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Medalla de oro

LA CANICHE ganaba peso a medida que Aliosha lo perdía. Imitando a los rusos que jalonan el año demoledor con francachelas periódicas, la perra alternaba las horas de modorra con minutos de travesuras que le bastaban para romper la vajilla. En la calle, trotaba entre nosotros, como un tercer mosquetero. Aunque me aceptó enseguida como acompañante solitario para sus paseos higiénicos, se ponía de mal humor si Aliosha no le servía personalmente la comida.

Se la había comprado en julio a un criador particular, y en agosto la había rebautizado «Maxi» en lugar de «Mini». Pero habría sido infundado decir que reflejaba la necesidad de compañía que había experimentado durante mi ausencia del verano anterior. El contexto general era la popularidad arrolladora de que gozaban los perros entre la intelligentsia actualizada que habitaba los nuevos apartamentos en condominio... conspicuo testimonio de prosperidad después de los años de guerra, cuando no había animales domésticos y se vivía en condiciones de angustioso hacinamiento. El último grito de la moda eran las traíllas y los collares occidentales, que se adquirían en el mercado negro a precios estratosféricos. Aliosha había adquirido un conjunto francés de color borgoña, subrayando un elemento de reincidencia en sus viejas costumbres de petimetre que ahora se manifestaban en el cuidado perra. Pero los bellos accesorios yacían olvidados debajo de la pila de ropa sucia, y la hirsuta Maxi, dueña de documentos sellados que probaban su pedigree, andaba a su vez con las crines crecidas, demostrando que su propietario no se dejaba subyugar por las modas. Ambas estrategias parecían destinadas a afirmar su decisión de que la vida siguiera «como de costumbre».

Ella cooperaba abiertamente. Al oír el «Maxi, a pasear», embestía la puerta como un ariete, o meneaba negativamente la cabeza, esperando que riéramos. Cuando Aliosha sufría dolores, Maxi se echaba inmóvil a sus pies. Y utilizaba el retrete en lugar de pedir que la sacáramos a la calle; incluso bajaba con el hocico ambas mitades del asiento roto, porque se sentía más segura sobre la madera que sobre la cerámica.

El dolor más agudo era el de la piel quemada por el actual tratamiento —el segundo— con la bomba de cobalto, que se aplicaba tres veces por semana en una clínica situada frente al hipódromo. El ungüento que había comprado en Londres —el único medicamento que había conseguido, y el menos importante, porque no actuaba sobre la enfermedad misma— era útil, pero el ardor que sentía en las nalgas le impedía conducir cómodamente. Cortó el respaldo del asiento que correspondía al volante y lo bloqueó hacia atrás como si fuera el del capitán de un barco de guerra. Así podía pilotar el Volga, desplegando tanta cautela como antes temeridad, en posición semirreclinada, sostenido por una pila de almohadas. La antigua combinación de motocicleta de los Ángeles del Demonio con Mi Amiga Flicka se convirtió en una ruina más patética que divertida.

Su enfermedad se manifestaba más patentemente en este aspecto de su vida, una vez descartado el primero y primordial: el de la sexualidad. Mi abuelo, fugitivo de un ghetto polaco, acostumbraba a estirar virilmente el cuello para espiar a través de los centímetros inferiores del parabrisas de su Nash, en guardia contra el mundo exterior que siempre se disponía a arrojarle un proyectil. Era tétrico comprobar que Aliosha hacía los mismos movimientos musculares cuando trataba de mirar por encima del tablero de instrumentos del Volga. Haciendo un juego de palabras con ¿término argot que significa «superar», y que se traduce literalmente por «escupir más lejos», desafió a Ilia a una competición y descubrir si eran capaces de esquivarse el uno al otro en una calzada angosta.

Maxi agravaba la inferioridad de Aliosha al lamerle la cara, que era fácil de alcanzar en su posición recostada. Además, éramos vulnerables a los polizontes de mal talante y a los coches más veloces. La certeza de que si lo detenían en esas condiciones le retirarían sumariamente el carnet de conductor, hasta que aprobara un nuevo y severo examen físico, le hacía erguirse bruscamente ante la primera visión de un uniforme gris, mientras comentaba su propia hazaña con la voz de un ferviente locutor deportivo. Si reaccionaba demasiado tarde y el policía insistía en observarle desde más cerca, Aliosha representaba el papel del ciudadano radiantemente sano y al mismo tiempo adecuadamente humilde, que viajaba a sólo veinte kilómetros por hora en homenaje a Alexandra Kollontai, cuya fecha de defunción el Camarada Vigilante seguramente recordaba. Estas entretenidas comedias que conjugaban la vista de lince con una voluntad de hierro nos levantaban el ánimo mientras íbamos a realizar una diligencia de poca monta.

Cuando las maniobras resultaban muy forzadas, yo cogía el volante. Ansiosa por ayudar, o intimidada por mi inexperiencia, Maxi se trasladaba voluntariamente al asiento posterior, y desde allí nos miraba con ojos dubitativos. La llovizna de otoño y el lodo camuflan su blancura.

Aunque el hecho de que yo condujera sin carnet entrañaba un grave riesgo, no teníamos preparada ninguna excusa. De alguna manera suponíamos que las emergencias —tácitamente definidas como las oportunidades en que Aliosha no se sentía suficientemente bien para conducir— determinaban que todo nos resultara posible, como si se tratara de ir a rendir un informe urgente al Gabinete de Guerra en esos momentos de crisis nacional. Yo evocaba nuestras travesuras sobre el hielo del invierno anterior, que habían exigido mucha más pericia que la que habría imaginado antes de pilotar personalmente ese tanque. A menos de los siete kilómetros por hora, necesitaba la fuerza de un luchador para controlar el volante; por encima de esa velocidad, prácticamente debía levantarme con el pie sobre el freno para que el coche se detuviera gradualmente. Y la palanca de cambios pedía a gritos la mano del amo.

Las que me salvaban eran las instrucciones del «copiloto».

Gracias a Aliosha podía concentrarme en las maniobras mecánicas, en tanto que él se ocupaba de los giros obligatorios a la derecha, de los carteles indicadores sin iluminar, y de las trampas policiales para conductores distraídos, siempre con cuarenta metros de anticipación. Sus notables clases sobre la maraña de singulares normas de tráfico se convirtieron en el prólogo de una campaña encaminada a hacerme conocer cabalmente la ciudad, porque había abandonado su anterior oposición a mi retomo y ahora sugería que me estableciera en Moscú, preferentemente como corresponsal.

—Disfrutarás del lujo con un mínimo de trabajo. Cinco o seis conferencias internacionales en Helsinki o en el burdel de tu preferencia. Por supuesto, no sé cuánto podrías progresar en los Estados Unidos, pero una sinecura local podría ser tentadora. Piénsalo, muchacho.

Después asistimos a la versión dramática de La balada del Café Triste en un teatro que Aliosha acostumbraba a desdeñar por su repertorio esnob, que incluía una selección cuidadosamente pesimista de obras occidentales. El interés por la literatura seria había reemplazado a su apetito de pasatiempos frívolos. Esta actitud, y sobre todo su avidez por legarme una vida de ocio y opulencia como la que él había vivido, eran típicas de un moribundo, preocupado por aprovechar fructuosamente sus últimos días y por la suerte de su heredero. Fue aleccionador que yo tuviera que comprar las entradas. Qué infantil había sido al ofenderme, el año anterior, porque Anastasia no había alabado mi pericia. Qué ínfulas me daba, y cuánto más felices podríamos haber sido con su avidez de enriquecimiento cultural, que estaba casi en las antípodas de la que Aliosha desarrollaba en su póstuma oportunidad. Blandí mi pasaporte en las mismas colas de las taquillas, pero ése ya era el invierno de la vida. Y los expendedores de entradas empezaban a hartarse de mí.

Sin embargo, a nuestro modo, Aliosha y yo también éramos dichosos. Aceptábamos lo peor sólo en el nivel más profundo. Algunos días eran tan normales que conseguíamos fingir ante las chicas que venían a visitarnos, porque ignoraban la verdad. Desechábamos las «ternuras corporales»: aun sin contar el malestar general que le producía el bombardeo radiológico, Aliosha no quería mostrar sus quemaduras, que le deformaban también el bajo vientre. En cambio, nos uníamos a las matronas que efectuaban sus caminatas higiénicas por una avenida arbolada próxima a la casa de mi amigo. Y andábamos a la pesca de artefactos de gas, y de madera terciada limpia: Aliosha estaba reconstruyendo su cocina en estilo moderno, con un equipo empotrado que combinaba la nevera con los armarios. Se guiaba por un anuncio del Paris— Match, hasta el extremo de que en el mismo día de agosto en que lo vio por primera vez empuñó el martillo y la sierra y demolió la pared que separaba la cocina del cuarto principal. Insistía constantemente en que estaba cansado del estilo pocilga. Basta de fregaderos de zinc, basta de quemadores ennegrecidos, basta de estirarse sobre una cosa para alcanzar la otra. Un extractor yugoslavo para la «eliminación moderna» de los olores de cocción.

—¿Quién dice que la tecnología no es para el pueblo?

Manifestaba su entusiasmo francamente y juro que yo no podía entender —ni preguntar, desde luego— si el proyecto reflejaba su fe en un futuro mejor o la desesperación que le producía el desenlace fatal. Porque aún ignorábamos el pronóstico. Si había un elemento de autoengaño, éste también era parcialmente genuino: la renuencia de los especialistas a formular promesas hacía aún más creíbles sus asertos de que la recuperación era posible. Todo dependía de los lugares por donde se había ramificado el cáncer y de la forma en que respondía al tratamiento—... lo cual aún no podía saberse con certeza. La médico que era directamente responsable de su caso explicó que los reglamentos prohibían discutir el estado del paciente con personas que no fueran sus familiares más cercanos. Y generalmente ni siquiera a éstos se les decía toda la verdad. Transgredía estas normas conmigo para manifestar su reconocimiento por el sentido de amistad que me había inducido a viajar desde tan lejos para estar junto a Aliosha, quien había hablado de mí durante todo el verano. Además, doné a su departamento tres tubos sobrantes de ungüento.

Era una rubia que frisaba la treintena y que Aliosha había apodado «Lujuriante» en homenaje a su grupa de querubín.

—Usted ha despejado mi último horizonte, doctora. Yo creía saber qué posiciones debía asumir ante las mujeres ilustradas.

Y gracias a su... eh... habilidad, no me siento en absoluto avergonzado.

Ella se ruborizó delicadamente y aceptó su caja de bombones. Como una casera viuda que se siente provocada por los encantos de su huésped célebre, ella también disfrutaba con sus requiebros melosos. Incluso le llamaba «Aliosha», en lugar de «Paciente Fulano de Tal», salvaguardando así a su favorito de la prepotencia clínica.

Esto ayudaba a dorar la píldora de las horas de tratamiento. Y el costo de éste era, asimismo, de buen augurio. No sólo se recurría al oneroso empleo intensivo del equipo de rayos X, sino que además le inyectaban una nueva solución norteamericana para estimular la mejor respuesta de los tejidos. Por lo que sabíamos acerca de los criterios de actuación soviéticos, no habrían recurrido con tanta prodigalidad ni a lo uno ni a lo otro si hubieran estado seguros de que nunca se reincorporaría a la fuerza de trabajo de la nación. Y la clínica, el Instituto Central para Especialización Médica Avanzada, era una de las mejores del país.

Lo que nos intrigaba era que no estuviera permanentemente hospitalizado, como la mayoría de los pacientes de su tipo. A él le habían internado al aplicarle la primera serie de rayos X, en agosto. Ahora dormía en el instituto sólo dos veces por semana. Después, le decían sencillamente que permaneciese en cama cuatro horas por día. Aliosha estaba tan contento de hallarse en su casa que a menudo descansaba dos o tres horas, y nunca planteó ese problema porque temía que le hubieran dejado salir por error.

Pero el verdadero error lo había cometido Aliosha al no solicitar asistencia médica mucho antes. Había tenido un año de plazo. Su buen estado de salud y su actitud general conspiraron contra él.

El primer signo fue una mancha acuosa que descubrió en sus calzoncillos durante sus vacaciones del verano anterior en el Mar Negro, y que atribuyó al rasguño producido por una roca submarina. La pequeña lesión no cicatrizó y al cabo de pocos días la mancha ya no era tan pequeña, pero Aliosha no le prestó atención —ni tampoco, al margen de una broma pasajera, a la ligera disminución de su energía— hasta un mes antes de la llegada de Nixon, en la primavera pasada, cuando encontró sangre en las sábanas. La herida parecía estar profundizándose y se le había formado un bulto en la ingle. Finalmente, esta combinación bastó para hacerle vencer la antipatía que alimentaba contra la asistencia médica.

El médico de guardia de su clínica local diagnosticó hemorroides y dispuso que fuera operado en un hospital municipal, cuyo cirujano jefe confirmó el diagnóstico y firmó los papeles definitivos cuando a Aliosha le llegó el turno, varias semanas más tarde. Para entonces, en la otra ingle había aparecido también un nódulo doloroso, y él sentía cómo el primero crecía de la mañana a la noche. Consultó una enciclopedia médica y después visitó a un joven internista brillante a cuyo padre había asesorado con ocasión de un pleito.

Se bajó los pantalones y se acostó sobre la camilla. Después de un somero examen, su amigo palideció y le miró a la cara. Telefoneó a sus contactos para lograr que Aliosha fuera atendido inmediatamente en el Instituto para Especialización Médica Avanzada, y el tratamiento comenzó apenas la biopsia confirmó la existencia de un tumor maligno... Esta historia, de cuyos detalles tomaba conocimiento por primera vez en ese instante, me dejó deprimido durante semanas... Aliosha tenía cáncer desde que yo lo conocía... ¡durante todo el tiempo en que me había deleitado con su energía y su salud! Y podría haberse curado si no hubiéramos sido tan ciegos. Todos los médicos concordaban en que la enfermedad se había iniciado con una ligera afección epidérmica, que tenía más de un noventa por ciento de probabilidades de cura total.

El diagnóstico fue cancer spinocellulare. Al registrar los cajones de su escritorio meses más tarde, lo encontré así definido en una tarjeta postal que no llegó a enviarme, probablemente porque su tono era lúgubre y su mensaje principal consistía en la petición de más medicamentos. El tumor de mayores dimensiones circundaba el ano, con cien por ciento de metástasis en los nódulos linfáticos de ambas ingles. Se programó una operación de cirugía mayor para el mes próximo; entretanto, las aplicaciones de rayos X continuaron como siempre, incluso en el colon, con fines profilácticos, aunque no era seguro que el cáncer hubiera llegado allí.

Cuando no pasaba la noche con él, llegaba a su apartamento a la hora del desayuno. A las once, enfilábamos hacia el hipódromo siguiendo una ruta que yo ya conocía sin necesidad de instrucciones. Su clínica se hallaba en un conglomerado de institutos médicos bastante parecido al más imponente del East River de Manhattan. Nos dejaban pasar casi sin formalidades e íbamos solos hasta el departamento de radiología. Estaba magníficamente montado, pero el edificio mismo tenía la curiosa sencillez de los laboratorios de investigaciones y los institutos técnicos rusos, que puede producir la impresión errónea de que los equipos también son obsoletos. Me sentía como si hubiera vuelto a mi vieja escuela de segunda enseñanza.

No obstante el motivo que nos llevaba allí, la amable eficiencia tenía un efecto sedante. Sólo el jefe de administración apretaba los labios como si los enfermos de cáncer constituyeran una carga desconsiderada, y los comprimía aún más cuando yo me identificaba. Por lo demás, la novedad de la cortesía profesional, que sustituía a los codazos y los niets de la mayoría de las instituciones públicas, nos levantaba el ánimo, por lo menos hasta que a Aliosha le tocaba el turno de colocarse debajo del aparato. Cuando le hacían entrar para la irradiación, yo me quedaba en la sala de espera, junto con los pacientes que estaban citados después de él. A menudo veía allí a un hombre cuyas manos ostentaban las huellas de medio siglo de trabajo, atónito por la refinada atención que le dispensaban en esa etapa avanzada de su vida, y ávido por fumar un cigarrillo a pesar de su agónico jadeo. Y una niña de nueve años cuya madre no sabía si estropearle el apetito antes del almuerzo al permitirle abrir los bombones de Aliosha, o estropearla en otro sentido porque los médicos no podían garantizar que llegara a cumplir los diez. El personal era amable con jóvenes y viejos, sin condescendencias. Incluso las enfermeras adolescentes —cuyas contemporáneas gruñían en los mostradores de las tiendas— hablaban con ese tono que hace a los enfermos del hospital sentirse un poco menos inútiles.

Una mañana, yo estaba solo en la antesala. A través de la pared, oía el zumbido de los rayos que penetraban en los intestinos de Aliosha: «vectores trémulos de campos eléctricos y magnéticos, inimaginables para la mente humana». Me preguntaba qué paseo le gustaría más por la tarde, cuando se abrió la puerta y sentí que estudiaban mi rostro. Entonces entró el jefe de administración, quien escogió, para sentarse, el reducido espacio que quedaba libre junto a mí, en mi banco, en la habitación totalmente desocupada. Me puse rígido. Allí el trato había sido excesivamente cordial durante demasiado tiempo. Había llegado la hora de que me expulsasen.

Por el contrario, el funcionario había elegido ese momento para expresar su preocupación por mi amigo. Las tragedias de la vida creaban un mayor ámbito de lealtad en cuyo seno se unían los hombres. Los hombres de toda naturaleza. Se inclinó hada mí. En una oportunidad los norteamericanos le habían prestado una gran ayuda... más adelante me lo explicaría, pero en esa circunstancia Aliosha tenía prioridad. El humanitarismo excepcional de la medicina soviética estaba probado, pero algunas drogas eran inevitablemente superiores a otras. Sobre todo cuando se trataba de carcinomas, no era posible recetar masivamente las más nuevas antes de haberlas experimentado en gran escala. Y además, francamente, eran muy costosas. Sin embargo, en ciertas clínicas, los pacientes morían sólo si no había ningún medio para impedirlo.

Admiraba a los norteamericanos. Conocía a cierto profesor que había salvado... bien, a personas extraordinariamente importantes. Él no podía prometer nada, ¿pero estaba dispuesto a concederle esa oportunidad al camarada Aksionov?

Anotó mi número de teléfono de la residencia estudiantil y se ofreció para tomar contacto con el especialista. Me dijo que, mientras tanto, tal vez sería más humanitario no entusiasmar a mi amigo hablándole de posibilidades inciertas. Se despidió de mí, esperando que éste no fuese, empero, un adiós definitivo.

Nuevamente solo, reflexioné acerca de lo poco que había aprendido en la vida. Al jefe de administración, el único hombre que había captado la magnitud de la tragedia y que además estaba en condiciones de ayudar, lo había juzgado por su tosquedad... como si no tuviera suficientes ejemplos de almas bondadosas enmascaradas detrás de una apariencia física chocante. Esto sólo contribuyó a intensificar el nuevo sentimiento de ternura que me inspiraba.

