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¿Volver?

APAGO la luz y corro la inedia cortina por si me vigilan desde otra ventana de la residencia estudiantil. Si la KGB interviene, pienso con asombrosa serenidad, lo hará en las próximas horas. La oscuridad prematinal de diciembre suministra un margen de seguridad, y de todos modos es mejor que sea ahora y no nunca. Allí abandonado, el icono sería una pista delatora.

Ayudado por el reflejo de la luz de los faroles nocturnos sobre la nieve, extraigo de su escondite los nueve decímetros cuadrados de barniz resquebrajado y madera y los guardo cerca del fondo de mi baúl, entre revistas de jurisprudencia y discos de balalaikas. Aunque todo marcha aún de acuerdo a lo planeado —mi Nuevo Compañero de Cuarto necesitará otros diez minutos para freír su desayuno en la cocina comunitaria— el suspense respecto de lo que probablemente nos espera a La Madonna y a mí produce una descarga de adrenalina en mi sangre.

De modo que me voy de Moscú tal como llegué: nervioso en razón de las rígidas leyes del país y de mi proclividad a transgredirlas. Delito de contrabando. Un día —si consigo pasar por el aeropuerto— sin duda atribuiré estas palpitaciones al totalitarismo. Me imagino disertando ante los auditorios universitarios acerca de los terrores subliminales del ciudadano soviético. Sólo yo sabré que las vociferaciones contra la perfidia del Kremlin me ayudan a ahogar los murmullos interiores que me reprochan mi corrupción. Y siento la tentación egoísta de denunciar diligentemente —y usufructuar— los crímenes del sistema.

El descubrimiento del icono enardecerá a los vistas de aduanas y les inducirá a buscar más material. El verdadero escándalo se armará cuando descubran un sobre con las notas autobiográficas de Aliosha, que encontré en su guardarropas, y que incluyen escritos sobre los casos que defendió. Este delito, catalogado como robo de documentos estatales, podría hacerme aprender durante cinco años lo que es pasar hambre en un campo de trabajo. Y podría privarme de la posibilidad de volver a visitar Rusia: otra sentencia rigurosa, aunque la idea de partir —¡sí, rumbo a la libertad de pacotilla!— me ha convertido, durante esta última semana, en un cachorro que gime pidiendo que lo saquen a pasear.

Ahora no tengo tiempo para semejante estado de ánimo. Para el sueño de salir, de zafarme, de escapar. De liberarme del miedo envilecedor a que unos caprichosos «ellos» me pillen tarde o temprano... por dudar del comunismo, por gustar de las mujeres, por ser yo mismo. Después del funeral, a veces tuve que refrenarme para no echar a correr por el pasillo, gritando que estaba orgulloso de ser un perro servil del capitalismo imperialista.

Para aplacar el ansia de manumisión, pasaba días enteros en las oficinas de KLM y Air France estudiando los horarios, modificando las rutas... todo para convencerme a mí mismo de que podría partir cuando se cumpliera mi plazo. El sólo hecho de estar en las oficinas de una compañía occidental me levantaba el ánimo. Como sucedía con todo lo demás, necesité cuatro veces más tiempo que en un país normal para conseguir un billete, pero mientras bramaba contra la burocracia y la manía de seguridad, me sentía secretamente complacido. Porque podía derrochar más tiempo en una actividad que pasaba por ser importante y no exigía ningún esfuerzo intelectual.

Sin embargo, el icono es una señal electrónica para alertar a los funcionarios que me desenmascararán y me retendrán aquí, pisoteando mi afán de partir. Una Virgen y un Niño con una cubierta de bronce deslucido y con los olores de muchas generaciones de mugre acumulada en una cabaña campesina, algo por lo que no obtendría más de doscientos dólares si alguna vez se me ocurriera venderlo. Pero necesito coquetear con el peligro por él. Tantas riquezas rusas —poco importa que sean las riquezas de la pobreza— y yo me voy con las manos vacías después de estos febriles dieciséis meses. Un icono de contrabando: compensación simbólica.

Además, es el último sobreviviente del lote que Aliosha estaba reuniendo con vistas a lograr nuestra riqueza. Vendimos la mayoría de los otros durante el otoño para pagar el sustento, y alguien —probablemente un amigo que había venido a aliviarle el dolor— se alzó con varios de ellos mientras yo estaba fuera haciendo una diligencia. Sólo éste, verdoso, con su toque de Cristo de tienda de baratijas, llegó a mis manos. Y la camisa de franela para envolverlo, la misma que Aliosha se ponía para engrasar el Volga.

Cuando termino de cerrar el baúl, miro las cosas que dejo atrás. Gracias a Dios me he desprendido de mis últimos libros peligrosos: las memorias de Krushchev y las obras del Samizdat editadas por emigrados. Después del funeral, un desconocido parado en la cola del autobús me susurró angustiosamente que mi cuarto había sido registrado para prepararme una trampa. Aunque quizá tenía instrucciones de mostrarse asustado, preferí no correr riesgos, y distribuí rápidamente unos pocos ejemplares entre personas dignas de confianza y envié el resto por correo a un profesor que acostumbraba a arengarnos a Joe Sourian y a mí acerca de la perversidad de Truman.

Me imagino al ambicioso académico ocultando frenéticamente el paquete de libros prohibidos para que no los vean sus colegas, y esa idea me hace sonreír. Luego pienso en Heathrow, adonde mi vuelo llegará dentro de exactamente doce horas. Quizás haré un trasbordo inmediato para seguir viaje, hacia Nueva York: tal vez lo mejor será pasar la víspera de Año Nuevo en el avión, simulando que Aliosha está a mi lado para celebrar su última fiesta. O me quedaré unos días y recorreré las calles de Londres por las que transité cuando él aún vivía.

Pero ahora debo terminar de hacer mi equipaje antes de que aparezca mi Nuevo Compañero de Cuarto. Cuán pequeña es esta habitación cuando la miras; cuán desnuda, comparada con la del año pasado. Un último cigarrillo, y después saldré a recoger los documentos para la partida. Desde que empecé a planear este día, resolví que la primerísima prioridad le correspondía a una salida temprana para dar un largo paseo a pie por la ciudad.

Vuelvo a abrir las cortinas. Los fanáticos vestidos con buzos deportivos trotan en la aurora invernal. Pronto transmitirán el noticiario de las nueve, con locutores a los que conozco mejor que a Walter Cronkite. El programa de este momento se titula «Sobre la Vigilancia del Pueblo Soviético contra las Actividades Subversivas del Imperialismo». El comentarista explica que Occidente es una gran escuela de espías. Aprovechan la distensión para adiestrar a miles de personas que visitarán la patria de Lenin, inculcándoles técnicas de espionaje y psicológicas encaminadas a hacer bajar tu guardia ideológica... La cocina comunitaria es una babel de cacerolas y voces enronquecidas por el sueño. Alguien insulta a la encargada de la cantina porque la noche anterior no abrió el local y le dejó sin pan. Qué familiar me resulta todo, y cuánto más hueco que antes. Mi antiguo dolor «cósmico» sólo me llena parcialmente.

La nieve matutina es pesada y húmeda. Una mujer que empuña un bastón me pregunta cómo se llega a la «oficina de peticiones» del Soviet Supremo, y luego se lamenta ante mí por la detención de su marido como si yo fuera un vecino de su aldea. Le señalo hacia dónde debe encaminarse y desabrocho mi abrigo, a pesar de la humedad. Los trabajadores gruñen que ese empeoramiento de los inviernos soviéticos empezó hace diez años. «El artero Krushchev no se traía nada bueno entre manos.»

En el fondo de la plaza del Soviet me interno por una calle descendente. ¿Quiénes viven en estos edificios? Oh, sí, el «Tío Grisha», el viejo remendón que gasta sus suculentos ingresos en los restaurantes, con chicas bonitas. ¿Quién me llevó allí? Sí, la morena Masha del semestre anterior. Este año se aloja en otro pabellón de la residencia y la he visto pocas veces, excepto cuando ha venido a pedirme los Tampax. Un día dormimos juntos, para echar una cana al aire, y descubrí que había superado mi torpeza, de modo que quizás he progresado un poco. También he perdido algo: me pareció menos saludable, y sus anécdotas sobre la vida en Perm me parecieron rancias.

