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A la ciudad

HOY HACE más frío. Anillos de escarcha rodean los cables de los tranvías y los álamos contrahechos. El suelo es un glaciar de hielo sucio.

Masha, en camisón, entra a tientas en mi cuarto una hora antes que de costumbre, y una noche de amor acentúa su esencia habitual. (Se acuesta con Chinguiz por diversión, y con un joven físico de tez pálida de la ciudad a cambio de una comida en el restaurante o de irnos cuantos rublos. Cuando se acostó conmigo, me sentí intimidado por la tibieza de su cuerpo y por la idea de que estaba totalmente disponible: demasiado fácil, y al mismo tiempo demasiado sensual para alguien como yo, que durante años había dedicado su energía mental a imaginar precisamente ese tipo de sexualidad.) Deja caer un cigarrillo de sus dedos y busca otro, y después camina hasta la ventana y contempla el aterido ambiente exterior. En su estado gélido todas las sustancias son iguales y se fusionan en una masa única. Todas las moléculas están inmóviles, congeladas, y la suspensión de bruma helada que flota en el aire tiene una consistencia de hierro.

De la garganta de Masha brota un gruñido de protesta.

—Este frío asqueroso me enferma. ¿Qué les pasa a estas cerillas?

Le preparo una taza de Nescafé con mi calentador de inmersión y meto unos papeles en mi cartera. Cierra los ojos para saborear el líquido.

—¿No estás acostumbrada al clima? Lo has soportado durante toda la vida.

Se vuelve hacia mí, inexpresiva.

—A veces, amigo, pareces realmente condescendiente. Nada de estudios de antropología, por hoy. Tengo jaqueca; debo salir.

Algún día escribiré un ensayo sobre el invierno ruso. Russkaia zima, el gran depresor del espíritu y derrochador de la vida. Vivimos en una tierra de nadie, rodeados por la bruma continua, silenciosa. Aislados incluso del cielo: hace ya varias semanas que no se filtra suficiente sol como para poder adivinar su posición.

En este país el frío tiene una cualidad monstruosa. Cada momento que pasas a la intemperie implica un enfrentamiento con una colosal fuerza antagónica. Las mejillas te arden y tus nervios están permanentemente tensos. Ni siquiera una carrera hasta el buzón es cosa trivial. Un viento ligero que congela las lágrimas que ha hecho brotar de los ojos, convierte la molestia en auténtica angustia. Te cubres los ojos con los guantes y corres a buscar refugio, oyendo cómo tu voz infantil implora alivio.

La temperatura por sí sola no es desquiciante. Vermont y Minnesota —incluso Iowa en los períodos más fríos— pueden producir mayores inclemencias. La diferencia reside en la inmutabilidad: el apretón del frío ruso —y de su estado de ánimo— no cede jamás. El invierno se apodera de tí en octubre, coge los mandos de tu persona y te estrangula hasta abril. Semana tras semana una nube de color pizarra pesa sobre el horizonte chato y la gente vive entumecida o mohína. Se te descarna la piel y te duelen los hombros; con el tiempo, también sufre tu disposición anímica. Irracionalmente resentido, empiezas a ver el castigo como algo personal, y hacia fines de febrero —después de que no se ha presentado el deshielo de enero— descubres vestigios de manía de persecución. Llega, (después de dieciséis días de demora por obra del censor), la instantánea de un amigo que disfruta del bosque de Boulogne sin más abrigo que una gabardina y un par de orejeras, y te llena de envidia contra todos los que están «afuera». Algunos días, el resentimiento quiebra tu voluntad y te toma pasivo, ¿tan perdurablemente pasivo como el pueblo ruso? De vez en cuando te enceguece —¿cómo a ellos?— respecto del sentido común, en tu ansia de rebelarte. Siempre tienes conciencia de vivir en un país donde la naturaleza se ha descalabrado y donde no se apela a la justicia o la razón.

Siete meses de semejante asedio cada año, y un total mucho mayor que la suma de sus partes. Porque el invierno no es una estación como las otras, sino un talante, que entristece incluso al verano... demasiado breve para que se alivie la sensación de dolor. El invierno ruso es la canción de la vida rusa: someteos, ovejas descarriadas, a vuestro destino de penurias inexplicables. Nacisteis y moriréis en un lugar aberrante. Fue un accidente cruel, pero también vuestra oportunidad de salvaros mediante el sufrimiento.

