p-para Rusia es la democracia, como afirman, el Partido Comunista sirve b-b-bastante bien. En el auténtico sentido de la palabra es b-b-bastante democrático. Está compuesto por los elementos más bajos en la escala social, y refleja sus opiniones. Los estudiosos ni siquiera han puesto en orden sus elementos, o sea sus ideas. Y aquí, los p-p-problemas son mucho más profundos que los de índole académica.

En síntesis, el pronóstico de Semion es muy pesimista y, al igual que buena parte de sus desmitificaciones, tiene un acento realista. Pero por mucho que se burle de la ingenuidad occidental, no puede librarse de su afición a los libros prohibidos. Sabe que un día volverán a ponerle en aprietos. Se dice que uno de los confidentes de la KGB que hay en nuestra planta (espantosamente huraño, en tanto que el otro es un atractivo Don Juan) ha recibido orden de vigilar a Semion aún más estrechamente que a los estudiantes occidentales.

—Tarde o temprano, tendrán que encerrarme en un campo de trabajo. Es como, sabes, vivir en un Estado que dicta, leyes severas contra el pecado. Eso satisface el vacilante deseo personal de morir...

En total, Semion ha pronunciado una docena de frases acerca de su propia persona. La discusión de los asuntos personales es una frivolidad. Sólo los problemas de Estado merecen atención... y sobre todo, la filosofía del poder del Estado. ¿De qué medios se valen algunos hombres para dominar a otros? Las hipótesis, las fórmulas analíticas son sus compañeras. La personalidad —dé los Lenin, los Stalin, los Nasser y los Joe McCarthy— entra en estas ecuaciones sólo como un factor más. Semion es el colmo de ese famoso fenómeno: la condición humana estudiada por un individuo que se aísla del contacto humano común. Seguramente su pasión insaciable por todo lo histórico, antropológico y sociológico es un sucedáneo parcial de las relaciones personales de las que se siente excluido por su fealdad.

Lo que he descubierto acerca de él también parece ser exclusivamente político. Nadó en Rostov del Don, y se trasladó a Leningrado con su madre mientras su padre, miembro de la Cheka, a quien rara vez veía, merodeaba por el país ejecutando misiones muy secretas... presumiblemente asesinas. En Leningrado leía, se mantenía aislado, e ingresó en la Universidad, de donde lo expulsaron, hacía ya siete años, por haber ingresado en una célula política «antisoviética». La «célula» consistía, ciertamente, en un grupo de media docena de estudiantes que se reunían para discutir el pasado y el futuro de Rusia en términos de concepciones heréticas tales como el humanismo, el socialismo agrario y el marxismo «genuino» (por oposición al marxismo-leninismo, distorsión ilegítima y corrompida de las teorías y los ideales de Marx). El grupo estaba fuertemente influido por las ideas de Nikolai Berdiaiev, el filósofo de comienzos del siglo XX que escribió acerca de la creatividad y la personalidad humana libre como sentido capital de la cristiandad y como esperanza para la salvación de Rusia.

Después de meses de discusión y de preparativos excepcionalmente difíciles, el grupo «publicó» una «revista», utilizando, con gran riesgo, una multicopista instalada en una oficina del Gobierno a la cual uno de los miembros tenía acceso. Se trataba de una colección de ensayos acerca de la trayectoria de la historia rusa, interrumpida por el bolchevismo, y ostentaba la inscripción: «Volumen I, Número I». No hubo un segundo número. La KGB desenmascaró a los autores en pocos días y fueron enviados a prisión durante diez meses mientras se investigaba el caso. Juzgados en secreto, los espíritus inquietos fueron sentenciados a cinco años de campos de trabajo y de exilió.

Semion pasó algunos meses en la cárcel, también, pero aparentemente su personalidad monástica le salvó de un castigo severo: aunque era miembro oficial de la «célula», sólo había asistido, a dos reuniones y no había podido soportar la atadura personal de las largas reuniones editoriales «clandestinas» y de los turnos secretos de trabajo con la multicopista que habían sido necesarios para producir el panfleto. ¿O acaso le había salvado la influencia de su padre? De todos modos, es extraño que actualmente esté dentro de la Universidad de Moscú, y no talando árboles en el exilio.