Masha me contó que Chinguiz le había escrito desde su exilio en Siberia, enviando saludos a su «vecino». Esa era la palabra en clave que utilizaba para referirse a mí. Se apaña, pero nunca volveré a verlo. Ni al voraz pedigüeño de libros, Semion, quien me elude. Ni al Ilia de Aliosha, quien pasa unas «vacaciones de trabajo» en Odesa, lo cual significa que está realizando una última tentativa encaminada a recuperar el oro de su familia. La mitad de mis amigos han desaparecido. Cuando tropecé con el sujeto más simpático de la camarilla del año pasado, me dijo que le gustaría hablar ahora que ha aprendido algunas cosas en la radio de provincia donde trabaja, pero que sería mejor que no lo hiciera. Y cuando visité a Lev Davidovich, el de la vieja Oficina de Consultas de Aliosha, me suplicó que no volviera a ponerme en contacto con él. Nos separamos como espectros culpables.

¿Por qué algunas personas se alegran de verme, cuando a otras les han ordenado explícitamente que rompan conmigo? Leonid me dijo que si seguían nuestros contactos nunca conseguiría el empleo periodístico con el que soñaba. Esta fue la gota que colmó el vaso y le indujo a solicitar el visado de emigración, no obstante sus juramentos de que nunca trocaría a Rusia por Israel. Su principal motivación fue el clima político, que le parecía peor que nunca. Convencido de que el comercio con los Estados Unidos no es más que un nuevo recurso para preservar el antiguo poder dictatorial, se sumergió en un pesimismo morboso.

Cuando hubo solicitado el visado, el jefe de redacción al que visitaba asiduamente —y que como él bien sabía era además capitán de la KGB— lo convocó a su despacho. Ese hombre ya maduro, amigo de su familia, hizo un comentario sobre «ustedes los judíos». Leonid, que había soportado durante años los insultos de la camarilla, le escupió en la cara.

El jefe de redacción guardó el pañuelo y llamó rápidamente a la policía mientras la prueba material de la «Falta de Respeto a un Funcionario Oficial» estaba aún fresca sobre su mejilla. Lo primero que la policía le ordenó a Leonid fue que expectorara sobre una hoja de papel para practicar un análisis químico de su saliva. Pasó dos semanas en la cárcel por gamberrismo le redujeron la sentencia porque el jefe de redacción-policía se apiadó de sus padres— y durante ese lapso se robusteció su decisión, sobre todo cuando le afeitaron la cabeza.

Poco tiempo después de ese episodio recibió una carta de Yenia, cuya hermana le ayuda a vender cuadros al por mayor a los turistas norteamericanos que pasan por Tel-Aviv. El Gigante Barbado le tiene menos inquina a Israel, pero la expresa con más desparpajo que en Rusia, porque ha abandonado toda cautela para criticar en público, y pasa buena parte de su tiempo realizando gestiones para emigrar a Nueva York. Bendice al «humanismo soviético» que le aguzó el ingenio para obtener un visado de salida de una «burocracia miserable»... y este flamante despliegue de impertinencia en un medio seguro irrita a Leonid, el nuevo sionista.

Así cambian las actitudes a medida que el país busca obstinadamente soluciones inexistentes. Pero, como siempre, sus lecciones personales son más importantes que el refrito social y político de nuevos sueños —extraídos de otros viejos— que intenta ofrecer. No sólo Aliosha ha partido para siempre, sino también otro puñado de seres próximos. La lección del país dónele la gente desaparece de un día para otro no consiste simplemente en que la vida continúa porque debe continuar. Intuyo que me han prestado unos pocos amigos a los que hube de amar... y que me han sido arrebatados nuevamente para que sepa cómo deberé comportarme con los demás en el futuro.

En la antigua calle Stoleshnikov, un hombre vestido con un abrigo que le llega hasta los tobillos me arrastra hacia una cabina telefónica. Es muy importante, no ve bien y me pide que le ayude a marcar. Hago tres intentos seguidos en los que obtengo el mismo número equivocado y se aleja sin decir palabra.

Hoy la calle Stoleshnikov está más concurrida que nunca. Cien mil parroquianos andan en pos de los obsequios de vísperas de Año Nuevo, coleando como espermatozoides. Los departamentos de joyería y licores están atestados de clientes boquiabiertos, congestionados, que se miran los unos a los otros como si no se reconocieran en su condición de miembros de la misma especie, lo cual es inusitado incluso en Moscú. Treinta rublos por un Lenin laqueado, con su indumentaria de empleado de banco; cuarenta por un tosco plato de arcilla. ¿De dónde sacan dinero estos trabajadores para semejantes derroches?

Los quioscos callejeros más humildes han perdido momentáneamente su atractivo. Las gordas que venden folletos políticos tienen tiempo para chismorrear con las gordas que venden sellos postales. Una cola se extiende alrededor de la manzana hasta la calle Petrovka, desde la puerta de una tienda que exhibe un surtido de sombreros de fieltro. Cerca del final, una madre monda una naranja para su hijo con toda la emoción generada por un país donde cada fruto, donde cada toque de la mano materna, es un vínculo tangible con la existencia humana.

Caigo nuevamente en un estado de ánimo familiar. La naranja me recuerda la obsesión del Trigorin de Chejov. «Noche y día, soy esclavo de un solo pensamiento ineludible —se quejaba—. Debo escribir. Debo escribir».

Veo allí esa nube, con forma de piano. Y pienso: tendré que decir en algún cuento que pasó flotando una nube, con forma de piano... Lo peor de todo es que soy presa de una especie de estupor, y a menudo no entiendo qué es lo que escribo... Siento que debo escribir acerca de todo.

Me pregunto por qué yo también me siento obligado a ver y grabar en mi memoria cada detalle. El chal parduzco de la mujer que chapotea delante de mí... uno entre diez millones exactamente iguales, con los que todas las mujeres de clase trabajadora mayores de cincuenta años se envuelven desde octubre hasta mayo. Sé que representa algo y debo fijarlo en mi memoria. En algún lugar debo registrar cómo la nieve se posa sobre la lana apelmazada y sucia. Cómo camina, esta mujerona, apretando su bolso de tela y abriéndose paso entre la multitud de palurdos que tiene delante.

Y ese canalón... un tubo de hojalata abollada desde donde el hielo derretido gotea sobre la acera de asfalto ondulado. Estoy obligado a estudiarlo para que no desaparezca de mi conciencia... porque eso lo equipararía con la muerte.

El canalón pertenece a un conglomerado de edificios amarillentos cuya sumisa resignación a su destino despierta compasión y amor por ellos, por mí, por la raza humana. Aquí se comban, reclamando sólo el derecho a compartir el mismo aire; y el inmenso mural de la bella Mujer Soviética que cosecha trigo y del impasible Cosmonauta Conquistador del Futuro deja intacta su humildad esencial. En la cafetería del subsuelo contiguo sirven una buena sopa de gallina. Este es mi último día, debo recordarlo. También debo recordar las historias que de lo contrario serán cartas del desván arrojadas al incinerador. Como la esquela que una ex amante, embarazada por un condiscípulo, le envió a Aliosha. «Querido Alioshik —escribió la joven desde la maternidad—, ojalá la pequeña Natastinka fuera tuya. La gente me sigue abochornando. Por favor ven a vemos si no estás ocupado.»

Quizás este episodio deba sobrevivir por los vestidos que les compró a la madre y la hija. Sin embargo, en la Rusia que voy a abandonar subyacen razones más profundas. Mientras caminaba por estas calles sin pretensiones, me he nutrido al comunicarme con el fuego, el agua, el aire y la tierra que constituyen el universo. Estas materias orgánicas; este planeta de confección casera. Los átomos de la empalizada corroída por la intemperie, que veo allí, están emparentados con los míos. He aprendido que pertenezco a esa totalidad exhausta, misericordiosa, que conocemos por el nombre de Madre Tierra.

Les reprocho a mis pies que me hayan traído aquí. La Plaza Roja es para los turistas. El Museo Histórico, castillo de la bruja de un cuento de hadas, que según se rumorea será arrasado muy pronto en el contexto del proyecto de reconstrucción total de Moscú para convertirla en una metrópoli «comunista» de acero y cristal. Un autobús cargado de elegantes turistas franceses que se dirigen al mausoleo. Y el Museo Central Lenin... donde, antes de conocer a Aliosha, llevaba a mis primeras conquistas para escapar del frío, y para magrearlas furtivamente oculto detrás de los corrillos de visitantes que escuchaban, apiñados, las loas al Líder.