El clima inhumano y las débiles respuestas humanas ante él... cuán poco sabía acerca de estas dos cuestiones clave. Yo era un especialista diplomado en asuntos soviéticos, autorizado a disertar acerca de esta sociedad y su política. Sin embargo, los mil libros y tratados que había leído habían sido para mí menos reveladores que la reacción de Masha al contemplar el Cuadro de febrero a través de mi vidrio ondulado. En cierto sentido, todo lo que había aprendido acerca de la estructura del Partido, el ejercicio del poder, los cauces de la autoridad absoluta, me había alejado aún más de la perspectiva de los nativos. Porque a pesar de su naturaleza constantemente sofocante, taimada y vengativa frente a la menor provocación, la dictadura no es más que un agregado marginal a los lastres más antiguos, más pesados, que soporta Rusia. Aunque es peor de lo que yo había imaginado, la brutalidad de la vida política también es menos importante porque está subordinada al clima, la geografía y el estado de ánimo, que son los principales opresores de la vida cotidiana.

Ocasionalmente hay recompensas. Un día radiante es una turquesa pulida; el aire limpia los pulmones, el sol reflejado sobre la costra de hielo nos encandila. La bonhomía y la belleza exaltada iluminan los rostros, la gente comenta que los inviernos rusos son saludables y platica sobre los viejos tiempos, cuando las heladas eran realmente heladas. Pero tales recompensas son tan raras como las rosas en diciembre. Los ánimos naufragan

cuando reaparecen las nubes, y el efecto acumulativo es desastroso.

El invierno es una batalla que es necesario librar, una cruz que es necesario cargar. Día tras día, durante la mitad del año, durante la mitad de sus vidas, los rusos pagan un quejoso tributo de energía y combustible a cambio del privilegio de permanecer vivos. Las fajaduras de sus hijos y sus propias montañas de ropas nunca bastan para disipar el impacto sobre la piel y el entumecimiento de las extremidades. Los intelectuales prudentes pueden pasar meses sin tener un conflicto con el Partido o la KGB, y millones de rusos nunca piensan en el Kremlin si no es con un vago orgullo patriótico. Pero nadie se salva de la tiranía del frío. Cada paso dado desde el refugio hasta la calle supone una bofetada del aire cortante. Cada vez que te abrochas las botas para aventurarte en la intemperie, recuerdas que debes respetar a tus superiores. Las fuerzas inconscientes, brutas, padres de los sátrapas del Politburó, te humillan.

Algún día documentaré mi indagación de la personalidad rusa. Aquí los elementos son hostiles. Esta es la fons et origo de los edificios acechantes, de los diarios estridentes y de las comodidades ausentes... de todo lo que hombres nacidos en aldeas, temerosos de desastres (porque así son quienes controlan todas las reacciones públicas y además gobiernan) vuelven portentoso, laborioso y adverso al esparcimiento general. Donde la vida es un combate para mantener a raya a fuerzas tan gigantescas, ¿qué justificación puede haber para construir locales donde se sirven aperitivos y cafés? No importa que países mucho más septentrionales sean mucho menos lúgubres. En Rusia, abrumada por el atraso, el entorno es visto como algo hostil. Los niños asimilan, junto con la leche de sus madres, la idea de que sus hogares cálidos, estrechos, representan el amor, y que el mundo exterior es esencialmente adverso a la presencia humana.