—¿Cómo sucedió? —le pregunté, cuando me confirmó el episodio de Leningrado—. Ciertamente no es posible que te expulsen de una Universidad, que figure tal antecedente en tu expediente, y que después pases a otra.

—Estas cosas ocurren. En este país no t-t-todo es tan eficientemente t-t-totalitario como imaginan tus especialistas en ciencias p-p-políticas... No te p-p-preocupes —añadió, dando a entender que yo podía sospechar que le habían exigido un quid pro quo para permitirle continuar sus estudios—. No t-t-tengo alma de delator.

En su visita siguiente, afloraron nuevos detalles de su pasado. Yo le había formulado una pregunta acerca de Leningrado, y él estaba disertando, con su estilo desdeñoso pero brillante, acerca de la organización partidaria de esa ciudad, como base de poder tradicional para las intrigas del Politburó. Después de recitar, a modo de ejemplo, las biografías de Zinoviev, Kirov y Zhdanov, ricas en conspiraciones y contraconspiraciones, quedó súbitamente paralizado, mirando hacia la negrura de la ventana. Cuando volvió a hablar dijo algo totalmente ajeno a sus elucubraciones previas.

—D-d-durante los Novecientos Días (el sitio de la Wehrmacht entre 1941 y 1943) el número de habitantes de Leningrado que resultaron muertos superó al de norteamericanos muertos en todas las guerras juntas. Quiero decir en todas las guerras de la historia de tu país, incluyendo la Guerra Civil.

Lo enunció como un dato descarnado, insinuando, tal vez, que es imposible entender la tortuosa historia política de Leningrado —las purgas y las venganzas sangrientas, la ejecución y el exilio de centenares de miles de sus hijos más preclaros, entre los que se contaban los mejores comunistas— si no se conocen las tragedias que no fueron voluntarias. Este tema subyace en gran parte de los comentarios de Semion acerca del régimen soviético... y zarista: los crueles actos naturales que recayeron sobre Rusia alimentan una atmósfera y una mentalidad propicias a una política masoquista. ¿Pero el aserto acerca de los Novecientos Días no habría sido además un atisbo sobre su historia personal? Porque hasta que pudieron evacuar a los niños, él también debió soportar el asedio.

En una oportunidad. Semion le describió la experiencia a Chinguiz. Su familia —la abuela, la madre y una tía, en tanto que su padre seguía lejos, cumpliendo una misión especial— se alojaba en una amplia habitación de un apartamento céntrico bastante confortable. Un mes después de iniciarse la invasión alemana, quedaban pocos rasgos reconocibles de lo que había sido la vida hasta entonces: el bloqueo que se implantó en septiembre les introdujo en el infierno. La abuela de Semion fue la primera en morir. Era demasiado vieja para trabajar y la ración de pan que le asignaron no le bastó para sobrevivir, ni siquiera acostada todo el día en la cama. Semion se escondió cuando retiraron su cadáver. A continuación su tía murió en la explosión de un obús que cayó en un sótano.

Ese invierno, la ración diaria de pan que le entregaban a su madre era de doscientos cincuenta gramos, y la de Semion pesaba la mitad. Todos los días, ella le cedía la mitad de su parte... y él la aceptaba, aun a sabiendas de que su madre estaba muriendo de inanición, como la abuela. Murió en marzo, víctima de una neumonía. Semion se crió en orfanatos, donde llamaba la atención por su precocidad y su deseo de esconderse.

—Quizás habría tenido problemas igualmente —comentó Chinguiz—. Pero la guerra lo hizo inevitable. La primera visión del mundo la tuvo en una ciudad que sufrió más que cualquier otra de la historia moderna. Era suficientemente despierto para discernir que entre el pan de su madre y la vida de ésta, prefería el primero... Sí, ganamos la guerra y, sobrevivimos a las purgas, pero a veces los vivos sufrieron más estragos que los cuarenta millones de muertos.