Nunca he visto tanta gente en la plaza, excepto durante los desfiles oficiales. Los visitantes de provincias, que no sueltan a sus niños, contemplan estupefactos los monumentos o disfrutan de un respiro después de la locura de las tiendas GUM. Inmediatamente antes de las dos, millares de personas se agolpan para asistir al cambio de guardia del mausoleo, ese homenaje a la existencia del país que se celebra hora tras hora, y que combina la idolatría religiosa del estado policiaco con su veneración por las armas. El reloj repica sus famosas campanadas; los soldados marchan con paso de ganso hacia sus puestos, con la bayoneta calada, con una devoción fanática estampada en sus rostros campesinos. La multitud mira hastiada o reverente, pero aparentemente nadie siente náuseas como yo. Me pregunto qué piensan en verdad acerca de la momia-icono que descansa sobre el catafalco interior.

—¿No se les helarán los pies? —le pregunta una niña a su madre, refiriéndose a los soldados que están rígidos como estatuas en la entrada de la cripta.

—Hoy no hace frío.

—¿Y los otros días?

—Sí, a esos muchachos les resulta difícil montar guardia allí, sin moverse.

Detrás de ellas, un provinciano ilustra a otro:

—Antes Stalin también estaba aquí. Ahora Lenin está solo. Las cosas cambian.

Una madre madura consuela a su hija con trenzas:

—¿Tienes hambre, Taniechka? Iremos a casa y te prepararé una rica sopita.

De modo que también aquí, en el sanctasanctórum del leninismo, interviene el elemento humano. Lo que echaré de menos amargamente será esta inocencia infantil: el pueblo ruso, largamente explotado y siempre engañado, vulnerable a colosales estafas religiosas y políticas, conserva empero la pureza y la naturalidad que puede hacer al hombre sentirse limpio. Aún no es demasiado tarde: quizá debería quedarme aquí como traductor, eternamente servil pero donde podría alcanzar este don.

La estridencia de un alboroto interrumpe estas cavilaciones familiares. Me abro paso para ver a un mayor de rostro escarlata que vitupera a una joven pareja —él ataviado con un traje negro, ella con un vestido blanco— que celebra su boda con la tradicional visita a la Plaza Roja. El oficial controla la atalaya oculta desde donde se vigila constantemente el lugar sagrado.

—¿De modo que os gustan las bromas? —ruge—. Esta no pasará inadvertida. Mostrad vuestros documentos.

La mortificada pareja suplica perdón. Su crimen consistió en fotografiarse recíprocamente con un armario de baño, un regalo de bodas que acababan de recoger en GUM, teniendo como fondo el mausoleo del maestro, «allí mismo». Las amenazas de castigo por el sacrilegio, que continúa profiriendo el mayor, llegan a mis oídos apagadas por una nueva precipitación de nieve húmeda, en el preciso momento en que abandono por última ver la Plaza Roja. Lenin está en verdad «más vivo que los vivos».

La claridad del día invernal está menguando. Expira mi plazo. La trivialidad del simbolismo no me avergüenza: los movimientos de la Rusia impoluta son determinados aún, de mil maneras, por el ángulo del sol. Pero mi compulsión a exagerar se ha salido con la suya. Marcho por la Kalinin Prospekt y paso frente a la Biblioteca Lenin, recordando a Ilia Alexandrovich, el anciano príncipe. Una mirada a la bibliografía reunida en el Museo Británico sobre el almirante Kolchak me bastó para comprender que Ilia nunca podrá componer más que una reseña de los archivos rusos blancos que se conservan en el exterior. La arriesgada y combativa investigación de ese hombre valeroso ya ha sido escrita hace mucho tiempo, y mejor. Sus afanes secretos sólo parecen originales e importantes en este mundo cerrado... y yo me sentí muy propenso a dejarme engañar.

¿He demolido también a Aliosha en esta conspiración para levantar mi ánimo? Pero la verdad es que Moscú se marchitó después de su muerte. La chispa se ha extinguido, el toque común.

Incluso las personas que sólo le conocían superficialmente quedaron a la deriva. Y ciertas frases que ya parecían atrofiadas por el uso excesivo que la propaganda hace de ellas, siguen circulando, referidas a él, entre la intelligentsia. Aliosha era un «enamorado de la vida», «bullente de vida», «irreemplazable».

Aquella mañana en que partí hacia Londres, en el pasado mes de julio, pareció extraída de un filme de los Tres Chiflados, Aunque tarde como siempre, Aliosha y yo tuvimos que cerrar una transacción de último momento relacionada con un sujetador de corbata. Después pasamos a buscar a una linda chica. Después corrimos a la Galería Tretiakov y nos hicimos franquear la entrada con un discurso delirante: habíamos dejado para el último minuto la inspección de iconos, planeada durante tanto tiempo, y ese resultó ser precisamente el «día de desinfección» del museo. Después fuimos a la calle Gorki, para buscar los ingredientes del blini, mi postrer antojo, pero los mostradores vacíos nos obligaron a sobornar al administrador del restaurante más próximo, donde compramos el salmón ahumado.

Durante la carrera de regreso a casa, volvimos a detenemos en una tienda de comestibles para comprar otras provisiones, e incorporamos a la fiesta a dos chicas que aguardaban en el patio. Los brindis nos hicieron reír a carcajadas. Engullimos los blinis mientras aún crepitaban, recién salidos de la sartén. ¿Partir sin un festejo apropiado? ¡Jamás! Mejor era devorar, chupar y reír corriendo contra el reloj.

De pronto pensamos que las maletas vacías —yo había vendido o regalado todo, excepto el traje que llevaba puesto— despertarían tantas sospechas en la aduana como si estuvieran llenas de iconos. Aliosha trepó sobre las sillas, desgarró viejas cajas y saqueó la habitación para suministrarme «prendas londinenses» —cualquier cosa que no se pudiera vender ni siquiera en las tiendas de artículos de segunda mano, por lo vieja o lo raída— mientras aprovechábamos la oportunidad para comunicarle al micrófono oculto que el pueblo soviético no le negaba nada al proletariado occidental desnudo. Llenó mis maletas con harapos, y remató el total, rumbosamente, con un suéter que yo mismo le había regalado y que ahora estaba lleno de agujeros. Lo mejor fueron las corbatas anchas de los años 40, que aún ostentaban rótulos occidentales. ¿Cómo podía probar el vista de aduanas que esas cosas no eran mías? «Elegancia que marca rumbos, señor; los imitadores marchan muchos años a la zaga». La cháchara de Aliosha, de doble sentido, escarnecía todo lo que éramos y procurábamos ser, y convertía la incongruencia del atuendo en una parodia hilarante, aunque trágica, de nuestro desgraciado desbarajuste. Nos desternillamos de risa.

Eso sucedió hace apenas seis meses, cuando el cáncer ya había comenzado el trayecto hacia sus pulmones.

Nos zampamos los últimos blinis en el coche. Un neumático se pinchó a la vista del aeropuerto y él trató de rechazar mi ayuda porque yo iba «allí» y debía conservar las manos limpias. Mientras llevábamos mi equipaje al mostrador, corriendo, me susurraba en el oído instrucciones jocosas para mi estancia en Londres. Sólo sus ojos traicionaban la esperanza de que el vuelo fuera cancelado.

La claridad del día invernal está menguando. Las últimas risas reverberan contra las nubes.

Se halla en el interior de la pequeña oficina de correos de la plaza de Octubre y es la fiel imagen de una chica siberiana que, hace un eón, me invitó a coger un tren y a instalarme con ella en Irkutsk. Su expresión delata que no tiene dónde dormir, ni dinero para gastar, nada que hacer hasta que oigo ponga fin a su hastío. Veo sus pezones cuando los exhibe dócilmente. Recuerdo la exultación del pasado desfile. Todas las chicas complacientes que ingresaban en la categoría de seres que jamás volvería a ver...