El Partido entiende inconsciente esta verdad atroz, y es por ello que proclama tan estridentemente lo contrario. Un millón de mensajes diarios acerca de sus gloriosas victorias; dos generaciones de alegatos, pruebas y exhortaciones sobre la reestructuración de la sociedad y la creación del Nuevo Hombre Soviético... y todo ello —lo saben íntimamente—, en vano. Porque el mismo Marx enseña que «el entorno determina la conciencia», y es el clima, más que ningún otro elemento, el que controla el entorno, burlándose de sus agitados esfuerzos. Todas las exhortaciones de los propagandistas y los sacrificios del pueblo no han logrado aflojar el apretón del frío y el humor tétrico de hoy. Los patéticos carteles que proclaman la conquista de la «FELICIDAD» bajo el socialismo cuelgan en las paredes, arremetiendo inútilmente contra la tristeza generalizada. Porque los rusos no serán rehechos, ni su sentimiento de haber sido maltratados por la naturaleza se mitigará, hasta que no se tomen medidas drásticas contra el invierno ruso. Tampoco se curará la llaga latente de la culpa por haber engendrado sus propias desgracias, opresión irracional parecida a la de los niños que se acusan de haber provocado las disputas de sus familias. «Rusia es un aborto de la naturaleza», escribió Dostoievski, subrayando siempre que las cargas psicológicas son mucho más pesadas que las puramente físicas.

Estoy más seguro de esto que de cualquiera de las cosas tangibles que observo. Las preguntas personales tienen más difícil respuesta: ¿Por qué me siento tan cómodo con esta impotencia y este remordimiento? ¿Qué es lo que hace que aquí me sienta más próximo a mí mismo que en otra parte? ¿Qué es lo que me hace comulgar con el Universo a través de un sentimiento de depresión cósmica, qué es lo que me permite acoger satisfecho mi dolor interior?

Masha bosteza, se rasca las caderas y se sienta en la silla de mi escritorio. Cambia su taza vacía por el espejo que uso para afeitarme y examina su rostro con una concentración indisimulada que por eso mismo resulta ingenua. Si Huxley no hubiera usurpado la palabra, habría definido su carne como neumática. El trabajo duro y el sueño profundo le han conferido una turgencia elástica que de alguna manera aumenta las dimensiones de sus posaderas y sus pechos.

Ayer por la mañana, pasó una hora inspeccionando mi cuarto en busca de un libro perdido. Aunque todavía no lo ha encontrado, ya lo ha olvidado. Una ráfaga que se ha colado por la ventana y le ha rozado el cuello la hace estremecer, y afirma nuevamente que el frío la atraviesa de lado a lado.

—Detesto el invierno; siempre lo detestaré.

Sin embargo, parece no haber considerado la posibilidad de ponerse otra ropa de abrigo sobre su camisón oloroso o sobre sus pies tostados.

Me prometí estar a esta hora en la Biblioteca Lenin, pero ahora pospongo mi partida mientras ella se queda para disfrutar de otro Camel. Sus cavilaciones están dominadas por pensamientos felices; una sonrisa distante frunce sus labios carnosos. Su presencia en el cuarto es muy reconfortante, como si el contacto con una persona tan sana de mente y cuerpo pudiera ayudarme a superar mis problemas y a encontrar mi postura adulta. A veces siento deseos de preguntarle a ella, a esta hija de un minero, renuente a proyectar sus pensamientos más allá de las satisfacciones físicas de un día determinado, qué es lo que debo hacer para dar sentido a mi vida. Cuando está conmigo, dejo de angustiarme por mi carrera y mi reputación, y entiendo que no necesito ser más que lo que soy. La gente está destinada, en realidad, a procurarse y consumir su pan cotidiano; a criar a sus hijos, a disfrutar de su Nescafe matutino y de la perspectiva de completar con un pollo el almuerzo dominical. Vivir los días tal como se presentan, sin afanarse por sobresalir... y, en consecuencia, sin padecer un sentimiento de fracaso del que el único responsable es uno mismo. Con la décima parte de mis posibilidades de éxito, riqueza y estimulación mundana, Masha es diez veces más dichosa. Impasible ante lo malo, se felicita por lo bueno, y cuando la tengo cerca me parece que puedo aprender su secreto.

—¿En qué piensas, Masha?

Nunca se lo he preguntado antes. Tal vez interrogarla haya sido un error.

—Oh, en nada. Tengo que hacer reparar mis botas.

Lo dice con una potente indiferencia que quiebra el trance reflexivo. Mi respeto por Masha me recuerda, a veces, la actitud de un amigo que desdeña la ópera italiana porque, afirma, los solemnes cantantes que emiten gorgoritos de angustia piensan, en los spaghettis que devorarán después del espectáculo.