Aliosha salió de la sesión, bromeando con una enfermera que aparentemente era más hábil para bajar los calzoncillos que para subirlos. Le llevé a almorzar en el café de la decimoquinta planta del Hotel Moscú, donde habíamos celebrado nuestro banquete del equinoccio invernal. Al mirar a los peatones que corrían abajo, envueltos en sus bufandas, me sentí aún más exaltado y feliz. Durante toda la tarde le vi como a un paciente que ha superado su crisis. Si podía convertirme en el intermediario capaz de conseguir al especialista que lo curaría, nunca volvería a sentirme traicionado por la Providencia. Esa coyuntura feliz bastaría para explicar por qué estaba yo en Moscú: para justificar mi existencia.

Como comandos que proceden con cautela para no malograr una incursión, así también nosotros apenas mencionábamos la operación. Los médicos habían manifestado categóricamente que ésta sería una lucha de vida o muerte, y que los rayos X sólo eran, en dicho contexto, un bombardeo preliminar. Aliosha parecía exteriormente muy sereno, pero las arrugas de tensión que le surcaban las sienes revelaban hasta qué punto sentía deseos de sobrevivir a su batalla.

Durante una semana, conocí mi propia angustia mientras esperaba que el jefe de administración me telefoneara, sin revelárselo a Aliosha, y mientras trataba de averiguar por qué había desaparecido de la clínica después de nuestra conversación. Entonces se precipitó una granizada de dos días, que pareció sepultar para siempre mi extraño encuentro con él, en la sala de espera. El renacer de mis esperanzas no fue más cruel que la noticia misma del cáncer, que había recibido en mayo; la promesa de una curación mágica no fue más extravagante que la sucesión de advertencias, súplicas y acertijos que una sucesión de desconocidos me habían susurrado el año anterior. Todo ayudaba a puntear la escena rusa con esa ocasional cualidad enigmática que nunca podría sondear. Aliosha y yo vivíamos días inusitadamente pacíficos, con algún trabajo parsimonioso en la cocina, y comiendo en un restaurante un tanto apartado para evitar el trajín de que nos vieran en los lugares de más categoría. Pasábamos las noches en casa, a la luz de la vela, y algunos visitantes quedaban tan convencidos de que no pasaba nada malo, que llegaban a quejarse por la falta de animación.

Para entonces, toda la experiencia de la enfermedad y el tratamiento se había convertido en una compleja charada que nos habíamos propuesto representar por razones inexplicables. O, cuando nos enfrentábamos con el olor de su piel chamuscada, reaccionábamos como si alguien nos hubiera gastado una broma pesada y tediosa. ¿Cómo tomas conciencia, seriamente, de que tu mejor amigo puede padecer una enfermedad mortal?

Nuestra realidad descansaba sobre la premisa opuesta... y con alguna justificación. El ungüento actuaba eficazmente sobre las quemaduras. Lo que era aún más significativo, las mismas «condenadas», como las llamaba Aliosha, habían empezado a responder a los rayos X: las protuberancias de las ingles y las pequeñas úlceras que se habían desarrollado sobre el abdomen comenzaban a reducirse y a ser menos dolorosas. Él «se palpaba» y reía.

—Escucha, hermanito, todavía eres un neófito en materia de emociones. Las muy cochinas ya están hartas... mira esto.

Yo miraba, y me esforzaba por sonreír ante la mejoría ofensivamente imperceptible. Pensaba que el extremo pesimismo del médico de Londres no había tenido en cuenta la resistencia de Aliosha. Además, ¿qué sabía yo? Prefería infinitamente seguir la política de Aliosha, más vigorosa que nunca. Se recuperaría. Aún viviría plenamente. Reduciría un poco su actividad y suspendería los viajes estivales que realizaba para absorber el amado sol meridional: sus propias investigaciones le habían revelado que los rayos ultravioletas intensos encerraban una amenaza permanente. Pero en el fondo se alegraba de que fuera así. De todos modos estaba harto del Mar Negro. Iríamos a la costa báltica, más fresca, con sus toques europeos. Y llevaríamos a nuestros mejores amigos.

—Todos apareados por diferencias de edades: Lady Anastasia con la «perrita» Maxi; tú con el viejo Aliosha.

Estas chácharas eclipsaban cualquier conversación seria acerca de su enfermedad. Incluso si ese maldito engorro existía, cosa que a veces poníamos realmente en duda, el tratamiento lo controlaría hasta el momento en que la operación lo eliminara por completo... y el éxito de esta última dependía sobre todo de su propia actitud optimista. Nada tan insignificante como los «cangrejos» podía desalentarlo. A veces incluso le notaba agradecido por un saludable cambio de perspectiva.

—El destino se ha apiadado y ha hecho por mí lo que no podía hacer yo mismo. Esos regateos cotidianos en el mercado, las carreras en pos de las faldas... ni un minuto para pensar. ¿Qué puede ser mejor que quedarte sentado en tu casa, con un timbre mudo? Cuando esto termine...

Nunca completaba el pensamiento, pero estaba implícito que su vida anterior había concluido.

Mientras tanto, su deterioro proseguía por etapas. A fines de septiembre, tuvimos un fragante veranillo de San Martín. Esa semana le habían programado un descanso preoperatorio en la clínica, pero los días estilo Vermont le reanimaron tanto que «Lujuriante» le dio permiso para salir, excepto en los horarios de los tratamientos. Incapaz todavía de considerarlo un paciente común, dejó que la lleváramos en coche hasta su casa para disfrutar de la conversación de Aliosha.

Luego fuimos a la playa de un río donde en otra época acostumbrábamos a pasar por lo menos unas cuantas horas de la mayoría de los días estivales, antes de viajar al Sur. Allí habíamos reclutado en los buenos tiempos a centenares de chicas en bañador, pero era aún mejor tenderse sobre la arena, disfrutando del sol otoñal que cobraba fuerza debajo de nuestros suéters. Nosotros dos solos —él siempre con un aspecto mucho más juvenil que el que correspondía a sus cincuenta años—, charlando acerca de su vida en el ejército y de la mía en la marina, y de las caminatas que haríamos juntos el año próximo por los Cárpatos. Al día siguiente fuimos en el coche a Arjanguelskoie, la antigua hacienda Golitsin situada sobre las márgenes del mismo río Moscú, a veinticinco kilómetros del centro... mucho más bella que cualquier otra casa solariega que hubiera visto en Europa, porque era más sencilla y más lírica. El nuevo restaurante para turistas extranjeros se hallaba poco concurrido, porque estábamos fuera de temporada, y conseguí que Aliosha comiera un cuenco lleno de borscht.

Pero cuando cambió el clima, decayó. Octubre se presentó húmedo y desapacible, y no protestó mucho cuando le anunciaron que era hora de que se internara para el descanso clínico completo. Después de una semana le permitieron salir durante unas pocas horas diarias. Dijo que quería conducir, pero pronto me pidió que cogiera el volante, comparándose, jocosamente, con la princesa del cuento infantil que sentía el guisante a través de veinte colchones y veinte edredones de plumas. El cuerpo había empezado a dolerle «en general».

Ahora salíamos cuando ya estaba avanzada la tarde. El tráfico de la hora de mayor aglomeración le levantaba el espíritu. A mediados de octubre, nos encontramos con los tanques que ensayaban para el desfile del Día de la Revolución... el mismo espectáculo que Anastasia y yo habíamos bloqueado con nuestro beso. En el trayecto de vuelta tuve que detener el coche para que vomitara.

Cuando recibí la llamada, necesité hacer una pausa para recapacitar. Antes de que mi memoria reaccionara, el jefe de administración empezó a disculparse por su desaparición, apaciguándome como un amigo de familia enfrentado con un problema confidencial. Y sentí que una corriente circulaba entre dos polos: uno de confianza en el hecho de que ese hombre lo arreglaría todo, y otro que me decía que era un impostor.

Me preguntó si le escuchaba. Aunque las cosas seguían su curso, el progreso realizado justificaba una entrevista. No era momento de festejar nada, pero «la lengua alimenta a la cabeza»: es una vieja costumbre rusa comer mientras se habla. Y en verdad algunas personas importantes habían accedido a conversar conmigo. Fijó la hora y el lugar.

La velada fue más extraña que la suma de sus partes: mi lado optimista interpretó que la atmósfera era propicia, a la luz de la heterodoxia de semejante empresa. Algo andaba mal en alguna parte... y así debía ser para que a Aliosha le aplicaran un tratamiento que sólo se reservaba a los jerarcas. Alguien mentía, como era indispensable hacerlo para obtener piezas de recambio en las trastiendas. El mismo clima de disimulo aumentó mi esperanza... y mi nerviosismo. Cuando descubrí cuál de los dos sentimientos estaba justificado, ya era demasiado tarde.

El caviar había sido servido en pequeños recipientes helados. Siete porciones dobles, pero seis comensales. A primera hora, el jefe de administración atendió una llamada telefónica y anunció que el especialista se había retrasado. Empezamos sin él, con una rica variedad de entremeses que se servían invariablemente en las recepciones organizadas para homenajear a huéspedes oficiales de importancia. La cantidad de los asistentes me sorprendió más que el lujo: el jefe de administración no había dicho que invitaría a tantos profesionales. La comida fue coronada con especialidades georgianas, porque estábamos en un salón privado del famoso restaurante Aragvi, ateniéndonos a la costumbre rusa de abordar los temas importantes en el curso de un banquete.

Uno de los médicos me interrogó acerca de la historia clínica de Aliosha. Otro tomó notas. Eran muy distintos de los rusos que yo conocía, pero éstos nunca llegarían a la cúspide. Quizá no eran realmente médicos, sino una especie de administradores, tal vez ligados, incluso, al misterioso instituto. Pero como en muchos otros trances que se producían en la Unión Soviética, parecía incorrecto preguntar. Mencionaron un nuevo preparado alemán llamado «DMSO». Yo había hecho tantos esfuerzos por conseguirlo en Londres que la traducción rusa, dvujmetilovaiakissera, seguía grabada en mi memoria. Si ése era uno de los premios, valía la pena sufrir cualquier desasosiego en el recinto taraceado.

—¿Un poco más de vino blanco, joven? Vamos, necesita serenarse.

Levanté mi vaso —que un ejército de camareros llenaba constantemente con el contenido de una plétora de botellas— para sumarme a sus brindis de camaradería, e incluso les conté algunas afectadas historias sobre mi persona.

No hicieron nada práctico. Acordaron someter a Aliosha a un examen exhaustivo, partiendo desde cero. Y que volveríamos a encontramos pronto... sin duda para que ellos pudieran seguir escudriñándome: los cinco pares de ojos registraron mis movimientos como cámaras de televisión mientras seguíamos la costumbre georgiana de vaciar el último vaso. Quizá les intimidaba el viejo temor reverente a los norteamericanos, aun a ese nivel. Todos habían manifestado una curiosidad infantil por los detalles de mi vida en Nueva York.

Afuera me preguntaron, con exagerada solicitud, cómo volvería a la residencia estudiantil. Contesté que cogería el metro y ellos subieron a sus coches, evidentemente divertidos. ¿Al pensar en un norteamericano que marchaba a pie mientras a ellos los trasportaban sus chóferes? No sabía con certeza si les interesaba Aliosha o, en el fondo, si habían sido apocados o arrogantes conmigo.

Empezó vendiendo harina para algo llamado «buñuelos franceses», más tarde rebautizados «buñuelos soviéticos», claro está. Su padre había sido siervo. Consiguió hacer fortuna porque trabajaba más que el mujik común, y no necesariamente porque fuera más sagaz. Todos le llamaban «abuelita», incluso sus empleados. Esto me desorientó durante años. Pensé que era su verdadero nombre...

Estábamos aparcados junto a los Estanques de la Juventud Comunista, en una esquina residencial rica en follaje, mientras Aliosha iba desgranando sus recuerdos. Ahora mencionaba con más frecuencia a su familia, aunque aparentemente se contenía antes de narrar lo que deseaba. Como yo sospechaba que se franquearía cuando llegara el momento oportuno, me abstuve de formular preguntas.

Esa tarde, su abuelo fue el que más me intrigó: un campesino convertido en hacendado, que tenía mucho en común con el personaje descrito por Gorki. Un hombre astuto, a veces despótico, muy indulgente con su nieto único y principal heredero. Aliosha se había criado bajo su techo y su dominio.

Su madre, una mujer tímida, asistió a buenas escuelas hasta que conoció a su futuro padre en una dase de arte. Cuando le confesó al Abuelo que estaba embarazada, el viejo rugió que el pintor apenas se hallaba en condiciones de bastarse a sí mismo, y que jamás podría mantener a una esposa y un hijo. Le dio al joven artista un talego lleno de rublos y un billete de tren para Tashkent.

Cuando Aliosha cumplió un año, su madre cedió al ruego de las cartas que le entregaba el intermediario, un leal estudiante de arte, y siguió a su amado hasta la agreste Asia Central. El pequeño se quedó en casa mientras ella descansaba supuestamente en las termas, con el plan de reconquistar al Abuelo cuando regresara casada. Al fin y al cabo, eran los tiernos padres del niño que él mismo adoraba. En Tashkent contrajo la fiebre tifoidea y volvió al cabo de seis meses y no de dos semanas... para morir. La tía de Aliosha, que vivía en Rostov, fue llamada para que ayudara a cuidarlo, pero a los doce años demostró ser incontrolable y se crió principalmente en las agitadas calles de Moscú.

La única persona que tal vez habría podido dominarlo también murió prematuramente. La ruina del tenaz y viejo abuelo fue gradual, y empezó cuando después de la Revolución le confiscaron casi todas sus propiedades. Luego le devolvieron una parte de ellas en virtud de la táctica posterior de Lenin de alentar la pequeña empresa privada para resucitar la moribunda economía del país, pero Stalin volvió a la política anterior, con mucha más violencia. Quienes habían sido estimulados para que cultivaran sus propios huertos fueron los primeros a los que se obligó a volcar sus cosechas en las cestas bolcheviques. El Abuelo pagaba impuestos especiales, y a continuación aparecían nuevos recaudadores. Vendió todo, pero las tasaciones aumentaron y fue a la cárcel por moroso. Nunca se conoció con exactitud la causa de su muerte. A Aliosha le llegó el rumor de que alguien le acusó de acaparar oro y de que le privaron de víveres para hacerle confesar dónde guardaba su fortuna inexistente. Mas el joven Aliosha carecía de medios para investigar la verdad. Después de la guerra, cuando adquirió la experiencia necesaria para explorar esos misterios, los legajos ya habían desaparecido... si es que habían existido alguna vez.

—¿Y tu abuela?

—Partió con mi tía rumbo a su vieja aldea donde había más probabilidades de que nos salváramos. Hicieron denodados esfuerzos por retenerme allí, pero, por supuesto, me fugué.

Nos disponíamos a ir a una sesión temprana de cine, cuando me pidió que diera una vuelta por detrás de un edificio de apartamentos que miraba hacia la hermosa plazuela donde había estado aparcado el Volga.

—¿Sabes lo que fueron antes los Estanques de la Juventud Comunista? —preguntó.

—Algo mejor.

Recordé que a veces se desviaba de su trayecto para pasar por ese lugar, atraído, pensaba, por su toque de campiña rusa.

—Eran los Estanques del Patriarca. Les cambiaron el nombre.

Pero eso fue algo más que el pretexto para uno de sus discursos sobre la nueva nomenclatura de todos los parajes evocadores del país. En el solar del edificio que ahora íbamos a ver se había levantado uno de los dos hoteles de su abuelo. Éste, además, había albergado uno de los mejores y más divertidos restaurantes de la ciudad, un emporio de muchachas gitanas, mercaderes pródigos y personajes excéntricos, de cochinillos y otros cien deliciosos y ya olvidados manjares nativos. Un auténtico microcosmos del Antiguo Moscú, con salones privados para las juergas y treinta variedades de vodka... y, en verdad, había figurado en un ignoto libro titulado Moscú y los moscovitas, que ensalzaba las madrigueras más pintorescas de la época prerrevolucionaria.

—Lo demolieron en 1933. Costaba demasiado administrarlo sin la presencia del Abuelo. Y además, no encajaba en la nueva capital soviética. Daba origen a asociaciones contraproducentes, la llenaba de dinamita.

De pronto comprendí muchas cosas. Si no hubiera sido por la Revolución, Aliosha habría heredado una pequeña fortuna, y podría haber sido exactamente el playboy que él soñaba ser en California. Pero hasta ese momento nunca había insinuado siquiera que los quebrantos personales eran los que le impulsaban a escarnecer el sistema soviético. Cuando vituperaba la opacidad y el «antihedonismo» de la vida moscovita nunca comentaba que su abuelo había contribuido involuntariamente al gran despliegue de jolgorio y color. Quizás en esa historia había algo que le avergonzaba; quizás sólo las reflexiones sobre la vida y la muerte —le iban a operar al cabo de una semana— resucitaban esos recuerdos. De todos modos, no podía preguntárselo: la evocación de su abuelo le había fatigado; por el momento no quería seguir hablando.

Yo sólo estaba empezando a barruntar. Me pareció que me faltaba poco para comprender qué relación existía entre su inteligencia y su sabiduría, por un lado, y la informal lascivia que inicialmente me había atraído en él, por otro. ¿Acaso su propensión a alimentar a las chicas de Moscú era un vínculo inconsciente que le unía al posadero autodidacta que le proporcionó el único modelo de solidez, en su fluida infancia? ¿Era ésa, en todo caso, la fuente de su energía extraordinaria, de su racionalismo y de su rapidez con los números?

La persecución que había sufrido el Abuelo me recordó algo que, según intuí, sería aún más importante cuando lograra localizarlo. Afloró mientras asistíamos a la proyección de la película: Aliosha estaba más próximo a Till Eulenspiegel que al Granuja de Peck con quien acostumbraba a identificarlo. Sus aventuras trashumantes habían sido estimuladas, como las del muchacho alemán, por una inexplicable caza de brujas emprendida en pos de un Abuelo inocente. Correctamente interpretados, él y sus bromas pesadas tenían los rasgos de una leyenda del siglo XX. Y las juergas, comprendí súbitamente, no habían sido absurdas, sino que simbolizaban la condición rusa tanto como el Festín durante la peste de Pushkin. Aliosha se encargaba de perpetuar esta tradición.

Fuimos a la Oficina de Consultas Jurídicas. Había transferido sus mejores casos, y ahora esperaba una participación subrepticia por la defensa del hijo de un ex viceministro. Las instrucciones que el fiscal recibió del Partido determinaron que ese fuera un juicio fascinante. Pero todos mis pensamientos giraban en torno a la epopeya de Aliosha y su abuelo. En ella había mucho más que un siglo de episodios tristes, alucinantes y triunfales; mucho más que la crónica turbulenta de una familia campesina. Era una alegoría en ciernes de la vida nacional, porque el Abuelo representaba a la clase incesantemente emprendedora y ambiciosa que habría tomado las riendas del país si no lo hubieran hecho los cuadros bolcheviques, y en otras circunstancias también Aliosha podría haber sido lo opuesto de un hedonista.

Durante el resto del día, tuve que hacer un esfuerzo para no exclamar que Aliosha debía escribir la historia de su vida. Por fin había llegado a calibrar toda su importancia. Sería una saga cautivante: sólo los retratos de sus clientes, esa interminable sucesión de bribones e infelices, prometían un centenar de anécdotas fabulosas. Combinadas con la crónica de sus propias peregrinaciones, revelarían más que cualquier otro testimonio acerca de Rusia, y de lo que la Idea Rusa representaba en el campo de la vida, la política y la literatura. Y él era el hombre indicado para escribirla. La estructura elegante de sus alegatos jurídicos, la cómica espontaneidad de sus cartas y la vivacidad de su conversación garantizaban que con un esfuerzo mínimo se convertiría en una obra maestra de la narrativa. No podía permitir que todo esto muriera... razón por la cual, precisamente, no encontraba una forma delicada de decírselo.