El mes pasado, Semion se interesó por Freud y se empeñó en obtener legalmente alguna de sus obras. Había circulado el rumor —uno de los muchos rumores diarios— de que no obstante la represión intelectual generalizada, en algunas disciplinas selectas, que las autoridades juzgaban indispensables para el desarrollo del país, se estaba relajando discretamente la censura. Semion puso a prueba esta versión en la Biblioteca Lenin cuando solicitó la Introducción general al psicoanálisis junto con ocho obras sobre psicología pavloviana marxista-leninista, la mayoría de las cuales contenían ataques indignados contra las teorías freudianas. La bibliotecaria entregó los volúmenes permitidos, sin mencionar el de Freud.

—¿Dónde está el noveno? —preguntó Semion, impasible.

Con un fruncimiento de cejas cauteloso, la bibliotecaria le comunicó que no podía entregar ese material. Semion insistió, y la mujer señaló una puerta situada detrás de su mostrador.

La oficina estaba austeramente amueblada. El retrato de Lenin colgaba sobre un escritorio, detrás del cual estaba sentado un hombre que vestía un traje arrugado. Estudió la solicitud de Semion, y después el rostro manchado del peticionante.

—¿Por qué quieres leer a Freud?

—N-n-no quiero leerlo. Es esencial para mí... estudio.

—No creo que sea esencial. Docenas de textos nuestros te explicarán lo que necesitas saber acerca de Freud. ¿Comprendes que sus «teorías» son pornográficas e inaceptables?

—Creo que sí.

El funcionario frunció el ceño.

—Escucha, jovencito. Si insistes, te entregaré el libro. Pero sigue mi consejo y no insistas. ¿Qué interés puedes tener en que tales extremos figuren en tu expediente? Sé sensato: coge tus otros libros y vete.

Esto fue precisamente lo que hizo Semion. El episodio, dijo, no refutaba el rumor acerca de la dulcificación de la censura. Un funcionario más severo, o ese mismo con instrucciones más estrictas, le habría comunicado que no estaba el libro, y habría introducido una nota infamante en su expediente.

Semion encontró una forma más cordial de censura en relación con su tesis de honor sobre la Conferencia de Yalta. Se trataba de un trabajo de propaganda, que se inspiraba en las fuentes soviéticas clásicas y no mencionaba los numerosos análisis occidentales que Semion podría haber echado por tierra... pero que no tenía razones para conocer. Al aprobar un borrador preliminar, su preceptor sugirió que la frase «el representante soviético» sustituyera en todo el texto a «J. V. Stalin».

—Entre nosotros —le dijo—, así es más seguro. ¿Por qué habrías de arriesgarte? Nadie puede saber cuál será la actitud respecto de Stalin en el momento de presentar la tesis.

Por cierto, la actitud oficial se está endureciendo sistemáticamente... o sea, se está suavizando respecto de los crímenes de Stalin. Las publicaciones han empezado a elogiar nuevamente su «labor histórica» de construcción del socialismo y del poderío soviético, olvidando mencionar los elementos que habitualmente recibían la denominación de «infortunados factores negativos». Incluso la prensa académica apoya lealmente la rehabilitación, y vuelve a silenciar largos períodos históricos. El preceptor de Semion le dio un consejo sano: no era necesario que los lectores de la tesis sobre Yalta, ya fueran liberales o conservadores, tuvieran que preocuparse por las implicaciones políticas que planteaba el hecho de mencionar por su nombre al ex Gran Padre.

La línea se modifica. Los santos de ayer se convierten en los Judas de hoy, para ser considerados luego nuevamente héroes. La historia se reescribe deprisa para documentar la última verdad inmutable. Pero una parte del basurero de literatura proscripta conserva su utilidad. El otro día, en una letrina hedionda, descubrí un ejemplar de la obsoleta Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética, edición de 1967, insertada entre los azulejos y el sumidero. Las páginas que exaltaban el estímulo que N. S. Krushchev había brindado a la humanidad progresista podían ser arrancadas por quien necesitara usarlas como papel higiénico. Pero no había en ello ninguna intención irónica; reflejaba simplemente una aprobación inconsciente a la ley en virtud de la cual la escasez impone el máximo reaprovechamiento, y reflejaba también la convicción de que ése era el mejor uso que se le podía dar en estos momentos al papel amarillento.