—Debo salir esta mañana —agrega Masha—. Y espero visitas —anuncia, utilizando la jerga incongruentemente pulcra para anunciar la llegada de su período (y explicando quizá el origen de su olor intenso y de su inusitada jaqueca)—. ¿Puedes conseguirme unos chismes?

Aunque apenas pudo dar crédito a sus ojos cuando los vio por primera vez hace algunos meses, ya considera que los Tampax, los «chismes», son indispensables. Nunca había oído hablar de ellos, y en realidad nunca había usado otra cosa que un puñado de algodón insertado en las bragas (aun cuando están en venta, las toallitas higiénicas soviéticas son tan ásperas y tan caras que no es posible usarlas regularmente), hasta que tropecé con ella una tarde de otoño, mientras vagaba por una calle populosa detrás de la Plaza Roja. Fue poco tiempo después de mi llegada, meses antes de que pudiera entender lo que sucedió en la hora siguiente.

Me reconoció, me sonrió,— y me invitó jubilosamente a ayudarla a buscar a una amiga en un edificio próximo, pintado de verde... lo cual era, por sí solo, una tentación, ya que cada pasó que se da por el interior de un apartamento ruso llega implícita la emoción de una aventura prohibida. En la embajada se me había prevenido a menudo contra el peligro de que me drogaran y fotografiaran, si iba solo, y de alguna manera el sistema oficial ruso también dejaba en claro que si bien las calles principales de Moscú estaban abiertas para las personas como yo, las residencias particulares eran territorio vedado. La sensación que me produjo el entrar en el mohoso edificio fue muy parecida a la que experimenté cuando visité una casa de vecindad de Harlem a medianoche, cosa que hice en una oportunidad en pos de un robusto amigo negro.

El edificio situado detrás de las tiendas GUM era menos desmoralizador que el de la calle 119, pero también era más oscuro y estaba más desvencijado. Seguí a Masha por una húmeda escalera hasta un ático, donde me encontré en compañía de cinco muchachas que fumaban y bebían vino barato, como si fueran miembros de una fraternidad universitaria femenina. Galia, Maía, Ina e Ida... pero apenas hubo tiempo para estas presentaciones precarias antes de que yo desencadenara el enigmático incidente.

Al quitarme el abrigo, dejé caer mi bolso con las compras quincenales que había hecho en la tienda de la embajada norteamericana, revelando, inter alia, la presencia de una caja de Tampax destinados a una joven francesa de la residencia. La aturdida exuberancia con que las muchachas recogieron la caja sugirió que vislumbraban un banquete con bombones importados. Cuando les ofrecí, como sucedáneo, una caja de sobres de té no me hicieron caso, y sus manos desgarraron el tentador celofán occidental, símbolo de todas las «marcas registradas» —importadas, y por consiguiente de lujo— por oposición a las cosas «Sov», despectivo epíteto con el que se designan los productos nacionales.

Fue Masha quien arrancó la tapa y olfateó. Perpleja por el aroma nada parecido al del chocolate, examinó el prospecto... y luego hizo la prueba. En medio de la luz declinante de la tarde, su gran triángulo moreno se asomó como una berenjena desde debajo de la falda recogida. ¿Qué diablos significa esto? ¿Ha olvidado que estoy aquí? ¿Acaso las muchachas rusas son como se supone que son las suecas? Pero en tanto mi emoción se dejaba llevar por las perspectivas de la posible orgía, la de Masha se expresaba en el asombro por el ingenioso dispositivo. Pamplinas, les aseguró a las otras, no molestaba en absoluto.

—Ni siquiera hace cosquillas... es agradable.

Abochornando y provocando a sus compañeras, las invitó a beber y a seguir su ejemplo. (La que se resistió más enérgicamente estaba preocupada por consideraciones sanitarias y por el riesgo de infección.) Otras cuatro bragas fueron retiradas rápidamente, apelotonadas y guardadas debajo del cojín de una silla rota. Las muchachas parecían más avergonzadas por los modelos antiguos de su ropa interior que por la perspectiva de exhibirse ante un total desconocido. En cuclillas sobre el cuadrilátero de una antigua alfombra, entrechocando las espaldas y sosteniéndose mutuamente las {nemas, pasaban la caja en una y otra dirección como si realmente contuviera bombones. Porque después de haber ensayado un Tampax, el embriagado deleite las instigaba a probar su habilidad con otro, y después con un terceto... Era un juego que consistía en insertar, arrullar y extraer, que culminó con un forcejeo por el último tampón. Los chillidos femeninos reverberaban sobre las paredes desnudas a medida que las felices amigas demostraban «qué aspecto tengo yo» y tiraban de los hilos de las otras.