Comimos un bocado, encendimos las velas y nos instalamos en nuestras sillas. Como si hubiera leído mis pensamientos, empezó a hablar nuevamente acerca de las dotes de su abuelo. El viejo sabía predecir qué campesino produciría el mejor trigo para determinados molineros y panaderos; y aunque Aliosha casi no lo había advertido en su infancia, dicha aptitud, prácticamente olvidada en el país, adquiría ahora una extraña importancia para él. Incluso alimentaba el proyecto de escribir sobre el tema, y de agregar al mismo tiempo algunas observaciones sobre su propia vida.

Me levanté de un salto para aplaudir. Sacaría el manuscrito clandestinamente, dije, para apremiarle... y si conseguía probar que su padre era judío, para emigrar, los derechos de autor le permitirían vivir holgadamente en el extranjero. Le insté una y otra vez a empezar. Lo que no dije fue que si la operación no tenía un desenlace favorable, por lo menos quedaría un testimonio de que él era un fenómeno excepcional. Pero esto también lo intuyó.

—Trato hecho. Debo dar a luz un hijo. «Mi Versión», corregida y traducida por muchacho.

El día siguiente transcurrió sin el comienzo prometido. Y al otro día, a primera hora, tuvimos que acudir a la clínica para que lo examinara el jefe de consultas. Procurando no rezongar, mencioné tantas veces como pude las Confesiones, como ya las habíamos titulado, sugiriéndole que empezara con un magnetófono. Tuve la descorazonadora sensación de que ese proyecto se sumaría a los otros cien que había olvidado para correr detrás de una chica, o para improvisar una cena. Esta vez, empero, la omisión era más lógica y menos admisible. Era demasiado tarde. Aliosha podía seguir vegetando, pero estaba demasiado agotado para una empresa de tanta envergadura.

—Sí, debo hacerlo —repetía constantemente—. Quiero hacerlo.

Al día siguiente habló de empezar después de la operación, cuando tuviera la mente más despejada y necesitara una actividad constructiva para llenar las aburridas semanas de convalecencia. Pronto decidí dejar el tema para mejor oportunidad. Los recordatorios no hacían más que deprimirlo.

Releí sus cartas del verano para verificar si era posible encajarlas en algún género literario, pero todas ellas se circunscribían a revelar, en tono humorístico, los pensamientos que le inquietaban en ese momento.

¡Albricias, Soldadito!

Aquí, todos los que se enteran de tu temeraria intención de visitar a un viejo camarada se sienten muy conmovidos por esa manifestación de lealtad. «¡He aquí un verdadero amigo!.», dicen, a lo cual respondo que yo comparto esa virtud, porque si te sucediera algo malo, Dios no lo permita, querría correr inmediatamente hacia ti. Además, incluso te visitaría allí sin necesidad de una excusa convincente, sin el pretexto de una indisposición... Ciertamente, no podré embarcarme durante los próximos días. Voy a embriagarme con algo llamado cobalto...

A continuación pasaba a describir las gafas ahumadas que necesitaríamos para nuestras vacaciones en Hungría, tan pobladas de fantasías. Tuve la impresión de que si lograba completar su libro, todo se salvaría. Pero en ese caso, no le haría falta escribirlo.

Dos días más tarde iniciaría el tratamiento final con cobalto.

Cuando nuestra «velada preoperatoria» ya estuvo muy avanzada y Aliosha hubo bebido como no lo hacía desde mayo, empezó a llamar a sus amigos de los años 50. Llegaron en el curso de una hora en sus nuevos Fiats soviéticos: productores de cine, administradores de teatros, compositores de canciones que subían por la escalera blandiendo botellas, como actores de segunda fila invitados por un magnate de Hollywood. Sus queridas engrosaban las filas de las ex amantes de Aliosha, y las peroratas intelectuales y filosóficas con que trataban de deslumbrar a las veintenas de ninfas y de impresionarse a sí mismos ponían un toque de seminario espontáneo sobre el estado de las artes y del alma a lo que por lo demás era una jarana desenfrenada. El bullicio era tan estridente que ni siquiera se podía escuchar la voz de Ray Charles. Cuando se agotó el espacio disponible la gente empezó a situarse sobre las pilas de madera terciada para los armarios de la cocina. Era una de esas fiestas cuya misma diversidad genera una vida unificada propia.

Gradualmente se fue haciendo notoria la presencia de dos policías de paisano. Dijeron que les había atraído el estrépito, pero quizá venían a investigar por qué había una docena de coches aparcados en el patio y la calle.

—¿A qué se debe tanto jolgorio, ciudadanos?

De pronto todos recordaron por qué estaban allí, realmente, y se paralizaron en mitad de sus movimientos. El silencio fue suficientemente tenso para convencer al detective de que había descubierto algo sospechoso. Por fin el mismo Aliosha rompió el hielo con su rostro más inexpresivo.

—Este año se ha adelantado un poco la fecha, mariscal. Estamos recibiendo el Año Nuevo judío.

Un sentimiento de alivio —ése era el viejo Aliosha, que jamás cambiaría— matizó el alarido general. Pero terminada la risa, sólo unos pocos juerguistas obstinados pudieron olvidar dónde estaría Aliosha al día siguiente. La fiesta perdió brillo bruscamente al cabo de una hora, todos habían deseado afectadamente merde a Aliosha y se habían ido. Él se paseó por el cuarto vacío, succionando las últimas gotas de las botellas y proclamando que le importaba un carajo lo que unos estúpidos cirujanos pudieran encontrarle en las entrañas.

A la mañana siguiente fuimos a la Enfermería de la Orden de Lenin bautizada en homenaje a S. P. Botkin: un prestigioso hospital clínico situado en el mismo conglomerado de institutos médicos. La operación estaba programada para cinco días más tarde, después de los análisis, el descanso y los preparativos, A Aliosha le preocupaba lo que haría yo con mi tiempo, y por un momento habló de cancelarlo todo. Si debía morir —cosa que no creía ni remotamente— moriría, sin el engorro de que le cortaran y lo abrieran. Después se controló nuevamente, ratificando el optimismo de última hora.

—Kovo ebat budiem —dijo cuando apareció el hospital, pero con voz muy débil, y lamentó haberlo intentado.

Me indignó la insensibilidad de los floristas instalados fuera del edificio. Hay gente capaz de traficar con cualquier cosa. El personal se mostró más comprensivo, pero se negó amablemente a dejarme entrar en su sala. Nos despedimos rápidamente y él se alejó por el pasillo balanceando mi bolsa de BOAC, que contenía sus objetos personales. Orgulloso de la bolsa, le pidió a la enfermera una bata de hospital de «análogo élan». Cualquiera que no supiese la verdad lo habría tomado por un hombre lleno de brío, en la flor de la vida.

Un segundo otoño moscovita es mucho más lúgubre que el primero. Cuando a la novedad sucede la certidumbre de lo que te espera, el ingreso en el invierno se parece a los primeros meses del servicio militar. Como castigo, ese año tardaron más en presentarse las compensaciones de la nieve y el aire escarchado. En cambio tuvimos lluvia, tiempo desapacible y la cruel trampa de torvas fuerzas climáticas. El Entorno Determina la Conciencia.

La penumbra vespertina era peor. Me sentía entre las garras de aquello que había atrasado durante siglos a determinadas regiones de Europa; Eslovaquia, Albania, Transilvania. Mi nueva habitación miraba hacia una pequeña estación ferroviaria, llena de mugrientas pilas de traviesas y de saludos al Vigesimocuarto Congreso del Partido. ¿Cómo podían haberme parecido extraños en el día de mi llegada? Las mismas consignas hacían morisquetas como cretinos desde todos los recintos públicos. Otro cartel, incluso el próximo programa de radio, me haría perder la paciencia.

Mi nuevo compañero de habitación había sido cortado del paño de los estandartes del Partido: apuesto y ambicioso, afiliado a la Juventud Comunista, hablaba con lenguaje de periódico. No teníamos ningún tema en común. Joe Sourian se había ido, junto con su cuarto lleno de revistas y distracciones, que cumplía una función idéntica a la de la cantina del cuartel cuando te aburrías en la residencia. Como para subrayar la pérdida, Edward, el mismo que suplicaba compasión a los occidentales, porque los delataba, ocupaba ahora la antigua habitación de Joe. No conocía a ninguno de los nuevos estudiantes que formaban parte del programa de intercambio, y tampoco quería trabar relación con ellos durante el período inicial en que se hallaban sometidos a la tutela de la embajada.

Cuarenta y ocho horas antes de la operación, cuando colocaron a Aliosha en una sala aislada donde las agujas radiactivas completaban la preparación de sus úlceras, la incertidumbre y la soledad de mi cuarto de la residencia cruzaron algún umbral de tolerancia. Telefoneé al jefe de administración del instituto. A pesar de lo que ya sospechaba acerca de él, subsistía la posibilidad de que pudiera obtener lo que había ofrecido, y maldije los escrúpulos que me habían hecho esperar tanto tiempo.

Trató de hacer pasar por alegría la sorpresa que le produjo mi llamada y prometió telefonearme a la mañana siguiente... cosa que hizo. Esa noche, acudí a la segunda entrevista.

Se celebró en una habitación más pequeña, con menos comensales y un ágape proporcionalmente más modesto. La atmósfera era aún más extraña. Formularon referencias ocasionales a la ayuda mutua, pero sólo hubo insinuaciones de que dicha ayuda pudiera alcanzar a Aliosha. Me preguntaron por mi salud, como si yo fuera el objeto de «nuestras consultas». Hicieron muchos comentarios con la expectación ligeramente exagerada de un grupo de aficionados que interpretan una obra policíaca, y los largos silencios que se producían entre un parlamento y otro sugerían que mis compañeros de mesa representaban el papel de los cadáveres. Nos servimos nuestro propio vodka. Yo bebí y no sentí nada.

El especialista, explicaron, estaba realizando un largo viaje por el extranjero. Pero la cooperación entre pueblos de buena voluntad nunca dependía del progreso de un solo paciente. Sólo nos quedaba esperar.

El putrefacto señuelo de la curación de Aliosha me quitó el apetito. Me resultó fácil intuir que me había metido en algo sucio, pero no sabía cómo zafarme. Alguien acotó que el tratamiento actual de Aliosha era terriblemente costoso, pero «por supuesto» el Estado del Pueblo nunca se mortificaba por esas menudencias. La amenaza era al mismo tiempo disparatada y real: quienesquiera que fuesen esos hombres, ciertamente tenían algún nexo con la atención médica que recibía Aliosha.

Uno de ellos murmuró que se hacía todo lo posible. Quizás era un médico auténtico y se sentía avergonzado. Me dieron a entender que no debía preguntar por el jefe de administración, que no estaba presente ni fue mencionado. El latoso que tenía a mi izquierda estaba empecinado en saber dónde había intentado «adquirir» los medicamentos occidentales que Aliosha me había pedido. No pude especificar en qué aprietos podría meternos eso, pero su tono daba a entender que sabía que provenían de un fondo de la CIA, y yo ya empezaba a desarrollar la capacidad de sopesar mis palabras desde todos los ángulos posibles, sin perder por ello mi aspecto de palurdo deslumbrado por el brillo de la civilización. El instinto me decía que debía ser locuaz... e insustancial. Mi descripción prolongada y seria de la frialdad de la clínica de Londres para con los extranjeros estuvo destinada a expresar un vehemente anhelo de condenar los archiconocidos defectos del capitalismo con toda mi candidez norteamericana, mientras ganaba los segundos indispensables para barruntar lo que podía ser peligroso para Aliosha o para mí. Creo que mi pantomima los convenció, pero también me comprometió doblemente. Cuanto más cordial me mostraba para eludir una amenaza ominosa, tanto más me convertía en su favorito.

No cesaba de repetirme que había cometido una estupidez al solicitar yo mismo esa segunda entrevista, porque sólo había logrado reavivar su interés. Y poco a poco descubrí al hombre —Bastardo— que se convirtió en mi perseguidor cuando terminó ese banquete y tuve que compartir a solas con él una serie de cenas tan macabras como los cuadros de Goya sobre la guerra. No dijo nada, pero sus ojos se pegaron a mi piel como sanguijuelas, hasta el punto de que sentía su negrura incluso cuando le volvía la espalda. La verruga que adornaba su carrillo parecía extraída de una pesadilla.

Marchaba con largas zancadas, pero no avanzaba hacia su sala, como si estuviera caminando en sentido inverso sobre una banda trasportadora de pasajeros, en un aeropuerto. Cinco días de exámenes y descanso, la operación, luego cuatro días durante los cuales no pude verlo y sólo me decían que su estado era «el que se había previsto». Cuatro días durante los cuales empecé a escribir nada, menos que un artículo académico porque eso era lo único que me servía para matar el tiempo. Y ninguno de los malabarismos que hice con el libro de peticiones especiales fue suficiente para persuadir al personal del hospital.

Pero la autorización que me concedieron esa mañana era un buen síntoma. Habitualmente a los pacientes operados sólo les podían ver sus familiares más allegados, y no habrían hecho esa excepción conmigo si las cosas hubieran salido mal. Aliosha estaba en el final del refulgente pasillo, si alguna vez conseguía llegar hasta allí. El millar de cosas que debía decirle se redujo a dos o tres. La operación tenía que salir bien. Todas las otras alternativas eran impensables.

Llegué a la sala. Estaba limpia, no albergaba demasiados pacientes y exhalaba un reconfortante olor a antiséptico. Pero las figuras postradas sobre los lechos quebraron mis ilusiones como si fueran frágiles ramitas secas. Me di cuenta de que estaba cruzando el Estigio.

La mayoría de los pacientes no tenían suficientes fuerzas para gritar y sólo podían sumarse a un coro de gemidos, relevándose el uno al otro para mantener la modulación constante mientras el primero recuperaba el aliento. ¿Aliosha estaba entre esos despojos torturados? Hacía poco más de una semana se había alejado por el pasillo, saludándome con la mano. Cualquiera que fuese el mal que le corroía por dentro, y exceptuando las quemaduras de los rayos X y unas náuseas ocasionales, no tenía nada en común con ellos.

Algo me impulsó a seguir mi camino. Era la primera vez que veía una sala de operados de cáncer, en Rusia o en cualquier otro lugar. Recordé los bosquejos de Tolstoi sobre los heridos de la guerra de Crimea. Una parte de mí anhelaba trocar mi cuerpo por el de él, y otra parte deseaba aceptar que todo estaba concluido y echar a correr. Entonces le vi. El remedo amarillo de su cara, mirando hacia el techo, con un vacío en lugar de su chispa habitual. Toda la teoría, los planes y la lógica que nos habían nutrido desde mi regreso se consumieron en un fogonazo efímero como una tira de magnesio.

Respiré profundamente y pronuncié su nombre. Durante el largo minuto que transcurrió desde que me oyó y volvió la cabeza hasta que consiguió musitar algo entre dientes, me acometió un sentimiento de culpa por haberle molestado. Hubo de repetir sus palabras porque no logré descifrar ese murmullo.

—Hola, muchacho... lugar para sentarte.

La enfermera me advirtió que desde que había pasado el efecto de la anestesia, tenía «bastantes» dolores. Temí descomponerme.

Sus ojos intentaron sonreír. Eran los mismos, pero parecían muy distintos, como los faros de un coche destruido en un choque espantoso, pero encendidos aún después del accidente. Todo lo demás había degenerado. Estaba envuelto en vendajes desde los tobillos hasta la cintura y debía yacer en una posición encogida, prescrita por los médicos para la recuperación postoperatoria. Pero lo que me indicó que nunca volvería a ser el Aliosha que conocía todo Moscú, ni siquiera durante el tiempo necesario para rematar un solo chiste, fue la traspiración de debilidad que encontré cuando me incliné para besarle.

Su rostro estaba demacrado y su boca había empezado a hundirse, en razón de lo cual tenía un tétrico parecido con su tía de Rostov, vagamente troglodítica. El envejecimiento súbito de algunos hombres que parecen durante mucho tiempo más jóvenes que lo que en realidad son, sólo constituía un elemento de su transformación. Había caído en la decrepitud.

Recordé al joven internista que le había enviado urgentemente al Instituto para Especialización Médica Avanzada. Al salir del apartamento de Aliosha después de una visita, en septiembre, no pudo resistir mi interrogatorio y confesó su diagnóstico personal: el cáncer era furiosamente maligno y ya se había extendido a algunos órganos internos. Sólo la complexión de Aliosha conseguía mantenerle en pie. ¿Y la operación?, inquirí. Sólo había una probabilidad en un millón de que sirviera para algo. De lo contrario lo debilitaría... y la metástasis se produciría aún más rápidamente. Entonces él, el inteligente muchachito judío que amaba a Aliosha, repitió casi al pie de la letra el consejo del aristocrático facultativo londinense que en lugar de extender las recetas que necesitaba el paciente, me había instado a «ayudarle a prepararse para morir». El inglés estiró los puños de su camisa comprada en Bond Street, en tanto que el amigo de Aliosha se desesperó junto conmigo.

—Sólo soy médico —dijo, gimoteando como un niño. Pero ambos especialistas temían que la operación sirviera únicamente para acortarle la vida. Y ambos tenían razón.

Supe todo esto antes de que Aliosha y yo cambiáramos una palabra. Y él supo que yo lo sabía. Pero también estaba profundamente agradecido por mi presencia... tanto más cuanto que no había sospechado que podría convencerles de que me dejaran entrar en su sala. Como si ello representara un sacrificio importante, me preguntó si podría quedarme hasta que la enfermera me ordenara salir. Pero se calló mucho antes de que llegara ese momento: estaba demasiado débil para hablar.

El personal me dejaba entrar todos los días. Fueron los únicos rusos, entre todos los que conocí, que se sentían abochornados por los regalitos... que no deben confundirse con sobornos, porque ellos querían cooperar. Y los floristas que antes había censurado parecían prestar un noble servicio, sobre todo desde que dejé de llevar golosinas. Estas, que permanecían intactas sobre la mesita, se convertían en símbolos de mal agüero. Además, estaba sorprendentemente enamorado de los «ramilletes», como si así quisiera compensar la pérdida de su apetito. Cuando yo entraba me miraba las manos, como un niño que aguarda el regalo que le traen sus padres al regresar a casa.

Bastardo era una caricatura de su institución. Todas las conversaciones de tipo general y las historias específicas que había oído sugerían que muchos oficiales de la KGB se destacaban por su aspecto, su inteligencia y su educación. Los cuadros modernos estaban integrados por un alto porcentaje de individuos esencialmente dignos: el amante de Masha en Perm, un perezoso agente de Yalta que fue dado de baja por alcoholismo y que luego se hizo amigo de Aliosha. En una oportunidad Chinguiz comentó que el jefe de la KGB en una ciudad del Volga donde él había trabajado era el hombre más ilustrado que había en muchos kilómetros a la redonda. Lo que me colocó a merced de ese repulsivo mercenario fue solamente mi mala suerte. Yo no cesaba de esperar que enviaran a un sustituto.

