—¿Cómo podía saber yo qué era lo que encontraría en la puerta de esa panadería? —suspira Aliosha.
Y así sucesivamente. Cuando llevamos presurosamente a la Eficiente Alia al aeropuerto, donde debe tomar un avión para reunirse con su marido, vemos un bonito rostro enmarcado en la ventanilla de un autobús. Aliosha describe un viraje en U, violando dos docenas de reglas de tránsito y despreciando flagrantemente la presencia de agentes de policía en todas las esquinas, y luego zigzaguea entre los restantes vehículos como en una persecución cinematográfica, para mantenerse a la par del autobús que transporta a la bella— Una mano hace girar el volante para estas tempranas maniobras, en tanto la otra ejecuta un repertorio de ardorosos saludos, primeramente para atraer la mirada altanera de la damisela, luego para invitarla a apearse en la próxima parada... y después en la ulterior, mientras seguimos practicando nuestro rodeo de un kilómetro y medio sin hacer caso a los gemidos de Alia acerca del desastre que implica renovar una reserva en un vuelo de Aeroflot.
Un día, cuando nos dirigimos a escuchar una disertación sobre política exterior, para abogados, de asistencia obligatoria, Aliosha queda prendado de la conductora de un trolebús, que resulta mucho más fácil de enamorar que nuestra pasajera del día anterior. La vivaz muchacha detiene el vehículo, se apea vestida con su mono, y mientras simula reenganchar los troles en los cables aéreos, nos dicta alegremente el número de teléfono donde podremos comunicamos con ella a las cuatro.
Pero en contrapartida las presas pérdidas le causan una gran pena.
—¡Desapareció! —exclama, refiriéndose a la joven que acaba de introducirse en la boca del metro o que ha doblado en una esquina llena de gente. Su voz refleja el dolor de un cachorro apaleado y una genuina zozobra a medida que aflora en sus ojos la antigua parodia de sí mismo—:. Una excelente persona, una individualidad patente, y es posible que nunca volvamos a verla...
Cuando se encontraron por primera vez varios años atrás, Aliosha la conoció como la esposa de un bebedor y libertino prodigioso, que estaba a la altura de su trabajo de actor en el peor teatro de Moscú. Ella rechazó sus insinuaciones. Más tarde, su marido estrelló su minúsculo Zaporoiets, decapitando a su enamorada de esa noche y reventando sus propios órganos internos hasta el punto de que los médicos pronosticaron que un solo trago lo mataría. Nunca volvió a probar la bebida... ni a acostarse con otra mujer que no fuera su esposa. El accidente, que le destrozó la cara, también modificó radicalmente su carácter.
Como su nuevo aspecto le impedía mostrarse en el escenario, optó por escribir, y no tardó en ganar fama y fortuna con sus guiones para el cine y la televisión. Sin tiempo para otras actividades, empezó a odiar los restaurantes y las parrandas con la misma vehemencia con que antes los había amado, y a menudo se ponía de mal humor cuando le distraían de su trabajo en la máquina de escribir. Este ascetismo hartó a su esposa, cuyo interés normal por visitar ocasionalmente la ciudad se transformó, bajo la presión de la severidad de él, en apetito de aventuras^ Viene al apartamento a ofrecerse y maldice —pero también se ríe— cuando Aliosha la rechaza, invirtiendo los papeles.
Esta es la noche que hemos postergado durante semanas, como estudiantes que deben prepararse para los exámenes semestrales. Aliosha está solo en su casa y yo me encuentro en la residencia. Ambos nos ocupamos de nuestras tareas desatendidas. Aunque mis estudios ya no tienen salvación, debo quedarme en mi escritorio por lo menos durante el tiempo indispensable para contestar las cartas alarmadas de mis patrocinadores, los miembros de una comisión de adustos académicos que representan a la quintaesencia de los estudios sobre temas soviéticos en los Estados Unidos. Su membrete y su lenguaje me miran como emisarios de otra galaxia. El secretario ejecutivo subraya que he omitido escribir a Harvard, e insinúa que deberé regresar si no envío una respuesta satisfactoria^ Por fin me consagro a esta tarea, sorprendido y aliviado ante las historias de la investigación inexistente qué fluyen de mi imaginación y se vuelcan sobre el papel —¿cómo las alucinaciones atmosféricas que estimulaban la fantasía dé Gogol?— y ruego que la ignorancia, el lenguaje misterioso y la distancia que me separa de Cambridge oculten la realidad de mi derrumbamiento intelectual.
Mi presencia en el cuarto a esa hora despierta la curiosidad de Viktor, mi compañero, quien espía mi escritorio. Nunca es tan torpe como cuando trata de parecer espontáneo mientras rastrea «información», pero al ver que escribo en inglés desiste con un gruñido. Tras ejercitarse con sus pesas durante el tiempo necesario para impregnar el aire con un penetrante olor a sudor, se acuesta, como siempre, a las diez en punto.
Una hora más tarde, Kemal me llama urgentemente al teléfono. Es Aliosha, quien se lamenta de su soledad y afirma que tiene que decirme algo vital. En un acceso de entusiasmo, como si le hubiera acometido tina asombrosa idea nueva, sugiere que busquemos compañía para la «noche que comienza». Aunque no he acabado aún mis cartas turgentes, acepto reunirme con él frente al portal. Al escuchar su voz, comprendo que toda la finalidad de mi estancia en Rusia se ha reducido, sencillamente, a pasar mi tiempo en compañía de Aliosha. El atractivo reside, más que en las piernas abiertas o en las escapadas traviesas, en su infinito impulso de ir a alguna parte, de explorar algo, de husmear lo que sucede. ¿Cambiar esto por los libros? Nunca ha sido más clara la distancia que hay entre la vida y los estudios de la escuela graduada.
Es casi medianoche cuando el Volga avanza hacia mí sobre la nieve como una vieja mascota. Debemos ir, en consecuencia, a una de las principales estaciones ferroviarias, los únicos lugares públicos que permanecen activos a esa hora. Aliosha se guía aparentemente por la memoria y el instinto para seguir una ruta de calles enfangadas, sin importarle el hecho de que los copos de nieve cubren casi por completo el parabrisas. (Ayer por la tarde volvieron a robarle los limpiaparabrisas mientras el coche estaba aparcado frente a un tribunal de justicia.) Pronto nos acercamos a la plaza de la Juventud Comunista, donde antaño tuvo su sede un gran mercado y donde ahora se levantan, casi sin solución de continuidad, tres glandes estaciones destinadas a los trenes que comunican con las inmensas estepas del Norte, el Nordeste y el Noroeste.
Desde el amanecer hasta la noche, la plaza está ocupada por un enjambre de visitantes provincianos que llegan a Moscú para hacer un transbordo de trenes, para comprar ropa interior caliente o un mantel nuevo, para vender sus patos caseros o para contemplar reverentemente el mausoleo de Lenin. Desde las aceras
que circundan a las estaciones, la multitud se vuelca sobre la avenida aún más ancha, aferrando en sus manos nudosas las maletas de cartón y las bolsas con provisiones. Esa gente lleva los bolsillos llenos de raciones envueltas en trapos, y transporta en alto sus preciosas compras: colchones, sillones y alfombras enrolladas. El ejército de trabajadores y campesinos busca, pide, gesticula, se enfurece, regatea, susurra con tono conspirativo («Psst... ¿dónde conseguiste esas botas?») y desarrolla sus actividades entre clamores y manoteos: anhela encontrar gangas, pero alimenta un temor morboso a ser estafado; y sabe que el único descanso lo encontrará sobre sus propios lomos —ni uno entre diez mil pierde tiempo buscando un jergón en un hotel
y que el viaje de este año debe aprovecharlo al máximo, porque es posible que el año próximo no tenga la suerte de volver.
Pero por la noche, esta descomunal multitud desaparece sin dejar rastro, y deja casi desierta la explanada con rasgos de Coliseo. Ahora la misma soledad ejerce una presión redoblada por la bruma silenciosa. Sólo islotes aislados de taxis montan guardia, perezosamente, frente a las salidas, y sus tubos de escape lanzan espesas nubes de gas que se remontan sobre la fachada feérica de la estación Iaroslav y la torre tártara de la estación Kazan. En esta atmósfera, la presencia inconfundible de las transacciones ilícitas flota como un fantasma. Los taxistas con chaquetas acolchadas rechazan despectivamente a los pasajeros comunes. Su faena consiste en traficar mujeres o el vodka que ocultan debajo de sus asientos, y a cambio de esto se resignan a esperar horas, sin preocuparse por las normas de kilometraje y pasajeros ni por el frío cortante. Un puñado de prostitutas también se han congregado en esta avanzada de la vida nocturna: una bruja con un abrigo abierto está cerca de la boca del metro, e insulta groseramente a un hombre que ha rechazado sus propuestas; otras buscan el relativo amparo de los pegajosos pasajes subterráneos que unen las estaciones con el metro. Unos borrachos y curiosos dispersos completan la lista de personajes sin techo: son los restos del submundo moscovita de preguerra hacia el cual Aliosha se siente atraído por la nostalgia y por su afición a lo pintoresco. (Antes yo me preguntaba por qué la policía no limpiaba sencillamente la plaza, de una vez por todas. La respuesta parece ser que a los elementos de mala vida se los persigue con menos rigor que a los disidentes políticos. Porque para reemplazar a todos los borrachos, prostitutas, «parásitos» y delincuentes de poca monta que son deportados de Moscú y de los lugares donde pueden verles los extranjeros, queda siempre una pequeña banda de contumaces, que se infiltran todas las noches en una de las estaciones.
—Mermados —se lamenta Aliosha—, pero no más que todos los otros elementos de nuestra economía.
En el portal estilo fortaleza de la estación de Leningrado, un policía monta guardia enfundado en su capote semejante a una tienda, y veda la entrada a todos quienes no llevan consigo un billete válido para el día siguiente (ésta es una medida capital de la nueva campaña encaminada a erradicar el vagabundeo y el crimen mediante el control de la población errabunda de las salas de espera). Con el rostro congestionado por el frío y la cólera, el agente cumple con las tradiciones de su oficio gritando «¡Eso está prohibido!» a todo lo que se mueve.
Mientras Aliosha aguarda —insiste en que mis facciones son más inocentes que las suyas— me acerco a la mole del custodio del orden y entablo conversación a través de un comentario compasivo acerca del sacrificio que implica montar guardia de noche en tales condiciones climatológicas. Al cabo de un momento me está hablando de su hijita de dos años, y el mismo semblante flatulento irradia ahora ternura paterna y humor sentimental. La estratagema clásica, que consiste en establecer un contacto personal, transforma rápidamente la hosquedad oficial, incluso la de este individuo prepotente y vociferante, en una franca camaradería que le induce a compartir contigo su infortunio, tal como compartiría, si pudiera, el último rublo que le queda para comprar una botella. Está satisfecho de haberse encontrado con «amigos», sonríe al recibir su nuevo paquete de «Camels», y nos abre la puerta, insinuando una advertencia acerca de los policías de paisano que vigilan la sala de espera.
Sin embargo, en la lobreguez del vestíbulo mismo, es imposible distinguir a los detectives —si en verdad los hay— del resto de la población de ese refugio de gentes sin hogar. Sobre los bancos duermen campesinos malolientes, con los rostros apoyados encima de los bultos polvorientos... que además llevan atados a sus muñecas, para evitar robos. Impasibles, sumisos, consumidos hasta los huesos, esperan desde hace días una plaza en un tren. Otros habitantes de ciudades de provincia, menos andrajosos, que no tienen amigos que les den alojamiento ni contactos entre el personal de los hoteles, también se han instalado allí para pasar la noche. En el decrépito mostrador del bar, una mujer rubicunda sirve las últimas raciones de bolonia que le quedan, junto con un líquido al que llaman café. Un niño suspira en sueños. Otro succiona ruidosamente el pecho de una gitana de aspecto feroz. Al abrirnos paso entre este muestrario de masas preponderantemente no moscovitas, sentimos retroceder cincuenta años en el tiempo.
Pero la seducción de la aventura vagabunda Rota en el aire. Como observó Koestler, en Rusia los largos viajes en tren son el equivalente de los cruceros transatlánticos. Los trenes, puntos de luz y vida en el vasto territorio semejante a un océano y desprovisto de caminos, son, en consecuencia, el escenario de buena parte de la literatura «náutica» de extranjeros que desnudan secretos. Y las estaciones son casi igualmente ricas en posibilidades dramáticas. La máquina del tiempo encierra la promesa de historias inusitadas.
Esa noche, las candidatas a la seducción, que constituyen la excusa de nuestra presencia allí, son más escasas que de costumbre. Un puñado de prostitutas llamativas, de mirada alcohólica, con las mejillas untadas con lápiz de labios y una capa de vaselina... para simular el sano rubor de las doncellas rusas. Contagio seguro. Algunas adolescentes que obviamente se sentirían más felices si pudieran estar descalzas en sus aldeas, junto con varias chicas provincianas menos bucólicas —estudiantes que aguardan giros telegráficos para poder comprar el billete— cuyo sueño no nos atrevemos a interrumpir. Esposas campesinas demasiado rollizas para merecerse esto, aunque sus maridos no estuvieran roncando junto a ellas con las botas puestas... Nuestra elegida —aunque parece que quien ha hecho la elección ha sido ella, no nosotros— es una mujer de unos treinta años, cuyos ojos nos seguían, esperanzados, mientras el resto de su persona permanecía hundido en un banco del rincón más alejado.
—Hola, ¿podemos molestarte un momento?
—Por favor, no me mires así. Debes pensar que estoy acostumbrada a esto, que acostumbro a pasar el tiempo en las salas de espera.
Sus ropas están mugrientas y necesita —y anhela— un baño. Pero una vez llegados al apartamento, cuando Aliosha se lo prepara con un puñado de sales procedentes de Alemania Oriental, vacila. ¿Nos estamos burlando de ella? ¿La tomamos por lo que no es?
Cierra la puerta con llave y permanece casi una hora en el cuarto de baño. Después de comer y de colgar sus prendas íntimas sobre el radiador, para que se sequen, hacemos el amor... con la mitad de la pasión y el doble de la locuacidad que caracterizan nuestros interludios con las mujeres reclutadas en la estación de ferrocarril. Sus hombros redondeados y su trasero esférico hacen pensar en las viejas fotografías de Colette y confirman que nos encontramos ante una sobreviviente de otra época. Con los grandes muslos en reposo, con una sosegada alegría en los labios, Aksiona se entrega como si ésta fuera una tregua entre dos jaquecas. Cuando nos cuenta su historia, entendemos el motivo.
Su madre había sido la única sobreviviente de una familia noble destruida por la Revolución, la guerra civil y las purgas; su padre, un barítono de Kiev que grababa tempestuosas canciones guerreras, y cuya necesidad de beber, tan colosal como su cuerpo, mantenía a la familia al borde de la inanición, no obstante sus considerables ingresos. Aksiona tenía siete años cuando su abnegada madre murió de cáncer, y su padre, después de unas formidables borracheras de vodka, desapareció, dolorido y furioso, llevándose las últimas riquezas de su difunta esposa. La crianza de la atónita criatura corrió por cuenta de una hermana que había cumplido dieciséis años y que había dejado de estudiar y trabajaba en una fábrica de zapatos, lo que le permitía mantenerse a sí misma, y mantenerla a ella, a base, sobre todo, de pan y restos de comida. Por razones particulares, esa hermana se resistió a pedir que la policía buscara a su padre, y tampoco solicitó un kopek de ayuda al Estado.
Cuando la propia Aksiona cumplió dieciséis años, una tía caída del cielo les comunicó por carta que su padre trabajaba en una granja colectiva, al norte de Kazan. Desde dicha ciudad, las hijas cogieron un autobús hasta el final del recorrido, y luego siguieron viaje en la parte posterior de un camión. La hermana mayor se cayó en una curva, se golpeó la cabeza contra una piedra, sufrió una terrible hemorragia y murió, perdiendo sangre por la boca. El camión llegó finalmente a la granja, pero el ex barítono, convertido ahora en un peón senil con un problema de locución, no reconoció a su hija menor. Después de pasar una hora angustiosa con él, volvió sola a Kiev.
Y vivió tanto tiempo sola que se resignó a la soltería y la reclusión. Parecía hecha para la docencia. Sin embargo, después de doce años de soledad se enamoró de un alumno suyo de dieciséis años. Sus encuentros tenían lugar, después de las horas de clase, en la habitación de Aksiona... la misma donde había trascurrido su infancia, con el piano aún roto por el puño de su padre y las alacenas empeñadas para comprar bebida. La extraña y leal pareja contrajo matrimonio cuando él cumplió diecisiete años. Mucho antes, ella había sido descalificada para la docencia.