Ni la extravagancia de la escena ni el espíritu juguetón de las muchachas mitigó la excitación con que yo esperaba mi momento de expansión. Pero al cabo de cinco minutos la novedad se había agotado. Se despojaron de los nuevos juguetes para envolverlos en el inevitable Pravda y arrojarlos debajo del corroído sumidero de la cocina. La caja vacía no era más que eso: una caja vacía. La compulsión rusa por el boato había quedado desahogada y satisfecha. (Incluso los bombones suizos más costosos, cada uno de los cuales era un lujo insólito, habrían sido consumidos hasta el fin, así como todas las botellas de vodka, oporto o coñac del país son vaciadas hasta la última gota en el curso de la misma velada en que las abren.) En ese momento las jóvenes discutían el debut cinematográfico de un guapo actor, y mi tentativa de encauzar nuevamente la conversación hacia la aparente promesa de actividad sexual no hizo sino provocar miradas hostiles. Me tocó a mí el tumo de quedar atónito. Me place afirmar que yo introduje los Tampax en Rusia, y quizá lo hice, pero si tuviera que escribir una crónica del episodio, ¿no necesitaría un final más feliz?

—¿Puedes obtener más chismes? —repite Masha.

Cuando concluyó la jarana, ella se fue al cine con las otras muchachas y no volvió a mencionar los Tampax durante semanas. Pero me pidió otros cuando se presentó su período siguiente, y desde entonces he sido su fiel proveedor.

—Lo haré si me prometes terminar el relato acerca de las amigas de tu hermano.

Masha narra docenas de historias acerca de la vida en Perm, a menudo sin darse cuenta de que resultan hilarantes. Ayer recordó la primera oportunidad en que tuvo edad suficiente para votar en una elección de delegados al Soviet Supremo. Se quedó dormida, y al mediodía, hora en que los funcionarios electorales desean dar por terminada la función, aún no había acudido a los comicios. Cuando un representante golpeó la puerta de su apartamento para preguntar qué sucedía, su madre, que ya había votado, se ofreció para presentarse nuevamente y depositar en la urna la papeleta marcada de su hija. Los funcionarios quedaron muy complacidos: puesto que de todas maneras nadie impugnaría el voto, el principal interés consistía en ser el primer distrito que proclamaba el «¡Sí!» por unanimidad.

Pero mi historia favorita, entre todas las de Masha, es la que se refiere al maestro de escuela que sustituyó, como amante, al agente de la KGB. El joven fue escogido, por su lealtad política, para integrar una pequeña delegación estudiantil a Austria, de donde el trepador político —¿qué otro puede viajar al extranjero?— volvió «aún más engreído y con todos los trapos occidentales que logró comprar o hacerse regalar». Pero como un secretario de la Juventud Comunista —cargo que él desempeñaba— no podía exhibir esas prendas extranjeras sin arriesgarse a provocar un escándalo y a caer en desgracia, su nuevo vestuario nunca vio la luz del día ruso. En cambio, lucía sus camisas modernas y sus pantalones ceñidos en el apartamento discreto de un camarada. A veces invitaba a Masha, para que presenciara el espectáculo, hasta que ella «abrió los ojos» y le abandonó.

La radio emite el «bip» de las diez en punto. Masha se levanta y sugiere que vayamos juntos al centro, dentro de unos quince minutos.

—Pero no me hagas esperar, por favor. Mis botas se están cayendo en pedazos. No debo llegar tarde.