La primera sensación que me produjo cuando quedé a solas con él fue la de perversidad disfrazada de arrogancia. Estaba permanentemente enojado... con su propio aspecto físico, cuando no tenía nada mejor a mano: con el error que había cometido la naturaleza al conferir talante de bedel a un Prohombre.

A continuación noté su mueca sonriente, que expresaba un resentimiento enconado contra mi persona, encubierto detrás de una fingida cordialidad. Envidiaba mi estatura, mi camisa, mi libertad... todo. Su bilis era tan agria y su falsa pose tan endeble, que fuera lo que fuere lo que quería manifestar con ellas, todas sus palabras y ademanes proclamaban que le encantaba someterme a su poder. Una vez se franqueó y dijo, señalando una placa radiante instalada sobre nuestra mesa:

—Y si grabaran nuestras conversaciones, ¿qué importaría? No tenemos de qué avergonzarnos. Esta es una cena amable con una conversación sincera entre amigos. Ahora brindemos por su salud y su felicidad, que son lo único que realmente cuenta.

Sus jefes encargados de controlar las grabaciones interpretarían la untuosa ficción de sus «confidencias» reveladoras como un vulgar gambito para inspirar confianza a la presa. Pero la intención fundamental de Bastardo era la de regodearse por el hecho de que no sólo me tenía prisionero, sino que además podía jugar conmigo como si fuera un animal de laboratorio. Y yo debía simular que no entendía nada, porque ése era el papel que había asumido... y que temía modificar, pues existía el riesgo de que él perdiera los estribos y le hiciera pagar el pato a Aliosha, decretando mi expulsión. El pretexto original de salvar a Aliosha había quedado relegado al olvido, pero evidentemente mi custodio personal estaba facultado, por lo menos, para recomendar mi expulsión a los encargados de decretarla. Además, la mejor forma de suministrarles pocos materiales útiles para el caso de que se propusieran manipular las cintas magnetofónicas, consistía en comportarme como un bobo. De modo que permanecía allí sentado, fingiendo credulidad y controlando la repulsión que me producía su cráneo, que brillaba a la luz de la araña como los de los tribeños semimongólicos que peticionaban al sultán turco en el cuadro de Repin.

—Usted ya no es un niño. ¿Qué significa este andar a la deriva, esta monserga de «encontrarse a sí mismo»? Sus padres sabrán aconsejarle. Los hippies son alfeñiques...

»Le diré, francamente, que no todos confían en usted. Un norteamericano con vastos círculos de ’amigos’ desarraigados... los hechos indican que cultiva contactos útiles. Consideremos, por ejemplo, ese incidente con un majadero llamado... Chinguiz, que vomitaba sus locuras y predicaba el antisocialismo. Hay que compensar algunos flagrantes errores...

»Usted no come. Pruebe las setas; vamos, pruébelas. Y aprenda a relajarse. Olvide mi cargo oficial. Estoy aquí como amigo Dejé mi trabajo en la oficina sólo para que podamos disfrutar...

»Las travesuras con esa ’estudiante de medicina’. La seguía de un lado a otro, convenciendo a mis colegas de sus antecedentes de espía. ¡Y sus orgías! Los funcionarios de la Universidad querían expulsarle; argumentaban que no era en absoluto un estudiante. Que sólo había venido aquí para mancillar la moral socialista, para violar las normas soviéticas. Querían hacer un escarmiento con usted, denunciándolo en los diarios. Pero yo lo pospuse, porque yo pienso que en el fondo es bueno...

Sus labios estaban aceitados por el placer que le producían tanto el caviar que pagaba el Estado como el hecho de espetarme sus embustes a la cara. El camarero golpeó la puerta y despejó la mesa, obedeciendo la altiva orden de Bastardo. Al mismo tiempo, miró con curiosidad al huésped invitado a ese cuarto especial, y a Bastardo para demostrarle su respeto. Así conocí por primera vez los deleites íntimos de las salidas para parejas con las que había tropezado a menudo en mis lecturas... mientras Aliosha languidecía solo.

—Ahora disfruto de la vida. Supongo que piensas que no vale la pena vivir en estas condiciones. Sólo puedo decirte que te equivocas.

El objetivo de Aliosha eran «otros dos o tres años de esto», y me urgía perentoriamente a quedarme durante ese lapso. Había recuperado los sentidos y trataba de acomodarlos a las nuevas circunstancias.

—Es la primera vez que entiendo lo esencial: cuán hermoso es vivir en general, por oposición a vivir «bien». Respirar, contemplar las formas del techo... Uno se llena de dicha. Me daré por satisfecho si tengo que pasar más o menos mil días sin hacer otra cosa que mirar en torno.

Tomé una decisión. Me quedaría con él, indiferente a lo que tuviera que soportar de Bastardo. Ahora los médicos desviaban los ojos cuando les formulaba preguntas, pero estaba muy claro que dos o tres años eran un cálculo optimista.

—¿No le ha mencionado nuestros encuentros a Aliosha?

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Muy bien. ¿Por qué preocuparle? Excelente. Él tiene sus propios problemas.

El empleo que hacía Bastardo del diminutivo «Aliosha» era aún más repulsivo que su costumbre de llamarme «/«», en ruso. Pero no se lo había mencionado a nadie más. Por primera vez podía decirle la pura verdad. Entretanto, el trabajo de ablandamiento continuaba con toda su crudeza.

—Seré franco. Su historia de que «no se mete en política» no es digna de usted. Todo es político. Usted no es un párvulo ni un cobarde para fingir que puede mantenerse al margen de la lucha de la humanidad. La evasión le sitúa en las filas de la reacción... Dice que es partidario de la paz, no de una ideología determinada. Pero debe luchar por la paz. Es hora de que pruebe su virilidad. Demuéstrenos su posición haciendo algo por la paz...

»No podrá mantenerse siempre con una beca. El hombre no es nada si tiene los bolsillos vacíos. Les diré a mis amigos que está madurando y empezando a pensar en su dignidad y su cartera...

»La ley número uno estipula que todos los Estados sólo sirven a los intereses de clase. La diferencia consiste en que el nuestro es un Estado del Pueblo, en tanto que algunos otros son agentes armados del capital monopolista. Nunca un trabajador norteamericano ha sido sometido a un juicio imparcial. Miles de estudiantes inocentes se pudren en la cárcel porque se negaron a colaborar en la matanza explotadora de Saigón. En la auténtica democracia de un Estado del Pueblo, no pueden existir esos atropellos contra la justicia, esas terribles restricciones a la libertad de expresión. Su propio pasaporte no es válido para viajar a China o Albania... ¿a eso lo llaman libertad? El FBI tiene poderes sobre todo norteamericano que nuestra Constitución y nuestros ciudadanos no tolerarían. Además, somos agentes de la paz, y trabajamos por la libertad de todos...

»Esta historia de faldas en la que se ha metido... a mí no me importa, pero usted tiene el deber de comportarse decorosamente. El pueblo soviético está resuelto a limpiar su sociedad de perversiones. ¿Y por qué tiene que proclamar sus debilidades? Deseo protegerle de cualquiera que intente explotarlas.

»Sea más discreto, haga saber a todo el mundo que es una persona seria. También por lo que concierne a sus propios FBI y CIA... no les de un arma contra usted con sus excesos infantiles. ¿De qué sirve firmar protestas inútiles contra la guerra de Vietnam? Lo único que consigue con ello es que lo incluyan en una lista negra, echando por tierra sus posibilidades de trabajar realmente en favor de la paz. Tampoco le aconsejo que critique a su propio gobierno, ni siquiera delante de estudiantes rusos. No conviene que sus funcionarios sospechen que usted no es un norteamericano leal.

Me aseguró que los agentes norteamericanos destacados en Londres me habían ordenado que volviera a Moscú para pasar otro semestre en la Universidad, manteniéndome «en reserva». Y me explicó los «verdaderos» mecanismos de la sociedad norteamericana tal como él los veía desde su oficina de la Lubianka. Pero fue su consejo personal lo que me hizo sentir contaminado, como si un gusano se hubiera introducido en mí para decirme lo que debía hacer en la vida.

Los dolores atroces duraron dos semanas. Le habían extirpado fragmentos del recto, sumando la humillación de un ano contra natura al elemental tormento físico. Los sedantes sólo aliviaban esporádicamente las quemaduras, los alfilerazos y las estocadas de sus «condenadas», como él las llamaba, procurando bromear. Su antigua doctora rubia, que ya no se ocupaba de su caso, me informó que la localización del mal lo convertía en uno de los pacientes que sufrían más intensos dolores.

Algunos días su estado era más soportable de lo que yo había temido. Al fin y al cabo eso era lo peor que podía suceder, y el mundo no se había derrumbado. De alguna manera lo sobrellevábamos. Otros días, el calificar de «vida» su padecimiento sólo era parte de la pesadilla. Antes de visitarlo, empinaba una botella.

Exceptuando sus espasmos y sus retorcimientos, no se había movido de la torturante postura de recuperación. A continuación le quitaron las vendas, y esto se tradujo en una sensación de alivio y en el primer estímulo psicológico, indirectamente reforzado por el programa de convalecencia que estipulaba que debería ponerse en pie al cabo de otra semana. En sus mejillas apareció un toque de color, y volvió a bromear, débilmente.

—Todo el pueblo soviético se afana día y noche para hacer donaciones de trabajo al histórico Vigesimocuarto Congreso de Nuestro Partido. Esta inoportuna indisposición me impide elevar mi índice personal de producción, pero ello no es más que un ligero golpe para mi moral.

Había pedido que le entregaran anticipadamente las muletas y le gustaba coger las empuñaduras, instándome, mientras tanto, a conseguir algunos discos de los Rolling Stones para que pudiéramos blandirías y vivir «un poco alocadamente» cuando él saliera del hospital.

—Conoces mi debilidad por la buena música —dijo, para disimular nuestras intenciones de traficados, engañando al micrófono imaginario implantado debajo de la cama... y también para convencerse y convencerme de que tendría por lo menos un período de vida normal.

Faltaban setenta y dos horas para el «día de los pinitos». Todos nuestros planes se acomodaban a los «dos o tres años más». Hasta que entré en la sala en una mañana soleada y el terror que reflejaba su rostro me impresionó aún más que su escualidez postoperatoria.

—Observa esto —dijo, como si se dirigiera a un alumno en una clase de lectura—. Fíjate en lo que me sucede.

Abrió la bata. Sus dedos helados guiaron a los míos. Una nueva red de nódulos había aparecido en su axila derecha, y el bulto que tenía en el cuello sobresalía tanto que no era necesario palparlo.

Vi lágrimas en sus ojos: la desesperación demolía su cháchara retórica con la misma inexorabilidad con que un asesino desprende las manos de su víctima del alféizar de una ventana. Nada marchaba como estaba previsto, y la hipótesis de la mejoría, aunque sólo fuese temporal, era ficticia. Retornaba a mayo, cuando confirmó por primera vez la condena del «cáncer», y su valor volvió a fallar brevemente. Se desmoronó y sollozó, apretando mi mano, para luego apartarla y volverse de modo que sólo quedó a la vista nuestra antigua mascota, la nariz, que empezaba a resultar grotesca en comparación con el resto demacrado de su persona. Cuando se dio vuelta nuevamente, para indagar dónde estaba yo, leí en sus ojos los pensamientos horribles, la perspectiva más pavorosa. No me quedaba otra alternativa que abrazarle, repitiendo mis frases paliativas.

Esa misma tarde recuperó el ánimo, pero quedó como aturdido. Dijo que vivía una pesadilla. No podía creer que durara tanto sin una cura. La ley de probabilidades decía que en ese año de desgracias sucesivas tenía que producirse un golpe de buena suerte.

Al día siguiente se estabilizó en un punto intermedio entre el pesimismo extremo y la fantasía de que el mal desaparecería de alguna manera.

—La recuperación se parece a un horizonte que retrocede a medida que avanzo —comentó—. Has viajado más que yo, de manera que dame la respuesta: ¿debo apresurarme o remolonear?

Sabía que si no contestaba las llamadas de Bastardo lo único que conseguiría sería irritarlo y que seguiría insistiendo hasta que le atendiera. Aunque sus hombres no me hubieran seguido durante todo el día, no habría podido inventar una diligencia que explicara mi ausencia durante más que unas pocas horas. No tenía dónde esconderme de su acoso, pensé, mientras me encaminaba hacia una de las cabinas telefónicas de la residencia.

Cogí el auricular, imaginando la mueca complacida que formaría en el otro extremo de la línea. Para manifestar su satisfacción por haberme atrapado una vez más, jadeó en el micrófono antes de hablar.

—¿Cómo marchan las cosas de mi estudiante favorito?

La misma untuosidad del saludo estaba calculada para provocarme mediante una nueva demostración de que él controlaba mi tiempo. A veces preguntaba dónde había estado la noche anterior, y si le decía que había ido «al cine», él daba el nombre de la película, recomendándome «de paso» que fuera a verla algún día. O fingía sorpresa con un tono que dejaba en claro que él lo sabía muy bien y que lo que hacía era demostrarme por enésima vez que contaba con recursos para vigilar todos mis movimientos. Sin embargo, el aguijón de su propia repugnancia le estropeó el placer que podría haber experimentado al dictar la orden disfrazada de invitación. A pesar de todo, temía que le menospreciara, que me negara a obedecer. Estaba condenado a la perversión de ejecutar precisamente los actos que le hacían ser más aborrecible.

—Está perdiendo peso —ronroneaba frente al micrófono muy próximo a sus labios—. No hay nada que usted pueda hacer quedándose junto a su lecho. Yo le llevaré a un lugar a comer un bocado.

La misma generosidad hipócrita, la torpe superchería del interés por mi salud, mientras la idea de que se alimentaba opíparamente con los fondos de la KGB durante la enfermedad de Aliosha me hacía subir la bilis a la garganta. Por primera vez, hice un esfuerzo serio para resistirme. No me sentía muy bien, dije, con la convicción que infunde la veracidad.

Su tono se transformó. Cada vez que creía que yo subestimaba el poder que ejercía sobre mí, se trocaba instantáneamente de policía paternal en inquisidor cruel, ávido por golpear.

—No se haga la prima donna conmigo. Son las cinco y media. Esté allí a las siete en punto.

El «lugar» adonde íbamos a «comer un bocado» —siempre empleaba las mismas frases retorcidamente ambiguas— era el Aragvi. Aún quedaba una vaga probabilidad de remisión. En dos oportunidades anteriores me había vuelto a llamar en el último momento, para cancelar la cita, destacando así que era una persona importante, un agente convocado a realizar una tarea más urgente, con lo cual también subrayaba su naturaleza misteriosa. Pensaba que al ocultarme todo lo que concernía a su vida aumentaba su prestigio, y cuando le preguntaba si había visitado alguna vez Leningrado reforzaba su superchería con una sonrisa significativa. O invertía los términos de la conversación, exigiendo que yo le hablara de mis viajes. Todas mis indagaciones personales —cuáles eran sus gustos en materia de balnearios del Mar Negro, qué diario prefería— eran tentativas insidiosas de desenmascarar su identidad, y si bien a veces me parecía prudente formularle precisamente esas preguntas para matar el tiempo y halagar su vanidad, corría asimismo el riesgo de que las interpretara seriamente como pruebas de que había sido entrenado por la CIA.

Sabía, empero, que trabajaba en la Lubianka, no sólo por sus insinuaciones —este detalle lo convertía en un personaje tan importante y amenazador que justificaba una trasgresión a su estricta reserva— sino también porque una tarde había visto allí su coche negro, cuyo número de matrícula yo recordaba. Sabía igualmente que no se llamaba Evgueni Ivanovich Rastuzov, como me había dicho. Un día, con la esperanza de poder cancelar la cita, le llamé al número de urgencia que me había dado para las horas de oficina. La demora de tres minutos que se produjo en el otro extremo, hasta que reconocieron su seudónimo, y los susurros incompetentes con una mano apoyada sobre el micrófono, habrían bastado para convencer a un detective adolescente de la televisión de que se trataba de un nombre falso.

Inferí que debía trabajar en el lugar lógico, o sea en el departamento de la Lubianka que se ocupaba de los residentes norteamericanos. Ocasionalmente demostraba conocer un dato concreto acerca de los Estados Unidos —la capital de un estado, la duración del mandato de los senadores— que probablemente le habían enseñado durante un curso de preparación elemental para agentes novatos. Y estaba tan orgulloso de esta erudición que rompía con ella su propio silencio, hasta el punto de enunciar en inglés las expresiones «crime rate» (tasa de criminalidad) y «drop out» (persona que abandona voluntariamente lo que está haciendo; por ejemplo, los estudios). Pero el resentimiento por mi dominio más fluido del ruso le quitaba las ganas de exhibir su endeble pericia lingüística.

Esperé hasta el último momento que desistiera, y luego corrí cuesta arriba desde la estación del metro, abriéndome paso entre la multitud que se agolpaba en la calle Gorki durante las horas de la tarde. Siempre estaba de peor talante cuando me retrasaba. Al mezclarme con la cola formada frente a la entrada, gocé de mis últimos segundos de frío hasta que me vio a través del cristal de la puerta y, con una sonrisa viperina, le hizo una seña al portero para que me dejara entrar.

Su saludo destiló un tono exultante de sorpresa, como si no me hubiera conminado por teléfono. Cuando me ayudó, con sus cortos brazos, a quitarme el abrigo, se desplazó como pensaba que debía hacerlo un procer... y afectadamente, además, porque su falso gesto de anfitrión era lo que él interpretaba como una ironía encaminada a recordarme quién era, en verdad, el que mandaba. Con tanta prisa, había olvidado quitarme el cinto con hebilla de bronce, que él miró con disgusto. Lo que más había odiado, antes de que aprendiera a vestirme discretamente, habían sido mis ropas de colores chillones. Se congestionaba al ver mi camisa rosada, que le humillaba a él y contaminaba a Moscú. Mil vejestorios reaccionarios sentados en los cafés vieneses no podrían haber aborrecido más que él a otros tantos hippies.

Bastardo vestía su traje de noche, más oscuro que el de trabajo pero con el mismo corte rectilíneo. Sin embargo, la corbata ceñida bajo el cuello blanco de nylon era la que mejor los identificaba a él y a lo que representaba. Se aferraba a la angosta tira de tela negra por temor a que sus jefes lo vieran con una prenda occidental llamativa. Era su insignia de lealtad al marxismo- leninismo y al sistema soviético que le oprimía: la tiranía que le había convertido en lo que era, también le impedía transformarse en el sagaz detective que anhelaba ser. La indumentaria comprada en GUM simboliza a los pequeños gángsters que ejecutan los trabajos sucios de la dictadura y que sin embargo no pueden obtener el botín que ambicionan: las corbatas de Broadway.

—¿Qué le parece si tomamos un refrigerio?

¡Y la verruga de su mejilla! ¡La facha de camarero que incluso le impedía fantasear acerca de sí mismo como habría querido! Marchó por el pasillo hacia nuestra sala, con los puños crispados por la aversión a su aspecto físico y por el deseo de desahogarse con los demás. Le disgustaba caminar delante de mí porque desde esa perspectiva yo podía ver su coronilla calva, pero tampoco podía dejarme pasar delante porque él siempre tenía que marcar el rumbo. Me imaginé escabulléndome y ocultándome, pero no muy lejos, para poder disfrutar de su expresión al volverse y descubrir que no le seguía nadie.