¿Por qué pongo tanto énfasis en este tipo de observaciones? La mayoría de los rusos que conozco a fondo, en este pabellón y en otros, se preocupan menos que yo por las aberraciones del Gobierno y el Estado. Aquí la política es impenetrable, como la capa de nubes bajas que nos aprisionan desde un horizonte hasta otro. Es algo que la gente sufre y acepta, sin sentirse intrigada ni hurgar en ella. Es algo que viene dado, como el clima. Nieve nuevamente, y la radio pronostica para esta noche una temperatura —normal— de doce a quince grados bajo cero.

Por consiguiente, cuando la semana pasada dictaron la segunda y terrible sentencia contra Andrei Amalrik, casi no se discutieron los porqués y los cómos del juicio. Unas cuantas personas experimentaron una punzada de dolor, semejante a la que sentían los bondadosos campesinos rusos cuando veían pasar los convoyes de prisioneros rumbo a Siberia. (Las mujeres campesinas apretaban contra las manos de los desesperados prisioneros las hogazas de pan que sus familias necesitaban urgentemente.) Varios estudiantes apasionadamente «literatos», los devotos de Mandelshtam, Pasternak, Tsvetaeva, Ajmatova, volvieron la cabeza para derramar una lágrima silenciosa, y quizá muchas más personas de lo que yo imagino se sintieron heridas. Pero la mayoría no se enteró ni se preocupó, e incluso la minoría «activista» emitió un gemido amortiguado en lugar de un estridente clamor de espanto e indignación. Estas tragedias son esperadas, nadie puede evitarlas. Lo que más duele es no poder consolar a las víctimas.

Y hasta cierto punto, algunos miembros de la misma minoría se sienten orgullosos, además de abrumados, por la persecución oficial. La vida rusa es dura, ¿pero acaso el desafío no es el pan cotidiano de la psique? ¿La mayor satisfacción no consiste acaso en sobrevivir en un entorno difícil, triunfando sobre tremendos obstáculos y peligros? La paradójica buena suerte de Rusia radica en que las presiones de su vida —el clima, la guerra, las privaciones, la tiranía— son externas, y a menudo cohesionan la personalidad y producen una reacción frente al desafío, en lugar de engendrar ansiedades y neurosis como sucede en el caso del liberalismo opulento, en cuyo seno el individuo sólo puede culpar a su propio yo endeble. Aquí nadie puede sentirse confundido o culpable por una vida demasiado fácil: predominan las fuerzas primitivas, a las que es necesario enfrentar y vencer.

Una muchacha huesuda que se aloja en el extremo del corredor no tardará en abandonar el país para siempre. Después de casi una década, y tras el nuevo acuerdo entre Alemania Oriental y Occidental, le han concedido el visado de salida. Se reunirá con su único familiar sobreviviente, una tía que reside en Frankfort, adonde los alemanes la llevaron durante la guerra para hacerla trabajar como esclava. Incluso considerada desde las categorías rusas, la vida de Olga ha sido excepcionalmente cruel. Stalin deportó a todo su pueblo, los alemanes del Volga, a Siberia, en 1941. Su padre murió de frío durante el viaje. Su madre, que construyó una choza con sus manos en la estepa del exilio, sucumbió al cabo de un año. En esa tétrica colonia, la mitad de los niños cuyos padres vivían, expiraron. La infancia de Olga, huérfana, fue una lucha animal por la subsistencia, y sólo su contextura robusta le permitió alcanzar la victoria. Después de la cancelación del exilio, en 1957, siguió ostentando el estigma de «traidora». Se introdujo clandestinamente en Moscú, y durante años pasó todas sus horas libres en las oficinas del ministerio, implorando que le permitieran reunirse con su tía.

Pero ahora un nuevo tema —la belleza natural de Siberia— modula su añoranza de los tiempos difíciles.

—Sí, el invierno era feroz. Y durante las seis semanas del verano, los mosquitos nos devoraban vivos. ¡Pero los ríos! ¡Los lagos y los arboles! Alemania no tendrá nada parecido. ¿Será posible que nunca vuelva a ver tan extraordinaria belleza?

A medida que se aproxima el momento de la partida, Olga se siente menos segura y más nostálgica de aquellos lugares donde sufrió tan extremas adversidades.

—¿Cómo se puede vivir fuera de Rusia? MÍ tía es rica, tiene su apartamento y su coche propios. ¿Pero qué les sucede a las vísceras cuando todo es tan fácil? ¿Cuándo una puede hacer lo que quiere, comprar lo que desea, y todo está al alcance de la mano? Es posible que esté de vuelta en la patria al cabo de dos semanas.