Cuando amainó la pasión sexual, el consuelo que se daban mutuamente, como parias, los mantuvo unidos contra los despiadados esfuerzos de la policía, los supervisores del Partido y los escandalizados asistentes sociales, que pretendían separarlos. Vivían prudente y discretamente con el salario que él ganaba como aprendiz de bibliotecario. Eso, hasta hacía una semana, cuando él la abandonó para irse con un editor homosexual de Leningrado. Aturdida por la desesperación, Aksiona tomó un tren rumbo a Moscú, sin saber qué salvación iba a buscar allí. Pero la capital era terroríficamente desconcertante: le turbó la curiosidad de saber por qué los autobuses circulaban por las calles y los trenes sobre raíles. Desde la estación de Kiev, a la cual llegó, sólo se atrevió a ir a las otras, pasando una noche en cada una para no despertar sospechas. Cuando la encontramos en la estación de Leningrado, tenía veintiún kopeks en el bolso y hacía tres días que no comía nada, aparte de las sobras que le regalaba la bondadosa camarera de una de las cafeterías.
Aksiona narra sus desgarrantes desventuras como si pertenecieran a un pasado muy lejano. Afirma que ya ha recuperado el dominio de sí misma. No habría sido lógico que su extraño matrimonio durara mucho más tiempo. Aún es suficientemente joven para iniciar una vida nueva, en forma más realista. El encuentro con nosotros ha quebrado su enervante depresión.
—Sólo me quedaré unos pocos días, si me aceptan. ¿No me echaréis de aquí, verdad?
—Cálmate, maestrita —responde Aliosha—. Esto es como el ejército, no echamos a nadie. Y menos aún a las damas de alcurnia... Parece que nos hemos quedado sin pañuelos, de modo que usa tranquilamente la sábana.
Para serenarla, Aliosha divaga acerca de la etimología de la palabra «lienzo». En verdad, Aksiona usa la runda de la almohada— para enjugar sus lágrimas, pero pronto nos tiende los brazos para que le demos más afecto. Feliz toda la noche, se muestra francamente jubilosa durante las abluciones matutinas. Para organizar un desayuno más sustancioso, Aliosha y yo vamos a la pastelería y volvemos al cabo de diez minutos... ¡para encontrarnos con el apartamento varío! Aksiona no ha dejado ningún mensaje. Faltan diez rublos de mi chaqueta y el encendedor nuevo de Aliosha.
Aliosha está acostumbrado a que las chicas le roben suéters y agua de colonia de su habitación, así como a limpiar el vómito de las jóvenes libertinas con la expresión de una madre que se ocupa de los pañales. Aunque generalmente todo ello forma parte del precio, la traición de Aksiona nos duele. ¿Era una ladrona vagabunda, como muchas que se dejan conquistar en las salas de espera? ¿O una prostituta novata que no se atrevió a pedir su tarifa? Aliosha, que ha oído un millar de historias igualmente emocionantes de labios de estafadoras, así como de auténticas infortunadas, afirma al principio que se trata de lo uno o lo otro, y que no debemos perder tiempo preocupándonos por ésa astuta rimadora que sabe cuidarse muy bien. Pero la mañana no disipa nuestros temores acerca de su posible suicidio.
Pasamos la tarde y dos noches sucesivas explorando las doce estaciones de Moscú. Al mismo tiempo le pide al fiscal principal de un distrito urbano que averigüe si la policía tiene noticias de ella. Para evitarle problemas ¿Aksiona, en caso de que la encuentren, explica que le han dejado una herencia. El hecho de que nadie la haya visto nos induce a pensar que ha encontrado un hombre o ha vuelto a Kiev. Aunque ésta no es la primera vez que nos encontramos con una tragedia de tanta envergadura, nos sentimos deprimidos, y durante un tiempo no nos quedan ganas de llevar a cabo nuevas incursiones en los ferrocarriles.
El martes por la tarde estamos con uno de los viejos amigos de Aliosha, un estólido ingeniero llamado Edik. El apartamento pertenece al padre de Edik, un matemático que realiza trabajos delicados para la industria bélica. (La tranquilidad con que Edik falta a su empleo una tarde de cada tres se atribuye tanto a la protección que le brinda su poderoso progenitor como a la naturaleza insustancial de los esfuerzos que él mismo desarrolla frente a la mesa de dibujo.) El apartamento, situado a cien metros del Tribunal Supremo de la República Rusa, es suficientemente lujoso para un hombre de su jerarquía: cuatro habitaciones en un edificio de techos altos que podría encajar en un barrio residencial de la Praga decimonónica. Desde la ventana de la sala de estar se ve una punta del Kremlin, cuya muralla ejerce sobre nuestras vidas el mismo efecto que ejercería una prisión situada en las afueras de una dudad universitaria.
El apartamento es un museo de objetos Victorianos de segunda categoría, de una decorosa pobreza tan paradigmática que ésa podría haber sido la cuna del concepto mismo. Todas las habitaciones cómo ésta que he visto, y el espíritu que encarnan, invaden mi memoria. Pantallas de lámparas con cordones, manchas de vejez y tostaduras de bombillas eléctricas que marcan la seda pálida. Sillones claudicantes que al tocarlos descargan espesas nubes de polvo, un reloj de péndulo averiado, y alfombras orientales raídas, que murieron hace mucho tiempo víctimas de la suciedad y la sed. Todo esto y mucho más —incluyendo la inevitable aspidistra, que parece transferida de un difunto ministerio— pesa sobre el descomunal y excesivamente mullido diván donde nos refocilamos con la Voluptuosa Valia y— con Liuba, su amiga más delgada y dura. Liuba (de liubov: «amor»), es una de las pocas muchachas que conozco a las que podría atribuir voracidad sexual, pero nuestra desnudez resulta tan caricaturesca en contraste con la acicalada habitación, que no podemos tomarla a ella más en serio que a nosotros mismos.
En cada rincón se apilan los platos sucios y las sobras de toda una semana. El ama de llaves de Edik está enferma y su padre se halla de viaje en misión oficial. (Sospecho que se trata de una cuestión de misiles, pero, por supuesto, no formulo preguntas.) Le ha prestado su magnetófono a un amigo y las bandas de onda corta de su radio necesitan nuevas lámparas. Paute de mieux, en consecuencia, Radio Moscú suministra el ruido de fondo. Mientras nos meneamos, resollamos y cambiamos de pareja, el locutor vocifera la historia de una fábrica de cemento que ha aumentado sus propias cuotas para este segundo año crucial del histórico y nuevo Plan Quinquenal. Pero nadie se ríe de la delirante incongruencia del programa, porque nadie lo ha escuchado. Ni siquiera se enterarían si anunciara, con ese tono y en esas circunstancias, una declaración de guerra.
Bebemos un cóctel de néctar pegajoso de albaricoques y jarabe medicinal, que es casi puro alcohol. Aunque Edik toma el suyo directamente de la jarra, no participa en el deporte comunitario porque se debate con un problema individual: los faros que dejó encendidos durante toda la noche han agotado totalmente la batería del coche de su padre. Desde el borde de una silla situada frente al diván, telefonea a todos los números que le han dado sus informantes, en busca de un recambio... cualquier batería, nueva o usada, para camiones, autobuses o automóviles. El afán de esta búsqueda hace no ver la vulva de Valia que palpita a treinta centímetros de su nariz.
—Edik, amigo, deja eso un minuto y daños, como se dice, una mano.
—¿Bromeas? Mi padre volverá mañana. Por Dios, Alexei, ayúdame a recargar ese vehículo.
Liuba coge el teléfono para hacer una rápida llamada a una amiga. Aliosha sirve otra ronda de cócteles utilizando la garrafa de gasolina donde almacenamos el alcohol. La Voluptuosa Valia coloca su metro ochenta de carnes de amazona directamente sobre la cara de Edik, y el calor que se desprende de sus piernas separadas —o la preocupación de él por el coche— le empana las gafas. Edik ingiere su quinta ración de alcohol puro y se devana los sesos para recordar a quién puede llamar por teléfono. Liuba nos arrastra nuevamente al diván, devorando un trozo de embutido. Las campanas del Kremlin anuncian que hemos pasado otra hora en nuestro cubil, debajo de sus propias narices.
A las cinco, la fiesta termina como si hubiera sonado el silbato de una fábrica. Nos vestimos apresuradamente y salimos corriendo del apartamento, para atender nuestros respectivos asuntos, que han adquirido una súbita urgencia. Edik, que ha cerrado trato por su batería, busca ansiosamente un taxi para ir a tomar posesión del artefacto usado de doce voltios antes de que un soborno más tentador lo lleve a otras manos. Después de pasar dos días consecutivos con nosotros, Valia debe correr a casa para prepararle la cena a su marido «celoso». (Pero luego él irá a una asamblea del Komsomol, y Valia sugiere que volvamos a reunimos todos después de las nueve.) Liuba —que, según parece, se pone melancólica cuando está vestida— ya llegará tarde para el segundo turno de su fábrica.
—¿Quién dice que no somos un pueblo trabajador y disciplinado, con objetivos portentosos? —gorjea Aliosha, que se divierte al contemplar nuestra nerviosa premura, después de un día desperdiciado. Mientras él lleva a las chicas a sus respectivos destinos, yo corro al hotel National para conversar con un profesor visitante de Columbia sobre las corrientes jurídicas soviéticas.
—Do svidania, amigos. Y salud.
—Hasta pronto, privet.
—¿Nos mantendremos en contacto?
—¡Por supuesto! ¿Qué tenemos programado para el domingo?
Nos dispersamos en la penumbra de la tarde, que presagia los largos apretujones de la hora de mayor afluencia de público. En ese momento, pululan, por el centro de la ciudad, los robots de abrigos oscuros con bolsos de compras, que se atascan frente a las luces de tráfico, que entran y salen de las tiendas, abalanzándose hacia sus puntos de destino como escarabajos en una caja. Los ruidos que se oyen son los chirridos de los tranvías y las pisadas de diez mil botas sobre el cieno.
Mi ruta me lleva por la calle Veinticinco de Octubre, detrás de los sórdidos fondos de las tiendas GUM, hasta la parte alta de la Plaza Roja. En este barrio doméstico donde otrora prosperaba el comercio al por menor, las restricciones a la actividad mercantil han dejado una hueca melancolía, que compite con la del tiempo. Sobre las multitudes adustas, los tubos susurrantes de neón anuncian austeramente: «Leche» y «Pan». Las entradas de todos los edificios de oficinas están custodiadas por bustos de yeso de Lenin, semejantes a los centinelas inmóviles que montan guardia en Su mausoleo. Todo está sumergido en la aflicción que sentía cuando mis amigos y yo no sabíamos qué hacer en las tardes de invierno, al salir de la escuela.
Llego con varios minutos de anticipación a mi cita, y me distraigo frente al Museo Histórico, preguntándome qué relación puede existir entre esta lobreguez y las horas exuberantes de las que disfrutamos en el apartamento de Edik. Fuera, ni un anuncio adorna los escaparates; ni una sola figura en bikini anima los quioscos empapelados con revistas políticas y folletos del Comité Central. Todo este decorado público puritano parece destinado a encubrir nuestra disipación.
Mientras camino por las calles sombrías, temblando bajo el frío inclemente, me acomete una y otra vez esta paradoja de la naturaleza. ¿Cómo pudieron echar raíces aquí estas actitudes tahitianas?
Nuestro nuevo encuentro con Liuba tiene lugar en la húmeda habitación de su familia, en un apartamento comunitario donde viven todos como en una pensione italiana de cuarta categoría. (Sus padres trabajan hasta muy tarde.) Edik ha vuelto a reunirse con nosotros, pero esta vez soy yo quien no participo, y me limito a coger los pechos de Liuba. La prohibición de hacer otra cosa es la «medida de castigo social» que me imponen por haber reducido la dotación femenina al permitir que la Rubia Bella abandonara el coche mientras los otros compraban provisiones en el trayecto hacia la casa de Líuba. Más excitada que nunca por mi frustración impuesta, Liuba accede con mucha seriedad cuando alguien propone, en broma, que me perdonen dentro de una hora.
Nuestro nuevo encuentro con la Voluptuosa Valia se produce una tarde, cuando a Aliosha le corresponde actuar como abogado de turno en su Oficina de Consultas Jurídicas. Por fin la empresa ha trasladado su sede a una casa de apartamentos chapuceramente remodelada, donde el orgullo de la decoración y la comodidad son media docena de salas de consulta que reemplazan a los antiguos cubículos con dimensiones de retretes. Aquí los abogados pueden reunirse en privado con sus clientes... e incluso, si lo desean, a puerta cerrada. Aliosha da cuenta de su llegada a la oficina, recoge de manos de la fornida secretaria la llave de uno de estos nuevos y pequeños despachos, y con un ademán cortés nos invita a entrar a Valia y a mí. Hace girar la llave, bebemos un trago de la botella, hacemos una pausa para pasar revista a los últimos acontecimientos. Después Valia se desviste y sube sobre el escritorio.
¿Fornicar en una oficina soviética? ¿Mientras suenan los teléfonos, llegan los clientes y el presidente —un hombre del Partido, claro está— dispensa consejos en el pasillo? Sí, pero lo hago en compañía de Aliosha, que sabe cuándo practicar lo inusitado. Calcula que en esta tarde apacible nadie necesitará nuestro despacho, y nos dejarán tranquilos.
No en vano ha colaborado en la comisión encargada de acelerar los trabajos de remodelación, que duraron tres años. Los despachos no son tan grandes como él quería, y es difícil ensayar diferentes posiciones sobre el escritorio pequeño y barato. Pero Valia tiene experiencia, porque le satisfizo por primera vez precisamente aquí, después de que él la abordó en la calle. De todos modos, Valia no toleraría la «indecencia» de hacerlo en el suelo.
Me pregunto si la madura secretaria sabe para qué le ha pedido Aliosha la llave. Seguramente su reputación sugiere cuál es el motivo por el cual las jovencitas acuden en tropel a solicitarle consultas privadas desde que se ha trasladado al nuevo despacho. Cuando nos vamos, ella nos mira con expresión intencionada. Sin embargo, el afecto que siente por Alexei Evguenievich, nombre profesional de Aliosha, le induce a protegerle. Fue él quien consiguió que internaran a su marido en una excelente clínica para cancerosos —donde lo curaron— y quien le alegra la vida regalándole bombones en los días festivos y, de vez en cuando, un ramo de narcisos.
A la mañana siguiente, nos reunimos cuando el sol ha recorrido buena parte de su trayectoria sobre el horizonte, y se suma a nosotros un viejo amigo de Edik que, gracias a la venta de lo que sisa en el laboratorio odontológico del que es supervisor, consigue vestirse como si fuera profesor de una Universidad del Medio Oeste de los Estados Unidos. (Aliosha proclama que ha perfeccionado otra innovación de la odontología soviética: extraer dientes enfermos por el ano. «Es una estupenda técnica nueva para un pueblo que no puede abrir la boca.») Tenemos todo un día por delante, para derrocharlo, y no obstante nuestra incapacidad para triunfar en la vida —a pesar de que todo lo que nos oprime basta para hacernos sentir agradecidos por los pequeños favores— estamos sumidos en la sensación de deleite que caracteriza a los holgazanes. Regodeándose en la suya, el amigo de Edik es quien primero pregunta:
—¿Kovo ebat budiem? —o sea, no «¿Qué quieres hacer esta noche, Marty?», sino «¿A quién vamos a joder?»
Este lema privado siempre lleva implícito un elemento de parodia: nos burlamos de las chicas que se someterán después de esgrimir débiles excusas; de nosotros mismos por nuestra relajación y nuestra propensión a dejar de lado actividades más constructivas; del sistema que degrada los valores y envilece la existencia, reduciéndonos a este infantilismo. ¿Kovo ebat budiem?, expresa la futilidad de pugnar por objetivos nobles... y el alivio que sentimos cuando nos ahorran semejante esfuerzo.
Subimos al coche y damos vueltas al azar, buscando una traílla para el nuevo boxer del amigo de Edik. (Aunque aparentemente en algún lugar hay una tienda de artículos para animales domésticos que las vende, él no humillará a su perro obligándole a usar un producto de fabricación soviética, y está dispuesto a pagar un precio exorbitante por una traílla occidental de segunda mano.) Pero cuando repite el lema después del almuerzo, ya tiene una connotación más genuina: como no puede liberarse de su empleo todos los días, teme que esa tarde no consiga la consumación programada. Aliosha le tranquiliza con expresión traviesa, hace algunas llamadas telefónicas, y recogemos a nuestras chicas cuando salen de trabajar en el Ministerio de Industrias Ligeras. De alguna manera, el día era más luminoso antes de que aparecieran.
Su cuerpo es la estatua de la «Mujer Ejercitándose», en estilo realista socialista, que se levanta en todos los parques. Su rostro es el cartel de un filme que muestra a la lechera de pañuelo en la cabeza. En verdad, es hija de obreros moscovitas, y ella misma trabajó durante un año en una fábrica de caucho después de cumplimentar la enseñanza secundaria. A continuación estudió maquillaje teatral y la expulsaron por faltar a clase. En un segundo instituto se interesó por el diseño industrial, y desertó enseguida por su propia voluntad. Luego pasó a una escuela de lenguas, donde permaneció el tiempo suficiente para aprender un francés de sirvienta. Solicitó un empleo en Aeroflot.
Un prendado jefe de personal le dio el empleo a pesar de que ella le rechazó en un taxi. Pronto comenzó a ganar tanto como sus padres.