La habitación, con paneles de nogal, tenía espacio para dos o tres comensales. Bastardo se sentía mejor cuando la puerta estaba cerrada y podía asumir su papel sin la interferencia de extraños que le apartarían a codazos hasta que él mostrara la credencial insertada en su cartera. Señaló mi silla habitual. La mesa había sido cargada por anticipado con las botellas y los entremeses de costumbre, pero aún no habían servido el plato principal porque él se complacía en elegir por mí.

—Hoy le veo de humor para algo arriesgado. ¿Shashlik al estilo del Cáucaso, tal vez? —Casi siempre elegía shaashlik—. Se me ocurre una idea, pediremos dos raciones. No todos los días podemos salir a divertimos junios.

El camarero me miró, preguntándose si ya había abierto los ojos o si todavía era el pelele que se dejaba conducir al matadero. Como siempre, Bastardo seleccionó el mejor tinto de Georgia. Era mucho más aficionado al vodka que al vino, pero aparentemente su mayor satisfacción consistía en comer de gorra vituallas tan costosas, más que en saborear los platos y las bebidas de su preferencia. Una cena en el Aragvi podía ser muchas cosas, pero era, sobre todo, la máxima expresión de la buena vida moscovita, y Bastardo tenía un aire exultante al pensar en eso, hincando el tenedor en el repollo rojo, pringándose los dedos con la salsa que acompañaba al pollo frío. Había pedido comida suficiente para tres —con los habituales «vodkitas» de medio litro— pero limpiaba metódicamente los platos. La tercera parte de su botella desapareció en diez minutos, y la gratificación de un festín en una noche helada le había puesto radiante.

—¿A qué se debe esta falta de respeto por los manjares?

Este salami es particularmente recomendado. Deme su plato.

Dije que me encontraba indispuesto, procurando repetir las palabras que había pronunciado en el teléfono. A veces las excusas le fastidiaban, pero ésta la dejó pasar, limitándose a reiterar la sentencia presuntamente campesina acerca de los poderes curativos del «amadísimo líquido blanco».

La treta consistía en beber sorbos simbólicos de vodka, derramando cantidades iguales en mi servilleta. Bastardo tenía mal olfato. Probablemente no intentaba emborracharme —al fin y al cabo le habría resultado más fácil deslizar una droga en mi vaso— sino simplemente que compartiera sus excesos, como testimonio de lealtad. En algún rincón de su ser, sabía que el espectáculo de verle masticar me provocaba náuseas, aun cuando yo luchaba por mi honor y mi estómago tratando de no comer... Mi otra estratagema consistía en hablar con entusiasmo de cualquier tema que sirviera para demorar sus hostigamiento-;, Del clima... pero no del invierno local, porque eso le habría dado pie. para su sermón sobre mi afecto por el pueblo ruso y mis deberes para con él. De lo que había hecho desde nuestro último encuentro... pero omitiendo toda referencia al hospital para evitar sus preguntas hipócritas sobre el estado de Aliosha. Algún ítem neutral de las noticias.

Terminó la última ración de entremeses y bebió más vodka. Faltaban otras dos horas —le gustaba irse a las diez— y por el momento nada desagradable: la suerte estaba de mi parte. Dejó que el camarero sirviese el shashlik y se declaró conforme con su preparación.

Entonces cometí mi primer error. El hecho de que Bastardo pronunciara la «j» como «gúe», y sus «oes» rústicas, eran signos inconfundibles de que se había criado en el campo: otro detalle del que se avergonzaba. Esto fue lo que no supe comprender cuando, para seguir manteniéndole a distancia, le pregunté de qué parte del país provenía. Me fulminó con la mirada por mi insolencia, y se puso en guardia, como un borracho pendenciero con los puños levantados.

—¿Y qué le hace pensar que no me crié en Moscú?

Respondí que no había supuesto nada semejante. Sencillamente había sido una figura retórica. Aún exasperado por la difamación tácita contra su categoría social, recordó por qué estábamos allí y me reprochó la deuda que había contraído con el pueblo soviético —a través de él— en razón de la indulgencia que había demostrado con Aliosha y conmigo.

Para gratificar su egotismo, fingí que me contrariaba el hecho de no haber conocido los orígenes de esa magistral operación secreta; y para que se sintiera aún más listo, simulé prosternarme ante su mente sagaz y sus vinculaciones con el Kremlin. Consumido por la curiosidad acerca de todo lo que Bastardo no podía revelar, yo no lograba entender cabalmente sus insinuaciones acerca de la responsabilidad que un «verdadero amigo» tenía para con Rusia... Al volver a emplear esas defensas rutinarias, escuché un eco del comentario irónico de Aliosha, quien había dicho que la nación aguzaba su ingenio cuando «simulaba ser más tonta que nuestros sabuesos».

La modorra que le produjeron la comida y la bebida disolvieron su barniz de perspicacia para controlar la conversación. Perdida la paciencia, le gritó al camarero y acercó su cara hasta pocos centímetros de la mía, por encima de la mesa. Ahora cada minuto se eternizaba como un discurso en el Presidium. Tenía que convencerle de que estaba haciendo progresos conmigo, y de que acabaría por vencer mi estolidez y me conduciría a donde él deseaba. Eso sólo podría lograrlo sí; eludiendo el tema político, hablaba de mí mismo, poniendo énfasis en mis dudas interiores para demostrarle hasta qué punto era cándidamente honesto, cuánto confiaba en él. Pensé en Rikki-tikki-tavi, el animalito imaginado por Kipling, e intenté recordar si era la mangosta o la cobra la que tenía ojos hipnóticos como los de Bastardo.

El bullicio de la tumultuosa juerga que se desarrollaba en el salón principal apenas nos llegaba a través de la puerta. Los rusos celebraban con su habitual desenfreno, los georgianos entonaban sus cantos tribales, y los turistas occidentales se enamoraban de la informalidad de unos y otros, como en otra época me había enamorado yo. Sudaba y miré a hurtadillas el reloj dé Bastardo. Incluso profané mis sentimientos respecto de Aliosha al hablar de ellos para consumir otro cuarto de hora. La táctica fue eficaz en cuanto que Bastardo quedó satisfecho con los dividendos de la velada, pero sólo a expensas de la humillación que yo experimentaba al revelarle más intimidades y al suministrarle más elementos que podría usar contra mí la próxima vez. Disimula, oculta, finge olvidar...»

Pidió su tarta favorita. Lo peor había pasado: siempre concluía con un toque frívolo, con el que presuntamente debería armonizar la próxima invitación. Mi respuesta a su frustrado chiste sobre la necesidad de que me cortara el pelo le dejó satisfecho. Lo que me hizo reír, en realidad, fue el recordar que en las primeras entrevistas le había llamado «doctor».

Durante nuestra marcha por el corredor pasamos frente a las puertas cerradas de seis o siete reservados como el nuestro. Bastardo suspiró. Ya de buen humor, me ayudó a ponerme el abrigo y dio una propina generosa al encargado del guardarropa, para recompensar su reverencia. Fuera, el chófer, que nos esperaba desdé haría tres horas, se apresuró a abrir ambas portezuelas para que subiéramos, pero Bastardo nunca insistía en su oferta de llevarme a casa. Me sentía agradecido por esa pequeña muestra de compasión.

Se quitó un guante y me estrechó la mano con una ostentación de intimidad.

—¿Qué planes tiene para mañana? ¿Oh, sí? Que se divierta. Le hemos abierto las puertas de este país para demostrarle nuestra confianza. Pero recuerde que su objetivó es sentar la cabeza.

Caminé hasta el apartamento. El Moscú nocturno, espectral bajo la luz amarilla de los faroles oscilantes, era cruel y reconfortante a un tiempo porque daba la certeza de que «no se puede hacer nada al respecto». Pensé que Aliosha y Bastardo me urgían a quedarme. Aliosha, que aún ahora se sentía gratificado por mí pelo tras un champú, y Bastardó, que me odiaba por lo mismo. Maxi me miró mientras yo lijaba los armarios de la cocina.

Los médicos dictaminaron que debería someterse inmediatamente a otra operación y a una tercera serie en la bomba de cobalto. Aliosha lo aceptó con indiferencia. El aserto «para evitar una nueva metástasis» hizo que torciera la cabeza, como si ésta quisiese desprenderse del cuerpo.

En la víspera de la segunda operación, me pidió que le ayudara a bañarse. Llegué temprano y lo llevé hasta el cuarto de baño en una silla de ruedas. Cuando se desvistió, tuve mi primer contacto visual con el horror que acompañaba a su tragedia. Las incisiones de la primera operación aún no habían cicatrizado. Cuando le quitaron los puntos fue necesario abrirlas de nuevo para drenar los líquidos linfáticos que se habían acumulado allí. El efecto de la radiación sobre el tejido circundante impedía que las heridas se cerraran.

Había temido este momento desde que le vi por primera vez vendado como una momia. Y los tajos me parecieron en verdad espantosos, pero sólo momentáneamente, hasta que bajé la vista hasta la mayor abominación que presentaba su ingle. Desde ambos lados me miraban sendas cavidades de ocho centímetros, como un chiste aberrante acerca del ojo verde de la gangrena. En el fondo de los orificios había carne viva, cubierta por cuajarones de pus.

Me erguí. Un olor que me resultaba difícil creer que emanara de un cuerpo vivo me corroía las fosas nasales.

—Lo lamento, viejo —se disculpó—. Está realmente podrido.

Pero lo peor era aquello en que se había convertido todo su cuerpo. Un cuerpo disecado, atormentado, agobiado por el peso de la cabeza. Mi pena se tradujo en la palabra rusa gorie, con sus connotaciones de fragilidad humana y dolor infinito.

Lavé lo que pude y compartí con él la sopa del mediodía. Recordamos el día en que él sacó a relucir dos pares de patines y nos deslizamos velozmente a lo largo de toda la calle Gorki, esquivando peatones y atónitos policías de tránsito.

—Nunca quise crecer —dijo—. ¿Para convertirme en qué? Je ne regret te rien... Pero tú te apañarás mejor.

—De modo que somos la vanguardia del proletariado y al mismo tiempo defendemos los intereses de la civilización universal. Representamos a las masas trabajadoras y el futuro de la humanidad,

Los hombres de verdad desean ponerse al servicio de esta causa.

Había iniciado la perorata a primera hora de esa misma noche. Quizá sus jefes le habían ordenado quemar etapas. Me habría gustado poder recordar los rostros de los comensales que habían asistido a las cenas colectivas: seguramente Bastardo no planeaba nada por su propia iniciativa. Pero ésa era una distracción. Faltaban ciento cuarenta minutos, y yo tenía que imaginar algo para confesarle, algo que fuera bochornoso y que al mismo tiempo él no pudiera explotar, cuidando de no cometer deslices que contradijeran mis verdades a medias de la velada anterior.

La segunda operación causó menos daños relativos porque Aliosha estaba demasiado débil para sufrir una consunción drástica. No hizo sino agravar el estado de un hombre ya grave, lo cual resultaba menos trágico y más agotador.

La esperanza fue proporcionalmente más breve, porque al cabo de dos semanas aparecieron nuevas lesiones en sus muslos. Los médicos conjeturaron que posiblemente el mismo vigor excepcional que mantenía vivo al paciente alimentaba la difusión increíblemente rápida de la enfermedad. El cáncer de Aliosha estaba calcado de su propia imagen. Probablemente ello no produciría grandes modificaciones en la expectativa de vida, porque las dos fuerzas tenderían a anularse recíprocamente, pero determinaba que la batalla y el dolor fueran descomunales. A pesar de todo, las enfermeras casi nunca le oían lanzar un gemido.

Lo que le estimulaba no era sólo la fortaleza por la fortaleza misma, sino el deseo de salvaguardar algo valioso para el tiempo que le quedaba. Dejó de hablar de los dos o tres años, y depositó todas sus esperanzas en la posibilidad de disfrutar juntos de una última primavera. Entretanto, quería leer... en primer término Pabellón de cancerosos. Le llevé un ejemplar de la edición de bolsillo, ideal para introducirla en el país sin que la descubrieran los vistas de aduanas. A primera hora de la mañana siguiente ya había dejado atrás las primeras tres cuartas partes del grueso volumen. Comprendí que debía de haber leído durante casi toda la noche. Tenía la novela proscrita a la vista, con una foto de victoriosas chimeneas humeantes sobre el forro que había confeccionado con papel de diario para evitar preguntas. Dos brazos flacos sostenían el libro de ciento veinte gramos como si fuera un diccionario: ése era Aliosha en su propio pabellón de cancerosos, devorando la historia de los pacientes que enfrentaban la muerte próxima en otro lugar análogo. Permanecí en el umbral, complacido de que la letra pequeña y el dolor no turbaran su concentración.

La ofensiva se desencadenó mientras él recogía vorazmente con la cuchara los últimos restos de caviarchik, pero yo me contuve para pulir los detalles. En primer lugar le hice saber hasta qué punto estaba impresionado por su última disertación acerca del triunfo inevitable de la clase obrera mundial. Luego mantuve una expresión adusta mientras arrojaba el anzuelo, con mi mejor tono de discípulo que-buscaba-la-verdad-bajo-su-tutela.

—Evegueni Ivanovich, me siento muy confundido. La historia dice que finalmente triunfará la Revolución, ¿pero es éste el mejor momento para crear un nuevo frente popular en Francia?

Y finalmente fruncí el entrecejo con solemne interés mientras él renunciaba a sus manjares, se limpiaba los dedos con la servilleta y se preparaba para responder.

No podía soslayar la cuestión. El mismo micrófono que me afligía a mí le controlaba a él, y si no contestaba correctamente, ajustándose a la línea vigente, sus jefes podrían descubrir que él carecía de la necesaria preparación política. Tampoco estaba en condiciones de desahogar su ira sobre mí: al fin y al cabo, la pregunta parecía ser el fruto de su propio adoctrinamiento. ¡Ahí estaba yo, manifestando interés por el progreso del movimiento comunista y revelando un secreto deseo de aliarme al bando ganador!

Pero a él, desde luego, le importaba un bledo Francia, y desde luego qué no decir de su estúpida clase obrera. Miró con frustración y fastidio a ese pelele norteamericano, que exhibía una necia curiosidad. Llevó a cabo un deshilvanado e incoherente «análisis» de las intenciones de los comunistas franceses, aunque no por eso dejó de odiar a los malditos franchutes, de sudar porque desconocía la política europea, ni de desconfiar furiosamente porque, a pesar de todo, yo le había atrapado. Al fin, quedó tan enredado en sus débiles razonamientos que sólo atinó a murmurar primero, y a gritar después, que lo mejor sería dejar las elucubraciones ideológicas en manos de los expertos del Partido.

—No se preocupe, tenemos muchos... los mejores. No se equivocan.

Le veía cómo se retorcía, y me sorprendió estar en condiciones de disfrutar de mi pequeño triunfo. Lo mejor de él consistió en los veinte minutos que había logrado ganar. La próxima vez le preguntaría por el socialismo en China y le oiría rechinar los dientes. ¡Pavlov tenía razón!

Cuando le afectó a los pulmones no fue posible recurrir a los rayos X ni a la cirugía. Quedaba un último recurso: la quimioterapia. Había oído decir, en alguna parte, que daba resultado en el dieciséis por ciento de los casos.

Los rumores corrían por la sala: una nueva sustancia milagrosa de origen suizo, ampollas alemanas occidentales, una píldora experimental japonesa... Mientras me maldecía a mí mismo por no haber hecho más esfuerzos en Londres, le telefoneé al especialista del Royal Institute con el que me había entrevistado. Se hallaba en el extranjero, y el hombre que atendió la llamada no entendió quién era yo ni qué quería desde Moscú. El médico de la embajada norteamericana, al que acudí como último recurso, sabía menos de lo que sabía yo, a esa altura, acerca del cáncer de intestino. Súbitamente, recordé cómo había ingresado Bastardo en mi vida. Tal vez existía en algún lugar del país una clínica para personajes de la más alta jerarquía... en cuyo caso sólo era un trémolo en nuestra abominación.

El viejo Aliosha hubiera llegado a la fuente de los rumores en una mañana, con sus coqueteos y sondeos. Su sombra agitaba una mano para indicar que no me molestara. Ya no creía en la posibilidad de una curación. Los rayos X, las operaciones, las pistas falsas, habían sido una gran ilusión destinada a enmascarar el saqueo de sus meses contados. Puesto que se había reconciliado incluso con esta idea, todo nuevo esfuerzo sería «una profanación». Sólo deseaba rehuir el escapismo y sobrevivir hasta la víspera de Año Nuevo, su festividad favorita. Ver el nacimiento del nuevo año juntos sería un hermoso final y un augurio de buena suerte. Lo celebraríamos como correspondía, en el Sovietskaia, donde me había invitado a incorporarme por primera vez a su ágape en honor de la actriz y las modelos. Reservé una mesa.

Y les comuniqué su actitud a los médicos por si él no había logrado hacerse entender. Ellos admitieron que quizás habría sido mejor no haberle practicado ninguna operación, pero la medicina no podía fundarse sobre juicios a posteriori, sino sobre lo que parecía mejor en el momento. Ahora como antes, tenían el deber de acudir a todos los medios disponibles.

Iban a probar una droga extraordinariamente potente, a la que sólo recurrían cuando fallaban los otros tratamientos. Quizá como consecuencia de mi intervención, me dijeron que no podría recibir visitas durante los dos primeros días. No se lo comuniqué, porque iba a ser muy duro para él. A la tercera semana me encontré con una atmósfera más tensa que en todas las ocasiones anteriores. Me informaron que estaba tan débil que había sufrido un colapso después de la segunda inyección, y lo habían resucitado de la muerte clínica mediante masajes cardíacos.

Aliosha no se enteró de lo acontecido hasta más tarde. Pensaba, en cambio, que había permanecido bajo el efecto de los analgésicos. Sus sueños habían sido tan fascinantes, dijo, que el despertar le irritó. La tos que lo aquejaba desde hacía varias semanas se había convertido en una sucesión constante de andanadas que convulsionaban su cuerpo y amenazaban con reventar sus pulmones. Intenté leer para él, pero los errores que cometía en ruso parecían agravarle la tos y lo dejé dormitar.

Cuando Bastardo llegó al mensaje para el que me había estado preparando —para el que había sido montada toda su operación— casi disfruté de otra risa prohibida. Yo sabía muy bien, me anunció, que había invertido tanto en el aprendizaje de la lengua y las costumbres rusas que no podía darme el lujo de arrojar todo eso por la borda y pasar a otra cosa. Sí, y las quería muchos mi corazón siempre estaría en Rusia. Pero ninguno de esos sacrificios era necesario. Podría permanecer en Moscú con mis amigos y mis aficiones y podría ganarme el sustento que baria de mí un verdadero hombre. No importaba que mi investigación hubiera fracasado. De todos modos yo no estaba hecho para el estudio académico. Mi verdadera pasión era la vida misma, no la actividad intelectual. Y él había convencido a sus colegas para que cooperaran en todo lo posible, aprobando mi presencia en la capital.

—Siempre será bienvenido. Las puertas que se le cierran herméticamente a los extranjeros se abrirán para usted. Porque hemos empezado a estimarle...