Una vez dentro, siento deseos de llenar mi vacío interior entregándole los rublos que ya no necesito. Me acerco a la ventanilla de telegramas y se los envío a Nina, mientras me pregunto si al firmar la remesa demoraré la cicatrización de sus heridas.

No pude sepultarlo en el cementerio donde habían enterrado a su madre, de modo que el funeral se celebró aquí, en este cementerio nuevo. Un vasto solar situado detrás de los esqueletos de una urbanización, pero le habría gustado su nombre —Vostiakovskoic— por su antigua connotación eslava. Quizá también le habrían conmovido las multitudes: los cuidadores dijeron que se trataba de uno de los entierros particulares más concurridos que podían recordar. Era una blanca mascarilla mortuoria en el ataúd de madera tosca, acompañado por colegas, delincuentes, ex amantes, troupes de amigos de diversas clases. La cola para depositar el beso ritual sobre la frente helada se extendía por el lodazal.

Luego los panegíricos: tiernos, graciosos, vehementemente personales y sin embargo universales. Sutiles y sinceramente sentimentales, según la tradición oral rusa: dignos de él. El presidente de su Oficina de Consultas Jurídicas alabó su lucidez profesional; un director de cine evocó los cafés de los años 50, donde la gente se divertía con Aliosha en persona o hablando sobre su talento... El viento que lanzaba nieve contra los ojos me ayudó a sumirme en mis recuerdos personales. Le vi encorvado debajo de la lámpara, zurciendo sus calzoncillos como lo hacía a veces al regresar de una velada de gala, tocado por la triste pantomima humana que es la esencia de los grandes payasos. Le recordé saliendo del apartamento, de espaldas, una noche, cuando una chica quiso quedarse a solas conmigo. Pensé que se había ido a pasear en el coche, pero más tarde, cuando entré en el aseo, lo encontré durmiendo en la bañera, exhausto después de toda una jomada de correrías. Me miró cariñosamente por encima del agua y se llevó un dedo a los labios.

—Shhh... —susurró, fingiendo que yo necesitaba que me lo recordara para no asustar a la muchacha.

«Los últimos momentos se fugan, uno a uno, irrecuperables.»

De pronto me di cuenta de que su primera esposa estaba sobre el montículo, denigrando su «comportamiento infantil». Explicando que ella había madurado, pero él no... y que ese había sido el problema de Aliosha. Todos se sobresaltaron más nadie contestó. Intenté pronunciar un discurso, pero mi dominio del idioma ruso se diluyó precisamente cuando debía ser más pulcro. Entre los centenares de pares de ojos que me miraban, reconocí los de Anastasia, que me manifestaba su gratitud porque ella entendía.

La invectiva de su esposa estuvo condimentada por un intercambio de regateos entre un grupo de deudos que se disputaban los lastimosos trofeos de su herencia. Luego, dos amigos de sus tiempos de petimetre bisbisearon, por separado, que durante todo el tiempo Aliosha había pasado informes sobre mi persona a la KGB. Sus fábulas y su fingida preocupación llevaban la marca de las tramoyas de Bastardo. Vaya país, donde la gente debe proceder así, incluso con los muertos. Y ellos ni siquiera debían proceder así: se habían vendido por algún insignificante privilegio.

Al día siguiente, Nina y yo estábamos solos junto a la tumba. Habían robado nuestras coronas de flores. Habían sido los adolescentes que las vendían a quienes llegaban una hora más tarde al cementerio: así ganaban más que en una fábrica. Eso, en el país que ha «eliminado las causas objetivas del crimen» y que lleva a prisión a quienes impugnan dicho axioma. A Aliosha le habían encantado las flores durante su estancia en el hospital. Para proteger éstas de la escarcha, habíamos construido pequeñas tiendas con ramas de abeto.

Pasará un año hasta que coloquen la lápida. Permanezco junto a la tumba hasta que ésta me da las fuerzas necesarias para partir. En el mundo no hay un lugar más apacible.

El icono está ahora en mí baúl, que a su vez descansa en el portamaletas del coche. El voluminoso Chaika me acuna como si fuera uno de los potentados para los que lo diseñaron. Damos una vuelta en torno del hotel Moscú, y la poderosa suspensión amortigua los baches. Aceleramos para adelantarnos a una luz roja en la Prospekt Marx, y el radiador se empina antes de que dejemos atrás a los vehículos menos potentes. El nuestro es de propiedad de Intourist: me han aconsejado que vaya al aeropuerto en el coche de Intourist en lugar de hacerlo por mi cuenta... y que esté allí tres horas antes de la partida del avión.

Estos son manejos delatores. ¿Cómo se explica el gesto significativo de facilitarme un coche? Una limousine Chaika, el carruaje del Comité Central, fabricado a mano, en cuya presencia los policías abren una brecha entre el tráfico común, así como los cosacos dispersaban a la chusma a latigazos. En una oportunidad Aliosha me mostró un folleto distribuido entre los conductores de Moscú.

¡camaradas! De Vez en Cuando, Veréis Automóviles «Chaika» por las Calles de nuestra CAPITAL. Transportan a Funcionarios Electos de nuestro PARTIDO y Gobierno, y a Huéspedes Extranjeros dé la Unión Soviética. Cada Vez que Veáis un «Chaika», Arrimaos Inmediatamente a la Acera, y Esperad que Termine de Pasar.

La explicación del chófer, a saber, que en el último momento habían cancelado el viaje del grupo de turistas que deberían haberme acompañado, había sido obviamente ensayada. Al cargar mi equipaje, me escudriñó con la curiosidad propia del agente por su presa, y eso eliminó la última duda acerca de lo que me aguarda en el aeropuerto. Sin embargo, el viaje de salida de Rusia ya se ha convertido en algo cuyo final no puedo imaginar, y que por tanto quizá no se producirá. Me repantingo para disfrutarlo. La lanilla del asiento huele como olía la del Buick nuevo de mi padre, cuando lo trajo por primera vez a casa en 1950.' Me he regalado con una sopa de setas, pirozhki y vodka en un restaurante llamado El Central. ¿Qué tiene de trascendente un vuelo de cuatro horas?

Sólo las ironías bien valen ese viaje. El intrépido explorador del submundo moscovita parte en una limousine Chaika. Y no le acompañan los amigos rusos a los que consagró su emoción, sino un solterón norteamericano que vuelve a un banco de Londres, después de sus vacaciones de Navidad, y que trata de entablar una conversación sobre las mejores gangas que se consiguen en las tiendas para clientes con divisas fuertes.

Lo curioso es que este extraño muy atildado no me fastidia ahora como me habría fastidiado hace un año. Espontáneamente, me obliga a pensar en lo que corresponde. En el mundo real donde estaré esta noche, ¿a quién le importará que en la Oficina Central de Correos que ahora dejamos atrás, a nuestra izquierda, un difunto llamado Aliosha y yo hayamos redactado telegramas cómicos dirigidos a nuestras respectivas personas, mientras aguardábamos la aparición de chicas apetecibles? Mi compañero de viaje tiene una experiencia útil... muy diferente de mí conocimiento íntimo de Moscú, Éste vale mucho menos: de lo que yo alardeo. Estoy harto de ser más importante aquí que en el exterior, sólo porque soy ajeno.

Además, esta es su oportunidad para descubrir Rusia. Pertenece a la categoría de los norteamericanos que llegan y sientan sus reales. En todo Moscú se inauguran oficinas del First National City Bank, del Chase Manhattan de Rockefeller, de Univac y otras empresas, cuyo personal, provisto de un importante presupuesto para gastos, reserva las mesas de los mejores restaurantes. Bajo el retrato de Lenin, el ministro de Comercio Exterior firma un contrato con Pepsi-Cola para que ésta produzca millones de botellas anuales, y el camarada Brezhnev se jacta de que él beberá la primera. El pueblo ruso hará cola todo el día, y cuando tenga finalmente en sus manos le Pepsi y la goma de mascar —antiguos arquetipos de la grosería y el imperialismo norteamericanos— la nueva revolución se postergará durante otros cincuenta años. Habrán triunfado: Orwell tenía razón.

La acometida de los hombres-organización empezó en ese día del pasado mes de mayo, con la visita de Richard Nixon, ex asesor legal de Pepsico International. Muy pronto «mi» Moscú no será el mismo.