Ya es hora de ocuparme de mi correspondencia. No escribo a menudo a casa porque el mundo exterior se ha convertido en una ilusión, oscurecida por el paralizante y eterno aislamiento ruso. Por la sensación de vivir en un cosmos independiente, segregado por el espacio tenebroso y por eones de tiempo: esto ha logrado conservar su poderío, a pesar de que todo comprime al mundo del siglo XX.

Aquí existen, en algún lugar, las maravillas técnicas: los Tridents de BEA llegan de Londres cuatro veces por semana, el servicio ruso de la BBC transmite tres horas por día. Pero las comunicaciones electrónicas y los reactores que vuelan a la velocidad del sonido son tan extraños a nuestras vidas como lo pueden ser los tábanos en este paisaje invernal. No penetran en la lejanía rusa, acorazada, rodeada de nieve. No pueden afectar el modo de vida pesado, predestinado. Al igual que los logros deslumbrantes de la ciencia rusa, acerca de los cuales tenemos noticia, no son falsos, sino que existen por y para sí mismos en algún laboratorio cerrado, y por tanto carecen de trascendencia para la gente como nosotros. Un joven profesor brillante, que conozco, trabaja en el diseño de ordenadoras en el departamento de investigaciones de la Facultad de Matemáticas. Pero cuando su esposa le pide que lleve a casa un poco de carne, sale más temprano para hacer cola durante una hora y poder así comprar jamón en una tienda suburbana donde otras veces ha tenido suerte. Luego guarda en su desgastada cartera la preciosa carga envuelta en el Pravda, mientras la cajera se inclina sobre un viejo ábaco para hacer las sumas. Esta es la tecnología que nos rodea y que entendemos.

Tal vez es un mérito que el Estado ruso, tan pesado en todos los demás aspectos, haya sabido utilizar todos los adelantos técnicos espectaculares para conservar el antiguo aislamiento. Las telecomunicaciones con el exterior están eficazmente anuladas porque no es posible tocar un solo dial de un solo tablero de control sin la autorización del Partido. Los vuelos de BEA son quiméricos porque incluso los autobuses que transportan a los pasajeros hasta los aviones son registrados por guardias armados, y no hay un ruso entre cien mil que pueda aproximarse siquiera a la oficina de embarque. Aparatos de espionaje electrónico evidentemente superiores al mismo sistema telefónico, equipos de interferencia más poderosos que cualquier transmisor... en todas las facetas de la vida moderna la represión oculta el progreso tal romo el papel ocultaba la roca en el antiguo juego.

La censura y los controles no bastan, empero, para mantenernos segregados. La indiferencia y la profunda pasividad son aliados poderosos: el aislamiento interior que muchos siglos de atraso y de penurias han implantado en los huesos nativos. Los rusos están desconectados y lo saben. Y si por casualidad piensan en la posibilidad de aminorar el abismo, muchos no quieren hacerlo: el esfuerzo sería demasiado grande y les aguardarían demasiadas decepciones. Aunque sueñan con transformarse a sí mismos, temen que cualquier tentativa encaminada a alcanzar las pautas de vida europeas los detenga en la etapa de la cháchara visionaria, como en el caso de los planes de los médicos de Chejov. Porque, si tuvieran éxito, ¿acaso los ejecutores no habrían dejado de ser rusos? ¿Y si dejaran de ser rusos, se necesitarían los autoanálisis angustiosos, los sueños de nuevos mundos radiantes y las cruzadas inútiles?