Me confió que lo que debía hacer era volver a mi país cuando concluyera el semestre, y conseguir un empleo que me permitiera regresar rápidamente. Podría convertirme en corresponsal en Moscú o ingresar en el servicio diplomático. Era libre de elegir la carrera que más me conviniese, y una vez en Rusia ellos se encargarían de suministrarme la información necesaria para que siguiera progresando. Y como miembro por derecho propio de la comunidad norteamericana de Moscú, podría participar en las conversaciones de la embajada... precisamente «la vida misma» que acababa de mencionar. Quedaba sobrentendido que me complacería revelarle los planes tramados para lastimar o difamar a la Rusia que yo amaba.

—Es lo que usted siempre ha deseado, en su condición de individuo que se busca a sí mismo a través de la verdad. No piense que yo soñaría con pedirle que se dedique al espionaje. Respetamos el principio de que no debe hacer nada que repugne a su conciencia... sí, lo que usted querrá discutir con las personas en quienes confía es precisamente la confabulación que ofende a su conciencia. Podrá ayudamos a saber con certeza quiénes son nuestros amigos y quiénes no lo son. Porque una inmensa red de espías conspira contra nosotros aquí...

Me sentí aliviado porque su torpeza excedía las más optimistas previsiones. Mi táctica debía consistir en no prestarle el menor servicio, que le serviría como pretexto para chantajearme inmediatamente, y en no provocar tampoco su venganza con una negativa. Ahora, más que nunca, tenía el deber de acompañar a Aliosha. Gracias a Dios, empezaría con una semana, o más tiempo, de vida apacible. Le diría que ese era el lapso que necesitaba para pensarlo, y le pediría una copia de las declaraciones del Vigesimocuarto Congreso acerca de la forma en que el Partido se propone alcanzar su meta de la paz mundial.

Había corrido la voz. Los portadores de buenos deseos venían regularmente, y los novatos entraban con la aprensión que despierta la primera visita a una clínica para cancerosos. Se sentaban brevemente junto al lecho, tratando de animarlo con retazos de noticias o, si dormitaba, espiaban desde el corredor y me decían que lo que pasaba era increíble. Para probarlo, evocaban las francachelas que habían vivido con él.

La mayoría de ellos preferían irse enseguida, ya fuera para no cansarlo o para escapar de su tos. Algunos hacían comentarios tontos, egoístas, y le recordaban, por ejemplo, que le habían ayudado a comprar un corte de género para un traje o a reservar un cuarto de hotel. Muchos se esforzaban por no trastornarlo con sus lágrimas.

Los más perseverantes eran aquellos miembros de su ecléctica tertulia —los Ilia, Edik, Lev Davidovich— a los que había visto con más frecuencia durante los últimos cuatro o cinco años. Pero también acudieron algunos de los intelectuales arribistas del festín preoperatorio, y antiguos clientes a quienes él todavía imaginaba en la cárcel, como a veces acotaba cuando se iban. Y una multitud de ex amantes que traían regalos emotivos, inútiles.

Y su ex esposa, que venía dos veces por semana desde que yo la había llamado por primera vez, a petición de Aliosha, y que resultó no ser tan simpática como me había parecido en nuestros fugaces encuentros del invierno anterior. Me pregunté por qué él había puesto tanto empeño en seguir viéndola durante todos esos años. Sin permitir que se acercara su nuevo marido, comentó que Aliosha no tenía parientes vivos más próximos que ella. Lo cual fue una mal disimulada alusión a la herencia, acompañada por miradas al Volga.

Anastasia le había visitado varias veces cuando yo no estaba allí. Desde que mi avión había tocado tierra en septiembre, la certidumbre de que estaba nuevamente cerca de ella —de que ella seguía allí, en ese mundo cerrado y a mi alcance— me servía de consuelo mientras yo intentaba, a mi vez, consolar a Aliosha. Alek vino a disculparse por su comportamiento en Londres y a informarme que Anastasia se había separado del profesor. Intuí que cuando volviéramos a encontramos reanudaríamos nuestra relación casi como si se iniciara en ese momento, porque había sucedido algo que me hacía sentir deseos de conocerla a ella misma, y ya no a mis ensueños acerca de nosotros dos.

Pero no podíamos hablar de nuestro futuro durante ese suplicio, y para no reincidir en mi vieja tendencia a representar un papel de figura magnánima, no quería que Anastasia me viera al pie del lecho. Ambos cooperamos eludiéndonos mutuamente, hasta que una tarde la vi salir del edificio, con la cabeza inclinada y el sombrero ladeado. Recordé los tiempos en que me escondía detrás de los árboles para espiarla, y ella levantó la mirada en ese preciso momento, como si hubiera adivinado mi presencia. Sonreímos, captamos la importancia de nuestro próximo encuentro, y nos saludamos con una inclinación de cabeza. Esto nos llevó un largo rato, como si nos estuviéramos moviendo dentro de un río cuya corriente habría de alejarla por fin hacia una calle situada a mi derecha.

Los médicos, que aún se sentían obligados a luchar, le pidieron al jefe de quimioterapia del prestigioso Instituto Blojin que examinara a Aliosha personalmente. El día antes de la visita, al entrar en la sala le encontré sentado en la cama.

—Dame tu mano.

El hecho de que no me saludara me demostró cuán grandes eran sus deseos de verme.

Sus costillas parecían los listones de un farol japonés. Bajo la piel húmeda estirada sobre las del medio, palpé un nódulo del tamaño de una albóndiga. No me sorprendí, porque lo había notado dos días antes mientras le colocaba en una posición más cómoda.

—Todo ha terminado —dijo, dejándose caer nuevamente sobre la almohada—. La naturaleza sigue su curso.

Un minuto después me di cuenta de que estaba concertando la paz, no con su destino, como antes, sino con la muerte misma. Estaba totalmente sereno.

—Quizá no sea tan grave —aventuré débilmente.

—Oh, muchacho, no necesito eso.

Me mostró, silenciosamente, otros nódulos que tenía sobre la espalda y el abdomen, y después sonrió con la misma expresión que se observa en las caras de los prisioneros de guerra británicos fotografiados en el momento en que contemplaban la aparición de sus propias tropas, que venían a liberarlos.

—¿Qué esperamos? Es hora de desocupar la cama.

Sabía que a algunos pacientes ya desahuciados los dejaban salir, y no quería perder una hora más por culpa de los trámites burocráticos. Su hogar le llamaba tan poderosamente que consiguió hacer acopio de la fuerza necesaria para rogarme que le consiguiera el alta. Pero yo vacilé en renunciar a la protección de la medicina.

—Será más difícil si debo lidiar también contigo —dijo impacientemente—. Entiendo que te parezca extraño, pero lo sé todo y estoy preparado para todo. Déjame partir con un recuerdo de la vida auténtica, y no de este remedo hospitalario.

Convencido de que ya no tenía el deber de alentarle con la ilusión del tratamiento, discutí su caso con los médicos, que se reunieron informalmente esa misma tarde y se mostraron de acuerdo en que no se justificaba retenerlo contra su voluntad. Las últimas radiografías habían mostrado grandes cavernas en los pulmones y la enfermedad se seguía extendiendo «como si tuviera algo contra él». Lo difícil era decidir quién lo cuidaría, pero aunque ello implicaba una grave irregularidad, los convencí para que me aceptaran. Fui a buscar a su ex esposa, que aún utilizaba el apellido Aksionova, a pesar de que había vuelto a casarse. Convinimos que quedaría oficialmente a cargo de ella, en tanto me explicaban lo que debía hacer para asistirlo.

Recogí apresuradamente todos sus artículos personales. Los médicos dijeron que dentro de dos semanas reanudarían el tratamiento a domicilio, pero Aliosha tampoco necesitaba esas patrañas. Les dio las gracias calurosamente, y dijo a cada uno cuál había sido su mayor virtud. Quedaron abrumados, como sí no estuvieran habituados a semejante procedimiento. Por la mañana practicarían el examen final y le darían de alta por escrito.

Bastardo estaba bebiendo más que de costumbre, quizá porque era demasiado pronto para esperar mi decisión final, y esa cena no tenía otro objeto que hacerme sentir la continuidad de su presencia. Repetía, más para el micrófono que para mí, su gastado monólogo acerca de la oportunidad que me daba para expiar mis errores. Algunos de sus colegas todavía reclamaban que se me castigara por haber colaborado con Joe Sourian como enviado de la CIA, por haber instigado a Chinguiz a que desertara, por haber empleado la enfermedad de Aliosha como fachada para...

—Basta, por el amor de Dios —exclamé—. ¿Qué falta hacen las mentiras, para qué sirven?

Me pregunté por qué me había desbocado. Hacía mucho tiempo que me atosigaba con peores bazofias e implicaciones más graves. Pero no tuve tiempo para descifrar ese enigma. En un santiamén recuperó la sobriedad y estuvo listo para entrar en acción, como si no hubiera bebido una gota.

—Cuide su lengua y no se atreva a llamarme mentiroso. Está en el territorio de la Unión Soviética y no en el campo de juegos de Harvard. Y estoy harto de sus dilaciones. Decídase.

Por primera vez, pensé que debía olvidar las complicaciones e ir a la embajada. Pero la forma en que me había mentido el agregado cultural cuando le hablé de Anastasia significaba que confiaba tan poco en mí como yo en ellos. Sospecharían que estaba cooperando con Bastardo... y de todos modos, los micrófonos de la KGB instalados en el edificio de la embajada probablemente me delatarían... No, implicarles a ellos sólo serviría para empeorarlo todo. Ellos se encargarían de que me expulsaran, mancillado.

El temor que me había inspirado la amenaza de Bastardo la noche anterior se extendió a todas las insignificancias. Temía la actitud que adoptaría Maxi respecto de Aliosha, a quien no veía desde la primera operación. Pero apenas le saqué del hospital en la silla de ruedas, lanzó un aullido de ansiosa bienvenida desde el interior del coche. Un enfermero y yo guiamos la silla por la rampa y acomodamos al paciente debajo de las mantas.

Aliosha estiró la mano para deslizaría sobre el volante. Los coches particulares empezaban a llenar algunas calles, pero cuando él se había agenciado el Volga trece años atrás, era el único ruso en un millón que tenía su propio coche y que podía lucir su sonrisa favorita en el asiento del conductor. Con una gorra que le había comprado para esa ocasión, ahora se parecía a John D. Rockefeller en sus últimos años, en sus horas de decrepitud.

Yo había querido coger un taxi por la tormenta de nieve, y los médicos habían pedido una ambulancia, pero Aliosha imploró que le llevara en el coche que lo había llevado a los mares Negro, Báltico, de A voz y Caspio en los tiempos en que eso solo bastaba para dar una ilusión de libertad y despilfarro. Ahora estaba decidido a desobedecer las órdenes de los médicos e ir hasta la margen del río donde acostumbraba a nadar todos los veranos antes de su viaje anual al sur subtropical. Sólo quería echar una mirada, pero nos vimos privados incluso de eso porque el motor se atascó y ninguno de los dos pudo volver a ponerlo en marcha. Aliosha estaba crispado y ovillado como después de la primera operación, y se ponía más verde con cada nuevo acceso de tos. Espantado por la estupidez que había cometido al colaborar en la obtención de su alta, corrí calle abajo, agitando los brazos con grandes aspavientos para que alguno de los coches que pasaban nos empujara.

Al fin terminó la pesadilla y entramos en su calle. Los vecinos reunidos en el patio susurraban la temida palabra «cáncer». Muy lentamente, le ayudé a subir la escalera, seguidos por Maxi que marchaba un escalón atrás como un pachón bien entrenado, aunque el nuevo olor de Aliosha la había puesto nerviosa durante el viaje.

Le instalé en el sofá, que coloqué debajo de la ventana para que pudiera leer con más comodidad. Pero después de un descanso, me pidió que le llevara a hacer una «gira» por el apartamento. Apoyando su peso sobre mis brazos, arrastró los pies por el comedor, entró en el cuarto de baño y volvió a salir, y atravesó la sala de estar para entrar en la cocina. Yo había completado la reparación pocos días antes, pintando los armarios con un buen barniz semimate que me había procurado. A veces había trabajado hasta altas horas de la noche. El proyecto magistral que eclipsaba a todos los proyectos magistrales. La sonrisa de Aliosha fue suficiente recompensa.

—Una cocina nueva es como una nueva... Busquemos un proverbio elegante, muchacho.

Aliosha estaba bañado en sudor, como un traficante blanco atacado por la fiebre tropical. Cuando cambió de posición para darme un abrazo de gratitud, empezó a temblar súbitamente.

—No puedo seguir caminando —dijo con tono abatido. Se apartó de mí y se apoyó contra la pared para descansar, pero enseguida se irguió violentamente al notar que dejaba manchas de sudor sobre el empapelado nuevo—. , he estropeado tu hermoso trabajo.

Le ayudé a recorrer los últimos metros que le separaban de la cama.

Me ofreció un cigarrillo... en parte como sucedáneo de la zanahoria de la tarde, porque había decidido prescindir de la vara. Pero también lo hizo para demostrar que tenía acceso a los cigarrillos norteamericanos que se vendían en las tiendas especiales para su Servicio. Su tentativa de comportarse con naturalidad, para convencerme de que no veía nada de extraordinario en un paquete de Marlboro, sólo sirvió para acentuar su servil respeto por la caja roja y blanca.

—¿Por qué vacila? ¿Por qué no confía en nosotros? No piense que le chantajearemos algún día. Eso sería lo último que haríamos.

El regreso a casa fue una inyección estimulante. Volví a concebir esperanzas. El mismo Aliosha describió su condición como «estabilizada» y admitió que después de todo la quimioterapia le había mejorado. Nuevamente pareció leer mis pensamientos.

—Está bien, creo en los milagros. Seguiré creyendo hasta el último día. Pero eso es delirantemente futurista, de modo que, ¿quieres tener la gentileza de ejecutar un portento comercial menor para santificar con carne y patatas la nueva cocina?

Sin hacer caso de mis admoniciones, se consagró a algo aproximado a su antigua actividad. Debí colocar la cama más cerca del teléfono, que utilizaba constantemente: llamadas a sus antiguos contactos comerciales para reunir dinero, impartía consejos legales y personales a viejos amigos y suministraba partes médicos acerca de su propia persona. Estos exageraban desmedidamente su mejoría. Aliosha tenía la sensatez de no alentar la aparición de una avalancha interminable de visitantes que vendrían a expresarle sus buenos deseos.

Además, planeaba reunirse con todos ellos en la víspera de Año Nuevo. Después de cambiar de idea acerca de la fiesta —ahora sería la «saturnal de un recluso», a celebrarse en su apartamento— me envió a buscar los discos de larga duración que servirían para financiarla. El hecho de que Bastardo supiera que yo no tenía carnet de conductor le daba otra arma para chantajearme, pero también me protegía en buena medida de los policías de tráfico.

Un día, al regresar, descubrí a una muchacha fregando la cocina, con una boina de confección casera encasquetada hasta las orejas a pesar del calor interior que yo conservaba con calefactores adicionales. Como una criada veterana, pasó al cuarto de baño, y sólo se detuvo para hacer un comentario acerca de un desconchado que había visto en el lavadero nuevo. Ese fue mi primer encuentro con Nina, una antigua ex amante. De notable estatura, y probablemente atractiva en otra época, a los veintitrés años ya se estaba poniendo rolliza como una campesina. Pero su misma discreción le daba dignidad. Y su ancha sonrisa, que aparecía en los momentos más inesperados, era el testimonio visible de un original sentido del humor.

A partir de entonces estuvo todos los días con nosotros, ocupándose de casi todas las tareas domésticas. Y cuando no tenía nada que hacer, tejía en un rincón. Venía al amanecer, directamente de la central telefónica donde trabajaba, y se iba por la noche para cumplir con su horario nocturno. Al principio no dijo nada acerca de su afinidad con Aliosha. Pensé que se trataba sencillamente de una chica generosa que, siguiendo la mejor tradición rusa, ofrecía sus grandes manos enrojecidas para barrer y fregar en una circunstancia trágica.

Bastardo reanudó su adoctrinamiento después de una breve pausa destinada a impresionarme. Al regresar a los Estados Unidos, explicó, tomaría conocimiento de la existencia de conspiraciones antisoviéticas. Proyectos de artículos abominables, agentes «nefastos» que se disponían a hacerse pasar por diplomáticos o turistas. Pero antes tendría que colocarme en un lugar al que llegaran esas informaciones.

—Viaje un poco. Usted es un hombre activo y no le gusta quedarse quieto. Vaya a Washington, por ejemplo. De todos modos debe conocer su propia capital, y también a los expertos del Estado. Siente curiosidad por saber qué es lo que mueve a la gente.

»Y cuando descubra algo sucio, coja el primer avión para Moscú. No se preocupe por los gastos. El pueblo soviético no es tacaño cuando se trata de defender la paz... o de recompensar a quienes luchan por ella.

Envidiaba a los norteamericanos residentes en Moscú que vivían «limpiamente» y . no estaban sometidos a tales extorsiones. Les envidiaba tanto que de sólo pensarlo me dolía la cabeza. Y necesitaba tenerla despejada para derrochar mi tiempo en alguna trivialidad novedosa.

—Muy bien, Evgueni Ivanovich, estoy en Washington. Y escucho algo que exige un trámite perentorio pero no llevo encima dinero suficiente para comprar un billete. Sólo puedo ponerme en contacto con usted. ¿Debo utilizar el número telefónico que usted me dio?

Su sonrisa se transformó en una mueca. Migas de rábano picante salpicaron mi americana, despedidas por su grito.

—No. Se lo prohíbo. No desde el extranjero.

La sed de venganza le inflamó los ojos frente a esta tentativa de quitarle la iniciativa a él, el experto en contraespionaje. Pero no se dejaría engañar. Él sabía que sólo a alguien adiestrado por la CIA sé le habría ocurrido solicitar semejante información. De todos modos, la rápida respuesta no bastó para apaciguar su furia interior. Serían sus superiores, y no él, quienes deberían tomar cualquier decisión acerca de los contactos en los Estados Unidos... y Bastardo me odiaba por haber puesto al descubierto su insignificancia;

La pregunta se tornaba más irritante a medida, que él demoraba enigmáticamente la respuesta. ¿Acaso la KGB no tenía docenas de fachadas apropiadas? Pero durante las entrevistas ulteriores, su afirmación de que me exploraría en el momento) oportuno cuál era el procedimiento para tomar contacto dejaba cada vez más en claro que aún no le habían dado instrucciones.

Finalmente, me entregó la dirección y el número telefónico de un apartamento y me ordenó, como si la idea se le hubiera ocurrido a él, que telefoneara o cablegrafiara allí si debía ponerme en contacto con urgencia. Esa misma noche, al pasar frente a una cabina telefónica, me pregunté si me había dado las señas de su propia casa. El método para comprobarlo era muy sencilla: colgaría cuando alguien me atendiera. Nadie contestó a mi llamada. Ése número no existía y, cómo lo demostró un rápido viaje en taxi, en la dirección que me había dado no había ningún edificio.

Él postrado Aliosha se mofaba dé la muerte: apoyado contra las almohadas, decía que creía haber triunfado sobre él dolor y escuchaba complacido el constante repicar del teléfono. Conversaba acerca de las entradas para la próxima visita de Duke Ellington y acerca de la exposición canina del fin de semana, para la cual los miembros de la «sociedad» moscovita ya estaban acicalando a sus ejemplares. De pronto cubrió el teléfono con la mano y anunció que Maxi iba a obtener el primer premio.