El joven y simpático banquero se aproxima más a su ventanilla, como yo a la mía. Las luces callejeras están encendidas: la noche empieza a las cuatro. El raudo, avance del Chaika conspira para aislarme del borrón pasajero de tiendas y parroquianos, pero me concentro en esta última oportunidad para refrescar mis recuerdos. El jubiloso instante en que Anastasia y yo nos estrujamos el uno contra el otro en aquel portal, la entrada laberíntica a la Librería Número Uno.

—Cojamos un taxi para ir al parque Sokolniki —dijo ella. instantáneamente excitada—. Conozco un lugar para hacerlo de pie.

Cuesta arriba por la calle Gorki, favorita para las caminatas.. Frente a la plaza Maiakovski y al hotel Pekin, donde la botella de scotch que le regalé el invierno pasado a Ivan Petrovich, el administrador del restaurante, pondrá siempre a mi disposición la mesa que ya no necesitaré. El chófer tiene prisa por llevarme hasta su jefe. Ante las puertas de fortaleza de una tienda de comestibles llamada «Armenia», donde los clientes elegantemente vestidos forman una cola de cien metros, sobre el fango de la acera, para comprar el baklavá con que adornarán sus mesas de Año Nuevo.

La cola ondula delante de las fachadas macizas y los patéticos escaparates, más sórdidos que nunca en la oscuridad de la tarde. La nieve húmeda empapa los hombros al posarse. De pronto, la clave de esta escena se me aparece en un monólogo del príncipe Mishkin, en El idiota de Dostoiewski. Mishkin explica que los rusos se entregan a los extremos impulsados por la fiebre, la sed quemante... Apenas los rusos llegamos a una costa, apenas estamos seguros de que se trata de una costa, nos regocijamos tanto que perdemos todo sentido de la proporción... La inflamada pasión que desplegamos en tales ocasiones no nos sorprende sólo a nosotros, sino a toda Europa. Cuando un ruso abraza el catolicismo, seguramente se convierte en jesuita, y fanático, para colmo. Si se hace ateo, indudablemente exigirá que se erradique por la fuerza la fe en Dios... ¿Por qué esa furia repentina? Porque por fin ha encontrado su madre patria, la madre patria que jamás ha tenido aquí, y es feliz. Ha hallado la costa, la tierra firme, y corre a besarla... El socialismo también es hijo del catolicismo... Como su hermano, el ateísmo, también fue engendrado por la desesperación... Para sustituir la fuerza moral que ha perdido la religión, para saciar la sed espiritual de la humanidad abrasada, no mediante Cristo sino mediante la violencia... «¡No os atreváis a creer en Dios!!No os atreváis a ser propietarios de bienes! No os atreváis a tener vuestra propia personalidad. ¡Fraternité ou la morí!»

Esto explica la buena disposición para esperar dos horas antes de comprar las golosinas que se ofrecen en «Armenia». Aunque algunos de los objetivos visibles de los rusos sean muy mezquinos, jamás los impulsó exclusivamente la comodidad material. El sueño ruso, diez veces más vehemente que el norteamericano, está mezclado con ideas religiosas acerca del sufrimiento en aras de la salvación espiritual. La ruindad de este mundo alimenta las fantasías acerca de otro más noble, y en su afán por alcanzarlo permiten que los tiranos locos les hagan pasar hambre y los fusilen. Lo sé porque experimento esa fiebre en mí.

Pero cuando nos detenemos frente a un semáforo, la vulgar exageración que encuentro en este planteamiento me enfría. Por cada Dostoievski que analiza la atormentada alma rusa y por cada Solyenitsin que clama arrepentimiento, hay diez millones de Pavel Ivanovich a los que sólo les preocupa saber qué filme verán el sábado. Cerca de esta misma calle Gorki, vive un ingeniero que yo conozco, más representativo de las nuevas masas urbanas que cualquier otro personaje creado por los enamorados de Rusia o quienes denigran el régimen soviético. Se preocupa por sus hijos y su coche, y no se siente culpable por las purgas.

—¿Para qué sirve toda esta mierda intelectual? —me espetó un día—. La versión de que nos torturamos constantemente es un mito. La evocación de los viejos problemas puede generar otros nuevos.

Esa verdad me dejó mudo. Sólo los seres trastornados se dedican a auscultar los trillados misterios y enigmas de este país. Los moscovitas se hurgan las narices, regatean precios, roban todo lo que no está clavado. En las veladas, los sedicentes intelectuales se indignan por cuestiones de «principio» —la auténtica naturaleza de Gorki, las motivaciones de Dalí— acerca de las cuales no saben casi nada. Discuten hoscamente o lanzan palos de ciego.

Estoy harto de esto, y de «introspecciones». Al pueblo ruso no le importa realmente. La interminable contemplación de los Grandes Interrogantes —¿Quién soy? ¿Qué es la Sociedad? ¿Qué es Rusia, y por tanto el mundo?— sólo sirve para disfrazar su indolencia. Y su incapacidad para brindar las pequeñas soluciones —retretes incontaminados, cierres de cremallera en las braguetas— que anhela la mayoría del país. Lo cierto es que mi exploración espiritual sólo pudo parecerme gratificante por contraposición a la pobreza de mis propias emociones, contrapuesta a su vez a la de la vida rusa cotidiana. Y esta última descarga de trivialidades me ha privado de echar una mirada final al hipódromo y al conglomerado de hospitales donde estuvo internado Aliosha.

Hemos dejado atrás la calle Gorki, y con la inmunidad del Chaika a los silbatos policiales aceleramos por la autopista Leningradski. Pasamos por la rada del embalse, donde puedes embarcarte en un crucero fluvial para pasar un día disfrutando de la magia de la campiña rusa. Trasponemos la carretera de circunvalación, por donde el viejo Volga podía dar la vuelta a la ciudad en una hora, en una noche despejada de primavera. Los límites urbanos. La autopista del aeropuerto, una cinta de asfalto por donde transitan los habituales camiones de aspecto militar, y de la cual guardo un solo recuerdo: el de una noche de invierno en que un grupo de jóvenes que encontré celebrando un cumpleaños en un restaurante me condujo hasta allí, para participar en una orgía alcohólica en un chalet próximo a la carretera. Al promediar el día siguiente descubrimos que habíamos gastado en el viaje en taxi nuestros últimos kopeks, literalmente, y saqueamos la habitación en busca de algo para venderle al vecino a cambio del dinero para los billetes de autobús. Luego las chicas espiaron a través de los deshilachados visillos y salieron a explorar el terreno antes de que yo me asomara, aunque todas esas precauciones habrían sido inútiles si la policía o la KGB nos hubiera seguido desde el restaurante. ¡Oh, aquellos tiempos de placeres sencillos!

Los ojos del chófer, que me vigilaban por el espejo retrovisor, interrumpen el fluir de los recuerdos. Me controla con la misma pericia con que guía el automóvil, porque aunque ambos conocemos su misión, tiene suficiente confianza en sí mismo para no sentirse obligado a hablar de trivialidades. Las notas autobiográficas de Aliosha consisten, principalmente, en breves descripciones de circunstancias y lugares, pero el material jurídico es realmente incriminatorio. Su expediente más reciente documenta los procedimientos increíblemente torpes de un investigador, un fiscal y un juez en un caso de asesinato. El tribunal de apelación confirmó, posteriormente, el veredicto, porque le repugnaba complacer a un hombre ya condenado. El cliente inocente de Aliosha fue sentenciado a diez años de cárcel, y un funcionario le ¿lijo que «dejara de lloriquear, porque no lo fusilarían».

¡Zura! Pasamos a un Volga negro del Gobierno, con chófer oficial, cuyo pasajero entreabre los visillos para miramos mientras mi compañero de viaje y yo intercambiamos débiles sonrisas. Luego dejamos atrás a un camión cisterna que hace las veces de quitanieves, y cuya conductora tocada con un pañuelo parece extraída de un filme de la Segunda Guerra Mundial. Todo es muy bonito, pero en mi papel de rehén que viaja hada la guarida de los facinerosos, yo también soy un personaje de cine estereotipado.