Cuando la ascendieron al servicio internacional, empezó a viajar, como era habitual, a los países «democráticos». Fue una hermosa experiencia: las gabardinas que compraba en Praga y los suéters que adquiría en Varsovia aumentaron considerablemente su elegancia... y su patrimonio, gracias a que los revendía a sus ansiosas amigas. Ahora aspiraba a trabajar en las rutas occidentales. En territorio capitalista, los funcionarios de las embajadas y de la KGB vigilaban a sus compatriotas casi tanto como a los agentes enemigos. Le habían contado que durante la escala de dos horas en Londres, nadie podía bajar solo del avión. Pero siempre quedaba la alternativa de las tormentas ocasionales, que daban una tregua para hacer compras y practicar turismo. El mero prestigio de los viajes a Occidente compensaba las severas exigencias adicionales, y aunque su belleza era un factor negativo en su caso —para reducir la posibilidad de deserciones, Aeroflot asignaba el personal menos llamativo a las rutas capitalistas— su historial proletario suponía una poderosa recomendación. Se esmeraba por vestir con sencillez y por adoptar una actitud «patriótica» cuando hablaba con personas interesadas en política.
Su mejor amiga, también azafata, se había casado con un francés y se había radicado en París. La KGB no tardó en citarla a ella.
—No le prohibimos que le escriba, pero no se lo aconsejamos. No arruine su carrera. Usted nos entiende.
Entendió, por supuesto, pero decidió contestar por intermedio de otra azafata que le inspiraba .confianza. Una semana más tarde la enviaron de vuelta a los vuelos nacionales, y encontraron un pretexto para reducirle el sueldo. Así empezó el violento declive de su energía mental y también de su trabajo. Ahora es azafata suplente, y la llaman principalmente en casos de emergencia. Su guardarropa está reducido a harapos y pasa las tardes en el cine o tomando, helados con sus amigas.
Bajo todo esto subyace su plácida resignación; Cuenta su historia sin un ápice de rencor contra Aeroflot o la KGB... ni, desde luego, contra su afortunada amiga de París. Las agresiones de! Estado se parecen a los fenómenos naturales que tenían que soportar sus padres y abuelos.
Pero volvamos a la cama. Entrega su cuerpo escultural con complaciente ternura.., ¿aunque por qué habría de excitarse demasiado por esto'? Cuando se vaya, se encontrará con su ex marido, que se divorció de ella para casarse con un chica que está en el vuelo a Cuba.
A Aliosha y a mí nos gusta cada vez más vagabundear por la noche, cuando toda la ciudad dormida nos pertenece y estimula, tanto como si fuera Cannes o Niza, nuestro juego de hacernos pasar por turistas. Pasamos horas en silencio, conscientes de que algo raspa nuestra relación, como un polluelo dentro del cascarón. Guando concluya el año que me han asignado no nos resultará fácil separarnos. Lo que empezó como una diversión se ha desarrollado según sus propias reglas.
—Dame un cigarrillo —dice, y su inflexión me hace saber que él está pensando lo mismo que yo.
—Hagamos un giro a la izquierda por la calle Petrovka, una pasada lenta, por donde tú sabes.
Al doblar en la esquina, estamos a punto de estrellamos contra dos coches que aparentemente han chocado entre sí pocos minutos antes. Uno contiene a un niño con la cara ensangrentada y a una mujer que aúlla preguntándose qué fue lo que la indujo a llevarle a casa a esa hora. Puesto que no es posible desplazar los coches dañados antes de que llegue la policía, transportamos apresuradamente a la madre y al niño a una clínica próxima, y después seguimos dando vueltas durante otra hora, prácticamente en silencio.
Pero las heridas del niño han introducido otro elemento en nuestra relación, y Aliosha empieza a evocar su servicio militar, período de su vida que me ha intrigado durante mucho tiempo. Lo que ha producido la asociación de ideas es la sangre, pero yo trato de inducirle a que empiece por el principio...
Le reclutaron por primera vez durante la conmoción de la campaña finesa de 1939. Aliosha, un huérfano soez de diecisiete años, cuyo mundo eran el poker, las riñas a puñetazos y las diligencias para los leguleyos en las calles más peligrosas de Moscú, recibió con bastante beneplácito su reclutamiento, y lo interpretó como una tregua en su vagabundeo y como una posible oportunidad para adquirir la profesión que ya intuía necesitar. Esta ilusión se extinguió al cabo de una semana, junto con el último vestigio de su inocencia.
El entrenamiento básico fue breve, punitivo y brutal. Y demencialmente insuficiente. Injuriado por oficiales vociferantes, cuya estupidez le parecía casi increíble cuando la cotejaba con la astucia de los tahúres que había tenido por maestros, el recluta Aksionov no disparó durante su ejercitación un solo cargador de balas auténticas. Así entrenado —e— igualmente equipado: cuando la penuria se agudizó en el campamento debió devolver una de sus dos mudas de ropa interior— el nuevo soldado de infantería fue despachado directamente al frente de Karelia, con un cuerpo del ejército que tenía la misión de partir en dos a Finlandia, a la altura de la cintura. Llegó a comienzos de enero de 1940, cuando la guerra estaba en su punto más crítico.
Sólo la inmensa magnitud de los desastres rusos que precedieron y siguieron a la Guerra de Invierno explica que sus padecimientos hayan sido casi olvidados. Los pocos soldados que sobrevivieron a la matanza del norte de Finlandia y a la batalla de Stalingrado prefirieron en verdad esta última: menos hambre y caos irreversible; más esperanzas, cuanto menos, de supervivencia.
Al día siguiente de su llegada, Aliosha, cuyos conocimientos sobre el manejo del rifle aún eran ridículamente escasos, comprendió que algo marchaba espantosamente mal. Retrospectivamente, el entrenamiento básico parecía casi primoroso si se comparaba con la confusión, el desorden y la parálisis del ejército combatiente (agudizadas por la aniquilación del Estado Mayor y de los rangos superiores durante las purgas que habían concluido el año anterior). En el campo de batalla, los mujiks, que sólo contaban con el fatalismo y con una estúpida fe política —la columna vertebral del nuevo ejército stalinista— se calzaban las botas de los oficiales rusos ejecutados. Y no sólo eran ignorantes sino que además estaban inmovilizados por el miedo: después de las purgas, una decisión equivocada frente al dilema más sencillo podía determinar que al responsable le desenmascararan como saboteador. Los oficiales le tenían más terror a la iniciativa que a los finlandeses. Los miembros del Estado Mayor y los jefes se replegaban tras una desconfianza recíproca. En la línea del frente ni siquiera se pensaba en las retiradas tácticas, otro camino seguro para ir a parar frente a un pelotón de fusilamiento por «derrotismo».
—En cierto sentido, la confusión es endémica en nuestro país y tiene un elemento cómico, pero ésta era indescriptible y muy triste. Nadie sabía nada; nada funcionaba.
La lucha se desarrollaba cuatrocientos cincuenta kilómetros por debajo del Círculo Polar Ártico, en el invierno más frío que se recordaba en ese lugar. La unidad de Aliosha estaba lamentablemente desprovista de materiales... e incluso de abrigos para el invierno. Los fineses, distintos en casi todo, contaban con unos soberbios anoraks para la nieve y rifles con miras telescópicas alemanas. Desde las casamatas de acero y desde posiciones hábilmente camufladas en los cerros circundantes, acertaban metódicamente a sus enemigos: se ha documentado que un tirador mató con su rifle a más de mil soldados soviéticos. Los rusos, que con sus uniformes de color caqui ofrecían blancos perfectos en la nieve, se agazapaban como les ordenaban, esperando recibir una bala en el vientre. En los primeros cinco días, las dos terceras partes de la compañía de Aliosha, incluidos los obedientes muchachos que tenía a su izquierda y su derecha, recibieron las suyas. Apretando sus heridas, se dejaban caer silenciosamente sobre las rodillas, como gobernados por una voluntad superior.
—Esa fue literalmente la matanza de los inocentes. Pocos de esos muchachos habían conocido la vida o la alegría de vivir en la medida suficiente para compadecerse por perderla. Su problema se reducía a decidir si debían arrebatarle a un cadáver el abrigo que los protegería del frío pero que también les convertiría en blancos más perfectos. La mayoría de ellos esperaban sencillamente su turno, preguntándose sólo si aparecería una cantina móvil, para poder morir con un poco de sopa caliente en el estómago.
A Aliosha le enviaron a cumplir una operación de reconocimiento antes de que a él también le tocara el tumo. Encontraron unos prismáticos y se los confiaron de mala gana a su sargento. Cuando éste fue muerto una hora más tarde, los prismáticos pasaron a manos de uno de los otros dos soldados que le acompañaban en la misión. Cuando ambos hubieron muerto, Aliosha se apoderó del instrumento óptico y echó a correr. Entonces se vio envuelto en una súbita y violenta tempestad de nieve. Totalmente exhausto e irremisiblemente perdido en la inmensidad blanca —el comandante de la división se había negado a entregarle al sargento un mapa completo de la región porque no estaba autorizado a manejar esa información secreta— se sintió agradecido al pensar que el frío entumecedor le ayudaría a prepararse para una muerte apacible. Al amanecer del día siguiente aún estaba vivo. Como la tormenta de nieve había amainado, pudo utilizar los prismáticos, y se los llevó a los ojos para distraerse durante sus últimas horas. Habría sido inútil caminar, aunque hubiera tenido fuerzas. Sin un mapa, cada colina silenciosa se parecía a la de al lado, y el vallecito que se veía a lo lejos podría haber estado muy bien en la luna.
(Al oír cómo el humilde sargento había suplicado que le entregaran un mapa, comprendo súbitamente la obsesión de Aliosha por saber siempre, con exactitud, dónde se encuentra. Entre los muchos motivos de escarnio que tiene contra el régimen soviético, sólo su irritación por la escasez permanente de mapas ruteros traspone el límite entre la ironía y el rencor. Incluso los pocos que hay disponibles, vitupera, están deliberadamente falsificados: los caminos, los puentes y los ferrocarriles se hallan desplazados de su auténtica posición. A los cartógrafos de las universidades también les niegan la «información secreta», los datos precisos. Lo que se pretende es confundir a los cohetes y bombarderos enemigos... lo cual, dice, es una soberana estupidez en esta época en que es posible trazar un mapa desde un satélite, y las auténticas víctimas, como siempre, son los ciudadanos rusos. «Un millón de excavadores que horadan túneles con una desviación de varios metros, veinte millones de conductores que doblan donde no deben... o que mueren embestidos cuando bajan de su coches y se paran sobre el asfalto para rascarse la cabeza frente al enigma de un camino heterotípico... Se han perdido barcas pesqueras, y ha habido caminantes que murieron congelados porque un arroyo serpentea hacia la derecha en lugar de hacerlo hacia la izquierda. Esto lo resume todo, muchacho: el Pentágono conoce la ubicación del último de nuestros almiares, mientras nosotros marchamos a tientas, tratando de descubrir el lugar que corresponde a cada cosa en este nuevo mundo feliz.» Sin embargo, Aliosha guarda todos los mapas que encuentra. El apartamento está lleno de ellos.)
El soldado agonizante jugaba tontamente con los prismáticos. De pronto contuvo el aliento. A través de las lentes escarchadas vio un nutrido contingente soviético, aparentemente una división blindada, que ocupaba el camino de ese valle lejano. Antes de que su sistema pudiera reaccionar cabalmente ante el júbilo del rescate, distinguió varias figuras. Incrédulo, comenzó a arrastrarse. Centenares de soldados estaban literalmente petrificados por el frío junto a los tanques y los cañones de campaña. La naturaleza tétrica del espectáculo se vio intensificada por el hecho de que él lo contemplaba solo en medio de todo el mundo blanco. Rifles que descansaban en brazos que habían quedado congelados en posición estirada; bocas abiertas en medio de gritos y bufidos, incluso de sonrisas espontáneas, como si la carne se hubiera trocado instantáneamente en roca. (Los rostros ennegrecidos también estaban espolvoreados, como monumentos, por la nieve de la noche anterior.) Docenas de hombres habían estado rezando; un oficial apretaba la gorra entre los dientes. Pero la mayoría de ellos estaba en posición supina, con las extremidades estiradas hacia el cielo, como caballos en estado de rigor mortis. Aliosha, que entonces tenía apenas diecisiete años, comprobó, chillando, que nada se movía.
Volvió a correr. El instinto le impulsaba a no morir así. Pero aunque en ese momento no hubiera empezado a nevar nuevamente, aunque hubiera podido hacer algo más que patalear como un condenado debido a que carecía de zapatos para la nieve, todo habría sido inútil, porque distaba tanto de saber en qué dirección encaminarse como de saber si la cosecha de Borgoña del año anterior había sido buena. Fue notable que sus circunstanciales avances en círculo le llevaran a alguna parte. De alguna manera así sucedió y sacando la última caloría de sus prodigiosa resistencia, consiguió llegar trastabillando al campamento.
Recordó, asimismo, que el día anterior le habían enviado en misión de reconocimiento, y reunió unos pocos minutos más de energía para describir el espectáculo de la división perdida a su teniente... quien le condujo hasta el cuartel general para que repitiera la historia. Un mayor con cara de escarabajo le escuchó sin hacer comentarios, y le dijo a Aliosha que si repetía ante terceros una palabra más acerca de su «rumor subversivo», le fusilarían.
De pronto tuvo una imagen muy clara de sus obligaciones para consigo mismo y para con la sociedad. En esas treinta y tres horas se despojó de su máscara de valiente y se convirtió no sólo en adulto, sino en algo muy parecido a lo que habría de ser durante el resto de su existencia: un hombre cínico y taimado, un hábil manipulador del sistema. Decidió que quería vivir y comprendió, simultáneamente, que en el seno del régimen soviético ello era sinónimo de vivir astutamente y bien. Los hombres honestos eran peones o carne de cañón. No quedaba otra alternativa.
A la mañana siguiente, inició su guerra personal de supervivencia. Hacia la tarde había conseguido la plaza de mensajero, que le mantenía a unos pocos centenares de benditos metros del frente. Su inteligencia, que sobresalía como excepcional cuando se la comparaba con la de sus camaradas, los soldados campesinos, le hizo acreedor a un rápido ascenso a cartero de la división:, otra oportunidad para alejarse aún más de la carnicería. En esas circunstancias se hizo famosa su capacidad para memorizar nombres (¿se estaba entrenando para sus conquistas?) y para recordar unas pocas frases consecutivas —y sobre todo para manejar el lápiz y el papel— y fue promovido a escribiente de la división. Pero su habilidad para captar la torpeza y la rigidez de los jefes fue más importante que la rapidez con que aprendió las formalidades y los procedimientos militares. Como los oficiales de la división tenían que hacer grandes esfuerzos para construir oraciones simples sin cometer errores, le llamaban cada vez más a menudo para que redactara sus despachos. En aquel momento en que su desilusión y su cinismo habían llegado al apogeo, descubrió, atónito, que sus superiores aún utilizaban, para pensar, el lenguaje del patriotismo, del deber, de la fe en la autoridad. Su salvación residió en esa misma estolidez, que hacía que no desconfiaran de sus ardides.
El ascenso siguiente le convirtió en redactor del diario mural de la división, firmado por el comisariado del Partido. A medida que los soldados seguían avanzando dificultosamente para hacerse aniquilar, Aliosha redactaba las necesarias apologías a la conducción marxista-leninista-stalinista que inspiraba sus gloriosas victorias. (Al fin, sobrevivieron doce de los ciento ochenta reclutas de su compañía, cuatro de ellos con lesiones permanentes.) Cuando mataron al comisario político, a Aliosha le confiaron temporalmente la función adicional de censor, y ése fue uno de los errores por los cuales ejecutaron posteriormente al oficial responsable, ya que Aliosha no era miembro del Partido.
Aunque estaba relativamente a salvo de las balas de los francotiradores y tenía derecho a esperar que su ingenio le permitiera salir vivo de allí, la única ambición de Aliosha consistía en alejarse lo más posible de Finlandia, y con la mayor celeridad.
—La guerra y las obligaciones para con la Historia, la defensa de la sagrada Madre Patria y de la causa comunista mundial... he aquí nobles instintos que pueden perjudicar tu salud.
Aunque nada le interesaba menos que convertirse en oficial del Ejército de Obreros y Campesinos —o mejor dicho, había algo que le interesaba menos: quedarse cerca del frente— descubrió, mediante la lectura de las circulares secretas del cuartel general que en ello radicaba su única posibilidad de salvación. Solicitó que le enviaran a un centro de formación de oficiales, fue aceptado inmediatamente, y fingió modestia cuando su comandante se felicitó de que un muchacho de pueblo se sintiera llamado a tan grandes destinos. Naturalmente, no olvidó afirmar cuánto lamentaba tener que abandonar el frente mientras aún respiraban los traicioneros enemigos del socialismo.