Tuve un acceso de compasión y desaliento. Ese era el signo que yo temía: su anormal euforia se empezaba a transformar en manía, y el inevitable derrumbamiento posterior le dejaría sumido en una depresión insondable. La fantasía dé Maxi era un síntoma inequívoco: por muy impecable que fuera su linaje, era ridículo pretender que ese cachorro desaliñado obtuviese siquiera una mención en una primera exhibición. Pero Aliosha siguió divagando sobre la necesidad de pintar de blanco uña pared para poder exhibir mejor la medalla de oro, y faltó poco para que rugiera cuando traté de hacerle entrar en razón.

Deprimido por la futilidad del plan y de todo lo que representaba, pasé el resto del día recorriendo la dudad en busca de un nuevo cabezal para la máquina de esquilar alemana de preguerra que había comprado junto con la misma Maxi, pero que nunca había utilizado. Existía una probabilidad sobre diez mil de que sus contactos pudieran conseguirle la pieza codiciada, y mientras continuaba mecánicamente la búsqueda traté de imaginar otra distracción más digna que sustituyera a ésta. La flamante ambición de refinar su estilo de vida, que la semana anterior Se había traducido en la insistencia para que comprara toallas dé baño de «grosor californiano» para sustituir a las suyas, ya desfilachadas, le inmovilizaba en trivialidades patéticas, totalmente desvinculadas de su futuro.

Pero en verdad encontré un cabezal adecuado. Cogiéndolo entre los dedos, experimenté momentáneamente la trémula exultación de una coincidencia poderosa, como si me estuviera guiando el destino y todo fuese posible.

Cuando volví, Aliosha estiró la mano como si le estuviera entregando algo tan vulgar como un vaso de agua mineral. Inmediatamente volvió a enviarme a las bibliotecas y a la Asociación Central de Criadores dé Perros en busca de todos los folletos que trataran del cuidado y el adiestramiento de los caniches. Esa misma tarde, retenía sobre la cama a Maxi, después de haberla bañado y secado escrupulosamente, mientras el Amo y Nina la colocaban en las posiciones que mostraban las fotos de los libros.

Aliosha abordaba ese nuevo e improbable proyecto con un atisbo de su antiguo ingenio yanqui, pero también con un ápice de histeria. El año anterior no había tenido, para las exposiciones caninas, más que un comentario irónico. Ahora, la esquila le ponía alucinadamente tenso, y aunque estaba desfalleciente reaccionó enfurecido cuando intenté hacerle descansar. En el último minuto oyó decir que alguien tenía un nuevo cabezal para «campeones», y amenazó con «cancelar» nuestra amistad si no le prometía que a la mañana siguiente emprendería una nueva búsqueda.

Recurriendo a una nueva fuente de energía empezó a entrenarla: su voz y mi cuerpo realizaban la labor. Durante cuatro días la habitación se convirtió en una perrera. Había aprendido de memoria el contenido de los folletos y había tomado notas durante una inquisitiva consulta con el criador mientras yo sostenía el auricular junto a su oído. La inteligencia de Maxi, que asimilaba perfectamente las órdenes y los movimientos, nos asombró. Habría jurado que entendía lo que estaba en juego y que quería darle una gran satisfacción. Maxi, como su amo, trabajaba concienzudamente.

Pero lo que más nos cautivó fue el amor de Maxi por la vida, estimulado por esas nuevas manifestaciones de interés. Y su encanto, que Aliosha acicateaba.

—Eres una magnífica dama —graznaba Aliosha constantemente—. La más pura representante de tu sexo y tu raza... Recuérdalo, querida.

A medida que Aliosha se debilitaba, su táctica de alentar a los demás se hacía más desafiante.

—El hecho de que yo esté condenado no significa que tú también lo estés —decía—. Tú desbordas belleza y salud, has nacido para triunfar.

El domingo de la exhibición, el dolor recrudeció con toda su fuerza. Comprendí que no debía dejarlo solo, pero él insistió en que yo concurriera, con una combinación de fingido enojo y frágil provocación.

—Y no te molestes en venir sin la medalla de oro. Ni tú ni Maxi: la belleza se mide por la admiración que despierta.

La Exposición de Perros de Servicios Auxiliares de Moscú se celebraba, con toda la confusión propia de un festejo soviético de naturaleza no militar, en una casa solariega de las afueras. El «pasaporte» de Maxi, o sea la autorización avalada por un notario público en virtud de la cual Aliosha me delegaba la potestad de actuar como su cuidador en la exposición, convenció a los dubitativos funcionarios de que yo tenía derecho a inscribirla. También aceptaron los certificados médicos de Maxi, aunque en ese momento ésta parecía más enferma que nunca. El primer encuentro con los millares de competidores y espectadores —gentes aburridas en busca de pasatiempo y entusiastas fanáticos, el habitual mosaico ruso de absoluta improvisación y especialización pedante— la espantó. Y después de la primera hora de ladridos, rugidos y vociferaciones, quedó intimidada.

Yo tenía más ganas que ella de volver a casa, pero temía regresar con las manos vacías. Las bromas de Aliosha sobre el premio habían sido demasiado serias. A medida que se aproximaba la hora de la verdad aumentaba mi abatimiento, puesto que no sabía cómo satisfacer las fantasías de Aliosha, y llegué a pensar en la posibilidad de canjear mi chaqueta de piel de ante por un primer premio ajeno. Esa empresa —como la estrategia para tratar con Bastardo— pedía a gritos la sutileza del mismo Aliosha.

Pastores alemanes, grandes daneses, spaniels. La mañana se arrastró hasta confluir con la tarde, mientras los discursos patrióticos sustituían a los veredictos postergados. La casa solariega era un conglomerado de cachorros y niños gimientes, azuzados por el cansancio y la sed. Por fin tocó el tumo a los caniches, y cientos de ellos con predominio de los marrones y negros, salieron a desfilar, todos con más garbo que la desconcertada e irritable Maxi, conspicua por su flamante blancura.

Entonces cobró vida. Alzando la cabeza, pareció comprender que las horas de espera habían sido triviales. Había llegado el momento del Gran Espectáculo. Su gallardía aumentaba cada vez que saltaba una de las vallas reglamentarias, subía una escalera como le habíamos enseñado a hacerlo, daba la pata y —como un número de circo— ladraba obedeciendo mis instrucciones. Su esfuerzo de principiante resultó súbitamente tan conmovedor que un sector de admiradores próximos empezó a vitorearla. La quise por esto como no la había querido nunca: podría decirle sinceramente a Aliosha que no había hecho el ridículo.

Había oído decir que los jurados eran sobornables, pero cuando iniciamos nuestro desfile en torno de ellos —siete u ocho hombres relativamente acicalados, en el centro de una pista de tierra— parecieron desmentir esta versión, porque nos hicieron avanzar constantemente desde los últimos lugares de la columna de cuatro en fondo donde habíamos estado inicialmente, hacia la parte delantera, donde se colocarían los ganadores, como si quisieran jugar con la esperanza que yo alimentaba contra toda lógica. Maxi irguió la testuz como nunca lo había hecho antes, y se mostró más refulgente qué la nieve campesina de la intemperie.

—Eres una magnífica dama —repetía yo incesantemente, imitando el graznido de Aliosha, y ella asentía con sus ojos radiantes. Nos hicieron adelantar del decimonoveno lugar al octavo, al quinto, al tercero. Eso era más de lo que yo me atrevía a pensar, en voz alta, pero sólo la medalla de oro conformaría a Maxi, que empezó a brincar, sonriendo incluso a los jurados. Estos se dejaron subyugar por tanta simpatía. ¡La declararon

Enfervorizados, nos precipitamos hacia la mesa, ignoramos las instrucciones según las cuales debíamos quedarnos para el desfile de los campeones de las diversas razas y corrimos hada la salida. En el trayecto hada el apartamento:, aceleré el Volga casi tanto como Aliosha acostumbraba a hacerlo. Mi llave apenas había rozado la cerradura cuando gritó desde la cama:

—¿Dónde está la medalla, chico? Deprisa, te dije que quiero verla.

Maxi saltó para lamerle la cara furiosamente. Para aderezar la gratificación con un poco dé suspense, le dije que los jueces habían sido ciegos.

—¿Cómo es posible, muchacho? —aulló, apartando bruscamente a Maxi—. ¿Ni siquiera la de plata? ¿Porque, para qué, nos has deshonrado tan cruelmente?

Volví a depositar a Maxi junto a él, me excusé por la broma de mal gusto y le mostré la medalla de oro. Quedó tan satisfecho como si le hubieran reivindicado de una injusticia semejante a la que había padecido Dreyfus.

—Aja, ¿qué te había dicho'?

Bebió un sorbo de coñac con nosotros para celebrarlo. La jornada se había parecido al episodio «feliz» de un filme muy triste que ya había visto. Si por lo menos su misteriosa premonición sobre el premio hubiera sido un símbolo de algo.

—No le pido que robe los códigos secretos de su embajada. Alístese en la CIA y entrégueme una nómina de sus espías. Le doy la oportunidad de demostrar su lealtad a sus propios principios y de forjarse una vida auténtica.

El colapso que puso fin a su euforia pareció primordialmente psicológico. Su estado de ánimo volvió a cambiar: se apartaba de toda realidad, excepto la de su entorno inmediato y la de sus ensueños, que no divulgaba. Me pregunté si el tumor le había alcanzado el cerebro.

En el terreno intermedio del mundo exterior, su inteligencia se comprimía. Privado del poder de concentración necesario pata leer libros, se consagró a los periódicos —lo cual era de por sí una regresión desoladora— en los cuales buscaba los temas de interés humano que luego nos relataba con la misma fruición con que una criada narra argumentos de filmes. El ciudadano de Irkutsk que había sido condenado reiteradamente por embriaguez hasta que se descubrió qué su páncreas enfermo segregaba alcohol en la sangre. La dependienta de una tienda de Moscú que había ganado un— galardón público por ser realmente amable. Un grupo de fábricas de Rostov que recibían quince mil vagones anuales de grava de Stavropol, situada a trescientos kilómetros, en tanto que las canteras de Rostov enviaban la misma cantidad de idéntico material a las fábricas de Stavropol... No sabíamos si debíamos frenar o estimular este risueño apetito por semejante bazofia.

Su temperatura bajó y la tos torturante desapareció virtualmente, pero fue reemplazada por accesos de ahogos agónicos, durante los cuales los ojos amenazaban con saltársele de las órbitas en sus esfuerzos por respirar. Si debía morir ahogado, pensé, ojalá fuera pronto para terminar con esos horribles jadeos. El espectáculo que brindaba ese ser demacrado que se retorcía víctima del dolor era a veces tan atroz que se me hacía insoportable.

Ocasionalmente buscaba la mano de Nina o la mía. En otras oportunidades nos suplicaba que nos fuéramos, y que yo regresara a los Estados Unidos. ¿Por qué debíamos sufrir sus «exhibiciones»? Pero apretaba los dientes amarillos y ni siquiera entonces lloraba.

A veces las noches eran mejores, aunque Nina se iba y Aliosha no tenía más de tres horas seguidas de paz, a pesar de las píldoras que le suministraba el hospital. Yo dormía en el diván, que colocaba cerca de la cama. Una mañana, antes de la madrugada, me despertó un presentimiento. La lámpara estaba encendida, como siempre. Aliosha, con sus hombros de biafreño famélico, se hallaba sentado en la cama. Se había quitado la chaqueta del pijama y la apretaba contra su vientre.

Antes de que mis ojos pudieran enfocar me sobresaltó el hedor... el mismo que había percibido semanas antes en el cuarto de baño del hospital, pero concentrado en un nuevo paroxismo de abyección pútrida. Me disponía a acercarme a él cuando lo vi. La secreción de una fisura abierta debajo de su caja torácica le empapaba el pijama. Se apañaba solo, buscando algo seco, y fue entonces cuando su mirada se cruzó con la mía y volvió la cabeza. Conteniendo el deseo de vomitar, le higienicé con una toalla limpia y sostuve su cara entre mis manos para borrarle el horror que se inspiraba a sí mismo. Luego apagué la lámpara para acabar con la luz y las sombras espectrales.

Pronto nos acostumbramos a eso. Las fístulas reventadas canalizaban sangre, pus, humores endocrinos y líquidos inidentificables. Sobre la sustancia de los viejos tumores crecían otros rojo— azulados que luego se abrían para diseminar el veneno. Se estaba pudriendo en vida.

Mencionó a un destacado profesor de relaciones internacionales de Yale que había llegado a Moscú hacía dos semanas en misión de estudio. Ante comisiones legislativas y en periódicos de gran circulación, el profesor había exhortado a proceder con cautela en el campo de la distensión, porque, advertía, las intenciones soviéticas a largo plazo no habían cambiado. Y dos años atrás había procurado ayudar a un estudiante soviético que participaba en el programa de intercambio, y que después de pedir asilo en New Haven anunció que los diplomáticos soviéticos habían amenazado a su familia con tomar represalias. Bastardo sospechaba que el profesor había «desempeñado un papel turbio» en ese «asunto amañado».

—Y, en general, es un hombre corrompido, a quien le pagan para que difame al socialismo y emponzoñe las relaciones soviético-norteamericanas.

Pero no estaba «totalmente seguro» y quería que yo le ayudara a «desvelar la verdad».

—Por su propio bien, le aconsejo enfáticamente que vaya a verle. Lleve un par de chicas a su habitación. ¿Qué puede haber de extraño en que dos compatriotas se diviertan un poco juntos?

Sin embargo, la treta de fotografiar una orgía en un lecho de hotel era demasiado obvia, incluso para él. Bajó la puntería.

—Vaya a visitarlo, sencillamente, averigüe cómo ve las cosas en el mundo cambiante de hoy. Usted saldrá beneficiado de una conversación seria. Créame, no hay nada más noble que librar de sospechas a un inocente.

¿Las sospechas de quién, grandísimo canalla? Pero ése no era el momento oportuno para enredarle en sus propias contradicciones. El hecho mismo de que esa noche Bastardo no me hubiera amenazado me indicó que sus jefes habían tomado la decisión de ponerme a prueba. No podía seguir entreteniéndoles para ganar tiempo.

Casualmente, yo había conocido al circunspecto profesor en un seminario. Pero ni siquiera en Yale habría entendido muy bien por qué necesitaba visitarlo, y menos aún interrogarlo acerca de la distensión. Para colmo, no podría darle el informe de una entrevista inexistente: seguramente Bastardo nos hacía seguir a los dos.

Se alojaba en el nuevo hotel Rossiya. En el trayecto, me detuve en la Biblioteca Lenin, exhibí mi pasaporte y extraje de un archivo confidencial muchos ejemplares atrasados del Congressional Record. Después de una hora de búsqueda trémula encontré uno de sus artículos y copié algunos conceptos. A continuación fui a su cuarto, del cual tuve que sacarlo para que no grabaran nuestra conversación. Tragó amablemente el cebo —una invitación a catar la «auténtica» vida soviética tal como se reflejaba en una arenga sobre política internacional pronunciada en la Universidad— y pasamos dos horas juntos, ojalá vigilados pero no oídos.

Cuando entregué el resumen del artículo del profesor presentándolo como una versión de nuestra plática «multifacética, oficiosa», a Bastardo se le desencajaron los ojos. Su éxito le llenó de emoción, una emoción teñida de desconfianza colérica porque no entendió casi nada de mi inglés manuscrito. Mientras pasaba las horas, gruñó que no había «refinado suficientemente los detalles». Pero la superchería me dio un respiro: no volví a oír hablar de mi «informe» ni del profesor.

Aliosha echó al olvido la víspera de Año Nuevo: no mencionó la fiesta ni la fecha misma.

—Ocupémonos de temas más importantes.

Pero intuí que más que la comunicación a través de las palabras y los pensamientos, anhelaba el solaz del tacto: necesitaba la ratificación de que sus incontenibles secreciones no le habían tomado repugnante. Me metía en cama y yacía junto a sus huesos mientras algo, dentro de éstos, intentaba reivindicar la vida mediante la evocación de imágenes de su historia.

Divagaba, repetía, olvidaba. Rememoraba la visita de un cuarteto de cuerdas a unas atónitas legiones de tanquistas que descansaban después de la batalla, y enseguida se enfurecía porque no lograba recordar dónde se había desarrollado ese insólito concierto. Muchos recuerdos parecían agotar su facultad de narración: mientras me apretaba la mano en silencio, yo le sentía revivir literalmente episodios conmovedores. Reiteraba que quería dejar algo en claro acerca de los tiempos en que había hecho «diligencias galopantes» con el Abuelo en su carromato, pero incurría en digresiones menos trascendentes. Explicaba que diez años atrás se había desvinculado de la «sociedad» de Moscú porque no era otra cosa que un conglomerado deprimente de seres insignificantes que trataban de agrandarse con dachas, entradas al Club de Cine y los patéticos privilegios del régimen, pero yo sospechaba que omitía las reminiscencias realmente importantes sólo porque le faltaban fuerzas, y que le dolía no haber tratado de poner su vida en perspectiva antes de que fuera demasiado tarde.

Ocasionalmente, de la evocación de una persona o un lugar emergía un cuadro rutilante. Una esquina de Sujumi donde, en época de guerra, entre las estilográficas Parker y las afeitadoras Remington se podían comprar condecoraciones de guerra certificados impecables de exención del servicio militar y diplomas de cualquier universidad del país. Un cliente al que había defendido en una oportunidad, y que, después de abandonar el bachillerato, se hizo pasar por campeón de ajedrez, as de los pilotos de caza, campeón de paracaidismo e inspector de segunda enseñanza, ostentando medallas en los estadios, cobrando pensiones como Héroe del Trabajo Socialista y recorriendo el país suntuosamente como director de hotel, gerente de Aeroflot e inspector de finanzas. La cabeza tronchada que volvió a depositar sobre el torso de un amigo después de una batalla de tanques; los paquetes postales que había recogido en representación de un violinista que temía ir al correo porque se los enviaba una hermana asentada en París.

Aunque con esa jerigonza intentaba comunicar algo, se limitaba a comentar:

—Así eran las cosas en aquellos tiempos; así eran, alucinantes.

Había colocado nuevamente su lecho junto a la ventana. La miraba desde abajo, con la nariz ganchuda semejante al pico de una avutarda. A pesar de la nieve, unas pocas hojas habían brotado extravagantemente en el árbol del patio.

—Y eso es lo que queda. Siempre espero que sigan perseverando —luego se dirigía a Nina—: Debes encontrar a tu hombre, Ninochka. Tu salud me regocija.

Estudiaba su cráneo refulgente entre los párpados semicerrados, y me preguntaba si lo aborrecía tanto como para matarlo, si llegaba a acorralarme. La paradoja era que no sólo me exhortaba constantemente a madurar, sino que en verdad me ayudaba a hacerlo. Me sentía emerger de una prolongada infancia de necio optimismo, y entendía por primera vez que cuando menos la mitad del mundo está hecho de penurias y maldades... y que esto era lo que me había hecho sentir, desde las primeras semanas del año anterior, que en Rusia había encontrado mi hogar. Aprendía a aceptar el dolor como el país lo aceptaba, a poner en perspectiva mis propios defectos, a reconocer la verdad que se ocultaba detrás de mí compulsión norteamericana de ser —de simular ser— el hombre fuerte, sonriente y victorioso. Muchos siglos de tragedias insensatas les habían enseñado a los rusos que ni siquiera los fracasos más espantosos deben indignar o avergonzar a la persona humana. Ésta no era una lección despreciable para un estudiante de un programa de intercambio.