Aquí la vida es distinta. Como cuando se navega por el mar, rigen reglas especiales: prohibiciones y peligros específicos condicionan la mente y los movimientos. Aunque algunos de los rasgos que distinguen de Europa a este país son sutiles, la totalidad abrumadora es mucho mayor que la suma de sus partes. A veces escudriño a las personas y los lugares con la intención de definirlos con más nitidez, pero nada de lo que consigo descubrir específicamente en su aspecto o su estado de ánimo refleja la sensación de que éste es otro mundo, sensación que subyace todos los días en todos los ámbitos. «Hay partes de lo que más os interesa conocer, que yo no puedo describiros —escribió Plotino—. Debéis acompañarme y verlas con vuestros propios ojos». O, para acudir a una cita menos conocida, puedo reproducir la primera oración, subrayada, que encontré ayer en un libro de autor francés abandonado sobre un pupitre atiborrado de papeles, y desocupado, de la Biblioteca Lenin: «Si hay un país en el mundo que parece condenado a permanecer inexplorado y desconocido por cualquier otra nación, ya sea esta próxima o lejana, dicho país es ciertamente Rusia, por lo menos en lo que concierne a sus vecinos occidentales.» Estas palabras fueron escritas en 1861, el año de la emancipación de los siervos.

Durante siglos, los europeos que residían en Rusia se sintieron dominados por la mismas sensaciones. Las observaciones del marqués de Custine (embajador francés en San Petersburgo en el siglo XIX), y de Sigmund Von Herberstein (embajador del Imperio Habsburgo en Moscovia, en el siglo XVI, guardan tanta relación con las actitudes contemporáneas como cualquier análisis del sistema socialista y del régimen soviético. Ambos fueron vigilados, fueron engañados por burócratas obsesivamente reservados, y se sintieron alternativamente regocijados por el desenfrenado espíritu ruso y horrorizados por el desaliño y la mugre. Ambos describieron con igual precisión la misma sensación de vasta soledad que se apodera de mí en este momento.

Esta es la razón por la que perdí contacto con el mundo exterior y que escribo sólo unas pocas líneas formales a los Estados Unidos, cada dos semanas, como si se tratara de otro planeta. Además, me abren la correspondencia. Torpemente, porque los sobres aparecen decorados por gotitas de engrudo marrón, que simbolizan los actos aborrecibles de Rusia y la torpeza con que los ejecutan. Me limito, por tanto, a las tarjetas postales y a la charla intrascendente. Mis corresponsales leen acerca del estado del tiempo y de los emocionantes espectáculos del Bolshoi.

¿Pero qué escribiría si disfrutara de libertad para expresar mis auténticos sentimientos? En los días malos, siento tal desprecio por este país y cuanto representa, que sueño con guiar a los B-52 hacia el Kremlin con una linterna. El honorable rector auxiliar me ha mentido descaradamente, al anunciarme afablemente que una reunión a la que había solicitado asistir, por razones de estudio, y que se está celebrando en este mismo instante, ha sido cancelada. Mi preceptor universitario, que es proclive a burlarse de la integridad académica «burguesa», me aconseja que considere a la opinión pública soviética basándome en la «mejor evidencia documental»: las mayorías del 99,7 por ciento en las elecciones y las votaciones unánimes en el Soviet Supremo. Un profesor de Economía Política cita la huelga de los basureros de Nueva York como una prueba concreta de la explotación que padecen los trabajadores norteamericanos y de la desintegración del capitalismo, sin mencionar en ningún momento los salarios reales que se pagaban antes del conflicto, porque sabe que los mecánicos especializados rusos, que por lo demás no pueden declararse en huelga, ganan la sexta parte de esa suma.

No son las órdenes ideológicas, sino los engaños únicos como éstos, los que sirven para gobernar al país en todos los niveles, los que realmente me anonadan. La ira me sofoca: restringen mis movimientos, se burlan de mi inteligencia, violan mi individualidad. ¿Cómo se atreven a hacerme esto? ¡Yo nací libre! Este país está gobernado por primos de los sheriffs brutales de la ciudad de Mississippi donde pasé un verano trabajando en pro de los derechos civiles y comiendo cuervos. No les basta con estar en condiciones de aplastarnos según sus caprichos. Quieren que uno se humille aplaudiendo sus embustes.

Pero los enemigos de la dicha son generalmente menos concretos: el peso de todo, la presencia inexorable de la melancolía y el infortunio, la imposibilidad de conocer un momento de distracción con algo bello, etéreo. Todas las imágenes de mi infancia —una carretera de cuatro carriles, hecha de bondad y progreso, que nos conducía al mundo y a mí hacia adelante y arriba— se disuelven en medio de esta lobreguez. Paso horas tendido en el sofá cama, hojeando ejemplares gastadísimos del Time. No obstante el reflejo blanco de la nieve sobre las paredes, estos son los días más oscuros, y más largos, que he conocido.