Corrían los últimos días de febrero. El vagón de tren donde viajaba Aliosha, lleno de soldados mutilados e infestados de chinches, se parecía a los carros que transportaban presidiarios en la época zarista, antes de que Alejandro II promulgara las reformas del siglo XIX. Pero mientras se arrastraba —¡hada el Sur!— por el único ramal de rieles, Aliosha besó su pared pringosa.
La escuela para la formación de oficiales estaba situada en una sórdida base de Ucrania occidental. Puesto que desde el momento en que llegó allí sus objetivos ya estaban cumplidos, ahora debía evitar que le concedieran las insignias de oficial —una perspectiva espantosa, con muchos años de servido obligatorio— y, si era posible, debía desvincularse definitivamente de la milicia. Su plan consistía en demostrar que era totalmente inútil, y tan incompetente como entusiasta. Pero este plan aparentemente sensato se frustró porque había subestimado la deplorable condición del ejército, que tenía una desesperada necesidad de material humano.
Ávida de reclutas, la escuela aceptaba como alumno «a cualquiera que tuviese cuatro extremidades y pudiera recordar el día de su cumpleaños».
—Una vez en ella, era imposible salir. Cada nuevo alumno era un trofeo, sólo rechazaban a los espásticos comprobados. Incluso los médicos mercenarios quedaban sorprendidos al ver a algunos de los candidatos, y tenías que ser un genio para no superar las así llamadas pruebas de ingreso.
Más laborioso y concienzudo que en cualquier examen escolar, Aliosha introdujo dos docenas de pavorosos errores gramaticales en la composición de una página destinada a evaluar el conocimiento del idioma ruso. La narración ilegible fue calificada con un 3, sobre un máximo de 4 puntos. Durante el examen físico posterior, consiguió tropezar con una silla y chocar con el jefe del equipo médico. Ese fue el Primer Acto de la comedia mediante la cual pretendía hacerse pasar por ciego. En voz baja, le confesó a un médico militar que más allá de los diez metros su visión era borrosa y que desde la infancia vivía atormentado por las jaquecas. Le declararon apto para el combate.
Cuando empezó el curso, Aliosha se angustió. Desechó el plan de tartamudear y optó por continuar con la farsa de la vista, pero no consiguió interesar a nadie en su aparente defecto, a pesar de que éste siempre le impedía preparar correctamente su litera.
—Tampoco así podía destacarme. Algunos de mis colegas ni siquiera entendían los principios elementales sobre el modo de hacer una cama.
Sólo después de poner en práctica durante semanas su escrupuloso y a veces doloroso melodrama —que implicaba chocar con las puertas, caerse en las trincheras— le dieron la oportunidad de fallar en un nuevo examen físico, una tarde, mientras le vendaban un torturante esguince. Por fin, a regañadientes, le declararon inepto, y esperó durante semanas un nuevo destino, mientras se dedicaba a la limpieza de horribles letrinas. ¿Le destinarían a un trabajo burocrático? ¿Le darían de baja definitivamente? Santo cielo, no, le ordenaron volver a su unidad... o sea, al frente de Karelia.
—Finlandia, Dios mío. ¡Nuevamente a la matanza! Por supuesto, tenía que zafarme del lazo. Llevé al médico a un lugar apartado y le dije que durante el entrenamiento el cabo me había asestado un terrible golpe en la cabeza, con la culata del rifle, y que eso me había devuelto la visión perfecta. El médico me felicitó calurosamente por mi patriotismo, y juzgó que las circunstancias disculpaban la mentira transparente. Había fallado tan ostensiblemente en el examen de la vista que era innecesario repetir la prueba. ¿Conoces el proverbio ruso que dice que el ingenio genera desgracias?
Mientras el tren le conducía esta vez hacia el Norte, Aliosha cavilaba, escuchando cómo los soldados novatos de su vagón entonaban una canción sobre la forma en que la sabiduría de Stalin infundía valor en el combate. Probablemente a sus antiguos jefes de división ya los habían matado o ejecutado. Tendría que empezar nuevamente como soldado de infantería en el frente: un cordero que esperaba ser sacrificado en los altares de la incompetencia y el terror de los oficiales. Cuando el tren se aproximó a Moscú, donde tenía que hacer trasbordo, se le ocurrió escribir una última tarjeta postal a la tía que había contribuido a criarlo.
Al salir de la estación de Kiev para internarse por las calles ahora amadas de Moscú, analizó mejor la idea: ¿por qué no visitar personalmente a su tiíta? En verdad, ¿por qué no tomarse unas breves vacaciones en la capital del socialismo mundial antes de seguir su viaje rumbo al Norte donde habría de morir por la gran causa? Permaneció dos meses en la ciudad, relativamente inmune a la guerra, viviendo en estrecha relación con amigos aparentemente extraídos de una narración de Damon Runyon. Para entonces, ya habían florecido los capullos de primavera, y se había firmado un tratado de paz. Se abrió paso hasta un tren y volvió a su unidad, que ahora custodiaba una frontera más extensa. Seis semanas más tarde, llegó la orden de desmovilización. Tal como él había previsto, sus papeles se habían perdido en medio del tráfago burocrático y nunca llegaron desde la escuela de oficiales. Él, que viajaba solo, había sido un cargamento extraviado. Nadie estaba enterado de su rodeo por Moscú, y a nadie le interesaba.
Recuperada así la condición civil, regresó a la capital en jumo, y mientras examinaba sus posibilidades profesionales para el futuro se convirtió en jugador de póker, bedel de escuela, camionero y sereno de una barraca. Había descubierto la literatura y leía ávidamente a los clásicos rusos, pero la convicción de que no podría contar nada acerca del Moscú que conocía y amaba —y que veneraba más que nunca después de su experiencia en Karelia—, le ayudó a sofocar sus vagas pretensiones de convertirse, a su vez, en escritor. Su producción literaria, como la de todos los demás, no podría ser otra cosa que aleluyas al socialismo y a Stalin. Sabía que sus manos eran ágiles, y pensó en estudiar cirugía. Mientras tanto, el joven de dieciocho años seguía vagabundeando y observando, sin apresurarse a tomar una decisión.
La reanudación de la guerra resolvió su problema. Seis semanas después de la invasión alemana, Aliosha fue reclutado nuevamente... pero algo se resistió, dentro de él. El alud de conferencias de agitación y propaganda sobre la «agresión finesa», que había soportado en sus épocas de soldado, le inducía a sospechar que la nueva línea respecto al traidor invasor nazi encerraba una análoga deformación proselitista. Cuanto más estridentes eran las arengas que se emitían por la radio acerca «del sagrado deber que tenemos todos de combatir al enemigo fascista hasta con los dientes», tanto mayor era su convicción de que existía algún tipo de acuerdo entre Hitler y Stalin, y de que esa guerra no era la suya. Tal vez ninguna lo era.
Entre sus amigos réprobos se encontraba un tal Abram Aronberg, a quien los íntimos llamaban Abrasha Abramchik y festejaban como uno de los narradores más inteligentes y los tahúres más diestros de Moscú. Se trataba de un sastre «clandestino», obeso, de manos muy pequeñas, que representaba muchas décadas más que sus aproximadamente treinta años, y que ese verano estaba de relativamente buen humor porque una multitud de defectos físicos que iban desde llagas purulentas en el cuello hasta unos pies dolorosamente inadecuados para soportar su peso, le habían hecho acreedor a una de las calificaciones más notables de ineptitud para el servicio militar. Ese hombre afortunado —que habría de morir víctima de una intoxicación en ese otoño— trató de mitigar la depresión de Aliosha, convocado a filas, y accedió a presentarse como Aksionov en el examen físico de este último.
Ambos suponían que la situación militar desastrosa había agravado el caos burocrático que reinaba en el ejército. El instinto de jugador de Abrasha Abramchik le dijo que su treta tema muchas probabilidades de dar buen resultado.
Pero Aliosha volvió a chocar con las normas imprevisibles del ejército. Aunque Aronberg consiguió hacerse pasar por Aksionov, y nadie impugnó los documentos de identidad falsificados a toda prisa que ambos habían comprado, los médicos dictaminaron que esa ruina física era apta para el combate y le ordenaron que se presentara casi inmediatamente para incorporarse a su unidad
—Descubrió, horrorizado, que me había fallado, o sea, que le habían aprobado. El pobre Abrasha no podía tener firmes sus naipes. Ni siquiera podía comer. Estaba despavorido por la idea de que cuando volvieran a revisarle le incorporarían también a él.
A la mañana siguiente, ya sobrio, Aliosha envió una carta airada a la junta examinadora, protestando porque la clínica de reclutamiento había cometido un error deplorable y le había confundido con otro candidato. Esa era una maniobra que pocos rusos se habrían atrevido a intentar, aunque en verdad hubieran sido víctimas de un error de esa naturaleza. Pero Aliosha había vuelto a prever inteligentemente el futuro. Y cuando le ordenaron que se sometiera a un segundo examen, reincidió en su ya probada simulación de falta de vista. Esta vez eligió como sustituto a un carterista ladino, a quien hubo que decirle, cuando le quitaron sus embadurnadas gafas, que el manchón grisáceo que colgaba de la pared era la cartilla óptica. Ese bienaventurado granuja obtuvo un excelente puntaje de ineptitud, en lugar de Aliosha, quien consiguió una tregua hasta la convocatoria siguiente.
Mientras tanto, la Wehrmacht avanzaba rápidamente hada Moscú, donde los destrozos que causaban las bombas, y los rumores ominosos (todos los receptores de radio habían sido confiscados), «no llegaban a compensar el pánico y las carencias de víveres». A principios de noviembre, Aliosha se sumó a miles de ciudadanos igualmente impresionados, y comenzó a trabajar excavando trincheras antitanques en los accesos occidentales de la ciudad. Esa misma noche, visitó una biblioteca para contemplar un mapa de su tierra natal. Había decidido realizar una rápida autoevaluación.
—¿No fue Lenin quien acuñó la consigna acerca de la prudencia y el valor? Además, se decía que el mismo Stalin se había escabullido fuera de la ciudad. Preferí no insinuar que yo era más valiente que él.
Puesto que sólo el Sur prometía un buen distanciamiento respecto del avance alemán, además de un clima apacible, no fue difícil hacer la elección de refugio. A pie, haciendo auto stop y viajando en trenes militares vigilados y cargados de material bélico, Aliosha se dirigió hacia la costa del Mar Negro, y se instaló, sin ningún motivo especial, en la somnolienta ciudad georgiana de Sujumi, donde por las calles llenas de polvo transitaban más asnos que automóviles. Aunque no era un lugar divertido, ni siquiera en el contexto del sistema de vida soviético, Sujumi fascinó a Aliosha, y su efecto fue aún mayor que el que podría haberle producido a un joven venturoso que descubría por primera vez el mar. Se enamoró del sol, de las palmeras y del aroma de disipación que impregnaba el aire de la tarde. Aprendió a nadar grandes distancias y a convivir con los georgianos parcelados en clanes. El teatro dramático local, un palacio presuntuoso edificado en la avenida central, con más columnas en la fachada que obras en el repertorio, le contrató como peón. Y a medida que reclutaban, uno por uno, a los miembros del personal del teatro, él iba ascendiendo por la endeble jerarquía, hasta que se transformó en actor y terminó por desempeñar papeles secundarios pero importantes. En esa época también era un astro de la diezmada sociedad local, a la que aportó energía como promotor de fiestas y también una cuota de distracción lingüística. El calor estival aumentó su vigor, en lugar de mermarlo. Siempre había sido inusitadamente robusto, y en ese momento se convirtió en la imagen viva de la salud tropical. Tuvo un apacible romance con una tierna joven rusa que le cosía las camisas y los pantalones. Fue el mejor año de su vida.
Pero hacia las postrimerías de ese año, los alemanes habían llegado al Cáucaso, desde donde amenazaban toda la costa. Seguro de que le reclutarían tarde o temprano, Aliosha organizó una semana de fiestas y «me entregué». Y si bien su actitud no fue tanto una expresión de patriotismo como de impaciencia, lo cierto era que había empezado a creer en la urgencia de frenar al fascismo. Por alguna razón (aún no sospechaba que tal vez su padre jamás visto había sido judío) le chocaba el antisemitismo ruso, y en este contexto, probablemente los alemanes eran mucho peores.
Aunque pasó dos años en el frente, la crónica de su servicio militar es menos interesante, porque es más vulgar, que la de su larga campaña encaminada a eludirlo. Rechazó el grado de oficial que le ofrecieron sus amigos de Sujumi, y prefirió las miserables raciones y la servidumbre de los soldados a la obligada hipocresía y la mala conciencia de los jefes. Se inició como soldado de caballería, continuó como mecánico, y finalmente fue trasladado a una división blindada, con la que combatió en la gran batalla de Kursk —que supuso para los alemanes un mayor quebranto que la de Stalingrado— y en Ucrania, Polonia y Alemania central: difícil avance, aldea por aldea, a lo largo de mil quinientos kilómetros, en el que se libraron algunas de las batallas más encarnizadas de la historia de la guerra.
—Nuestros filmes sobre el invencible-poderío-armado-de-la— Madre-Patria-Soviética dicen la verdad... excepto que los «burras» previos al combate saludaban en realidad el reparto de unos pocos gramos de vodka o de una cucharadita de mermelada. Créeme, estábamos demasiado asustados, exhaustos y temerosos de nuestros propios oficiales para permitirnos un despliegue de exuberancia espontánea.
(Los primeros meses que pasó en la caballería reforzaron su obsesión por la cartografía. Cuando oyó que los oficiales del Estado Mayor ordenaban a los comandantes de las compañías que se hicieran con los mapas de la Wehrmacht como primer paso de los contraataques, el simbolismo de la condición rusa que esto sugería le hirió menos aún que la resignación universal al absurdo como pauta de acción. Sin pedir disculpas, los jefes se comportaban, con oficiales cuya vida estaba en juego, como si la necesidad de robar al enemigo la información acerca del propio país fuera algo absolutamente normal. «Nadie lo cuestionó. Ni siquiera lo mencionaron al pasar. El comunismo no ha convertido esta tierra nuestra en algo surrealista; se trata de la payasada de un pueblo íntegro, mudo, que simula —¡o cree!— que lo negro es blanco.») Aunque herido dos veces por el fuego enemigo, y otra, gravemente, por la caída de un caza soviético junto a su tanque, nunca volvió a estar sujeto al terrible horror de la campaña de Finlandia. En verdad, la guerra terminó con un episodio que Aliosha interpretó como una especie de contrapartida de las primeras semanas infernales que había pasado en Karelia. En los días de euforia que siguieron al histórico encuentro de los aliados en el Elba, un contingente de soldados norteamericanos ingresó en la zona soviética para celebrar el acontecimiento con un grupo de rusos escogidos, de ideas políticas inconmovibles, que seguirían defendiendo la línea del Partido aun durante los festejos. Desde atrás de unos sacos de patatas, convenientemente alejado, Aliosha escrutó a los primeros occidentales que recordaba haber visto personalmente. Más que por su informalidad —uniformes de cuello abierto, chistes y bebidas intercambiadas con los oficiales— se sintió fascinado por lo que sus expresiones revelaban acerca de su estado de ánimo. Los soldados norteamericanos parecían relajados, dichosos, no tenían miedo. Una mirada le bastó para comprender que no sabían nada de comisarios e himnos marxistas-leninistas, de mitos supersticiosos y prohibiciones inexplicables... de todo aquello que, con la pretensión de justificar y remediar un cúmulo de penurias, sólo servía para empeorarlas. ¡Esos eran hijos de la tierra a la cual él pertenecía!
Abrumado por el descubrimiento de que había llegado la convocatoria que él estaba esperando, Aliosha empezó a sudar. Sabía que debía huir. La imagen de sí mismo corriendo hacia los norteamericanos (divagando de alguna manera sobre «el hombre que amo.— bésame nuevamente, querida... Pennsylvania, cinco, mil»... la síntesis y la quintaesencia del vocabulario inglés) se repitió con tanta nitidez en su mente que sus uñas perforaron las patatas enfangadas. Y siguió fija allí mucho tiempo después de que hubieron llevado a los norteamericanos al lugar del festejo.
Consciente de que había trampeado a su destino, a la mañana siguiente volvió junto a los sacos como si se estuviera dirigiendo a su lugar natal. El error de su ciudadanía se podría haber rectificado; él debería haberse trasladado al mundo que congeniaba con sus reflejos y su temperamento, donde se habría consagrado a algo real.
—Entonces tenía veintitrés años —dice Aliosha parsimoniosamente—. Era fuerte. ¿Crees que habría triunfado en Occidente?
—¿Cómo diablos pensaste que podrías escapar? —respondo, en mi papel de hombre severo—. Los soldados norteamericanos te habrían entregado inmediatamente a tus oficiales. No entendían nada. De todos modos, no habrían tenido otra alternativa.
La expresión de Aliosha revela que siempre lo ha sabido, y que deseaba equivocarse.
—¿Crees que habría podido organizar mi vida en los Estados Unidos? Siempre he deseado ver el Río Grande... Tal vez habría podido trabajar en el cine.