Preferiría pensar en el verano, cuando todo cambia. Cuando el sol es bochornoso incluso en estos campos, y m las mejores noches Moscú— se puebla de aire fragante y de jóvenes que pasean con vestidos veraniegos. En los estadios de fútbol de la Universidad aparecen los guantes de béisbol, blandidos por parlanchines estudiantes cubanos: los imperialistas yanquis le impusieron inteligentemente el juego a la explotada Cuba, décadas atrás, para que los cubanos infectaran con él a la patria soviética. El chasquido de la pelota contra el palo, el murmullo de los insectos y ruiseñores, la profusión de flores silvestres rusas y de aromas embriagantes...

La curva del camino de acceso. Otros dos minutos atravesando una tarjeta postal de Vermont, con una capa ininterrumpida de nieve y abetos esculturales, cada una de cuyas ramas está maravillosamente tapizada. Pasamos por el viejo aeropuerto e ingresamos en el internacional de Sheremetievo... directamente hasta la puerta principal, porque éste no es el Kennedy con su fragor de bocinazos. La nueva terminal está llena de las habituales combaduras, fisuras y grietas. Aquí construyen tan mal, alardeando tan bulliciosamente de los resultados... y me alegro de que sea así: tal vez esta misma debilidad jactanciosa me facilitará las cosas adentro.

Además, es víspera de Año Nuevo: quizás el personal de Ja aduana estará muy ocupado en la tarea de encubrirse mutuamente mientras lleva a cabo los brindis a hurtadillas, y no tendrá tiempo de organizar registros minuciosos. Es posible que me salve la vieja ineptitud rusa, y la entrada desierta de la terminal parece confirmar que no planean nada siniestro. Controlo mi palpitante impulso de echar a correr y arrojar el icono en un retrete.

El apacible norteamericano recupera su maleta aerodinámica y desaparece con evidente alivio. El chófer me ayuda a descargar metódicamente mis bultos más pesados, pero ni siquiera acepta un bolígrafo como propina... lo cual me convence definitivamente de que no es un chófer común.

Me mira con expresión incrédula, y está a punto de detenerme porque no entro en el edificio como debería hacerlo sino que me encamino hacia una cabina telefónica situada en una esquina. Sé que está convencido de que voy a delatarlo a la embajada norteamericana o a algún otro organismo. Al diablo con él. He escuchado la señal que esperaba. Voy a despedirme nuevamente de Anastasia.

En realidad no será una despedida, sino un auténtico saludo. Algún día, de alguna manera, volveré a ella. No puedo imaginar cómo, pero sé que ella será mi vínculo con esta tierra... porque simboliza su belleza y su verdad.

Corro peligro de reincidir en mi viejo autoengaño, pero me siento fortalecido por una certidumbre que me transmiten súbitamente todos los grandes escritores rusos. Es posible que el gobierno del momento sea cruel, que los mujiks sean borrachos, que la clase acomodada o los intelectuales sean serviles, pero las mujeres son nobles. Ellas presiden la novela rusa porque su entrega innata a la virtud las eleva por encima de la inmundicia cotidiana. Mis propios pensamientos acerca de Anastasia se encaminaban torpemente hacia esa comprensión psicológica de la literatura rusa. Hace meses que intuyo esto.

No la abrumaré con semejantes ideas sino que me limitaré a recordarle la conversación que mantuvimos después del funeral, conversación que, bien lo sabe, excluye las falsas promesas. Necesita un poco más de seguridad, y yo puedo dársela. Le diré que una de las razones por las cuales deseo volver a casa consiste en que así descubriremos dónde encajamos... en una analogía con las «cosa reales» de nuestro poema de Esenin, y no sólo con los idilios estivales en Noruega. Nunca deberá dudar de esto, aunque no le escriba por las vías normales. Cuando llegue la hora, encontraré la forma de comunicarme con ella.

Y quiero saber dónde estará, para poder levantar mi copa a medianoche. Afortunadamente, aún tengo una reserva de monedas de dos kopeks para el teléfono: último fruto de las lecciones de Aliosha. Mis dedos marcan espontáneamente su número. Entre la oscuridad y la luz diurna: a esta hora estará en casa. Maldición, en su residencia siempre tardan una infinitud en contestar. Por fin alguien me atiende... número equivocado.

Vuelvo a marcar. Responde la misma mujer, que esta vez me injuria antes de colgar violentamente el auricular. ¿Qué nueva locura es ésta? Recuerdo su número en mis sueños más profundos. Los millones de averías mecánicas que se producen diariamente en Rusia te anonadan, aunque sepas ser hombre. Debo hacer la llamada de mi vida, y por supuesto no lo logro... porque existe un sistema de obstáculos encaminados a despojarte de tus derechos y tu dignidad, que te reduce a la insignificancia por procedimientos que nunca habías imaginado.

Pero antes de que mi indignación se desborde, una voz más prudente me dice que despotricar contra los defectos del teléfono es una vieja artimaña para no encarnizarme con los míos propios. Dejo mis cosas en el suelo y busco la agenda para descartar la remota posibilidad de que haya traspuesto los dígitos de su número. El chófer echa miradas periódicas al interior de la terminal, aguardando instrucciones, y su presencia es tan obvia como la de los observadores de la policía en las tiendas donde se paga en divisas fuertes. Anoche, para precaverme contra un desastre, arranqué las páginas de la libretita negra que identificaban a personas con las que tal vez la KGB no me ha asociado categóricamente. Pero la vieja anotación bajo el encabezamiento «Junquillo» está allí, y mi memoria no ha equivocado el número.

Desde los ventanales de la terminal la iluminación fluorescente proyecta un resplandor tétrico sobre la nieve crujiente y el silencio es extraordinario para el lugar en que me hallo. Es asombrosa la forma en que un nuevo peligro, que se antepone súbitamente a otro que te aterra desde hace mucho tiempo, puede cambiar tu perspectiva y neutralizar al segundo. Cuando tenía doce años, pasé varias semanas sin dormir porque el dueño de una tienda que me había sorprendido mientras hurtaba algunos de sus artículos, amenazó con venir a nuestra casa. Tanto miedo para nada: cuando al fin apareció mis padres acababan de anunciar su separación y nadie le hizo caso. Ahora la contingencia que me espera en la aduana, e incluso el castigo posterior, se diluyen de la misma manera. La pena máxima que se atreverán a imponerme será de un par de años, en tanto que es posible que todo nuestro futuro dependa de que me explaye claramente con Anastasia y conmigo.

Lo único que temo es que algo —¿un dispositivo de la KGB para impedir la comunicación desde el aeropuerto?— haya desquiciado este teléfono. Marco por tercera vez: la línea está ocupada. Entonces llevo a cabo una tentativa tras otra, sin interrupción. El rugido de un avión que carretea se desencadena en el peor momento, pues ahogará nuestras voces si se produce una mala conexión. El chófer, que no se ha movido de la entrada, indina la cabeza en dirección a mí. Pero yo no capitulo... y triunfo: el teléfono llama. Por algún motivo intuyo que Anastasia me atenderá personalmente.

Dios mío; ¡nuevamente la arpía enfurecida!

—¡Escuche, por favor, no corte! —Lanzo esta exclamación antes de que ella tenga tiempo de colgar violentamente el auricular. He recurrido instintivamente al medio más eficaz que existe para retener la atención de las telefonistas, los porteros y otros extraños—. No vuelva a cortar, por favor. Soy extranjero y no entiendo por qué siempre su número...

—¡Un extranjero!

El aullido aterrorizado de la mujer me hace saber que se trata de una oficinista de sesenta años, que enviudó durante las purgas y quedó acobardada por décadas de opresión. Aún se rige por las leyes de la era de Stalin, en virtud de las cuales la llamada de un extranjero es el beso de la Mafia. Arroja lejos el pérfido instrumentó que tiene en la mano y no vuelve a soltar el aliento hasta que ha pasado el peligro.

¿De modo que estoy vencido? ¿Sin saber por qué? Aguardo el solaz del nuevo plan que aflorará automáticamente al descalabrarse el anterior, pero no descubro nada sensato, y menos aún positivo, en la circunstancia que ha frustrado esta última conversación con Anastasia. Si hubiera querido apaciguarla realmente, la idea se me debería haber ocurrido cuando tenía tiempo suficiente para hacer algo más que una llamada dramática desde el aeropuerto. Tendré que comunicarme con ella de otra manera, sin la recompensa inmediata de su voz y su renovada amistad. Sea como fuere, por primera vez prefiero hacer algo por Anastasia, en lugar de conformarme con prometérselo.