En el banco del patio estaban sentadas dos mujeres de la misma edad. La voz de la más locuaz, con un timbre nasal parecido al del Bronx neoyorquino, trepaba por la escala de la indignación.

—Entonces le dije, ¿qué es lo que me has regalado? ¿Una simple caja de bombones, en una oportunidad; un par de medias? Unas flores... hasta que me enteré de que te las habían obsequiado tus propios alumnos en el día de la graduación. Te aseguro, dije, que deberías avergonzarte de mencionar esos «regalos»... Y entre nosotras dos, querida, lo que me costó, oi, arrancárselos.

La miré para verificar si hablaba en serio. Por supuesto. La vida continuaba. También, suponía, en Washington, donde Nixon se regocijaba con el triunfo de su reelección; en París, escenario de los preparativos de Kissinger para poner fin a la guerra de Vietnam; y en el mismo Moscú, donde los judíos aún lloraban la muerte de los atletas olímpicos israelíes. Pero mis pensamientos no podían ir más lejos. Desde una ventana que se abría sobre el patio, un hombre macilento que parecía un ex contable miraba hacia abajo con expresión vacía de jubilado. Hacía girar los pulgares... primero en esta dirección durante horas, y luego en la contraria. Lo cual lo ayudaba a pasar su invierno, y me ayudaba a mí a pasar el mío, observándolo, cuando salía a tomar aire.

Yo había bajado mientras Nina trajinaba con las sábanas pútridas. Sólo ella podía soportar día tras día los detritos de Aliosha sin el menor sentimiento de sacrificio y sin la necesidad de evadirse periódicamente, como lo hacía yo. Su acendrada fe ortodoxa la inmunizaba contra semejantes inmundicias terrenales. Nacida en un ambiente campesino, se había criado junto a una madre analfabeta que se ganaba la vida como lavaplatos, en una habitación donde los cirios ardían frente a los iconos y como símbolo de veneración a Stalin. Aliosha la había abordado cinco años atrás cuando ella salía de una iglesia. Su fe religiosa la había inducido a mantenerse pura para compartir su vida con un solo hombre. Cuando concluyeron los pocos días pasados junto a Aliosha, se sintió torturada por el remordimiento y por una angustiosa nostalgia, e intentó arrojarse bajo las ruedas de un coche. Aliosha la albergó durante otros quince días, y la adoctrinó pacientemente, hasta hacerle aceptar la vida tal cual era. Por fin Nina se resignó, pero a partir de entonces se dedicó a rezar constantemente por él, y nunca imaginó siquiera que podría amar a otro.

Me hizo una seña para que volviera a la cama, junto a él. Su voz era tan débil que tuve que acercar el oído a su boca. Algo reverberaba dentro de su tórax, con cada palabra, como las cuentas de una falda de abalorios.

—A veces no siento ninguna pena. ¿A quién puede importarle abandonar esta existencia insípida, infecta, sórdida? No tenemos arte, ni literatura, ni nada auténtico. Sólo propaganda para preservar nuestra estolidez... Y mi trabajo era una parodia. Todos los días defendía a asesinos, ladrones, sujetos que perpetraban violaciones en los zaguanes. En lugar de redimir a esa resaca humana mediante la educación, la flagelamos. Terminan convertidos en animales. No tuve una profesión, viví una vida inútil...

La trepidación de sus cuentas interiores concluyó con un acceso de tos convulsiva. Al cabo pudo continuar el discurso en un tono más suave, con largas interrupciones entre una oración y otra.

—Quise hablar de todo esto con mis amigos. ¿Por qué vivimos una existencia tan desprovista de sentido? Me miraron boquiabiertos... con recelo, con desconfianza. Como si no entendieran. Entonces me di cuenta: casi nadie entendía. Al fin yo aprendí... a cerrar el pico.

»Y a levantar faldas. En algunos sentidos te pareces mucho a mí; sin embargo, para ti esto ha sido una distracción, no un modo de vida. Ves una muchacha. La llevas a casa, miras cómo se desviste. La mimas... pero todo es una pose; en realidad no te interesa. Al día siguiente te mira, extrañada: ’¿Esto es todo?’ Sí, es todo. Y es entonces cuando lamentas no haber nacido un siglo atrás, antes de la profanación llamada régimen soviético. O dentro de un siglo, cuando tal vez el espectro de una civilización volverá a rondar por nuestra patria. Yo aparecí justo en el medio.

Esa noche:

—Santo cielo, te estoy abrumando con mi ira. Lo hago aún más difícil para ti, lo cual es demencial. No tienes motivos para amargarte. Pero lo habrías descubierto por ti mismo. Si te quedaras aquí, finalmente los bastardos te subyugarían. Te convertirían en su rufián... siempre lo intentaron conmigo...

¿Cuándo lo intentaron? Nuevamente no pude interrogarle.

Entre los visitantes de última hora se contaron ex amantes que habían sido demasiado tímidas para ir al hospital, y ex clientes que entraban con la gorra en la mano, como campesinos en el funeral de Tolstoi. Cuando Aliosha los reconocía, se complacía en pronunciar sus nombres.

Al comienzo, alimenté la esperanza de que Anastasia viniera un día, como Nina, para ayudarme a cuidarlo. Pero cuando apareció su rostro pálido, yo estaba muy cansado. La última vez que había estado en esa habitación se había frotado las manos mientras yo babeaba hablando de mi corazón. Pensé más en la primera vez, cuando había sucumbido a su ingenioso pretendiente, que ahora yacía en el lecho como un saco informe. Todo el auténtico dolor padecido desde entonces determinaba que incluso mi convicción acerca de nuestro futuro resultara intrascendente.

Se sentó junto a él, sin llantos ni poses. Me fui para dejarlos solos. Apareció más tarde. Su rostro reflejaba lo que había aprendido, y se sentó a mi lado en el banco del patio. Vimos cómo oscurecía, y conversamos.

—Depende de ti. Eres su hijo, y sus padres... eso debe consolarte un poco en medio de esta locura.

—Seis meses. ¿Es posible que sea verdad? Si vive hasta la víspera de Año Nuevo, serán siete. Y él supo desde el primer momento que estaba sentenciado.

—Tú has cambiado. Te necesita a ti cuando es más difícil. Eres distinto, ¿sabes?

Recordé cuánto había anhelado oírle decir esas palabras. Entonces comprendí cuál es la jugarreta de la vida: el mismo cambio, si así había que llamarlo, había diluido su importancia.

Anastasia dijo que el invierno estaba totalmente vacío. La medicina le interesaba menos aún que antes y tenía la sensación de que nada le saldría bien. Estaba hablando de pasar a un instituto de literatura cuando comprendí qué era lo que le debía.

—Si alguna vez quieres salir de aquí, lo haré por ti —1a interrumpí—. Sabes a qué me refiero.

—¿Y ahora puedo contar contigo? —sin embargo, sus palabras fueron más una afirmación que una pregunta, mientras me agradecía la oferta con la mirada.

—Sería lamentable que te cases con otra —dijo con la mayor naturalidad.

Me apretó la mano y se fue.

—Por favor, Aliosha, ¿en qué podría perjudicarte? Prueba una pumita.

Desde hacía varios días, Nina le insistía para que comiera una galleta especialmente consagrada en un monasterio, presuntamente capaz de absolver al moribundo de los pecados inconfesados. Aunque sólo era eficaz en la víspera de Pascua, Nina había convencido a un sacerdote compasivo de que hiciera una excepción en beneficio de un buen hombre que tal vez no sobreviviría hasta entonces.

—Te sentirás mucho mejor. Te quitarás un peso de encima.

Trémulo de dolor, Aliosha depuso su resistencia a la «magia negra» y dio un mordisco.

—¿Y bien? —preguntó Nina, estremeciéndose.

—Es cierto. Ya me siento mejor.

Su susurro fue demasiado débil para deducir si realmente la galleta había tenido un efecto psicológico, o si estaba tratando de reconfortar a Nina.

—Es difícil entender la Naturaleza. Le concede el discernimiento al Homo sapiens y le obliga a contemplar su no existencia durante toda la vida. De una manera u otra, todos esperamos la hora señalada, consciente de que estamos condenados... Quizá de allí proviene el exceso de iracundia de la naturaleza humana. La evolución debería haberse detenido una o dos etapas más atrás.

Más tarde:

—Así disfrutaríamos más de la vida, porque ignoraríamos las connotaciones del tiempo. Lo he estado elucidando: tú eres un gato montés; Nina es una llama. Yo soy un ornitorrinco... eligieron el clima justo. Y Anastasia también pertenece a la familia del lince, de modo que a vuestros descendientes no les brotará la cola donde deban tener orejas.

Esa noche:

—Mi mayor error consistió en no tener hijos. Echo de menos a mi niña y mi niño... Recuerdo que mi madre se inclinó sobre mí para mirarme la noche antes de partir. Muy tierna, muy bella. Pensaba que yo dormía. El manjar prohibido de mi vida. Ni siquiera sé si recuerdo esa escena o si la soñé...

El esfuerzo le hizo palpitar furiosamente el corazón.

El jadeo de Bastardo en el auricular, cuando entré corriendo a la residencia para mudarme de ropa, me hizo abandonar la ilusión de que había dejado de llamarme por respeto.

—Y hay otras actividades apremiantes a las que deberé dedicarme más o menos una semana. Algunos de sus compatriotas me tienen atareado, eh. Pero cuando vuelva recuperaremos el tiempo perdido.

De alguna manera, sus amenazas eran menos concretas y él mismo parecía menos repulsivo. Pero era la Providencia la que le alejaba en ese preciso momento. Distraído por este pensamiento, me oí a mí mismo deseándole buen viaje.

—¿Qué?

Exigió una explicación por mi ligereza.

Cuando la médico residente que le visitaba cada dos días durante su gira en la ambulancia vio que su sufrimiento era intolerable, recetó morfina. Me explicó cómo debería inyectarla y dejó la dosis necesaria para tratarle hasta su próxima visita. Bastardo continuaba urdiendo su chantaje y en otros ámbitos la burocracia seguía siendo tan estúpidamente rígida como de costumbre. Pero en mi condición de miembro de la pequeña familia médica que atendía a Aliosha, me confiaban una partida de alcaloides.

Él había esperado esa etapa con la misma impaciencia con que un paciente con una pierna fracturada aguarda el momento en que le quitarán la escayola. Feliz de pasar sus días postreros en medio de un «confort moderno», se animó en la medida suficiente para pergeñar sus últimos planes. Para pagar la deuda contraída con Nina, quería que ella heredara el derecho a residir en el apartamento... y esto sólo sería posible si la desposaba.

—Usa tu dura mollera, Ninochka. ¿No entiendes que la única forma de hacerme un favor a mí consiste en hacértelo a ti?

Pero Nina pensaba que puesto que cuando estaba sano él no la había necesitado, casarse ahora significaría la complicidad con su muerte. Le rogó que se retractara de su deseo.

Aliosha se volvió hacia mí.

—Gracias a Dios tú no necesitas ayuda —dijo, olvidando nuestras antiguas conversaciones en torno de los iconos. Me aseguró que progresaría por mis propios medios... hasta la cúspide. Pero Maxi .debería viajar conmigo. Si comía hamburguesas norteamericanas viviría hasta los veinte años, como símbolo material de nuestra amistad.

No se conformó con que un notario legalizara su donación. Quiso ver con sus propios ojos el documento donde constaba que abandonaría el país conmigo. Mientras Aliosha dormitaba, yo recorrí media docena de oficinas con el Volga, que también agonizaba por falta de reparaciones. Todos esos organismos estaban facultados, según los anteriores, para autorizar la emigración de un animal doméstico. Llené apresuradamente los formularios, redacté actas, conté la historia en la Asociación Central de Criadores de Perros, en la Oficina Central de Aduanas, en el ministerio de Deportes. Aliosha se despertaba y señalaba la medalla de oro como prueba de que finalmente el éxito me sonreiría.

No había reglamentos que prohibieran la salida de Maxi: sencillamente era imposible obtener el permiso. Nadie había oído hablar de un caso semejante, y por tanto todos contestaban espontáneamente con una negativa. Un esbirro observó que Maxi había sido galardonada con una medalla de una institución oficial que era simultáneamente una asociación deportiva y un cuerpo voluntario auxiliar. En otras palabras, podrían necesitarla en caso de emergencia nacional y por esa razón pertenecía al Pueblo. Al fin, un alto funcionario de aduanas exigió que pagara un impuesto equivalente al trescientos por ciento de su valor estimado: una descarada extorsión de quinientos rublos para el tesoro soviético. Antes de que pudiera pagar esa suma, un funcionario del ministerio de Comercio Exterior puso el veto a tal operación.

Esa tenebrosa obstinación patriótica volvió a estimular las reflexiones de Aliosha acerca de lo que era un país «normal». Maldije a Rusia por negarle a un moribundo su última voluntad de legar un perro. La materialización de este proyecto no tardó en parecerme tan importante como antes lo había sido la recuperación de Aliosha. Cuanto más tiempo perdía lejos de él tanto más obligado me sentía a triunfar. Corría de un imponente edificio a otro, abriéndome paso entre el público suplicante, gritando a los rostros estólidos que me miraban desde detrás de las ventanillas donde se realizaban las solicitudes. Necesitaba obtener la victoria final... y demostrarle a Aliosha que tenía cojones para apañarme solo.

Toqué su frente, frágil como una cáscara de huevo, y le aseguré que triunfaríamos. Pero su interés menguaba a medida que aumentaba mi obstinación. Maxi empezaba a fastidiarlo. Los meneos de cola y la conversación acerca de la necesidad de pasearla le resultaban insoportables: me pidió que le buscara otro hogar. Oscurecí el cuarto con mantas colgadas sobre las ventanas, para que no tuviera que forzar los ojos. Anastasia volvió a visitarlo, pero él no se dio por enterado.

Ahora sólo le interesaba la morfina, que le inyectaba cada tres horas... en los brazos, no obstante todos los pinchazos anteriores, porque el resto de su cuerpo era una llaga purulenta. La doctora me suministró dos analgésicos complementarios. Yo empleaba los tres juntos, aumentando progresivamente las dosis para satisfacer sus súplicas cada vez más desesperadas. Saturado de drogas, con la boca abierta como los pacientes de las clínicas geriátricas, se sumergía en el limbo.

Miramos el bulto tapado por el cobertor. Se había movido.

—No ha muerto. Aún piensa.

Al cabo de una hora, otro movimiento.

—Tenía tan pocos amigos... nos conocimos tan tarde.

Al día siguiente, intentó recuperarse.

—Siempre me siento bien cuando pienso en ti. Y dado que esto ocurre a menudo, puedo decir que soy feliz...

Nina no fue a trabajar y se estiró sobre el diván. Yo utilicé el colchón del Mar Negro. Apenas nos miraba con sus ojos drogados, y a veces lo hacía como si fuéramos extraños.

Un día tomó una cucharada de huevo, al siguiente un vaso de té. Un día más tarde bebió unos pocos sorbos de té que no pudo tragar. Transcurrieron treinta y seis horas en las que sólo pronunció cuatro palabras: «amargo» y «absurdo, aún aquí». Cada resuello pasaba por sus labios apergaminados y su garganta reseca con un ruido semejante al de un crótalo funerario. Incapaz de seguir soportando esa crepitación durante más tiempo, Nina le metió una cucharadita de agua en la boca. El líquido permaneció allí, oscilando en una y otra dirección hasta que terminó de chorrear hacia afuera.

La doctora dijo que no se podía hacer nada. Aliosha cayó en algo que pasaba por ser un sopor y convencí a Nina para que fuese a buscar pan. Ella comía apenas más que él. El tenebroso bamboleo de la habitación se parecía al de un submarino varado y desprovisto de corriente eléctrica. Cuando se despertó, comprobé que había tenido una nueva recaída, aun desde el bajo nivel anterior. El menor cociente posible de vida seguía aleteando en él. Le cogí la mano y las palabras brotaron atropelladamente entre mis labios.

Le dije que me sucediera lo que me sucediere, estuviera donde estuviere, nunca tendría un amigo como él, con cuya sola compañía me sentía tan profundamente dichoso. Me bastaba estar sentado junto a él y charlar... o no charlar, como ahora.

Mi angustia brotó como si quisiera compensar todos los sentimientos que tan a menudo había reprimido.

—Queridísimo Aliosha, ¿por qué hay tan poca gente buena? ¿Por qué hay tan pocas amistades auténticas? Siempre me acordaré de ti. Del hombre que cambió tantas cosas para mí... Alioshinka mío, tú eres la rara presencia que permite disfrutar del resto de lo que vivimos. El don que tienes es el don que das.

Reunió todas sus fuerzas para mirarme. Creo que entendió.

Inmediatamente me sentí culpable por haberle cansado, y le exhorté a relajarse. Pero mis palabras empezaron a atormentarme aun antes de que hubiera concluido la frase. Descubrí, espantado, que al aconsejarle que durmiera tranquilo casi había reproducido el remate de nuestro viejo chiste acerca del funeral del director de fábrica.

—Queridísimo amigo, descansa en paz.

Una vaga mueca se dibujó en su cara. Quizás expresaba enojo por mi desliz o satisfacción por el humor negro. Anhelaba explicarle que no había sido intencional, y retomar el espíritu de mi panegírico, pero habría sido inhumano pedirle que me siguiera escuchando. Lo más importante, en ese momento, no era aligerar mi conciencia, ni tampoco saber qué opinaba él de mí. Tendría que vivir con la inexplicable carga de que las últimas palabras que le había dirigido —las últimas que habría de entender en su vida— hubieran sido producto de un lapsus. El abismo que se abría entre nosotros era insalvable. El mundo estaba tan desprovisto de sentido como las tablas del piso. Me dejé caer de hinojos sobre ellas porque esa noche no podía soportar el uso de una silla...

Después de medianoche su respiración se convirtió en un ronquido tétricamente convulsivo. Llamé nuevamente al servicio de urgencia. Un médico joven le sometió a un examen misericordiosamente breve y le aplicó una inyección. Miré fijamente a Aliosha, tratando de establecer contacto. Seguramente sabía que esos eran sus últimos minutos. Pero no vi más que el vado y la descomposición. Una hora más tarde, aspiró una bocanada de aire que me desgarró los oídos. Luego el cuarto quedó sumido en el silencio. Quizá lo inimaginable no se materializaría si me quedaba quieto. Aliosha ya no existía, nunca volvería a existir.

Por el hecho de yacer sin vida, el envejecido muñeco de trapo que descansaba sobre la cama sumaba el miedo a la congoja paralizante. Nina le habló como si fuera un Aliosha más joven. Le contó que tenía pan fresco y le estiró las sábanas. De pronto se arrojó al suelo y se golpeó la frente contra una pata de la cama.

Atragantándose con sus palabras, abrazándose al cadáver, le preguntó por qué privaba a sus amigos de su bondad, por qué nos abandonaba en las tinieblas. Lanzaba aullidos de angustia... y yo rogué que tuviera fuerzas suficientes para continuar, porque a mí no me bastarían para enfrentar el próximo entumecimiento.

Cuando amaneció, lavamos el cuerpo, lentamente, para prolongar nuestro contacto con él. Nina ya se alejaba de mí. El gran vacío había empezado.

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