—La Madre Volga le gana al Río Grande, si todavía quieres ponerte romántico. No, te veo un poco más al norte de California. Un playboy productor de basuras para televisión... asquerosamente rico y despreciable. Vosotros los tipos virtuosos sois vergonzosamente ordinarios cuando entráis en contacto con la vida real.
Complacido por mi descripción, Aliosha sonríe y hace una pausa para verse conduciendo un convertible por el Hollywood que conoce a través de Hollywood.
—Sí... pero allá hay que trabajar. Todos esos millonarios en sus oficinas revestidas de felpa, y sometidos a tantas presiones, tan nerviosos. Eso es cierto, ¿verdad, muchacho? Yo sé qué es lo que anhelan lograr con sus sacrificios, y eso es algo que tú y yo tenemos en mayor proporción que todos ellos juntos... Habría fracasado en los Estados Unidos: me falta ambición, verdadera iniciativa.
Me abstengo de decir lo que es obvio, o sea, que la inmensa energía de Aliosha seguramente se habría encauzado y que no habría podido dejar de sobresalir. También oculto que nunca podré visitar un lugar bello o emocionante de Occidente sin pensar en él. Hace dos años, rechazaron su solicitud para participar en una gira turística por la costa búlgara del Mar Negro. Ahora está programando una visita a Praga, pero probablemente su amistad conmigo ha anulado definitivamente sus posibilidades de salir al extranjero. Ni siquiera sueña con un viaje a los Estados Unidos.
Esto es lo que me gusta de ti, yanqui —dice, arrastrando las palabras, para disipar la melancolía—. Apenas te vi, me di cuenta de que tú no eras millonario. Con otros diez años encima podrías pasar por uno de esos reclutas del Elba con... eh... el rasgo fisonómico común.
Me abraza y deja escapar la risa de la amistad. Durante su narración me ha traído de regreso, y aparece frente a la Universidad desierta. Nos apeamos juntos y caminamos hasta el portal. Pero como siempre, regresamos al coche, y después nos paseamos alrededor de la verja de hierro, repasando desordenadamente nuestros planes, que afirmamos importantes, para el día siguiente. No mencionamos la verdadera razón por la cual no nos separamos.
¿El ejército le corrompió? Ciertamente esta explicación es demasiado simplista, como la idea de que está corrompido de alguna maneta. Yo, que le conozco mejor, entiendo que, a su modo, es un hombre recto. Tomados fuertemente del brazo, seguimos recorriendo el extenso perímetro dé la verja, totalmente solos, sin más compañía que las mujeres envueltas en chales que montan guardia en los portales, el cielo autocrático y el rascacielos de la Universidad. Marchamos acompasadamente, y más dichosos que nunca. Si nuestra relación incluye un elemento homosexual —con las chicas anónimas cómo vehículo para nuestro contacto vicario— me alegra que él lo sienta. Anhelo hacer algo formidable pata compensar su amor... no, para mantenerlo, porque siempre temo, por alguna razón, que semejante generosidad no pueda durar. No basta ser el «yanqui» que devuelve ilusiones perdidas. Si pudiera invitarle a visitar Occidente, gastaría hasta mi último céntimo para mostrarle lo mejor. Iríamos a los lugares más lujosos, aquellos que a mí personalmente no me gustan. Acapulco, Capri, Cannes... Todo lo que ambicionara sería suyo, y él, que convierte una caminata a orillas del Moscova en una fiesta, disfrutaría como toda la tripulación de un crucero con permiso en Hong Kong. Durante un mes fabuloso, yo sería el guía.
Una luna espectral se levanta sobre las colinas de Lenin, iluminando levemente la cúpula de una iglesia abandonada. Bajo los efectos de su resplandor mortecino y de mi arranque de ternura por él, su cabeza hirsuta parece súbitamente frágil. Descubro, más que nunca, al niño que juega al escondite dentro del astuto manipulador. La irrealidad de esa fantasía en la cual le hago vivir una juerga deslumbrante, me oprime el pecho. Sé que Aliosha intuye mi afecto y mi pena. Con cómica grandilocuencia, improvisa una cortés protesta contra las últimas instantáneas que le tomé, en las cuales sus dientes parecen cariados y su nariz resulta «más protuberante» que de costumbre. De la satírica disertación sobre las implicaciones éticas de la frase «las fotografías no mienten» pasa a una arenga sobre la obligación que tiene el artista de destacar la nobleza «progresista» de la humanidad en lugar de los intrascendentes defectos individuales, y al mismo tiempo que se burla de su propia vanidad y del realismo socialista, me recuerda las inmensas oportunidades que me reserva la vida. En medio de la especulación pseudofilosófica intercala frases disparatadas —«la profilaxis estética de la percepción que el creador tiene de la proboscis, en una sociedad que apuntala el desarrollo vigilante»— y mi incapacidad para sofocar las carcajadas aumenta mi congoja. La luna, que humea como hielo seto, procura brillar con más intensidad. Un coche de la policía disminuye la marcha para que sus ocupantes puedan inspeccionamos. Cuando finalmente nos damos un beso de despedida, yo también me siento complacido conmigo mismo por los sentimientos que se ocultan tras ese acto que antes era tabú.
—Los dientes ambarinos, chico, demuestran que hay carne en la despensa. Es un viejo proverbio ruso.
—Por el amor de Dios, no tomes un desvío cuando vuelvas a tu casa. Los bardos aficionados necesitan dormir.
Pero después de poner en marcha el motor, vuelve a apearse y corre hasta el portal para repasar por enésima vez nuestros planes para el día siguiente. La separación es una pena torpemente demorada.
El acceso de depresión que me acomete al día siguiente puede competir con los peores que experimentaba antes de conocerle.
Sólo su exhortación me arranca de la cama. Convencido al fin de que me sucede algo malo, aparca el coche donde nos sorprende el azar: junto a la Lubianka.
—¿Qué ganas con esta melancolía? ¿Qué motivos tienes para estar taciturno? Brilla el sol; tú no tienes que matar el día a la sombra de un estrado judicial. Pero te escucho, habla.
¿Cómo explicarle qué es lo que me inquieta? Sus problemas —el frente Finlandés, todo lo que simboliza el temido edificio amarillo cuya sombra oscurece al coche en este momento— son reales. Los míos son una estúpida colección de neurosis neoyorquinas. ¿Falta de afecto parental? Ja, ja. ¿El derrumbe de mi carrera, la pérdida de Anastasia? Feliz poseedor de todo lo que a él le falta, no puedo explicar el caos inconsciente que me deprime en estos momentos, ni el hecho de que mi vida jamás será rica como él supone. No obstante toda nuestra intimidad, a veces somos extraños. Pero ahora aprendo otra lección: los mejores amigos no deben ser necesariamente gemelos psicológicos.
Nuestra larga excursión termina en una aldea cuya única calle está ocupada por un cortejo de camiones desvencijados, que vomitan gases nocivos. Durante una caminata que hacemos por esa lóbrega aldea para eludir las «orejas» del Volga, Aliosha me habla de los G.N., nuestra clave para designar el plan que le preocupa cada día más. Grandes Negocios. Va a conseguir unos iconos estupendos, que valdrá la pena transportar de contrabando a Occidente. Con dos o tres seremos ricos.
Se trata de un plan peligroso que fácilmente podría atraer sobre nosotros las iras de la KGB, pero Aliosha está decidido. Si me descubren con la mercadería, deberé decir qué la compré a un traficante callejero desconocido. Si el contrabando sale bien pero le descubren a él con la ganancia en dólares, urdirá tina explicación que evitará incriminarme. Aunque las pruebas circunstanciales y la presión para hacernos confesar sean muy grandes, su experiencia jurídica le indica que es imposible que dicten una sentencia por asociación ilícita si nos aferramos, nos aferramos y seguimos aferrándonos a nuestras declaraciones. Y aunque a él le condenen a diez años de cárcel, es probable que en mi caso se limiten a expulsarme definitivamente.
—Escucha, muchacho, yo no confío en nadie sobre esta depravada tierra. Sólo en ti. Porque... bien, te conozco. Y si temes por este lado, voy a pronunciar un discurso. Podrán hacer lo que quieran conmigo. Aunque me corten en pedacitos, nunca denunciaré a mi yanqui.
Sé que esto es cierto y que Aliosha lo ha dicho con una intención más generosa que la de tranquilizarme simplemente respecto de. esta operación. Él y yo contra el mundo por obra de los iconos, y no le desilusionaré, a pesar de mi temor. Ahora que debo preocuparme por este peligro, mi depresión cede un tanto. Sus palabras reverberan en mis oídos.
—Podrán cortarme en pedacitos, pero nunca te venderé.
La culminación de las diligencias del día siguiente consiste en una consulta urgente con dos amigos de Aliosha, resabios de la época en que frecuentaba los círculos de moda. Pintores que se han enriquecido ilustrando libros y vendiendo cuadros «clandestinos a los occidentales, ejecutaron, en una noche de borrachera, un dibujo de borrachera, un dibujo erótico, que ha aparecido recientemente en una revista de Hamburgo hasta la cual llegó por vías misteriosas. La Unión de Artistas reaccionó privándoles de sus— estudios y poniendo fin a sus carreras.
Las esposas omiten los refinamientos habituales y participan en la angustiosa conferencia donde se debate la forma de evitar el descalabro de su opulento estilo de vida. Aliosha carea a los condenados acerca de los procedimientos disciplinarios de la Unión y acerca de las actividades que desarrollaron en la noche fatal, y les aconseja que supliquen demencia pero que también expliquen: que la mujer que dibujaron en posición obscena pretendía representar a la hija de Stalin. Dirán que la revista revanchista distorsionó vilmente una caricatura patriótica, aunque de mal gusto, al eliminar el «Svetlana Aliluieva» estampado sobre su frente, junto— con las inscripciones «prensa burguesa» y «capitalismo monopolista» que figuraban en los penes insertados en ella, así como el título de la obra: «Traidora a la Madre Patria, Prostituida a lose Sucios Dólares». Al principio los pintores se sienten irritados por lo que interpretan como una broma inoportuna, pero luego se dejan convencer de la seria intención de Aliosha, y a falta de un plan mejor, acceden a considerar la idea.
Ya estamos lejos, comprando un molinillo para café, cuando Aliosha comenta que en una oportunidad tuvo una aventura con la más elegante de las esposas. Durante el resto del día, no puedo dejar de preguntarme tristemente si algún día podré hablar de Anastasia con la misma indiferencia con que Aliosha habla de la mujer que hemos visto tan nerviosa sobre el diván. Le pregunto nuevamente cómo se conocieron él y Anastasia, pero no agrega nada a la historia, y dice que aún no entiende qué fue lo qué falló entre nosotros, ni por qué no intento reconquistarla en lugar de languidecer.
—Con tu porte, muchacho, puedes excitar a la Bella Durmiente. Mides dos esbeltos metros, pulidos de pies a cabeza... En esta transacción ella es la afortunada.
No puedo explicarle por qué aún amo tanto a Anastasia después de nuestra ruptura, pero su fría convicción de que ella será mía si verdaderamente la deseo, alivia mi congoja. Con un sobresalto, comprendo que sí me hubiera desahogado vagabundeando con Aliosha antes de conocer a Anastasia, ahora estaríamos casados. Pero la conocí antes a ella, y lo paradójico es que fue ella quien me condujo hacía Aliosha. Supongo que la vida es así, y no me quejo, pero mi felicidad sería completa si de alguna manera hubiese un lugar para Anastasia en todo esto.
Inmensamente tarde otra vez, por la razón habitual —una transeúnte de ojos azules—, Aliosha zigzaguea con el Volga entre los camiones que ocupan un camino congelado. Cuándo los neumáticos pelados pierden la tracción, saluda el desafío del patinazo, deja que él volante se encuentre a sí mismo y vuelve a apretar el acelerador. Volamos a visitar a Natasha «Tamaño Gigante», quien, según acabamos de oír, se ha practicado un aborto esta mañana.
El hospital ocupa un edificio moderno en un distrito suburbano. Los riesgos que corrimos en la ruta han sido en vano, porque llegamos después de las horas de visita y las payasadas más hilarantes de Aliosha, quien jura ser un técnico sanitario del ministerio de Salud, no impresionan a la agria jefa de enfermeras que ocupa el escritorio. Al ver su mueca hostil, Aliosha comprende que ése no es el momento oportuno para probar la suerte. Lo piensa mejor y nos vamos. Desde una cabina telefónica situada fuera del recinto, Aliosha despliega todas sus artes y su experiencia para vencer los obstáculos que nos separan de Natasha. La primera treta consiste en arrancar el número del hospital a las irascibles operadoras; la última, en flirtear con una enfermera del pabellón hasta que ésta llama a la convaleciente que tiene bajo su custodia. Muy pronto, la corpulenta joven nos hace señas desde una ventana del tercer piso.
Avanzamos por un terreno cubierto de nieve lisa hasta colocarnos directamente debajo de Natasha, y ella nos arroja un rollo de hilo de algodón, en cuyo extremo Aliosha ata una red llena de salchichas, bizcochos y chocolate que hemos comprado en el trayecto. Natasha iza el botín y nos arroja un beso restallante. Le comunicamos a gritos nuestros planes para transportarla a su casa al día siguiente por la tarde, y enfilamos nuevamente hada la carretera.
Entonces empieza la fundón. Una docena de chicas aburridas, vestidas con batas de hospital, aparecen en las ventanas contiguas del pabellón de abortos, y nos provocan para que subamos a visitarlas. De pronto dos de ellas, asomadas a ventanas distintas, reconocen a Aliosha y chillan;
—Alioshka, ven a rescatarme.
—¡Alioshik, sé un caballero!
Aliosha las invita a todas a una fiesta para celebrar su recuperación, y proclama a gritos su número de teléfono «por si alguien tiene una demanda judicial sumaria». La conmoción alerta a las autoridades en la persona de una enfermera rolliza que se asoma a una ventana, y de un colérico sereno que se aproxima hada nosotros por la nieve, hundiéndose hasta las rodillas. Mientras él blasfema, nosotros corremos hacia el coche.
—¿Cielos, viste a la muñeca que estaba junto a «Tamaño Gigante»? —canturrea Aliosha por encima del ruido del motor—.Hace cuarenta años que soy un ciudadano contribuyente de esta ciudad... ¿cómo diablos es posible que no la haya visto antes?
Una muchacha alta, con un pañuelo de buen gusto ceñido en torno del cuello, holgazanea en el corredor de un Tribunal del Pueblo en el que Aliosha ha entrado deprisa. Sí, nos acompañará, dice, después de nuestra presentación... ¿pero podemos tener paciencia? Lamentablemente, debe esperar un determinado veredicto. Veinte minutos más tarde, un juez se pone en pie en una sórdida salita para anunciar el fallo. El joven reo, probablemente moreno y apuesto antes de su detención, ha sido transformado en un ser digno de compasión. Está aplastado por la derrota, su cabeza rapada en la prisión le cuelga sobre el ancho pecho como si fuera de plomo, y no puede levantar la vista más allá de sus botas mugrientas. El juez le condena a pasar siete años en los campos de trabajo, por robo. Es el marido de la agraciada joven.
—¿Pero ni siquiera le escribirás? —insisto, mientras Aliosha abre una botella, de Sangre de Toro en el apartamento—. Dices que no tiene a nadie. Robó por ti. Su vida está arruinada.
—La mía no.
Me entero fraccionadamente de lo que le ocurrió a Aliosha después de la guerra. Fue desmovilizado en 1946, y volvió a su statu quo personal de preguerra... o sea, la necesidad de adquirir una profesión. El arte dramático ya no le atraía, y aunque tuvo el impulso de dedicarse al cine como cámara o director, no tardó en reprimirlo. La realización de los panegíricos a las fábricas y granjas colectivas que eran obligatorios en la cinematografía stalinista de posguerra —«o a las grandes victorias en la ’defensa’ contra los finlandeses»— encerraba menos posibilidades de satisfacción personal para los directores, y éstos corrían más peligro que los traficantes clandestinos de penicilina de terminar en el campo de trabajo o frente al pelotón de fusilamiento. Un viejo amigo de Abrasha Abramchik le ofreció, precisamente, una participación en el mercado negro de la penicilina, pero Aliosha no aceptó aunque esa actividad podría haberle convertido en millonario.
Volvió a realizar trabajos temporales en las barracas, y calibro las perspectivas que ofrecían distintas carreras, mientras trataba de acostumbrarse al recuerdo de aquel día en el Elba. En la Rusia de posguerra, donde el sentido del humor de cada uno suministraba el único hálito de alegría, los cincuenta metros que le habían separado de la bandera de las barras y las estrellas le parecían alternativamente infinitesimales e infinitos. Sí, todos sabían que era imposible atravesar ese campo minado; pero generalmente todos estaban equivocados. La guerra había puesto fin a sus ilusiones juveniles de que de alguna manera llegaría a alcanzar la riqueza y la felicidad, pero no había producido ninguna mejora en el país. En los planos psicológico y moral Rusia podía estar o no más enferma que en 1939, como obviamente lo estaba en el plano físico, pero a juicio de Aliosha el empeoramiento era general. La portentosa estructura de tensión, aislamiento y perversión ideológica —las apologías a quienes destruían y arruinaban vidas— le parecía menos hipócrita que demencia! Sin embargo, incluso personas inteligentes fingían no advertirlo. Para perpetuarse en el poder, las autoridades habían creado un sistema centralizado de terror y depresión permanente. Toda una nación trabajaba para hacer más difícil su propia vida, guiándose por una antifilosofía kafkiana cuyo principio rector consistía en alejar lo más posible a la sociedad de lo que era normal. Por contraste, incluso la Alemania devastada que había atravesado con su tanque parecía un oasis de esclarecimientos y comodidad. Ahora estaba claro que en ese océano de abyecta pobreza le aguardaba toda una vida de inadaptación. Sin embargo, cuando se le había presentado una oportunidad para huir, no la había aprovechado inmediatamente. ¿Por qué no había corrido el riesgo, con un premio tan tentador?