A veces les hablo a los rusos de París, de Roma, de las islas griegas, de todos los lugares prodigiosos donde gozaré cuando vuelva a la civilización. Lo hago por rencor, para vengarme —injustamente, pero en la única forma en que puedo hacerlo— de las manos groseras que me controlan. Mis escuchas saben que nunca verán el color del Mediterráneo, que nunca sorberán una bebida en un café auténtico, que nunca vestirán siquiera un traje como el de la liquidación de Barney, que compré especialmente para usarlo aquí o para regalarlo. Algunos se estremecen cuando me formulan preguntas: tal como yo quería, me envidian.

Pocos sospechan que yo también les envidio, que a menudo lamento no haber nacido acostumbrado a sus privaciones y presiones. A veces lo que les falta parece intrascendente cuando uno lo compara con lo que tienen: una conversación ingeniosa en lugar de automóviles deportivos; canciones domésticas en lugar de los ruidos de las discotecas; el cabello largo no por razones de gusto o de conformismo generacional, sino para postergar el sacrificio de treinta kopeks que deben gastar para cortarlo; las guitarras que no representan un renacimiento ni una moda... los rusos siempre las han hecho sonar. Son más espontáneos e íntegros que cualquier otro joven que conozco. Su vida estudiantil es como siempre quise que fuera la mía. Y esto no es menos cierto por el hecho de que la explicación reside en la ancestral pobreza rusa.

¿Qué es lo que quiero decir realmente a las personas a quienes les escribo? Pertenezco a una segunda generación de neoyorquinos. Mi abuelo huyó de un ghetto polaco después de un pogrom. Mi padre acostumbraba a hablarme acerca de la dignidad del hombre bajo el socialismo marxista... hasta que Stalin destruyó su fe e hizo de él un reaccionario cínico. Ambos odian a Rusia por lo que les hizo a ellos y a los suyos; ambos me rogaron que no viniera. ¿Cómo podría explicarles que sus peores pensamientos acerca de este país es algo que está aquí, y se practica y se sufre todos los días, y que sin embargo lo amo? Que cuando estoy deprimido o cuando Leonid baja los ojos para no ver las obscenidades de la camarilla, me siento tan maldecido como los jorobados de los corredores, y simultáneamente agradecido por la contemplación de la esencia trágica del hombre que ha reemplazado a la complacencia y la falsa seguridad de mi vida anterior.

Porque he empezado a captar lo que los escritores rusos revelaron hace mucho tiempo: que éste es un lugar donde el espíritu humano debe luchar obligadamente y que por ello es más cabal y también más reprimido. Sus afirmaciones decimonónicas —«la vulgaridad de la vida... la perversidad del hombre... la trágica desnudez de la existencia humana»— constituyen aún la descripción más profunda de la escena y el alma rusas. Las verdades que ponen al descubierto no sólo denigran sino que también ennoblecen. Aquí se aguzan mis sentidos. No es a pesar de la ominosa tragedia rusa que la ternura y la emoción florecen aquí, sino gracias a ella.

«¡Dios mío! —escribió Leontiev—. ¿Acaso soy patriota? ¿Desprecio o amo a mi país? Me parece que lo amo como ama una madre, y lo desprecio como se desprecia a un borracho, a un necio sin carácter.»

Y Rozanov: «La vida rusa es suda, y sin embargo tan amada.»

Y el enfermo Iuli Daniel desde su campo de trabajo: «Te amaba tanto, Rusia mía... más aún, quizá, que a las mujeres.»

Aunque nunca me libero totalmente de la depresión, he aprendido a valorar el hechizo bajo cuyo efecto me encuentro. Si esto es lo que sabían los grandes escritores, puedo decir que he asimilado una partícula de su conocimiento íntimo. La sensación de abandono y de pérdida cósmica que me atormenta simultáneamente, pone de mi lado al resto de la creación. Por primera vez, veo que soy parte de todo. Anastasia y Aliosha están aquí, y ellos son para mí todo lo que no fue mi familia. Es por esto por lo que deseo escapar de mi habitación, huir de Rusia y no regresar jamás. Y es por esto que sé que siempre anhelaré revivir este año.

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