La vida continúa. Me encasqueto el sombrero. Recuerdo el chiste que hizo Aliosha cuando cosió la copa, para achicarla, porque era demasiado holgada. Del fondo de su memoria exhumó la frase «cabeza hinchada», en inglés, adaptándola a la circunstancia inversa y satirizando simultáneamente a Malenkov. Pero la treta consiste en encauzar parte de esta energía generadora de nostalgia hacia la actividad física, pues mis ensueños no transportarán el baúl hasta el mostrador de equipajes.

Me extraña no haber visto antes esta escena final. Libre del deja vu, llevo el baúl hacia la entrada, cargando también el resto de mis maletas en una torpe gavota de brazos tensos y dedos estirados. Aunque ha refrescado, tengo la ropa interior sudada. No, no volveré a la cabina telefónica para buscar los guantes de vellón.

Llego a la entrada, consciente de los ojos que siguen mi marcha. El chófer conversa con un hombre más joven que se hace pasar por otro conductor, pero ninguno de los dos se mueve para ayudarme a abrir la puerta de dos hojas. Además son hojas pesadas: debo escribir ese ensayo. Aunque debería ser soberanamente indiferente a la opinión de los dos matones, algo me impulsa a desplegar mi fortaleza embistiendo la puerta y bregando sin descanso. La humillación de dejar caer las maletas me inspira más miedo que la posibilidad de que me arresten adentro.

El entumecimiento que aligera mis brazos también desenfoca placenteramente mí visión. Es el fenómeno archiconocido de la conciencia escindida que separa mi personalidad consciente de la actuante. Lo primero que descubro es que ése no es el edificio desde donde parten los vuelos internacionales sino un escenario de Mosfílm para una aventura de espionaje presuntamente situada en Occidente: una de ésas que tanto le gustaban a Viktor, mi antiguo compañero de cuarto. El buen y viejo Viktor, a quien aprendí a estimar sólo cuando lo reemplazaron por individuos más rústicos, así como los intelectuales de Moscú le tomaron cariño a Krushchev durante la época de dominio de Brezhnev.

Un destacamento de soldados atraviesa una vasta extensión dé baldosas nuevas, cuyos desniveles parecen ondular bajo el resplandor fluorescente. Una pareja de turistas busca nerviosamente el documento que refleja sus compras de rublos, documento que deben entregar para poder salir del país. Mi compañero de .viaje del Chaika me mira como si yo acabara de salir de un cruento accidente. Me pregunto qué ve en mi cara, qué es lo que le produce esa atónita preocupación. Cuánto lo admiro: es un norteamericano hecho y derecho, sin contrabandos ni ilusiones respecto de Rusia para defender o destruir.

Las encargadas de limpieza, las .rollizas mujeres qué montan guardia en los mostradores, unos pocos mozos de cordel que simulan trabajar. Un altavoz que grazna algo acerca de los problemas de transporté para los pasajeros que llegan. Pero así como los ojos de un ñu se clavarían en una leona en acecho, los míos gravitan hacia un elemento inmóvil dentro de este calidoscopio de desorden cotidiano. Bastardo se yergue como una estaca debajo del mugriento cartel que anuncia «Vuelo BE411, Moscú-Londres». Tiene los guantes doblados en su mano regordeta, como un colaboracionista empeñado en imitar a su jefe de la Gestapo.

¿Bastardo en el aeropuerto? Por supuesto, como tú lo habías previsto. Puesto que ambos sabíamos que las chicas de Intourist tenían instrucciones de alertarle antes de extender mi billete, sus. preguntas harto gastadas acerca de la fecha en que «podría partir» formaban parte de las habituales hipocresías con que procuraba vejarme. Ahora me siento seguro de que mi Nuevo Compañero de Habitación le habló hace mucho tiempo del icono,., otra prueba de que Aliosha procedió con tino al aconsejarme que nunca lo guardara en mi cuarto.,

Recuerdo haber pensado que el afán de castigar que desplegaba Bastardo lo identificaba como el sujeto que supervisaba el mecanismo de las purgas. Tenía una sed de venganza general, y en mi caso específico yo siempre había sabido que tendría que pagar las ocasiones en que le había «despreciado». Me pregunto si sabe que soy judío, si se traga las historias de los periódicos acerca de la «conspiración sionista» encaminada a subyugar a cien millones de árabes y a sabotear la distención soviético-norteamericana mediante la «destrucción de la integridad del presidente Nixon». Es un sujeto capaz de creer que está sobre la pista de un agenté que trabaja simultáneamente para Tel-Aviv y el Pentágono.

Aun desde aquí alcanzo a divisar las verrugas de su rostro: espitas para derramar el vinagre de sus facciones. Consulta él reloj y en mis oídos suena la más necia de las palabras: ¡faga! ¿Pero a dónde, podría escapar, o dónde podría esconderme? Suponiendo que logre escabullirme de algún modo dé este edificio, ¿deberé enfilar hacia la frontera turca? La idea me hace sonreír... craso error, porque Bastardo me ve en ese mismo momento, y él quiere que mi rostro refleje la humilde sujeción a su autoridad. Mientras me inspecciona, la sonrisa, para mi desazón, se transforma en la que fuerzas al pisar un excremento en el metro y al simular complacencia para disimular tu bochorno. La vulgaridad del papel que voy a desempeñar con él me amedrenta.

Esboza una mueca y les hace una seña a sus guardaespaldas, siete u ocho detectives ataviados con uniformes dé vistas de aduana o con el no menos identificable traje de paisano dé U KGB. El anuncio dé. la llegada de un vuelo, en un delicioso inglés digno de Mata Hari, rompe mi concentración. Una mujer salé con paso inseguro de la garita de cambio de moneda extranjera y le susurra algo a una azafata que pasa por ahí, ajena a lo que los demás opinen de su decoro. He aquí lo que me encanta en esta gente. Los rusos riñen, si quieren, en un autobús atestado de pasajeros; sorben estrepitosamente la sopa en un restaurante repleto... sencillamente porque no son engreídos...

Yo contemplo él carácter ruso aun ahora, lo cual me demuestra que esta actitud ha interferido en todo lo que he hecho aquí. Me ha impedido pensar cabalmente en Anastasia como persona en lugar de como mero arquetipo... y me ha impedido pensar en mí. Por alguna razón, he buscado en el ambiente de este país las claves perdidas de lo que quise ser y no fui.

La broma es que una de las necesidades que prometí satisfacer es la de castigo, muy antigua. No se trata sencillamente, como acostumbraba a cavilar en mi ventana, de que Rusia alivie las neurosis porque suministra adversidades objetivas, ni de que te recuerde diariamente la esencia trágica de la vida. Su don más sutil consiste en un sentimiento de mortificación destinado a llenar el morral primordialmente humano del remordimiento. Y si existe una contradicción radical entre la melancolía subyacente que recibí con beneplácito y la feliz infancia rusa que también busqué —como la hay asimismo en el hecho de alabar la espontaneidad de los rusos precisamente cuando Bastardo adopta su pose ridícula a veinte metros de distancia— sólo atino a aventurar que la contradicción es la materia prima de la naturaleza humana. Al poner al descubierto algunas de las mías, Rusia me ha dado vida. Me siento más próximo a mis propias paradojas, más lúcido porque lo que no entiendo acerca de mí mismo ya está más cerca de la superficie: quizás un día lo descifraré. La última ironía consiste en que probablemente es ahora cuando conoceré por primera vez la persecución auténtica, ahora, cuando menos lo necesitó porque quiero volver a mi país, plantar los pies sobre la tierra, dejar de engañarme con ilusiones.

Mientras arrastro el baúl hada el mostrador, Bastardo pone en movimiento a uno de sus policías de paisano. ¿Para explorar el terreno? El secuaz procura colocarse donde yo no lo vea, alerta como sí esperara que desenfunde un revólver, y al mismo tiempo trate de pasar inadvertido, sin duda porque eso es lo que le han enseñado. El sujeto está literalmente de puntillas, y cuando le miro directamente continúa reptando por el césped inexistente, como si no lo hubiera descubierto. Entre tanto, los vistas de aduanas despejan el mostrador para hurgar mi equipaje.