En 1946 trabajó en el periódico mural de una línea en construcción del metro de Moscú, y para lograr la altisonancia adecuada utilizó las lecciones de la Gloriosa Victoria que había aprendido durante la guerra. Después se convirtió fugazmente en ayudante en el cuarto oscuro de un fotógrafo. No obstante todas sus cavilaciones, fue el azar el que hizo de él un abogado. La joven ambiciosa con la que se casó en 1947 —ella ya había conseguido colocarse a medias en la reducida clase alta de personajes influyentes que actuaban en la capital— era una alumna judía del Instituto Jurídico de Moscú, donde él también se inscribió. Era con ella con quien pronto habría de compartir el lecho, mientras su miembro estaba dolorosamente congestionado por otras.
Para no desentonar con el papel que tenía reservado en la teoría marxista-leninista y en la práctica gubernamental soviética, el Derecho se había convertido en la menos intelectual de las disciplinas. Estudiando en sus horas libres, Aliosha terminó el curso de tres años en menos de dos. El programa había sido confeccionado para los jóvenes inflexiblemente proletarios (como mi compañero de cuarto Viktor) que no tardarían en convertirse en los jueces, fiscales y funcionarios del ministerio de Justicia de la nación. Menos estúpidos que los oficiales provincianos del ejército, muchos eran, sin embargo, incapaces de asimilar incluso los textos elementales que reducían toda la teoría jurídica a fórmulas fáciles de memorizar y automáticamente aplicables a todos los casos.
—Los profesores entonaban los párrafos escritos en negrita, y nosotros coreábamos las respuestas. Sin música. Era una Misa recitada.
Aliosha volvió a descubrir que el hecho de subestimar la necedad de los funcionarios oficiales era tan peligroso para la supervivencia y el bienestar personales como podía serlo la falta de suficiente cautela. El curso les enseñó a esos jóvenes cosmopolitas, futuros abogados prósperos de Moscú, que el motor del progreso consiste en la explotación de la apatía y la ignorancia generalizadas.
Por estas razones, el Derecho resultó ser una opción feliz. En la mitad del tiempo que necesitaban la mayoría de sus colegas —la quinta parte de la semana soviética media de trabajo— Aliosha se aseguró un ingreso relativamente atractivo: suficiente, en el primer mes de ejercicio de la profesión, para pagar cenas en restaurantes y regalos para sus enamoradas. Al cabo de un año, había conocido a especuladores georgianos y otros «hombres de negocios», la flor y nata de la clientela del abogado penalista. Su largo romance con la sociedad selecta de Moscú había empezado.
Al igual que casi todos sus colegas prósperos, Aliosha cobraba honorarios adicionales a sus clientes o a los familiares de estos. Pero a diferencia de otros, se conformaba con sumas razonables, y por esta razón los hermanos y tíos de los ladrones y desfalca— dores que había defendido recurrían a él cuando ellos a su vez estaban en aprietos. Esto sucedía incluso cuando dichos ladrones y desfalcadores habían sido condenados y fusilados, porque a veces los mejores alegatos de Aliosha caían en el vacío, aun en aquellos poquísimos casos en que consideraba inocentes a sus defendidos.
En un tribunal de justicia de otro país, su agilidad mental y su lenguaje conciso le habrían hecho acreedor a un éxito brillante. En la Unión Soviética tenía la precaución de utilizar una buena parte de sus aptitudes para controlar a la parte contraria, y evitar que desplegara al máximo su eficacia. Traspuestos ciertos límites, la defensa de un «criminal» sentado en el banquillo no era sólo indecorosa sino también antisoviética. Por tanto, Aliosha debía hacer difíciles equilibrios entre la prosperidad y la codicia cuando trataba con sus clientes, y entre la integridad y la prudencia cuando trataba con los jueces. Como una defensa vigorosa podía irritar al sistema judicial, sobre todo si tiraba por tierra los argumentos de la acusación, él debía disimular sus ataques, aun cuando el sumario estuviera lleno de contradicciones flagrantes o cuando las pruebas de errores policiales o de abusos del fiscal pudieran mitigar la sentencia. Premeditadamente, Aliosha reducía sus alegatos casi al nivel de sus ex condiscípulos, que ahora eran los lerdos representantes de la jurisprudencia soviética en los estrados.
Sin embargo, los clientes de Aliosha confiaban en que él sabría adaptar sus tácticas a las circunstancias. Tenía fama de saber en qué medida cada juez toleraría una dosis de «legalismo» (léase «presentación de hechos previamente inadvertidos, atenuantes») en la argumentación de la defensa, o de «insalubre tendencia general adversa» a una acusación formulada al servido del Partido y del pueblo soviético. El joven abogado de sonrisa fácil, que a veces inspiraba desconfianza pero nunca antipatía, aprendió que la sensibilidad para con los estados de ánimo y la idiosincrasia del juez —o ante las campañas organizadas por el Partido contra tal o cual abuso público— era tan importante en su profesión como el correcto conocimiento de la Ley.
Entre todas las satisfacciones que había tenido como abogado, la que más valoraba Aliosha era el lujo poco común de ser prácticamente su propio patrón. Exceptuando sus comparecencias en el tribunal y los ocasionales trabajos voluntarios en aras de su expediente de buen ciudadano, su subordinación al sistema que monopolizaba el noventa y nueve por ciento de las vidas era casi mínima. Tomaba los juicios —y las vacaciones— que deseaba, y trabajaba un promedio de diez horas semanales: lo suficiente para pagar la comida, la bebida y la gasolina.
A lo largo de los años se hizo cargo de todo tipo de casos, desde robos de bancos y asesinatos hasta disputas por unos centímetros cuadrados de espacio vital entre maridos y mujeres divorciados que debían seguir compartiendo el mismo cuarto, por problemas de vivienda. Pero las consideraciones comerciales le inducían a preferir las querellas penales a las civiles. Los mejores clientes continuaban siendo los desfalcadores y los grandes especuladores, que encontraban terreno abonado en la gran escasez de productos. No obstante los estrechos límites de su ambición, su renombre creció, sobre todo en las poco abundantes filas del foro moscovita. Tenía fama de repartir honestamente los honorarios y de no traicionar nunca a los colegas venales, y le remitían litigios escogidos que otros no podían aceptar por exceso de trabajo.
El hecho de que llegara a hacerse célebre en un área específica del código penal fue tan fortuito como lo había sido su opción por el Derecho como profesión. Un día, un ex cliente le pidió que tomara la defensa de un sobrino suyo acusado de violación. El reo era nada menos que el delantero centro del Dínamo de Moscú, uno de los equipos de fútbol más populares del país. Pero su transgresión no iba a ser discretamente encubierta, siguiendo el procedimiento habitual con las fechorías de los astros del atletismo y de otras actividades de orden público, sino que, aparentemente, le iban a aplicar un severo castigo, como lo había reclamado el Evening Moscow en un artículo sobre el tema. Circulaba el rumor de que anteriormente el héroe del estadio se había tomado libertades con la sobrina de un miembro del Comité Central, y ese era el momento oportuno para aplicarle un drástico escarmiento.
Las conversaciones provocativas sobre el tema se intensificaron marcadamente cuando se celebró el juicio, y la sentencia rigurosa fue divulgada con grandes elogios. Como efecto subsidiario, la aparición del nombre de Aliosha en el diario trajo más publicidad sobre su persona que la que cualquier otro abogado soviético podría haber conseguido si hubiera pasado toda su vida trepado a un mástil. Desde Murmansk hasta los Urales, llovieron sobre él cartas dirigidas al «Letrado de la Defensa A. Aksionov», como se le conocía. Sus firmantes eran los parientes de jóvenes acusados de delitos sexuales. Cuando los padres pertenecían a la alta clase media o a la burguesía del mercado negro, pagaban generosamente. Aliosha omitía mencionar, recatadamente, la curiosa circunstancia de que ahora su experiencia profesional corría pareja con la personal.
—No es en absoluto tan curioso —comentó, cuando yo lo expresé en esos términos—. No cuando sabes qué es lo que les ha sucedido a otros. ¿Acaso conoces un destino que no sea incierto en nuestro feliz país?
Aunque su reputación como especialista en delitos sexuales disminuyó lentamente con el transcurso de los años, Aliosha seguía encargándose de muchos más casos de esa naturaleza que el abogado medio, y recibía constantemente la visita de una variedad increíble de clientes —desde maestras de escuela hasta generales— que solicitaban consejos confidenciales acerca de sus deberes y derechos conyugales. Aliosha los daba con toda objetividad. Con su diestro manejo del humor y de la tolerancia informal por la diversidad humana, también trataba de mitigar el espíritu vengativo de los jueces puritanos, pero jamás defendía concretamente la liberación sexual, ni siquiera dentro de los límites aceptados. Su actitud respecto de la obtención de placer se resumía en una coplilla que le gustaba repetir: «Kolia jode a alguien / alguien jode a Kolia / ¿y a ti qué te importa Kolia?» Pero aunque esto suponía satirizar todo el conjunto de intromisiones soviéticas en la vida privada —la necedad de organizar ejércitos de inspectores para investigar «qué piensa El Pueblo cuando mea»— le parecía más sensato fingir un distanciamiento profesional respecto de todos los problemas de mayor envergadura.
Su ocupación tampoco reforzaba o debilitaba su propia satiriasis. Separaba prudentemente el trabajo de la diversión (excepto cuando se bailaba tras la puerta cerrada con llave de su despacho, en la nueva Oficina de Consultas Jurídicas). Los juicios eran una cosa, las francachelas otra. Y así continúa hasta hoy. A cincuenta metros del tribunal donde ha defendido a un hombre acusado de prácticas antinaturales, recluta nuevas chicas para una velada en la que se practicarán muchos de esos mismos actos sodomíticos, Sólo la existencia de una cantidad desusada de ex amantes produce una confluencia ocasional entre el trabajo y el placer. Un cliente, por ejemplo, fue procesado por primera vez, hace seis años, por violar a una vieja amiga de Aliosha, y luego a otra ex amante, poco después de su liberación. Una víctima muy guapa, ex mecanógrafa de un funcionario de menor categoría, consiguió que condenaran a su jefe por «obligar a una mujer en situación de dependencia económica a entablar relaciones sexuales», pero cuando Aliosha la entrevistó, como abogado defensor, se declaró dispuesta a retirar la denuncia en consideración a la semana feliz que su madre había pasado con él, con Aliosha, después de la guerra. La representante de la Juventud Comunista de una fábrica de zapatos solicitó, en nombre de «todo su grupo colectivo», y con frases de excelsa moralidad socialista, que impusieran una sentencia rigurosa a uno de sus trabajadores acusados de violación... ocultando, por supuesto, que pocas semanas antes ella había llevado a dos encoladoras adolescentes de la misma fábrica para que compartieran el lecho de Aliosha.
Aliosha explica estas coincidencias afirmando que Moscú —y por Moscú entiende a los círculos que están activos y vivos— es ridículamente pequeño. Para mí, son testimonios de que en la vida cotidiana de Moscú reina una excentricidad mayor que la de la ficción, y de que Aliosha tiene las cualidades indispensables para hacer surgir dichos testimonios.
Para nuestra confrontación intelectual nos trasladamos a casa de Edik, fuera del alcance del micrófono instalado en el apartamento de Aliosha. Una madre ha tenido noticias de la «inmunda orgía» en que participó su hija de diecisiete años, y amenaza con «arruinar» a Aliosha. Éste cita inmediatamente a las otras participantes en la velada y, con la actitud de un fiscal que ensaya su juicio espectacular, alecciona a las atónitas adolescentes sobre lo que deberán decir en caso de que las interrogue la policía. Absolutamente confiadas, ellas aceptan, sin vacilar un segundo, su deber de mentir para protegerle. Aliosha sabe que tres testigos oculares, con la misma historia de haber pasado inocentemente la velada en cuestión, invalidarán las acusaciones de perversión que contará una sola madre... pero también sabe que una sola discrepancia en la coartada común debilitaría en forma catastrófica su defensa. Es por ello que pasamos una tarde difícil, dedicada a memorizaciones y careos.
Esa misma noche, salimos del restaurante Pekín a la hora del cierre, acompañados por dos bellas estudiantes de lenguas. Si bien estamos todos aturdidos por el exceso de comida y bebida, entramos y salimos de los callejones, en medio del frío, antes de volver a casa. Aunque achispado, Aliosha intuye que hay detectives apostados en el vestíbulo y se da cuenta de que sería imprudente que le vean subir a un coche en esas condiciones. Podrían seguir al Volga, o anotar el número de la matrícula, sobre todo porque nuestras chicas han estado practicando francés con dos hombres de negocios extranjeros sentados en la mesa vecina.
En cualquier lugar donde estemos, el sexto sentido que Aliosha ha desarrollado para medir hasta qué punto puede llegar en sus defensas de delincuentes, también le sirve para comprender qué aventuras sexuales son potencialmente peligrosas, y lo mismo sucede en cuanto a sus reuniones conmigo. Detrás de su garbo, los reflejos están constantemente alerta, y su visión periférica tiene un radio de acción tan amplio para captar la presencia de policías como la de mujeres. Y cuando me lleva a hacer una diligencia en la embajada norteamericana, se comporta como un capitán de barco en una zona de aguas turbulentas. Un día, cuando está esperándome, prudentemente, a dos manzanas de distancia, un policía abre la portezuela y le pregunta quién es el individuo que acaba de apearse del coche, y por qué ha entrado en la embajada. Aliosha responde que soy el corresponsal del periódico comunista The Worker y que he ido a investigar cuántos negros han sido linchados este año. Cuando reaparezco, menea vigorosamente la cabeza para disuadirme de abordar a una chica bonita delante del mismo polizonte indignado.
—Seducirla aquí habría sido menos que discreto —se disculpa, mientras nos alejamos... y aunque en esos momentos se parece a Peter Sellers parodiando a un espía, su intención es totalmente seria. Incluso intuye cuándo conviene que él hable por teléfono, en lugar de hacerlo yo, porque mi acento podría despertar las sospechas del padre, el vecino o el compañero de trabajo de una muchacha.
Sólo un hombre tan experimentado como él respecto a todo tipo de precauciones puede permitirse el lujo de ser tan galante.
La procesión continúa. ¿Es que alguien creerá hasta qué punto es ridículamente fácil? (Con la supervisión de Aliosha, desdé luego. Cuando conquisto a una chica yo solo, no puedo llevarla dé la charla inicial a la cama con la elegancia o la rapidez con que lo hace él.) Ahora, lo que me desconcierta no es tanto la cantidad como la variedad de las historias. Los casos curiosos y las coincidencias que condimentan el desfile de chicas anónimas parecen provocativamente no plausibles.
Ahí está Chejov Tania, imagen de una de las heroínas inocentes de dicho escritor, con su capelina de alas anchas... aunque a los dieciséis años ha acumulado, literalmente, dos veces más amantes que años. Y Anomalía, una mujer ruborosa de treinta años que ha buscado a Aliosha para «convertirse en mujer», pero que huye al corredor en el último momento. (Aliosha llama a Lev Davidovich, que la llevará a un concierto.) Más tarde, una ex presidiaría cuyos pechos dejan escapar un chorrito de leche cuando los tocamos: ha dado a luz hace sólo diez (has.
Diversas celebridades también aparecen bajo una luz nueva, extraña. Una joven que visita Moscú menciona al pasar que es la sobrina del famoso Alexander Stajanov —el primero de los «stajanovistas»— y cuenta que cuando lo vio por última vez, el viejo invertía en alcohol toda su importante pensión y pateaba los gatos de los vecinos. Una circunspecta estudiante graduada comenta que su mejor amiga, una chica de veinticinco años, es la favorita de Rudenko, el temido procurador general que conquistó renombre en los Juicios de Nuremberg. La inquietante hija de un padre ruso y una madre georgiana afirma que el primero fue chófer de Krushchev... y dice que nada podría importarle menos. Tampoco las esposas de actores, coroneles y Artistas Eméritos de la República Rusa demuestran interés por los logros de sus maridos. Para ellas representamos una tarde de diversión, durante la cual las conversaciones sobre su status serían superfinas. Pero todas parecen vivir una fábula. Cambian— de actividades como de amantes, se dejan arrastrar por las corrientes de la emoción y las rompientes de la conmoción social, y son el plancton de la masa territorial, totalmente independientes de la nave del Estado que Hola allá arriba.