Va a visitar a un armenio llamado «Tío Grisha», un inválido de guerra autorizado a atender un servicio privado de reparaciones. El Tío Grisha se ha enriquecido porque tiene fama de ser el único remendón de Moscú capaz de trabajar con los nuevos zapatos occidentales, de plataformas (fabrica suelas con viejas cajas de cartón destinadas al trasporte de verduras). A ello se suma su habilidad para engañar a los inspectores que lo controlan constantemente para imponerle astronómicos impuestos. Puesto que sólo los poderosos disponen de esos zapatos, sus dientas son muchas de las ninfas de la ciudad, algunas de las cuales permiten que derroche sus ganancias con ellas, invitándolas a almorzar en los restaurantes, en tanto que las menos incluso le conceden sus favores. Es tan entretenido visitar su taller como el estudio de mi amigo, el talentoso pintor Yenia.

Mientras tanto, me siento a leer la novela de Leonid, la única obra de la cual está suficientemente satisfecho como para mostrármela. La ha reescrito cuatro veces, para adaptarla a las tendencias políticas cambiantes, porque alimenta grandes esperanzas de publicarla y conservar algunas de sus virtudes. La historia gira en torno de los destinos entrelazados de un joven moscovita y un piloto de la Luftwaffe, con quien aquél se «encuentra» por primera vez cuando ve su bombardero en las alturas, en 1941. Cuanto más avanzo en la lectura, más se parece a una pobre imitación de The Young Lions. Incluso hay una escena, muy semejante a la imaginada por Irwin Shaw, en la cual el piloto, aparentemente condenado a morir, piensa, con pena, en todas las mujeres que podría haber poseído y no poseyó. Me pregunto qué debo decirle a Leonid, quien depende de mí veredicto «occidental».

El desencanto que me han producido los primeros capítulos me induce a regañar a Masha, cuyos «quince minutos» trascurrieron hace media hora. Al cabo de otro cuarto de hora, está envuelta en su abrigo de lunares de acetato, rematado por un sombrero de acrílico de color rosa: ¡lista! Por fin iré a la Biblioteca Lenin, y ella al subsuelo donde tiene su taller el remendón. El frío es tan intenso como lo parecía desde la ventana. Nos disponemos a recorrer en ocho minutos el trayecto de diez que nos separa de la estación del metro. En el camino, Masha no me habla de su hermano sino de un profesor de marxismo-leninismo de la vieja generación, que reacciona violentamente contra los «insultos al sacrificio revolucionario» y suele suspender a los alumnos que se presentan ante él vestidos con un mínimo de elegancia. Quienes van a examinarse con ese profesor tienen la precaución de lucir un atuendo «proletario»: los muchachos con el cuello de la camisa abierto y sin chaqueta, las chicas sin maquillaje ni tacones altos. Masha tiene la intención de presentarse con un mono de su Perm natal.

No tardo en hablarle del verano que yo pasé vestido con un mono, cuando al concluir la escuela secundaria intenté «volver al campo». Trabajaba para un viejo agricultor llamado Blackcock, y en esa época me tomaba muy en serio su actitud agresiva respecto de mí y sus animales. Mis esfuerzos por verter esta historia al ruso nos provocan tanta risa que perdimos la huella y nos hundimos en la nieve.

En ese momento veo a una obrera montada sobre el esqueleto de un nuevo edificio de la Universidad. Se trata de una joven bonita, con expresión irritada —sin duda no fue por su gusto que eligió el oficio de albañil— y al mirar hacia abajo desde su andamio ella nos aísla dentro de la columna de peatones que se encaminan desperdigados hacia la estación. ¿Construir con esta temperatura? Sí, el trabajo continúa, a pesar del desmesurado esfuerzo adicional y del despilfarro. (Aunque la chica no estuviera semiparalizada por el frío y las ropas, ¿podría importarle un bledo el lugar donde coloca la argamasa?) De alguna manera, entiendo que la caminata de hoy quedará grabada en mi memoria junto con la imagen de esta trabajadora vigorosa pero frágil: la llana de donde chorrea la mezcla semicongelada; salpicaduras y manchas desde la cabeza hasta los pies de su ropa acolchada de trabajo, maltratada por la intemperie; una espesa capa de lápiz de labios de color zanahoria para proclamar que es mujer.

Veinte mil colegas idénticas a ella trabajan ocho horas en un enjambre de obras contiguas. Miro hacia atrás y la saludo con la mano. Sus pómulos me traen el recuerdo de mi Anastasia, y el día cobra otra dimensión.

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