La vida continúa al margen de esta farsa. Una turista de edad intermedia queda prendada del pueblo soviético porque un mecánico de la banda trasportadora de maletas le devuelve un guante que se le ha caído. En un mostrador contiguo al mío, le ordenan sotto voce a un posible pasajero ruso, indudablemente un técnico que parte hacia el extranjero, que se haga inmediatamente a un lado y les dé prioridad de paso a los extranjeros. Aparece un piloto de Aeroflot, con el uniforme arrugado y escarbándole los dientes: seguramente es la fiel imagen del que tripulaba el avión con el que se estrelló Joe Sourian.

Se adelanta otro lugarteniente. Sin duda el personal del aeropuerto sabe lo que se proponen hacer conmigo: para ellos esto es historia antigua. Pero me asombra que ninguno de los extranjeros desconfíe. De modo que así fue como realizaron los arrestos masivos de los años 30. No hubo oposición porque cada uno de los hombres marcados estaba solo. Aislado de toda solidaridad humana, aún aquí, en nuestro aeropuerto internacional. Podría gritar, ¿pero para qué asustar a turistas inocentes? Tal como están las cosas, incluso los que vienen como peregrinos a la Meca del socialismo están ansiosos por marcharse. Además, soy culpable. Si llamara la atención sobre el descubrimiento del icono, les haría un favor a mis captores.

Será mejor que apechugue solo. Este no es el desafío que eligiría si se me presentara una nueva oportunidad, pero es el que me ha tocado en suerte. Bastardo coge un teléfono y anuncia algo, como si ésta fuese su hora en la historia del marxismo-leninismo—. No quiero oír la voz arrastrada que él misma odia. Ni mirarle a los ojos;

Estornuda y se encoleriza aún más. Esa expresión es la misma de una noche cuando él repetía algo que no alcanzaba a entender y yo insistía con mi apocado «¿Cómo dice?» Con su frágil amor propio corroído, repitió tercamente la palabra. De pronto descifré «el liderazgo de Spiro Agnew» en medio de su acento de cómico de televisión, y lancé una carcajada tan violenta que le rodé con vino. Tinto de Georgia sobre púrpura ruso: ¡formidable!

Ahora sus secuaces están muy pálidos. Locos, ¿qué pueden temer de la presa? Pero no me engaño, ni siquiera en medio de mi propio nerviosismo. Quizá tienen miedo de hacer el ridículo, como Bastardo con su falsa dirección para enviar los cables.

Lo gracioso es que estoy metido en este berenjenal a pesar de que prácticamente no he tenido contacto con los disidentes que son tan importantes para la mayoría de los otros norteamericanos que visitan Rusia. A veces pensé que los nombres que figuraban en los titulares de la prensa occidental eran los de los rusos menos representativos, pero la razón por la cual no trabé contacto fue sencillamente que la suerte no quiso que me encontrara con ellos. El único escritor célebre de la «oposición» con quien me crucé en una oportunidad desertó más tarde durante un viaje a Londres, se ganó muchas páginas de publicidad lisonjera... y me hizo una jugada sucia a la que en esa oportunidad no pude dar crédito. Para demostrar su lealtad y evitar que le cancelaran el visado en el último momento, inventó información acerca de un norteamericano que presuntamente había intentado venderle dólares, y para darle a su historia más verosimilitud eligió un nombre auténtico... el mío. Mientras la prensa mundial alababa su gallarda honestidad, dos hombres me interrogaban arteramente en la Universidad, y esa fue una de las razones por las cuales Bastardo quiso conocerme ya antes de que se enfermara Aliosha. Pero aunque en el contexto de esa tramoya compartía —por razones muy distintas— la opinión de Bastardo acerca del héroe-que-eligió-la-libertad, trata de explicarle la verdad a un sujeto con ideas unilaterales sobre los enemigos-de-la-Madre-Patria. Trata de explicársela, ya que de eso hablamos, a los admiradores occidentales de cualquier ruso que aborrece el régimen soviético. En toda circunstancia lo ven como un disidente gloriosamente abnegado.

No, debo eludir todas esas complicaciones y todo lo que es demasiado cierto para ser inventado. Mi tarea consiste en pergeñar una pantomima para explicarle a Bastardo la presencia del material jurídico. Lo he hecho antes con él, y podré hacerlo nuevamente en este trance. Le diré que necesito algunos pasos auténticos para despertar el interés de los expertos en asuntos soviéticos que trabajan en Washington, porque así podré sonsacarles la información que él me pide. «Evgueni Ivanovich, usted mismo me ha enseñado cuán terrible es nuestra censura. Nunca podemos leer la verdad acerca de vuestro sistema jurídico. Todos los Esta—

Pero, ¿sabes una cosa? Estoy harto de farfullar mentiras. Ni siquiera deseo gritar; ni siquiera sigo odiándolo. De una manera extraña me he preparado para el conflicto que deberé enfrentar cuando haya cruzado su barrera y esté en mi base, tratando de encontrar mi auténtica personalidad para consagrarme a ella y no a las carteras académicas y las hipotecas. La Rusia que él representa me ha ayudado a ver con más nitidez la otra —la de la simplicidad, el instinto, la fantasía— y a aceptar que la nación no es una sola: todos deben elegir y optar. En parte gracias a él se han ampliado los límites de mi sensibilidad y he aprendido la lección rusa de que es bueno ser uno mismo. ¡Bastardo, el hombre que nos libera de la inhibición emocional!

Lo que me irrita es que manoseará papeles que son propiedad privada, íntima, de Aliosha y mía. Y que me obliga a desperdiciar en él mis últimos pensamientos. He conocido mucha gente, deseo evocar muchos episodios... y él es el último ruso con quien deberé hablar. Me siento muy reconocido para con este país, pero es cómico que sólo quede la KGB para recibir mi tributo de gratitud.

Me han despejado el mostrador. Siento que me he erguido y que esto confunde a Bastardo: él prefiere que sus pupilos apoyen la cabeza sobre el banco del patíbulo. Ahora le tengo debajo de mi nariz, y todo su poderío simbólico ha desaparecido, hasta cierto punto.

—Evitemos las zalemas, Evgueni Ivanovich. —Me sorprende la madura serenidad de mi tono—. Supongo que usted preferirá reservarlas para alguna fiesta que se celebrará esta noche, ¿no es cierto? En el fondo, viejo amigo, usted es suficientemente honesto para aborrecer su trabajo.

Su reacción es pasmosa... y al mismo tiempo vulgar. Sus ojos despiden chispas pero sus pies se arrastran hada atrás, como los de cualquier fanfarrón al que le hacen frente. En esa fracción de segundo me doy cuenta de que podré pasar de largo, que sólo hará un simulacro de registro porque está seguro de que si me enjuician revelaré todo lo que sé acerca de él en lugar de seguirle la corriente a cambio de una condena abreviada.

—Quiero subir al avión lo antes posible. Por favor, ordene que alguien me ayude con el equipaje.

Sí, estoy nervioso, pero si es necesario empezaré a sacar sus trapos sucios a relucir aquí mismo... y a voz en grito, en un inglés muy claro, además, para que se enteren los pasajeros. Él lo sabe. Deduce de mi postura que soy más fuerte que él. Sólo me callaré en aras de Anastasia. Si armara un gran escándalo ahora, nos separarían durante demasiados años.

Demasiados años. Pienso que mi necesidad de postergar las cosas reales ha caducado. No tengo miedo de dar, de ver, de sentir, de ser. De venerarla aunque sea más pura que yo y, al mismo tiempo, menos perfecta que mi ideal. De amarla como amé a Aliosha, aceptando que una parte de toda felicidad de esa naturaleza debe morir. De saber que todo lo que haga eventualmente en la vida es menos importante que lo que soy... sin que la trivialidad de ello me avergüence. Recuerdo a Maia, en el mostrador de la Biblioteca Lenin. Ahora no importa, tengo mi hijo. Desbordo una alegre gratitud porque tengo, al fin, la capacidad de entenderla con algo más que el intelecto.

Sin dejar de hacer muecas, Bastardo busca una táctica intimidatoria para despojarme de esta dicha. Pero no quiere enfrentarse conmigo, y menos aún en presencia de testigos. Si encuentra el contrabando, lo confiscará discretamente. Y en definitiva esto no importa. Me llevaré conmigo lo que realmente vale.


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