De tal palo tal astilla. Se parece mucho a él, el corpulento escaparate de medallas que está en segunda fila, detrás del Politburó, recibiendo las aclamaciones en la Plaza Roja: un veterano con ojos porcinos y reputación de stalinista fanático. A pesar de su belleza regordeta, el aire de familia se refleja en la boca, en las anchas espaldas y en el pecho ligeramente musculoso. Con gran desazón de su madre, y furia de su padre, ha huido de casa, renunciando a las tiendas de lujo de acceso restringido, a las villas oficiales y a los grandes establos dé las reservas estatales amuralladas. Asqueada de los Caciques del Partido y de la fortuna inmerecida de sus hijos playboys, escapó hace varias semanas y planea unirse en primavera a los pastores uzbecos: una hippie en un país donde muy pocos pueden darse ese lujo o no pagarlo caro.
Mientras tanto, no acepta consejos, no se pone el sujetador ni se va del apartamento. Permanece sentada durante días en un rincón, con las piernas cruzadas y el torso desnudo, bebiendo cócteles de vino dulce y vodka, fornicando con todos los amigos de Aliosha que vienen a visitarnos. Convencido de que el general, su padre, ha ordenado que la busquen, Aliosha le suplica que traslade a otro lugar la dinamita que constituye su presencia.
—Alioshik, no tienes por qué preocuparte. Yo te lo aseguro. Debes aprender a mandar a la mierda a papá. Si la gente entendiera esto, el mundo sería mucho más hermoso.
La académica. Es una bella mujer de veintiocho años («Santo cielo, pronto tendré un asilo de ancianas», gime Aliosha), que luce un vestido bien confeccionado. Ha viajado de Sverdlovsk a Moscú para comprar en el mercado negro algún libro de Freud. Cualquier libro de Freud, no importa cuál, siempre que «tú entiendes... explique ese asunto del sexo». La ignorancia académica y la indiferencia popular en este campo forjan una oscura estepa rusa. ¿Qué provecho sacaremos de nuestro encuentro casual con esta ninfa provinciana de gustos heterodoxos?
—En realidad, aún no soy sexóloga. Eso es lo que aspiro a ser. Estudio Psicología en la Universidad de Sverdlovsk. Pero el sexo es tan importante... ¿no te parece? Quiero convertirlo en el tema de estudio de toda mi vida.
—¿Teórico o práctico? —pregunta Aliosha, agitando las orejas—. Sabes que Lunacharski sentenció que los estudios en los libros alejan de la vida diaria del pueblo.
—Oh, la práctica también es valiosa. Nunca pensé que Lunacharski también se ocupaba de eso.
Mientras Aliosha busca el número de teléfono de un viejo amigo que tal vez posea un ejemplar prerrevolucionario del tratado de Freud sobre los sueños, ella se desviste, y se mete un dedo en la boca y otro en el sexo... Dos horas más tarde, pide los nombres de otros «condiscípulos» potenciales.
—Sólo dispongo de un par de días en Moscú, y también tengo que encontrar un libro de Avid (¡sic!).
La voluntaria. Una y otra vez promete volver para «cualquier cosa que se nos ocurra», la semana próxima. Pero sencillamente no puede permitir que lo «hagamos» esta noche.
—No, no me quedaré. Ya me he quedado demasiado. ¿Dónde está mi abrigo? Me marcho ahora mismo.
Al día siguiente por la mañana debe ocuparse, a primera hora, de algo tremendamente importante y no debe llegar tarde.
—¿A las ocho de la mañana del domingo?
La pregunta de Aliosha es una polca de escepticismo y jubilosa confianza en el hecho de que el nuevo trofeo —el sueño de un fornicador, con sus pechos y sus nalgas lascivamente tentadores— está al borde de renunciar a su poco verosímil excusa. Su experiencia en diez mil embustes y simulaciones ha aguzado en él un sexto sentido para diferenciar las citas auténticas de las inventadas. Para que sus reclutas puedan asistir a las primeras, es capaz de recorrer cualquier distancia bajo la lluvia, pero es igualmente diestro para desmantelar los argumentos espurios.
—¿Entonces eres católica, cariño? ¿Mañana es el día de tu santa confirmación? No te inquietes. Te endilgaremos un pecadito para confesar, y todos quedaremos contentos.
La incongruencia de su historia —no hay una sola católica practicante entre diez millones de mujeres de su edad— pasa inadvertida a la acróbata aficionada, que se ríe porque la «confirmación» es algo que practican los niños traviesos, y nadie puede decir que eso sea sagrado. Con su pelo color limón y su maquillaje atrevido parece improbable no sólo que acuda a la iglesia sino también que planee algo más decoroso que una picardía para la mañana del domingo.
Pero cuando se levanta temprano e insiste en su súplica de la noche anterior, Aliosha se convence. Apresura la preparación del desayuno, repara el inodoro para que ella lo pueda usar y activa el motor del Volga. Reconfortada al comprobar que por fin la conducen a la dirección que ella ha dado, revela por fin cuál es su compromiso. Es día de elecciones, y ella se ha incorporado como voluntaria a la brigada de agitación y propaganda para movilizar a los electores.
Aprovecho la oportunidad para averiguar algo acerca de la infame «agitprop», repulsiva secuaz del terror en mis libros sobre totalitarismo. No, responde con voz pastosa, claro que ella no se ofreció para hacerlo. Como era la obrera más nueva de su fábrica de empapelados, le ordenaron que se inscribiera como voluntaria, le dijeron dónde debía presentarse. No, no sabía en qué consistiría su trabajo. Algo así como pulsar timbres y recordar a los camaradas que tenían el deber socialista de votar. ¿El candidato? ¿Qué candidato? Oh, aquél por quien ella trabajaba. ¿Qué quería saber de él?
—Para empezar, ¿quién es?
—¿Cómo podría saberlo yo? No me lo dijeron. Además, ¿qué importa? ¿Queréis que vuelva esta tarde?
La estrella. La vemos en una tienda de discos. Es la actriz soviética de más fama internacional, ganadora de premios en Carines, e igualmente conocida, en Moscú, por sus visitas a institutos psiquiátricos y su persistente ninfomanía. Es una chillona caricatura de sí misma en sus filmes extraordinariamente populares, y nos injuria desde el momento en que sube al coche.
—¿Queréis joderme? Muy bien, jodedme. Todos los machos quieren joderme. Pero bajaos y llamad un taxi. Un taxi decoroso, una limousine. ¿O acaso pensáis que voy a viajar en esta mierda, lamecoños?
El mes pasado vi por tercera vez el filme que la convirtió en un ídolo popular, y me conmoví tanto como la primera y la segunda. Representaba el papel de una muchacha de obsesiva pureza que pierde a su enamorado en la guerra. Ahora, rumbo al apartamento de Aliosha, exige cigarrillos y vodka.
—Cigarrillos occidentales, malditos. Y una botella para mí sola. Podéis joderme por el culo. Eso es lo que queréis, basuras. Pero traedme vodka Stolichnaia y no barniz para ataúdes, bastardos tacaños.
Con su aplomo un poco deteriorado, Aliosha compra dos botellas del mejor vodka y las sirve en el apartamento sobre una bandeja en la que reposan vasos relucientes. Ella estrella el suyo contra la pared y bebe directamente de su botella. Después de eructar ruidosamente, la baja a sus otros labios e inserta el pico, gruñendo con placer forzado como una ex diva. Más tarde bufa como un disco hilarante, vomita en el lavabo y nos maldice por haberle hecho beber alcohol desnaturalizado. Todavía en el paroxismo de las náuseas, exige champán.
La sexualidad, parodiada de un cabaret de Hamburgo, ha sido tan degradante que Aliosha y yo necesitamos dar un largo paseo por la nieve después de que ella se recupera lo suficiente como para partir. Al apearse trastabillando del Volga para enfilar hacia la entrada de un edificio de apartamentos reservado a los próceres del Partido y la cultura, nos advierte que nos denunciará a la policía por haberla seducido.
—Os enviaré a un campo de trabajo, hijos de puta. Vuestras tretas os costarán caras.
Ahora que ha encontrado a alguien capaz de competir con él, Aliosha parte como un asaltante de bancos en fuga.
—Te dije que vemos demasiados filmes —murmura—. Nos volvemos tan fantasiosos que no sabemos enfrentar los desafíos de la vida real.
Después de un descanso entablamos relación con dos empleadas de los archivos del correo, a quienes enganchamos un sábado por la tarde en una heladería. Dicen que el lunes deberán atestiguar en un juicio. Aliosha también estará en el tribunal ese día. Como se trata de un caso difícil —aparentemente el acusado y sus amigos georgianos desvalijaron y violaron a dos chicas rusas que se resistían a entregárseles— los padres le han prometido seiscientos rublos bajo cuerda. Pero estamos muy lejos de pensar en estos problemas porque, durante los parsimoniosos preparativos para la fiesta, exploramos los encantos que nuestras invitadas exhiben de buen grado. La mesa adquiere poco a poco su habitual aspecto caótico, mientras las dos chicas mordisquean aceitunas y juegan con el mono relleno de Aliosha.
—No tengo apetito —dice débilmente Alia, respondiendo al aroma de la carne asada.
—¿Tenéis buenos discos? —pregunta Olia—. Conozco a un chico que estuvo en Francia y vio a los Rolling Stones.
—La audiencia se celebrará a primera hora —musita Alla, mencionando de nuevo su compromiso del lunes por la mañana—. Si concluye en un par de horas, como dijeron, ¿tendremos que ir a trabajar por la tarde?
Aliosha y yo tragamos apresuradamente el resto de nuestra cerveza para poder lanzar dos simultáneas exclamaciones de asombro. El descubrimiento de que nuestras visitantes son nada menos que las víctimas de la violación, con quienes Aliosha se deberá enfrentar en la sala de audiencias dos días más tarde, nos cae como un mazazo. Habrá que cancelar la francachela: no se justifica sacrificar ni siquiera cien rublos por los favores de dos simpáticas pero absolutamente vulgares empleadas de correo... precisamente de esas que son capaces de besar y luego contarlo en el tribunal. A un abogado pueden expulsarlo definitivamente del foro por haberse acostado en la víspera del juicio con el principal testigo de la acusación.
Aliosha mira tiernamente, como un payaso melancólico, a sus presas inalcanzables, quienes, ajenas aún a lo que sucede, distribuyen trocitos de arenque sobre grandes rebanadas de pan. Ni siquiera mi argumentación de que no todo está perdido para siempre —al fin y al cabo podemos invitarlas después de la audiencia, dentro de cuarenta y ocho horas que no serán insoportables— consigue disipar la congoja sensiblera de sus ojos. Estrujando a Alia por un lado y a Olia por el otro, pronuncia un discurso patético sobre las presiones demoledoras de la vida moderna, en la cual los crueles negocios «siempre» matan el placer.
Luego se somete a la lógica de su propia parodia.
—Qué diablos, algunos dicen que sólo se es joven una vez —exclama gozosamente, mientras libera una de sus manos para proponer un brindis—. Tenemos el deber de combatir las iniquidades de la tentación... que asumen la forma del miserable lucro. Quiero decir... Sea como fuere, dividamos por dos —palmea cariñosamente a cada chica entre las piernas—, y no son más que trescientos rublos por cabeza, ¿verdad, muchacho?
Esta es su forma de decir que quiere sacrificar el pago extra a cambio de los favores de Alia y Olia. La influencia de este loco derroche —seiscientos rublos son el salario de un obrero durante medio año— transforma lo que hasta ese momento había sido una juerga vulgar en una orgía fastuosa, y comunica a nuestras compañeras un aura de excepcional atractivo, como si fueran cal girls exorbitantemente costosas. Sé que Aliosha lo ha hecho en parte para enriquecer mi fin de semana. Ahora nada —y menos un placer que tanto nos ha costado— es para él solo. Todos los descubrimientos y los desencantos, todas las historias que cuenta cualquier nueva amiga, sirven para nutrir nuestra amistad. Y son ofrendas para apaciguar al omnisciente skuka, dios del Abrumador Aburrimiento.
Pasamos el fin de semana juntos, entre festejos y breves salidas. El lunes por la mañana, vamos al tribunal t Alia y Olia para declarar tal como ha quedado convenido, Aliosha para solicitar que le eximan de intervenir en el caso, argumentando —vehementemente, pues debe vencer la indiferencia del juez— que se siente personalmente comprometido porque estaba cenando en la mesa contigua a aquella donde se tramó la violación.
Bajo la tenue claridad de la tarde del lunes, Aliosha decide vender el nuevo samovar para pagar las deudas apremiantes que pensaba saldar con la fortuna georgiana. Pero no siente remordimientos por el fin de semana, ni siquiera ahora que ha concluido.
El mismo domingo en que Agitprop Tania contribuye a la movilización de votantes, Aliosha también cumple con su deber cívico. Para quitarse el mal gusto de la boca «antes de que estropee el descanso semanal», prefiere votar temprano. En el corredor de una escuela próxima a su casa, se aparta de la mesa de los funcionarios, donde le han entregado su papeleta ya marcada, y con el mismo movimiento la deja caer en la urna sin siquiera mirarla.
Me alejo deprisa porque presumiblemente no debo ser testigo de este espectáculo, y además temo que mi expresión me traicione. La misma vulgaridad de este fugacísimo rito de control totalitario lo hace más mortífero de lo que yo pensaba, y la mueca de Aliosha no oculta su humillación ni su asco.
—Una ciudadanía instruida sabe elegir con celeridad y determinación —comenta, en la escalinata de la escuela—. Descansa en paz; los resultados de la elección serán gratificantes. ¿Y qué hay de nuevo? ¿Kovo ebat budiem?
«Descansa en paz» es nuestra clave para designar el contenido insustancial de la propaganda. Deriva de la historia de un orador póstumo que despide al director de su fábrica cuando le están bajando a la tumba: «Descansa en paz, querido camarada; cumpliremos el plan.» Esta sátira contra la imagen tradicional de los líderes soviéticos, que despiden a sus «camaradas de armas» con discursos enérgicos, en los que prometen reforzar la inconmovible unidad del Partido y aumentar la productividad, nos trae el recuerdo del influyente padre de Edik, y telefoneamos al hijo pródigo desde una cabina. Pide que nos reunamos con él al día siguiente. Para que a sus amigas les excusen las ausencias al trabajo, Aliosha les consigue a menudo un documento donde se certifica que comparecieron como testigos en un juicio. Ahora Edik necesita esta certificación para una maestra que faltó dos días a clase porque estaba jodiendo con él.
Nuestra parada siguiente es la clínica donde trabaja una ex amante de Aliosha que le entrega certificados médicos, con el mismo fin, cuando sus secretarias de juzgado favoritas no están disponibles. La clínica forma parte de un inmenso complejo de oncología y medicina interna, pero Aliosha no revela qué asunto le trae aquí, e incluso dice que será mejor que no entre con él.
—Con mucho gusto, hombre2 ¿Qué atractivo puede tener una clínica para cancerosos en domingo?
—Los médicos jefes están ausentes y a las camaradas enfermeras les gusta hacer travesuras. La calefacción funciona. Volveré enseguida.
Pero tarda una hora, está demacrado cuando reaparece —saliendo de otro edificio— y se disculpa con extraña formalidad.
—¿No estás enfermo, verdad, señor? 3 —pregunto.
—Enfermo de invierno. Iremos un rato a casa. Preparare sopa.
Mi favorito es un caldo hecho con setas salvajes, secos. Empezamos a revolver cuando llaman a la puerta. Abro y me encuentro con una mujer adornada con una sonrisa estereotipada y que lleva un abrigo sucio. Creo reconocerla. Es Aksiona, nuestra amiga de la estación de ferrocarril, la que había desaparecido.
—Lo sé. Necesité armarme con todo mi valor para volver a enfrentaros. Pero os explicaré todo. ¿Puedo entrar?
Devora las sobras junto con la sopa y no explica nada pero nos pide veinticinco rublos prestados. Después de amonestarla severamente por robar a los individuos cuando tiene un Estado inmenso a su disposición, Aliosha le entrega trece rublos en billetes de uno. Aksiona se da un largo baño, más al comprobar que sus favores no están muy solicitados, se va con la promesa de regresar «cuando sienta que puedo contarlo todo».
Nos tendemos juntos sobre la cama, para descansar. Los cartapacios que contienen los últimos casos de Aliosha rematan pilas de otros papeles menos importantes dispersos por todas partes, y como siempre, hablamos en voz baja porque la mitad de nuestros temas —trueques de dólares por rublos, mis posibilidades de conseguir «Pall Mails» y un libro de Siniavski para unos conocidos de Aliosha, los problemas de Palestina y de las chicas— son tabúes o ilegales. Ahora estas conspiraciones forman parte de la espontaneidad. La extraña paz que experimento, a pesar del temor subyacente, cuando sucumbo en el limbo de ser Tonto en compañía de él, el Llanero Solitario, se intensifica los domingos. He puesto fin a la simulación de que trabajo en la biblioteca, y esto me produce un gran alivio. Ahora es posible que las autoridades me expulsen por haber abandonado los estudios, o con cualquier otro pretexto. Tanta más razón para pasar aquí mis horas contadas.
Enciendo la radio y sintonizo una selección de canciones folklóricas oh-tan-rusas, en el arreglo superpatriótico de un coro provinciano.
—Música para acompañar la votación —comenta Aliosha secamente, y conecta la cinta de Ray Charles para «interferir» esta jornada electoral.
Nuestro plan consiste en pasar el resto del día disfrutando del clima más apacible —el viento esparce el sabor de la tierra que destila jugos debajo de la nieve— con una caminata por la campiña, pero Aliosha quiere consultar antes a un colega acerca del caso de un camionero a quien defendió, y que fue sentenciado a ocho años por homicidio a raíz de un accidente de tráfico. Aliosha se resigna habitualmente a los errores de la Justicia, pero le apena la suerte del condenado. Éste no sólo era inocente sino que: aceptó sin una palabra de protesta que los jueces desalmados lo arruinaran. Aliosha ha pasado meses presentando apelaciones y peticiones de indulto, siempre por iniciativa propia, porque la esposa del detenido no puede distraer un soló kopek del magro ingreso que reúne dificultosamente para mantener a sus hijos. La última esperanza recae sobre el Tribunal Supremo, y puesto que todos los fallos anteriores han menospreciado su cúmulo de evidencias técnicas, quiere preguntar si sería conveniente contactar con uno de sus miembros... consulta ésta que no es aconsejable formular por teléfono.
El anciano abogado nos recibe en su apartamento. Después de la entrevista vamos en el Volga hasta un mercado campesino, donde Aliosha compra un pollo para hoy, cordero para mañana y, no obstante mis protestas, un puñado de tomates a un precio desorbitado.
—Basta de fanfarronadas. Sé que los yanquis no aguantan mucho sin hortalizas frescas y goma de mascar.
Son las tres y no hemos hablado de las mujeres para la noche. Una dependiente de guardapolvos blanco —que en circunstancias normales habría sido una presa perfecta— pasa inadvertida.
Subimos al coche, y después nos apeamos inmediatamente porque no hemos hablado del G. N.: los iconos. Sin levantar la voz, y manteniéndonos a una distancia razonable de los oídos indiscretos, recorremos la vieja empalizaba que oculta el mercado y su chocante espectáculo. El miedo me excita y al mismo tiempo me hace desfallecer. Calculamos nuestro capital, planeamos y verificamos nuestros movimientos, y ensayamos toda la operación, tal como lo hicimos ayer y anteayer.
—...sí, pero verdaderas obras maestras, ¿eh?... hay más falsificaciones que delatores...
—...conoce intermediarios en los monasterios. Es un sacerdote adicto al vodka; en una oportunidad le defendí...
—...sigue siendo el paso crucial. Tengo que llegar a esa valija diplomática...
—...solamente tres viajes... algo más seguro que un turista; han empezado a registrarse en serio... obtendríamos cincuenta m2 dólares, ¿o libras?, en Londres...
Volveré a Moscú e introduciré de contrabando la suma que le corresponde a Aliosha. Cuanto más ganemos en la primera operación, mayores serán las probabilidades de comprar piezas de museo para una «segunda remesa», y mayor será nuestra fortuna definitiva. Pero si no puedo regresar, por lo menos uno de nosotros será rico.
—El que debe serlo, muchacho. No es lógico vivir en un régimen capitalista sin capital... Además, ni siquiera todos los millones de Rockefeller bastarían para cambiar mi' estilo de vida ni mí... eh... domicilio. Tú eres la nueva generación, tú necesitas el caudal .
Dentro de mí, una voz se regodea con la perspectiva de estás riquezas malhabidas. Cuando vuelva a casa —sin Aliosha, sin futuro, sin intereses siquiera, apto únicamente para la nostalgia por ésta, mi gran aventura— estaré solo. Seré distinto de todos. La suma global será mi compensación. La invertiré bien y viviré como un Aliosha en Nueva York...
Sin embargo, él ensueño no hace más que intensificar mi desconfianza por el futuro. En el fondo del alma sé que algo saldrá mal, y además, ¿cómo podremos reunir diez m2 rublos para pagar una pieza de museo, si tenemos que vender un harapo para poder comprar la comida y la bebida de mañana? Los G. N. son puro escapismo... ni siquiera son una auténtica expresión de un deseo, porque en última instancia ni Aliosha ni yo queremos ser ricos. Lo que sí queremos es hacer algo fastuoso él uno por el otro, y coquetear juntos con el peligro, en el proceso. Sus riquezas y las mías serán el único vínculo que nos unirá cuando yo esté en casa y él esté aquí, con un mundo entre los dos. Entretanto, procuramos elevar la conspiración a la altura de un objetivo filantrópico.
—No te apresures a vender. Tal vez convenga un coleccionista privado en lugar de las subastas. Ahí es donde debe intervenir tu sentido común... Recuerda que ellos cuentan con el pánico y la confesión. Si fallara algo, nos atendremos estrictamente a nuestras historias.
—Correcto. Y no sueltes esos libros de arte. Hasta que encontremos las mercaderías justas, todas serán ilusiones vanas. ¿Qué te parece si vamos ahora mismo al museo? No, será mejor que no nos vean juntos...
Con las provisiones bien guardadas en el maletero, nos queda una agenda reducida— de diligencias dominicales. Visitamos una tintorería, para que Aliosha tenga su traje listo por la mañana. Pasamos fugazmente por la casa de Volodia Z. para admirar su nuevo cachorro boxer.
Pero nos olvidamos del resto, y Aliosha no asiste a la conferencia sobre el código de circulación, a la que un polizonte vengativo le ordenó que concurriera como castigo por haber cruzado una línea de demarcación, la semana anterior. Es que el cielo se ha despejado súbitamente y ha asomado un temprano sol dé primavera. Abandonamos todo y emprendemos la habitual carrera hada los grandes espacios abiertos. El aire renovado es tan importante, por lo menos, como la renovación de los militantes.
En las primeras semanas de nuestra relación, cuando yo aún visitaba la biblioteca, Aliosha deploraba el «pesimismo» que me inducía a permanecer dentro del sombrío edificio aunque brillara él sol.
—Desperdiciar semejante oportunidad es un delito contra la ley consuetudinaria —gemía apenas se insinuaba el comienzo del buen tiempo.
Y yo me reía de ese orden de prioridades pueril, hasta que adopté su escala de valores y empecé a venerar cada hora radiante como si se tratara de un don personal.
—Cuando asoma el sol, escucha la llamada del deber. ¡Pronto, a la campiña!
Después de nuestra tardía movilización, elegimos el parque más próximo que nos parece razonablemente libre de multitudes dominicales. Allí el sol se refleja sobre un millón de gotas de nieve derretida. No obstante el cieno que se introduce en los zapatos de Aliosha, caminamos durante horas por senderos sinuosos y conversamos acerca de una ex amante elegida pata un papel estelar, y acerca de otra cuyas confesiones indiscretas a un periodista holandés la llevaron a un instituto psiquiátrico, y acerca de nuestro plan de casamos con dos hermanas que trabajan en la planta de electricidad para que yo pueda invitarle a él, como pariente, a visitar Nueva York. Admirado por mí «hazaña», Aliosha me interroga acerca de la forma en que recorrí Europa, durante unas vacaciones de verano que me tomé en la Universidad, sin guías y sin rutas previamente programadas. Hemos enfilado hacia el coche cuando se oye un gritó:
—¡Aksionov! Eh, Aksionov... Mi Dios, ¡eres un espectáculo!
La mujer que corre detrás de nosotros como un ganso despavorido también es un espectáculo. Hace un cuarto de siglo, cuando pesaba veinte kilos menos, fue la favorita de Aliosha. durante un invierno. Ahora es abuela: éste —descubre la carita arrebujaba del bebe que lleva en brazos— es el hijo de su hija. ¿Alguien podía imaginar que la vida pasaría tan pronto?
—Es estupendo verte —exclama Aliosha—. Tanechka querida, no has cambiado en absoluto.
Exultante porque la han reconocido, Tania, que ese es en verdad su nombre, comenta que ha seguido el progreso amatorio de Aliosha a través de los rumores, y advierte que ella misma estudia la posibilidad de hacerle una visita para «reavivar» viejos recuerdos. Satisfecha consigo misma, se aleja con la criatura.
El fresco de la tarde y nuestro apetito por el pollo del mercado nos hacen sentir ansias de volver al apartamento. Pero al acercamos al Volga vemos un coche negro aparcado veinte metros más atrás: se trata de uno de los equipos de la KGB que nos signen ocasionalmente, en virtud de un plan que no alcanzamos a comprender. Esta pareja está somnolienta, sin duda porque tiene la calefacción al máximo, y Aliosha simula ejecutar un movimiento torpe para hacer sonar su bocina mientras se instala en el asiento.
—Hola, queridos... he aquí a los buenos chicos, no, quiero decir los elementos sospechosos —parodia, en dirección a los agentes corpulentos.
Entre los aires de una canción patriótica, que tiene por objeto anestesiar el micrófono, me susurra que si nos fuéramos sin ser vistos merodearían por el apartamento durante una semana.
—El hecho de que a nuestros sabuesos no les guste ser burlados presta una contribución maravillosa al bien común. La nación aguza su ingenio, porque está obligada a aprender a comportarse más estúpidamente que ellos.
Cuando nos detenemos para telefonear a Gacela Galia, Aliosha abre con el pie la puerta de la cabina, para que las expresiones exageradas de sus embelecos y arrumacos sean más visibles. Así les demuestra patentemente a los detectives que está hablando con una chica y no con espías extranjeros.
Galia no está en casa, pero ha tomado el teléfono su hermana menor.
—¿Qué has dicho? —exclama Aliosha, quien intuye que su cháchara lisonjera está a punto de dar un nuevo fruto—. Pero tal Vez te sientes como si tuvieras dieciséis. ¿Qué importa un año entré viejos amigos? En las partidas de nacimiento se cuelan errores, ¿sabes? ¿Qué podemos hacer entonces, Natashinka? Esperaré.
Mientras le miro maniobrar, pienso en sus cualidades inimitables. Estoy convencido de que cuando la quinceañera Natasha llegue, el año próximo, a la mayoría de edad para cuestiones sexuales, Aliosha se acordará de llamarla, después de haber tenido cien amoríos y de haber realizado mil diligencias. Y entre esas cualidades inimitables también se cuentan su generosidad impulsiva con los rublos prestados y la autocaricatura que hace de él una metáfora de la humanidad transitando por su eterna ruta, y la nariz de mascota y su cuerpo ligeramente esmirriado... que le confiere a su donjuanismo un toque ligeramente cómico.
—La Madre Naturaleza no quiso que todo fuera perfecto—suspira, cuando contempla sus defectos en el espejo—. Incluso el sol tiene manchas.
También me interrogo introspectivamente porque no quiero; engañarme respecto de él. ¿Me sentiría igualmente conmovido por su hospitalidad si no fuera porque pocos rusos se atreven a invitarme aunque sólo sea por una noche? En fin, ¿lo que le agradezco es, en verdad, su aceptación... o el hedió de que ésta me haya dado la contraseña para abrir las puertas secretas de la vida rusa? ¿Esta amistad se habría materializado, o el mismo Aliosha se habría gestado, en otro país, o todo es un producto exclusivo de un lugar donde la atmósfera está cargada de lobreguez y fatalismo, y donde día tras día debemos consagramos a nosotros mismos y a nuestros intereses particulares? En otras palabras, ¿Alexei Aksionov es un neto fenómeno de la naturaleza, o es uno de esos hombres que revelan más que cien individuos medios acerca de la vida común?
¿Es raro o lógico que mi mejor amigo sea ruso, y que a siete mil quinientos kilómetros y a un eón político de Nueva York, me sienta como en mi casa? Me formulo estos interrogantes. Y no puedo decidir si el derrumbe de mis planes es la razón de qué le necesite a él como personificación de la salud y el dinamismo; o si él fue el culpable de mi colapso académico. Él, que me hace sentir como si estuviera presenciando un filme de deudas naturales acerca del milagro de la creación y la energía vital.
Todo se agolpa: sus cualidades, aquellas cualidades mías que responden a su franqueza protectora, la relación entre estos aspectos personales y lo que Rusia da y quita. Cuando sea un veterano, lanzando miradas retrospectivas, completaré las ecuaciones. Mientras tanto, teniéndolo cerca, no debo preocuparme por lo que seré o lo que haré. Sé que cuando me ataque la morriña, él lo abandonará todo para venir a buscarme a la puerta de la Universidad, No importa que su remedio clásico —una tarde de orgía— sea cada vez menos eficaz. Si lo que deseo es una distracción intrascendente, estará dispuesto a soportar incluso un documental de televisión. Si le pido que esta noche haga indagaciones acerca de algún secreto de Estado o me lleve a Siberia, llenará el tanque de gasolina y se pondrá en marcha. (Ya ha elaborado planes para obtener microfilmes de ciertos folletos jurídicos revolucionarios que descansan en un archivo cerrado. Es el material que necesito, afirma, para redactar rápidamente la tesis que debo completar, aunque de todas maneras los iconos me harán rico.) Poco importa, también, que cuando yo ejecuto alguna faena él forme una gran alharaca por mi habilidad para sobreponerme a la vida rusa: cuando me ve completar una llamada telefónica o abrirme paso hasta el mostrador de los licores antes de la hora de cierre, exhibe una sonrisa de orgullo y afecto... así como celebra con grandes carcajadas mis chistes menos inspirados. Al margen de todo lo que pueda haber de incompleto en él, su rasgo sobresaliente de afecto indiscriminado e incondicional es lo que faltaba en mi educación moderna: Aliosha está comprometido conmigo, no con lo que yo hago o sé.
Sí, le amo en última instancia, porque él me ama a mí. Los Otros atributos, incluido su ápice de genialidad chaplinesca, vienen por añadidura. Mañana no iremos a Siberia, claro está, sino que daremos vueltas y vueltas en aras de nuestra francachela permanente. Nuestras limitaciones y autoengaños nos acompañarán, pero de todos modos nos sentiremos tan libres como los heroicos vagabundos de John Dos Passos. Si a una determinada tienda especializada ha llegado la primera partida de langostinos de primavera, me homenajeará hirviendo una olla llena, para qué después los devoremos por docenas regados con la mejor cerveza. Sobre la mesa descansará la tapa del cubó de una rueda de coche, llena de naranjas inhallables, porque una vez, presa de un resfriado espantoso, comenté que echaba de menos los cítricos. Después de entregar el certificado médico para la «novia» dé Edik, me llevará a un funeral —de un jerarca del Partido, para que haya más pompa— sólo porque me aguijonea la curiosidad.
Le regalaré un jersey japonés con cuello de cisne que compré en una tienda donde se paga con ’ divisas fuertes, y él se lo pondrá inmediatamente, según su costumbre, y no usará otra prenda hasta que esté llena de agujeros. (Después de lavarlo volverá a ponérselo sin que se haya secado por completo, pero seguirá siendo invulnerable al frío y a la epidemia de gripe.) Cuando le siga la pista a una nueva damisela intentaré disuadirle... no porque yo no la desee también, ni porque su actual agenda esté llena de números de teléfono a los que no hemos tenido tiempo de llamar, sino porque las medidas necesarias para acomodar a una tercera persona abrirían una mínima brecha entre nosotros. Pero si la chica prefiere pasar una hora a solas conmigo, o si yo quiero disfrutar de un momento de intimidad con ella, Aliosha buscará una excusa para salir del apartamento, informándonos qué es lo más tentador que hay en la nevera y disculpándose por las sábanas sin planchar.
Mientras espero un autobús que pasa cerca del apartamento, a menudo las penumbras se iluminan con imágenes de lo que aguarda. Me dará la bienvenida, me alimentará, me entretendrá con frases en clave —«¡Descansa en paz, camarada, cumpliremos el plan!»— y con nuevas historias. Las chicas, que parecen las actrices secundarias de un filme de espías se sentirán impresionadas por mi estatura tan poco rusa y mi vestuario y se acostarán conmigo sin poner objeciones. El hedió de que ésa pueda ser la tarde en que hará su irrupción la KGB sólo sirve para intensificar mi excitación. Él hedió de que Anastasia pueda enterarse de nuestras juergas la intensifica aún más, aunque ya no sé si esto es bueno o malo. Al día siguiente, experimentaré el placer de no hacer nada, en un estado de agotamiento total... En la parada del autobús, la congelación despeja el aire, pero cuando respiro profundamente al divisar el vehículo, la ansiedad me produce vértigos, como si mis pulmones se estuvieran llenando de incienso.
No obstante mi fascinación por todo esto, me sentiré igualmente dichoso si no aparece una chica y salimos solos a dar nuestro paseo nocturno. Apenas me quedan unos pocos meses en Moscú. ¿Quién habría adivinado que un período de tiempo, pata pasarlo juntos, podría ser tan tentador como unos pechos y unos muslos complacientes? ¡Qué suerte loca la mía por haberle conocido!